Si pasó la noche escondido en el barranco, tal como dicen, quizás dejó algo suyo por allí, piensa David, un paquete de cigarrillos arrugado, alguna colilla, unas gotitas de sangre, la botella de Fundador vacía… O un papelito, un pedacito de papel enrollado y metido dentro de la botella: un mensaje. ¡Eso es, seguro que al guripa le va a interesar!
Hola, bwana. Buenas noticias. Ya sé dónde está mi padre.
Le ve venir y se queda esperándole en el portal de la noche, sentado sobre los talones y acariciando pringosos rabos de lagartija en los bolsillos (cinco minutos antes, abajo en el barranco, el afilado cortaplumas en la mano y sentado también sobre los talones, observa atentamente la grieta por la que ha de asomar la lagartija, y espera. Hola, bonita).
– Hola, bwana. Escuche lo que voy a decirle…
– He de hablar con tu madre.
– Acabo de saber dónde está Víctor Bartra.
– ¿Ah, sí? Luego me lo cuentas. Avisa a tu madre.
– Mi madre no está en casa, se ha ido pitando al Skating después de leer esto. ¿Quiere echarle un vistazo? Lo encontré metido en una botella de coñac vacía, al lado de un montón de colillas de Chester, que es la marca que fuma mi padre… Mire. Está en clave.
– ¿Ya estamos embrollando otra vez?
– Vale, vale, creí que le interesaría -dice David-. Échele un vistazo por lo menos, bwana.
– Me lo lees tú, anda.
David desdobla el papel y carraspea.
– Dice así. Una chica patinando, patinando se cayó, y en el suelo se le vio… que no sabía patinar.
– ¿Por qué no me la cantas?
– ¡Es un mensaje en clave!
– Ya. ¿Eso es todo?
– ¡Pero bueno, ¿qué clase de poli es usted?! ¿Es que no tiene olfato? ¡El mensaje está en clave, hasta un ciego lo vería! Ya sé que es la letra de una canción que se oye mucho por la radio, pero lo que mi padre nos está diciendo está clarísimo: ve a la pista de patinaje del Turó Park, verás caerse a una chica que no sabe patinar y ella te dirá con quién has de ponerte en contacto si quieres obtener noticias mías… Todo encaja, ¿verdad? ¿Qué me dice, inspector?
– Compadezco a tu madre. Es lo único que puedo decir, chaval.
– Lo que pasa es que usted no tiene el olfato de los verdaderos sabuesos -dice David-. No sé por qué estoy perdiendo el tiempo con un polizonte que no tiene ni pizca de olfato… ¿Ya se va? Como quiera. Usted se lo pierde.
Paulino Bardolet, corazón de oro, culo de cristal, será el cómplice y el confidente, el gordito llorón que busca amparo, siempre cariñoso y cagueta, compañero incansable en las musicales cacerías por el barranco y destinatario doliente y agradecido de los rabos de lagartija, pero el amigo secreto de la noche, el aliado de los sueños heroicos, el camarada que David no está dispuesto a compartir con nadie, es un piloto de la RAF cuyo nombre ignora y cuya más que probable muerte, después de ser captado por el reportero gráfico junto a su Spitfire derribado, con su formidable cazadora de cuero, su foulard anudado al cuello y sus gafas rotas en la frente, David ha vivido cien veces. Lo tiene día y noche clavado con chinchetas en la pared de su cuarto, de pie y con los brazos en jarras frente a dos soldados de la Wehrmacht que lo apuntan con sus metralletas en medio de un sombrío páramo masacrado por la Luftwaffe. ¡Achtung! Es una foto de guerra coloreada con tonalidades de pastel o de cromo, una pátina celeste y afrutada que lo cubre todo excepto la ferralla humeante del entorno, las manos chamuscadas del piloto posadas tranquilamente en la cintura y la delgada y espesa columna de humo que se eleva al cielo a su espalda, desde los restos del aparato. Se distinguen llamas en el interior de la carlinga amorrada al suelo, y en su flanco abollado puede leerse en letras negras la leyenda The invisible worm. Salvo por algún tizne en la cara y por las manos renegridas, una de las cuales sostiene un par de guantes que todavía echan humo, el piloto apresado parece indemne, y además muy sereno, las piernas abiertas firmemente asentadas en la tierra, mirando a la cámara con un brillo risueño en los ojos y una absoluta indiferencia ante la amenaza de las metralletas alemanas.
Apuntad a la barriga, dice el piloto a sus verdugos. Ningún agujero en la cazadora, please.
¡Achtung!
¿A que nunca habéis visto una cazadora de piel tan estupenda?
¡Hände hoch!
Que os den por culo, boches de mierda.
En medio de la noche más oscura el aprendiz de barbero corre despavorido esgrimiendo la navaja de afeitar en una mano y la brocha con espuma de jabón en la otra, atravesando un paisaje iluminado por relámpagos.
– Lo pienso y me duermo y en mi sueño lo llamo -dice David-. Y el Paulino del sueño se para y se vuelve a mirarme, el gilipollas, pero no me ve. Lleva en la boca el pito del guardia urbano, el muy capullo, tiene el labio partido y la camisa rota.
– ¿Y ese caguetas de tu sueño soy yo? ¿Qué te propones, chatín? -dice Paulino-. ¿Quieres asustarme aún más?
– No te vendría mal un acojonamiento de narices en medio de una gran tormenta. A ver si así te decidías a morir matando y le cortabas los huevos al cafre de tu tío de una puñetera vez.
– No quiero hablar de mi tío. ¿Vamos a cazar lagartijas? Necesito muchos rabos, una docena por lo menos. Jolín, ayúdame.
– Está bien -dice David-. Pero nunca curarás tus almorranas con eso.
– ¿Ah no?
– No. Tienen que ser rabos de palabartijas.
– ¿Palabarqué…?
– Palabartijas de Ibiza. Es otra clase de lagartija, con la panza verde y amarilla y un rabo que suelta un líquido negro como la tinta, porque le gusta comer libros viejos y periódicos y toda clase de papeles escritos. Un día vi una dentro de mi pupitre en el colegio del parque Güell, estaba comiéndose una libreta y ya tenía el rabo todo negro negro. Palabra.
– Me estás tomando el pelo, guapín.
– No se ven muchas y hay que saber distinguirlas, pero con un poco de suerte algún día cogeremos una, ya verás. Cocidas con hinojo y hojitas de margarita curan las almorranas y los sabañones mucho mejor que el rabo de la lagartija corriente, me lo dijo la abuela Tecla.
– De momento no tenemos otra cosa -dice Paulino-. ¿Me acompañas o no?
– Te estoy diciendo que estés alerta, porque en cualquier momento te puede salir una palabartija de debajo de una piedra, y entonces a ver qué haces. ¡Que eres gueño, chaval!
– Bueno, ¿pero ahora me quieres ayudar o no? -insiste Paulino-. Baja conmigo al barranco y ayúdame, necesito más colitas. Por favor, por la memoria de tu padre…
– ¡Serás capullo! La memoria de mi padre me la suda.
Sin embargo, no es verdad. David respeta su memoria, aunque le gustaría no tener que pensar en él tan a menudo. Ocurre que, cuando menos lo espera, lo ve furtivamente como nunca antes habría imaginado verle, perseguido por sus furias y sus demonios, de espaldas y alejándose muy encorvado torrente arriba, con una mano ensangrentada en el culo y balanceando la botella en la otra. Un pordiosero borrachín vagando por el cauce seco del torrente. Es él, quién si no. Más allá de su aspecto indecoroso y de su aire de derrota, por encima de su cabeza despeinada e iracunda, el crepúsculo despliega su engaño opalino con una intensidad y un arrebol que David tampoco ha visto nunca, y que súbitamente le deja sin suelo bajo los pies. Constata en el entorno, sin la menor extrañeza, una sorda resonancia como de chatarra de guerra, hierros y voces crispadas bajo las aguas que ya pasaron, y entonces se fija con más atención. El tajo en la nalga va dejando en el pedregal del torrente un reguero de sangre.
– ¿Adonde vas con esa pinta de perdulario, padre?
Mi cinturón, dónde está mi cinturón.
– ¿Con quién hablas? -dice Paulino. -Por ahí andará. Y no veas cómo. Hecho una mierda. Qué desastre, Pauli. Qué vergüenza.
Mientras acaricia a Chispa, su amigo Paulino deja vagar la mirada torrente arriba, donde los huertos de lechugas y tomateras invaden el cauce seco.
– Tú qué sabes cómo andará. Estás un poco pirado, David, de verdad -dice y bruscamente se acuclilla ante una roca caliza. Antes de escabullirse debajo, la lagartija lo mira con su ojito de plomo-. ¡Mierda!
– Mi cabeza es una pajarería -se lamenta David tapándose una oreja. Cierra el cortaplumas de mango nacarado y añade-: Volvamos a casa. Ya no se ve nada, yo voy zumbado de oídos y Chispa está que se cae.
Deshace el camino seguido por el perro y Paulino, que cierra también la navaja barbera y la guarda en el bolsillo mascullando su contrariedad. Poco antes de llegar al barranco escalan el flanco menos escarpado y recorren el sendero paralelo al torrente hasta alcanzar de nuevo la parte trasera de la casa. Sentados en los tres escalones de lo que en tiempos fue entrada principal, la mirada bizca y asustadiza de Paulino busca en el suelo y recupera amorosamente sus maracas pintarrajeadas. Pasa rozando la tierra una golondrina con su chillido. En esos polvorientos retoños de adelfas se enreda un humo atomicio. Paulino agita suavemente las maracas, una en cada mano, sacándoles un siseo discreto, una brisa que mece sus palabras, dotándolas de ritmo y de sentido. Las maracas son de color azul celeste con franjas verdes y rojas y estrellitas amarillas en el mango. Paulino las compró en los Encantes con las propinas ahorradas remojando barbas en el Cottolengo.
– Tusss madresss aún no han vueltosss del médicosss…
– ¡Chissst! -hace David parando la oreja en dirección al torrente-. Calla un momento. He oído algo…
– Yess tontuuu o faisteee, guapínnn -entona Paulino acompañándose con las maracas.
– ¡Cállate y escucha!
El corcho gime otra vez en el cuello de la botella, es como el chillido de un pájaro. Papá sonriente y seductor en el recibidor-comedor está mirando la barriga de mamá y suelta una sonora carcajada, luego se inclina ceremonioso, burlón y seductor, la botella de vino sujeta entre los muslos y la cara congestionada, tirando del sacacorchos, y, en pleno esfuerzo, eructa.
Perdón, Rosa, cariño.
Un día te vas a herniar descorchando botellas, Víctor. Ella está sentada en el sillón y tiene los pies hinchados dentro del agua de la palangana. Harías mejor empleando tus energías en educar a tu hijo y traer algún dinero a casa.
No os faltará de nada, te lo prometo, dice papá. ¿Sabes cuál es mi único problema, pelirroja intrépida? No es la botella, no son los ideales ni el mujerío ni el gusto por la aventura. Mi problema es que solamente he perdido una guerra. Con una sola guerra perdida, un hombre está muy lejos de alcanzar su dignidad… ¡Toc! Aquí tienes el tapón.
– ¡¿Has oído eso?! -dice David.
– Pesado te pones, hostia -dice Paulino-. Tú y tus orejines que todo lo oyen.
– Hasta Chispa ha pegado un brinco del susto. Ha sido como un disparo -insiste David, y el eco se lo devuelve dos veces enredado en la fronda del bosquecillo, al otro lado del torrente.
Por un instante ha taponado sus oídos anulando el habitual y obstinado zumbido, como en otras fantamagorías parecidas: la detonación y su eco le han llegalo antes incluso que el dedo apretara el gatillo, porque él tiene ese disparo metido en la cabeza desde hace ya lucho tiempo. Mi hermano David esgrime temerariamente la memoria de otros como propia, y esa memoria punzante y vicaria, legado de papá y de un abuelo difunto que nunca hemos conocido, contiene las aguas fangosas y violentas de otro tiempo, las aguas que socavaron el lecho del barranco. Cualquiera que se acerque a la casa remontando la suave loma desde la Avenida puede ver, en el fondo del barranco, el hilo de agua que parece muerta, la arcilla cuarteada, los desperdicios, alguna lagartija sin rabo y las raíces secas y retorcidas como culebras; pero sólo David ve las aguas turbulentas que habían atronado y descarnado los flancos del tajo, sólo él conserva aquella resonancia espumosa que inunda sus oídos enfermos y le mantiene de pie y aterido sobre el abismo, soñando historias de huracanes y borrascas, nieblas espesas y tempestades y naufragios.
– Un tiro, seguro. Alguien ha disparado un tiro por allá arriba, donde las huertas.
– Lo que tú digas -gruñe Paulino, bizqueando hipnotizado por el ritmo de las maracas.
Con mucho esfuerzo, el hocico entre las patas y el lomo hundido, Chispa se dirige al borde del torrente y se para allí cabizbajo y trémulo, resignado a su ruina, pensando tal vez aprovechar el último sol de la tarde. Paulino Bardolet se levanta y dice:
– Oreja Sentada, escucha, Nube Roja se las pira. Tiene que llevarle a su tío un frasco de masaje Floid y limpiarle el salacot. Así que abur.
– Tu tío lo que tiene que hacer es meterse por el culo su mierda de salacot de guardia urbano. Díselo, atrévete de una vez.
Paulino se aleja arrullado por sus maracas y David llama inútilmente a Chispa. Sordo como una tapia o acaso vislumbrando un salto que acabe con sus males, el perro permanece asomado al vacío con la cabeza gacha y el rabo entre las piernas, mirando el cauce seco en cuyo centro discurre la culebra yerta del agua sucia. Quizás él también, a su modo, percibe ahí abajo, piensa David, el eco del furor que socavó el tajo, el rugido cavernoso y las sombrías espumas que un día mordieron con saña esta tierra arcillosa y encrestada. No es que sea muy profundo ni muy tenebroso este barranco, no es gran cosa, no implica ningún peligro y no sugiere arrebatos románticos ni memoria de suicidas ni nada de eso, no impresiona a nadie salvo a mi hermano David. Tiempo atrás hubo aquí una pasarela de tablas, un puentecillo improvisado del que aún quedan exangües hendiduras en los flancos y alguna astilla podrida apuntando al cielo. Como heridas mal cerradas, sus grietas rojizas muestran una flora agreste y virulenta, zarzas y cardos y pitas de afiladas púas. El flanco oriental, del lado de nuestra casa, es una suave pendiente de apenas ocho metros, con raíces y matojos donde uno puede agarrarse. De aquella torrentera que añora David, de aquel antiguo descalabro de la tierra, hoy sólo resta al otro lado una pared escarpada y con grietas, que se desmorona día tras día, y el casi invisible estiaje del lecho, que cobija, entre desperdicios diversos, una muñeca de celuloide decapitada y vidrios rotos centelleando al sol del mediodía. Ahora el cauce desprende un olor pútrido a causa de las basuras, pero en invierno ese hedor se trueca en un suave perfume a sandía partida y a algas marinas, como el de las redes de pesca alfombrando la arena frente a la casita de la abuela Tecla en Mataró. Algunas tardes, al ponerse el sol, se eleva desde el fondo una efusión rojiza de polvo, como el resplandor de un incendio; podrían ser niños o ratas asustadas. El tajo se ensancha y pierde altura unos metros más abajo, y se corta bruscamente en la ladera rocosa y cuajada de ginesta sobre la Avenida Virgen de Montserrat, cuyo sinuoso trazado cuelga a su vez sobre el Parc de Les Aigües y el Guinardó. Al atardecer, la brisa emboca el angosto cañón trayendo consigo los timbrazos alegres de las bicicletas que se deslizan sobre el asfalto de la Avenida y las voces de hombres y mujeres que saliendo del trabajo se dejan ir cuesta abajo sin pedalear, desde los altos del barrio hasta Horta, ellas soltando el manillar para atarse con ambas manos el pañuelo a la cabeza o sujetarse el vuelo de la falda, riéndose, y ellos piropeándolas con una mano en la cintura.
– ¿Tú tampoco has oído nada? -dice David rodilla en tierra junto a su perro-. Ha sonado más arriba. Échate en el portal y avísame cuando llegue la pelirroja.
Pero Chispa prefiere seguirle torrente arriba, trastabillando por el cauce pedregoso que poco a poco se va elevando y ensanchando hasta desaparecer confundido con las riberas cubiertas de helechos resecos y matojos. Delgadas lenguas de arena finísima y blanquecina, mórbidas dunas como panzas de pescado, yacen inmaculadas junto al estiaje que circula por el centro, un hilo de agua de regadío que proviene del cañaveral y de las huertas de más arriba. David camina mascullando entre dientes: Ratas, escorpiones, escarabajos, arañas, lagartos, saltamontes, sapos y culebras, un día vendrá una gran inundación de aguas torrenciales y se lo llevará todo…
En este momento oye a su espalda el clinc de la botella al chocar con las piedras, y enseguida la voz de vidrios rotos.
Necesito un pañuelo limpio, hijo. Y un cinturón. Y un buen remiendo. Nuestra costurera está tardando en volver a casa más de la cuenta.
De su boca sale un vaho que huele fuertemente a cloroformo. La penetrante mirada de David, pugnando a contraluz entre los párpados semicerrados, sólo capta una cara jocosa cuyas facciones abotagadas y grisáceas parecen confundirse con las mismas piedras pulidas y uniformes del lecho del torrente. Con barba de varios días y ojos amarillos, la colilla de Chester apagada en la comisura sonriente y la botella de coñac en el sobaco, papá se agacha sobre el turbio estiaje desplegando un pañuelo manchado de sangre. Se le cae la botella casi vacía y rebota otra vez en las piedras.
También a ésta se le ve ya el culo, qué lástima, añade haciéndose rápidamente con la botella. En torno a él, semienterradas en el lecho del torrente, asoman algunas ramas y troncos pelados, calcinados por el sol. Arqueando el lomo, Chispa suelta una tifa líquida, como un puré verde. David se sienta en una roca ladeando la cabeza sobre el hombro y se oye decir: Te veo borroso, padre.
Tendrás que conformarte con eso. Es más de lo que mereces ver.
En mis sueños te veía de otra manera…
Pues esto es lo que hay, muchacho. O lo tomas o lo dejas. Así que abre bien los ojos. No eres tú quien me sueña.
No te entiendo.
No importa. Yo veo muchos huevos fritos en mis sueños, pero los únicos que me comería a gusto son los huevos de Velázquez.
Y pensando también en el inspector Galván, el cual probablemente ahora mismo estaría plantado en alguna esquina o detrás de los cristales de una taberna acechando el paso de mamá, pero que igualmente podía andar husmeando por aquí cerca, David se agacha y escoge cinco guijarros puntiagudos y se los guarda en el bolsillo. Los ojos amarillos del tigre nos miran fijamente, pero saldremos de ésta, padre, ya verás.
No escapé por temor a eso. Ni por salvarme yo, ni por salvar a unos compañeros o algunos papeles comprometedores. No me rajé el trasero como un cerdo por miedo a que me pillaran, añade con la voz fugitiva. Sin incorporarse todavía, se desplaza de lado dando saltitos como los monos, buscando algún arroyo de aguas no estancadas en el estiaje del torrente, descalzo y despeinado, con la camisa fuera del pantalón y apretando el pañuelo ensangrentado en la raja escalofriante de su nalga izquierda. No abandoné a tu madre por nada de eso. Lo hice porque la quería mucho. Y aún la quiero.
A David sus movimientos le recuerdan la última lagartija cazada por Paulino aquí mismo hace unos días: cortado el bicho por la mitad con la navaja barbera, las dos partes, cada una con sus dos patas, estuvieron dando saltitos y retorciéndose convulsivamente sobre una roca plana mientras él y Pauli esperaban a ver cuál se moría antes, y fue la parte de la cabeza. El rabo siguió serpenteando mucho rato en la palma de la mano de David. De nada te sirvió pensar, pobre lagartija. ¿Quién decide ahora estas contorsiones, qué cabeza las piensa si ya no tienes cabeza?
Ella sabe que la quiero, a pesar de todo, añade papá mientras lava el pañuelo en el recuerdo de otras aguas, en el caudal crespo y veloz de otros tiempos, otros amores. El desgarro del pantalón deja entrever el mal aspecto de la herida.
Sangras mucho, dice David. Se te va a infectar. Tonterías. La sangre derramada por la patria no se infecta jamás, es inmune a cualquier microbio, porque ya está podrida y bien podrida.
A madre no le gustaría oírte hablar así. Soy un hombre derrotado. Qué quieres. Un hombre derrotado no va por ahí presumiendo de nada. Vaya papelón el mío, con el culo al aire y sangrando como un gorrino. Yo pensaba entregarlo todo por la patria, todo menos el trasero… Y hablando de traseros, juraría que tu amigo Paulino lo está pasando francamente mal con el suyo… Te supongo enterado.
No queremos hablar de eso con nadie, dice David. Observa que papá lleva la dentadura postiza mal encajada, y a ratos le castañetea. Ten cuidado no pierdas la dentadura. Y te ruego por favor que no vayas más arriba por ese torrente. Créeme, padre, aquí estás bien. Media legua, media legua, media legua más arriba, más allá de la calavera que asoma en la arena con un agujero en la frente, junto a las huertas, podría verte algún vecino.
No me reconocería. Estos últimos tiempos me han cambiado mucho, hijo. Hoy mi lema es: la puñetera verdad te enseñará a dudar de todo. Y a propósito, he visto esa jodida calavera con el agujero de bala y creo que es de una cabra, dice chasqueando la lengua, sin darse cuenta de que su voz rota causa un efecto especial en David. Es una voz que no se dirige a los oídos como las demás voces, en línea digamos recta, sino que primero da un amplio rodeo en torno a la febril y orgullosa cabeza de David, como si quisiera marearla un poco. Pero David parece conforme en que sea así.
En fin, concluye papá incorporándose con el pañuelo apretado al trasero. ¿Qué hay de nuevo, hijo?
Estás sangrando mucho.
Dime algo que no sepa, coño.
Qué quieres que te diga.
Tuviste mala suerte, padre.
La que merezco. Esa cuchillada traidora en la nalga me la gané a pulso. Se queda un rato pensando, simulando una expresión de fatalismo y moviendo la colilla de un lado a otro de la boca, y añade: La que merezco.
Pero por qué.
Por algo malo que hice una vez, en nombre de elevados ideales, ¿sabes qué cosa es?
Parece una adivinanza…
Pues no. Con el tiempo se convertirá en una siniestra adivinanza (el cura de un pueblo arrodillado en una cuneta, en la tonsura de su coronilla se pasea una hormiga, en su nuca temblorosa un dedo apuntándole, ¿de quién es ese dedo?), una pesadilla que debería quitarle el sueño a más de uno, pero que de momento sólo me incordia a mí… Sería la tapa de una lata de sardinas que tiré yo mismo en el barranco, quién sabe. Sería eso lo que me rajó el culo.
No fue una lata de sardinas, dice David. Fue un cristal grueso y afilado clavado en tierra, seguramente una esquirla de sifón.
De una botella de vodka habría sido lo más apropiado…
Qué más da.
Hombre, en algo deben basarse los de la Brigada Social para decir que soy un bolchevique fiel a mis ideales… Je je. Bien, hablemos de ti y de tu madre. ¿Qué tenéis hoy para cenar? ¿Lentejas?
Patatas viudas.
Estupendo. ¿Y tú qué haces, ya trabajas?
Soy el ayudante del señor Marimón, ¿ya no te acuerdas?, dice David sin mucho entusiasmo. El señor Marimón es el fotógrafo de la parroquia de Cristo Rey. Y en casa a veces pedaleo en la máquina de coser de mamá, cosas sencillas; también coso botones y bolsillos en batas de colegiales, en faldas y blusas para muñecas, y repaso la costura de cuellos y puños. Y también a veces hago las entregas en el mercadillo y en los tenderetes de la Travesera de Gracia.
Eso está bien, hijo.
David observa la mano que ciñe con fuerza el cuello de la botella.
Las manos te delatarán, padre. ¿Ya no recuerdas que tus manos siempre olían a éter? Y ahora que lo pienso, ¿no podrías anestesiarte la herida y así te dolería menos? Madre dice que eras un buen anestesista cuando te conoció y se enamoró de ti…
Ya no lo soy. ¿Para qué sirve hoy un anestesista? Hoy todo el mundo vive con la boca y los ojos cerrados y los oídos sordos. Mis servicios ya no hacen ninguna falta. ¿Y cómo le va a la intrépida pelirroja?, ¿qué hace todo el día metida en casa?
Pues coser y barrer y fregar y lavar y planchar, farfulla David. Y fumar y beber mucho café. Pero sobre todo, lavar y coser, lavar y coser.
Rosa Bartra, llevas mal camino, entona papá en tono lúgubre. ¡Ay ay, cómo duele esto…! Y dime, ¿ya te acuerdas de visitar a la abuela Tecla de vez en cuando?
Mañana voy. Pero la abuela no me habla. Y me mira siempre de refilón. Como ese policía.
¡Ay ay, qué dolor más puñetero!, gime papá dando media vuelta y caminando hacia los heléchos de la orilla con el pañuelo bien apretado a la nalga. Los esfuerzos que hace por mantenerse erguido, en una postura bastante precaria, pero en algún sentido todavía digna, realzan por un breve instante su robusta figura, aquella prestancia y aquella fortaleza imbatibles que David le otorgó hasta el día de la fuga. Ahora le ve sentado sobre la nalga sana en la ribera del torrente, echando un trago con la botella en alto. Sabiendo lo que ahora sé, no me cuesta nada imaginar a David acuclillado sobre las piedras calientes y con la cabeza gacha, viéndole sin querer verle, oyéndole decir con su voz desmenuzada, atomizada en el aire: Todavía no le has dado a tu madre el libro que ese poli recogió de la calle y se tomó la molestia de forrar y de traer a casa. Mal hecho, hijo.
Es que le tengo mucha tirria al guripa. Me cae gordo.
No hace falta que lo jures. Prueba inútilmente de encender la colilla con fósforos húmedos, y desiste. Maldita sea mi suerte… En cambio, el inspector Galván tiene un encendedor de marca, de los caros.
Es falso, padre. Un Dupont falso. No vale nada. Todo lo que tiene que ver con ese tío es una trola descomunal, todo lo que hace y todo lo que dice es puro camelo. Fíjate, parece un hombre tratable, ¿verdad? Pues un día, en la plaza Sanllehy, Paulino Bardolet le vio atizar una patada a una paloma vieja y enferma que se moría acurrucada en el suelo. David se interrumpe y piensa un rato antes de añadir: Y la pobre paloma además estaba ciega y coja.
También tú vas por mal camino, David Bartra.
¡Te digo la verdad!
Seguro. Pero es demasiado lo de ciega y coja. No hacía falta.
No te entiendo.
Te daré un consejo de hombre maldiciente, experimentado y cabrón. Si has de desacreditar a alguien, no acumules datos veraces. Siempre acaban por levantar sospechas. Es mejor inventarlo todo. Si es verdad que tienes alma de artista, muchacho, como soñaba tu madre antes ya de echarte al mundo, si es verdad que la tienes, algún día entenderás lo que te digo.
Yo no soy el que tiene alma de artista, dice David con la voz afligida, acariciando el lomo de Chispa. Siempre te confundes, padre. El que ha de nacer es quien tiene alma de artista. Eso dice madre. También lo decía del pobre Juan, ¿ya no te acuerdas? De mí nunca lo dijo.
Bueno, qué más da. No debes entristecerte por eso. Hoy no sirven de gran cosa los artistas, diga lo que diga tu madre… Ahora me tengo que ir. Si vuelves por aquí me traes cerillas. Y un pañuelo limpio. ¿Es tuyo ese perro que te sigue a todos lados arrastrando la barriga por el suelo?
Es el Chispa. Era del señor Auge. ¿No lo has reconocido? Ahora es mío.
El pobre está más acabado que yo. Deberías sacrificarlo… No me mires así, hijo. Ahora los matan sin tener que reventarlos con estricnina. He leído en alguna parte que los alemanes han inventado una inyección letal. Les inyectan bencina o qué sé yo directamente en el corazón y la diñan sin sufrir. Mira de enterarte. Ahora vuelve a casa y no te preocupes por mí. Sueño verdaderos horrores, pero me despierto muerto de risa.
La pelirroja está ordenando los cajones de la consola. David entra en el dormitorio pelando un plátano más que maduro, de piel negra y pulpa gelatinosa y dulce como mermelada. Lo mordisquea con una mueca de asco y se queda mirando aviesamente la barriga de mamá:
Te he oído, renacuajo asquerosillo.
¿No andas siempre diciendo que te mueres de hambre, hermano? Pues come y calla.
Te he oído.
Sólo he dicho que no le hagas ascos. Mamá los compra porque son más baratos, pero has de saber que el plátano, cuánto más maduro, mejor.
¡Y tú qué sabes! ¡Tú lo único que has de saber es que da lo mismo que te escondas o hables bajito porque te oigo y te veo cuando me da la gana!, masculla David. ¡Te veo con mi poderosa mirada de megarratones radiactivos!
Otra vez hablando solo con la pelirroja al lado. ¡Pelma eres, amado primogénito!
Está delicada de salud por tu culpa. Le chupas la sangre, mamón.
Y tú la asustas parloteando como si estuvieras chiflado.
¿Cuándo vas a salir de tu escondrijo, piojo de mierda?
Cuando ella se sienta bien fuerte y animosa y alegre, y papá esté de nuevo en casa y ningún guripa de la político-social nos vigile y todos seamos felices otra vez y nunca más nos acordemos de la pobreza ni del hambre ni del frío ni de nada…
No dices más que chorradas.
Bueno. Gracias por darme un poco de conversación.
Me divierte bastante tomarle el pelo a un embrión tan gilipollas.
De todos modos te agradezco mucho la compañía. A veces aquí me siento angustiado pensando en la mala salud de mamá y en sus problemas…
Culpa tuya, ¿sabes? Has conseguido que ella no piense más que en ti. Mírala.
Está sacando sábanas limpias del cajón inferior. Luego, abierto el cajón superior, sus manos se demoran amorosamente en la lana azul. David engulle el plátano casi deshecho y sigue farfullando: Mírala, ya está otra vez acariciando tu ropita de bebé, tu gorrito de lana y tus peuquitos, ya sólo piensa en eso, ya te está viendo crecidito, ya está echando agua de colonia en tu pelo y te peina bien peinadito, con la raya muy recta a un lado, ya está poniendo la bufanda alrededor de tu cuello y la merienda en tu cartera del colegio…
– ¿Qué estás murmurando, David? -dice mamá-. ¿Hablas con el perro?
– Nada, estaba pensando en voz alta.
– Pues algo le pasa a tu garganta.
– Estoy afónico. ¡Agggggssss…! Y me duele.
– A ver si me vas a coger unas anginas. Haz gárgaras con agua templada y bicarbonato… ¿Adonde vas ahora? Aún no has hecho los deberes.
– Luego. Voy a buscar espárragos al otro lado del torrente, con Pauli.
¡Serás trolero, hermano! No hay espárragos en esta época del año.
Quería decir moras, feto asqueroso, gruñe David (de pronto le llega la voz de pito de Paulino hundido en su butaca del cine: ¡Cáspita! ¡Se te ha puesto dura como una pastilla de chocolate del bueno!). Voy a coger moras en el barranco, eso quería decir. Moras.
Mentira. Te vas al Delicias con Paulino Bardolet y sus maracas.
Cállate ya, monicaco, o juro que te romperé los morros el día que te asomes a este mundo…
– ¿Qué te pasa, hijo, qué refunfuñas? No estarás haciendo gárgaras con el plátano.
– No, son payasadas para que te rías un poco… -se hurga los dientes con la uña y saca una fibra del plátano-. Es que casi nunca te vemos reír…
– Ay, gracias por la buena intención, tesoro. Ven, échame una mano.
– Con la ayuda de David, empujando a su lado, cierra el pesado cajón de la consola-. Este gordito amigo tuyo, Paulino, ¿todavía va al colegio?
– Qué va. Remoja barbas en la barbería ambulante de su padre. En Asturias cuidaba vacas con los abuelos, pero sabe muchas cosas, hizo dos cursos de bachillerato. Tiene un tío que es guardia urbano y le deja limpiar la pistola… Quiere meterlo en la Guardia Civil, pero a Paulino lo que le gustaría es tocar las maracas en una orquesta tropical. Toca las maracas la mar de bien. ¿Te gustaría oírle un día?
– ¿Por qué no?
– Oye, madre, ¿dónde vamos a poner la cunita del pequeño Víctor?
– No tenemos cuna todavía.
– ¿ Y la mía?
– La tuya dónde estará. Se la di a una vecina hace años. Anda, ayúdame a hacer la cama antes de irte.
Los sábados en el cine Delicias, si la platea está a tope y toca sentarse detrás de la columna, puedes acabar con tortícolis o con la cabeza apoyada en el hombro del vecino de butaca. No hay mal que por bien no venga, pensaría Paulino Bardolet, que alguna vez se había excusado en el estorbo de esa columna para arrimarse al acompañante. Pero con David no le vale el truco, pues David prefiere sentarse en las primeras filas y cerca de los urinarios.
Sabu es un embusterillo listísimo de piel cobriza, el technicolor es de ensueño y los labios rojos de la princesa, para comérselos. A su debido tiempo habría yo de enterarme de todo eso.
¿Quién sois vos?, dice la princesa en su jardín, y Paulino mueve los labios uniendo puntualmente su voz a la suya, calcando sus mismas palabras en la pantalla con la vocecita estrangulada:
Vuestro esclavo, dice el príncipe escapado de su reflejo en el lago.
¿De dónde habéis venido?
Del otro lado del tiempo, para encontraros.
¿Desde cuándo me buscáis?, susurran la princesa y Paulino al unísono.
Desde el principio de los tiempos.
Y ahora que me habéis encontrado, ¿hasta cuándo pensáis quedaros?
Hasta el fin del tiempo. Para mí ya no puede haber en el mundo más belleza que la vuestra.
– Qué emocionante, ¿verdad, David?
– Chorradas.
– ¿Te aburre la peli? ¿Qué te juegas que adivino lo que llevas en los bolsillos tocando sólo por encima del pantalón? -susurra Paulino mientras desliza la mano en la sombra.
– Ahora no, Pauli. Me silban los oídos.
– Venga, hombre.
Un débil gemido escapa de sus labios inflados. No es la primera vez que se presenta en el Delicias en ese estado, con la mirada bizca trabada en un espanto y un hilo de sangre saliendo de su nariz, deslizándose sobre el labio superior hasta alcanzar la comisura y meterse en la boca. Más adelante, mediada la película, el arrogante Conrad Veidt también sabe apreciar la belleza de la princesa con su mirada de hielo azul y con palabras emocionadas que, ahora sí, paralizan a David.
…sus ojos son ojos babilónicos, sus cejas rivalizan con la luna brillante del Ramadán, su cuerpo es recto y erguido como la letra A… Se pierde el resto porque Paulino tose tres veces y escupe en el pañuelo. Su respiración suena como un fuelle. David se sacude la cabeza febril y pelona apoyada en su hombro y le suelta un codazo en las costillas.
– ¡Ay, que me duele! -da un respingo Paulino.
– ¿Otra vez con esa gaita, mamoncete?
– ¡Ay ay ay, que me muero!
– No seas quejica, que ni te he tocado.
– Ponme la mano en el costado, aquí, por debajo de la camiseta. ¡Pero suave suave!
– Te veo venir.
– No es eso… ¿No tocas la costilla rota? ¿No la notas?
– Noto la piel de niña tan fina y preciosa que tienes, guercho puñetero.
– ¿Por qué te burlas de mí? También tengo un diente roto, ¿sabes?
– Entonces qué pasa, ¿otro puyazo del cafre de tu tío? -susurra David-. Pedazo de melón, te dije que no te acercaras más por su casa.
– ¡Y qué puedo hacer! Mi padre quiere que lo afeite cada sábado. Así vas aprendiendo, dice, y agradece que el tío se preste sin miedo a que lo desuelles vivo.
– Rebáñale el gaznate. Yo ya lo habría hecho.
– Si lo vieras como yo, no dirías eso. Con el paño atado debajo de la barbilla parece un muerto que se deja afeitar (su negra bocaza abriéndose ante el filo de la navaja al pinzar la nariz con los dedos: un diente de oro, un olor corrupto). Se queda con los ojos cerrados y muy quieto, y no protesta si le rebaño algún granito o le hago un corte sin querer. Se va al espejo y restaña las heriditas pacientemente con trocitos de papel de fumar, pero después cierra la puerta con llave, pone música en la gramola y venga a darme de hostias. Eso para empezar, porque luego me agarra del pelo y de los hue-vines, aquí y aquí, mira, y me dice que lo mío es una enfermedad, una maldición del demonio, pero que de todos modos nunca lo dirá en casa porque si mis padres lo supieran se sentirían muy desgraciados, dice -la voz de Paulino en la oscuridad se apelmaza con mocos y sangre-. Que esto tuyo es una vergüenza antinatura y te la sacaré del cuerpo a bastonazos y a patadas, dice, aunque tenga que matarte… Y entonces me obliga a besar la sirenita tatuada que sonríe como una furcia asquerosa, de esas que te clavan unas purgaciones con sólo mirarte…
– ¿Tatuada? -dice David-. ¿Dónde?
– Dónde crees. En el culo. Si lo vieras (y si vieras su polla, guapín, tiene más mierda que el palo de un gallinero), cada sábado se monta el mismo circo, y a veces el domingo también, si no está de servicio regulando el tráfico con su uniforme blanco y su salacot en el cruce Gran Vía-Rambla de Cataluña…
Las consabidas lamentaciones susurradas siempre tan de cerca, y el olor zorruno del miedo y el cálido aliento pegado a la mejilla, pero todo eso a David no le hace perder de vista la deslumbrante explosión de color y de música bajo el cielo azul de Bagdad. Ahora la princesa cierra los ojos ofreciendo sus labios rojos al beso traicionero de la negra boca de Conrad Veidt, y él siente una repentina dulzura en el espinazo, un gusanito de miel subiendo despacio desde el ojete hasta el cerebro, y no acierta a saber si esa dulzura rampante la provoca la hermosa boca de June Duprez abriéndose como una rosa de fuego o la mano juguetona y temblorosa del amigo, baldado una vez más por el bestia del ex legionario. Porque el tonto de Pauli, piensa, que ha visto la película tres veces y se la sabe de memoria, sólo presta atención a las escenas en las que aparece Sabu con su moreno torso lampiño y su taparrabos. Y, habiéndose aliviado un poco de su pena, ahora prefiere jugar:
– A que adivino lo que llevas en los bolsillos del pantalón.
– ¿Otra vez?
– A que sí. Anda, déjame -su mano empieza a palpar-. Esto es un pañuelo, esto la cajita de pastillas Juanola, esto el cortaplumas de mango verde -la voz se va haciendo un susurro pastoso-, esto un tronquito de regaliz… ¿Y esto? ¿Qué es esto, una salchichita, un gusanito…?
– ¡Que me haces cosquillas, cabrito!
– Aún tienes el arañazo de la Pili.
– Fue la pezuña de Chispa. Esto me pasa por llevar pantalón corto -se lamenta David, y lo mismo hace cada dos por tres ante la pelirroja y con las mismas palabras. ¿Hasta cuándo, mamá? Ya soy muy ganapia, tú misma lo dices siempre, y todavía me haces llevar pantalón corto.
Y lo que te queda -está diciéndole ella sentada en su sillón de mimbre con los pies hinchados descansando en el agua caliente de la palangana.
Ya lo has oído, hermano. ¡Y lo que te queda!
¡Tú cállate, sietemesino, contigo no hablo!, farfulla David. ¿Qué me contestas, mamá? Catorce años ya…
Todo este verano por lo menos, así vas más fresquito, dice ella cosiendo con la cabeza gacha y las gafas sobre la nariz. ¿Dé dónde íbamos a sacar el dinero para un pantalón largo? Podrías arreglar alguno de papá, sugiere David. Papá sólo tiene dos y no quiero tocarlos; y además, no se puede hacer. ¡Pues me pondré faldas! De eso nos sobra, pero tu hermano aquí dentro me está diciendo que primero deberás quitarte la roña de las rodillas. ¡Mentira, no es roña, es arena del torrente! ¿Seguro? Pues claro, no le hagas caso al enano chupón, ¿que no ves que no discurre una mierda, todavía?
¿No sabes, ignorante, que al cumplir cuatro semanas ya tenemos cerebro, y que también soñamos, y que el sueño más frecuente es el de volar?
– Y esto… esto… je je -se ríe Paulino en la sombra-. ¿Será el rabo de Chispa?
– No quiero bromas con mi perro, chaval.
– Sí, perdona.
El creciente desasosiego de la mano, yendo de un muslo a otro ingrávida y ligera como una araña, a ratos insidiosa y rastrera, demorándose en la entrepierna, le deja indiferente. La mano gigantesca del Genio de la botella deposita a Sabu en la entrada del templo.
– Te vas a perder lo mejor -dice David con la voz dormida y los ojos fijos en la pantalla-. Sabu entra en el templo de la Diosa-Que -Todo-Lo-Ve.
– Ahora tú. ¿A que no adivinas lo que hay en mis bolsillos?
– ¡Y dale con el palpo! ¡Qué tostonazo!
– Por favor.
David acaba por aceptar el reto porque sabe muy bien, sin necesidad de palpar, lo que su amigo lleva en los bolsillos: el canutillo de sidral Bragulat, el pañuelo con mocos y sangre reseca, un rodete de hilo de coser negro, la navaja que le regaló su padre, quizás el rabo cercenado de una lagartija, y briznas de pelusilla y de miedo. Paulino se deja resbalar en la butaca y cierra los ojos. Cercada por la oscuridad y algo torcida, la pantalla devuelve a la platea bocanadas de luz cegadora y sueños de profecías.
…se dice: aunque Alá sea más prudente y más compasivo, hubo en tiempos pasados un rey entre los reyes. Este Señor del tiempo y del pueblo era un gran Opresor, y la tierra era como brea en el rostro de sus súbditos y sus esclavos…
Sabu escucha la profecía del anciano sabio con los ojos muy abiertos, y David cierra los suyos para entender mejor.
…y el pueblo gritó: le buscaremos ciertamente entre las nubes. Pero si los jueces no tienen valor para salvarnos de este tirano, ¿cómo podrá hacerlo un hombre sin importancia? Y el encantador de los astros contestó: Tened fe, confiad en Alá, pues algún día, en el azul del cielo veréis a un mozalbete, el más insignificante de los muchachos, montado sobre una nube, y desde el firmamento destruirá al tirano con la flecha de la justicia.
Poco antes de que termine la película, un hombre convertido todo él en sombra sin apenas contornos y oliendo a acetona se sitúa a su lado en el pasillo de butacas. El fantasma del señor Auge, piensa David, dado que unos dicen que el viejo acomodador está en la cárcel y otros en el hospital muriéndose. Esgrime la linterna en la mano, pero no la enciende. En la otra mano lleva un sobre marrón cerrado y muy arrugado.
– Escóndelo debajo de la camisa y no lo saques hasta llegar a tu casa.
– ¿Es de papá?
– No preguntes y dáselo a tu madre -dice la sombra.
– Usted no es el señor Auge… ¿Quién es usted?
– Nada de preguntas -insiste la sombra, y dando media vuelta se va.
– ¿Con quién hablas? -dice Paulino Bardolet.
– Con nadie.