EL GUSANO INVISIBLE

En cuclillas, David deja escapar la lagartija y coge el rabo cercenado que serpentea soltando su agüilla viscosa sobre el sueño de las piedras. Cierra la hoja del cortaplumas apoyándola sobre la rodilla y abre la palma de la otra mano donde deposita el rabo junto a otro que aún culebrea. No sé qué suerte de soleada inclemencia está cayendo sobre el torrente y sobre las voces sin cuerpo que resuenan aquí. En los recovecos umbríos, algunos cantos cubiertos de musgo parecen estuches. Con sus ínfulas y artimañas de río, pese a no poder exhibir otra cosa que las difusas orillas y el cauce seco desde cuánto tiempo, el torrente simula un rumor de aguas veloces y broncas, empeñadas todavía en manifestarse y arrastrar consigo cualquier desecho que aún quedara enganchado en algún recodo, todo aquello que ya estaba fuera de su sitio, arrumbado e inservible, como la sangre rebelde pudriéndose en el culo de papá.

¿Dónde estábamos, hijo, por dónde íbamos?, inquiere cambiando el pañuelo de mano con el pie apoyado en una roca. Ah, sí. Cuatro días con sus cuatro noches, ése fue el tiempo que nuestro espigado y valiente amigo pasó en casa esperando sus papeles del Consulado. Era en agosto, efectivamente. A pan y cuchillo le tuvimos tu madre y yo en casa durante cuatro días… para enterarme tiempo después que la documentación le había sido entregada a las pocas horas de llegar. Me lo ocultó, el muy pillastre. Sí, lo que oyes. Le veo sentado en el sillón de mimbre junto a la ventana, frente a tu madre, muy formalitos ambos tomando café y conversando amigablemente. Desde un principio se hicieron mucha gracia el uno a la otra. Parecían unidos por una extraña complicidad infantil, una tontuna verbal que les mantenía todo el rato sonrientes y bastante pelmas, y se entendían en un idioma bobalicón que no es de este mundo, unas señas y una lengua que sólo hablan los niños y los locos. Él recitaba versos con su voz nasal e impertinente, y la pelirroja, viviendo como siempre entre dos aguas, la de la fraternidad y la del ensueño, intentaba imitarle en el énfasis romántico y en las ínfulas poéticas y de paso aprender inglés, luego se miraban y seguidamente se echaban a reír. ¿Qué te parece, David? A ver, ¿no crees tú que en situaciones tan extraordinarias, unas personas tan extraordinarias deberían saber estar en su lugar? Ya sé que la vida se compone de momentos insignificantes y de venial palabrería, pero ¡quand même, coño!

¿Qué quieres decir, papá?

Aprende idiomas, hijo. Recuerdo unos versos que el teniente O'Flynn repetía una y otra vez, y que no paró hasta que tu madre se los aprendió de memoria. Por la noche el calor nos sacaba de casa y bebíamos ginebra de garrafa sentados al borde del barranco, bajo las estrellas… En gruesos vasos azules bebíamos hasta la madrugada, aún puedo oler el acre perfume de la ginebra y oír la hermosa voz del teniente.

O Rose, thou art sick!

The invisible worm

That flies in the night,

In the howling storm,

Has found out thy bed

Of crimson joy,

And his dark secret love

Does thy life destroy. [1]

¿Y qué significa, papá?

Hablaban una jerga extraña, ya te lo he dicho, porque ni tu madre sabía inglés, ni él español. De todos modos he de admitir que era un hombre muy culto… Antes de que se largara con viento fresco le pregunté qué llevaba dentro del maletín, que pesaba tanto. Dijo que era una pieza de un submarino alemán, y que tenía que entregarla personalmente en Gibraltar o en Londres. Se trataba de un metal pesado, valiosísimo, me explicó, que tenía forma cilindrica y estrías y cifras en un extremo, y en el otro señales de metralla o de fuego. Un cacharro de sumo interés científico y estratégico para el Almirantazgo.

¿Te lo enseñó?

No quiso.

¿Y tú le creíste?

Me parece recordar que fue la única vez que le creí.

¿Y qué pasó después?, inquiere David.

Se fue. And we'll never see you again?, le dije. Y me respondió: Never is a long time.

¿Qué significa?

¡Puñeta, David, estudia idiomas! ¡Que te enseñe tu madre!

Has dicho que mamá no sabe inglés.

Algo aprendió, algo aprendió… ¿Por dónde íbamos? Ah, sí. Bueno, pues yo hice un trabajo irreprochable con ese piloto, le di cobijo y le protegí mientras esperaba sus papeles, y luego él viajó sin problemas a Gibraltar y después a Inglaterra, y allí se reincorporó a su escuadrilla. Le fue asignado otro Spitfire y en febrero del año siguiente sería derribado nuevamente, esta vez en la región de Calais. Tal cual quedó, con la cara tiznada y las manos quemadas, apareció en la portada de la revista Adler del mes de marzo de hace tres años, exactamente en la edición del 15-3-1942, esa que tu madre se agenció en la salita de una comisaría, mientras esperaba para algún interrogatorio… ¡Menudo vuelo el del intrépido Bryan O'Flynn, desde los horizontes de oro y esmeralda donde habitan los héroes a la pared leprosa de un cuartucho del Guinardó! Bien. Yo entonces ya me había pasado a Francia y actuaba como enlace entre la red de Pat O'Leary y el grupo de Ponzán. Supe que nuestro piloto había conseguido ayuda para escapar y cruzar de nuevo la frontera francoespañola, llegando a Londres vía Lisboa. Con las manos quemadas y deformadas ya no volvió a pilotar ningún caza, y a partir de entonces cumplió misiones de oficial de enlace en África del Norte y en la ofensiva en Alemania. Pasó luego a Servicios Especiales, trabajó un tiempo con un agente del M16 y en Marsella le vi en una ocasión con gente de O'Leary. Recuerdo que llevaba una enorme maleta y le dije en tono de chunga: ¿Qué llevas ahí dentro, Bryan, la proa de un acorazado alemán? Lo último que supe de él, unos meses antes del desembarco de Normandía, es que iba en un bombardero que cayó al Mediterráneo cuando regresaba a su base en el norte de África, seguramente después de alguna incursión sobre Alemania. Había cruzado media Europa con metralla en las alas, y no sólo eso, agárrate, tal como me lo contaron te lo cuento: parece que ese avión volaba con la tripulación achicharrada en sus asientos, seis cadáveres con fuego en la cabina y sin rumbo, planeando a escasos metros del mar, hasta que cayó y se hundió…

¡Yo lo vi caer!, proclama David muy excitado. ¡Yo lo vi! Nadie me creyó, ni la abuela Tecla ni mamá ni la Guardia Civil ni nadie. Y ni la radio ni los diarios dijeron nada, pero yo lo vi con estos ojos. En la playa de Mataró. Era un Marauder B-26, y en el fuselaje habían pintado una chica en traje de baño con la inscripción Forever Amanda. ¿Qué quiere decir?

Lo sabrás cuando aprendas idiomas.

Nadie me creyó pero tú has de creerme, padre… ¡Tú debes creerme!

Te creo, corta papá alzando la botella y mirándola al trasluz. Así que alégrate. ¡Hay que desenmascarar la verdad! Ahora escúchame. También a la pelirroja tenemos que darle una alegría diciéndole la verdad desnuda, ¿no crees? ¿Qué podríamos decirle…? Ya sé. Le dirás que las aguas del torrente se me han llevado la botella.

El torrente ya no lleva agua, padre.

Eso no debería preocuparnos. Recuerdo aquel latinajo que una maestra de escuela, tu querida madre, solía decir: fortis imaginario generat casum.

¿Eso decía mamá? ¿Qué significa?

¡¿Ves lo importante que es saber lenguas, borrico?!

Con la carita abollada como por un pasmo, una muñeca de celuloide asoma entre las basuras que se amontonan junto al estiaje del torrente, la cinta ondulada de arena húmeda, que alguna vez, mucho antes de que él naciera, había sido lecho de aguas sosegadas y transparentes. Absorto en la contemplación de la cabeza machacada, todavía con la colita de lagartija agitándose en su mano, David se pregunta cuándo volverá el estruendo capaz de anular la aflicción de sus oídos arrastrando todo a su paso, basuras y troncos carcomidos, fango y animales ahogados.

Nunca he visto pasar agua ni nada de eso por aquí, comenta papá. Banderas y cornetines, sotanas y esencias patrias, mucha mierda de ésa y mucho fanatismo es lo que veo pasar. Desde el primer día esa gente anunciaba esta botella que nunca se acabaría de vaciar, y también me trajeron este extravío, la desmemoria y la mentira en mi propio hogar y en mi mismísima bocaza. Bien. Pasemos página. ¿Qué le decimos a tu madre para levantarle el ánimo…? ¡Ya lo tengo! Dile simplemente que ya no bebo.

Se lo diré.

¿Te acordarás?

Sí. Vamos, Chispa. Levanta.

Pero dile también que desde que no bebo, todas las noches sueño que bebo. Y dile que mientras sueño que bebo lo paso fatal porque soy consciente de que no bebo. Que me explique eso, coño, ella que estudió para maestra.

Se lo diré, padre.

Espabila. Y a ver cuándo acabas de una vez con el calvario de tu perro. Entrégalo al policía ese y que no sufra más, pobre animal.

¿Tú también con esta monserga, padre, tú también…?, farfulla David con una melancolía paródica y abrupta que destiñe la visión: dos rabos de lagartija en la palma de su mano, el uno ya quieto y el otro culebreando todavía, cuando cierra el puño y entorna los ojos, y, en medio de una efusión de polvo y de sol cegador, distingue la borrosa silueta, la cada día más encorvada y cochambrosa figura de papá braceando animosamente cauce arriba con su botella bien cogida por el gollete.

Vuelve a casa, chico. Mamá te necesita.

– Bwana, por una perra gorda le digo ahora mismo dónde está la pelirroja y por dos me chivo lo que usted quiera sobre Víctor Bartra, y encima le regalo un cromo de mi colección Héroes de la Patria, la misma que le regaló el guardia urbano a mi amigo Paulino Bardolet…

– Así que hoy tampoco está en casa -corta el inspector.

Su cara adusta no deja entrever la menor impaciencia ni contrariedad. Revolotea en torno a él un polvillo rojo y el acre olor a raíces arrancadas, el peculiar aroma del barranco que siempre trae consigo.

– Esta semana no tener usted suerte, bwana -los ojos chispeantes de David se demoran en los párpados rugosos y cansinos del poli, dotados de una flema hipnótica.

– ¿Cómo está? -dice el poli mirándose los zapatos-. ¿Sabes que el otro día se desmayó?

– No es la primera vez.

– ¿Te ha dicho adónde iba, si tardará en volver?

David niega con la cabeza y no le quita ojo. Admira su temperamento flemático, a pesar de todo, su manera de llevar en los labios el cigarrillo sin encender, la mano derecha hundida en el bolsillo de la americana, la tan conocida parsimonia en el menor de sus gestos. Hoy lleva sujeta al sobaco una carpeta azul y el brazo izquierdo en cabestrillo, apoyado en un pañuelo marrón de motas grises.

– ¿Qué le ha pasado? ¿Lo han herido en un tiroteo?, ¿ha tenido un encuentro con malhechores?, ¿una refriega con forajidos facinerosos…?

– Te he preguntado si tu madre tardará en volver.

– ¿Noticias frescas de mi padre?

– Lo sabrás si ella lo cree pertinente -el inspector ha sacado la mano del bolsillo empuñando el encendedor y brota la llama.

– ¡Ondia, qué mechero más fermi! -dice David-. ¿Me deja probarlo?

El inspector se lo da, David le enciende el cigarrillo en silencio y cuidadosamente, y luego lo prueba dos veces, demorando la yema del pulgar en la rosca dorada y en la tapa impulsada por el resorte, regalándose los oídos con el clinc al cerrarse. Fantástico, cuando sea mayor tendré uno igual, pero auténtico. ¡Clinc!

– Y bien -dice el inspector, recuperando el encendedor-. Aún no me has contestado.

– Revisión médica. Lo que tardará, quién lo sabe. Depende de cómo encuentre el doctor Isamat a mi hermanito, el que ha de venir. Si quiere esperarla…

– Dile que volveré mañana, tengo algo que le interesa.

– Si me acuerdo se lo diré.

El inspector guarda silencio. No parece tener nada más que añadir y de mala gana inicia la media vuelta, aunque le gustaría quedarse y esperar. De pronto ve algo detrás de David que le va a permitir demorarse un rato más: debajo de la mesa, el chucho que según él ya debería estar muerto y enterrado se dispone a abandonar con gran esfuerzo la manta donde yace, da unos pasos vacilantes y se vuelve a echar sobre las baldosas con un crujido de huesos.

– No te da la gana de entender que este pobre animal es una pesada carga para tu madre, ¿verdad?, no serás capaz de admitirlo ni aunque le veas agonizando, ¿no es eso?, no te sale de las narices. Me consta lo mucho que apena a tu madre verle en ese estado. Si tú no quieres tomar la decisión, deja al menos que otros lo hagan. Lo más conveniente…

– ¿Acaso no es lo mismo? -inquiere David-. ¡Ya sé qué es lo más conveniente! ¡Ya sé que ella piensa también en matarlo, se ha dejado embaucar por usted!

– Tu madre y yo creemos que estás prolongando su agonía, porque eres un chico caprichoso y testarudo, sencillamente. Mira al pobre bicho, no puede ni respirar…

Chispa se incorpora y viene a desplomarse a sus pies, apoyando el morro en el zapato. El inspector flexiona la pierna y lo aparta; no puede decirse que le haya propinado una patada, pero la flexión de la pierna, aunque suave y retardada, y el gesto levantisco del pie, llevan el impulso reprimido de la patada y David se da cuenta y piensa mira el hijoputa, ¿cómo puede darle una patada a un perro que dice que se está muriendo? Casi al mismo tiempo se fija en su mano, la del brazo en cabestrillo, en la contracción de los dedos al desentumecerse, un gesto crispado y lento, como si empuñara su arma y apretara el gatillo. Y entonces, como a la luz de un relámpago, David ve la boca del revólver acercarse a la oreja del perro y vomitar la bala que atraviesa su cabeza.

– Una vez más -gruñe el inspector-, y lo digo pensando sobre todo en tu madre, te pido que reflexiones, muchacho.

– ¿Y a usted todo eso qué más le da? De todos modos -comenta David con tristeza mirando a Chispa- el pobre se me morirá algún día, ya lo sé, porque tiene pulmonía galopante, pero no hace falta que nadie le ayude… La puede diñar mañana mismo, pero lo hará él sólito…

– No estés tan seguro. Quién sabe lo que puede durar en ese estado.

– Lo cuidaré hasta que muera.

– No presumas de buenos sentimientos conmigo. Si de verdad tuvieras buenos sentimientos, te ocuparías menos de este animal y más de tu madre. ¿Por qué no la has acompañado al médico? -se inclina sobre David y le golpea repetidamente el pecho con el dedo de la mano entumecida que asoma apoyada en el cabestrillo, añadiendo-: Un día hablaremos tú y yo muy en serio. Ya puedes ir preparándote.

– Me la refanfinfla, oiga.

– Ya lo veremos. Y has de saber que todo eso te lo digo por tu bien. Adiós. Volveré mañana por la tarde, díselo a tu madre.

Morderás el polvo, guripa, masculla David viéndole alejarse por el callejón con su paso muelle y aquel aire entre indolente y alertado en su nuca y en sus hombros altos.

Por la mañana temprano, arrebujada bajo un cielo aplomado y espectral, la ciudad que se extiende allá abajo parece un espejismo chafado reverberando su descalabro de grises frente al mar, un decorado maltrecho que acabaran de repintar los ángeles nocturnos, esos que remiendan nuestros sueños al despuntar el día. A la misma hora, en los precarios alambres del tendedero junto al tajo se posan robustos gorriones y con su pico se expurgan los parásitos y la espuma negra de la noche.

Más tarde ella sale por la puerta principal con la cesta de la colada en la cadera y cruza el jardín abolido, pasando entre rosales y adelfas que su nostalgia cultiva todavía en la memoria, en dirección al barranco donde David, sentado en el borde junto a Chispa, balancea los pies en el vacío y habla solo.

Derramadas glicinas sobre muros derruidos que un día cercaron el jardín atraen su mirada, después los ojos remansados buscan de nuevo a David, que farfulla en voz baja y agita los pies como si chapoteara en aguas remansadas. En tiempos más amables, los hijos de la costurera habrían pescado muchos peces aquí, si no en compañía de su padre, sí del abuelo de Mataró, que tenía cañas y sedales.

Al otro lado del torrente, en la zona no urbanizada al pie de la colina, una muchacha descalza que viste una chaqueta de pijama a rayas, que debe ser de su padre, también pone a secar la colada en campo abierto. David distingue sobre las matas de ginesta una falda amarilla con bolsillos verdes, una blusa de color azafrán y dos braguitas de color rosa. El sol se abre paso entre las nubes y enciende el amarillo de la ginesta y los cabellos dorados de la muchacha.

– Vas a llegar tarde a la parroquia -dice mamá con una pinza entre los dientes, sacando la ropa lavada del cesto-. ¿El señor Marimón no te dijo que esta mañana tenía una boda?

– Voy -dice David mirando cómo Chispa se esfuerza inútilmente por soltar su cagarruta-. Ayer vino el guripa otra vez. Olvidé decírtelo.

– Está bien.

– Volverá esta tarde. Llevaba una carpeta con papeles.

– ¿Una carpeta?

Sí. Una carpeta y mucha mala hostia, bisbisea David para sus adentros. Maldito poli hijoputa y cabrón y mamón y bestia.

– No te oigo, hijo, pero como si te oyera. La has tomado con ese hombre, vaya que sí.

David se incorpora.

– Qué va. Discuto con mi hermanito. Tú también lo haces.

– Yo no discuto con él. Nos entendemos. ¿Y no crees que sería mejor esperar a tenerle aquí, si tanto te gusta discutir con él?

– Un día papá me dijo: aprende a mirar lo que todavía no ha llegado, y entenderás muchas cosas.

– ¿Eso te dijo?

Muy cuco, el señor Bartra. Escucha eso. La pelirroja está tumbada bocarriba en la cama y me sostiene en alto con sus manos que ahora son como peces rojos, mientras a su lado David nos mira estupefacto y también Paulino haciendo sonar sus maracas de colores. Mal momento has escogido para venir a este mundo, hijo mío, me siento muy débil y muy sola, he tenido que dejar de trabajar y no sé si me subirá la leche y en casa sólo hay dos boniatos resecos y un poco de bacalao para daros de comer…

¿Por qué no te estrangulas con tu cordón umbilical y nos dejas en paz, feto empreñador?, masculla David caminando con Chispa por el borde del barranco, la correa colgada del cuello y la vista fija en la blusita y la faldita amarilla extendidas como un tierno cuerpecillo en éxtasis sobre la ginesta, al otro lado del torrente. La muchacha ya se ha ido. El perro sigue a David con el hocico pegado al tobillo moreno y fino, husmeando afinidades afectivas.

– Espera, tenemos que hablar de tu perro -dice mamá desplegando una sábana-. Hay que tomar una decisión, hijo.

– Yo no quiero hablar de eso. Ahora tengo prisa.

Deja a Chispa en casa y enfila el sendero hacia la Avenida. Más allá del barranco pasa al otro lado y se dirige hacia la loma donde se seca al sol la colada de la muchacha. ¿Tú qué harías en mi lugar, microbio? Tiene una pulmonía crónica, eso es lo que tiene, sólo eso, y estoy seguro que se podría curar, tampoco es tan viejo… ¿Qué harías, dejarías que lo llevaran al matadero? Yo sí, yo tengo mis sentimientos, chaval. ¿Es que tú no tienes sentimientos? ¿Qué sabes tú de sentimientos, si no has salido del cascarón, gusano peludo que envenena la sangre de mamá? Lo que necesita Chispa son cuidados y compasión. Con tu dichosa compasión lo estás dejando morir de la peor manera que se puede uno morir, poquito a poquito, pasándolas canutas. Lo estás masacrando, hermano, lo estás martirizando con un tormento chino que ni los dakois de Fu-Manchú. Eres peor que ese poli que ronda a la pelirroja, mira lo que te digo. ¡Pues claro que lo soy, piojo de mierda! ¡Qué te habías creído! ¡Soy mucho peor!

Antes de saltar a la Avenida, camino de la parroquia de Cristo Rey, David se para un rato frente a la mata de ginesta para ver de cerca la falda con bolsillos verdes secándose al sol. Es muy corta, de niña, confeccionada con una tela tosca y desleída. Una avispa se pasea por el dobladillo de la falda, y la rodilla de David da un respingo. Lleva metida en el cuerpo esa excitación que tan bien conoce y que anuncia la impostura.

¡Que sí! ¡Que soy peor que la peste!

El inspector Galván ha tocado el timbre y aguarda frente a la puerta de día, pensativo y con la mano yerta hundida en la mata de margaritas. En la otra mano, liberada ya del vendaje y del cabestrillo, lleva la carpeta azul. Se abre la puerta, dice unas palabras, muestra la carpeta, y adentro.

– Tengo que agradecerle la molestia… -empieza mamá.

– Me tiene a sus órdenes, señora Bartra.

– ¿Lo dice en serio? -la pelirroja sonríe con la mano en el escote de la bata-. Siéntese, haga el favor.

Ella lo hace en su sillón de mimbre y sin más cumplidos empieza a hojear el expediente con la carpeta en el regazo y el cigarrillo humeando en sus dedos, indiferente a las miradas del inspector, que permanece sentado muy tieso en el otro sillón. Pero enseguida suspende la lectura para sonreír otra vez y disculparse por no atenderle como es debido. Trocitos de hilos de coser de varios colores, adheridos a su bata como finísimas culebrillas, llaman la atención del policía. En uno de los bolsillos asoman los ojos de unas tijeras. Sobre la mesa camilla hay un servicio de café con dos tacitas y un tazón lleno de terrones de azúcar.

– Es que estaba deseando leer esto…

– Lo comprendo.

– Espero que la casa no huela mal -comenta ella mirando a sus pies las baldosas recién fregadas, el perro dormitando en su rincón con un penoso jadeo y a su lado el cubo de zinc con una bayeta dentro-. Me he pasado el día fregando los vómitos del pobre chucho, no sabe usted cómo tengo los riñones. Con decirle que estoy empezando a pensar seriamente en su ofrecimiento de llevárselo…

– Sería lo más conveniente. ¿Habló con su hijo?

Pero ella no contesta porque de nuevo se ha enfrascado en la lectura de los informes. El inspector calla y la observa. La cabeza de mamá, con su hermoso pelo rojo alborotado lleno de cintas negras, se inclina devotamente sobre las supuestas fechorías de Víctor Bartra. Y por debajo de la carpeta, en el regazo, sus rodillas muy juntas y enrojecidas parecen sonreír.

Unos minutos después cierra la carpeta con los papeles dentro, da una última y furiosa calada al cigarrillo y lo aplasta en el cenicero.

– Esta ficha y este expediente son un insulto a la inteligencia de mi marido -dice serenamente-. A su integridad moral y a sus ideales. Es una burla.

– Bueno, a juzgar por algunos puntos de su declaración -dice el inspector-, habría que ver quién se burla de quién. Pero dejemos eso, señora Bartra. Comprendo que defienda usted sus ideas…

– No se confunda conmigo, inspector. Yo defiendo a mi marido y respeto su ideal, pero no soy su bocina ideológica, ni de él ni de nadie; yo soy la mujer que cría a sus hijos, la costurera, la cocinera, la fregona. ¿Le parece poco? Supongo que usted piensa, como todos los de su bando, que me siento vencida y sola, y que lo estoy pasando tan mal que ya no comparto el ideario de Víctor…

– Creo que ha sufrido usted mucho e injustamente, eso es lo que creo.

Ella vacila un instante antes de proseguir.

– Y ustedes ahora se burlan tranquilamente de todo eso, es la consigna nacional, la política de la mirada impasible y centinela y unas manos tranquilas y viriles, bien puestas sobre el pomo de la espada, toda esa parafernalia y esa retórica. Conozco la canción. Pues sepa una cosa: si no fuera por algunos de esos ideales de mi marido, yo creería que nada en absoluto se me ha perdido en esta vida.

– No diga eso. Usted sabe que hay muchas cosas por las que vale la pena luchar…

– Deme un cigarrillo, haga el favor.

– ¿Otro? Acaba usted de apagarlo.

– Mire, con el humo se me aclaran mejor las ideas -dice ella con acritud. Y bajando el tono, añade-: Disculpe, no le he ofrecido a usted nada…

Alrededor de las siete de la tarde, antes de que empiece a oscurecer, cuando el sol ya en el ocaso tiñe con un esmalte bermellón sus uñas, siempre amarillas a causa del sulfito de sosa del revelado, David regresa del estudio del fotógrafo y encuentra a Paulino Bardolet esperándole al borde del barranco con las maracas en la mano. Advertido por su amigo de la visita del inspector Galván, se acerca a la ventana pisoteando atolondradamente las margaritas. A través de la celosía lo primero que distingue sobre la mesa camilla es el mechero Dupont y el paquete de Lucky, las viejas tacitas de café con la grafía china y el tazón rebosante de terrones de azúcar, y enseguida ve al inspector sentado muy tieso en el sillón y bebiendo su café a sorbitos. Los ojos de acero asoman por encima de los bordes de la tacita, fijos en la pelirroja. El café es obsequio de la casa y al mismo tiempo obsequio del visitante.

– Así todos contentos -gruñe David poco después en el barranco, esgrimiendo su cortaplumas-. El otro día le oí decir a mamá que gracias a este tío en casa se habían acabado los recuelos y la achicoria. Los terrones de azúcar también son un regalito suyo, los manga en los bares.

– ¿Por qué no has querido entrar? -pregunta Paulino.

David calla y piensa. ¿En qué momento de la conversación sentiría la pelirroja la conveniencia de responder a los favores de este hombre, por qué no ha controlado el impulso irreflexivo o el deseo de hacerle pasar y de invitarle a una taza de café? Precisamente acabo de hacerlo, inspector, ¿le apetece una tacita? Siéntese, haga el favor. ¿Cuántos terrones? ¿Sería usted tan amable de ofrecerme un rubio? No debería usted fumar, señora Bartra, y menos en su estado

– observando con aire en apariencia distraído el borde de la bata floreada, un poco deshilachada por delante, cuando ella ya le ha servido el café y se sienta con expresión de cansancio.

– No te hagas mala sangre, hostia -dice Paulino, caminando unos metros por delante y haciendo sonar las maracas suavemente, apenas un siseo-. No es la primera vez que el guripa se cuela en tu casa.

– No. Pero es la primera vez que ella lo invita a sentarse y a tomar café. Es muy distinto, chaval.

– Muy distinto -repite Paulino siguiendo el cauce seco del torrente. Coge las dos maracas con una mano, abre la navaja barbera y rodea sigilosamente agachado el tronco hueco y pelado de una encina semienterrada-. Acaba de asomar la jeta, pero ya no la veo. ¿Tú has visto algo?

– El culo de mi padre chorreando sangre. Eso es lo único que he visto.

– Hoy no pillaremos ni una, ya se ha ido el sol. ¿Vamos a la Montaña Pelada? Te enseñaré la cueva del Mianet, el vagabundo que lleva espejitos en los zapatos…

– Bueno.

Antes de irse, David se acerca a la casa y se agacha bajo la ventana. No lo hace por escuchar lo que dicen: lleva metido en los oídos un bosque de jilgueros. Con la punta de las uñas tocadas por una luz sanguínea empuja suavemente los batientes y la ventana se abre despacio, dejando entrar en casa, por encima de las cabezas de la pelirroja y del poli, el antiguo rumor del torrente.

– Larguémonos de aquí, gordi.

– ¿Y si rompiera a trocitos toda esta infamia?

– Puede hacerlo. Es una copia -dice el inspector Galván con la voz de terciopelo. Acaba de encender el cigarrillo de mamá con su Dupont y ahora enciende el suyo. Deja el mechero sobre la mesa y sus ojos se demoran en los calcetines cortos y blancos y en los zapatos de gruesa suela de corcho que calza la pelirroja-. No debería usted llevar esos zapatos.

– ¿Qué tienen de malo?

– No me parecen apropiados en su estado. Podría caerse.

Ella cierra la carpeta azul sobre sus rodillas y bebe un sorbo de café. El policía rompe un silencio embarazoso.

– Sabía que se iba a disgustar.

– Casi todo es mentira.

– Permítame decirle que lo más feo del asunto no es el expediente. Creo que el problema de su marido, el que podría traerle complicaciones ante un tribunal, lo tenemos en la ficha…

– Igualmente llena de infundios. Vaya manera de tergiversar la verdad. La revancha, la delación y la calumnia es lo que priva hoy, y usted lo sabe. ¡Y cómo está redactado!

– Usted tiene estudios, ¿no es cierto, señora Bartra?

– ¿A qué viene eso?

– No me interprete mal, no la estoy interrogando -se apresura a decir el inspector, enderezando aún más la espalda en su sillón. Cambia el cigarrillo de mano, se alisa los cabellos, se mira los zapatones gastados-. Quiero decir que hay algo en usted, a pesar de su pasado republicano y de las ideas que comparte con su marido…

– Me sé la letanía, inspector, no se moleste.

– Hablo en serio -dice él, tratando de adoptar un tono de indiferencia-. Admiro su ánimo, señora Bartra. No es frecuente en mi trabajo tratar a personas como usted. Es más, considero un privilegio haber tenido ocasión de conocerla y ayudarla en lo posible.

– No sé por qué lo considera un privilegio ni creo que me interese saberlo, pero bueno, se agradece el piropo; acaba de ganarse otra taza de café y otros dos terrones de azúcar… Me tiene un poco asombrada, ¿sabe? -intenta sonreír mamá al añadir-: Antes los policías no eran así. Yo creo que ustedes han sufrido algún tipo de perversión genética.

– ¿Cómo debo entender eso, señora Bartra? -dice el inspector. Ante el silencio de ella, añade-: Sé muy bien que la gente nos mira con recelo. Estoy acostumbrado, y no me importa.

– Yo diría que sí le importa.

– Depende de la persona.

Después de otro silencio más largo, la pelirroja mira la carpeta azul en sus manos y la acaricia con aire pensativo.

– Gracias por dejármelo leer. Aquí tiene -le pasa la carpeta-. Todo está escrito con mala fe. Ustedes no saben nada de mi marido.

– ¿Qué le pasó realmente a este hombre? -dice el inspector adoptando una actitud más relajada, cultivando el escaso terciopelo de la voz-. Me lo he preguntado muchas veces. ¿Cómo pudo de la noche a la mañana dejarse aniquilar por el alcohol un hombre así, un luchador, con sus ideales, con sus sueños de futuro, como usted dice…? ¿Por qué cayó tan bajo?

– Esta pregunta no me parece pertinente, inspector.

– Tal vez. Confieso que mi interés no es meramente profesional.

– Usted me está pidiendo la verdad sobre un asunto privado. Tendrá que conformarse con la verdad pública, que es ésta: mi marido es desafecto al régimen. Y es un alcohólico.

– Eso ya lo sabemos. No era mi intención…

– Está bien. ¿Le importa que hablemos de otra cosa? Veamos. Creo que antes se ha referido usted a mis estudios.

– Sí. He de completar el informe con algunos datos que me faltan.

– Pues venga. Qué quiere saber.

– Usted era maestra de escuela en la República. O por lo menos lo fue durante unos meses, en Mataró, cuando vivía con sus suegros. Estuvo enferma mucho tiempo, afectada por la muerte de su hijo, y tuvo que dejar el trabajo. Después de la guerra no volvió a la enseñanza.

– No me dejaron.

– No la dejaron -repite el inspector sin el menor tono inquisitivo.

– Así es. Supongo que no le extrañará -dice ella-. Todos conocemos a personas, médicos, abogados, que no han podido volver a ejercer su profesión.

– Ciertamente. ¿Y qué hizo usted, cómo se las apañó?

– Ya vivíamos aquí -suspira mamá-. Me puse a trabajar en una fábrica de hilaturas de la calle Escorial.

– La fábrica Batlló -dice el inspector estrujando la cajetilla de Lucky vacía y depositándola en el cenicero.

– Todavía estoy en plantilla -dice mamá-. Llevo tres meses de baja, ya le hablé de eso. Mi horario era de seis de la mañana a dos de la tarde y la semanada de veinticinco pesetas, y tenía dos telares a mi cargo. Ah, y empecé con dos años de aprendizaje, cobrando quince pesetas a la semana… Qué más quiere saber.

El inspector ha sacado el bloc y, rebuscando en sus bolsillos, ha encontrado un trozo de lápiz algo más largo que una colilla. Pero no toma notas.

– Hizo bien en pedir la baja -dice con la voz neutra y remansada. Ahora es ya una voz vaporosa que no expresa convicción y sin embargo la busca, una voz de humo-. Hay que cuidarse. Hizo bien.

– Fue cosa del médico, no crea usted que es cuento.

– Pues claro, no hay más que mirarla. Usted necesita cuidados.

– Qué más quiere saber. Ah, sí. Confecciono en casa blusitas y falditas para niñas o para muñecas, me da igual, hace mucho tiempo que lo hago, y prefiero coser que volver a la fábrica. Y eso es todo, creo -ha cogido el Dupont y le da vueltas entre los dedos, sobre la barriga puntiaguda, al parecer sin nada más que añadir. Se fija en las iniciales M. G. grabadas en el mechero, y vuelve a dejarlo sobre la mesa, junto al platillo de la taza de café. Mira el paquete de cigarrillos arrugado, y él adivina su pensamiento.

– Se acabaron -y con algo parecido a una sonrisa, añade-: Y me alegro por usted.

Tampoco el inspector parece tener más preguntas que hacer y permanece callado unos segundos, mientras bebe un sorbo de café y corrige la posición de la carpeta azul sobre la mesa. Al hacerlo, la carpeta desplaza el mechero hasta el borde de la mesa camilla, y de allí, y sin que él ni ella lo adviertan, el mechero cae blanda y silenciosamente sobre la manta doblada en la que hace un momento yacía Chispa. De pronto el inspector cree recordar algo.

– Usted tiene una hermana, que vivió mucho tiempo en un pueblo de Tarragona.

– Lola. Hace por lo menos seis años que se vino a Barcelona.

– No aprecia mucho a su marido de usted.

– Sólo oír su nombre le causa pavor. Tiene ocho años menos que yo, pero siempre fue una viejecita resabiada y beata… No se hace querer, pero es buena.

– He hablado con ella -el inspector consulta su bloc y añade-: Vive en Vallcarca. Eso es. Lola.

La tiene muy presente, no tanto por su aspecto poco agraciado, una mujer flaca abriendo y cerrando su bolso de terciopelo negro con un ruido metálico fortísimo, como un disparo, como por su mal disimulado rencor hacia su hermana Rosa casada con un sinvergüenza. Le mostró su carnet de una Congregación de Hijas de María y le dijo no saber nada ni querer saber nada del hombre que ha hecho tan desgraciada a mi hermana, con lo lista que ella se creía, no señor, no sé por dónde andará ese rojo ni quiero saberlo.

– Casó con un campesino del campo de Tarragona que ahora es tranviario, el Pau -añade mamá-. Es cobrador en la línea treinta.

– ¿Queda algún familiar en aquel pueblo… cómo se llama?

– La Carroña.

– Eso, La Carroña. Vaya nombrecito.

– Más que un pueblo -dice la pelirroja pasando por alto la observación-, es una calle muy corta, no creo que llegue a una docena de casas. Debe quedar por allí el hermano de mi cuñado. No sé, hace años que Lola y yo no nos hablamos. Y por cierto no dejo de lamentarlo, no por mí ni por ella, sino por David. Mi hermana tiene una hija de la misma edad que David, quizá un año menos, y desde pequeños se querían mucho… ¿Por qué me pregunta usted todo eso? ¿Acaso cree que Víctor puede estar escondido en La Carroña? Pues olvídese. Aun en el caso de que alguno de los dos hermanos, y pienso sobre todo en mi cuñado Pau, el tranviario, que está un poco loco pero es un pedazo de pan, pues aunque él hubiese querido esconder a mi marido en su casa, Lola no lo habría permitido de ninguna de las maneras. ¡Menuda es mi hermana! Pero ustedes ya habrán investigado eso.

– Hay un informe de la Guardia Civil.

Chispa abandona el frescor de las baldosas y cabeceando cansinamente se dirige hacia su manta, se deja caer y cubre el Dupont con la pelambre de su barriga. Empieza a gemir. Espatarrado y con la cabeza ladeada, parece muerto.

– David ya debería estar aquí para sacarlo a la calle -dice mamá. El perro, alzando la cabeza con gran esfuerzo, la mira con una tristeza tan grande en los ojos que ella lo interpreta como una súplica-. En fin, lo sacaré yo.

Quizá porque la idea de dárselo al inspector y que se lo lleve ya le ronda el pensamiento, engancha ia correa al collar del perro. Recuerdo ese collar de Chispa como si lo hubiese visto: rojo y muy ancho para un perro de su talla, con estrellitas de latón y la hebilla dorada. La correa está hecha con tiras de cuero trenzadas de color marrón claro.

El inspector ha cogido su carpeta y sigue a mamá y al perro al otro lado de la casa, él mismo abre el portalón y los tres bajan muy despacio los escalones hasta el jardín de cenizas. Todavía aquí escucha mamá del inspector alguna nueva observación acerca de la conveniencia de evitarle más sufrimientos al chucho, pero ella no se decidirá hasta el último momento, cuando ya él se despide.

– Espere -dice de pronto, tendiéndole el cabo de la correa-. ¿Quiere llevárselo ahora? Tenga, y que sea lo que Dios quiera. Ya veré qué le digo a mi hijo… Espero que sepa perdonarme.

– Dígale una mentira -sugiere el inspector-. A veces una pequeña mentira es necesaria, sobre todo si con ella se consigue un bien.

– No estoy segura de que haya mentiras necesarias.

– Déjelo en mis manos, señora Bartra.

Chispa mira al inspector y ensaya un ladrido, que le sale asmático, luego gimotea, escarba el suelo con la pezuña, hace señas, olfatea el peligro.

– Calla -dice mamá, dirigiéndose a la puerta con las manos sobre la barriga-. Te vas con el señor inspector, un buen amigo… Pero que no sufra, se lo ruego -añade mirando al policía.

– No sufren. Es cuestión de un momento…

– No me lo cuente, por favor. No quiero saberlo.

– Piense que para el pobre animal es lo mejor. Vamos, valiente, ven conmigo.

– Tenga paciencia con él, que casi no puede andar… ¿Qué harán luego, dónde lo enterrarán?

– El veterinario se ocupará de todo -dice el inspector con un leve tirón de la correa-. Usted ahora entre en casa y olvídese del asunto. Haga el favor, señora Bartra.

Adaptando con torpeza su paso al del animal, el inspector se lleva a Chispa tirando suavemente de la correa con la mano escondida a la espalda, llevando en la otra mano la carpeta.

Poco después, mirándoles de reojo desde la puerta, ella les ve alejarse muy despacio por la franja cenicienta al borde del torrente, cabizbajos los dos, policía y perro unidos por la correa y por otro vínculo, no por invisible menos perceptible, una suerte de mansedumbre en el paso que les hace extrañamente cómplices o solidarios en la penosa marcha. Lo último que ve la pelirroja es a Chispa echado en el suelo, negándose a seguir, y al poli tirando de la correa con bruscas sacudidas. En el instante en que ella cierra la puerta, el inspector se revuelve cambiando de mano la correa y la carpeta con cierta mal disimulada impaciencia.

Ya estoy encajado en la pelvis de la historia y percibo aviesos fulgores, pero no tengo ninguna prisa. Desde la burbuja que todavía me preserva del mundo y sus espejismos, escucho los pasos sigilosos en el oscuro corredor del chalé de los muertos al regresar mi hermano a casa con el mal augurio que ya esta tarde, cuando estaba espiando agazapado bajo la ventana, le transmitió la voz del inspector Galván sentado muy tieso frente a mamá, una voz tan inesperadamente aterciopelada y una postura tan atenta… Ahora ella cose en su cuarto. Nada más entrar en el comedor-recibidor, David distingue el apagado fulgor dorado del Dupont entre los pliegues de la manta, como si acabara de caer allí sin hacer ruido y le hiciera guiños, justamente en el mismo lugar donde el perro debería estar esperándole meneando el rabo.

Empieza a llamar a Chispa, pero algo terrible le dice que no debe esperar respuesta. Se inclina sobre la manta despacio, en una actitud entre furtiva y reverencial, se hace con el Dupont de un manotazo y lo guarda en su bolsillo.

Estará llorando la muerte del perro Dios sabe cuánto tiempo. Tanto lo había querido y con tanto cariño lo cuidó procurando aliviar su sufrimiento, tanto lo había acariciado y con tanto mimo, que la palma de su mano guardaría memoria imborrable del pelo ralo y sus meandros en el lomo y en la barriga, de las orejas melladas y del hocico no siempre frío, de los quistes y de las peladuras en la piel. Y fue esta memoria fiel y rabiosa la que engendró la venganza; no tal vez la consecuencia directa, pero sí el germen, la venenosa semilla. Nada de cuanto iba a sucederle a David en el transcurso de su corta e intensa vida, ninguno de sus muchos y privados infortunios, de sus locos empeños y sus penosas claudicaciones tendría para él tanta importancia como el desdichado fin de ese perro; ni el día que, vestido totalmente de luto, llorando y llevándome en brazos, fue acogido en casa de la tía Lola, ni años después, cuando se convirtió en un joven gamberro y la tía tuvo que ir a buscarlo a la comisaría no sé cuantas veces, o cuando la prima Fátima se encaprichó de él y parecía feliz pero en el fondo se sentía muy desgraciado, ningún revés de los muchos que labraron su destino, su soledad y su desmesura, habría de marcarle tanto como la muerte de Chispa.

Cacho cabrón. Cerdo. Maricón. Matarife hijoputa. Polichulo de mierda. Ojalá te metan una rata viva en el culo y te coma las tripas.

Deja de escupir barbaridades, hermano. Esta tarde mamá te ha oído y con el disgusto que ya lleva encima…

Tú calla, boniato peludo. Sigue nadando en tu pecera y no fastidies más.

Está mascullando improperios en un recodo del barranco, pegado a una grieta que frecuentan lagartijas y culebras. A su lado asoma una roca caliza en cuya superficie quedó grabada con toda nitidez la huella de una concha marina con estrías y también la espiral de una caracola. Es que hace un millón de años, le había explicado a Paulino, mucho antes de que esto fuera un río, el mar llegaba hasta aquí y lo cubría todo con sus peces de colores y sus conchas y caracolas. Esta idea de la vida anegada totalmente por las aguas muertas sin orillas le conforta momentáneamente. Agazapado en la grieta, por encima y más allá de la estridencia de grillos reales o grillos meramente acústicos, los que anidan en sus oídos, se siente como en el interior de una caracola y atiende a los ecos de una quimera fluvial que sólo para él discurre aquí, un murmullo estival de insectos y de aguas primigenias y dormidas, de cuando la barranca debía ser todavía un arroyo sosegado y cristalino.

Nubes algodonosas se arrebujan sobre la Montaña Pelada, y al atardecer, bandadas de gorriones buscando cobijo se dejan caer en picado, como grávidas cortinas oscuras descolgándose sobre el resplandor del crepúsculo.

– ¡Mi pobre Chispa! ¡Mi pobre perro!

Esta primera noche se la pasará sollozando bajo la sombra protectora de la grande y sonrosada oreja del doctor P. J. Rosón-Ansio, y seguirá mascullando maldiciones y lamentos a lo largo de toda la mañana siguiente, sin querer hablar con nadie salvo consigo mismo. Puños apretados en los bolsillos y cabeza gacha, embistiendo el aire, así permanecerá hasta que, hacia el mediodía, hallándose sentado en los escalones de la puerta principal, al cerrar rabiosamente por enésima vez el puño sobre el mechero del inspector, los ojos se le quedan repentinamente secos. Sorprendido, descubre que ya no desea seguir llorando, y mira frente a él las sábanas que agita el viento en el tendedero.

Hace un rato que mamá ha regresado del mercadillo con su gran capacho de la costura y él sabe que ahora está hirviendo lentejas con arroz. Enseguida saldrá con el cesto a recoger la ropa seca, y David reanuda su letanía de tacos en voz baja.

– ¿Todavía con esta monserga? -dice mamá, fingiendo un malhumor-. Tuve que hacerlo, hijo. Tú nunca habrías consentido que se lo llevaran.

– ¡Claro que no! ¿Cómo te dejaste convencer? ¿Cómo fuiste capaz de entregar mi perro a ese policía fanfarrón para que lo llevara al matadero…?

– No me hables así, te lo pido por favor… No me encuentro bien, hijo. ¿Me ayudas a recoger la ropa?

– Ahora no puedo. ¿No ves que estoy pensando?

– Está bien. Piensa, pero date prisa.

¿Estás pensando qué, hermano? Ya sabes que te queremos mucho, pero ¡vaya jeta la tuya, chaval! ¿No has oído a mamá, o no quieres entender? Tuvo que decidir por ti. Se armó de valor, hizo de tripas corazón, y ahora te necesita.

Tú te callas, sanguijuela asquerosa. No tengo por qué aguantar tus reproches.

Te diré lo que pienso, hermano: esa bola de carne envenenada ha sido la mejor solución para Chispa.

¿Tú sabes lo que es morir envenenado con una bola de estricnina? ¡Tres o cuatro horas de agonía!

Ya. Pero no se lo digas a mamá, no hace falta. De todos modos, creo que exageras.

Sé lo que me digo.

Vale, está bien.

¡Y déjame en paz, capullo, que parece mentira que seas tan capullo!

Que sí, que vale.

– ¿Vienes o qué, hijo? -dice mamá-. Si vas a seguir refunfuñando, mejor que entres en casa y pongas la mesa. Así te entretienes en algo, cariño.

¿Lo ves? Ella te oye y comparte tu pena. ¿Qué más quieres, hermano? Levántate y ayúdala. Tenemos que ser una familia unida en la desgracia…

¡Qué familia unida ni qué hostia santa! ¡Será gilipollas el piojo sentimental ese!

– Levántate y a casa, David. Pero ya -dice mamá-. Venga.

Se levanta, pero en vez de meterse en casa se va al tendedero, carga con el cesto de la ropa y se queda a su lado, susurrando como para no molestar:

– ¿Y quién lo ha matado? ¿El guripa no te lo ha dicho?

– Un veterinario amigo suyo.

– No me lo creo. Este poli es más falso que un duro sevillano…

– Después de una pausa, añade-: ¿Y dónde lo han enterrado, se puede saber, si es que alguien se ha tomado la molestia de enterrar a mi pobre Chispita?

– Lo enterró el inspector personalmente -dice ella para tranquilizarlo-. No me dijo dónde. Aquí abajo seguro que no, así que no andes buscando por ahí, como hiciste anoche. Y deja de lloriquear. Deja que el tiempo haga su trabajo -repentinamente se quita una pinza de la boca, se inclina y estampa un beso en la mejilla caliente de David-. Y si quieres un buen consejo, no malgastes tus lágrimas, guárdalas para cosas más importantes. O dentro de muy poco no te quedarán, y cuando seas mayor como yo y quieras llorar, no podrás. Recoge esta toalla, ya terminamos.

Los brazos afanosos en alto, la brisa erizando el vello rojizo de sus sobacos y la pelusilla de su nuca, mamá siente la punzada conocida y puntual. A su alrededor, el aire como una miel hierve de insectos heridos de luz. Vuelan aromas de espliego y cacareos de gallina, y una música de radio suena al otro lado del torrente, más allá de los tres robles y del roquedal, en el incipiente polígono de casas baratas, un laberinto de azoteas con jaulas de conejos y palomares al pie de la cuesta. La blusita de color azafrán y otras prendas conocidas se secan sobre matorrales.

– En aquella colina, hace muchos años -dice David señalando al otro lado-, había un campo de trigo con amapolas.

– ¿Cómo lo sabes, hijo?

– Lo sé porque lo sé.

Observando detenidamente esos colores y esas formas animadas bajo el sol, David está a punto de atrapar el presagio de una vivencia emotiva, algo que todavía permanece en los dominios de la intuición.

Morderás el polvo, susurra.

– ¿Qué te pasa? -dice mamá-. ¿Otra vez hablando solo?

– Es tu barriga, que hace ruiditos. El monito te está pateando las entrañas, mamá.

– No me gusta que le llames monito. Hala, a la mesa.

De pronto, subiendo los tres escalones, a David se le escapa un sollozo que no puede controlar.

– Aquí se echaba para que yo lo curara… ¡Casi estaba curado! Tú lo viste. Le ponía tintura de yodo todos los días y le cepillaba el pelo, y él movía el rabo y me miraba. Estaba tan contento, aunque no pudiera verme… ¡Pobre Chispa, pobre amigo mío! ¡Cómo le habría gustado correr por un campo de trigo y amapolas…!

– Por favor, hijo, no me amargues la vida, que de eso ya se ocupan otros… ¿Te parece bonito que la muerte de un perro te haga llorar más que la desgracia de tu padre?

– Ese poli matarife -dice David- podría por lo menos devolver la correa y el collar, ¿no? ¡Son míos!

– No se me ocurrió -dice mamá-. Se lo diré. Si no se han perdido, te los devolverá. No es una mala persona. No lo es, David.

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