AVENTURAS EN OTRO BARRIO

Cagüen el copón, Tejada, la de cosas que pasan sin que uno se entere. ¿Sabías que Galván estuvo liado con las tramas del juego ilegal, y que hace cuatro años fue expedientado por amenazar con la pipa a un inspector de Bilbao?

– No me digas. Me cago en la leche puta. ¡A ver, Mario, un sifón que pite! ¡Y otra de callos y un tinto aquí para Quintanilla!

Un bar frecuentado por polis en Vía Layetana, cerca de la Jefatura Superior de Policía. En un extremo de la barra, al fondo del local, dos subinspectores piden a gritos un sifón que funcione. Pasan ambos de los cuarenta, son cuellicortos y atildados y tienen la piel de la cara del color del caramelo, roja el gordo, el otro verde. Frente a ellos, alineados sobre el mostrador, una docena de platillos exhiben pajaritos fritos con sus cabecitas mondas y la tripita abierta. Este bar guarda entre sus paredes historias terribles y esta que voy a contar es una de ellas. Y conste que no son recuerdos imaginarios, supuestamente cultivados en la placenta febril de la pelirroja: ahora mismo puedo ver a los dos sabuesos tal como mi hermano los verá dentro de unos minutos, poco después del mediodía, en este soleado y caluroso martes de finales de septiembre.

Uno de los subinspectores es bajito y canijo, el otro es barrigudo y sanguíneo y se sienta de lado en un taburete alto, usa gafas de montura de metal pegada con esparadrapo sucio y tiene desabrochado un botón de la bragueta. Con el palillo ensarta una aceituna, se la lleva a la boca y la muerde con una mueca de asco. Tiene el dedo índice de la mano derecha envuelto aparatosamente con gasas y tapado con un capuchón de cuero atado con un cordel a la muñeca. Beben vino y vermut hojeando la prensa de la mañana, Europa en ruinas asoma en todas las páginas, eso de Nuremberg promete ser una fantochada de los aliados. Y que lo digas, Quintanilla. ¿Basora marcó tres goles?, bueno, y qué, el mejor extremo de España ha sido Gorostiza, digan de él lo que digan, todo y llevar el apodo de Bala Roja, que por algo sería, claro. Cierto, remacha su compañero, es el mejor, con permiso de Gainza.

Luego hablan de aquel desdichado asunto en el que el inspector Galván se vio implicado a principios del pasado mes de mayo. El gordo todavía ignora algunos pormenores del caso, por ejemplo que el detenido, un vendedor de enciclopedias a domicilio, le aclara el canijo, parece que no llevaba la documentación en regla.

– Suficiente para trincarle -dice el gordo probando otra aceituna pocha.

– Sí, pero eso fue lo que propició el error -dice el otro-. Eso, y que les salió un pelín chulo. Le tomaron por quien no era, y después de zurrarle durante dos semanas el tío seguía igual de entero y negándolo todo. Y no veas cómo le machacaron los pies. ¡La hostia! Le clavaron una docena de tachuelas en la mollera y le dieron un buen tute con las colillas.

– ¿Tú lo viste?

– Lo vi después, cuando Serrano se hizo cargo. Se le escapó un golpe y le reventó un huevo. Este Serrano es un manazas y un mangante. Tiene su cachiporra para esos menesteres, ¿verdad?, pues no señor, el tío tenía que usar mi bastón, que sabe que me costó un ojo de 1a cara, y no veas cómo quedó la empuñadura de marfil con la piltrafa de la planta de los pies…

»De todos modos, aquel desgraciado a punto estuvo de dejar a Serrano y a todos con un palmo de narices, eso yo lo vi con estos ojos. Con la paliza que llevaba, aprovechó un descuido para escapar por 1a ventana que da al patio interior, ya había pasado una pierna y se iba a tirar. Yo creo que se habría tirado, y de hacerlo seguro que se habría matado igual, pero eso nunca se sabrá…

– Hostia, no le des más vueltas, Tejada -dice el gordo-. No sé si pensaba en matarse, pero seguro que pensaba en otra vida.

– ¿Qué cojones quieres decir con eso? -responde el flaco frunciendo el ceño-. Joder, Quintanilla, tú estás pirado. ¿Insinúas que pensaba ir al cielo, un jodido comunista?

– ¡Coño, mira que llegas a ser burro! Me refiero a que el tío estaría pensando en una vida mejor si conseguía escapar, mejor que la que le estabais dando con tanta matraca. Y que resultó una pifiada como una casa, por cierto.

– Yo no tuve nada que ver con todo aquello. El tío ya estaba sentado en la ventana y tenía un pie en el otro barrio, como quien dice, y a Galván no le dio tiempo a pensar en nada y además no estaba para puñetas, llevaba el brazo en cabestrillo y le dolía mucho la clavícula, ¿te acuerdas?, se la había roto en las escaleras de la comisaría de Horta, y encima aquel renegado hijo de puta lo había puesto a parir durante el interrogatorio, así que ya no pudo aguantarse más, no te muevas que te frío, le dijo, y perdió el control, date cuenta, un hombre como Galván, que sabe arrancarle una confesión al más pintado, siempre tan paciente y tan flemático, y que de pronto no puede contenerse y se acerca a la ventana y lo empuja, vuela si tanto lo deseas, cabrón, le dijo. Yo no tuve nada que ver…

– La verdad es que fue como empujar un cadáver. Un suicida que te está pidiendo el último empujón, así es como lo explicó después el comisario jefe.

– Sí, porque de todos modos el infeliz se habría tirado -añade el flaco.

– No sé -dice el gordo-, yo no estoy tan seguro de eso.

– Porque no estabas presente. Míralo así: su única escapatoria era la ventana. Creo que yo también lo habría intentado.

– El más atolondrado fue Montero -dice el gordo-, que sacó la pistola y le disparó cuando ya no hacía falta. Dos balas en los riñones, así cayó más aplomado.

– La palmó por la caída al patio, no por los disparos -dice el flaco.

– Qué más da -resopla su compañero encogiéndose de hombros-. Puede pasarle a cualquiera. ¿Y qué hicieron con él?

– Al depósito del Clínico -gruñe el flaco enfrascado de nuevo en el periódico-. Hubo que inventar algo sobre la marcha, buscar a alguien que lo identificara como otra persona, un vagabundo sin familia al que nadie va a reclamar…

– ¡Vaya manera de perder el tiempo y complicarse la vida! -opina el gordo.

– Di que sí. Pero ya sabes que a Portela le gusta ser legal. ¿Qué hora tenemos, colega?

– La una menos veinte.

– Va usted cinco minutos atrasado -la voz dulce a su espalda pertenece a una niña sonriente que está consultando el relojito de feria plastificado y de vivos colores que luce en su muñeca-. Es la una menos cuarto, señor.

Vía Layetana bajando, acera de la derecha batida por el sol, y allí en la esquina, en medio del transitar agobiado y pesaroso de la gente, esa niña que parece haberse apropiado de todos los colores y fulgores del día se para un momento y consulta su relojito de celuloide con números amarillos y agujas de purpurina. La esfera es celeste y la correa que ciñe la muñeca, de color violeta transparente con franjas amarillas. ¿Por qué lo miras, hermano, si sabes que los números mienten y las manecillas son pintadas y marcan siempre la misma hora, la una menos cuarto? ¿Consultas tu reloj de pacotilla para fingir que eres una persona ocupada, alguien con cierta prisa por llegar a una cita importante? La una menos cuarto, dicen las agujas plastificadas, y me gusta pensar que, por un capricho del destino, ésa es precisamente la hora exacta en todos los relojes, la misma hora cabal que marca el reloj de verdad del inspector Galván saliendo apresuradamente del Bar Sky para coger el metro en Jaime I y llegar a tiempo de ver salir a su hija del colegio de monjas, mientras aquí los viandantes ven pasar a una adolescente de largas piernas oscuras que camina deprisa y muy tiesa, levemente recostada hacia atrás y risueña, como si un viento frontal alterara su verticalidad y eso le gustara.

Hablo desde una trinchera moral en el tiempo que me permite neutralizar la nostalgia, y, por supuesto, el repudio y la burla o el simple estupor que seguramente suscitó el paso de esta niña valiente por la calle. Es probable que yo mismo, de haberme cruzado con ella, no la hubiese reconocido. Ahí va, investido poco menos que de inconsciente putilla y con el persistente zumbido en sus oídos y en su corazón, exhibiendo un violento carmín en los labios y un hormigueo de maracas en las caderas. Luce la faldita amarilla con grandes bolsillos verdes y la blusa sin mangas de color azafrán estampada con espigas y amapolas desvaídas, el bolso de plexiglás rojo y larga correa colgado del hombro, los cabellos de paje recogidos en la nuca con una goma, las gafotas de sol de montura blanca, el rebelde flequillo cabalgando su frente y la boina roja ladeada sobre la oreja. En su brazo derecho, un poco por debajo de la marca de la vacuna, una mariposa de calcomanía pegada a la piel despliega sus alas negras con lunares rojos. Las rodillas mohínas y los finos tobillos brillan al sol, y las sandalias de goma de color marfil dejan al aire el puente saltarín, atolondradamente sonrosado y sensual, de sus ágiles pies. La serena firmeza del mentón, su aire levantisco, es lo único que a ratos podría traicionar esa apariencia postinera y festiva, pero ¡qué fulgor en su mirada desafiando el trajín de la calle, qué intensa la emoción que le embarga en medio de toda esa patraña bajo el sol! ¡Y de qué modo tan alegre y confiado sus grandes ojos reflejan la luz del día, cómo ama la vida esta muchacha que sonríe impúdicamente a los viandantes!

El gesto tan espontáneo de consultar el relojito plastificado y sin horas lo entiendo ahora como un guiño irreprimible a un ideal de la personalidad, o tal vez no es más que un respingo de la propia impostura, el toque convencional de veracidad que requiere semejante artificio ornamental, dedicado no tanto a la galería -este señor que enciende un puro y la mira de refilón al cruzarse con ella- como a sí mismo: un reflejo nervioso de la tensión manipuladora que cultivó siempre y de manera muy especial cuando se veía enfrentado a sus espejismos personales, esos que, con el tiempo, forjarían su destino.

Está llegando al bar de los policías y entra con la mayor cautela. Despacio, con una mano en la cintura, colocando cuidadosamente un pie delante de otro, moviendo las caderas con más imaginación que curvas, avanza hasta el extremo del mostrador. Tienen que ser esos dos, piensa; le ha bastado arrimar el hocico a sus sobacos sudorosos. Pide una horchata, la paga y se queda allí un buen rato sorbiendo del vaso con una paja y escuchando el murmullo de sus comentarios sobre el cadáver machacado cuya identidad hubo de ser camuflada, y total para qué tantos miramientos, etcétera. Cuando sus oídos ya han soportado bastante -no ha venido a escuchar trapacerías de guripas tabernarios, y además está impaciente por llevar a cabo lo que se ha propuesto-, se sitúa sigilosamente a su espalda con el vaso de horchata en la mano y la paja en la boca, estira los bordes de la falda amarilla y carraspea.

– Perdonen. ¿Conocen ustedes a un inspector que se llama Galván?

– Se acaba de ir -dice el subinspector flaco con una oliva pinchada en un palillo y bastante recochineo en la mirada al ver la pinta de la niña-. ¡Ahí va, qué es eso!

– ¿Para qué quieres verle, al inspector? -dice el gordo girando despacio en su taburete. Parece no dar crédito a sus ojos y con su negro dedo encapuchado apunta a la niña como si indicara un bicho raro-. ¿Qué tenemos aquí, Tejada?

– Estoy buscando al inspector Galván. Le conocen, ¿verdad? ¿Podrían darle un recado de parte mía?

– Qué recado -dice el poli canijo, pero en vez de esperar respuesta se vuelve al mostrador, cierra momentáneamente el periódico y ordena al mozo una ración de boquerones en vinagre, rápido, estas olivas rellenas están pochas, Mario, ¿dónde las tenías, en el chocho de tu abuela?, escupe en el suelo y luego se encara de nuevo con ella-. A ver, ¿tú quién eres, niña?

– A esta golfa yo la conozco de algo -dice el gordo-. Fíjate en su boquita de boquerón, Tejada. Yo te he visto en alguna parte… ¿Tú no andabas por el Chino vendiendo claveles?

– No, señor.

– Pero vives por ahí, juraría que te he visto.

– Bueno, sí…

– ¿Cómo te llamas?

– Amanda Espinosa de los Monteros, para servirle.

– ¿Me tomas el pelo, mocosa?

– Qué pasa. Ése es mi nombre…

– Bueno, a ver -tercia el otro poli-, ¿qué le quieres al inspector Galván?

– Que me encontré un mechero muy bonito, y creo que es suyo

– lo saca del bolso-. Es éste.

– Pues sí, parece el suyo -dice el gordo examinando el Dupont, en cuyas junturas aún hay rastros de arena.

– Lo encontré en un torrente del Guinardó, en un sitio en el que no pasa casi nadie -dice Amanda triturando la paja con los dientes.

– ¿Y cómo sabías tú que pertenece al inspector Galván?

– Le cuento: iba yo un día tan tranquila…

– ¿Y qué hacías tú en el Guinardó -corta el subinspector

gordo-, un barrio tan alejado del Chino?

– Mis abuelos viven allí, voy todos los veranos. Tengo una bicicleta y voy a clases de violín… Entonces, iba yo tan tranquila con mi bici cuando, al pasar más arriba de donde vive David, un chico que he conocido este verano, vi a un señor alto cavando un hoyo con una azada muy grande. Se había quitado la americana y la tenía doblada en el suelo junto a un perrito muerto con sangre en la cabeza, y encima de la americana había un paquete de Lucky y este encendedor, me fijé porque parecía de oro y brillaba… No me paré a mirar el enterramiento porque me dio pena, conocía al perrito, era de mi amigo, así que seguí mi camino, y una hora después, cuando volví a pasar de vuelta a casa, me acerqué con la bici pero no supe dar con la tumba del perrito. Di unas cuantas vueltas y en una de éstas me encontré el encendedor en el suelo…

– ¿Y por qué has tardado tanto en devolverlo? Pensabas quedártelo, seguro.

– No señor -abre otra vez el bolso de plexiglás y hurga en su interior, pero no saca nada-. ¡Córcholis! Olvidé la polvera en casa

– dice arrimando el pubis, como sin querer, a la oronda rodilla del subinspector sentado en el taburete con las piernas muy abiertas-. No era mi intención quedármelo, pero qué podía hacer yo si no sabía quién era aquel enterrador de perros…

– ¿Has oído eso, Tejada? -dice el gordo sin apartar los ojos de la niña-. ¡Qué enterrador de perros ni qué leches! ¡De qué estás hablando!

– Le cuento, señor. Pasaba yo cerca del cañaveral con mi bici y veo algo que asoma en la arena del torrente, y me digo: es una pata del perrito, que a lo mejor se ha estirado debajo de la tierra, a veces pasa, yo vi a mi abuela levantar el brazo cuando ya estaba dentro del ataúd. -Adelanta el cuerpo hacia el mostrador y apoya la mano con aire distraído en el muslo butifarrón del policía, alcanzando una oliva con la otra mano. Se la echa a la boca y añade-: No están tan malas. Tienen el paladar muy fino, ustedes… Pues decía que la pata del perro hacía un gesto como que me llamaba. ¿Ustedes han visto alguna vez la patita de un perro enterrado de mala manera asomando tiesa de debajo de la tierra? Es algo que da grima, de verdad de verdad se lo digo. Total, que me bajé de la bici y me acerqué, y entonces vi que no era la patita del perro lo que asomaba, había sufrido una falsa impresión, porque soy una chica un poco sentimental, ¿saben?, no era más que una rama de pino medio enterrada allí. Y entonces, allí mismo, fue cuando me fijé en este mechero tan bonito. Se le caería al inspector al recoger la americana…

– Conque enterrando un perro -corta impaciente el gordo-. Qué extraño. El inspector Galván enterrando perros. ¿Por qué lo haría?

– Porque el perro estaba muerto, señor. Él lo había matado.

– No me digas. ¿Has oído eso, Tejada? ¿Y por qué lo mató?

– Porque era muy viejo y estaba enfermo, y pensaría que no valía la pena perder el tiempo llevándolo al matadero del veterinario…

– ¡Pero bueno, Tejada, ¿no oyes lo que dice?! ¿Desde cuándo nos dedicamos a estos trabajitos? ¿Habrá paga extra por liquidar a un perro? -se ríe el gordo mirando a su compañero, luego se vuelve a ella-: ¿De qué leche de perro muerto me estás hablando, se puede saber, nena?

– Ya se lo he dicho, era el perrito de mi amigo David -se queda unos segundos pensativa, repiqueteando con los dedos en la morcilla del muslo rechoncho, mientras el poli la observa con media sonrisita.

– ¿Cómo has dicho que te llamas, monada?

– Amanda, para servirle. Entonces, como les iba diciendo, estaba yo que no sabía qué hacer con el encendedor, hasta que David me dijo que conocía al señor inspector. Yo se lo daré, me dijo, pero así de entrada no le creí. Verán, no conozco mucho a este chico, pero sé que es un poco pispa y bastante fullero. Y este encendedor es precioso y de mucho valor, parece de oro macizo. Seguro que se lo habría mangado. Total, que le dije no, mira, me dices cómo se llama este señor y dónde le puedo ver, y yo misma se lo devolveré, porque a lo mejor me gano una buena propina. Y entonces he ido a la Jefatura de Policía y me han dicho que lo encontraría aquí… Bueno, pues ya está, ahora me tengo que ir. Ustedes le dan el mechero al inspector y por favor no se olviden de explicarle cómo lo encontré y dónde; que me fijé porque, mientras él cavaba el hoyo, el perrito muerto soltaba sangre de un agujero de la cabeza…

– ¿Ah, sí? ¿Y por qué habíamos de explicarle al inspector Galván toda esta monserga? -le interrumpe el subinspector flaco.

Amanda tarda unos segundos en responder. Se ajusta las gafas de sol sobre la nariz, agarra firmemente su bolso de plexiglás y dice:

– Porque es la verdad, señor.

– Oye, ¿en tu casa saben que te pintas los morritos? -dice el gordo.

– Es mi color natural -gorjea Amanda.

– No digas mentiras que te crecerá la nariz. ¡Otro tinto para mí y otro cinzano para Tejada, Mario! ¿Sabes una cosa, niña? Un día de estos le voy a romper las pelotas a alguien.

– ¿Y eso? -dice Amanda.

El gordo la mira como si la cara de esta chica fuera un jeroglífico, y no responde. Desde hace un buen rato la está mirando de un modo distinto. Amanda deja el vaso de horchata en el mostrador.

– Bueno, ya les he contado lo que pasó. Ahora tengo que irme.

Sin quitarle la vista de encima, el gordo alcanza el palillero y con el dedo encapuchado de la otra mano se toca la bragueta.

– Espera. ¿Por qué leches miras tanto la hora en tu reloj de cartulina?

– Porque tengo prisa, señor.

– ¿Cómo es que tu madre te deja salir vestida como un lorito?

– esgrime el boquerón ensartado en el palillo y de pronto la proximidad física, la voz y la transpiración misma de este remedo procaz de mujercita sele antoja un agravio-. ¿Te has mirado en el espejo, pimpollo?

Amanda ya se iba, pero se vuelve y se le encara con la mano en la cadera.

– Usted me habla así, señor policía, porque se cree que soy una analfabeta, una chica de barriada pobre que no ha ido a una escuela de pago y no tiene estudios ni amistades finas, ni recomendaciones ni buen gusto para nada. Pues sepa usted que estas gafas de sol, por ejemplo, son una monada, y son igualitas a las que lleva Ginger Rogers. Y no me diga que Ginger Rogers no tiene buen gusto porque entonces es que usted está ciego y además es un zoquete…

– ¡Di que sí, niña! ¡Así se habla! -exclama el flaco con una risotada-. ¿Has oído eso, Quintanilla?

– Vaya con el lorito -dice el otro fijándose en los dedos de la impertinente engarfiados en la cadera. Las uñas ribeteadas de luto son impropias de una niña tan presumida y resabiada-. Dime una cosa, lista. ¿Alguna vez has tenido problemas con la autoridad?

– Nunca, no señor.

– Pues yo diría que no tardarás en tenerlos. Y repito: yo a ti te conozco… ¿Sabes lo que pareces, puñetera? -le echa un chorro de sifón al vaso de tinto y añade riéndose-: ¡Una muñequita escapada de una casa de meucas!

– Venga, Quintanilla, acabemos de una vez -le advierte su compañero sin apartar la vista del periódico-. Que se largue, y tú guárdate el mechero. La temporada que viene, el Coruña a segunda. No hay derecho. Y mira que Acuña es bueno… Lárgate, niña.

Ella se gira nuevamente para irse, pero el gordo la retiene agarrando la correa del bolso.

– ¡Un momento, quieta ahí! ¡Ya sé quién eres, joder! La ratita aquella que andaba por el Chino vendiendo tabaco y cerillas.

– No, señor, se confunde…

El poli achica los ojitos tras los culos de vaso de sus gafas, e insiste:

– ¿Tú no eres esa golfa que llaman la Sorbetes? -se vuelve a su colega y añade-: ¿La has conocido, Tejada? ¿Sabes quién digo?

– Se viste y se comporta igual, pero no es ella. Te equivocas, Quintanilla. Ojo.

– Mira esos morritos. Es ella. La vi una vez no sé dónde, no me acuerdo, en una tasca de mierda sería, en la calle Robadors o San Ramón, llevaba esta misma falda y ese bolso rojo, igual que una putilla…

– ¡Pero qué dice!

– Ven aquí, prenda, no te enfades. Acércate al amigo Quintanilla. A ver, quítate las gafas y mírame a la cara, y dime que no eres la Sorbetes , a ver si te atreves.

– ¡Que no soy, córcholis! ¡Soy Amanda!

– ¡Anda ya, no me jodas! Que te conozco, niña. Con más de uno te has curado las anginas haciéndole una buena mamadita, ¡ja ja ja! ¡Tú eres Paquita la Sorbetes!. Los chavales de la calle San Ramón te conocen bien. Tu madre hace chapas en La Maña y tú zascandileas por ahí, vendiendo tabaco rubio y cerillas y a lo que salga, dejándote magrear si te compran algo, una vez te pillaron en un portal con la minga de un panadero en la boca, que me lo han contado… ¡Quieta, no te muevas!

– Que no, Quintanilla, que la estás cagando. Que no es ella

– insiste el otro mirando ahora a la niña por encima del hombro, una mirada entre la y el desdén-. Que no.

– Tócame los cojones, conmiseración Tejada. Yo te digo que sí.

– Y yo te digo que no, hostias.

– Fíjate en esa boquita de boquerón -insiste el gordo cogiendo a la niña del brazo-. Seguro que lo hace de puta madre y por dos reales…

– Hay que ver cómo estás de tronado, compadre. ¡Que no es ella, repito!

– Lo vamos a ver enseguida -masculla el poli girando sobre el taburete y levantando el dedo encapuchado frente a la nariz de Amanda-. ¿Ves este pobre dedo? No puedo hacer nada con él. Ni hurgarme la nariz, ni apretar el gatillo, ni rascarme los huevines, ja ja, ni desabrocharme la bragueta para orinar. Y ahora tengo ganas de orinar.

Amanda mira y escucha, erguida y con las rodillas muy juntas, la boca derramada de carmín y un destello de guasa en los ojos detrás del celuloide ahumado de las gafas de feria. Ahora hay que aguantar el tipo, piensa, aguantar como sea. Siempre hemos sabido que habría que asumir riesgos, así que ahora no te escondas ni te achiques. Venga lo que venga, aquí me tienes, cabrón. Con el dedo afirma las gafas oscuras sobre la nariz y carraspea.

– ¿En serio tiene usted ganas de hacer pis, señor? -entona arqueando la cadera.

– Eso he dicho. ¿Qué te parece si te ofrecieras a ayudarme? Pero no quiero que haya ningún malentendido, ¿eh?, así que vamos a declarar aquí delante de éste. Escucha lo que te digo y repite conmigo: Casualmente me percaté que el subinspector Quintanilla, adscrito al Grupo Cuarto de la Sexta Brigada, tenía el dedo índice de la mano derecha fracturado… Vamos, dilo.

– Casualmente me percaté que el subinspector Quintanilla tenía roto el dedo índice de la mano derecha…

– Y como tenía urgente necesidad de orinar y no podía desabrocharse la bragueta…

– Y no podía abrir la bragueta…

– No. Tenía necesidad urgente de orinar y no podía…

– Y no podía desabotonarse la bragueta por causa del dedo roto.

– Eso, muy bien. Entonces me dio lástima y me ofrecí espontáneamente para acompañarle al retrete del bar y ayudarle. ¡Venga, niña, dilo!

– Me dio lástima el pobre hombre y lo acompañé al retrete para ayudarle a…

– A aliviarse.

– A lavarse las manos…

– ¡No, puñetera! Ayudarle a desabotonarse la bragueta para que pudiera hacer sus necesidades.

– Bueno, eso. Hacer sus necesidades.

– Y esta buena obra la hice sin que nadie me obligara y sin mala intención, sin ánimo de sacar provecho ni de burla o de menosprecio para con la autoridad…

– Te estás pasando -dice el subinspector flaco-. A ver qué haces, coño.

– Tú cállate, Tejada.

– Pero bueno ¿qué te propones?

– ¡Nombre y apellidos!

– Estás desbarrando, Quintanilla. ¿A qué viene eso?

– ¡Joder, perdona, estaba distraído! -se ríe con la mano en la bragueta y vuelve a embestir-: ¿Has tomado buena nota de su declaración?

– ¡Y dale! Mira, oye, que te den por el saco -dice su compañero, y reclama al mozo una ración de pajaritos.

Amanda hunde las manos en los grandes bolsillos de la falda y observa a los dos hombres. El gordo se deja resbalar del taburete y atenaza su muñeca, en la que el pulso ha empezado a desbocarse.

– Venga, pimpollo, repite conmigo…

– Bla bla bla, ya está dicho y repetido -gorjea Amanda con la mano en la cadera y la mirada desafiante, pero ya con un sabor de ceniza en la boca. Si éste es el precio que he de pagar, hijos de puta, lo pagaré-. Pero no me haga daño, señor policía, por favor.

– Ven conmigo, niña. Vas a hacer una buena obra.

Sofocado, balanceándose sobre sus grandes patas y con una borreguez y un aturdimiento repentinos en la mirada, se la lleva de la mano hacia el retrete al fondo del local. Su colega le mira irse desde el mostrador meneando la cabeza y vuelve a enfrascarse en el diario, mientras le llegan los gorjeos cada vez más débiles en una especie de cantinela monótona: -No me importa ayudarle, pero por favor no me dé mal trato, señor policía, por favor no empuje. Soy una niña buena y dulce aunque usted no lo crea y desde hoy prometo ser más obediente y cariñosa con mi madre y con mi hermano, pero es que seguimos sin noticias de papá, ¿sabe usted?, teniente Faversham escuche, habrá que encender más hogueras para ahuyentar a los buitres de los cadáveres y quemarlo todo y pintar la bicicleta de otro color… No soy más que una pobre niña huérfana de padre, ahora mi madre nos va a traer otro hermanito, ojalá tenga un buen parto y no le pase nada y el niño nazca sano y fuertote y el día de mañana no tenga que avergonzarse de su hermana y pueda vencer todos los peligros con una sonrisa simpática y una preciosa cazadora de cuero, como el valiente caballero de las nubes…

– ¿Qué puñeta estás remugando? -gruñe el gordo dentro ya del retrete-. Desabrocha la bragueta y sácala, yo no puedo -la niña lo hace con dedos ágiles, sin un titubeo, y él baja la tapa del váter-. Siéntate.

Venga lo que venga, aguantaré, se repite una y otra vez. En la oscuridad maloliente suspende los sentidos, el tacto y el olfato que lo agobian, y sigue con la mirada a una mariposa blanca que revolotea, digamos, desde su corazón hasta las margaritas de mamá. Y después vomita toda la horchata.

Con un palillo en los labios, el subinspector Tejada se encamina hacia el retrete y abre la puerta asomando la cabeza. No dice nada, vuelve a su taburete y al poco rato la niña pasa por detrás suyo muy estirada y silenciosa, con una levedad de ángel o de demonio. En la barra pide un botellín de gaseosa y hace buches, devolviéndolos al vaso. Se para, reflexiona, una marea de rabia y resentimiento le inunda, pero reacciona y sigue con los buches y las gárgaras de gaseosa. Un hombre bajito y calvo que acaba de instalarse a su lado pidiendo un anís se vuelve a mirarla y la reprende: -Niña, estas guarradas se hacen en casa. El subinspector Tejada levanta la cabeza del periódico escupiendo el palillo triturado.

– ¿Qué le pasa, hombre? ¿Le parece mal que la gente se enjuague la boca?

– Yo a usted no le he dicho nada…

– Pues yo sí le digo, so mamón. A ver, por qué le parece mal un poco de higiene, con gárgaras o con lo que sea. A ver, explíquse.

– Bueno, no creo yo que éste sea el sitio adecuado…

– ¿Ah, no? Mira el listo. ¿Y cuál es el sitio adecuado, listo?

El hombre capta una mirada del mozo que le sugiere déjelo correr, y le hace caso. Apura su copa de anís de un trago y con el rabillo del ojo ve a la niña que se dispone a pagar la gaseosa. El subinspector, con un discreto gesto de la cabeza, le indica al mozo que no le cobre. Entonces ella se guarda su dinero, asegura la correa del bolso en su hombro, se peina el flequillo engarfiando los dedos, luego escarba sus dientes con las uñas y el talante desdeñoso, consulta el reloj de pulsera con su esfera fosforescente y sus horas de purpurina, y finalmente se despide con voz alta y clara.

– Se me ha hecho tarde -y sin mirar a nadie-: Le dan el mechero al inspector Galván de mi parte, por favor. Sobre todo. Por favor.

Un viaje y una breve estancia en Zaragoza por cuestión del trabajo impide al inspector Galván acercarse por casa durante cinco días. Cuando se deja ver de nuevo trae un kilo de alubias, dos botes de leche condensada, unas zapatillas para mamá de color violeta con apliques dorados y un azucarero de cerámica con una vista del Ebro y la basílica del Pilar. Y ese mismo día el Dupont se halla otra vez donde David deseaba verlo, sobre la mesa camilla de nuestro pequeño comedor-recibidor, entre las dos tazas de café y el azucarero nuevo lleno de terrones.

Llega David a esta hora decisiva después de pasarse la tarde haciendo recados para el fotógrafo. Ha entrado por la puerta de noche y ha cruzado el salón fantasmal del otorrino, evitando muebles que se pudren amortajados en fundas amarillas y espejos que chorrean azogue y reflejan liebres y perdices muertas entre racimos de uvas y sandías partidas, ha enfilado el pasillo en penumbra hasta el otro lado de la cortina verde y ha llegado con pasos sigilosos hasta la mesa camilla y los dos sillones de mimbre, ahora desocupados, bajo la ventana que enmarca un lívido atardecer de finales de septiembre. Lo primero que ha visto es el encendedor, de pie sobre el blanco tapete y luciendo nuevamente su falso brillo dorado, luego la americana del inspector colgada en el respaldo de una silla, la puerta entornada del dormitorio, y, por último, en el suelo, delante del sillón que suele ocupar ella, la palangana con agua y las flamantes zapatillas.

La puerta de cristales esmerilados del dormitorio se abre un poco más apenas la roza con la yema de los dedos. La pelirroja está echada en la cama con su bata de amapolas descoloridas y su rebeca gris, descalza y con una mano yerta sobre la barriga, y el inspector está sentado en una silla, a su lado, sosteniéndole la nuca con una mano, mientras con la otra le acerca un vaso de agua a los labios. Ella cierra los ojos después que ha bebido y él retira la mano con suavidad, y ambos guardan silencio.

– ¿Qué te pasa, madre?

– Hola, hijo -sonríe ella débilmente-. No es nada… ¿Quieres traerme mi taza de café? Está en la mesa camilla.

Con el vaso todavía en la mano, el inspector se levanta.

– No le hagas caso -dice-. Lo que habría que hacer es avisar al médico.

– Estoy bien, hijo, no te asustes -se incorpora un poco y acomoda la almohada a su espalda-. Se me pasará en cuanto me tome unos sorbos de café…

– No más café -corta el inspector-. No por ahora.

David ahueca la mano derecha a la espalda, como si ya empuñara el Dupont.

– Voy enseguida, madre.

– Que no, chico. Quieto ahí -insiste el poli.

Sin hacerle caso, David da media vuelta y ya está en el comedor. Coge el platillo y la taza y de paso coge también el encendedor, o más bien lo empuña, lo esgrime como si fuera un arma, y al volver al dormitorio se para ante la puerta y se queda escuchando un rato antes de entrar, pensando confusamente en el extraño silencio de ambos allí dentro, ella recostada y él de pie a su lado con el vaso de agua en la mano, atendiendo sus deseos y velando por su salud, moderando sus impulsos. Y es a través de ese silencio como David percibe un desasosiego que potencia aún más su zumbido en los oídos. ¿Por qué están callados, ella sobre todo?

Desde que papá nos dejó, ella no ha compartido con ningún hombre un silencio como éste. Al principio de su relación no era así. Cuando, a lo largo de muchas tardes, sentados ambos en torno a la mesa camilla y tomando café, a instancias del inspector ella había consentido en hablar de sí misma -sólo por no parecer descortés o desagradecida ante sus obsequios y atenciones, se había excusado al principio-, comentando ciertos aspectos de su trabajo de costurera, por ejemplo, de su embarazo o de sus achaques, o de lo que fuera con tal que luego él le permitiera enfocar el tema de Víctor Bartra y su eterno contencioso con la justicia, siempre hubo un momento en que, debido seguramente a un desfallecimiento momentáneo de la conversación, se callaba repentinamente y dejaba crecer el silencio entre los dos: quién sabe qué aviso de peligro, qué presagio tal vez de desgracia o de muerte la incitaba a callarse. Pero este silencio de ahora en el dormitorio, piensa certeramente David, no es el silencio embarazoso de dos personas que de pronto no tienen nada que decirse, todo lo contrario: sugiere más bien ese embarazo que parece provenir de lo mucho que podrían decirse, y, sin embargo, se callan.

Entra en la habitación y se acerca a mamá, pone la taza de café en sus manos y, aferrado al Dupont como si fuera un talismán, se vuelve hacia el inspector. La sigilosa aventura toca a su fin, y David lo sabe. Armado solamente con un mechero de imitación y un farol, pero seguro de esgrimir la razón y la verdad verdadera, ahí está por fin, disponiéndose a propinarle al poli el último empujón, firme y desvergonzado, sin el menor signo externo del fatalismo y la desesperación que labrarían su trágico destino seis años después.

– Veo que su encendedor apareció por fin -dice-. ¿Dónde estaba? -y sus dedos de uñas marrones se abren despacio mostrando el Dupont en la palma de la mano. Lo empuña, levanta el capuchón y con un golpe enérgico del pulgar hace rodar el cilindro estriado, brota la llama, la observa un instante y luego, con el dedo índice, hace caer de nuevo el capuchón. Clinc. En cierto modo, piensa oscuramente por segunda vez, presionar el capuchón con el dedo es como apretar el gatillo. Deja el encendedor sobre la mesilla de noche y añade-: Vaya chiripa. ¿Dónde estaba? ¿Aquí, en casa?

Una crispación súbita, que a mamá no le pasa por alto, altera fugazmente la faz inexpresiva del inspector Galván.

– Hablaremos luego, si no te importa. Tu madre no se encuentra bien.

– ¿Le cuenta usted lo que pasó, o lo hago yo?

– ¿Qué ocurre, hijo? -dice ella con la voz animosa, pero débil-. El inspector nunca pensó que te lo hubieras quedado tú… Me lo acaba de contar. Lo olvidó en un bar y un amigo suyo lo encontró.

– ¿Eso te ha dicho? Pues mira, resulta que conozco a la persona que de verdad lo encontró, y lo que me ha contado es otra cosa -con una sonrisa pícara en los labios, mirando de soslayo al inspector, empieza a desgranar la quimera-. Este encendedor lo extravió en el torrente el día que se llevó a Chispa. Una niña que pasaba en bicicleta lo vio.

– ¿Vio el qué? -la espalda recostada en la cabecera de la cama, mamá rodea la taza de café con ambas manos como temiendo que se la quiten-. ¿De qué estás hablando, David?

– El bwana sabe de qué estoy hablando. Oiga -dice sin quitarle el ojo al inspector-, ¿es que ese poli amigo suyo no le ha dicho quién encontró el mechero? ¿No le dijo que fue una chica que estuvo en el Bar Sky hace una semana? Fue a buscarle a usted allí. ¿No se lo ha explicado ese gordo que tiene un dedo roto? ¿O el otro, el flaco…?

Uno de esos dos cabrones, piensa David rápidamente, a la fuerza ha tenido que entregarle el encendedor y de paso explicarle quién lo encontró y dónde y en qué momento, poco después de verle enterrar a un perro con un agujero en la cabeza -era muy importante que le dijeran eso-, si bien no cabía esperar que le hubieran mencionado la canallada cometida a la portadora del Dupont.

Mientras, el inspector lo mira en silencio, con una jeta risueña en la que anida mucha curiosidad y una maldición.

– Sí, el subinspector Tejada me lo explicó -dice-. Pero ¿tú cómo lo sabes?

– Me lo ha contado la chica.

– Por lo que sé, no dijo más que majaderías. No me conoce de nada.

– ¿Ah, sí? ¿Y cómo supo ella que el mechero que encontró era de usted, si no le conocía de nada? ¿Y cómo se explica que fuera a buscarle en el bar, quiero decir, cómo pudo saber que usted es un guripa, y que le encontraría en ese bar de guripas…?

– Hijo, haz el favor -corta mamá.

Las últimas preguntas David las ha hecho mirando no al inspector, sino a la pelirroja y con los brazos en jarras: su reacción le interesa tanto como la del inspector.

– Pues porque al enseñarme ella el Dupont -prosigue David- yo le dije: conozco al hombre que lo perdió, es amigo de mi madre y está en la Jefatura de Policía de Vía Layetana. Dame el mechero y yo se lo devolveré. Pero no quiso, no se fiaba de mí. Y entonces me contó cómo lo había encontrado en el torrente… Conozco a esa chica de verla pasar en su bici, madre. Dice que vio al inspector cavando un hoyo…

– ¿Qué vas a hacer, David, qué vas a contarnos? -corta de nuevo mamá mirándole con tristeza-. Acércate y dame la mano, me voy a levantar.

– No deberías. Espera un poco -dice el inspector.

– Estoy mucho mejor…

– ¿Me dejas que te lo cuente, madre, sí o no? -implora David.

Ella se queda unos segundos mirando al inspector, que permanece a los pies de la cama con las manos en los bolsillos y la mirada severa, y luego mira a David. De nuevo recuesta la espalda sobre la almohada contra la cabecera y aquieta las manos sobre el regazo, ciñendo la taza de café en actitud sosegada.

– Está bien -dice-. Te escucho.

Y David cuenta más o menos lo mismo que Amanda contó a los subinspectores en la barra del Sky; que la chica de la bicicleta oyó el tiro y luego lo vio en el torrente con el azadón y el perro muerto a su lado, y que al volver a pasar por allí ya se había ido y entonces encontró el encendedor; que nuestro Chispa nunca llegó al veterinario ni vivo ni muerto… Que no digo yo que se lo llevara de casa con intención de matarlo, eso no, madre, pero como el pobre ya no podía andar, y tampoco se dejaba arrastrar con la correa, pues el inspector perdió la paciencia y acabó con él de un tiro; que debió pensar que al fin y al cabo también había que matarlo, así que menos molestias. No ha terminado David de contarlo y ya está preguntándose cómo es que el inspector no le interrumpe, por qué no reacciona; había previsto un ataque de ira y un rosario de preguntas tipo de dónde diablos ha salido esa embustera y qué tienes tú que ver con ella, y dónde puedo encontrarla, qué se propone con esta absurda calumnia, por qué no me la traes y a ver si se atreve a repetir todo eso delante de mí, etcétera. Sin embargo, sorprendentemente, el inspector guarda silencio y le deja hablar. Inmóvil a los pies de la cama, una mano apoyada en la tabla de la costura y la otra en el bolsillo del pantalón, sus ojos de hielo escrutan a David y su boca musculosa sonríe imperceptiblemente.

– Es la caraba -susurra en cierto momento. En sus labios finos la sonrisa es como un gusano que empieza a moverse. El sedimento de su garganta sigue amasando la cólera, es de suponer, pero en sus ojos apenas asoma un desdeñoso fastidio-. Qué te pasa, hombre, te hemos oído mentiras mucho mejores -y mirándola a ella añade-: No irás a creer semejante patraña.

La pelirroja bebe un sorbo de café, sin dejar de mirar a David. Ha estado más atenta a la vehemente mentira de David que a la respuesta del inspector, que ahora se pasa la mano por el pelo y empieza a pasear de un lado a otro del cuarto.

– Le ahorrarías a tu madre un gran disgusto si te callaras estas majaderías -gruñe-. ¿Me explico?

– Quiero hablar contigo ahora mismo, David -dice mamá-. Acércame las zapatillas -y dirigiéndose al inspector añade-: Y tú hazme el favor de traerme una toalla del cuarto de baño. Tengo los pies helados. De paso te llevas la palangana y tiras el agua…

Moviéndose con calma, el inspector le quita a mamá la taza de café de las manos, y, antes de salir del cuarto, en el umbral, se vuelve para mirar a David. Es una mirada en la que no asoma el rencor, sino más bien un destello de complicidad. Cuando ya se ha ido, mamá se sienta al borde del lecho, pone los pies desnudos en la gastada esterilla y mientras se quita la rebeca le hace seña a David de que se acerque.

– Ahora explícame qué significa todo eso que has contado y qué te propones -como cargándose de paciencia y sosiego, deja otra vez las manos quietas en el regazo-. Otro de tus embrollos, supongo.

– ¿Por qué no se lo preguntas a él?

– Te lo pregunto a ti.

David sostiene su mirada, pero tarda unos segundos en responder.

– Es lo que me ha contado esa chica. Si quieres que vaya a buscarla…

– No te he pedido eso.

– Entonces tienes que creerme. Es la verdad -insiste David-. A mi perro lo mató de mala manera.

Ella coge su mano y le mira un buen rato con los ojos chispeantes, tratando de comprender. Finalmente dice:

– ¿ Cómo has podido pensar eso del inspector Galván, hijo? ¿Por qué iba a hacerlo?

– Porque sí. Tú no sabes… -empieza David en un susurro, y se interrumpe.

– ¿El qué? Cuéntale a mamá, anda.

– No te das cuenta. Aunque nos trae cosas buenas, y te hace compañía, y tú le aprecias, porque le aprecias mucho, ¿verdad?, pues aun así, él no es una buena persona. Lo parece cuando viene a casa, cuando está sentado aquí contigo tomando café y te mira y te pregunta cómo te encuentras hoy, y te dice que no fumes tanto y no hagas esto y no hagas aquello, y te da las medicinas y te trae rosas -y bajando más el tono, con una seda cariñosa en la voz, añade-: Lo parece pero no, madre, no es una buena persona. No lo es.

Hay en su mirada y en su voz susurrante un amago de súplica que ella percibe e interpreta emocionalmente, como siempre. De algún modo le llega el perfume de la verdad, aunque los hechos no se ajusten a la verdad. Y en esta ocasión acierta. Hoy sé que la soledad y la pobreza vividas durante unos años y asumidas ambas sin amargura conformaron la sensibilidad de mi madre, su secreta armonía con el mundo, incluidos sus letargos románticos y su indócil sexualidad; lo pienso siempre que me siento desvalido y solo ante cualquier enigma de la vida, y al conjuro de este pensamiento ella acude con el milagro de su indefensión y su fortaleza. A su modo, David había asumido esa contradicción: como si supiera que la verdad no existe, que sólo existe el deseo de encontrarla, luchaba no contra ella, sino contra la fragilidad de su apariencia.

– Está bien -dice mamá soltando su mano-. Acércame las zapatillas y vete a la calle un rato.

– ¿A la calle? ¿Por qué?

– Porque el inspector y yo tenemos que hablar. Haz lo que te digo.

Cuando el guripa vuelva a su lado con la toalla la encontrará sentada frente a la tabla llena de patrones y retales, con horquillas en los labios y los desnudos brazos en alto, ordenando la llama roja de sus cabellos. Así es como David la ha dejado, yéndose a regañadientes por la puerta de noche, porque por esa puerta suele entrar y salir el inspector, y quiere verle cuando se vaya. Se queda merodeando cerca del barranco, que a esta hora ya empiezan a sobrevolar los murciélagos; va y viene de un lado a otro por el lecho del torrente. Piensa en las lagartijas que ahora duermen bajo las piedras calientes y a salvo de navajazos, evoca los ojos trabados de Paulino sumidos en su muda paciencia, sus almorranas sangrando sin alivio sobre algún sucio jergón del Asilo Duran, y siente el frío hocico de Chispa, que prolonga su existencia pegado a sus tobillos lastimados, husmeando aromas de arañazos y tintura de yodo. Quieto, valiente, ahora hay que esperar, susurra sin apartar los ojos de la puerta, acechando las sombras. Pero ya le tenemos, ya le tenemos…

Casi una hora después se abre la puerta y sale el inspector llevando la americana en la mano con un descuido impropio de él. La pelirroja no ha salido a despedirle y a cerrar la puerta, como otras veces, así que la cierra él y después, sin moverse de allí, saca del bolsillo trasero del pantalón la petaca de coñac, bebe un trago, la guarda de nuevo, y, mientras se abrocha la americana bajando los tres escalones, se inmoviliza con los ojos en el suelo y rascándose la cabeza. Parece tocado, confuso, realmente como si algún objeto acabara de impactar en su cabeza. Parado allí sobre los escalones, con una mirada que, al decir de David, jamás nadie habría sabido descifrar, termina de abotonarse y vuelve a ponerse en movimiento, alejándose despacio por el sendero que bordea el barranco con las manos en los bolsillos del pantalón y la espalda recta, como solía ir siempre.

Lo que han hablado mamá y el inspector Galván, ella no se lo contará esta noche ni al día siguiente ni al otro, y lo que mi hermano ha estado esperando con impaciencia sentado al borde del tajo, aquello que durante tres meses ha constituido su más ferviente afán, la ocasión de ver al poli desenmascarado y arrojado de casa y de la vida de mamá, quedando por fin ante ella como lo que realmente es, un hipócrita embustero y un matón de la bofia, este deseo se cumplirá sólo a medias, si bien sus consecuencias serán igualmente funestas.

Muy entristecida y sin ganas de remover el asunto, cosiendo a la luz de una vela por causa de las restricciones de la luz, lo único que ella deja entender, más porque David deje de preguntar y vaya a acostarse de una vez que por otra cosa, es que el inspector Galván no volverá por casa, de momento.

– ¿Qué quieres decir de momento?

– Pues eso, durante un tiempo por lo menos.

– ¿Cuánto tiempo por lo menos?

– Ya veremos.

– ¿Lo has decidido tú?

– Sí.

– ¿Y ahora qué pasará? ¿Ya no te traerá más cosas?

– Qué importa eso -lo mira fijamente y añade-: El que me preocupa eres tú.

– Tienes que pensar en lo que te he contado…

– Estoy pensando en muchas cosas, hijo. Pero sobre todo en ti.

Efectivamente, el inspector Galván no se dejará ver hasta la primera semana de noviembre, de manera sorpresiva, y en un estado que el mismo David habría de lamentar amargamente. No sólo no volverá a acercarse por casa en los días que siguieron a la acusación que formuló David, sino que tampoco se dejará ver apenas por el barrio durante tres o cuatro semanas, hasta que empieza a frecuentar algunas tabernas y se demora en ellas más de la cuenta. No habla casi nunca con nadie, y si lo hace es para enhebrar el mismo tema, su antigua ocupación de catador de vinos, provocando con ello bromas de los parroquianos a su costa y algún que otro altercado. El abandono y el desmedro se produce a ojos vistas y rápido, ya no parece la misma persona, y yo todavía hoy me pregunto por qué no hizo nada por desmentir la injuriosa patraña de David y recobrar el aprecio y la estimación de la pelirroja. Todo hace pensar que está descuidando cada día más sus deberes profesionales y es probable que los mandos de la Brigada, sus superiores, hayan tomado ya medidas al respecto, pues un representante de la ley y el orden que no se hace respetar, siento mucho tener que decirlo, hija -palabras de la florista en su tienda de la calle Cerdeña, mientras abraza a una niña llorosa que no puede ser otra que la hija del inspector-, un funcionario de policía que da mal ejemplo en los bares y no sabe comportarse ni siquiera en su propia casa, una persona así, por mucho que esté sufriendo, por más que le hayan matado una ilusión, pues yo sé lo que le pasa a este hombre, que ahora mismo tiene otra vez el corazón roto, lo sé, el Señor se apiade de él…

¿Eso dicen, que el Señor se apiade de él?, piensa la pelirroja sin esperar respuesta de nadie, sin dejar de pedalear en la máquina de coser, punteando y acotando pacientemente su parcela de soledad, descalza, los gruesos calcetines blancos de lana ciñendo sus tobillos hinchados y los pies moviéndose sin parar, como dos palomas que no consiguen emparejar su vuelo. Si David estuviera en casa le preguntaría a él, seguro que ha oído cosas por ahí, pero David se acaba de marchar al estudio del fotógrafo Marimón, hoy toca revelar el material de dos bautizos y una boda, y volverá tarde a casa.

Más o menos a la misma hora, las dos y media o las tres de la tarde de este brumoso y frío miércoles de noviembre, el inspector Galván está acodado en el mostrador de una bodeguita no lejos de casa y en trance de repetir por enésima vez a quien quiera oírle, que ya es tiempo de visitar a la señora Bartra nuevamente.

– Dame un café y dime qué te debo. Ya mismo me estoy largando de aquí, ¿me oyes?, ya he esperado bastante… Ya hace por lo menos una semana, fíjate, que tendría que haber ido.

– Con el café serán siete pesetas con cincuenta -dice el tabernero después de contar los vinos-. Aquí tiene -le acerca el café con un terrón de azúcar en el platillo, y, antes de poder retirar la mano, la del inspector atenaza su muñeca como el pico de un ave de presa.

– ¡Dos terrones, Amadeo, dos! ¡¿Es qué todavía no lo sabes, o es que eres un jodido roñoso?! -dice sin soltarle-. ¡Yo siempre he tomado el café con dos terrones, a ver si te enteras!

– No me he dado cuenta, perdone, don Manuel… -y en la mano que arde sobre la suya, en el furor que transmiten los golpes de la sangre, el tabernero intuye fugazmente el infierno personal que debe estar viviendo este hombre. Pero el inspector no es un camorrista, no lo había sido antes y no lo es ahora-. No me acordaba. Aquí tiene los dos terrones, ya está arreglado.

– Está bien, está bien… ¿Qué hora tenemos? ¿Casi las tres? Me las piro, que me esperan…

Pero se le va la tarde diciendo que se va, y empieza a caer la noche, y allí sigue, alternando vinos y cafés, y cuando por fin se decide no lo anuncia, simplemente pone la mano plana encima de los bordes del vaso, como si quisiera acallarlo, paga con la otra mano y sale de la taberna con paso firme y decidido. De espaldas al crepúsculo, ve las primeras farolas encendidas más allá de la plaza Sanllehy, oye el piñón de las bicicletas que a esta hora se dejan ir carretera abajo, las voces y los chillidos alegres de las muchachas saliendo de un laboratorio farmacéutico, de nuevo el barranco sombrío bajo la telaraña compulsiva de los murciélagos y enseguida la puerta con aldaba del chalé. El pie tantea inseguro los tres escalones que se deshacen y tropieza. La puerta, que antes no solía estar cerrada con llave, ahora sí lo está, y se ve obligado a dar un amplio rodeo, remontando un trecho junto al torrente, luego emboca el querido callejón por arriba y lo baja hasta la pequeña puerta de día custodiada por la mata de margaritas, ya recortada y sin color. La luz en la ventana del comedor-recibidor parpadea de forma discontinua, como hace una bombilla mal enroscada. Avanza decidido y, unos segundos antes de llegar a la puerta, le asalta el presentimiento de llegar demasiado tarde. Pisando el rastrojo de margaritas se asoma a la ventana y ve en el suelo a la pelirroja caída sobre un costado, junto a la máquina de coser. Lleva puesto el albornoz y tiene el brazo extendido con una zapatilla en la mano. Está inmóvil, pero el inspector observa ligeras convulsiones en esa mano, por lo que se abalanza de inmediato contra la puerta pulsando el timbre insistentemente, aunque ya supone que David no está en casa. Golpea la puerta con todas sus fuerzas y también la ventana, tratando de abrirla, y acto seguido rompe el cristal con el codo, mete la mano y abre por dentro, se desprende de la trinchera y salta al interior. Las convulsiones cesan un rato, mientras intenta reanimarla con cachetes y llamándola por su nombre, arrodillado a su lado, angustiándose al ver sus ojos y sus labios tan hinchados, hasta que desiste y la coge en brazos, abre la puerta y sale al callejón pidiendo a gritos un coche o un taxi, pero sin esperar ninguna ayuda, sin dejar de correr. Algunos vecinos se asoman y le ven torcer furtivamente en una esquina en dirección a la Avenida, allí parará un coche particular identificándose como policía y ordenando al asustado conductor dirigirse a la clínica de la Maternidad sin pérdida de tiempo. Durante el trayecto ella parece recobrar la conciencia, pero al poco rato vuelven las convulsiones y así entrará en el quirófano quince minutos después, ya casi en estado de coma.

Aún no he nacido y ya me estoy muriendo. No pocas veces, en el transcurso de mi vida, habría de lamentar que ella no me llevara consigo esa noche, bien arropado en su ilusión secreta y romántica de ex maestra de escuela represaliada, en esa ensoñación ingenua que he sido para ella durante siete meses, una sombra intrauterina con una pluma en la mano. Sal y cuéntalo, habría dicho, de poder hacerlo. En su día los astros le habían dicho a mi madre que David era el signo que anunciaba la mascarada infame de los tiempos que vendrían, y que yo en cambio sería como la señal de un testimonio luminoso y veraz, pero lo cierto es que, viéndome llegar a este mundo de manera tan esquinada y funesta, viendo cómo ella se desangra y se nos va inexorablemente en un quirófano mal equipado y cochambroso, nadie habría pronosticado tal cosa. He nacido prematuro, azul de cianosis y pesando menos que un mosquito, con una lesión cerebral que me tendrá postrado no sé cuántos años y una pinta de niño lobo que tira de espaldas. Durante tres meses, mis tiernas zarpas crecerán entre algodones.

– Yo me haré cargo de la criatura, si es que sobrevive, y también de su hermano; esta noche dormirás en mi casa, David -decide la tía Lola una vez ha sido puesta al corriente por el médico, ya que al inspector, al que debe precisamente que le mandaran aviso y la fueran a buscar a su casa, no consigue sacarle una palabra.

Todo acaba de ocurrir tan deprisa. La pelirroja yace todavía bajo una sábana, en el quirófano. Y en el pasillo, un metro siempre por delante del tío Pau, que permanece mudo y visiblemente afectado, embutido en su uniforme de tranviario y con el macuto de cobrador en bandolera, la tía Lola emprende las diligencias más tristes y toma las decisiones pertinentes con talante compungido y poco amable, pero sin titubeos y sin derramar una sola lágrima. De pie junto a la puerta del quirófano desde que ha llegado, con su anticuado abriguito de solapas grises y su bolso de terciopelo negro y cierre de metal dorado que suena como un disparo, mientras escucha las explicaciones del cirujano -el pronóstico era ya infausto antes de entrar en el quirófano, señora Ribas- y atiende a las sugerencias de un sacerdote respecto al servicio religioso de la capilla, puede observar de cerca la ruina y el quebranto de este hombre sentado en un banco del pasillo, el mismo hombre que tiempo atrás la interrogó sobre el paradero de su cuñado Víctor. Algo había llegado últimamente a sus oídos sobre la querencia insensata de un policía hacia su hermana, rumores que no hicieron sino confirmar sus previsiones acerca de lo que ella llamaba las tonterías libertarias de Rosa y las desdichas y calamidades que se estaba buscando desde su infortunado matrimonio, pero ahora prefería mantenerse al margen del asunto, evitar cualquier tipo de familiaridad con este señor.

Esforzándose por mostrarse sereno y dócil, el inspector pregunta a una enfermera si puede entrar en el quirófano, y ella le dice ahora no por favor. Los tíos resuelven otros trámites en algún despacho. En el pasillo desierto, David espera apoyando la espalda en la pared y llorando silenciosamente, y sentado en un banco frente a él, ajeno por completo a su desconsuelo, la cabeza gacha y los codos en las rodillas, el inspector mira obstinadamente las baldosas durante largo rato, y luego se vuelve un instante para mirarle de lado con una mezcla de desesperación y sosegada arrogancia, mientras su cabeza le da vueltas a una sola y obsesiva palabra.

Cuando David la oye por primera vez, la palabra no le dice nada: eclampsia. De una manera pertinente y fatalista, como él suele hacer, no acertará a establecer una causa directa entre mi gestación y la muerte hasta mucho tiempo después, y aún entonces persistirá en su conciencia la amargura de la culpa, ya que nunca dejará de pensar que mamá se encontraba sola en casa al sufrir el ataque, y que si el inspector Galván hubiese podido estar allí haciéndole compañía, como tantas otras veces, de charla con ella y tomando café con sus terrones de azúcar y con sus cigarrillos rubios que a veces le negaba y con su Dupont dorado y su dichosa rosa blanca, si hubiesen podido ambos seguir hablando de papá o de la guerra o de los achaques de ella o de cualquier cosa o de nada, simplemente si este hombre hubiese podido presentarse en casa a la hora que tenía por costumbre, si él no le hubiese inculpado tan sañudamente, la pelirroja habría recibido auxilio y atención médica a tiempo y seguramente aún viviría. He aquí la triste verdad. Nadie, ni el mismo inspector Galván, podía imaginar cuánto le había afectado a David esta circunstancia, y habrían de pasar años de penuria y algunos tranvías de vacío -por decirlo a la manera de papá- para que yo mismo me diera cuenta.

Al levantar David la cabeza, advierte que el inspector sigue sentado en el banco y que su mano hurga en el bolsillo trasero del pantalón la petaca de licor; con dedos ágiles, sorprendentemente rápidos, el poli desenrosca el tapón y acerca el gollete a los labios, pero de pronto se inmoviliza y suspende el trago. David aparta la vista, y casi en el acto, han pasado sólo unos segundos, al volverse para mirarle otra vez, el banco donde se sentaba el inspector está vacío y a su lado se agitan los batientes de la puerta del quirófano, se agitan a destiempo el uno del otro, perdiendo fuerza y sin encontrarse.

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