Lo mismo que el recuerdo de algunas vivencias personales que nos habían parecido imborrables, la memoria de aquello que hemos visto con la imaginación, porque no alcanzamos a vivirlo, también se hace borrosa con el tiempo, también se desgasta. Un instante apenas, aquí, junto a la inolvidable y nunca vista mata de margaritas que todavía no se ha marchitado, y ambos se desvanecen en el aire mientras intercambian un saludo convencional, el inspector Galván con el cigarrillo en los labios y una mano apoyada en la pared, la otra en el bolsillo de la americana o tocándose levemente el ala del sombrero, siempre un poco envarado y galante, y nuestra pelirroja con el hombro apoyado en el quicio de la puerta, la mirada lánguida y la mano yerta y paciente sobre el delantal que cubre su barriga.
– Uf. Usted otra vez.
– No la molestaré mucho rato. Hace mucho calor. ¿Cómo se encuentra hoy, señora Bartra?
– Regular solamente. Éste se ha pasado todo el santo día con hipo. Habrá tragado mucha agua -y sonríe al añadir-: En eso por lo menos no se parece a su padre.
– Está de broma.
– ¿Usted no sabe que en el útero los bebés tienen sed y tragan y tienen hipo como nosotros? ¿No? Pues ahora ya lo sabe.
– Vaya. Es usted una mujer como no hay otra.
Se preguntará ella por enésima vez si es prudente invitarle a pasar, y me gustaría poder decirle que no, no lo hagas, mamá.
– Chitón y pórtate bien… Hablo con el niño -aclara y añade-: Inspector, usted sabe algo de mi marido que no me quiere contar.
– ¿Qué le hace pensar eso?
– Muchas cosas. Su manera de comportarse conmigo… Sabe que estoy en lo cierto. Venga, confiéselo.
Apenas un instante apresado fugazmente, como en un parpadeo premonitorio de los ojos de mi hermano saliendo del oscuro cuchitril de revelado del fotógrafo Marimón con las uñas amarillas y el corazón furioso, mucho antes de llegar a casa y viendo ya la mano del policía removiendo otra vez tontamente las margaritas, oyendo ya el timbre de la puerta del consultorio antes de que el dedo pulse el botón y viendo a mamá abrir esa puerta antes incluso de oír el timbre, todo eso para llegar y quedarse merodeando al otro lado de la casa, entre el barranco y la puerta de noche. Seguro y firme al borde del abismo, solo o en compañía de Paulino y sus maracas, demora lo más que pueda volver a casa porque sabe que el poli ya está aquí obsequiándola por ejemplo con dos pastillas de jabón de olor que acaba de sacarse de un bolsillo de la americana, mientras del otro saca una bolsita de torrefacto, y, haciendo caso omiso de los reparos de ella, que se resiste a aceptar los obsequios, con mal disimulada sequedad dice cójalo usted y haga el favor de callarse, señora Bartra, yo sé lo que le conviene. La vida está muy difícil… Y se queda allí de pie junto a la mesa camilla, alto, corpulento, tieso como si se hubiera tragado una escoba, mirando a mamá como queriendo entender algún enigma en sus palabras o en su aspecto, como deseando ponerse de acuerdo con ella en algo importante o tal vez solamente esperando oírle decir siéntese, haga el favor, precisamente acabo de hacer un poco de café del que usted me trae… ¿Dice que no hay novedad? No puedo creer que una policía tan eficiente como la que tenemos, con su reconocido olfato para cazar peligrosos anarcosindicalistas y rojos separatistas, no haya avanzado nada en este asunto, y que usted todavía esté en Babia.
Trae del aparador otra taza con su platillo, la deja en la mesa camilla junto a la suya y se sienta frente a él, dispuesta a sacarle lo que sepa del asunto que a ella le interesa. Después de llenar su taza, se sirve nuevamente.
– Debería usted controlarse un poco con el café -opina el inspector-. Es un excitante. No sé si hago bien proveyéndola de tanto café…
– La verdad es que me viene de perilla. Hay días que al levantarme de la cama, si no puedo tomarme una buena taza de café, no valgo para nada, no carburo, que dice mi hijo.
– La creo. A mí me pasa igual.
– Dos terrones, ¿verdad?
El inspector mira la mano de la pelirroja suspendida sobre los terrones de azúcar, parece dudar.
– Dos.
– Yo medio, el médico me ha prohibido el azúcar -bebe un sorbo y vuelve al tema que le interesa-. Así que nada de nada. Pero, ¿ni siquiera un indicio, por mediación de algún confidente? Ustedes se sirven de confidentes habitualmente, ¿no?
– Así es.
– ¿Me invita a un cigarrillo rubio? Haga el favor. A través de la espiral azul del humo, la pelirroja guarda silencio y observa al inspector. Una ansiedad mal controlada sofoca su voz.
– Gracias.
– Ustedes, los de la Social, saben algo de mi marido y no me lo quieren decir.
– ¿Qué le hace pensar eso?
– Seguro. Habrán verificado todo lo que desmentí respecto al expediente, y seguro que ya saben más cosas.
Después de un instante de vacilación, el inspector admite que hay noticias, pero alega que no está autorizado a reveladas, y que en realidad carecen de interés. Que no son en absoluto malas noticias, añade, de modo que no debe preocuparse. Víctor Bartra se halla todavía en paradero desconocido y presumiblemente bien de salud, eso es todo lo que él puede decir al respecto.
– ¿Cómo sabe usted que se encuentra bien?
– Sabemos dónde ha estado escondido estos últimos meses. Lo sabemos con toda seguridad. Y es de suponer que le va bien.
– ¿Dónde ha estado? ¿Y por qué supone que le va bien?
El inspector tarda un poco en responder, y cuando lo hace, una flema malhumorada y con su punto de tristeza se le enreda en la voz.
– No puedo decirle más, por ahora. Prometo informarla puntualmente en cuanto me sea posible. Le repito que todo va bien, mejor de lo que usted se imagina… Ahora, si me lo permite, quisiera hablarle de otra cosa…
Sentados a la mesa camilla, platicando bajo la luz mortecina del atardecer que entra por la ventana, tomando café y fumando con una parsimonia artificiosa y delicada, preconcebida y de algún modo hasta cómplice, como si en esa creciente penumbra del recibidor-comedor improvisado en un antiguo consultorio médico estuvieran ambos parodiando a sabiendas y en secreto un rito social proscrito, formas abolidas de convivencia y entendimiento: la ilusión engañosa, hoy lo sé, de futuro, cuando ya no queda futuro para ninguno de los dos y persiste en torno el desgaste de los afectos. Es la hora en que muere la tarde y las sombras invaden los hogares del barrio con extraña morosidad, con una puntual y familiar aflicción, sobre todo si es domingo.
El carmín intenso en los labios de mamá y otro cigarrillo entre sus dedos. Mira al inspector de refilón cuando él enciende una cerilla por segunda vez. Al inclinarse sobre la llama con el pitillo en la boca, él tamién se inclina y percibe, seguro que lo percibe intensamente, el aroma de sus cabellos limpios y rojos recogidos en la nuca en un desbaratado moño.
– A propósito -dice el inspector después de soplar la cerilla-. ¿Por casualidad ha visto mi mechero por aquí?
– ¿Lo ha perdido? Pues aquí no. Lo habría visto. ¿Cuándo lo echó en falta?
– El día que me llevé al perro. Me fastidia mucho. Se me caería a saber dónde, suelo quitarme la americana y dejarla por ahí… Lo he buscado por todas partes y no aparece por ningún lado -añade un tanto atolondradamente.
– Si lo ha buscado por todas partes -dice mamá con su tonillo de chunga-, habría aparecido en algún lado. Se expresa usted de manera muy divertida, inspector.
– Bueno, yo no he sido maestro de escuela, no hilo tan fino. La verdad es que lamento mucho la pérdida del mechero, era un regalo de mi hija.
– ¿Tiene usted una hija? -dice mamá con la voz neutra y los codos en el aire, recogiendo con los dedos un manojo de pelo rojo encrespado en la nuca.
Así, al hilo del Dupont extraviado y esa hija a la que el inspector se ha referido por vez primera, ella sabrá cosas de este hombre que nunca pensó que podrían despertar su interés. Sabrá que la niña se llama Pilar y es hija única y va a cumplir quince años, y al rato sabrá también que el inspector enviudó hace cinco años y acaba de cumplir cuarenta y dos, que vive no muy lejos de aquí, en la calle Miguel Sants, más arriba de la plaza Sanllehy, y que antes de ser funcionario de policía había sido catador de vinos.
– ¡No me diga!
– ¿Le sorprende? Pues sepa que es una profesión muy respetable… Aquí donde me ve, aún sería capaz de determinar la fluidez y consistencia de un vino -añade con una chispa de orgullo en los ojos- con sólo inclinar la copa y dejarlo reposar.
– ¿Ah, sí?
– Si no se pega al cristal, es un vino ligero. Si resbala como una lágrima, despacio, es un vino consistente…
– Vaya -sonríe mamá-, creo que todo eso habría interesado a mi marido… -su voz se debilita, se lleva la mano a la frente, cierra los ojos-. No me haga caso. A veces me dan ganas de reírme de todo…
– ¿Se encuentra bien? -dice el inspector.
– No es nada -bebe un sorbito de café-. Siga, por favor.
Cuando estaba estudiando todo eso sobre los vinos, le explica, aún no había ingresado en el Cuerpo y tenía novia, una chica de Algeciras que servía en la misma pensión donde se alojaba él, en Madrid. Se había matriculado en Enología y Viticultura porque quería ser catador de vinos, su padre era capataz de unos viñedos en Valdepeñas. Se casó y durante unos años todo fue bien, nació la niña el día del Pilar y por eso se llama Pilar, pero luego con la guerra vinieron todos los males, su padre y su hermano mayor emprendieron un viaje a Burgos con el dueño de las bodegas y parece que se toparon con una patrulla y nunca más se supo de ninguno de ellos. Llega por fin la paz y regresa a Valdepeñas, pero se encontraba sin trabajo y además al poco tiempo enviuda y se queda solo con una niña de diez años, enemistades y deudas, un rosario de desgracias, así es la vida. Por recomendación de un coronel de los Servicios de Información, a cuyas órdenes había estado en Burgos, pide el ingreso en el Cuerpo de Investigación y Vigilancia, que muy pronto se convierte en la Brigada Político-Social, es destinado primero a Bilbao y poco después a Barcelona, adscrito a la VI Brigada Regional…
– En fin, no sé por qué le cuento todo eso…
– Déme otro cigarrillo, haga el favor.
– El último. Ni se le ocurra pedirme más, por hoy al menos.
Después, escudada detrás de las volutas de humo azul, ella le observa con curiosidad mientras habla. Sobre la mesa camilla, junto a Guerra y paz y el cenicero puesto encima, detrás de las tazas y la cafetera de porcelana, la lámpara de pantalla amarillenta ya encendida compite con la luz del ocaso en la ventana, y la voz del inspector es ahora apagada y áspera, algo meliflua a ratos, pero su postura en el sillón sigue sin perder la envarada tensión interior, sentado en el borde y como a punto de irse a la menor indicación. Seguramente cree llegado el momento cuando ella suspira y se levanta con fatiga y dice voy por mis píldoras. Al volver del dormitorio se sienta de nuevo con gesto cansado y una mueca resignada de dolor o de fastidio, y, viéndola así, repentinamente abatida y vulnerable, pero hermosa a pesar de todo, él ha de pensar qué sola y atribulada y qué infeliz debe sentirse esta mujer en no pocas ocasiones, por supuesto sin atreverse a decirlo.
– Ya lo ve -dice ella, como si le adivinara el pensamiento-. Ahora mismo mi marido podría estar aquí conmigo, y sin embargo no está, ni siquiera sé dónde para. Pero, ¿sabe usted una cosa?, cuando de noche, en sueños, tanteo su brazo para apoyarme en él, siempre lo encuentro.
El inspector asiente y farfulla roncamente todo irá bien, señora, esta mala racha pasará, sintiéndose repentinamente irritado consigo mismo por no acertar a expresarse mejor y lamentando en secreto la violencia soterrada de su voz. Acaso por vez primera, el poli siente las palabras en su boca como si destilaran un ácido. Inclina la cabeza y observa los pies de la pelirroja con sus zapatos de verano formando un ángulo abierto en torno a la ausencia de Chispa.
– Por cierto, aún no me ha dicho qué pasó después que me llevé el perro. Cómo se lo tomó su hijo.
– No se lo puede usted figurar. Muy mal. Ya sabía yo que le iba a afectar mucho.
– Es comprensible. Estos animales se hacen querer. Se le pasará, no se preocupe.
– Dice que si puede usted devolverle el collar y la correa. Y quiere saber dónde lo enterró.
– Bueno, lo dejé todo en manos del veterinario. Creo que hay un servicio municipal de recogida de animales muertos, y en tal caso… Me enteraré. El collar y la correa seguramente los tiraron. Si quedaron allí, los traeré.
– A David le haría ilusión conservarlos.
– Eso demuestra que el chico tiene sentimientos -dice él, y vuelve a notar en la boca la herrumbre de las palabras.
– De todos modos creo que nos hemos equivocado, inspector.
– ¿A qué se refiere?
– No debí hacerle caso. Hemos convertido a ese pobre chucho en una víctima. A David no se le va de la cabeza.
– ¿Una víctima de quién? Le estamos dando demasiada importancia a una cosa que no la tiene, señora Bartra. Se trata de un animal, sólo eso.
– Las víctimas, sabe usted, ya sean animales o personas, se instalan en la memoria y acaban siendo un incordio… ¿No está de acuerdo?
El inspector parece no haber oído. Da vueltas a la caja de cerillas entre sus dedos.
– El chico olvidará -dice poniendo ahora una mayor convicción a sus palabras-. Es ley de vida. Se lo ha tomado a la tremenda, y sé muy bien por qué. Ha sido por haber intervenido yo, porque yo la ayudé a deshacerse del animal. Por eso ha sido -y no dice más. Se ha prohibido a sí mismo exponer crudamente lo que sabe y lo que piensa de David, al menos por el momento. Está secretamente satisfecho de su discreción en este asunto, íntimamente ufano de su cuita por evitarle a la pelirroja una pena y una vergüenza, se siente el poli como si estrenara un sentimiento nuevo, una emoción desconocida-. De todos modos habrá que estar atentos -añade al rato-, no sea que el disgusto por la muerte de ese perro le lleve a cometer un disparate. Convendrá usted conmigo que el chico es algo especial, un pelín farsante, y con un carácter…
– Es un buen hijo. No olvida a su padre, se gana su semanada y me va a por el racionamiento, aguanta las colas que le echen y me ayuda en las faenas de la casa… ¿Qué más se puede pedir?
– Sí, eso está muy bien. Pero una niña habría sido para usted de más ayuda. Digo yo, no sé lo que usted esperaba… Recuerdo que mi mujer, que en gloria esté, deseaba una niña durante el embarazo, siempre dijo que sería una niña. Y fue una niña.
– Yo no deseaba nada. Yo era una mujer soltera -dice ella con la mayor indiferencia, mientras con la mano intenta enderezar la maltrecha pantalla de la lámpara.
A su lado, el esbelto florero de cristal color violeta, vacío, muestra una grieta finísima en forma de relámpago que lo recorre de arriba abajo. La radio apagada tiene un aire torvo, y el hule de la mesa grande está gastado, no hay nada en el entorno que sea relevante ni merecedor del menor comentario, y sin embargo, bajo la mirada serena pero firme y posesiva de ella, todo adquiere repentinamente otro aspecto. Llevándose la mano atrás, ahora intenta acomodar el cojín entre su espalda y el respaldo, cuando siente la tensión de la piel del vientre y se le escapa un gemido. El inspector se levanta en el acto.
– Permítame -ya tiene el cojín en sus manos y lo está ahuecando con cierta premura mal controlada.
Si este hombre se atreviera a formular verbalmente la angustia que le causa la menor señal de sufrimiento en el rostro o en la voz de mamá, si hubiese dejado entrever sus sentimientos alguna vez en el transcurso de una de estas primeras tardes, estoy por decir que tal vez me habría compadecido de ambos y me habría acurrucado muy quietecito en mi rincón para no molestar. Pero lo único que hace ahora es pegarle puñetazos al cojín y colocarlo de nuevo en su sitio. Ella se recuesta despacio agarrada a los brazos del sillón y diciendo:
– No sé si hago bien quedándome tanto tiempo sentada. El médico dice que me esté en la cama. Figúrese, con el trabajo que me espera… Es verdad que le tengo mucho miedo al embarazo hipertrófico.
– No sé qué es -dice el inspector.
– Cuando el feto no se desarrolla ni se echa fuera. Conozco a una mujer que llevó dentro un embrión durante quince años.
– Caramba.
– Se acabó el café -dice ella apurando en la taza del inspector lo que quedaba en la cafetera. Observándole con el rabillo del ojo, añade
– : No me mire así, inspector. No me gusta que me compadezcan. Seguro que se está preguntando cómo se las apañará esta mujer, sola y preñada y con mala salud, para sacar adelante a su hijo y llegar a fin de mes cortando y cosiendo falditas y blusitas, a veces a la luz de una vela… Pues mire, ni yo misma lo sé.
El inspector medita unos segundos lo que va a decir.
Bueno, ha recibido alguna ayudita, señora Bartra. Y lo celebro.
– ¿Alguna ayudita, yo?
– Sí, usted, no se haga de nuevas… En su día hablé con el acomodador del cine Delicias, que fue amigo de su marido. El hombre estaba muy enfermo. Admitió que por mediación suya, Víctor Bartra se comunicaba regularmente con usted. Al parecer su marido dejaba o hacía llegar cartas al buzón del tal Auge, y supongo que la ayuda venía por ahí.
– Es cierto -dice mamá-. Me llegaban cartas y algún dinero, pero Víctor nunca me hizo saber dónde estaba. Y el dinero, bien poquito.
– ¿Sabe usted de dónde procedía ese dinero? -Pues no.
– ¿Quiere saberlo?
– No… Además, esto se acabó mucho antes de que ustedes detuvieran al señor Auge y lo ingresaran en el Hospital del Mar.
– Lo sé.
Ahora la pelirroja mira al inspector con extrañeza, como si no diera crédito a sus ojos.
– Usted lo sabía hace tiempo… Sabía que Víctor me hacía llegar algún dinero. ¿Por qué nunca me preguntó nada sobre este asunto?
– No le di importancia. Ni siquiera lo he consignado en mis informes -dice el inspector consultando su reloj-. Además, usted misma lo ha dicho, esos contactos se acabaron hace tiempo. Aunque yo que usted no me preocuparía mucho, seguramente su marido encontrará otro medio de enviarle noticias, y acaso también algo de dinero.
– Ojalá, pero no lo creo -dice mamá secamente, algo tensa, levantándose del sillón-. Pero si así fuera, no espere usted que se lo diga.
– Ni yo se lo pediría -dice el inspector levantándose también-. Puede estar tranquila en cuanto a eso, señora Bartra. No se hará nada que pudiera perjudicarla, ni a usted ni al chico -dice con una voz ahora trabada y tabacosa, que le sale del pecho más que de la garganta-. Tengo que irme. No se moleste, haga el favor -añade tendiéndole la mano.
Pero ella ya está junto a la puerta y allí estrecha su mano con aparente desgana y los ojos bajos, que ocultan una zozobra inoportuna. No parece una mala persona, vaya, no lo es. Al abrir la puerta y dejarle pasar, nota la voz y el aliento del inspector muy de cerca.
– Gracias por el café -dice él parado en el umbral-. Y acuérdese de mi encendedor.
– Volveré a mirar, pero seguro que no lo perdió en casa…
– Lamento que su hijo no esté. Me habría gustado explicarle que el sacrificio de su perro fue lo mejor para todos. Y que no sufrió.
– Otro día -sugiere la pelirroja, con los ojos todavía en el suelo.
– Sí -dice el inspector apartándose de ella, cruzando por fin el umbral-, otro día.
El callejón es como un brazo encogido y sarnoso desgajado del barrio en su extremo más oriental y más despoblado, y a veces, cuando lo transito acurrucado en mi burbuja, yendo o viniendo de la consulta en la Maternidad o de los tenderetes del mercadillo, parece que hasta los gatos lo hayan abandonado. Agosto es un mes que huele a chamusquina por los cuatro costados, nunca me gustó. El corro de chavales sentados en una esquina dirías que no se ha movido de allí en todo el verano y que sigue desovillando la misma enmarañada aventi de siempre bajo el sanguíneo esplendor de una buganvilla, pero David ya no la escucha ni la habita, esa aventi hace tiempo que lo abandonó y ahora él va caminando solo por la calle con las manos en los bolsillos y una margarita en el pelo, siempre con su aire friolero y entumecido a pesar del calor, siempre con esa pinta de niño extraviado en el bosque pero atento a una voz que le guía en la oscuridad, nadie pensaría que camina con un grillo criminal en los oídos y una nube de sangre en el horizonte, indiferente al vecindario y a las consabidas habladurías, pero no a las voces; porque detrás de los dimes y diretes sobre la costurera y el fugitivo señor Bartra había siempre el plañido de una derrota común, la música machacona y triste de un agravio compartido por muchos, y esa música es lo único que él escucha.
Los domingos el callejón se anima y mi hermano pasa rápido evitando el trato de las vecinas deslenguadas y sus preguntas insidiosas, sus conocidos meandros para entablar conversación y tirarle de la lengua con falsas zalamerías, David, guapo, ¿ya sabes que pronto vas a tener un hermanito?, ¿dónde está tu padre?, ¿y qué le quiere a tu madre un día sí y otro también ese policía tan alto y bien plantado?, y a ti, bonito, ¿qué te gustaría ser de mayor?
Shirley Temple con sus tirabuzones de putilla viciosa.
Se ríen de la ocurrencia con la boca torcida. No deseo extenderme aquí sobre este asunto, no sabría, sólo dispongo de rumores -si mi hermano me oyera, me mataría- y en esos rumores me baso. Me habría gustado comentarlo con mamá cuando su pulso latía con el mío, cuando sólo podía escucharme con el corazón. Puesto que eso nunca fue posible, prefiero callarme lo que pienso. Sólo diré que David, cuando se lo proponía, era dulce y cariñoso y el mejor amigo de sus amigos. Si no que lo diga el aprendiz de barbero, el gordito de las maracas.
– Es verdad -dice Paulino con la voz llena de mocos y sangre-. Eres el único que no se pitorrea de mí. El único.
– Yo es que me pitorreo de otra manera. Digan lo que digan, no pareces una nena. Ni de lejos, Pauli. Así que no te hagas ilusiones.
– Claro, con mi cabeza rapada… Tú sí que tienes un pelo bonito. Ma-ra-vi-llo-so.
– ¿Me pagas el cine? Ya no puedo entrar gratis, ahora hay otro acomodador.
– Si nos la pelamos juntos, mañana te invito. Ponen una de miedo.
– ¿Tienes dinero? ¿Cuántas barbas has hecho hoy?
– Trece.
– El número de la mala suerte.
– Mejor trece que doce, chatín.
En cuclillas, las maracas en la espalda sujetas con el cinturón, el gordo Paulino esgrime su navaja barbera. David le hace una seña. Antes que la lagartija se deje ver tomando el sol sobre las piedras, antes incluso de salir de su escondrijo, David ha oído sus patitas removiendo la tierra y ha visto su palpitante vientre lechoso y sus ojitos girando como bolitas de acero entre el agobio herrumbroso de los párpados. Aquí la tienes, dice, y cuando sale y se queda quieta bajo el sol, Paulino se acerca despacio y le echa la mano gordezuela encima, la sujeta y de un tajo le corta el rabo sobre la piedra. Luego la suelta.
– Lagartija, qué bonita eres, lagartija -entona Paulino-. La naturaleza ha sido generosa contigo.
– ¿Qué chorradas dices?
– Lo he leído en El libro de la selva. Mientras observa agitarse el rabo en la palma de la mano, David se agacha para atarse el cordón del zapato y entonces oye nuevamente y con toda nitidez el disparo y el último, lastimero aullido de Chispa. Media legua sería, media legua arriba en el mismo lecho del torrente, más allá de las huertas. La secuencia se despliega entera ante sus ojos en menos de un segundo: primero oye el tiro, cuyo eco baja por el torrente y resuena, apagado, aquí en el barranco, después ve el orificio de la bala en la cabeza, el horror de la sangre y el desplome en tierra de aquel pobre saco de huesos, y finalmente vislumbra también la pequeña tumba todavía improvisada al amparo de la oscuridad, un montoncito de arena húmeda en el mismo cauce del torrente. El emplazamiento de la tumba no acaba de verlo claro, pero desde ese día no conseguirá apartar de sus ojos el fogonazo del disparo ni quitarse de encima el olor de la pólvora. De pronto se incorpora como impulsado por un resorte, dejando el cordón del zapato sin atar. Desgraciado hijo de puta, dice y lo busca con los ojos de miel enrabietados.
– ¿Qué pasa? -dice Paulino-. ¿El fantasma de tu papá otra vez?
David se vuelve despacio dejando abierta la puerta de los sueños.
– Quién sabe -lo presiente cerca y en cuclillas, arrimado a los helechos que peina el viento en la orilla, empinando el codo con los pantalones bajados y dos rajas en el culo, la una soltando sangre, que apenas puede atajar con el pañuelo, y la otra dejando asomar un buen cagarro-. Está cagando y arreglando cuentas con el pasado -susurra con la vista en el suelo-. Para llorar, chaval. ¿O no? Se lava la herida y el ojete en la corriente de agua cuando baja arrastrándolo todo a su paso con furia…
– ¡Hala, vaya trola! -exclama Paulino-. ¡Pues no hace tiempo ni nada que por aquí no baja el agua con esa furia que dices!
– Que te crees tú eso. Si te tiras un pedo, verás salir burbujas. Yo las he visto salir del culo de mi padre. Qué vergüenza, ¿no? -David ve una mariposa de alas amarillas posada en una mata de espliego-. ¿Te vale esta mariposa?
– No -dice Paulino-. Recuerda lo que dijo el curandero pirado del Cottolengo: mariposas amarillas con una pinta roja en cada ala.
– Todavía no he visto ninguna. Venga, se acabó la caza. Vámonos al Delicias.
– Hoy no. Mañana, en la matinal. A las ocho tengo que estar en casa del tío Ramón, así que nos encontramos a las diez en la puerta del Delis.
– ¿Cuándo le cortarás los huevos al legionario con esta navaja tan fermi que tienes? -dice David-. ¿Cuándo dejarás de ser un cagueta, gordi?
Los brazos animosos de la pelirroja se levantan al cielo para tender la colada y su piel mojada recoge toda la luz de la mañana. Ya son eternas estas mañanas radiantes que imagino alcancé solamente a presentir en la tensión esperanzada de su vientre y en las pulsiones de la sangre, en el secreto estremecimiento de su sensualidad dormida, en el zumbido de las abejas en torno a ella y en el olor de la lejía perfumando el aire, y no me olvido de la proximidad silenciosa y expectante del policía, que ya en ninguna de sus visitas deja de traernos algo bueno; ninguna noticia todavía sobre el paradero del collar y la correa de Chispa, pero sí un par de botes de leche condensada o la bolsita de trescientos gramos de café tostado, sin moler, o unos panecillos de Viena, o simplemente una rosa blanca de largo tallo envuelto en papel de estaño. ¿Estás segura de querer aceptar esta rosa, mamá? ¿Dónde la vas a poner, si quieres que David no la vea?
– Tú quieto -dice ella con la nariz entre los pétalos.
– ¿Decía usted? -pregunta el inspector.
– Hablo con mi hijo. Creo que el aroma de las rosas lo marea…
Veo a David en su salto al barranco, paralizado un instante en el aire con los brazos en torno a sus piernas dobladas y apretadas contra el pecho, también él en posición fetal pero bajo un cielo azul, y veo la lagartija dormitando en el tronco podrido y abatido de un roble que las aguas de ayer trajeron aquí, y veo las hormigas enfilando y el musgo que verdea en el repliegue de una roca, la zarza que dejó una cicatriz en la cara de papá, su triste nalga rajada y las pálidas lenguas de arena que yacen intactas en el cauce del torrente con su escritura de ondas simétricas y paralelas.
Bajo los ramalazos intermitentes de luz de luna, la peluda joroba del Hombre Lobo se estremece abriéndose paso entre la niebla.
– Ya estás cagado de miedo -susurra David.
– Eso tú -replica Paulino en la oscuridad.
– No entiendo esta perra que te da por las películas de miedo, si luego estás temblando todo el rato.
– Que no es eso. Que es que no me puedo aguantar el asco que me da tragar la sangre de la nariz, y me viene la tos…
– ¡Has ido a afeitar la barba del cafre de tu tío, y él te ha afeitado las almorranas del culete, a que sí!
– Ejem, ejem. ¿Nos sentamos más atrás?
– Cierra los ojos, anda, que ya sale otra vez la luna llena. Y aguántate la tos, ondia, que no me dejas oír.
– Y qué quieres que le haga.
Aparece en pantalla la horrible espalda peluda y un estremecimiento sacude a Paulino de la cabeza a los pies. Tose y escupe en el pañuelo.
– Con lo bien que estábamos -se lamenta David.
– ¿Qué quieres decir? -farfulla Paulino con la voz gangosa, como si la sangre bloqueara su nariz y su garganta.
– Pues que ahora que ya se me iba el silbido de serpiente, o casi, porque irse nunca se me va del todo, ahora empiezas tú con la tos. ¡Así cómo voy a enterarme de la peli!
– Es que tengo la napia llena de sangre por dentro, qué quieres que le haga.
Encogido en la butaca, mira a su amigo con el rabillo húmedo de sus grandes ojos bizcos. David recordaría siempre esas miradas en la oscuridad del Delicias buscando comprensión y consuelo para sus terrores, sobre todo para el más íntimo y secreto de ellos, no el que en la pantalla le causa la luna llena asomando tras las nubes viajeras, o los aullidos del Hombre Lobo anunciando otro espantoso crimen en las nieblas del pantano, sino el otro pavor que se tiene a sí mismo empuñando la navaja barbera.
– Estás temblando, gordi.
– ¿Ya se ha transformado en lobo? No quiero verlo.
– ¡Serás panoli! Cierra los ojos.
– ¿Qué pasa ahora?
– El señor Talbott se ha extraviado en el pantano.
– ¡No quiero verlo, no quiero!
Su respiración es un burbujeo gutural que compite con los gruñidos del señor Talbott.
– Piensa en un campo de trigo con muchas palabartijas y amapolas -dice David-. Yo lo hago antes de dormirme.
– ¿Y ahora quién está aullando?
– No mires todavía.
Un fuerte olor a linimento florece en el pecho de Paulino y su camisa abierta deja ver el brillo apagado de una medalla de plata. Inclina la cabeza del lado de David.
– ¿Puedo coger tu mano? ¿Me dejas?
– Bueno. Pero un minuto.
– Déjame ver tus uñas. ¿Hoy son marrones o amarillas…? Asquerosillas, mira.
– Ahora manten los ojos bien cerrados si no quieres morirte del susto -David husmea la proximidad de su amigo y arruga la nariz-. Hueles a pierna de futbolista.
– Es el linimento Sloan. ¿No te gusta? Mi tío lo gasta a chorros después de hacer gimnasia -dice con la voz deprimida-. Hoy me ha empastifado las piernas.
– ¿Crees que eso te va a curar? ¿Por qué le dejas hacer, bobo? La primera vez que vi a tu tío lo calé -gruñe David evocando al hombre del labio partido y el salacot blanco que un día vio con la manaza posada en la nuca de Paulino como quien acaricia a un niño que se dispone a vomitar-. Ándate con cuidado. Te dejo apoyar la cabezota en mi hombro, va, si quieres… Ahora quieto. ¿Estás mejor así?
– Un poco mejor.
– Te avisaré cuando debes abrir los ojos, cuando el Hombre Lobo se haya convertido otra vez en el señor Talbott…
– Sí, cuando todo haya pasado.
– ¿O también el señor Talbott te da miedo?
– No… Bueno, si te fijas bien, el tío es casi igual de feo que el Hombre Lobo -al oír la risa de David, Paulino suelta también su risa nerviosa, que acaba en tos, y añade-: No lo hago queriendo, perdona.
– Ya lo sé, cabeza de melón, ya lo sé.
Se corta la película y se encienden las luces, y David aprovecha para ir a los urinarios.
– Te acompaño -dice Paulino.
– No -responde David-. Quédate por si viene alguien y pregunta por mí.
Mientras orina de cara a la pared, pisando una mugre viscosa y leyendo las blasfemias anónimas trazadas a lápiz y a punta de navaja, presiente que Chispa le mira desde alguna parte con sus ojillos tristes medio ocultos entre las greñas, y de pronto se echa a llorar desconsoladamente. Y así permanece un rato, mirando la pared acuchillada y pensando en Chispa, con la pilula fuera, sacudiéndola mientras llora.
En la sala se reanuda la proyección con voces guturales y una música macabra. David se mira en un espejo leproso, restriega sus ojos frenéticamente con el dorso de la mano y regresa junto a Pauli, que con gesto desfallecido reclina de nuevo la cabeza en su hombro olisqueando la tiniebla. ¿Y qué hace David, o qué se deja hacer, mientras pone toda su atención en los desmanes del señor Talbott bajo el influjo fatal de la luna? Se limita de vez en cuando a apartar la cara alejando sus narices del suave olor a azufre que desprende el cráneo afeitado del amigo, evitando su halitosis con resabios de sangre y espasmos de tos apenas reprimida. Hasta que siente la mano tanteando su muslo y la voz empastada:
– Qué piel tan fina. Ni un granito, ni un pelo, nada. I-nol-vi-da-ble.
– Pollas en vinagre.
– ¿Y ese bultito?
– ¿Qué bultito?
– Aquí, en el bolsillo.
– Ah. Un encendedor.
– ¿De dónde lo has sacado? ¿Me lo dejas ver?
– Es un Dupont dorado. Me lo encontré.
– ¡Hosti, nano, vaya chiripa! ¿Dónde?
David medita un instante.
– No te lo digo.
– ¿Por qué no, chatín?
– Porque hay que andarse con cuidado. Si dices la verdad, te descubren enseguida.
– ¿Te descubren enseguida…?
– Además, es un Dupont de pacotilla. Es falso, ¿no lo ves? Aunque a mí me da igual. ¡Míralo, tontolhaba! Esgrime el encendedor ante la nariz tumefacta y, en un gesto muy estudiado del pulgar, levanta la tapa con la yema del mismo dedo, hace girar el eslabón estriado sobre el pedernal y brota la llama en la yesca. Por un breve instante, con el cálido metal del encendedor en el puño y frente a esa llama que atrae la mirada bizca de Paulino, David se siente invencible y eterno. Luego empuja la tapa con el mismo pulgar, ¡clinc!, y la llama se apaga. Desprendiéndose suavemente del foco de luz plateada que emite el proyector, una sombra azul se posa a su lado, en el pasillo lateral.
– Ven conmigo, chaval -dice la sombra con la voz ronca.
Un hombre joven, embutido en un mono sucio de grasa, apoya la mano sobre el hombro de David, lo coge por el cuello de la camisa, lo levanta de la butaca y lo conduce pasillo arriba hacia la salida. David lo mira con el rabillo del ojo: es el proyeccionista. ¿Ha abandonado la cabina y le suple alguien allí en este momento, o es que hoy le toca turno de noche? Topando con la mohosa cortina verde de la entrada, el hombre se para y saca del bolsillo un sobre de carta cerrado y arrugado.
– Escóndelo -dice al entregárselo-. ¿Sabes de qué va la cosa?
– Sí, señor.
David esconde el sobre entre el pecho y la camisa con la misma premura y la misma secreta emoción que cuando lo recibía de manos del señor Auge.
– A partir de ahora -dice el proyeccionista-, me encargo yo. ¿Estamos, chico?
– Sí, señor. ¿Qué pasará con el señor Auge?
– No lo sé. Dile a tu madre que le estoy supliendo en las entregas, pero por poco tiempo. Que tengo otras responsabilidades. Y no vengas a la matinal. El primer sábado de mes.
– El señor Auge se va a morir, ¿verdad? -dice David-. Por eso me regaló su perro.
– Es lo mejor que podría pasarle.
– ¿Al perro?
– A los dos. Pero yo no sé nada. No quiero saber qué contienen los sobres ni de dónde vienen. Los dejan en taquilla para tu madre, eso es lo único que sé. Y tú también. ¿Has comprendido?
– Sí señor.
– He de volver a la cabina. No lo olvides: el primer sábado de mes. Pero no me busques, no subas nunca a la cabina. Yo te encontraré.
– Sí señor.
David se aturulla, un montón de preguntas se atropellan en su boca. Acierta a ver en la penumbra el fulgor de las pupilas del proyeccionista, sus manos sucias de grasa y la punta de un trapo también engrasado que asoma por uno de los bolsillos del mono.
– Usted es Fermín, ¿verdad?
– Ése es mi nombre. Pero no me lo gastes mucho.
– Quería pedirle una cosa. El señor Auge me dejaba entrar en el cine gratis, pero el nuevo acomodador no me conoce.
– Dile que vienes de parte mía y te dejará pasar.
– ¿Puedo traer a un amigo?
– Sí, hombre. Ahora vete y cuidado no pierdas el sobre.
– La peli no ha terminado.
– Está bien. Pero luego a casa pitando.
Un amigo de mi padre, le dice a Paulino al volver a su lado. Nuevamente la luna llena, lenta y emboscada, atraviesa la noche de un extremo a otro de la pantalla, y Paulino cierra los ojos, se estremece y extiende las garras. Ambos se ríen, juegan a ser valientes en la oscuridad y a rebufo de la película, mezclando sus risas con los aullidos del señor Talbott.
– Hay mucho resentimiento hoy en día, es verdad, para darse cuenta basta con salir a la calle y hablar con la gente, pero ese resentimiento viene porque muchos están pagando errores pasados. Quiero decir que casi todo el mundo tiene algo que ocultar… Vivimos una época terrible, señora Bartra. Con sólo decir la verdad, ya le estás buscando la ruina a alguien.
– Cuando habla de la verdad -dice la pelirroja con sorna-, naturalmente se refiere usted a la verdad que sustenta el régimen. Pues mire, ya la conocemos, esa verdad: todos culpables, todos pecadores, todos dignos de lástima y merecedores de penitencia. Ciertamente, así no hay posibilidad de errar al impartir justicia.
– Está pensando otra vez en su marido.
– No, señor, no estoy pensando en mi marido -responde ella mientras llena las tazas de café-. ¿Dos terrones?
El inspector Galván asiente sin dejar de mirarla. Cuando empieza a remover el café con la cucharilla, se decide a hablar con la voz ligeramente impostada, la más suave.
– ¿Sabía usted que hasta hace muy poco yo tomaba mis cafés, en el bar al lado de Jefatura, siempre sin azúcar? Ni dos ni uno ni medio terrón, nada, ni un gramo. Pues bien, ¿recuerda la primera vez que me invitó? Usted me preguntó si lo tomaba con azúcar y yo le dije que sí, todavía no sé por qué. Me di perfecta cuenta y podía haber rectificado, pero no lo hice, y acto seguido usted me preguntó ¿un terrón o dos?, y yo le dije dos, y tampoco sabría explicarle por qué le dije dos… Fue algo muy extraño, y todavía hoy me pregunto qué me indujo a hacer tal cosa.
Después de un silencio, la pelirroja dice:
– Pues usted sabrá.
– Supongo -titubea el inspector- que no deseaba contrariarla.
– Qué tontería. ¿Por qué iba a contrariarme que tomara usted el café sin azúcar, si es así como le gusta?
– Ya le digo, no tiene ninguna explicación.
– En fin, qué más da.
– Es que nunca me había pasado una cosa así -insiste el inspector-. Nunca.
– Bueno, estaría usted distraído, pensando en otra cosa…
– No, no estaba pensando en otra cosa. Es muy extraño lo que me pasó, ¿no cree?
– ¿Por qué le da tanta importancia? -dice ella, empezando a sentirse incómoda.
– No, ya sé que no la tiene. Pero fíjese, uno cree estar seguro de sus gustos, acostumbrado a una serie de cosas, a sus propias manías y rutinas, digamos, ¿verdad?, y un buen día, de pronto… El caso es que desde entonces tomo el café con dos terrones, y no sólo aquí, en su casa, sino también en la mía, y en los bares.
– Vaya.
– ¿Y quiere saber otra cosa? También yo bebía bastante antes de conocerla a usted.
– ¿Ah, sí? ¿Y ahora ya no bebe?
– No. Ahora ya no.
La pelirroja se queda mirando a su invitado un poco confusa.
– Ha cambiado usted de conversación hace ya un buen rato, inspector. ¿Por qué?
El inspector medita lo que va a decir, bajando el tono:
– Porque no le conviene excitarse, señora Bartra. Recuerde lo que le dice el médico.
– Qué sabe usted lo que me dice el médico.
– Sé que tiene usted que medicarse. Sufre hipertensión desde el tercer mes de embarazo, oí comentarios de sus vecinas…
– Confío en que sólo oyera usted eso -sonríe ella a través del humo y el aroma del café, con el borde de la taza rozando su rosado labio inferior un poco descolgado, ansioso del contacto. Bebe un sorbo sin apartar los ojos del inspector y añade-: En fin, esperemos que algún día me traiga usted una buena noticia. Ya sabe a qué me refiero.
Por el momento, lo que el inspector ha traído, cuando ella ya había dispuesto sobre la mesa camilla la bandeja con el café recién hecho, no han sido precisamente buenas noticias; el collar y la correa del perro, que tanto le habría gustado recuperar a David, es casi seguro que se han perdido. El veterinario no lo tiene ni recuerda habérselo quitado al animal, lo siento mucho. Además del habitual obsequio de la bolsita azul de torrefacto y un cuarto de mantequilla, gracias, por qué se ha molestado, este sábado ha traído para David dos tabletas de chocolate pensando con ello atenuar de algún modo su disgusto por la pérdida de la correa y el collar. Pero lo verdaderamente chocante ha sido verle presentarse con una rosa blanca en la mano, medio oculta a la espalda y sostenida sin miramiento, cabeza abajo y con el tallo envuelto en papel de estaño. Tenga, póngala por ahí, ha farfullado con la voz apagada y el gesto apremiante, como si el papel de estaño le quemara la mano. La cuñada de un subinspector amigo mío tiene una floristería cerca de aquí y siempre que paso se empeña en que me lleve una rosa… Le creo sólo a medias, dice ella con una sonrisa mal disimulada. Sintiendo en el fondo de su corazón una punzada de gratitud y de tristeza y de afecto cuyas consecuencias no sabría calibrar, sostiene la mirada del inspector. Éste acaba por encogerse de hombros y recupera la voz ronca: Haga como le parezca. Otro silencio y añade: Si no la quiere, pues a la basura… ¿Cómo viene usted de tan mal humor? Por supuesto que la quiero, dice ella, qué culpa tiene la rosa.
Se trata de una rosa blanca y abierta, casi puedo olerla cuando la pelirroja se la acerca a la nariz. Ahora está derramando su esbelta fragancia en el búcaro de la mesa camilla, entre la lámpara y la radio. ¿Es prudente aceptarla?, le pregunto a su corazón. Mientras la huele otra vez, cabeceo y ella susurra ahora no, por favor, pórtate bien, cerrando los ojos y mordiéndose el labio.
El policía la mira solícito y grave.
– ¿Decía usted?
– Nada. Este demonio acaba de obsequiarme con un revolcón… Pero vamos a lo que le interesa, inspector, a lo que se supone le trae aquí. Mire, se lo repetiré una vez más: usted sabe cosas de mi marido que no quiere que yo sepa.
El inspector se mira las manos con aire taciturno y calla. Sea cual fuere el sentimiento que le trae a casa con tanta frecuencia, movido por una mezcla de compasión y de mala conciencia y de aquella pulsión más íntima ya desde la primera visita, si lo que desea secretamente es que sus silencios resulten más elocuentes que sus palabras, hoy lo está consiguiendo plenamente. Expectante, sin apartar los ojos de él, mamá se agarra al brazo del sillón y endereza la espalda, mientras con la otra mano, sin ningún pudor, sujeta el bajo vientre como queriendo evitar mi caída, o cuando menos otro inoportuno cabezazo en la pelvis. Quieto, cariño, no me atosigues. Estoy velando tus sueños. Una imperceptible sonrisa ilumina la palidez de su rostro, y, sin dejar de mirar al hombre sentado frente a ella, añade en voz alta:
– Ahora debes portarte bien porque el señor inspector tiene algo importante que decirnos.
– Verá usted -empieza él por fin, con la voz enredada en humo y saliva-, no estoy seguro de obrar del modo más conveniente. No quisiera aumentar sus preocupaciones revelando algo que en el fondo no tiene mucha importancia… Preferiría ahorrarle un disgusto.
– ¿Por qué habría de disgustarme? ¿Qué ha pasado?
– Nada que no tenga remedio, supongo -dice el inspector-. Pero usted no está familiarizada con estos procedimientos, y no sé si hago bien… A veces nos llega información que proviene de confidentes, y no siempre son de fiar. Mienten por interés, ¿comprende?, para que se les trate mejor.
– Hable claro de una vez, se lo ruego. El policía reflexiona un instante y luego habla despacio, mirándose las manos otra vez.
– Como ya le dije, sabemos dónde ha estado su marido estos últimos meses. Yo no estaba autorizado a hablar, eso también se lo dije, pero es que además pensé que a usted no le haría ninguna gracia saberlo…
– ¿Qué le ha pasado a Víctor? -Nada, tranquilícese. Está bien, supongo, dondequiera que ahora se encuentre. Pasó que su marido fue la causa indirecta de un malentendido… Pero vamos por partes
– carraspea, junta las manos tocándose los labios con los dedos, como si rezara, y añade-: A mediados de julio, hace ahora dos meses, fue detenido un sujeto, un ex acomodador del cine Metropol, y le fueron intervenidas publicaciones clandestinas y una agenda en la que había anotado las iniciales V. B., y la dirección de una torre en Sarria. ¿Recuerda que le pregunté si conocía a la viuda Vergés, y usted me dijo que no…? -En este punto la pelirroja se dispone a intervenir, pero el inspector se le anticipa-. Usted me mintió, pero no importa, dejemos eso ahora… Bien. El día veinte del pasado mes de julio se montó un dispositivo de vigilancia en la torre de esta señora, y la casualidad quiso que, a los pocos minutos de haber tomado posiciones dos agentes, un hombre saliera de la casa llevando una cartera muy abultada. No había andado ni cinco metros en dirección a la verja del jardín cuando sacó de la cartera una petaca de licor, se paró y se echó un trago al coleto. Era un tipo alto y moreno, la viva imagen de Víctor Bartra. Al cruzar la verja de la calle fue requerido para que se identificara, y su comportamiento levantó sospechas, por lo que fue conducido a Jefatura para ser interrogado. El sujeto declaró ser un vendedor de enciclopedias a domicilio y no conocer de nada a la señora de la torre; dijo que le había mostrado folletos y un volumen de la obra, que ella le había dedicado apenas unos minutos y que no le había hecho ningún pedido. La cartera de mano contenía, en efecto, folletos y catálogos de una empresa editorial, y la documentación del sujeto parecía en regla. Pero había algo irregular en su cartilla de racionamiento, en la firma o en la fecha, y su comportamiento seguía levantando sospechas, de modo que fue interrogado a fondo.
El inspector se toma un respiro y la pelirroja aprovecha:
– Quiere decir que le zurraron.
– Por favor. Hubo un malentendido que propició el propio detenido con sus declaraciones confusas y atolondradas, se asustó y quiso huir, y la cosa acabó en un lamentable accidente. Eso fue lo que pasó. Y eso hizo que su presunta relación con la señora Vergés y con su marido de usted quedara en el aire, pero de ningún modo descartada…
– ¿Qué le pasó a este hombre?
– Aprovechó un descuido de los agentes para saltar por una ventana. Está en el Clínico, en coma irreversible, creo. Fue una imprudencia, un desdichado accidente -titubea el inspector-, o un intento de suicidio, quién sabe… Como le decía, ya no fue posible llegar a su marido a través de este hombre, de modo que la investigación se centró en la dueña de la torre…
– No siga, por favor. ¿Qué tiene que ver todo eso con Víctor?
– Aguarde -dice el inspector-. A eso iba. Ocurrió que este incidente con el vendedor no hizo otra cosa que confirmar las sospechas que ya existían sobre las actividades de la dueña de la torre de Sarria. Yo pensaba que negaría cualquier relación con Víctor Bartra, pero no fue así. Una mujer notable, la tal señora Vergés. Le dio mucha risa saber que habíamos confundido a un simple vendedor de enciclopedias con el señor Bartra…
– ¿Ah, sí? ¿Y por qué le dio tanta risa a la señora? -entona la pelirroja controlando los nervios como puede.
– La señora Vergés admitió conocer bien a su marido -prosigue el inspector después de apurar su taza-. No le importó en absoluto, desde el primer momento, reconocer que él había sido, y era todavía, un buen amigo.
Mamá se acomoda en el sillón y guarda silencio. Después empuña la cafetera.
– ¿Más café?
– Sí, gracias.
– Vaya con la coctelera Angelines -comenta luego de un silencio, dominándose-. Así es como la llamaban los amigos de mi marido. La coctelera. Yo apenas la conocía. Me la presentó un borrachín hace años, en la puerta del Bolero, yendo con Víctor…
– ¿Seguro que hablamos de la misma persona, señora Bartra?
– dice el inspector-. Una mujer extremada, morena, de unos treinta años muy bien llevados, viuda, rica y sin hijos. Vive con su anciana suegra y una cuñada soltera.
Saca del bolsillo la cajetilla de Lucky y la ofrece, ella pinza con las uñas un cigarrillo y lo esgrime con un aire de coquetería y de misterio al acercarlo a la llama de la cerilla. El inspector huele sus cabellos rindiendo el perfil indolente. Pregunta de pasada si por casualidad apareció su mechero. No, ni rastro.
– Antes de nada, sepa usted que durante estos últimos meses su marido no estuvo escondido en ningún lugar del Penedés, ni en La Carroña ni en pueblo alguno de aquella comarca, como quizá le hizo creer a usted…
– ¿Me está diciendo que todo el tiempo estuvo en esa torre? ¿Es eso lo que me está diciendo, inspector? -insiste mamá cerrando lentamente los ojos detrás del humo del cigarrillo.
– No lo sabemos con seguridad. Mi opinión es que sí -dice el inspector, y añade con su habitual tono monótono, desprovisto de toda emoción-: Por supuesto, la señora Vergés negó rotundamente haber ofrecido nunca amparo y refugio al señor Bartra, cuyas actividades subversivas dijo desconocer. Tenía usted que verla. Con la mayor frescura, sin el menor recato, aprovechándose de su condición de persona bien relacionada en la ciudad, inclusive en ciertos estamentos oficiales, me consta, alegó no saber que aquel que había sido gran amigo de su difunto marido estuviese ahora reclamado por la justicia. Que el día siete de abril se presentó en su casa, a medianoche y sin avisar, contusionado y bastante bebido, como si saliera de una trifulca, y que le explicó que había tenido una bronca con su mujer, y que ella le creyó porque sabía que era un hombre muy… ¿cómo dijo?, impulsivo. A partir de ahí no creí ni la mitad de lo que dijo, señora Bartra. Admitió haberle atendido, dijo que lo invitó a cenar y conversaron, y que esa misma noche él manifestó su intención de viajar a Francia de inmediato para un asunto de negocios. Y que ya de madrugada se despidió y no volvió a verle…
– Y bien. Me pregunto por qué no dan ustedes crédito a las explicaciones de esta señora -dice mamá tranquilamente.
Se dispone a añadir algo, pero el inspector se le anticipa:
– Me ha costado mucho decidirme a hablarle de este asunto, señora, y si me lo permite, quisiera terminar cuanto antes -titubea otra vez y añade-: Por su bien, hubiese preferido hablar de otra cosa… ¿Por dónde iba? Ah, sí, decía que la declaración de la señora Vergés fue ésta, en términos generales. Sin embargo, sabemos que no dijo toda la verdad. Es cierto que esa noche lo hospedó en su casa, le curó una pequeña herida en el… parece que aquí en…
– El culo.
– Sí, ahí. Y también es cierto que cenó con él, y seguramente hablaron del viaje a Francia; pero esa velada no fue la última, sino la primera de otras muchas, porque el viaje no tuvo lugar hasta mucho después… Se han efectuado requisitorias discretas, por ser la dama quién es, y hemos conversado con la suegra y con las criadas, las tres habían sido instruidas previamente por la viuda, pero han incurrido en algunas contradicciones. En fin, me gustaría ahorrarle los detalles, señora Bartra… Tenemos razones para creer que fueron tres o cuatro meses los que pasó escondido en casa de esta mujer -precisa el inspector aplastando la colilla en el cenicero con una energía innecesaria-. De abril a primeros de julio. En realidad escapó por los pelos, tuvo mucha suerte. Si hubiéramos dispuesto la vigilancia de la torre una semana antes, habría sido detenido.
– No parece usted lamentarlo -opina ella con una sonrisa demasiado forzada-. Dígame, ¿por qué está tan convencido de que mi marido se escondía en casa de esta mujer?
– ¿Usted no lo cree?
– Yo me inclino a pensar que sí. Es posible. Pero usted, ¿por qué está tan seguro?
– Hay un informe -dice el inspector, y después de una pausa añade-: La verdad es a veces desagradable. Pero eso es lo que hay, señora Bartra.
La pelirroja guarda silencio apretando la taza de café entre sus manos.
– El informe -añade el inspector- no fue incluido en el expediente porque se consideró confidencial, se ve que esta señora tiene buenos padrinos, usted ya me entiende. Pero los datos están ahí… Había una amistad, supongo, y recuerde que esa noche a su marido lo estaban buscando. Digamos que fue a pasar la noche y se quedó unos meses, porque allí se encontró a salvo, digamos… Caray, no se lo reprocho -añade el inspector usando un peculiar tono de chunga, nada convincente-. Seguramente yo habría hecho lo mismo.
– Seguramente.
– Oiga, yo sé que usted esperaba alguna buena noticia sobre su marido, y créame que habría dado cualquier cosa por conseguir esa noticia, porque me hago cargo de su situación. Pero si lo piensa bien, aquella torre no fue otra cosa que un refugio provisional. Para un hombre que huye, cualquier sitio es provisional…
– Se ha hecho tarde y mi hijo está al llegar -dice ella con el semblante demudado y apoyándose en la mesa camilla para levantarse.
Endereza la espalda con una mueca de dolor y su mano sujeta el vientre grávido como si de nuevo temiera el desprendimiento de la placenta y mi caída en las baldosas. Hay en el gesto algo obsceno y tierno a la vez y no ha de pasarle por alto al poli, que se le acerca solícito, y me gusta evocarlo a través de esta amorosa tiniebla porque éstas son las únicas caricias de su mano que perviven en mi piel. No es nada, dice la pelirroja. El inspector apoya suavemente la mano en su hombro. ¿Necesita algo?, siéntese, ¿le traigo un vaso de agua, sus medicinas? Poniendo la mano sobre la mano del policía apoyada en su hombro, ella se ha sentado y lo mira un instante fijamente. La boca entreabierta y carnosa busca el aire y los ojos claros expresan el confuso sentimiento que le inspiran las atenciones del inspector. En un gesto alado y fugaz de la otra mano, él ciñe su frente para tomarle la temperatura. No creo que tenga fiebre, dice sin apartar todavía la mano. Durante un rato la sangre intoxicada de este hombre golpea las sienes de la pelirroja con fuerza, abandonada al bálsamo inesperadamente afectuoso de la palma. La obsesión callada que le transmite esa mano que arde. Cómo la sufre el policía, cómo la sustenta y la controla. Mamá inclina la frente perlada de sudor sobre el regazo, dice este niño, y me piensa mordiéndose el labio y separando un poco las piernas, sé que me piensa, sé que ahora en su profundo temor me configura y concita la esperanza de una vida más intensa y más feliz que la suya. Este niño.
– Ya estoy bien -dice-. Cuando me da estando despierta, no pasa nada malo…
– No la entiendo. Me tiene preocupado, señora Bartra, creo que no se cuida usted lo que debería.
– Las pesadillas son peor que esto, ¿sabe? A veces sueño que mi hijo nacerá con alguna malformación por causa de estos padecimientos… Que algo saldrá mal.
– Tonterías. No pienso escucharla.
– Precisamente hoy he estado pensando en ello y quería pedirle a usted que tenga presente una cosa… Lo he pensado mucho, no crea… Usted sabe que no me queda más familia que mi hermana Lola, y quisiera, en el caso de que me pasara algo, que usted la avisara…
– Nada malo va a pasarle.
– Haga el favor de dejarme hablar. Tiene que prometerme que avisará a mi hermana. Prométame que lo hará. Ya sabe usted que ella no me aprecia, pero no tengo a nadie más.
– Está bien, se lo prometo. Pero no hablemos más de eso. Apoye bien el cojín a la espalda. No, así no… Póngase derecha.
– Es que así descanso más.
– No lo crea. El cojín en los riñones, ahí…
– Lo que usted diga. Pero antes de irse déme otro cigarrillo. Venga, sea bueno.
– No voy a darle ningún cigarrillo. Ya está bien por hoy.
– Haga el favor -sonríe la pelirroja con una pizca de malicia en los ojos-. ¿No cree usted que me lo he ganado?