Debo ahora efectuar una especie de salto retráctil en la memoria desvanecida de la sangre, un simulacro de voltereta. No se trata de una más de mis supinas travesuras intrauterinas, cuya finalidad hasta ahora no ha sido otra que la de situarme mejor en la placenta de esta historia, sino de representarme años después a mí mismo, el elegido por los astros, en un hogar empobrecido cerca del puente de Vallcarca, postrado en la cama y apechugando con las secuelas de un parto prematuro. Con apenas seis años y todavía ovillado como un feto la mayor parte del tiempo, me veo rodeado de fotografías de tranvías y garabateando viejas libretas escolares con un lápiz negro y la vista borrosa. Lucía, la última hija de la tía Lola, tiene dos años y juega a los pies de mi cama con una muñeca de trapo. Recibo cuidados de los tíos y de la prima Fátima, que ya tiene dieciocho años, y sobre todo de David, que pronto cumplirá los veinte y ahora trabaja a plena jornada para el retratista Marimón, que ha prosperado mucho y tiene un estudio fotográfico y una tienda en la Rambla del Prat.
Durante los tres años siguientes a la muerte de la pelirroja, no hay quien sujete a David y a punto estará de reunirse con su amigo Paulino en el reformatorio. Pendenciero y solitario, metido siempre en todos los follones del barrio, durante mucho tiempo es un chico bueno para nada, y si no pierde el trabajo lo debe a los buenos oficios y a la tenacidad de la tía Lola, empeñada en enderezarle. De otro lado, la complicidad dulce y sosegada de la prima Fátima en sus primeros y furtivos escarceos amorosos, acaban por aplacarle bastante, al menos temporalmente. Pero nadie podía imaginar que lo que le salvaría de sus propias furias sería el trabajo.
En el estudio fotográfico David aprende la técnica del retrato con retoques para embellecer el modelo, y en ese menester, en el retoque, según el criterio del propio señor Marimón, su pericia es notable; sabe cómo hacer más deslumbrante y atractiva la sonrisa de los novios el día feliz de su boda, y más largas y sedosas sus pestañas, más inocente la mirada de los niños y niñas que posan vestidos de primera comunión, y más fino el cutis o menos engarfiada la nariz de señoritas poco agraciadas. Sin embargo, al cabo de algún tiempo, esos trabajos acaban por aburrirle y su interés se centra en la foto-reportaje, en captar la realidad de la calle con su propia Voigtländer de mancha y revelarla sin afeites, sin tener que retocar los negativos con el lápiz afilado. Según el testimonio de la prima Fátima, que siempre anduvo medio enamoriscada de él, David descubrió su verdadera vocación haciéndole fotografías a ella, después de una breve pero entusiasta etapa dedicado a la fotografía artística, una actividad solitaria y alelada cuyos logros más notables habría de obtenerlos en una docena de instantáneas en la playa y en casa -Fátima desnuda sentada en mi cama y oliendo una rosa blanca, guardo la foto entre las páginas de un libro- y, sobre todo, en las que hizo una mañana en el Guinardó, después de callejear durante horas con la cámara colgada al cuello en busca, ingenuamente, de algo imprevisto.
Era un domingo plomizo y silencioso de septiembre y se le ocurrió acercarse al barranco y sacar unas fotos del chalé de ventanas tapiadas, de la pequeña puerta del antiguo consultorio y del torrente, ahora más descalabrado y pedregoso. Las últimas lluvias torrenciales habían depositado en el lecho nuevas y finísimas lenguas de arena blanca, y asomaban entre el fango desperdicios diversos que David fotografió desde ángulos rebuscados y singulares: una bota militar riéndose con la dentadura de clavos torcidos, la cabeza pelona y abollada de una muñeca sin ojos mirando al cielo como podría hacerlo una patata, una correa o un cinturón enroscado en sí mismo y tan carcomido por la humedad que más parecía el pellejo de una serpiente, las patas rígidas de un pájaro semienterrado arañando el cielo, media esfera de un reloj de pared con las horas transitadas por un caracol… En esos desechos, en todos y cada uno de ellos, el ojo de la cámara indaga muy de cerca una identidad oculta y la distingue, la toca y la vuelve a pensar, la recrea más allá de la historia particular que pudiera sugerir su deterioro y su abandono. Fotografías del barranco, de lo poco que queda de sus arruinados flancos y de su vértigo infantil, en las que está depositado un sedimento del tiempo, una reflexión de la luz que no es totalmente ajena a mi propio discurrir en este hueco de almohada. No hay una sola voz de cuantas llevo registradas aquí, ni una sola palabra emborronada en estos viejos cuadernos escolares -olas interminables y simétricas parodiando una escritura ilegible de discapacitado, es lo que oigo decir- que no esté enraizada en aquel torrente desmoronado y pútrido que mi memoria preserva del olvido. Mi lápiz corre sobre el papel pautado solamente para mantener inviolado su recuerdo.
Así pues, contra todo pronóstico, pues hay que recordar que los astros no le habían elegido, David estaba en camino de convertirse en un escrupuloso celador de lo veraz, en un artista. Meses después, en los primeros días de marzo de 1951, abandona los rebuscados encuadres, se libra de los resabios técnicos y retoques tan bien aprendidos y se inicia en la foto-reportaje. En estos días fue cuando pasó todo. Yo en la cama, y el tío Pau a mi lado, sonriente y callado, con un vendaje en la frente y la gorra de tranviario mal encajada, acaba de entrar con mi desayuno y me mira mientras se abrocha el uniforme antes de marcharse a las cocheras a cumplir su turno. Ayer una pedrada rompió el cristal trasero de su tranvía y una esquirla le hizo un buen corte en la cabeza, en algún lugar del piso la voz de la tía Lola grita no sé por qué tienes que ir después de lo que te han hecho, quédate en casa y deja que se maten ellos, os van a quemar los tranvías, no vayas, no seas tonto… Pero el tío sigue abrochándose tranquilamente la chaqueta de tranviario y mirándome desayunar mi bocadillo de atún con su tonta sonrisa en los labios, luego sacude algunas migas sobre la colcha, sí que me dieron en el coco, sí, me susurra, dedicándome su sonrisa, tan limpia su mirada y tan paciente su trato con el niño inválido, tan silenciosos y venales sus afanes en esta vida -del tranvía a la taberna, de la taberna a casa, de casa al tranvía-, fue ayer por la tarde en la plaza de Cataluña, me dice como en secreto, una buena pedrada, que no lo oiga la tía, y eso que el tranvía iba de vacío, todo el día circulamos de vacío, y nos tiran piedras y nos insultan…
La huelga de usuarios de tranvías, motivada por una fuerte subida de las tarifas, mantiene a la ciudad en vilo desde hace dos días. El señor Marimón, vinculado a un sindicato clandestino muy activo desde el inicio de la protesta popular, está empeñado en conseguir un testimonio gráfico de lo que está ocurriendo en las calles de Barcelona y hacerlo llegar a la prensa extranjera para su publicación. Conociendo la creciente afición de David por el reportaje, le propone la idea y le encarga fotos de tranvías circulando de vacío. Conlleva algún riesgo, le dice, pero si consigues una buena foto podrías hacerte famoso.
Al día siguiente, sábado, David se echa a la calle con su Voigtländer y se mezcla con los manifestantes, afrontando porrazos y trompadas de la policía a caballo y evitando por los pelos, en varias ocasiones, que los agentes le arrebaten la cámara. Hasta ahora había mostrado escaso interés en el asunto y no se sentía solidario con nadie ni con nada; taciturno y esquivo como siempre, ni en casa ni en el trabajo se le había oído ningún comentario a favor o en contra de la huelga y las algaradas callejeras, y su éxito o fracaso parecían tenerle sin cuidado. Fríamente, moviéndose con astucia y sigilo, ocultando el objetivo bajo la gabardina, consigue terminar un carrete y esta misma noche efectúa el revelado. En todas las fotografías se ven tranvías circulando de vacío, solamente con el conductor y el cobrador, pero el encuadre o el enfoque son deficientes y además ninguna transmite el movimiento y la autenticidad que él busca.
El domingo día cuatro por la tarde gasta otro carrete en las inmediaciones del campo de fútbol de Las Corts, en medio de una muchedumbre que sale de presenciar el partido Barça-Santander. Nadie, a pesar de la intensa lluvia, coge ninguno de los muchos tranvías que la autoridad civil y militar, previendo la gran afluencia de aficionados, ordenó poner a disposición de los usuarios que se habían desplazado al campo. La última foto David la consigue bajo un fortísimo aguacero, plantado sobre las dos piernas en medio de los raíles, en una curva, con una luz muy escasa que anticipa el anochecer y protegiendo la cámara con la gabardina echada sobre la cabeza. Por un momento, el rumor de la lluvia alrededor ahoga el pitido de cafetera instalado ya permanentemente en sus oídos, y algo le dice que esta vez ha acertado de lleno. Y así es, tengo la foto en mis manos: con una luz espectral tras los cristales, un poco torcido y ominoso, el tranvía se te viene encima girando en los raíles bajo una cortina de agua, envuelto en un aura erizada y flanqueado por la multitud indiferente y aterida, un mar de cabezas que gira a su alrededor ignorándolo, hombres acogotados por la inclemencia del tiempo, algunos protegiéndose con paraguas, otros con hojas de diarios, los más sin nada. Dirías que el tranvía iluminado en medio del gentío es una aparición fantasmal surgida de la entraña del aguacero.
Pero antes de revelar el negativo, al examinarlo atentamente la misma noche del domingo, David observa una nubecilla blanca de borrosos contornos en una de las ventanillas laterales. Al positivar, la mancha se hace evidente: es la negra silueta de un pasajero sentado, con sombrero y las solapas de la americana subidas. Seguramente es el único individuo en toda la ciudad que esta tarde se atrevió a viajar en tranvía. Mala suerte. David quiere desechar la foto, pero el señor Ma-rimón, al verla, dice que es tan buena que debe aprovecharse, y le sugiere borrar la silueta humana mediante un retoque de los que sabe hacer él. Opina que el trabajo de David es una muestra excelente del fotoperiodismo que aspira a ejercer y le felicita por ello. En un principio, David se niega a manipular la película: puede lograr instantáneas mejores que ésta, sin necesidad de afeites ni trucajes, le dice. El señor Marimón no entiende sus escrúpulos, se impacienta y le ordena hacerlo para disponer de copias mañana mismo. Aunque de mala gana, David obedece; recupera el negativo y, con la ayuda del lápiz más afilado, procede a tapar cuidadosamente la sombra blanca. Y al positivar de nuevo, el inoportuno pasajero -¿un esquirol tal vez, o un policía?- se ha esfumado sin dejar rastro.
Se lo explica a la prima Fátima en mi cama, mostrándole la foto ya retocada que aún no ha entregado al señor Marimón. En realidad no piensa hacerlo, lo leo en sus ojos al tirarla a mi regazo para que la vea y me entretenga con ella, quizá para que la rompa. Ese niño que balbucea y sonríe mirando a su hermano y luego a la foto y otra vez a su hermano, soy yo, en esa postración desde la que articulo mis visiones y desvaríos rodeado de lápices de colores y migas de pan y libros: le estoy viendo a David cuando se separa un momento de la boca alegre de la prima y me mira a su vez y finge que le digo no me gusta, hermano, has vuelto a las andadas, has hecho trampa.
Sé lo que estás pensando, infeliz prematuro, me dice con los ojos. Pero por mucho que lo pienses y me lo recuerdes, no creas que me harás sentir peor de lo que me siento.
Yo no te culpo de nada.
Deja de lamentarte, monicaco, ya lo hago yo por los dos.
Y esa foto me gusta.
Pues te la puedes quedar.
– David, escucha -dice la prima a mi lado, abriendo el libro donde pacientemente todas las tardes me señala con el dedo las letras del abecedario y me dice el nombre de las cosas-. Si lo que buscas son tranvías vacíos, vete con papá a las cocheras de Sants y allí podrás fotografiar tranquilamente todos los que quieras… Mira, Víctor: pa-lo-ma. Dilo despacio: pa-lo-ma.
– No -gruñe David mientras frota sus labios con el dorso de la mano-. Ha de ser un tranvía circulando de verdad por la calle.
– Man-za-na. Pa-ja-ri-llo. Be-si-to. Dilo despacio: be-si-to -sonríe la prima, y la mirada de David se ensombrece sobre mí y se aparta de ella aún más-. Hijo, qué te pasa. Tienes una fotografía la mar de bonita, ¿porqué no te conformas? El señor Marimón se enfadará mucho contigo, te despedirá si no le llevas la foto…
– Me da igual, prima. Es para Víctor. Parece que le gusta, mira, no la suelta. Yo haré otra mejor. Otra que será como debe ser.
El lunes día doce, cuando la indignación popular en las calles deriva en un intento de huelga general que desborda el conflicto de tranvías, David acude a su cita con el destino en una bocacalle solitaria de Gracia. Se dirige a la concentración en la plaza de Cataluña, a pie por Bailén, atento a los tranvías de la línea 30 y 38 que bajan de vacío, y saca algunas fotos apostado detrás de un árbol. Cada vez que tapa y destapa el objetivo siente que la verdad desnuda y simple, tal como ahora la quiere, penetra en su ojo como un rayo luminoso. Está mordisqueando una manzana que llevaba en el bolsillo cuando, en el cruce con la calle Santa Eulalia, se topa con dos agentes de la policía armada que le exigen la entrega inmediata de la cámara y que se identifique. Uno de los agentes le sujeta el brazo mientras su compañero intenta arrebatarle la cámara, pero él consigue zafarse.
– Está bien. Pero dame eso -dice el agente.
– Eso no, bwana. Soy fotógrafo y tengo permiso del Inspector Galván, de la Brigada Social…
– Ya. Dame la máquina y pórtate bien, venga -exige el agente empuñando la porra.
– Llamen al inspector, verán que no miento -dice David retrocediendo y dando manotazos para librarse del acoso.
– Mira por donde tendré que sacudirte…
Alguna de las fotos que lleva tiradas podría ser muy buena y él lo sabe, o no habría hecho lo que hizo seguidamente: meterle el dedo en el ojo a uno de los agentes, zancadillear al otro y correr al encuentro del tranvía que baja dando tumbos y con el trole chisporroteando en el cable. Evitando verse agarrado otra vez, cruza temerariamente los raíles con intención de saltar al estribo del otro lado, pero el tranvía baja a mucha velocidad y no le da tiempo y lo golpea, lo lanza unos metros por delante, y, sin tiempo a frenar, lo apresa debajo del entramado de hierros de la plataforma delantera y lo arrastra varios metros.
El primero de los dos agentes que llega a su lado no se atreve a tocarlo. David abre los ojos y mira en torno como si no supiera dónde está.
– Ondia. ¿Tengo las piernas enterradas en la arena…?
– Tienes el cuello roto, maldita sea -masculla el agente.
Su compañero también se agacha, le mira, se levanta rápido y pregunta a un curioso que se ha acercado dónde hay un teléfono. El conductor del tranvía se ha sentado en el estribo y se tapa la cara con las manos. David aprieta la cámara en su pecho y con la otra mano desliza las yemas de los dedos sobre el empedrado húmedo y frío.
– Las manos me arden -dice con un hilo de voz-. A que nunca han visto una cazadora de cuero como ésta…
– Será mejor que no te muevas, muchacho -dice el agente-. Te sacaremos de aquí.
– Nadie me sacará de aquí.
– No te mires el pecho.
– Ningún agujero en la cazadora, por favor…
– No hables, no te muevas. Hazme caso.
El agente se incorpora al ver llegar a su compañero con ayuda. David aparta los ojos de él y con la uña escarba entre los dientes un resto de manzana. Estando en ello siente que se apaga el zumbido de los oídos y ladea la cabeza despacio, sin ningún signo de dolor, como si la reclinara sobre un agua que pasa para escuchar su rumor, o como si la recostara sobre la almohada arrebujado en su propio sueño.
Nadie nos devolvió su Voigtländer ni el último carrete que gastó aquella tarde, en el que tal vez estaría, luminosa y emblemática, con ese resplandor genuino que emana de la obstinación, su foto favorita, aquella cuyo negativo quería revelar sin retoques. No sé si consiguió esa foto, no lo sabremos nunca, pero la que yo conservo, la que le hizo días antes al tranvía espectral y encendido bajo la lluvia, rodeado por una muchedumbre sumisa y a la vez obstinada moviéndose a pie, raídas gabardinas en torvas espaldas y periódicos mojados en la cabeza, aquella fotografía que él había manipulado con un lápiz de punta fina en la soledad del cuarto de revelado, hoy sigue siendo la imagen más pertinente y turbadora de cuantas captó David, el testimonio más cabal y más veraz de lo que un día, hace mucho tiempo, conmovió a esta ciudad.
Ahora alguien ha abierto ventanas y celosías, toco bajo la almohada mi lápiz y mis cuadernos llenos de garabatos como olas persiguiéndose en un mar infinito, y enseguida vendrá la prima Lucía con otro vaso de leche y la medicina, después tendré ganas de leer un rato la única novela que conservo de la pelirroja, y le diré a Lucía: alcánzame Guerra y paz. Pero tendré que repetirlo varias veces porque, aunque me esfuerzo mucho, lo que me sale de la boca es algo así como cázame guerripa.
Y es que todavía me cuesta mucho hacerme entender.