AMANDA

La abuela Tecla está sentada en una butaca roñosa al lado de su cama y mamá le está cepillando el pelo. Debió ser guapa la abuela. Labios gruesos y extrañamente rosados, ojos claros, el derecho semicerrado, cabello amarillento y ralo, la sombra de un bigote sobre las comisuras de la boca. Clava la barbilla en el pecho y sonríe, pero con el ceño fruncido, como si desaprobara su propia sonrisa. El lado derecho de la cara se le cae y el ojo de ese lado soporta un párpado que más parece una cáscara de almendra reseca. Y con todo, se ve que debió ser guapa. Sobre la cama recién hecha, el ramo de margaritas que le ha traído mamá.

– Ya no me dan vino en las comidas, hija.

– Vaya -dice mamá-. Hablaré con las monjas.

Las manos arrugadas no paran de moverse en su regazo, como si estuvieran desliando constantemente un enredo de hilos entre los dedos. Mamá le había explicado a David que la abuela aún cree estar desenredando las redes de pesca que solía remendar con hilo de algodón frente a su casita en la playa de Mataró. En la misma habitación del Asilo hay tres ancianas más en otros tantos camastros, pero David no quiere mirarlas. Mamá siempre tiene para ellas unas palabras de aliento y de cariño al entrar.

– David, no te quedes ahí parado sin decir nada. Dile algo a la abuela.

– Hola. Aquí estoy, abuela. Soy David.

No obtiene ninguna respuesta. Prueba otra vez:

– Abuela, tengo un perro que se llama Chispa.

Tampoco. Sabe que la abuela Tecla está muy pirada. A veces le da por hablar mucho y a veces no abre la boca. Siempre, en algún momento durante estas visitas, por lo general mientras mamá la peina y le sujeta el moño con las horquillas, la abuela da un respingo, como si repentinamente se acordara de algo:

– Rosa ¿has puesto el bacalao en remojo?

– Sí, Tecla.

– Dos días en remojo, por lo menos. Y sin piel. Recuérdalo.

– Sin piel, no me olvido.

El cepillo ingrávido en las manos blancas y ligeras de mamá sacando lustre a las mechas canosas, la horquilla entre los dientes, los brazos desnudos arriba y abajo y el aroma arrutado en las axilas pelirrojas, inclinada sobre la cabeza de la abuela con una paciente y devota concentración.

– Me haces el moño un poco más alto -dice la abuela. Y casi en el acto modula la voz llena de tristeza y suelta la extraña pregunta-: ¿Dónde está Amanda, la paciente peligrosa? ¿Tampoco hoy ha venido Amanda? ¿Qué le pasa a mi niña, por qué ya no viene a verme? -Se echa a llorar, mamá procura calmarla y ella añade entre sollozos-: Siempre he sabido que las cosas son como son, Rosa, pero me he callado por respeto. Que te lo diga Amanda.

Jamás hubo nadie llamado Amanda en la familia ni en el vecindario, y tampoco entre las amistades de la abuela en Mataró, al menos a mamá no le consta. Las monjas que la cuidan, y que la oyen gritar de noche ese nombre, no sabían al principio qué hacer ni qué pensar, pero ahora ya no le dan importancia. Y es inútil preguntarle, indagar sobre la tal Amanda. Debe ser un extravío de la memoria, la ceniza de un sueño o de una emoción remota, el aroma tal vez de una vivencia juvenil o de un secreto deseo. En cualquier caso, esas expectativas siempre renovadas de la abuela sobre Amanda tienen fascinado a David.

– Por favor, Tecla, no llore. Mire quién ha venido a verla -dice mamá mientras se dispone a cortarle las uñas con todo el mimo-. Acércate más, hijo, y háblale.

Al acercarse a la abuela le viene a las narices el olor salobre de redes expuestas al sol.

– Hola, abuela. Soy David.

Ella nunca le hace caso. No parece verle ni oírle, sus ojos de agua le traspasan el pecho. Parado ante esa mirada que no le alcanza, David no se siente nada bien dentro de su cuerpo, y ésa podría ser quizás la primera vez que tuvo conciencia de ese malestar. Retrocede dos pasos y pregunta a mamá:

– ¿Por qué no me ve?

– Claro que te ve. No tendrá nada que decirte, eso es todo.

– No, la abuela no quiere verme. Yo sé que no quiere verme.

– Debes tener paciencia con ella, hijo. La pobre no sabe dónde tiene la cabeza. Prueba otra vez a decirle algo, anda.

David da nuevamente dos pasos, se planta ante la abuela e insiste. Hola, abuela, soy yo. Soy David. Y el silencio por respuesta, y los ojos líquidos que no le tocan. Poco después la abuela pregunta al aire:

– ¿Conoces el cuento de la Reina desnuda?

– El Rey -dice David-. Era un Rey, abuela.

Como si no le oyera, ella prosigue:

– Me lo contaron de niña y aún me acuerdo. En ese cuento, todo el mundo ve pasar por las calles del pueblo a la Reina vestida con ropas muy bonitas, y la única persona que la ve desnuda es una niña que va en bicicleta…

– Un niño -corrige David, interrumpiendo el relato-. Y no va en bicicleta. Y no es la Reina desnuda, abuela, sino el Rey desnudo.

– ¿Quién anda por ahí? -inquiere la anciana.

– Es su nieto David -sonríe mamá con tristeza, mientras frota suavemente la frente y las sienes de la abuela con el pañuelo mojado en agua de colonia-. Qué bien huele y qué fresquita, esta colonia, ¿verdad, Tecla?

– ¿Cómo se te ha ocurrido montar en una bicicleta de hombre, niña? -dice la abuela-. Te vas a caer y te harás daño.

Y así todo el rato. Y en las visitas siguientes acompañando a mamá, más de lo mismo, la abuela cada vez más acabada y más ida y David más desconcertado y más transparente. Y después siempre, ya cuando él y mamá se han despedido y se alejan por el pasillo, durante un trecho oyen todavía su voz repitiendo el sonsonete, ¿y Amanda, por qué no viene Amanda?, dirigido ahora seguramente a sus ancianas compañeras de habitación, tan fuera ya de este mundo como ella.

Algunas noches un viento que viene del lado del barranco bate furiosamente puertas y postigos que ya nunca se abren en casa del otorrino, despierta chirridos de goznes herrumbrosos y de maderas que han muerto, y trae rumores de árboles y frondas que fulminó el rayo o arrasó la expansión de la ciudad hace años; se oyen remolinos de hojarasca, sirenas de barco en la niebla y silbos en todas las esquinas heladas del mundo. Y las aguas insomnes y remotas que labraron el torrente vuelven a pasar lentas y silenciosas y llevan ojos muertos y manos cercenadas, brazos y piernas de celuloide y ropita de muñeca, zapatos viejos y aparatos de radio con las tripas fuera.

David se despierta en su camastro gritando, y en el acto ese grito se instala en sus oídos, alborotando, y ya no se va. La luz de la luna entra por el ventanuco y baña la oreja del doctor P. J. Rosón-Ansio. David se incorpora sobre un codo en el lecho, entorna los párpados y se encara a Joe Louis que le mira desde la pared, agazapado detrás de sus guantes de púgil y de sus gruesos labios negros.

Yo también tengo las orejas machacadas, también a mí me silban, dice Joe Louis. Aguanta, chaval.

Después David consulta la gran oreja sonrosada y los textos explicativos del entorno, cada cual con su bonita letra cursiva de color rojo y con su flechita indicando una zona del apéndice acústico, pero no hay la menor referencia a su extraña percepción, ninguna explicación a esa maldita y sensitiva dolencia.

Con los ojos aún semicerrados, ve entrar en el antiguo laboratorio al especialista cordobés con su bata blanca, la montera en la cabeza, el espejito en la frente y el capote doblado en el brazo, tapándose la cornada del vientre.

¿Por aquí le entró la tremenda cornada?, se oye preguntar David.

¿De qué tremenda cornada me hablas?, dice el otorrino con la voz afilada de los toreros.

La del toro.

¿Qué toro, muchacho?, inquiere el doctor mirándole ahora con expresión severa.

Cuál va a ser. El toro que lo cogió a usted en la plaza. Usted era un torero que llamaban «El Otorrino» de Córdoba, y una cornada limpia lo mató en la plaza de Badajoz.

El doctor P. J. Rosón-Ansio frunce el ceño y sus fúnebres cejones negros se despliegan en posición de vuelo.

¡Qué torero ni qué narices! ¡¿Serás idiota, niño?! ¡¿Tú crees que ningún matador en sus cabales se haría llamar «El Otorrino»?!. ¡Pues vaya, qué poco respeto! Has de saber que a mí no me mató ninguna cornada de ningún toro.

¿Ah no? Usted perdone…

Ocurre que yo serví en el ejército republicano y los nacionales me encerraron en la plaza de toros de Badajoz, y allí me pusieron este capote y esta montera y me cortaron las manos, y luego el 8 de agosto del 36 me ametralló un oficial del general García Valiño junto a varios cientos de desgraciados como yo. ¡Así que basta de bromas y más respeto!

Con gesto repentino y furioso el otorrinolaringólogo se desprende de montera y capote arrojándolos al suelo y enfoca el espejito frontal sobre la cara entre soñolienta y pasmada de David para preguntarle:

¿Has visto por aquí mis guantes de gamuza?

Se dispone David a contestar que los guantes todavía deben estar sobre el velador del salón, en la parte deshabitada, y que precisamente papá pensaba probárselos mientras bebía una copa de coñac sentado allí cuando la bofia lo fue a buscar y escapó por los pelos, añadiendo que el otro día al verlos el inspector Galván creyó que esos guantes eran de papá; pero observa que el doctor esconde apresuradamente en los bolsillos de su bata las manos cortadas, y se compadece y calla, prefiere no hablar de guantes. De pie junto al camastro, el otorrino hunde los muñones en los bolsillos hasta casi romper la tela, mirándole con una mezcla de afecto y curiosidad.

¿Por fin me va a auscultar, doctor?, dice David.

Vamos a ver, vamos a ver…

Por favor, auscúlteme bien. Me gustaría tener una buena salud, una salud de hierro, porque tengo muchas cosas que hacer en esta vida, y el puñetero zumbido…

Hum. Veamos. Intenta describir ese zumbido. ¿Cómo es?

No sé… Yo me lo imagino como un escape de gas en la espita abierta de una farola.

¿Has oído alguna vez el silbido de un escape de gas en una farola?

La verdad es que no, ahora que lo pienso…

Entonces ¿por qué te lo imaginas así?

Será por eso, porque nunca lo oí. A veces también me lo figuro como un rumor de lluvia muy fina, y otras veces como una moto que corre muy lejos muy lejos.

Humm. ¿Cuándo empezaste a hablar solo, muchacho?

Fue después que se me metió el grillo en la cabeza… Sabes muy bien que no es un grillo. Cuéntame exactamente qué te pasó.

Primero fue igual que si me entrara el mar en los oídos, dice David excitándose al poder contarlo. Como cuando acercas una caracola a la oreja y oyes el mar de verdad. No pensé que era nada malo, doctor, no me asusté ni nada. ¡El mar en mis oídos! Pero lo segundo que sentí fue peor. Le cuento. Estaba yo ese día agachado en el fondo del barranco, donde los desperdicios, en compañía de Paulino, y tenía en cada mano la mitad de un disco roto que acababa de encontrar, Arrullos de amor por Rina Celi, y me lamentaba de que no tuviera arreglo la voz rota, esa que dice cuando escucho tu voz que parece un arrullo de amor etcétera, encajaban bien las dos mitades del disco, pero ni modo de pegarlas, joder, ¿ni con sinteticón?, dijo Paulino, ¿ni con pegamil?, ni con pegamillones, gordi, le dije yo, y fue una lástima porque quería regalárselo a mi madre, que siempre está cantando esta canción tan boba y además el disco parecía nuevo de trinca…

Me estabas hablando del zumbido en los oídos, dice el doctor P. J. Rosón-Ansio con la barbilla sobre el pecho y la expresión ceñuda.

Ah, sí. No es como el de Juan Centella, se apresura a aclarar David. Ojalá fuera como el suyo, que le avisa de los peligros…

Al grano. Qué pasó con el disco.

¡Pues que tuve que soltarlo porque de pronto me dio como un calambre! Tenía una mitad del disco en cada mano y sentí la voz estrangulada de esa cantante que me subía por dentro de los brazos y se metía en mis orejas, en algún rincón del caracol auditivo, como el de esta oreja que tiene usted pintada ahí de color rosa. Solté los trozos del maldito disco y me tapé los oídos con las manos, ¡hostia puta, qué es esto!, grité, ¡qué cosas más raras pasan dentro de mis pobres orejas! ¿Se me habrá metido una abeja, o un grillo? ¿Será la sirena que anuncia otro bombardeo? ¿Un caza Spitfire cayendo en picado? ¿El silbido atomicio sobre Hiroshima? Pero mucho antes de oír todo eso, me entró el silbido de otra clase de bomba. Cuando era pequeño. Fue el silbido de aquella bomba al caer lo primero que se me metió en los oídos, doctor, y ya nunca se fue. Desde aquel día, los ruidos no han cesado. A ratos es como si rasgaran una seda dentro de mis orejas, o como hace una ola cuando se retira suavemente de la arena y vuelve al mar. O el zumbido de un ventilador. Ahora ya conozco todos los ruidos. Y luego tiempo después un día se me metió un grillo en cada oreja, o mejor, un enjambre de abejas. Hay días que tengo una pajarería en el coco, doctor. Eso en el mejor de los casos, cuando esa puñeta se hace más o menos soportable, porque a veces se produce bruscamente un cambio, una subida de tono, llega de forma imprevisible y entonces lo que tengo en la cabeza es un estruendo, una pesadilla. Nunca sufro nada de eso en medio del griterío del Campo de la Calva, por ejemplo, cuando estoy con la pandilla de la calle Verdi, o en el cine con Paulino dándome la tabarra, o escuchando sus maracas o la música de la radio; rara vez la subida de tono me sobreviene cuando más la temo y la espero, por ejemplo con los petardos de la verbena de San Juan o yendo en tranvía o en el metro, y no sabía por qué hasta que un día lo comprendí, fue el día que mi jefe, el fotógrafo de bodas y bautizos, me estuvo gritando un buen rato porque le había extraviado unas fotos y acto seguido yo me encerré en el silencio rojo del cuartito del revelado, y allí dentro me di cuenta: no es que el cabrón del grillo se calle a ratos, ocurre simplemente que un ruido más fuerte anula su chirrido, lo ahoga. Por eso el silencio de la noche me aterra, doctor. Ahora por ejemplo, estoy fatal. Y por eso empecé a hablar solo.

Humm. Tú crees que hablas solo, pero en la mayoría de los casos no es así, dictamina el otorrino. Estas patologías de oído engañan al más pintado. La causa podría estar en las cervicales, aunque yo no creo en los diagnósticos demasiado complacientes con la realidad. Hay en esta dolencia un componente misterioso que debemos respetar. Te enseñaré unos ejercicios muy sencillos de cuello y hombros. ¿Es grave, doctor?

No es hereditario. También podríamos considerar una terapia de silencio bajo control en la cavidad timpánica, pero éstas son sutilezas que ya han sido estudiadas con resultados poco satisfactorios… ¿Qué es lo que tengo, doctor? Una flor venenosa crece en tus oídos, muchacho. No hay remedio conocido para esos ruidos y zumbidos, debes aprender a convivir con ellos y a domeñarlos, a manejarlos, a trampearlos. Debes engañarles y confundirles, o ellos acabarán contigo. Haz como que no oyes. Atiende a otras voces y llamadas, recoge otros vientos, otros ecos. Ahoga el silbido de la serpiente con otro ruido más soportable. Porque ya para siempre, hasta que mueras y el plomo de la nada se funda en tus oídos y te regale una eternidad de silencio, esos ruidos irán contigo y perforarán tus días y tus noches como los gusanos barrenan la tierra bajo el verde césped. Habrás de defenderte con uñas y dientes, muchacho. Recuérdalo siempre que mires mi oreja colgada en esta pared. Buenas noches.

La siguiente visita del inspector Galván es tan inesperada como extraña, primero por la hora, casi de noche, y segundo porque dice encontrarse de paso y llevar algo de prisa, sólo quería saludarla, no se inquiete, alega como excusa al plantarse ante ella con la mayor pachorra y ninguna prisa. El encuentro tiene lugar en la pequeña explanada entre la puerta de noche y el barranco, mamá ha terminado de recoger la ropa en el tendedero y, antes de cargar con ella, se ajusta el albornoz sobre la barriga y ve acercarse al inspector. Su pelo color rojo zanahoria recién lavado y el blanco albornoz se distinguen entre las primeras sombras de la noche, pero lo más llamativo, según el posterior comentario de una vecina que andaba cerca, sería el trato que le dispensa al policía, su comportamiento tan atrevido, tan sorprendente en una mujer discreta como ella. Lleva el cesto de la ropa en la cadera y el inspector se ofrece a cargar con él, pero la pelirroja rehúsa, se para en los tres escalones, se vuelve y mira a su acompañante con los brazos en jarras.

– ¿Sabe usted doblar sábanas?

El hombre se queda mirándola, indagando en el rostro de la gestante alguna señal que le aclare el sentido oculto de su pregunta.

– Celebro que esté de broma, señora…

– De acuerdo, usted celebra que esté de broma. Pero, ¿sabe usted doblar sábanas?

Otro silencio del inspector y más fijación en su mirada inquisitiva y tranquila, casi risueña.

– Por supuesto -dice por fin-. Mi madre me enseñó.

– Entonces -dice ella inclinándose sobre el cesto-, no le importará echarme una mano -saca una sábana, le tiende al inspector dos puntas y retrocede de espaldas agarrando las otras dos-. Ya hablaremos de las fechorías del señor Bartra otro día, si es que ha venido para eso. ¿Le parece?

Agitada con fuerza entre ambos, la sábana ondula y se tensa, luego va plegándose poco a poco y juntándoles, va acercándoles el uno a la otra hasta rozarse las manos. Cuatro veces, por lo menos. Había cuatro sábanas en el cesto.

Lo haría tal vez por simple curiosidad frente a los extraños signos de la demencia senil, por ganas de bromear o quién sabe si por compasión, nunca sabré por qué lo haría, pero el presentimiento del mañana que siempre asoma a sus grandes ojos rubios, esa pulsión secreta de su alma que habría de fatigarle hasta el fin de sus días, ese deseo de perfeccionar el inevitable acontecer anticipándose a él mediante un retoque, un subrayado que lo haga más evidente, un domingo del pasado mes de junio lo empuja decididamente hacia el Asilo y lo planta ante la abuela Tecla con un ramillete de margaritas en la mano.

– Hola, abuela. Soy Amanda.

La anciana está postrada en la cama y desde allí le observa durante unos segundos. Cierra los ojos y sonríe ligeramente. Luego fija la mirada en el arañazo de la rodilla y guarda silencio.

– Tu nieto dice que no quieres hablar con él -dice David.

– Yo no tengo ningún nieto. ¿Por qué no has venido antes a verme?

– Dice tu nieto que no le quieres.

Ella no aparta los ojos de la rodilla rasguñada y tintada de yodo.

– Te has caído de la bicicleta. Te lo dije. Te previne.

– No es nada -responde David. Observa que dos de las tres ancianas que comparten la habitación con ella no están en sus camas-. Mira, he traído unas margaritas.

– Has vuelto a caerte de esa dichosa bicicleta, a que sí. No me mientas.

David piensa la respuesta un rato.

– Bueno, pues sí.

– ¿Qué le pasó a ella?

– ¿A quién?

– A la bicicleta. ¡A esa bicicleta de hombre!

De nuevo David medita la respuesta.

– Ah -dice finalmente-. Se pinchó una rueda y se rompió el sillín, pero ya lo arreglé. Normal, abuela.

– ¿Es normal que se rompa el asiento de una bicicleta?

– Pues sí. -David piensa rápido y añade-: El asiento y el plato y los pedales y lo que sea. Yo pude saltar a tiempo, pero la bici chocó contra una alambrada de espinos y se rajó el cuero del sillín.

Prodiga esos pormenores porque ha observado que, cuantos más detalles adornan el suceso, mayor es la atención que le dispensa la abuela.

– La próxima vez ten más cuidado, podrías haberte quedado coja. Eres muy traviesa, Amanda.

– Qué va, yo sé cuidarme.

– ¡Y una puñeta, sabes tú! Recuerda el dicho: se coge antes a un cojo que a un mentiroso.

– Se dice al revés, me parece…

– ¡No me contradigas! -clama en medio de alguna dificultad para respirar-. Te pasa lo que te pasa por montar en una bicicleta que no es para ti. Porque es una bicicleta de hombre. ¿Lo sabes, verdad, niña, que vas por ahí montada en una bicicleta de hombre?

– Lo sé, abuela.

Inmóvil a su lado, David se deja mirar. Ya no se siente transparente ni anónimo ni indefenso ante su mirada, y aunque intuye muy próximo el fin de la abuela y le impresiona bastante su rostro decrépito en el hueco de la almohada, no puede evitar un vago sentimiento de plenitud, una súbita conciencia de futuro. En realidad la abuela lleva días muriéndose y él jamás habría imaginado que los ancianos se podían morir así, parloteando y embrollando y saboreando quién sabe qué ensoñaciones y recuerdos.

– Siéntate aquí, a mi lado -tantea su cara y sus cabellos, coge su mano y añade-: Llevas el pelo muy largo.

– Me han dicho que cuanto más largo lo lleve, menos me silbarán los oídos.

– Mentira. Te has vuelto no sé cómo, niña -dice la abuela con la voz melindrosa-. ¡No bajes los ojos, mírame! ¿Adonde ibas con la bicicleta de tu padre, sentada en ese sillín tan alto y enseñando lo que las niñas no deben enseñar? Contesta.

– No me acuerdo, abuela.

– Pues yo sí. -Se le pone una bruma azulada en el ojo semicerrado, y añade-: Se oía la música de un organillo al otro lado del torrente, o al final de la calle, ahora no sabría decirte. A mi edad, la mitad de las cosas se me olvidan y la otra mitad resulta que las he soñado, eso me dicen las monjitas… Toda mi vida no he sido más que una remendona de redes secándose al sol en la playa. Que no las rompieron los delfines, no, sino las hélices de aquel gran avión que cayó al mar delante de casa. Ese día, tú ibas en bicicleta a ver la música del organillo…

– Abuela, la música no se ve. -¡No me interrumpas! Sé lo que me digo. Y otra cosa: esta blusita que llevas no me gusta. Tienes la azul, que es más fina y está casi nueva. El azul es un color de confianza, es el mejor en estos tiempos, tenlo presente… ¿De qué color es la bicicleta?

Observa David una pupa negra en el labio superior de la abuela.

– Es de color rojo.

– Píntala de otro color. Es un consejo que te doy. La boina roja puedes llevarla, una boina es una boina, pero ojo con los colores naranja y rojo para según qué cosas. Amarillo, pinta la bicicleta de color amarillo y nunca te caerás al suelo ni te harás daño ni te pasará nada malo.

– Nada malo ha de pasarme, abuela -sonríe David-. Tengo piernas atomicias y ojos heterodinos. Soy una niña superheterodina, ¿sabe?

– Anda ya, no seas presumida.

No es una pupa lo que ensombrece el labio, es una mosca y emprende el vuelo. Su rostro palidece y de vez en cuando tiene hipo. A la abuela le crecen pelos en las orejas. ¿La visión y la proximidad de estas pequeñas miserias repugnarían a Amanda, o quienquiera que sea la persona que debería estar aquí, arrugaría esa niña fantasmal la nariz ante la suave catipén del camisón de la abuela, se pregunta David, ante el olor rancio de sus cabellos amarillentos y de su piel ajada, puesto que hoy mamá no está a su lado para frotarle el cuello y las sienes con agua de colonia?

– En qué piensas, Amanda.

– En nada.

– Te aburres.

– No, abuela.

– Ya te puedes marchar, si te aburres. Pero antes de irte, moja el pañuelo con unas gotas de colonia y dámelo.

– Claro. Deja que yo lo haga, abuela.

Ignoro si mi hermano advirtió a tiempo que quien visitaba a la abuela Tecla no era él, sino su imaginación: era un simulacro, una mezcla de travesura infantil y de gentileza, la encarnación fugaz de un espejismo que empezó como un juego, un estar allí con ella sin estar, complaciendo un desvarío mediante otro desvarío.

Por iniciativa propia y solo, sin que mamá se entere, acudirá al Asilo dos o tres veces más, vestido de Amanda. Algunos domingos irá en compañía de mamá, pero en estas visitas se siente menos que nadie, pues metido en la piel de David, la abuela sigue empeñada en no verle ni oírle. Sin recobrar el escaso conocimiento que le queda, a finales de mayo, poco antes de que el inspector Galván diera señales de vida, la abuela sufre otra embolia y fallece.

Tres días después, cazando lagartijas a pleno sol con Paulino y con Chispa, David encuentra entre las basuras del barranco los pedales rotos y el sillín de una bicicleta. El sillín es puntiagudo y estrecho, de bici de hombre, y el cuero está rasgado. El soporte metálico y el tubo están oxidados y la herrumbre tiñe las manos pero el cuero, a pesar del desgarro, permanece lustroso y conserva su color de cobre bruñido.

Volvamos un poco atrás, hermano. Este recorte de una revista que has clavado en la pared de tu cuarto, esa foto del piloto de combate junto a su avión estrellado, ¿de dónde salió, y qué tiene que ver con mamá?

Deberías saberlo, ranita asquerosilla. ¿No dices que siempre vas con ella a todas partes, no presumes de estar siempre tan cerquita de su corazón y sus secretos, de sus ansias y temores? ¿Lo ves como te pasas el día chupándole la sangre a la pelirroja y no te enteras de nada? ¿Lo ves como eres un chulito y un pardillo, y acabarás igual de cenizo y mentiroso que ese poli que nos persigue?

Lo que veo ahora son pequeñas fogatas en la noche. David quemando papeles en el lecho pedregoso del torrente, al atardecer. ¿Por orden de mamá? Ocurrió la víspera de ese día que dejamos que el inspector se nos colara en el chalé hasta el fondo y viera la foto del aviador y dijera oiga, señora, no debería usted permitirle a su hijo adornar las paredes de su cuarto con escenas de guerra y con muertos, algo así dijo. La hoguera fue por orden de mamá, en efecto.

El día anterior, después de hacer limpieza en el armario ropero de su cuarto, al caer la tarde, la pelirroja está sentada al borde de la cama con tres cajas de zapatos rebosantes de fajos de cartas y postales, viejos cuadernos escolares y recortes de diarios y de revistas junto con algunas fotografías ovaladas y amarillentas de abuelos y bisabuelos y parientes que nunca vamos a conocer. Durante más de dos horas se dedica a remirar y a releer y a romper fotos y papeles pacientemente, con gesto cansado y melancólico, a ratos obstinadamente crispado: algunos papeles los deja en cachitos. Después remete todo en las cajas, apretujándolo con el puño. Queda una tercera caja, pero ya se ha cansado y no llega siquiera a abrirla, y llama a David.

– Toma, hijo, llévate todo esto y quémalo ahí afuera.

– ¿Qué es? ¿Temes que el guripa lo encuentre? ¿Crees que puede comprometer a papá?

– Creo que en esta casa hace falta una limpieza a fondo. Eso es lo que creo.

Fuego devorando papeles: una imagen recurrente en la memoria familiar. La abuela Tecla quemando documentos y libretas y billetes de banco en la casa de Mataró, frente al mar, papá quemando libros y revistas en el barranco, carpetas y carnets y folletos, y también la tía Lola y el tío Pau en el patio de su casa en Vallcarca… Fogatas en la noche, fogatas y caras serias reflejando una luz diabólica. David se agacha de espaldas al flanco oriental del barranco, la caja de cerillas en la mano y sobre su cabeza las raíces al descubierto, resecas y enrevesadas, de una higuera muerta. Acaba de amontonar el contenido troceado de las dos cajas, y encima arroja el de la tercera que mamá no ha tocado. Antes de raspar el fósforo recoge algunos cachitos de papel rayado que se habían esparcido y por curiosidad descifra restos casi ilegibles de palabras, coletillas de afanes y sentimientos tronchados por los desgarros del papel y con dos caligrafías distintas, una en tinta azul y otra en tinta violeta: volver a verte… noche sin fin… el espigado y simpático aviador… aquellos besos… the invisible worm… única esperanza… a la mierda con las banderas y a la mierda con el país del alma… That flies in the night… Imposible leer una línea entera y David abandona.

En el instante de acercar la cerilla encendida a los papeles, el habitual zumbido en los oídos se convierte en el ronquido de un avión de caza cayendo en barrena. Brota el fuego y David advierte en el acto la mirada displicente del piloto antes de ser alcanzado y devorado por las llamas; está el hombre incorporándose en lo que parece la portada de una revista gráfica cuidadosamente plegada que ahora se despliega por efecto del calor, mientras un fuerte olor a gasolina se esparce en el aire. Con riesgo de quemarse la mano, David rescata la imagen del incendio y sopla rápidamente los bordes chamuscados de un cielo de plomo donde se alza una columna de humo negro. Ante él se convierte en cenizas el montón de palabras, mientras observa al piloto aliado ya puesto en pie delante del fuselaje de su Spitfire en llamas: ni la menor señal de sentirse a punto de morir, ni herido ni amedrentado, ni de que vaya a encogerse para esquivar las balas. La cazadora de cuero es formidable. En las comisuras de la boca sostiene una corta boquilla de marfil, y las manos, chulescamente apoyadas en la cintura, lucen la piel negruzca y humean un poco; aún sujeta los guantes de piel que acaba de quitarse. El gesto relajado y la mirada insumisa y tranquila que dirige al objetivo parecen querer desentenderse del mundo arrasado de aquí abajo, del sombrío entorno sembrado de ruinas y de la crispada violencia contenida en la escena misma de su apresamiento, esas metralletas a punto de vomitar fuego sobre su pecho. La impresión gráfica de la foto, con sus colores tiernos, no revela un excesivo paso del tiempo. Presumiblemente derribado en suelo francés -se lee en un poste roto: Roubaix 12 Km.- y enfocado por un fotógrafo de guerra en el instante de ser apresado, permanece junto a su maltrecho avión, detrás de una alambrada, con su flamante cazadora de cuero abrochada y las gafas en lo alto de la frente, y mira al que le mira con ojos burlones y la cara tiznada y una sonrisa que es la sonrisa de alguien que todavía está volando, piensa David al guardarse la foto entre el pecho y la camisa, alguien cuyo avión ha sido abatido, pero no su ánimo ni su confianza en la victoria, no su espíritu combativo que sigue volando en lo más alto, por encima de las nubes y más allá de las tormentas con relámpagos y la artillería, donde siempre brilla el sol…

– Así fue como encontré al piloto de combate.

– ¡Ondia, qué emocionante! -exclama Paulino al serle mostrada la foto-. Hay que ver las cosas que te pasan desde que tienes averiada la trompa de Eustaquio. ¿Me dejas que te la examine?

No sabría hablar de ti sin hablar contigo, hermano. Me cuesta mucho desenredar tu voz de la mía, y solamente lo consigo a ratos, cuando tu verbo golpea imprevisible y airado y se impone veraz y urgente, testimonial y único, por ser la resonancia cabal de un tiempo que ya para siempre será un refugio imaginario para los dos.

Ya le tenemos aquí otra vez. Ahí viene.

Le tengo mucha tirria a ese guripa, dice David. ¡Se hace el longuis, pero es un fullero!

¿Y qué dice mamá? Juraría que ella no opina lo mismo, hermano. ¿Cómo crees tú que lo ve?

Ella lo que ve es un policía cuarentón y bastante bien parecido que a veces se comporta como si andará despistado y que no parece muy contento con sus obligaciones, un hombre alto y de hablar pausado, que a ratos intenta ser amable. Así es como ella ve al guripa, según David. Un tipo malcarado, tristón y solitario, seco en el trato y cargante y a saber si con muertes en la conciencia, pero no se le ve un animalote como tantos otros, me dijo ella un día, no debes tenerle ningún miedo.

– ¿De veras dijo eso tu santa madre? -entona Paulino Bardolet agitando las maracas.

– Sí. Entonces le comenté lo del tranvía, pero dijo que eso fue una desgracia, y que lo había olvidado.

– La pelirroja hace buenas migas con todo el mundo.

– ¡Que lo había olvidado, fíjate! ¡Grrrr…!

Hay caras que, si no las quieres olvidar, conviene mirarlas con mal ojo -responde quién y dónde? La voz de humo de nuestro padre en el barranco? La voz de la abuela Tecla aconsejando a mamá desde su lecho de muerte? La voz de rana de Chester Morris o de Paul Muni en la penumbra del Delicias? La del propio David previniendo males mayores?

En cualquier caso, la jeta del inspector Galván no merece tal vez esa percepción tan aviesa y cautelosa. Pero mi hermano lo había sentido así desde la primera vez que, plantado en la puerta de la noche, se había enfrentado al hielo azul de su mirada y a la espuma de su voz, una salivación del habla que atenuaba una persistente ronquera. Y ahora otra vez, en mitad de la calle:

– Tú, chaval. Tú, sí. El de las melenas. Atiende un momento.

Envarado y parsimonioso, con una lastimera condescendencia en la mirada, con largas pausas antes de cada pregunta, un silencio negligente que puede resultar más temible que las preguntas, así es como el inspector indaga en las caras medrosas de la gente buscando señales del pasado, la marca de los desafectos; pero tanto si capta esas señales como si no, no deja entrever ningún sentimiento que altere su talante aplomado. Siempre con su traje marrón bastante sobado, sus gastados zapatos de dos colores y el nudo de la corbata negra flojo bajo la nuez prominente, a veces con el sombrero en la mano y abanicándose, su perfil aguileño husmea en las tabernas el rastro etílico y verboso de Víctor Bartra, ciertamente facilísimo de detectar, vaya, cómo negarlo, quién no vio alguna vez al cantamañanas de Bartra en este mismo mostrador soltando carcajadas y trasegando coñac y blasfemando más de la cuenta, quién no le oyó despotricar temerariamente contra todo, no sabría decirle, oiga, contra esto y aquello y lo de más allá, pero ya hace tiempo de eso, sí señor inspector adiós que usted lo pase bien. Era el verano de la bomba de Hiroshima y toda la mañana una llovizna pringada iba calando las azoteas grises y los solares yermos y poniendo marrón la blancura de la colada sobre las matas de ginesta al otro lado del barranco, las vecinas comentan verás tú cómo se va a trastornar el tiempo y la atmósfera y las frutas y verduras, dicen que afectará a las embarazadas y a la menstruación de las niñas, mira tu perro, muchacho, esta lluvia pequeña y caliente y erizada de luz lo está matando al pobre, le está royendo el alma y los huesos, mira cómo se arrastra debajo de la mesa.

– Sal de aquí y defiéndete, Chispa.

Resoplando, el perro deja caer la cabeza entre las patas.

– Pierdes el tiempo, hijo. No le quedan fuerzas ni para morirse -dice mamá-. Con el favor que me haría. Hay que ver cómo me está poniendo la casa, cómo me hace la santísima el pobre animal.

– ¡Te va a oír! ¿No tenías que ir al mercadillo a por ropa? Si para de llover te acompañamos, madre. ¿Verdad que sí, Chispa?

Diariamente David le lava los ojos al perro con agua de tomillo hervida, le da una cucharada de leche condensada, le cepilla el pelo y le susurra a la oreja dulces mentiras, qué bien hueles, qué buena cara tienes hoy, perrito valiente, mañana iremos al mercadillo y a correr al parque Güell, y mientras estés conmigo no tengas miedo que no te vas a morir, aquí estamos seguros, aquí nunca llegará el hongo venenoso de la bomba atomicia ni su onda expansiva y achicharrante, nuestro barranco es un buen refugio.

– ¡Que te crees tú eso, guapín! -dice Paulino-. ¡Millones de megarratones vienen ya por el aire y lo arrasan todo! ¡Ni la sombra de tu perro quedará! A mí no puede pasarme nada porque soy un niño superheterodino…

– Cierra el pico, gordi. ¿No ves que te puede oír?

– Ostras, chaval, tienes un corazón de oro.

– Y tú un culo de porcelana y te lo van a romper cualquier día.

– Calla, calla, no digas eso, que mañana me toca afeitar al tío Ramón.

– No pensarás ir. No serás tan capullo.

– Qué remedio. ¡Jolín, me mata si no voy!

– Tienes que escapar de esta ratonera, Pauli.

– Sí, pero cómo. Dime qué debo hacer.

– ¡Córtale una oreja con la navaja! ¡Métele el salacot por el culo!

– Qué cosas tienes. ¿Sabes qué te digo, niño? -canturrea Paulino al son de las maracas-: Tú sigue el camino de las baldosas amarillas, que yo seguiré el mío…

– Estás hecho un buen capullo.

Mi hermano David. La cara pequeña, los ojos grandes y redondos color miel, el mentón suave, los cabellos de trigo y el corazón de oro. Está parado en la esquina frente al mercadillo de Camelias y sujeta la correa de Chispa con más delicadeza que sujetaría su propio cordón umbilical, y no digamos el mío si mamá se lo pidiera en una emergencia, Dios no lo quiera. Paulino se guarda las maracas entre el pecho y la camisa, a modo de tetas. El perro se echa jadeando a sus pies, sobre la acera mojada. Un poco más lejos, erguido en el bordillo, con la trinchera sobre los hombros y las manos en los bolsillos del pantalón, el inspector Galván observa a distancia el trajín de las mujeres, la pelirroja entre ellas, en torno a los tenderetes de ropa barata para niños. Ha dejado de lloviznar, pero el aire de la tarde está impregnado de humedad y aumenta el bochorno.

– Mírale -gruñe David-. Es él.

– Está mirando a tu madre con ojos de besugo…

– Fíjate en su cara. Tiene una cara como si acabara de recibir alguna hostia.

– Parece un vendedor de plumas estilográficas y relojes falsos -dice Paulino, primera vez que le ve.

– Y un huevo. Se dedica a espiar a mi madre de noche y de día. La sigue como un perro. Y mató a un hombre por ella, yo lo vi.

– ¡Córcholis!

Sólo acierto a ver a Paulino Bardolet como una especie de barrilito con patas y cabeza pelona, cachazudo y afectuoso, un poco bizco y de manos blancas y jabonosas.

– Lo lleva escrito en la cara -dice David.

– ¡Cuidado, que ahí viene!

Su trinchera verde llena de cintas y hebillas y botones, que tanto gusta a David, huele suavemente a ceregumil.

– Tú, chaval. Tú, sí, el de las melenas. Atiende un momento.

– Qué quiere. No hemos hecho nada malo, sahib.

El poli enciende un cigarrillo con su mechero.

– No empieces con tus gansadas. A ver, dime una cosa.

– ¿Por qué no invita, sahib?

– Si te portas bien.

– Gracias, sahib.

– No he dicho que te lo dé.

– No, sahib. A sus órdenes, sahib.

– Basta de bobadas. -Mira el cigarrillo entre sus dedos fijamente, como si por un instante no reconociera sus propios dedos ni el cigarrillo-. Dime una cosa…

– El capitán Vickers cabalga al frente de sus lanceros hacia las colinas de Balaklava -dice David-. Media legua, media legua, media legua. Qué más quiere saber.

– Su alteza real Surat Khan -añade Paulino sin recochineo, sin énfasis alguno-, poderoso Emir de todas las tribus del Suristán, es salvado de las garras de un tigre gracias a un certero disparo del capitán Vickers.

– La ponen en el cine Delicias esta semana -aclara David.

– Ya está bien de chunga. Quiero preguntarte algo -dice el inspector apartando la vista para fijarla de nuevo en la pelirroja y seguir sus movimientos al otro lado de la calle-. ¿A tu madre le gusta el café?

– ¿Cómo dice el sahib?

– Si toma café. Si puede tomarlo, vaya.

– Ya me preguntó eso, ¿no se acuerda?

– Pues te lo vuelvo a preguntar.

David lo mira sin saber qué responder. Sin duda el guripa sabe que la pelirroja está delicada de salud, que ha tenido problemas con la presión sanguínea y quizás había pensado invitarla a un café-café. Sigue mirando al otro lado y calla, pero David observa que sus labios se mueven aún sin hablar, y que la punta de la lengua asoma en ellos con frecuencia, como si buscara o eliminara restos de algún sabor. Tiene el labio superior musculoso y bien dibujado, con una diminuta cicatriz vertical, un pliegue oscuro que le da un aire desdeñoso a la boca. Permanece David sin responder cuando Chispa, despatarrado sobre la acera, suelta todo el aire retenido en la barriga, o quién sabe dónde, y parece que se ríe. El aire sale por la boca y suena como el pitido de una cafetera, debilitándose poco a poco hasta acabar en una especie de maullido.

– ¿Lo oye usted? Mi perro maulla como los gatos. Mírelo. Marramiau…

– Te he hecho una pregunta.

– ¡Pues vaya una pregunta, oiga! Ningún poli haría una pregunta como ésa, ya se lo dije una vez…

– Contesta.

– Bueno, ella dice que el médico le prohibió el café y el azúcar. Pero la verdad es que, cuando tiene café, lo toma, y cuando no, pues achicoria, como todo quisqui. Así de sencillo. Café de recuelo, no se vaya usted a creer que somos ricos. Churritos calientes, nata y cosas por el estilo es lo que más le gusta a la memsahib, ya se lo dije… Y ahora perdone, pero mi perro quiere mear… ¡No, qué haces, bonito, no debes oler los zapatos del sahib guripa!

Es casi inaudible el aullido del animal al recibir la patadita suave del inspector, más para sacárselo de encima que otra cosa, y rabiosa y clara la voz de David al tirar de la correa, ¿no ve que el pobre está casi ciego, hombre?, y placentera, dulce y grávida la silueta de la costurera pelirroja examinando con parsimonia unos retales en el tenderete, allí está mi madre, alta, blanca, sofocada por el calor y risueña con su ligero vestido floreado de tantos veranos, el borde de la falda un poco levantado por delante y el paraguas negro plegado bajo la axila, el pañuelo malva ceñido a la cabeza dejando escapar unos rizos rojos en las sienes, todas esas cosas que, una por una, con precisión fotográfica, la mirada persistente del inspector Galván ha registrado ya cuando David le ve dar media vuelta y alejarse, y en el suelo Chispa deja escapar aire nuevamente como si fuera un pellejo.

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