EL SPITFIRE EN LLAMAS

Sin descomponer la mueca ligeramente burlona de sus labios, el teniente Bryan O'Flynn descuelga las manos de la cintura, salta ágilmente la alambrada de espinos y se sienta al pie del camastro de David cruzando las piernas con lentitud y elegancia. El cinturón amarillo del paracaídas aún le ciñe el muslo izquierdo.

Si no me hubiese arrancado los guantes tan deprisa y de manera tan atolondrada, se lamenta mirándose ios dedos renegridos, no me habría despellejado las manos.

No parece afectarle el calor de esta noche de agosto, no se quita la cazadora ni las gafas de la frente ni la boquilla de los labios. Sus pantalones lucen un desgarrón y desprenden un agradable olor a aceite. Visto de cerca, su aspecto es distinguido. Tras él, entre los restos de la carlinga, algo en el panel de instrumentos del Spitfire todavía ronronea.

Yo también tengo las uñas de color marrón, dice David solidariamente.

No es lo mismo. Tú no sabes cómo las gasta la Luftwaffe, muchacho.

Y mi padre también tiene un roto en el pantalón.

Que no es lo mismo, chico. Que no.

También él tuvo que escapar, insiste David. Como usted. ¿Escapó usted de los alemanes así, como acaba de hacer ahora, saltando la alambrada y echando a caminar tranquilamente por los campos arrasados de Francia?

Well, lo mío fue algo más complicado. Tu padre te contará. Él me puso en el camino de regreso a Biggin Hill, mi base de operaciones. Pero no creas que hizo gran cosa más, aparte de provocar en tu pobre madre cierta mala conciencia… Pregúntale.

Mi padre se fue de casa hace tiempo.

¿Ah sí? El teniente O'Flynn se sube un poco las gafas sobre la frente y añade: Un culo de mal asiento, tu querido papá. Well, entonces tendrás que decidir tú solito quién es aquí the hero y quién the villain, muchacho.

La policía lo anda buscando, masculla David, y su mirada soñolienta se prende de la cazadora que ciñe el torso esbelto. Percibe o sueña otro olor más dulzón, a cuero quemado o a bellotas asadas. La mano izquierda de O'Flynn aprieta los guantes que todavía exhalan un ligero vaho.

¿Por qué lleva usted pintada a babor esa inscripción, The invisible worm?, quiere saber David. ¿La llevan todos los Spitfire de su escuadrilla? El teniente O'Flynn se mira las manos abrasadas y no responde. David apoya el codo en la almohada y la mejilla en la palma de la mano, escrutando el silencio y la felina gestualidad del piloto con los ojos entrecerrados. ¿Por qué no saltó en paracaídas, teniente?

Creí que podría aterrizar. Y casi lo consigo.

¿Qué pasó?

En realidad no me derribaron. Siento decepcionarte, pero no hubo ninguna caída en barrena, ninguna espiral de la muerte. Tomé tierra en condiciones muy precarias, y el avión capotó.

El otro día, recuerda David al cabo de un rato, mi madre se sentó en mi cama, donde ahora se sienta usted, y se quedó mirándolo mucho rato. Me di cuenta.

Estaba mirándole a usted así como muy recogida, como si rezara…

Well, digamos que hacía algo más que eso, muchacho. ¿Qué quiere decir?

Ejem, well. El piloto recela y le dedica a David su famosa sonrisa ladeada. Right or wrong, it is my life. Ya debes saber que yo soy un héroe de la RAF.

Y qué. Mi padre también. David piensa un momento y opta por bajar el tono: Claro que si alguien le viera ahora…

Oh, yes, arrastrándose por ahí con esa herida tan fea en el culo, sin afeitar y descalzo y empinando el codo, vaya, la verdad, no da el tipo. Saldrá de ésta.

Oh, sure, es un hombre de recursos. Pero no comparemos, ¿eh? Yo soy un as de la aviación. Al menos eso es lo que dicen… ¿No me crees? En la Batalla de Inglaterra llegué a enfrentarme al mismísimo Werner Mólders, el as de la Luftwaffe. ¿No me crees?

A David, lo que más le llama la atención del piloto es que habla como si le importara muy poco estar o no estar en posesión de la verdad. Chispa también, se ha despertado o sueña que se ha despertado, echado junto a la pared, debajo de la oreja del doctor P. J. Rosón-Ansio, y ahora se acerca renqueante a husmear los pantalones del piloto chamuscados y sucios de grasa. O'Flynn le acaricia la cabeza.

Es mi perro, dice David. ¿Le gusta?

Oh, no, por favor, no preguntes si me gusta este dog. Lo que más deseo en la vida, fíjate, no es reunirme otra vez con mi escuadrilla y pilotar, sino volver a mi casa de Chelsea y encontrarme un perrito como éste que me espera.

¿Le gustaría llevarse a Chispa?

Oh, please, no hablemos más de eso. Mira, tengo el cuerpo molido por el batacazo, las manos desolladas y muy pocas ganas de hablar, no estoy in the mood, ¿entiendes?, así que me vas a permitir ahora que me ocupe un poco de mi avión, o de lo que queda de él.

Es un Spitfire MK IX, ensaliva David las palabras dormidas en su paladar y las escupe suavemente por un lado de la boca. Spitfire significa escupefuego. Motor Rolls Royce Marlin 61 de 12 cilindros, cuatro ametralladoras Browning 7,7 milímetros, 350 disparos cada una, dos cañones Hispano 20 milímetros, hélice cuatripala Rotol, parabrisas blindado y cubierta deslizante.

Ahora no es más que un montón de chatarra, ya ves, dice el teniente. Y con una sonrisa desmesurada, que se le sale de la cara, añade: Well, it is my life. Supongo que eso fue lo que impresionó a tu madre…

No era solamente eso. Tiene que contármelo usted.

¿Yo? ¿Quién entiende el corazón de una mujer? Well, ahora tengo que irme. Buenas noches. Se despide y al levantarse de la cama añade: ¿Sabes?, traía en la carlinga tres pijamas de seda que compré en Burdeos y quisiera recuperarlos, si no se han quemado, y también una rosa blanca…

Después que el teniente Bryan O'Flynn se ha ido, Chispa se encarama trabajosamente en el catre y se acurruca a los pies de David, enroscado en el hoyo que conserva un cierto calor humano, el perfume de la aventura, o algo parecido. El piloto vuelve a ocupar su lugar en el páramo masacrado. Su mirada insumisa sobre el extenso Valle de la Muerte alcanza hasta nuestra remota colina en la ciudad cautiva.

– Buenas tardes, señora Bartra. ¿Puede atenderme unos minutos?

No han pasado ni tres días desde su última tentativa, y aquí está de nuevo el poli. Persiste el bochorno en la atmósfera y a ratos un amago de llovizna apacible empapa las calles y se funde con sus rumores de mansedumbre y abandono. Pero el silencio en las esquinas melladas no tiene nada de apacible. Plantado junto a las margaritas mojadas y pimpantes, la trinchera doblada sobre el brazo y el sombrero impermeable en la mano, el inspector Galván ha mantenido los ojos clavados con fijeza en la puerta hasta que se ha abierto.

– Qué desea.

– He venido esta mañana, pero no había nadie en casa. Se trata del asunto de su marido.

– Usted dirá.

El inspector levanta los ojos al cielo gris mientras pasa la trinchera al otro brazo.

– Menos mal que ha parado de llover -dice.

– Eso parece.

Mamá esconde una mano en la espalda, como si fuera a desatar el delantal y quitárselo. Pero no hace nada de eso, sino que adelanta más la barriga apretándose los riñones. Es la tercera o cuarta vez que se dispone a ser interrogada, en el mismo sitio y a la misma hora, con la misma resignada fatiga y la misma fría e indulgente entereza. David no está en casa y ella piensa que es mejor así. Sujeta el canto de la puerta con una mano, y con la otra, posada sobre el vientre, que empieza a dolerle, constata mi sobresalto.

– Date la vuelta, por favor.

– ¿Cómo dice?

– Hablo con mi hijo. Y tú échate o te vas a caer, alma en pena.

Ha bajado los ojos a sus tobillos hinchados, en los que el hocico caliente de Chispa husmea buscando compañía familiar, tambaleándose sobre las cuatro patas y con la negra pelambre llena de nudos. El inspector se agacha a acariciarle.

– Hola, camarada. Aquí me tienes otra vez, dando la tabarra a tu ama. Que ya veo que no se decide a poner fin a tus sufrimientos…

– Convenza usted a mi hijo.

– No hay quien convenza de nada a este chico -gruñe el inspector incorporándose de nuevo.

Entre sus zapatos enfangados y las zapatillas verdes de mamá, Chispa parece dormir de pie. Levanta la cabeza y el inspector baja la suya y le apunta con el dedo, y el perro se tumba en el suelo. Detrás de la pelirroja y a su derecha, en la penumbra del comedor-recibidor, el inspector distingue los dos sillones de mimbre y la mesa camilla bajo la ventana. Después de un silencio, mientras se limpia las manos en el delantal, ella deja escapar un suspiro y cierra los ojos.

– Hace seis meses que no sé nada de mi marido, ya se lo dije.

– Lo sé. Me gustaría evitarle estas molestias, y más en su estado. Pero hay una orden de busca y captura.

– Él no hizo nada malo.

– Yo no le juzgo, señora. Eso no es de mi incumbencia.

– Oiga, inspector, a ver si nos entendemos. Usted ha sido atento con nosotros, por lo menos no ha venido con malos modos ni avasallando, y le estoy agradecida… Pero pierde el tiempo.

– Es posible. Aunque usted no lo crea -asoma un amago de sonrisa en sus labios- perder el tiempo forma parte de mi trabajo.

– Yo no me lo puedo permitir.

El inspector reflexiona unos segundos.

– Bueno, lo cierto es que en este asunto habría que precisar algunas cuestiones… Para su información, sobre todo.

– No sé a qué se refiere.

– Veamos. ¿Conoce al amigo de su hijo, ese gordito de cabeza rapada y un poco guercho?

– Suele venir por aquí. ¿Por qué lo pregunta? ¿Qué tiene que ver con mi marido? -Mientras el inspector medita una respuesta, ella añade-: Entiendo. Usted habrá pensado que podríamos ser amigos de la familia y que Víctor se esconde en su casa…

– No, no pensaba en eso.

– Este chico es el hijo del barbero de la plaza Sanllehy.

– No hay ninguna barbería en la plaza Sanllehy -dice el inspector. La pelirroja sonríe.

– No he dicho que la hubiera. Usted siempre tan perspicaz, ¿verdad? El señor Bardolet es un barbero sin establecimiento. Afeita a los enfermos del Cottolengo del Padre Alegre y de la Clínica de la Esperanza, y también a los ancianos del Asilo de la calle San Salvador. Es un hombre viejo y asustado que se gana la vida como puede y le dejan, después de pasarse dos años en la cárcel, ustedes sabrán por qué…

– Yo no sé por qué ha estado preso este señor, ni si merecía estarlo

– dice él en tono sereno y pausado, imperceptiblemente dolido-. Yo no soy juez, señora Bartra, le ruego no se confunda conmigo. No -menea la cabeza, reflexiona unos segundos y añade-: Mire, dejemos eso. ¿Quiere un consejo? Si tiene usted algún medio de comunicarse con su marido, que supongo lo tiene, hágale saber que lo mejor es que se presente voluntariamente. Se lo digo en confianza. Saldrá ganando. Los cargos no parecen muy graves.

– ¿Ah, no? ¡Ésta sí que es buena! -mamá sonríe ahora abiertamente y su voz es una caricia, una brisa-. ¡Lo que me faltaba por oír!

– Además -dice el inspector-, me consta que el gobierno prepara un decreto por el que se concederá el indulto a los implicados en delitos de rebelión militar.

– De modo que a usted, un policía del régimen, no le parece grave que un hombre sostenga ideas contrarias al nuevo estado, como ustedes llaman a esto. ¿En qué quedamos entonces? ¿Me va a decir ahora que no persiguen a mi marido precisamente por sus ideas? ¿O es que usted no piensa como ellos?

– Yo sólo soy un funcionario, señora. Lo que yo piense, a nadie le importa.

– Ya. De todos modos, no tengo medio de comunicarme con él. No sé dónde está. Por el amor de Dios, ¿cómo quiere usted que se lo diga? ¿Cuántas veces hemos hablado de eso, inspector?

– He visto la ficha de su marido. Algunos cargos parecen cosa de broma.

– Tendrá un expediente muy malo, seguro, de lo contrario no le mandarían a usted tan a menudo por aquí… ¿O es iniciativa suya?

El inspector no parece haber oído la pregunta.

– El problema, señora Bartra -dice después de un breve silencio-, estaría en ese trajín de propaganda subversiva y demás que le tuvo tan ocupado a principios de este año. Pero lo de cinco años atrás, sus actividades en el contrabando de la frontera y en la red de evasión a favor de los aliados, eso no creo que le perjudique. Hoy en día el gobierno ya mira estas cosas de otra manera.

– ¿Dice eso su expediente, que hizo contrabando?

– Bueno, no se extrañe, muchos lo hacen -admite el inspector-. Y cosas peores. Sabemos de algunos que han acabado convirtiéndose en auténticos rufianes, viviendo del cuento de la resistencia. Podría contarle y no acabar.

– Usted no conoce a Víctor. ¿Qué más dice el expediente?

– Hay algunas imputaciones bastante confusas… Entre otras cosas, su marido participó en una reunión clandestina, aquí en Barcelona, acerca de la cual se inventó un cuento chino. Su confesión es un rosario de mentiras, una payasada, leyéndola uno no sabe si echarse a reír o llorar. Es un buen fajo de folios mecanografiados y manuscritos, unos treinta o cuarenta, con muchos disparates.

– ¿Por qué no me deja ver ese expediente, inspector?

– No puedo, señora. No estoy autorizado.

– No me diga que no puede. ¿Un funcionario del Estado, un policía como usted, tan eficiente y decidido, no puede sacar un documento de Jefatura, o del juzgado, o de donde sea? Venga, hágame ese favor…

– Lo único que conseguirá es angustiarse más… -la mira fijamente y añade-: En fin, veré qué se puede hacer. Pero no le prometo nada.

Nuevamente se cambia la trinchera de brazo y dirige una mirada al interior de la casa por encima del hombro de mamá. Le gustaría que la pelirroja tuviera el detalle de invitarle a pasar, vaya si le gustaría, pero ella mantiene la puerta entornada y apoya el hombro en la jamba en una actitud relajada y amistosa, pero que no deja lugar a dudas: de ahí no pasa usted, al menos de momento. A su espalda, Chispa regresa lentamente a la fresca penumbra del hogar, hacia la mesa camilla que contiene retales, una taza de café, un libro abierto, que el inspector reconoce, y un cenicero donde humea una colilla. Se desploma bajo la mesa y espera, mirando aviesamente al poli.

– Lagartija, qué bonita eres, lagartija. La naturaleza ha sido buena contigo y no te dio sangre, lagartija, ni una gotita te dio -recita Paulino furtivamente, ensimismado, enroscado en su propia débil voz, reverencialmente inclinado sobre una roca y con la navaja abierta en la mano, esgrimiéndola con el dedo meñique desplegado en un gesto airoso y delicado de auténtico barbero profesional.

Por arriba, entre las nubes descolgadas y apelotonadas, se abre un nicho de nácar y asoma una espada de sol que se apoya en diagonal en el lecho del torrente. Sobre el chalé cuelga la nube más baja con una efusión cárdena en la panza. Alertado por los pasos y el extraño parloteo, el inspector Galván se asoma al barranco achicando los ojos grises, esquivando un destello que no sabe si proviene del cráneo afeitado del chico o de la navaja barbera.

– ¿Qué andas buscando ahí abajo, muchacho?

– Estoy esperando a David Bartra.

– ¿Tu padre no te dijo que no queríamos verte por aquí?

– Tengo que darle un recado a David…

– ¿Qué haces con esta navaja?

– Está inservible, es una birria, mire -dice Paulino con la voz estrangulada-. Mi padre la había tirado a la basura. La llevo sólo para cortar rabos de palabartijas.

– ¿Y eso qué coño es?

– Una especie rara de lagartija, tiene la panza amarilla y verde y duerme mucho… Palabartija de Ibiza, la llaman. Le gusta comer tomate y toda clase de libretas del cole.

– ¿Cómo te llamas?

– Paulino Bardolet Balbín, para servir a Dios y a usted.

El inspector consulta su reloj, dirige una mirada al chalé y seguidamente su atención se centra de nuevo en Paulino. Pero permanece callado. Con las manos en los bolsillos del pantalón, parece no tener prisa, estar allí haciendo tiempo.

– ¿Qué tienes en la cara? Levanta la cabeza, que yo te vea.

– No hay muchas palabartijas por aquí…

– Contesta. ¿Quién te ha puesto la cara así?

– Me picó una avispa. Bueno, dos o tres avispas a la vez…

– Tú eres el sobrino de un ex legionario, que ahora es guardia urbano… cómo se llama. Balbín.

– Sí, señor. El tío Ramón.

– Entonces lo que te ha picado es una avispa con salacot, desgraciado. A que sí.

– Está bien -dice Paulino-, le diré la verdad. Me han pegado unos kabileños del Carmelo.

– ¿Por qué será que tu tío te zurra con tanta saña, muchacho? ¿No será porque te quiere enderezar, por culpa de lo que tú ya sabes?

– No soy un chivato acusica que la rabia le pica, ¡ea!

– No te hagas el chulo conmigo. Sabes muy bien de qué hablo, puñetero.

– Le prometí a David que nunca sería un soplón…

– ¿Y tampoco se lo has dicho a tu padre?

– En casa mi tío manda más que mi padre. Pero de verdad que me han pegado unos charnegos malparidos, señor inspector. Por eso David y yo cazamos lagartijas… Pero no crea que les hacemos nada malo, ¿sabe?, ya no jugamos con ellas como hacíamos antes -añade Paulino con resabiada parsimonia, viendo al poli como distraído, consultando nuevamente su reloj y mirando luego la puerta del chalé-, ya no las ahorcamos ni las ponemos en los raíles del tranvía con las patas cortadas, ni les hinchamos la barriga de vinagre con el porrón pequeñito, ni las hacemos fumar… Ya no hacemos estas salvajadas, ¿sabe usted?, solamente les cortamos el rabo. Y cuando tenemos muchos rabos, los cocemos en agua de tomillo con hojas de margaritas blancas y tres alas de mariposa negra y una de mariposa amarilla y un gusanito de seda, y con todo eso se hace un ungüento muy bueno para flemones y magulladuras, y sobre todo para las almorranas y los golondrinos. La receta me la dio un enfermo muy viejo del Cottolengo mientras le enjabonaba la barba, le puse perdido de espuma sin querer, me distraje y mi padre me regañó… Es que las barbas del Cottolengo son puñeteras, ¿sabe?, hay que manejar la brocha con mucho tiento porque los abueletes tienen la cara torcida por la parálisis y todo eso, y no dejan de moverse…

– ¿No deberías estar en la escuela? -dice el inspector con indiferencia, lanzando otra mirada a la puerta de noche-. Dime una cosa. ¿Has visto salir de casa a la señora Bartra?

– No, señor.

– Te he preguntado por qué no vas a la escuela.

– Es que estoy aprendiendo el oficio de barbero. Los domingos voy a afeitar a mi tío y me quedo a comer en su casa, es lo que quiere mi padre, que aprenda el oficio. Pero mi tío quiere que de mayor sea guardia civil. Él no tiene hijos, es soltero… Quiere hacer de mí un hombre de provecho, para servir a Dios y a la Patria.

– ¿Y qué dice tu padre?

– Que muy bien.

– Sube aquí y dame la navaja.

– De verdad que sólo la llevo para cazar. Se lo juro.

– Haz lo que te digo.

Paulino trepa por el flanco y se planta frente al inspector, que se queda mirando el ojo tumefacto y cerrado, el párpado furioso como un furúnculo a punto de reventar. Le quita la navaja de las manos y examina la hoja mellada. Además del ojo a la virulé, Paulino tiene también la napia inflada y no para de sorberse una agüilla sanguinolenta.

– Hace dos años -dice el inspector cerrando la navaja-, David y tú ibais juntos a una escuela del Ayuntamiento, en el parque Güell. ¿Viste alguna vez a su padre por allí?

– Sólo una vez. David estuvo muy poco en la escuela, enseguida lo echaron.

– ¿Por qué lo echaron?

– Se bajó los pantalones en la clase de Formación del Espíritu Nacional. Él dijo que se le cayeron, pero yo sé que se los bajó…

– Su padre fue a protestar y armó un buen escándalo, ¿no es cierto?

– No, señor. Fue su madre.

– ¿La señora Bartra?

– Sí, señor. Le tiró un tintero al director del colé y le llamó borrico y meapilas. Y David a la calle.

– ¿Y luego qué pasó?

– Nada. La señora Bartra le dio clases a David en casa. ¡Vaya una suerte! En verano no tenía exámenes y se iba a la playa, con sus abuelos… Pero después que su padre se fue, ya no es el mismo, no sé qué le pasa en los oídos. ¡Es la caraba! Lleva como antenas en las orejas, en serio, calculo que deben tener una potencia de quinientos megahercios, por lo menos. Si entras en su campo magnético, te coge hasta el ruidito que haces tragando saliva, me ha dicho…

– Ya vale -gruñe el inspector abriendo otra vez la navaja muy despacio-. No quiero volver a verte por aquí. ¿Entendido?

– No estoy haciendo nada malo.

– ¿Qué pensarías si te ordeno que te la desabroches ahora mismo?

– ¿El qué, señor?

– No te hagas el longuis. La bragueta.

– Mi pantalón corto no lleva bragueta, señor.

El inspector hace saltar hábilmente la navaja de una mano a otra, sonriendo con los ojos, como si bromeara.

– ¿Y si te dijera que la saques por un lado? ¿Comprendes lo que podría pasarte? ¿O prefieres que hable con la señora Bartra…? Quieto, no voy a hacerte nada. Pero escucha bien lo que te digo: ten por seguro que alguien te la cortará en rodajas como no te reformes. ¿Has entendido?

Paulino baja la cabeza.

– Devuélvame mi navaja, por favor.

– Toma. Vuelve a casa y que te pongan algo en esa alcachofa que llevas por nariz.

– Tengo mi medicina, señor -dice Paulino sorbiéndose la napia, alejándose de costado por el sendero hacia la Avenida Virgen de Montserrat-. Tengo mis colitas de lagartija.

– Ya veo que sigue adicta al cigarrillo -dice el inspector.

– Y al café. Y al azúcar y al pan blanco, sí señor. Los no adictos al régimen tenemos muchos vicios -la voz de la pelirroja no oculta cierta aspereza.

– No debería bromear con eso, señora Bartra.

– No debería hacer muchas cosas que hago.

– A propósito -dice el inspector, sacando del bolsillo de la americana una bolsita de celofán azul-. Le traigo otro poco de torrefacto. He pensado que siempre viene bien…

– ¿Por qué se molesta? Creo que no debería aceptarlo…

– Es del economato, me sale barato.

Mamá mira el obsequio, luego al policía, de nuevo el obsequio. Tampoco esta tarde lo invitará a entrar en casa, todavía no, aunque él entrará de todos modos.

– Ande, cójalo -el inspector vuelve bruscamente la cara hacia el lado del barranco, como si de pronto una voz allí hubiese llamado su atención-. Yo tengo de sobra.

Ella coge la bolsita y la guarda en el bolsillo del delantal.

– La verdad es que sí, me viene muy bien. Hoy todo escasea… ¿Qué hay del expediente de mi marido?

– Ya veré el modo, tenga paciencia. ¿Le ha dicho su hijo que vine ayer, y también el sábado?

– No.

– Ya. Creo que debo decirle algo respecto a este chico. No sé si tiene usted idea de las mentiras y barbaridades que se le ocurren.

– Bueno, es un poco fantasioso…

– ¿Fantasioso? Es un muchacho embrollón y pendenciero.

– A veces tiene ideas lúgubres y extrañas, no lo niego. Es un niño que ha tenido que crecer deprisa. Puede parecer algo tarambana, como su padre, pero es todo lo contrario. Convive con la soledad, conversa con ella. Es un chico que tiene fe. En muchas cosas se parece a mí.

– ¿Fe? ¿Quiere decir que le han enseñado a ser piadoso, de misa…?

– Nada de eso. Tiene fe en algunas cosas importantes. Pero es bastante nervioso e inestable, lo admito. Un chico especial. Ya lo era antes de nacer. Su padre no lo quería, ¿sabe?, andaba por aquel entonces en otras querencias, y quizá por eso yo sentía el niño dentro de mí como… como una cosa escondida. Lo sentía como si quisiera ocultarse. No sé por qué le cuento todo eso, perdone.

– No hay de qué. La comprendo.

– No me va usted a creer, pero antes de parirlo ya sabía que este hijo era una señal que nos enviaba el cielo, el anuncio de muchas cosas que luego iban a suceder…

– ¿Acaso cree usted en el designio de los astros, señora Bartra?

– Quién sabe. ¿Le interesa mucho? -y sin esperar respuesta, incongruentemente, añade-: Los niños no tienen la culpa de nada, ¿no le parece a usted?

– Yo juraría que hay bastante malicia en esta cabecita, señora Bartra

– titubea el inspector y añade-: Trabaja con un fotógrafo de la parroquia, ¿no es así? Un tal Marimón…

– ¿Qué pasa con él? ¿También lo tienen fichado?

– Sólo sabemos que era amigo de su marido. ¿Usted lo conoce bien?

– Lo suficiente para confiarle a mi hijo. ¿Por qué?

– Alguien le denunció hace un año. Nada importante, parece que había trabajado en una publicación libertaria, haciendo fotos…

– Mentira. El señor Marimón hace retratos de bodas y bautizos, en toda su vida no ha hecho otra cosa. Apenas lo traté, pero sé que es un buen hombre…

El inspector medita unos segundos.

– De todos modos, creo que a su hijo habría que atarle corto. Temo que un día pueda cometer un disparate.

– ¿Dice usted que es algo malicioso? Pues no pienso quitarle ni una pizca de esa malicia -dice mamá serenamente.

– Una mujer como usted no debería decir eso…

– Una mujer como yo no debería discutir con un policía. La verdad es que no sé por qué lo hago.

– ¿No tiene amigas? -dice el inspector después de un silencio, y se arrepiente de la pregunta en el acto-. Quiero decir… habrá alguna chica que le guste.

– ¿A David? Creo que le gusta una muchacha muy guapa que suele pasar por aquí en bicicleta.

– ¿Quién es?

– No lo sé. Nunca la he visto.

– Será otra de sus fantasías.

– ¿Por qué iba a serlo? ¡Hay que ver cómo es usted!

El inspector parece que va a decir algo, pero se deja envolver en otro silencio.

– Yo lo único que veo -dice finalmente- es cómo su madre se sacrifica trabajando. Usted mira de ganarse honradamente unas pesetas cosiendo en casa. Pues bien, ¿sabe lo que hace su hijo con sus confecciones…?

– Siempre le gustó disfrazarse, si se refiere a eso. A mí también me gustaba cuando era joven, haciendo teatro, o en época de carnavales. Ahora el carnaval está prohibido, claro. Mi hijo, de mayor, será artista. Los artistas, sabe usted, son personas diferentes de nosotros, hacen cosas raras. Además, el pobre sufre de los oídos.

– Su amigo Paulino me ha comentado que habla solo todo el rato.

– David dice que tiene voces en los oídos…

– ¿Y usted se lo ha creído?

– ¿Por qué no? Yo, inspector, también hablo con este niño que espero. ¿Por qué no voy a creer que David se entiende con sus ruidos y sus voces?

– Chispa aparece de nuevo en el portal viniendo del interior y se sienta acogotado, lamiéndose una pata. El inspector Galván gira el rostro con media sonrisa aplomada de paciencia y deja escapar un suspiro que no controla y que acaba en resoplido-. Mi hijo es muy inteligente, inspector… ¿Por qué se sonríe?

– Por nada.

– Yo a eso le llamo tener fe.

– Resulta extraño oír hablar de fe a una persona que no cree en Dios.

– ¿Quién le ha dicho que no creo en Dios? Perdone, pero se está pasando de listo. -Sonríe la pelirroja al añadir-: Tampoco quiero que me tome por una humilde feligresa de la parroquia… Me parece que se confunde conmigo una vez más, inspector. Soy esposa y madre día y noche, qué remedio, pero en el momento menos pensado, yendo por la calle, por ejemplo, la mirada de un desconocido puede hacerme soñar… ¿Me comprende? No, supongo que no -sonríe nuevamente con aire de tomarle el pelo-. Usted no me conoce.

– Creo conocerla un poco.

– En fin, no dispongo de tiempo para discutir.

El inspector asiente en silencio.

– Una cosa más antes de irme -insiste, hablando a su manera apacible y un poco rebuscada, como si impostara la voz y las palabras, pero no el sentimiento que las anima-. Comprendo que defienda usted a su hijo. Pero creo que debo hacerle saber lo del otro día. El angelito me dijo muy seriamente que había tenido usted un aborto. Así como suena.

– ¿Eso le dijo? Vaya.

– Y que la habían llevado de urgencia a la Maternidad, o al Clínico, no sé qué diablos se empatulló.

– Mal hecho. Me tendrá que oír. ¿Algo más?

– ¿Le parece poco? Este chico dice mentiras como si fabricara churros…

– Estuvo muy feo. Pero mire, no crea que erraba del todo. Me encontraba muy mal ese día y fui al médico. He tenido mareos y dolores de cabeza muy fuertes. Es verdad que últimamente David se comporta… no sé cómo decirlo. Hace un par de meses vio a un hombre que se ahorcó en una glorieta de la calle Legalidad, no lo conocía de nada, pero le afectó mucho. Parece que él y sus amigos lo habían seguido el día anterior por las calles de Gracia, seguramente para reírse de él, dicen que iba como sonámbulo y llorando, pobre hombre. Bueno, pues a mi hijo le causó una impresión tremenda. Pero usted ha venido a hablarme de mi marido, buscando saber algo más de él, y yo… Vaya…

– ¿Qué le pasa, señora Bartra? ¿Se encuentra mal?

Algo ha ocurrido, no sé si relacionado conmigo, algo más que la punzada o el vahído habitual y pasajero; creo que aún percibo, flotando desde siempre y para siempre en mi cálida burbuja, la brusca alteración de la luz y del flujo de la sangre, un cambio de ritmo en la respiración de la gestante y en el pulso sosegado de la tarde. Se va a desmayar otra vez. Chispa, siempre a su lado, se incorpora y se aparta un poco, como si lo supiera. Una subida brusca de la temperatura en el líquido amniótico y acaso otro desconsiderado revolcón de un servidor la obligan a apoyarse en el filo de la puerta con ambas manos, muy pálida, cerrando los ojos y girando toda ella de costado. El inspector tiene el tiempo justo de abalanzarse y rodear su cintura con el brazo evitando la caída. La coge en volandas y viendo que no reacciona entra con ella en casa, cierra la puerta con el pie, rodea la mesa del recibidor-comedor y la deposita suavemente en uno de los sillones de mimbre junto a la mesa camilla. La pelirroja tiene la cabeza ladeada sobre el respaldo del sillón, la boca entreabierta y los ojos cerrados. Lleva el cabello rojo recogido en una cinta negra, un botón de la bata desabrochado sobre el pecho, y oigo su corazón latiendo con fuerza. Todo eso lo sé perfectamente y lo vivo todavía, lo que no podría asegurar es si ese desfallecimiento junto a la mata de margaritas ha ocurrido durante la tercera entrevista o bastante después, cuando ya Chispa tenía la bala alojada en la cabeza y estaba deshaciéndose enterrado en el lecho del torrente y David empezaba a maquinar su venganza, más o menos cuando el poli ya llevaba viniendo regularmente un par o tres de veces a la semana, siempre con algún obsequio, botes de leche condensada, medio kilo de azúcar, una tableta de chocolate…

– Señora Bartra. Señora -llama el inspector inclinando sobre ella su cara afilada con los ojos oblicuos y fríos de párpado sobrado, pesaroso, una cara en la que, en ocasiones, el ave de rapiña y el reptil se confunden, no para hacerla más sombría ni amenazante, sino más atractiva.

Unos suaves cachetes en la mejilla y coge su mano y la frota repetidas veces con energía, ella sigue sin reaccionar, le toma el pulso y luego pone la mano grande y oscura sobre su vientre. Aunque presumiblemente lo hace con suma cautela y la mejor de las intenciones -no quiero ahora dejarme llevar por los prejuicios, después de tanto tiempo-, me gusta pensar que yo estoy en ese momento cabeza abajo y muy quieto en mi cueva febril, y por tanto esa mano supuestamente enamorada y presuntamente asesina no detecta ningún latido, ni la menor señal de vida. Me gusta pensar que, por lo menos, ya que otra cosa no podría hacer, le doy esquinazo al poli y hasta quizá consigo angustiarle y asustarle un poco sin necesidad de mover un dedo.

Pero se muestra sereno y diligente, está haciendo lo imposible por reanimarla llamándola respetuosamente por su nombre de casada y frotando el dorso de su mano, piensa darle un vaso de agua pero sabe que el lavabo y la cocina están en la otra zona de la vivienda y opta por una solución más inmediata y radical, un poco de coñac de la petaca que lleva en el bolsillo trasero del pantalón. Suavemente desliza la mano bajo la nuca y levanta la cabeza acercando el brocal de la petaca a los labios, pero ella no llega a beber. Le basta el olor del alcohol para abrir los ojos.

– Dios mío. Ha vuelto a suceder…

– ¿Se encuentra bien?

– Creo que sí.

– Me ha asustado usted.

– Ya pasó. Ha sido el calor. No debe asustarse, me ocurre a menudo.

– Está muy pálida. Beba un sorbo de coñac.

– Eso sí que no -sonriendo aparta la petaca con 1a mano y prueba a levantarse, pero desiste-. En cuanto se me pase el mareo…

– ¿Toma algún medicamento? ¿Quiere que se 1o traiga?

– No, no. Gracias. Tomo un diurético, pero no es 1a hora… Ya puede irse, si quiere. Estoy bien, no se preocupe.

– Me quedaré a su lado un minuto, si no le importa.

La pelirroja calla y permanece recostada en el sillón con los ojos cerrados. Al cabo de un rato los abre.

– No se quede ahí de pie. Siéntese. Habrá sido el niño, que no para… Aunque a veces lo noto tan quietecito que me da miedo.

– ¿Quiere que le traiga un vaso de agua?

Ella no contesta y vuelve a cerrar los ojos. Y los mantiene cerrados cuando, al poco rato, insiste:

– Siéntese o márchese, haga el favor. ¿No me oye?

El inspector se sienta muy tieso en el otro sillón de mimbre frente a la pelirroja, que parece dormida, y entonces, déjame adivinarlo, hermano, entonces sí es verdad que siente por ella algo más que respeto y admiración, se quedará quieto observando con cierta íntima impunidad y durante un buen rato la tersa y hermosa frente y su sueño desvalido bajo los párpados de cera, la boca gruesa y dolorida, el pelo rojo y rizado y las manos blancas abandonadas sobre el vientre.

En la expresión fatigada de su rostro, ahora que ella no le mira, en su confiado reposo y en el humilde entorno, en ese remedo de calor hogareño conseguido con esfuerzo en una vivienda realquilada y pobre, los ojos de este hombre buscarán secretamente durante unos segundos, me gusta pensarlo, algo que su corazón perdió en algún momento de su vida.

Al abrir nuevamente los ojos, esperando tal vez encontrarse con la mirada grave y solícita del policía, lo ve agacharse ante ella y acariciar el lomo del perro echado a sus pies, aunque lo que está mirando son sus tobillos hinchados. El inspector se incorpora, recupera su petaca y se la guarda en el bolsillo.

– Me iré cuando usted me asegure que se encuentra bien.

– Estoy bien. Gracias.

Cuando le hicieron esta fotografía tan chula, con su legendario Spitfire derribado y su famosa sonrisa, dice papá, esa que todas las noches te hipnotiza desde la pared de tu cuarto, el teniente Bryan O'Flynn y yo habíamos corrido no pocas aventuras.

Claro, por eso te guardaste la foto de la revista. De recuerdo, dice David.

Te repito que no fui yo, insiste papá restregándose deplorablemente la pelambre del pecho con la mano que empuña la botella. Su aspecto no ha mejorado. Apura una colilla inmemorial recostado en el tronco reseco de un castaño, pelado y blanco como un huevo, y tiene los pies descalzos metidos en la húmeda serpiente de arena y guijarros. Por alguna razón, de la que no es ajeno el susurro enroscado en sus oídos, David cree firmemente que por aquí han vuelto a pasar las aguas del torrente igual que en otros tiempos. Fue tu madre, añade papá. Su torso y su cuello brillan de sudor, pero el resto de su persona está borroso. Desplegada sobre una mata de romero, la camisa blanca se seca al sol. Tu madre, nuestra costurera pelirroja, repite con la voz deprimida.

¿Y por qué lo hizo?

Pregúntaselo a ella.

¿Es que mamá también le conocía?

No más que yo. Digamos que llegó a tratarle mejor, pero no llegó a conocerle más que yo… ¿No has traído ningún pañuelo limpio? ¿Ningún desinfectante, una venda, gasas? ¿En qué demonios piensas, hijo? Porque ya ves cómo estoy, con la botella en las últimas y el culo al aire, chorreando sangre, vertiéndola generosamente por un futuro más digno y por el triunfo de nuestros ideales. En fin, la vieja patraña.

No digas eso. Tú eres un héroe.

Qué va, qué va. El único héroe auténtico es aquel que miente sobre sus intenciones. Nunca fue mi caso.

¿Qué haces de noche, papá, dónde te escondes? ¿Adónde vas?

Del barranco a La Carroña y de La Carroña al barranco.

No, mamá dice que ya no estás allí. ¿Dónde estás?

Ahora mismo ya no sé dónde estoy. Es lo que pasa cuando vives soñando todo el puto día. Tu madre siempre decía vives soñando, Víctor, ya no eres capaz de afrontar la realidad, y ése es tu problema, ése es tu mal vino de cada día. Y yo le decía: pues si estoy soñando, no me despiertes ahora que tengo en las manos una botella de Barón Rothschild auténtico… Nos habíamos divertido mucho, tu madre y yo, con mis sueños. Pero ya ves. Hay en este viejo torrente un tufo a buitre carroñero que tira de espaldas, y ese tufo es mi propio aliento soñador.

Me estabas hablando del piloto de la RAF.

Ese jodido australiano, que se decía irlandés y que vivía en Londres, era un valiente. Los cazas alemanes lo derribaron dos veces en suelo francés, la primera en julio del cuarenta y uno. Cayó cerca del pueblo de Renty, en la región de Calais. Tuvo suerte, echó a caminar por los campos arrasados y fue recogido por uno de los hombres de la red de evasión de Pat O'Leary. Se le procuró asistencia médica y ropa y documentación falsa, y fue conducido a París y de allí a Toulouse, donde se puso en contacto con el grupo de Ponzán Vidal para que le ayudaran a cruzar los Pirineos por una ruta clandestina. Por aquellas fechas muchos prisioneros de guerra evadidos de los alemanes conseguían llegar a la frontera española a través de las redes secretas que se habían creado a través de la Francia ocupada. La Gestapo recelaba, porque muchos de los pilotos cuyos aviones habían sido derribados no eran encontrados, así que había que andarse con cuidado. Yo entonces estaba metido en todo eso, y en mucho más, pero desde este lado de los Pirineos. Más tarde pasé al otro lado colaborando directamente con la red… ¿Me sigues? Ya en Toulouse, nuestro piloto debió esperar dos semanas mientras se preparaba una expedición a España con dos guías conocedores del terreno que le llevarían hasta Osséja, en los Pirineos Orientales, juntamente con un matrimonio judío y su hija de quince años. En Osséja, una joven se hizo cargo de la expedición y los dos guías regresaron a Toulouse. A partir de ahí fue un viaje lento y accidentado a causa del judío, que cojeaba, según O'Flynn me contaría después. El aviador llevaba un pesado maletín del cual no se desprendía ni un instante. A través de las montañas llegaron a Ribes de Freser y luego emprendieron el descenso hasta un refugio convenido, donde yo les esperaba. ¿Me sigues…?

Aquí estoy, padre.

Mi trabajo consistía en escoltarles a partir de allí, mientras la muchacha que les había guiado regresaba a Francia. Fuimos en autocar hasta Ripoll y de allí en tren hasta Barcelona, la familia judía se despidió y yo metí en un taxi al piloto con su maldito maletín y le dejé frente al Consulado Inglés, donde se le tenía que proveer de documentación falsa para llegar a Gibraltar o a Londres vía Lisboa. A veces la documentación tardaba dos o tres días, y parte de mi trabajo consistía en proporcionar alojamiento provisional a los pilotos, pero en esta ocasión, no sé por qué, no había previsto nada al respecto. Por alguna razón que no llegó a interesarme, el teniente O'Flynn decidió entrar en el Consulado sin el maletín y me pidió que se lo guardara en casa, que iría a recogerlo en cuanto tuviera la documentación en regla. Le di la dirección y vino aquella misma noche, pero todavía sin los papeles…

¿Cómo es que yo no le vi?

Era en agosto, estabas en Mataró con los abuelos… Yo entonces ya chapurreaba un inglés bastante potable, y nos entendíamos. O'Flynn me dijo que no se fiaba de cierto personal del Consulado y prefería que el maletín permaneciera en casa. Alto secreto. ¿Me sigues?, dice papá dándole la vuelta al pañuelo apretado a su trasero, sobre la herida que no cierra ni cerrará nunca. Luego se palpa los bolsillos del pantalón. Maldita sea, se me acabaron los cigarrillos.

Dejaste uno a medias en el cenicero de la cocina, dice David. ¿Quieres que vaya a buscarlo?

Ese cigarrillo es de tu madre, y es el último. A ver si te fijas mejor. Hay que tener los ojos bien abiertos, hijo, vienen tiempos difíciles. Y ahora dime. ¿Qué hace la intrépida costurera? ¿Cómo está?

Cada día lo mismo. Y no está bien.

Mamá introduce muy despacio los pies en el agua de la palangana, primero el izquierdo, luego el derecho. David ha calentado el agua en la cocina, la ha vertido en la palangana, ha echado un puñado de sal, la ha llevado al comedor-recibidor y de rodillas le ha quitado los zapatos a mamá sentada en el sillón.

Más tarde ella está sola en la cocina aventando pacientemente las brasas del fogón, la mano en la barriga con el último cigarrillo y los ojos en el vacío, fijos en nada que pudiera resultar visible para cualquiera. Deja el cigarrillo en el cenicero, la mano tantea las cintas negras en los cabellos rojos y luego vuelve a descansar en la barriga. El grávido perfil de su cara y de su cuerpo, su postura reflexiva y tristona, vista a contraluz en esta cocina oscura y estrecha como un túnel, es la imagen más viva y preferida que guardo de la pobreza cotidiana y puntual a la que ella debió enfrentarse, la imagen más cabal y persistente entre todas las que he ido remendando y reconstruyendo en la memoria. No tiene al piloto delante de los ojos, que sigue clavado en el cuarto de David, desafiando con una sonrisa a sus verdugos y a su destino, pero por alguna razón ella lo sigue viendo aquí en la cocina igual de próximo y sonriente.

Garbanzos, lentejas, boniatos, farinetas. Puedo nombrar estas cosas y olerlas en la memoria con la misma gratitud y respeto con que lo haría mamá, acariciarlas con las manos y la voz de mamá. El bacalao en remojo. El viejo molinillo de café. La grasa de cerdo fundiéndose en la sartén, y tantas otras cosas con su extraña vocación de camuflaje, su terca propensión a estar donde no deben: los terrones de azúcar en la salsera desportillada, las lentejas en una caja de galletas, los boniatos en un barreño de zinc, los ajos en un bote de cacao. La pobreza, acuérdate, hermano, nuestra fiel compañera de estos años, la que asumió con tanto coraje la pelirroja y contra la que nunca despotricó, la pobreza que tiene mil caras y se manifiesta de mil maneras, también significa eso, acuérdate: que a pesar de la limpieza y el orden que ella impone a su alrededor con la mayor presteza y energía, las cosas nunca parecen estar en su sitio, andan siempre por ahí ocupando con una porfía insidiosa el lugar que un día correspondió a otras. Y sin embargo, en medio de su aparente extravío, así dispuestos en su mundo de precarias apariencias, ninguno de esos objetos ha sido despojado de su identidad, al contrario, parecen más próximos y necesarios y su trato más cordial, lo mismo que la imagen chamuscada y borrosa del piloto, que un día estuvo donde le correspondía juntamente con los recuerdos acaso más íntimos y mejor guardados de mamá, y que hoy, mucho después de haber paseado su impertinente sonrisa por las portadas de una revista alemana editada en español, se asoma amigablemente al dormitorio de un adolescente soñador en un remoto paraje del Guinardó.

Dirección General de Seguridad.

Brigada de Información.

Ficha de Víctor Bartra Lángara.

Expedientes F-7 (17-3-40) y F-8 (2-5-45). Resumen para uso interno.

– Nació en Huesca el 4 de abril de 1901. Vivió en Mataró hasta los 12 años.

– Fue seminarista y después «fámulo» en el Colegio de los Jesuítas de la calle Caspe (presumible origen de su exacerbado anticlericalismo).

– Se le atribuye participación en el secuestro y asesinato del cura párroco de San Jaime de los Domenys (Tarragona) el 20 de julio de 1936. Sin confirmar.

– Durante nuestra guerra de liberación estuvo en el ejército rojo, sirviendo en Sanidad (anestesista) y siendo herido en el frente de Aragón.

– Al terminar la contienda se amparó en el anonimato y trabajó en una fábrica de hilaturas de la barriada de Gracia, entre cuyos obreros intentó inculcar ideas de marcado cariz anarquista revolucionario, instando a sus compañeros a la disconformidad con el actual régimen español.

– Instigador de diversos actos de marcado signo catalanista separatista aprovechando las celebraciones de la Fiesta Mayor de Gracia y del Guinardó, según informes de vecinos.

– En marzo de 1940 es detenido en un piso de la calle Conde del Asalto donde se celebra una reunión clandestina con fines supuestamente altruistas deportivo-sanitarios (en realidad de cariz presuntamente libertario) alegando en su defensa encontrarse allí por error (ver anexo F-7) ya que iba a otra cosa. Sometido a interrogatorio, relata el equívoco con pormenores al parecer convincentes.

– Pasado clandestinamente al sur de Francia a finales de 1942, se le atribuyen misiones de apoyo a la Resistencia francesa, tales como guiar por la frontera a pilotos aliados derribados por los alemanes. Se ha podido colegir por datos y observaciones recogidas, que se relaciona con una organización inglesa clandestina con sede en Marsella, conocida como «Organización Garrow». Vivió en Toulouse en el n° 40 de la rue de Limayrac. Hay indicios de que alternaba estas actividades como guía fronterizo con el tráfico de contrabando. Hay constancia de que dio cobijo en su casa, durante varios días, a un aviador inglés que posteriormente pudo regresar a su unidad vía Lisboa provisto de documentación falsa. Por estas actividades, el susodicho percibía una remuneración estimada de 2.000 francos por persona. Cuando se ha tratado de pasar documentos, ha llegado a cobrar hasta 5.000 francos.

– En círculos libertarios se le considera autor de diversos opúsculos editados por la CNT de España en Francia.

– En octubre de 1943 intenta establecer contactos con el llamado «Gobierno Vasco en el Exilio» y al día siguiente está a punto de ser detenido en un merendero de Las Planas después de asistir a una reunión clandestina, bajo el pretexto de una «costellada» organizada por el llamado «Sindicat d'Espectacles Públics de la CNT», al que están afiliadas gentes de teatro y proyeccionistas de cine y acomodadores, entre ellos su amigo y camarada Germán Augé.

– En 1944, y mediante recomendación del párroco de la Capilla Expiatoria de las Ánimas (el Dr. Masdexexart, pbro.) ingresa en los Servicios de Higiene del Ayuntamiento para trabajos de Desinfección y Desratización de salas cinematográficas y demás. Afiliado al clandestino Sindicato de Espectáculos Públicos de la CNT, se encarga de repartir prensa y propaganda subversiva camuflada en las sacas donde se reparten las bobinas de las películas.

– Miembro destacado del MLR (Moviment Llibertari de Resistencia) hasta febrero del año en curso, en que fue expulsado por insubordinación y malversación de «fondos revolucionarios», así llamadas las recaudaciones de los afiliados.

– Desaparecido de su domicilio con fecha aproximada de marzo del presente año.

– Si lo que usted quiere saber -dice mamá- es si creo que vivir en paz sin libertad es mejor que vivir libres y en guerra, mi respuesta es no, inspector.

– Nunca hago esa clase de preguntas.

– Por supuesto, para qué. Ventajas de vivir en paz y sin libertad.

– No pienso discutir con usted, señora Bartra, hoy no. Aunque le diré una cosa. No sé quién redactó este informe, pero quienquiera que fuese, está claro que su marido le tomó el pelo.

– ¿Por qué lo dice? -inquiere mamá.

– Termine de leerlo, y ya me dirá qué piensa. Lo mejor viene ahora, en la ficha de hace cinco años y en su declaración.

– ¿Se refiere a sus actividades como contrabandista? Nunca creí esa patraña.

– No me refiero a eso. Lea usted, lea.

– ¿Tiene un cigarrillo, inspector?

– No debería fumar tanto, señora Bartra.


F-7 (17-3-40)

Víctor Bartra Lángara:

Mayor de edad. Auxiliar sanitario. Domiciliado en el Guinardó. Mala situación económica.

Que todo se debe a un cúmulo de circunstancias casuales que propiciaron un equívoco. Que hace unos quince días conoció en un bar de Las Ramblas a una tal madame Carmencita, de unos 45 años, sin saber su verdadero nombre, la cual madame lo confundió indistintamente con un agente publicitario y con un abogado, sin aclarar qué causó la confusión. Que madame Carmencita le presentó a una chica llamada Florita García Nieto, la cual también está detenida. Que la tal Florita le mostró el brazo izquierdo con un tatuaje que hacía alusión a la marca de cigarrillos americanos Lucky Stri-ke. Que madame Carmencita le dijo que había tenido una idea que podría proporcionar algún dinero a su amiga Florita, y también a él, en tanto que abogado, si la idea le parecía factible. Que tal idea tenía que ver con un proyecto de publicidad tipo americano en la piel (fueron las palabras que empleó), que varias amigas suyas estarían dispuestas a lucir con tatuajes, incluso en zonas íntimas del cuerpo que no hay por qué precisar aquí y ahora (fueron sus palabras), siempre y cuando el concesionario de Lucky en España estuviera dispuesto a pagar. Que qué le parecía la idea. Que en este punto el detenido empezó a sospechar que madame Carmencita y la tal Florita, por la pinta y por las intenciones, amén de por algunos subrepticios tocamientos y efusiones más allá del límite que aconsejan las buenas maneras de nuestro recio talante y la unidad de los hombres y las tierras de España (me limito a transcribir el lenguaje del declarante), empezó a sospechar, repito, que sus dos interlocutoras podían tener algo que ver con el negocio del puterío y sus derivados, pero que prefirió mostrarse discreto y dijo que bueno, que era una idea. Que entonces madame Carmencita le dijo que había preparado una reunión de 20 o 30 amigas interesadas en el negocio, y le preguntó si él quería asistir a esta reunión, que tendría lugar en un piso del n° 13 de la calle Conde del Asalto, donde iban a tratar la cuestión de sueldos y asuntos laborales y necesitaban el asesoramiento de un abogado. Que no considerando de mucho interés la oferta, él se excusó de asistir, pero que después de la ingestión de algunas copas y de intimar con la tal Florita García Nieto y mostrarle ésta otra marca comercial tatuada en la cara interna del muslo (Cerebrino Mandri, el célebre reconstituyente), decidió un poco irreflexivamente asistir a la reunión de fulanas (llegado a este punto, el detenido declara que ya no le quedaban dudas acerca de la condición de ambas interfectas) para asesorarlas en el negocio.

Que el día señalado acudió con Florita García Nieto a dicha reunión en la calle Conde del Asalto, pero que se equivocó de piso y los dos se encontraron inesperadamente en una reunión de presuntos vendedores y viajantes sin trabajo que habían sido convocados allí por un representante de la firma Suco y Hermanos S.A., fabricantes de un «jugo de naranja que lo cura todo automáticamente», fueron las palabras que empleó en su declaración. Que Florita escapó de allí en cuanto se dio cuenta del error, pero que él, al hacer acto de presencia el grupo de la Brigada Social, ya no pudo salir por hallarse en las primeras filas, pero que los que estaban más próximos a la puerta sí lo hicieron.

Que no se explica que la verdadera finalidad de esa reunión fuese política, y que él no fue convocado ni advertido.

Tiene antecedentes.

Sugerencia: Multa de 5.000 pesetas.

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