Pumba. Ahora o nunca, chaval, no vas a ser un capullo toda tu vida, pensé de repente, ¡pumba!, y hasta juraría que disparé la palabra en voz baja, mientras me limpiaba la sangre del cogote con la servilleta, dice Paulino. El tío había entrado en el cuarto de baño y se paró desnudo ante el espejo, rascándose la ingle. Seguía empalmado al tantear la toalla, y yo me dije: ahora o nunca. Pumba.
– ¿Por qué te decidiste en ese momento? -dice David-. ¿O ya lo habías decidido?
– Ojalá lo supiera.
– Dicen que fue un accidente, que se te disparó la pistola…
– Ojalá lo supiera, te digo.
Lo cuenta medio sonámbulo, como si lo ocurrido no tuviera que ver con él. Fue después de afeitarle y de comer juntos en su pisito de la calle Rabassa una cazuela de mejillones con mahonesa (pero este guaje no come nada, ye un repunante, dice el tío Ramón), los dos solos en el comedor bañado por el sol y atufando a una mezcla de col hervida y masaje Floïd. Ahora es el momento, pensó, no tienes ni que ponerte el pantalón y la camisa, qué más da, nadie ha de verte, así que no esperes ya más, acaba de una vez con esta pesadilla de capones y maldiciones y lametones y mordiscos y gritos sofocados en la sempiterna ronquera de: ¡Te haré un hombre, sobrino, por mis cojones que he de hacerte un hombre!
Pumba.
– Pero qué pasó, Pauli. Vaya escándalo. ¿Dicen que te van a meter en el reformatorio?
– Derechito al Asilo Duran me llevan. Que sí, que sí.
– ¿Pero qué pasó, hombre?
Como si estuviera sonado, así lo cuenta. Que el ex legionario lo había amenazado una vez más con matarle si decía algo en casa, y que luego se metió en el lavabo dejando la puerta abierta y se miraba en el espejo con los peludos brazos en jarras y moviendo muy contento sus orejas de soplillo. Sentado en la mesa del comedor, Paulino alcanzaba a ver el ángulo del pasillo y el lavabo, la espalda aún más peluda que los brazos y la repugnante tiniebla del culo alto y prieto. El salacot, el uniforme y el correaje siempre tan blancos colgaban del respaldo de una silla, en el mismo comedor, y era lo único que se interfería entre el punto de mira de la automática del 9 corto y la odiosa sirenita. De bruces sobre la mesa desplazada por las embestidas de hace un instante, todavía con el mantel y los platos sucios, la navaja de afeitar y la brocha y el cuenco con agua jabonosa que ya no usará en mucho tiempo, la próxima vez te afeitarán en el infierno, Paulino empuña la Star automática con la mano yerta. El tío está frente al espejo secándose el sudor maloliente de las ingles con la toalla. Tiene una sirenita que sonríe tatuada en una nalga, un recuerdo de sus tiempos en la Legión. Tiene una picha como los cerdos, en forma de sacacorchos, silenciosa y húmeda como una culebra. Maldito seas guardia urbano con salacot blanco y blancos correajes, has arruinado mi vida. Qué otra cosa puedes hacer, me digo, cómo escapar de toda esta mierda, no tienes otra salida, Paulino, ya no te valen alas de mariposa ni rabos de lagartija ni de palabartija, por muchas que David consiga con su cortaplumas y sus ganas de ayudarte, compañero cómo te agradezco la complicidad y cómo te estimo, pero la verdad es que ese mejunje para las almorranas no sirve de nada, ya no valen las mentiras y tampoco sirven mis súplicas al tío ni estas lágrimas, ya todo acabó, ya nada me puede curar y ya no aguanto más. Así que ahora o nunca.
En la pared la sombra de la mano empuñando la pistola gira despacio, se retuerce sobre sí misma como la cabeza de una serpiente y apunta al entrecejo.
– ¡¿De verdad querías disparar contra ti mismo, gilipollas?!
– Quería ver la llamarada saliendo de la boca del cañón.
– ¿De verdad pensabas que podrías ver el fogonazo antes de que saliera la bala? No se ve ningún fogonazo, Pauli, y menos si te da el sol en los ojos. Nunca supiste cómo funcionan estas cosas.
– Pues sí que lo he visto. Antes de apretar el gatillo he visto escupir el salivazo de fuego, y antes de eso incluso he visto la luz diminuta del fulminante brillando ante mis ojos, pero entonces ya no apuntaba a mi cabeza, tenía la culata agarrada con las dos manos y apuntaba a la sirenita del culo, me parece.
¿Te parece? ¿Qué pasó, muchacho? No llores. Queremos la verdad.
No lo sé.
Dos tiros. Por qué.
Se me escapó…
¿Dónde apuntabas?
No lo sé, señor policía.
Te estás ganando una tanda de hostias que pa qué.
¿Dónde apuntabas?
A muchos sitios, a muchas cosas… Primero apunté a un calendario, después a una fotografía del tío Ramón pegada a la pared con chinchetas, después a la mano de mortero que me ha endilgado alguna vez, después al salacot colgado en el respaldo de la silla y después a mi cabeza…
¿De verdad querías pegarte un tiro, desgraciado?
No, señor. Sólo lo pensé. Primero lo probé conmigo, apuntándome… Quería saber qué se siente con el cañón apretado entre los ojos.
Y no habías quitado el cargador.
No lo había quitado, no señor. Tenía que hacerlo con el cargador puesto, y sin el seguro. Todo de verdad, tenía que ser así. Todo inventado, pero de verdad, con pólvora de verdad y balas de verdad… Bueno, todo menos las lágrimas.
Tendrás tiempo de llorar en el reformatorio todo lo que quieras. Así que no empieces otra vez.
Sí, señor. Está bien.
¿Y cuándo te echaste a llorar, antes o después de disparar?
Antes. Pero no lloraba de rabia, por eso no supe muy bien lo que hacía. Lloraba como de pena de mí mismo, de mi mala suerte, señor. Por eso se jodió la cosa.
¿Y por qué el segundo tiro, si dices que el primero se te escapó? Querías matarlo, está bien claro. ¿Por qué?
– Se me escapó, David, por eso se jodió la cosa. Se había girado hacia mí y la segunda bala podía haberle matado…
– Si lo habías decidido, ¿cómo no lo hiciste antes, bobo, mientras le afeitabas? -dice David en un susurro de su voz que vuelve como un bálsamo-. Más fácil no podías tenerlo. Un tajo con la navaja en la yugular y sanseacabó, y quién habría sospechado nada. Una pifia de aprendiz de barbero.
– También lo pensé. Más de una vez. Pero ya estaba apuntando al culo…
– Ya. Pumba, a la sirenita que sonríe y que tantas veces se había sentado en tu cara… Perdona, no quería hacerte recordar todo eso.
– No importa.
– Dime una cosa, Pauli. ¿De verdad fallaste el tiro?
– No lo sé. Apuntaba a la sirenita, lo había hecho otras veces. Pero no quería apretar el gatillo, eso no, creo que no…
– Crees que no. Y fallaste.
– Le di en la otra nalga.
– Pero ellos creen que no fallaste.
– Sí.
– Pues déjales que lo crean, porque eso es lo que tenías que haber hecho: no fallar.
Pumba. La primera bala se aloja en el glúteo y penetra unos doce centímetros, moviéndose ya más despacio, ahogada en la efusión de sangre del desgarro. Y la segunda se estrella en el lavabo. Tanto tiempo limpiando y engrasando la pistola con estas manitas suaves y diligentes, tantas veces levantando el arma con el punto de mira buscando el agujero del trasero del guardia urbano, una puntería tan sigilosamente perfeccionada, tan furtivamente ensayada y ensalivada y paladeada. Y fallaste, pobre capullo. Parece mentira.
– Bueno. Otra vez será.
Entre todos los ruidos que agobian día y noche su percepción herida, el zumbido del Spitfire cayendo herido de muerte sigue siendo un bálsamo que se vierte puntualmente en sus oídos.
¡Achtung! ¡Hände hoch!
Abre los ojos de golpe y se incorpora en el camastro apoyándose en el codo. Advierte con alivio que conserva el mechero del inspector apretado en su mano derecha. Abatido por las baterías alemanas, el motor aún ronronea. La columna de humo que se eleva de la carlinga es más delgada y más negra, y la actitud de los dos soldados que lo apuntan con sus armas parece más enrabietada. David apoya la mejilla en la palma de la mano y entorna los ojos, buscando entre centellas la mirada insumisa del piloto.
¿Por qué sonríe, teniente?
¿Qué otra cosa puedo hacer en una fotografía?
¿No teme que le vayan a disparar?
Me da lo mismo. No sabes lo aburrido que es estar en una foto sin hacer nada. O lo que es peor, sirviendo de propaganda al Tercer Reich en la portada de una revista, como si fuera un trofeo. Saldré a estirar un poco las piernas.
Con gesto cansado y expresión displicente, el teniente Bryan O'Flynn deja caer los brazos entumecidos y se golpea los muslos con los puños, luego se quita el gorro y las gafas, afloja el foulard en su cuello, frota con él un mascarón de la frente y se sienta al borde del camastro cruzando las piernas. Lleva una rosa blanca en la mano chamuscada.
Well, veamos qué es eso tan importante que tiene que decirme tu padre. El teniente huele la rosa y sonríe. O Rose, thou art sick! La llevo para hacerle rabiar un poco.
¿Mi padre va a venir?, se oye decir David.
No tardarás en verle sentado en esta cama, soltándonos su aliento podrido de cloroformo. Pero antes de que venga y te ponga la sábana perdida con su legendaria hemorragia, me gustaría charlar un rato contigo.
Muy bien.
Quisiera saber qué te contó de mí la red-haired.
¿Quién?
¡La pelirroja! ¡Tu madre!
David recela entrecerrando aún más los ojos. Los contornos de la rosa blanca se desvanecen.
¿Qué me contó de usted? Nada.
Tu padre, entonces.
Casi no me acuerdo. No fue gran cosa, y hace mucho tiempo… Que lo guió a usted desde Francia, hará cuatro o cinco años, después que derribaron su avión por primera vez, y que estuvo aquí en casa mientras en el Consulado Inglés le arreglaban los papeles para viajar a Gibraltar, porque allí tenía que entregar un maletín con la pieza de un submarino alemán.
¡Fantastic! Bien podrías tú decir, little boy, lo mismo que dijo el poeta: Once a dream did weave a shade O'er my Ange-guarded bed, o sea, un sueño tejió una sombra sobre mi lecho que el ángel guarda. Sin embargo…
¡Que te follen, Bryan O'Flynn!, ruge la voz devastada de papá debajo de la oreja del Dr. P. J. Rosón-Ansio.
…Sin embargo, lo que tu padre no te contó, luego veremos por qué, es que al partir hacia la base de Gibraltar, no me llevé el maletín. Aquel día le dije a tu padre que, por razones de seguridad, puesto que la policía franquista me vigilaba de cerca, era mejor que el maletín con su valiosísima pieza del submarino se quedara aquí. Ya vendría alguien a recogerlo más adelante, tal vez yo mismo, le dije. Lo que no sabía tu padre es que al irme de esta casa la pieza del submarino ya no estaba dentro del maletín… Well, en realidad nunca estuvo allí.
David ha de entornar los párpados mucho más si quiere ver y entender. Debajo de la gran oreja del otorrino no hay nadie. En la mano negra del piloto, el perfume de la rosa y el tufo de las uñas quemadas se mezcla, dejándole confundido. Pero sólo un instante:
Nunca existió esa pieza de submarino, ¿verdad, teniente?
Verdad. Fue una especie de broma. Look, todo empezó con una mentira que le dije a tu padre durante el paso de los Pirineos, al ver cómo le gustaba el drink. ¡Muchacho, qué manera de empinar el codo! En el maletín yo llevaba documentos y dos botellas del mejor vino francés, Château d'Yquem, era el regalo de una dama y no estaba dispuesto a compartirlo con nadie, y menos con aquella esponja que caminaba delante de mí y ya había liquidado él sólito dos botellas de coñac. Le estaba muy agradecido a tu father por ayudarme a cruzar la frontera, pero cada cual guarda fidelidad a los recuerdos más gratos a su manera, I am sorry. Así que me inventé la pieza del Germany submarine fabricado con un nuevo metal cuya composición era de gran interés para la Armada británica, asegurándome de este modo que nadie abriría el maletín…
¿Eso es todo?, decepcionado David.
Hay algo más. Y es que… yo buscaba un pretexto para volver a esta ciudad.
¿Y por eso dejó en casa el maletín con las botellas de vino?
Tampoco las botellas estaban ya en el maletín. Una nos la habíamos bebido tu madre y yo cenando, una noche que tu padre se ausentó. La otra me la bebí on my own al día siguiente, estaba algo triste. Puesto que mi intención era dejar el maletín aquí, las dos botellas y los documentos fueron sustituidos por dos pedazos de hierro, un par de bielas oxidadas de bicicleta que encontré entre los desperdicios arrojados al barranco… Ya te he dicho que necesitaba una excusa para volver.
¿Volver para qué, teniente O'Flynn?
El piloto deja que la pregunta se diluya en la oscuridad. David escruta su cara pecosa y larga, suspendida en el aire y desdibujada, como entrando o saliendo de una nube. Por debajo, la mano renegrida que sostiene la rosa blanca parece una triste garra.
¿Por qué necesitaba un pretexto para volver?, insiste David.
Well, supongo que tienes derecho a una respuesta. El teniente O'Flynn huele la rosa antes de proseguir. Porque así tu padre, que debía regresar a Toulouse para ocuparse de otros asuntos, no habría de recelar de mi vuelta, si llegaba a enterarse. Se supone que yo venía a recuperar el maletín, you understand? Solamente eso y nada más que eso. Digamos que jugué con trampa, pero lo hice por el bien de tu brave father, para no crearle más tensión de la que ya soportaba habitualmente… Afrontaba muchos peligros, dentro y fuera de España, y por eso hay que disculparle que bebiera un poco más de la cuenta, o que a menudo se enfureciera por nada. Yo solamente quería saludar a tu madre, nos habíamos hecho muy amigos. Supongo que también tienes derecho a saber eso… En fin, lo que ocurrió después fue que yo no pude pilotar nunca más un Spitfire, mira mis manos, así que me asignaron otras misiones, la guerra continuó y pasó mucho tiempo antes de que pudiera volver. Se me presentó una buena ocasión a primeros de junio del año pasado, pocos días antes del desembarco de Normandía, pero finalmente no pudo ser y tuve que esperar hasta hace escasamente…
¡¿Por qué no te callas de una puñetera vez, heroico piloto de combate?!, truena de nuevo la voz diabólicamente explosionada, difusa en la oscuridad. ¡Bocazas! Ya puesto en ello, podrías añadir que le escribiste a Rosa cuántas y cuántas cartas después que te fuiste. Supongo que eso también podrías decírselo al chico, al fin y al cabo él tuvo en sus manos esas cartas antes de quemarlas por orden de la pelirroja, que por cierto ya las había roto en mil pedazos… ¡Anda, díselo!
Papá está sentado sobre una nalga en el otro extremo del camastro y sostiene la botella apretada entre los muslos -en una postura, curiosa en él, que sugiere cierto recato e indefensión-, mientras enciende la colilla con un fósforo sin quitarle el ojo al teniente sentado frente a él. Ahora sí que no, ahora de ningún modo está digno y presentable. En su cara abotagada las facciones manifiestan un desorden peculiar, un trastrueque como el que la pelirroja soporta en la cocina de casa: no sólo los dientes no están en su sitio, tampoco la nariz asoma donde debe, ni aquellos pliegues tan viriles en las mejillas, ni la mirada penetrante ni el risueño desdén que siempre había rondado sus cejas altas y espesas. Lo único que está en su sitio es el tajo en la nalga. Es un duro golpe comparar su lamentable aspecto con el del piloto irlandés de sus sueños, pero David se muerde la lengua y no dice nada, piensa solamente que si por lo menos papá pudiera presumir de otra clase de herida en otra parte del cuerpo, si por ejemplo llevara un vendaje en la frente, o el brazo en cabestrillo con su propio foulard, o un parche de cuero negro en el ojo, tal vez aún habría alguna posibilidad de mantener cierto decoro…
¿O acaso no es verdad?, añade papá arrojando la cerilla encendida por encima del hombro. Anda, cáscaselo todo al hijo de la costurera.
Verdad, admite O'Flynn con una sonrisa tímida, rascándose el cogote. Cartas ingenuas, llenas de poesía, de nubes y de tigres y de gusanitos, de oscuros impulsos y de vuelos solitarios con su caída en barrena, la espiral de terrible simetría. La culpa de todo, muchacho, dice buscando los ojos soñolientos de David con los suyos tan azules y conturbados por mascarones y humaredas, la tiene mi pasión privada por la poesía y mi debilidad pública por las pelirrojas de origen no necesariamente irlandés…
¡Que te follen, Bryan, invicto aliado!
Roger. Mensaje recibido. Thank you.
¡No sigas con tus gansadas o te las verás conmigo!, insiste papá. ¿Por qué has tenido que contarle al chaval tus pequeñas intrigas y tus poéticas bellaquerías de petimetre de la RAF?
¿Acaso tú no pensabas hacerlo algún día? ¿Acaso no eres un father responsable? ¿Acaso el chico no tiene derecho a la verdad?
Papá está mirando el mechero dorado en la mano de David al responder: La verdad hay que merecerla. Y eso es algo que mi hijo ya está aprendiendo a su aire y de la manera más conveniente.
¿Más conveniente para quién?
¡Para la patria, por supuesto!, exclama desdoblando el pañuelo ensangrentado y aplicándolo de nuevo a la nalga en alto con sumo cuidado. Empujada compulsivamente por la lengua, la asquerosa colilla que sostiene en los labios viaja de un extremo al otro de su ligera sonrisa burlona. ¡A ti lo que te pasa, paladín aliado y piloto laureado de los cojones, es que te has enterrado en tu propia leyenda y no supiste volver para lo que realmente valía la pena volver a este país! Como tantos otros invictos de tu calaña, has olvidado la causa por la que tantas veces te jugaste el pellejo con tu bonito Spitfire…
Bryan O'Flynn levanta el brazo en demanda de atención.
Just a moment, please. ¿Me estás hablando de la causa, de nuestra común y sagrada causa? Mírate, Víctor, amigo mío, y dime lo que ves, mira tu querida botella y tu rostro espectral y sin afeitar y tu trasero rajado, tu patético disfraz de perdedor acosado, mírate y ahora dime qué es para ti la causa.
Para mí sigue siendo lo de siempre: todo aquello que no acaba de salir como esperabas. ¡Un arroz a la cazuela, por ejemplo! Pero no creas que he cambiado tanto. Escupiré siempre en la jeta y en las palabras de los poderosos, porque ésa es la gente que alfombra de cadáveres su camino hacia el triunfo y su cacareado amor a la patria.
Qué cosas dices, papá.
¡Y qué estupendo y qué pelma se está poniendo tu admirado piloto! ¿No ves que es un cabeza de chorlito? La diferencia entre tu padre y este tipo es que tu padre está empezando a considerar alguna otra forma de vida más digna, y este pimpollo de la RAF sigue creyéndose un triunfador. ¡Y no sabes tú la de horrores que nos va a traer eso!
De modo que tú no celebras nuestra gran victoria sobre el fascismo, dice O'Flynn.
Nunca levanto mi copa hasta que me la llenan.
David deja que la resonante voz de papá se funda en la sombra y mira al teniente O'Flynn. Espera un rato, medita las preguntas que nunca han tenido respuesta:
¿Y cuántos días se quedó usted en casa, la segunda vez que vino, se puede saber?
Una noche. Una sola noche, dice el teniente.
¡¿Por qué no te metes la lengua en el culo, pero ya, Bryan O'Flynn?!, truena nuevamente papá con la voz desvertebrada. ¡¿O prefieres que te endilgue en el culo el morro entero de tu famoso Spitfire?!
Ya puedes decir lo que quieras, que no me enfado. Yo tengo an exciting life, yo voy y vengo de los horizontes de fuego y esmeralda, más allá del arco iris, my friend, yo soy un piloto de combate, un soñador. Soy romántico, encantador, intrépido. Me deslizo por el cielo como el gusano se desliza entre los pétalos de la rosa, porque un solitario impulso de placer me atrajo a este tumulto en las nubes, a esta seda inmaculada…
La victoria no es más que un espejismo de estúpidos engreídos, gruñe papá mirando a David. Y exhibirla como hace este mequetrefe me parece impúdico. La verdadera victoria es esa mata de margaritas que tu madre cultiva en el portal de casa… Pero yo no soy tu madre. Ella siempre quiso vivir conforme a una ética, y por eso ahora lo está pasando mal con algunos recuerdos. ¡Así que no me vengas con hostias, O'Flynn!
El teniente menea la cabeza en silencio. Con aire escéptico se mira las uñas de luto, las manos bellas y tenebrosas, y añade:
Víctor, dime una cosa. ¿Qué clase de amargura descargas sobre este chico? Realmente, ¿qué es lo que te jode y te obsesiona, compañero? ¿Que yo hiciera soñar un poco a su madre, en aquel entonces tan desesperanzada, tan maltratada por la soledad y los desengaños, o el hecho de tener que asumir ante todos nosotros tu triste papel de vencido…?
¡De rojo facineroso!, corta la voz desnortada de papá. ¡Menudo papelón!
En otras palabras, insiste el teniente, ¿qué es lo que más te duele, el engaño o la derrota?
De bruces sobre el lecho, David mira a papá con el mentón apoyado en ambas manos y espera su respuesta.
Jodido piloto. Es la pregunta más pertinente y puñetera que me han hecho desde que me escapé de casa, masculla papá espolvoreando la voz en el aire en medio de un suspiro, pero sin poder evitar el castañeteo de la prótesis dental mal sujeta. Tic-toc-tic-toc-tic-toc. Pues no lo sé, Bryan, no lo sé… Tic-toc-tic-toc…
Que se te cae la dentadura, padre, se lamenta David casi con lágrimas en los ojos.
…no lo sé. Hasta hace poco yo era un hombre marcado por la derrota, esto lo saben hasta los chiquillos del barrio, pero ahora, no sé… La desgracia se ha cebado en mí, pero es que yo no he sabido combatir ni en las nubes ni a ras del suelo. En todo caso, lo mejor sería hacer un fuego con toda esta mierda, como hizo David con las cartas. Me atormentan demasiado el dolor y la desesperanza, y sobre todo los infinitos horrores que he visto, incluyendo los que yo mismo he causado, así que espero que no quede memoria del más mínimo detalle de nada de eso. Valió la pena ilusionarse y luchar, sí, ambas cosas me dieron momentos de plenitud, y esos momentos no los cambiaría por nada. Pero se acabó.
Te equivocas, darling, dice el teniente O'Flynn apartando con los dedos chicharrones y engarfiados un mechón de rubios cabellos sobre la frente. Mira lo que te digo: si se pierde la memoria de uno solo de estos detalles, se perderá todo y nos perderemos todos, el universo entero se perderá con nosotros. O nos salvamos todos con todo, o no se salvará nada ni nadie.
¡No me sermonees, Bryan!
Well, tú siempre gustarte mucho chapotear en el charco pestilente de la derrota, con tu querida botella y tu culo roto al aire y la sangre corrompida por la patria y todo esa leche, well, comprendo tus sentimientos, but yo nunca te he visto así, mi valiente amigo, tú no eres tan visceralmente renegado, ni tan rabiosamente fugitivo, oh, no, yo creo que tú eres metáfora viviente de dignidad civil. Oh, yes. Y has tenido, pese a todo, pese a tu revolcón en la barranca, a tu pestucio a coñac y a tu raja en el arse, el respeto y el amor de tu Rosa. Has obtenido tú también tu victoria. Eres un héroe, lo quieras o no. Lo mismo que yo.
¡Un héroe de guerra no es otra cosa que una sangrienta coincidencia! No es mi caso, teniente.
Entonces vamos a ver, tercia David sentándose en medio del catre con gesto impaciente, vamos a ver, que yo me aclare. El piloto de caza Bryan O'Flynn vuelve a casa y le trae una rosa blanca a la pelirroja. ¿Y tú dónde estabas, padre?
Hacía tres noches que me había tirado al barranco. Pero ya tampoco estaba allí.
¿Y yo? ¿Dónde estaba yo, padre?
Déjame pensar…
Si fueras inteligente te callarías ahora mismo, advierte O'Flynn a papá en voz baja.
Debía ser a finales de marzo, en Semana Santa, así que estabas en casa de la abuela, en la playa.
Sí, dice David, justo un año después de que viera caer al mar el bombardero B-26. Tú me dijiste que el teniente O'Flynn había muerto quemado o ahogado en ese avión.
¿Yo? ¿Un bombardero de la RAF estrellado en el mar? Ni siquiera los periódicos hablaron de ningún bombardero caído frente a la playa de Mataró, recuérdalo…
I see, gruñe el teniente. Te dijo eso porque deseaba mi muerte.
Te creía muerto. No es lo mismo.
David empieza a notar la olla de grillos destapándose en su cabeza.
¿Quién dice la verdad?
Tú para bien la oreja, muchacho, masculla papá. La verdad es una cuestión de oído.
Sure, dice Bryan O'Flynn incorporándose a los pies del catre. Bien dicho. Anuda el pañuelo de seda bajo la nuez prominente, se ajusta la cazadora de piel, se pone el gorro dejando las gafas sobre la frente y, antes de desaparecer, dedica a David su media sonrisa enmascarada y se toca la sien con dos dedos chamuscados, en un remedo zumbón de saludo militar. Good luck.
Mientras se yergue serenamente junto a su caza derribado y de nuevo se enfrenta a los boches alzando la voz clara y burlona -A la cazadora de cuero no, please-, tras él, y a lo lejos, en lo más profundo y por encima de los sombríos campos calcinados, rosadas nubes desprendidas del crepúsculo viajan desflecadas y sumisas hacia la noche. Con voz apagada, también papá se despide.
No te pongas cabezón, hijo, no lo pienses más. A esa lagartija no podrás cortarle el rabo.
Despertar bruscamente de madrugada en este cuartucho trae consigo quedarte a merced de unos ojos que te miran en la oscuridad, casi siempre desde la negrura del armario ropero entreabierto, pero ese puntual sobresalto David lo atenúa de inmediato al sentir en su mano la urgente pulsión de la venganza, la esquinada y vigorosa simetría del Dupont recalentado en el sueño y empuñado con firmeza bajo la sábana como si fuera un arma.
Se pone a silbar en la oscuridad, pero los ojos acerados del inspector Galván siguen flotando en la sombra y le dedican un parpadeo lúbrico y maligno. David salta del camastro y abre totalmente el armario manoteando la ropa de invierno, el raído abrigo negro de papá y algunas prendas de la pelirroja que el embarazo ya no le permite ponerse. Comprueba que el poli naturalmente no está, pero persiste la tensión y sigue silbando. Entonces se alza de puntillas y alcanza dos cajas de zapatos escondidas en lo alto del armario y saca de ellas la blusa de color azafrán, la faldita amarilla con bolsillos verdes y unas bragas de color rosa de niña, y se viste a ciegas y atolondradamente, con rabia y castañeteándole los dientes. Luego abre otra caja y saca la boina roja y el bolso rojo de plexiglás de larga correa, lo cuelga de su hombro y con la mano lo aprieta firmemente a la cadera, cruza de nuevo la oscuridad y, conteniendo la respiración, se deja caer de espaldas y estirado como una tabla sobre el lecho, la boina ladeada sobre el ojo y empuñando con la otra mano el Dupont dorado.
¿Todavía me estás guipando, cacho cabrón? Pues por mí puedes seguir, porque de todos modos acabaré contigo. Cerdo. Matarife. Polichulo de mierda.
David surge del cañaveral y se planta en medio del sendero, cortando el paso a la bicicleta. Sorprendida, la muchacha frena bruscamente y echa pie a tierra.
– Tienes una bici muy fermi -dice David con la voz nudosa. Lleva un vendaje en la frente, con unos toques de tintura de yodo y un aura de secretas ensoñaciones heroicas-. ¿Es de tu padre?
Ella le mira con sus ojos duros y no dice nada. Afirmando el pie en tierra, adelanta el vientre con suavidad y quita el trasero del sillín, apoya la corva en la barra del cuadro y balancea la pierna, manteniendo el manillar bien agarrado con ambas manos. En esta ocasión, al tenerla tan cerca, David puede observar en su brazo derecho, por debajo de la marca de la vacuna, una mariposa de calcomanía con las alas desplegadas, negras y rojas. -¿Cómo te llamas? -pregunta David. Tampoco esta vez obtiene respuesta, y observa la funda del violín sujeta al cuadro de la bici. Es una funda vieja y raída, con los cantos despellejados-. ¿Estudias música?
Cree percibir un destello burlón en su mirada y se le ocurre que, aunque sea una funda de violín, dentro no tiene por qué llevar un violín; podría llevar la merienda, o una labor de ganchillo, o unos kilos de arroz o de garbanzos.
– ¿Qué dices? -insiste David-. ¿No tienes lengua, niña?
Ella ni parpadea. Tranquilamente, sin dejar de mirarle, aparta un insecto de su cara con la mano. Pequeños aretes plateados cuelgan de sus orejas.
– No puedes pasar por aquí sin dar la contraseña, ¿no lo sabías? -David no se da por vencido-. La contraseña es Zapastra. Tienes que decir la palabra Zapastra, y aun así ya veremos si te dejo pasar. ¡Vamos, dilo! ¡Di Zapastra!
Ella mueve la bici como si quisiera esquivarlo, pero no parece poner mucho empeño. Le puede la curiosidad más que el miedo, y se queda otra vez mirándole muy seria y en silencio.
– Tranquila, no voy a hacerte nada -David corta una caña verde y empieza a pelarla arqueando la cadera con aire chulesco-. Pero te has metido en un atolladero, chavala. Si no quieres decir la contraseña, tendrás que pagar prenda… Yo vivo allí, en aquella casona. ¿Ves este mechero tan chulo? -saca el Dupont del bolsillo-. Lo perdió un señor amigo de mi madre, ahí abajo en el torrente, cuando enterraba a un perrito. Este señor está ahora en casa con mi madre. Si vas y le devuelves el mechero diciendo que te lo has encontrado en el torrente, en el sitio donde él enterró el perro, dejaré que te vayas sin hacerte nada.
La muchacha lo mira con recelo, ahora sí. Endereza la bicicleta, se sienta en el sillín y levanta el pedal con el empeine del pie.
– Espera -se apresura David-. Qué te cuesta, sólo tienes que decirle que un día, al pasar por aquí, lo viste cavando con una azada, y por eso has pensado que el mechero es suyo. Sólo eso. Si no lo haces, ahora mismo tendrás que enseñarme las bragas, y si son blancas o de color rosa, pues mala suerte para ti, ésta es la prenda por no decir Zapastra, porque entonces tendrás que meterte conmigo entre las cañas y te pondré una mordaza en la boca y te ataré las muñecas, y no te soltaré hasta la noche y además a lo mejor te pispo la bici…
No tiene tiempo de verle la cara, sólo los cabellos rubios agitados por el viento, ya que el primer golpe de pedal es tan impetuoso y sorprendente que la bicicleta parece salir disparada y dejarla a ella detrás con la falda arriba y las rodillas rabiosas iniciando su frenético sube y baja.
– ¡Que es broma, tonta, que no te voy a hacer nada! -exclama David apartándose justo a tiempo de no ser arrollado. Viéndola alejarse velozmente detrás del cañaveral se lamenta en voz baja, desolado-: Si me importa un bledo el color de las bragas, en serio, si ya te las he visto. ¡Mira que llegas a ser borde, chavala, ¿qué te costaba echarme una manita?! Si supieras lo que le hicieron al pobre Chispa, seguro que me habrías ayudado. Seguro.
Baja hasta el lecho del torrente y durante más de una hora se desespera cortaplumas en mano buscando lagartijas para Paulino. Ve a dos o tres, pero no logra cazar ninguna, y al final desiste. Hoy no es mi día.
Al atardecer, el viento furtivo de las afueras penetra en los barrios altos llevando consigo un olor a pezuña quemada. Oscuros viandantes encorvados se deslizan por las calles como hurones, arrimados a los muros. Un hombre pequeño que pasa dando grandes zancadas pisa una mierda de perro y dice me cago en la leche puta, no hay derecho. David esquiva a todos ensimismado y cruza la plaza Sanllehy rumiando unas palabras de despedida. Hola, gordi, he venido a decirte adiós.
Acaba de salir del cuarto rojo con los dedos amarillos de revelar fotos de una boda tronada y más fotos de soldados y chachas en la plaza de Cataluña dando alpiste a las palomas, y antes de volver a casa quiere ver a Paulino. Tira una china contra el cristal de la ventana y poco después Paulino se sienta a su lado en un banco de la plaza. Ambos se quedan un rato callados.
– He venido solamente a decirte adiós, me las piro enseguida
– dice David sacando del bolsillo un papel enrollado.
– Bueno.
– Te he traído este programa en colores de Sabu. Es la peli que vimos en el Delis, ¿te acuerdas?
– Claro. Gracias -dice Paulino. Ya le han afeitado la cabeza al cero una vez más, ya parece un presidiario, con sus ojos tristones arrimados a la nariz y su agrietada cara de niño viejo-. A mí me vienen a recoger ahora mismo. En menos de media hora estaré en el reformatorio, así que…
David chasquea la lengua.
– Yo también estoy fatal. En mis oídos es como si llovieran piedras, y mira el cielo, ni una nube.
– ¿Quieres que toque las maracas bien fuerte?
– No. Hoy lo puedo aguantar. -Después de una larga pausa, David añade-: Te han cogido con el culo al aire, chaval.
– Si no hablo, no me pasará nada.
David había pensado encontrarle más quejica y miedoso que otras veces, pero no. Viste para la ocasión su mejor ropa, pantalón largo con raya y una pescadora azul, abierta sobre el pecho y con el cordón suelto. Trae sus maracas en una caja de cartón.
– ¿Me las guardarás hasta que vuelva?
– Claro.
– La navaja barbera me la llevo. Me han dicho que allí podré seguir practicando.
– ¿Te van a encerrar mucho tiempo?
– No es una cárcel, ¿sabes? El Asilo Duran es como una escuela… Para chicos descarriados y charnegos sin familia, bueno, sí, pero no es una cárcel, ¿sabes?
David asiente en silencio. Después dice:
– Venía pensando que no te dejarían salir de casa.
– ¿Por qué no? No soy un criminal. No me vigilan. Fue un desgraciado accidente, eso es lo que mi tío dejó bien claro a todo el mundo. -¿Y la bofia se lo tragó? -No lo sé.
– Se te puede escapar un tiro una vez, pero dos tiros… ¿Por qué no contaste la verdad? Lo habrían enchironado, al hijo de la gran puta.
– ¿Tú crees que me convenía hablar? Fíjate que hasta con el agujero en la cacha, desangrándose en el suelo como un cerdo, el tío me dijo que me mataría si hablaba. Por malo que sea el reformatorio, peor no será, ¿no crees?
David guarda silencio otro rato, la cabeza sobre el pecho. El zumbido de sus oídos crece. Tzzzzz… Paulino lo mira.
– ¿En qué piensas, David?
– En nada. -Pero enseguida añade-: ¿De verdad no querías que este mamón la palmara?
– No -y con una voz que ya empieza a ser otra voz, más firme, dice-: Al que mataría es a mi padre, por gallina. Antes de irme me dan ganas de ponerle las cuatro plumas en el estuche de su navaja…
Ocupan el banco de madera junto a la fuente y se mantienen a un metro de distancia el uno del otro y con la caja de maracas en medio, Paulino muy formal con la espalda recta, las rodillas juntas y las manos encima, mirando el perfil huraño de David, que sigue con la vista en el suelo y con flojera, despatarrado.
– ¿Tienes miedo, Pauli?
– Sí, un poco…
– Iré a verte los domingos.
– Pero allí no me van a pegar, porque lo haré bien.
– ¿El qué harás bien? -dice David.
Ahora es Paulino el que calla unos segundos.
– Todo lo que me pidan -dice apretando los dientes. Si me lo piden por las buenas. Estoy hasta el moño de malos modos, ¿sabes?
Otro silencio, que David rompe hablando deprisa, comiéndose las palabras.
– Voy a seguir buscando palabartijas. Si pillo una, te guardaré el rabo…
– Qué rabo ni qué puñeta, hombre. Ya no voy a necesitar ese mejunje nunca más. Cuando salga, dentro de un par de años, estaré curado y nadie se acordará de nada.
Una sombría pistola empuñada con ambas manos, temblorosas, sobre un cuenco con espuma de jabón. Una purulenta nalga de ex legionario tatuada con una sirenita azul que se coge los pechos y sonríe de forma obscena. ¿Y nadie se acordará de nada? David se vuelve de pronto y lo mira conteniendo su furia con los labios prietos y cara de susto, como si tuviera conciencia de la fatalidad de ambos, la de Paulino y la suya propia, que el tiempo se encargaría de revelar puntualmente. No lo dice, pero lo piensa: lo que va a pasar cuando salgas del reformatorio dentro de un par de años, o quizás antes, está cantado, Pauli: volverás a verte remojando barbas de vejestorios todo el puto día, en el Cottolengo y en el hospital, volverás a calentar toallas y a preparar el jabón y afilar navajas en la badana para tu padre, y sobre todo te las verás otra vez con las barbas del guardia urbano en su casa, porque te estará esperando, el muy cabrito, así es como te verás de jodido y puteado cuando salgas, chaval, hasta que un buen día, una soleada mañana de domingo que haya ido a buscarte al Asilo Duran para que pases el día con él -ya sabes, lo hace un domingo sí y otro no, tú lo afeitas y él te invita a comer y te lleva al cine o a los autos de choque de Vía Augusta, y luego te devuelve al encierro-, mientras apuras su afeitado en el terrado de su casa, te acomete de pronto un ramalazo de angustia, y ¡zas!, le rebañas el cuello de un solo tajo, y se acabó la historia… Desbaratando la sombría premonición, la voz mudable de Paulino añade:
– Saldré como nuevo, ya verás. Y se acabó la historia.
– De todos modos -dice David apartando los ojos de él-, te has portado. Siempre pensé que no tenías ni media hostia. Que, de los dos, yo te ganaba en mala leche. Y no.
– Tú cavilas demasiado -dice Paulino.
David se encoge de hombros y calla un buen rato.
– Quería que me hicieras un favor antes de irte, pero ya no hay tiempo -dice después, y le explica su idea: presentarse al poli amigo de mamá, cuando esté con ella, en casa, y devolverle el Dupont diciendo que lo ha encontrado en el torrente, en el mismo sitio que alguien lo vio cavando, etcétera.
– A ti, mi madre te creería -añade-. Qué lástima.
– Pero el inspector me habría interrogado a fondo, y entonces qué -dice Paulino-. ¿De verdad crees que se tragaría esta trola?
– No es una trola. Y no me importa lo que haga él, lo que me importa es que se lo crea mi madre. Pero bueno, ya se me ocurrirá algo -coge la caja de cartón y se levanta-. Me voy. Abur.
– Espera -dice Paulino llevándose la mano al bolsillo-. Te he escrito una poesía.
– ¡No fastidies!
– Tendrás que oírla antes de irte, te guste o no.
– Me cago en la mar, Pauli, mira que llegas a ser recapullo.
– Es muy cortita. Escucha. Deshojando una margarita del callejón del Viento, se quedó en mi pensamiento, el mejor amigo del alma. ¿Te gusta?
– La caraba.
– Me ha salido en un periquete.
– Se necesita ser merluzo para decir estas cosas…
– Pues bueno -observa el bulto del puño de David metido en el bolsillo del pantalón y añade-: Oye, ¿qué vas a hacer con el mechero del inspector?
– Ya te lo he dicho.
– Deberías devolvérselo sin más, por las buenas…
– Adiós, gordi -corta David-. Suerte.
No vuelve a casa por la Avenida, sino por las callejas de tierra batida más allá de la plaza y luego por el descampado yermo, cruzándose con gatos famélicos y perros vagabundos, hasta alcanzar la suave colina a este lado del barranco, pasando por entre las matas de ginesta cuyas florecillas amarillas aún sostienen la colada del día. Las prendas que le gustan están ahí, mostrando sus vivos colores después de secarse al sol. Se hace con dos o tres, escondiéndolas bajo la camisa, y sigue su camino con la caja de las maracas en el sobaco.
Camina junto a derruidas paredes de tapial, barracas y huertas y vestigios de perdidos senderos rurales, bordeando el torrente para cruzarlo mucho más arriba de casa, y luego se para en medio del cauce, ante el pequeño túmulo de arena que cubre el espectro de Chispa. Le llega desde la orilla el canto del mirlo y el rumor del agua sobre las piedras pulidas. Clavado una vez más en el lecho pedregoso, en torno a los tobillos siente el embate de las aguas muertas que discurren sin principio ni fin. Una fuerza extraña, un campo de energía desconocido lo ha atraído hasta esa duna junto al estiaje, a él y al Dupont dorado. Dondequiera que el perro se halle -aquí, se reafirma a sí mismo, aquí fue abatido y aquí está sepultado-, de él ya no quedaría más que el esqueleto mondo y lirondo, el arco de las costillas abriéndose debajo de la tierra y las cuencas sin ojos anegadas de arena, y a su lado el collar y la correa pudriéndose. Qué mala suerte la tuya, Chispa. ¿Nadie vio lo que te hicieron? ¿No pasaba nadie en aquel momento?
Pasó una muchacha en bicicleta, dice Chispa, sentado muy tieso sobre su propia tumba y con la frente todavía vendada. Yo la vi.
Una chica rubia en una bicicleta de hombre, eso es, corrobora David.
Sí. ¿Sabes cómo se llama? Amanda.
¡Cáspita! ¡Qué nombre más bonito!
¿Y dices que esa chica os vio, a ti y al inspector?
Eso no lo sé.
Seguro que sí. Cuando ella pasó por aquí, el poli todavía te arrastraba por el suelo tirando de la correa de mala manera…
No, fue después.
¿Fue cuando ese malparido sacó el revólver?
No liemos la cosa. Yo no vi ningún revólver.
Claro. No te dio tiempo ni a eso, pobre Chispa.
Que estaba uno de morirse, nano, qué quieres.
Entonces, calcula David para sus adentros, seguramente esa niña pasó cuando el tío ya estaba cavando el hoyo. Aunque el mechero debió quedar semienterrado en la arena removida, el último sol de la tarde fue capaz de arrancarle un destello, y ese destello lo vio Amanda desde su bicicleta, cuando volvía a pasar por aquí una hora después, y se apeó y fue a cogerlo… ¡Procura recordar, Chispa!
¡Hombre, majillo, tú quieres que te lo den todo hecho!, boquea el perro sacudiendo la pelambre del lomo sucia de arena y plagada de larvas. ¿Qué pasa cuando pasa una cosa que te ha pasado por la cabeza porque tenía que pasar pero quién sabe si pasó? Estornuda Chispa y se inmoviliza de nuevo con sus largas orejas y su mirada melancólica bajo la venda ensangrentada. ¡Vamos, que tú lo quieres todo muy clarito y muy evidente, y eso no puede ser! Este hombre también podría haberme dejado tirado por ahí como una colilla…
¿Para que yo y Pauli te encontráramos con un agujero en el coco? No, tuvo que cavar un hoyo enseguida, eso creo. Buscó una azada en alguna barraca de por aquí, en las huertas, y cavó un hoyo, añade David dejándose caer sentado sobre la lengua de arena y cruzando las piernas.
Sentarse aquí frente a la tumba y ponerse a repensar el último paseo de Chispa en compañía del inspector Galván ha de ser como mirar el torrente después que ha llovido y esperar que pasen cosas; como leer el nombre del verdugo de Chispa en una lápida funeraria lavada por la lluvia, limpia de hojarasca y de flores podridas. Aquí está. Así ocurrió sin duda. Pero los pensamientos de David no son sombríos ahora: según sus cálculos, el inspector lo arrastró un trecho tirando de la correa sin piedad y cruzó el torrente, que sería un horno a esa hora. No llegarían muy lejos, sencillamente porque Chispa iba sin resuello y al límite de sus fuerzas, y no había que pensar que el inspector lo cogiera y lo llevara en brazos hasta el cuartel de la Guardia Civil en la Travesera para entregarlo al veterinario… Es tan viejo el animal y sufre tanto, pensaría, bien mirado es un muerto que camina, no llegará vivo a la bola de estricnina, de modo que lo mejor, etcétera. No irían más allá, por eso remontarían el lecho del torrente hasta alcanzar casi las huertas, una zona solitaria, el poli muy cansado y nervioso y harto de tirar de la correa, Chispa ya medio estrangulado y con la lengua fuera; puedo ver la espuma amarilla derramándose de su boca, puedo verla, ahora mismo la estoy viendo y es algo que me pone a parir. No resiste más y deja caer la panza sobre una franja de arena. Hasta aquí hemos llegado, guripa, ni un paso más. Pero seguramente ya mucho antes de llegar al límite, resignado al mandato implacable de los tirones y sacudidas, arrastrando las despellejadas patas traseras como harapos de sí mismo, antes de que se le nublara la vista y se le parara el corazón, su alma ya había muerto de tristeza. También pudo haber ocurrido, piensa David, que el encabronamiento del inspector y su decisión de liquidar el asunto a lo bruto no fuera provocado solamente por el terrible calor y la terca negativa de Chispa a seguir caminando o a reventar de una vez, sino que influirían también otras causas, vete a saber, un poli siempre será un tío borde, y de éste se puede esperar cualquier cosa…
Tantas veces y con tanta intensidad emocional ha desarrollado David la secuencia de esa muerte, que sus trazos más crueles ya figuran y perduran en la memoria con dolorosos detalles y certezas incluso a pesar suyo. Sabe de cierto, por ejemplo, que en el último momento Chispa intentó arañar al inspector con la pezuña, porque era un perro que tenía alma enrabietada de gato, y que segundos antes de recibir el tiro, el pobre animal levantó los ojos y lanzó una mirada de reproche a su verdugo, y que luego, sin un gemido, quizás con un maullido socarrón, a modo de despedida de este mundo asqueroso, rindió la cabeza.
El disparo y su eco aún resuenan en el caracol de mis orejas, compitiendo con el zumbido de siempre. ¿O fueron dos disparos, Chispa? Ni uno ni dos, embustero. Que sí. Te cuento… Lejos, más allá de la plaza Sanllehy, me agacho al borde de la carretera del Carmelo para atarme el cordón del zapato, estoy viendo a un palmo de mis narices los hierbajos resecos que peina el viento al borde del asfalto, así que lo tengo a favor del viento, ¿comprendes? Yo venía de entregar las fotos de una boda a una familia del Carmelo, y los novios eran tan pobres que sólo se quedaron dos, una en el altar mirándose y otra en el portal de la iglesia, también mirándose, tieso él y sonriente y más feo que Picio, y Paulino estaba conmigo en la carretera y dijo no haber oído nada (o sí: Ha sido una escopeta de aire comprimido, para asustar a las palomas. Que no. Está bien, chatín, lo que tú digas), pero incluso estando más lejos y con el viento en contra yo esa tarde habría cazado el eco del disparo, porque lo pude oír incluso antes de que el poli empuñara el revólver, mucho antes incluso de sacarlo de la funda sobaquera y poner las dos balas en el tambor. Alcé la cabeza de golpe, como si la primera bala también hubiese atravesado mi frente, y hasta sentí en la mano el rebrinco de la culata al disparar. El eco se expandió desde aquí y enseguida, como bolitas de algodón que llegaran una tras otra, fue taponando mis oídos enfermos. Y antes de desvanecerse en el aire también llegó el olor de la pólvora. Palabra.
El eco del quimérico disparo se trenza con el timbre de la bicicleta, y David vuelve bruscamente la cabeza al tiempo que se incorpora. Oye el rumor del cercano cañaveral mecido por la brisa después que la brisa ha mecido los cabellos de la muchacha.
Los pies apoyados en tierra, sin bajarse de la bici y a horcajadas sobre el cuadro del que cuelga la funda del violín, ella lo está mirando desde el sendero que bordea el torrente, a unos cincuenta metros. Sus ojos son duros y su boca malhumorada parece decir algo. ¿Estará pensando este sinvergüenza me acaba de robar una falda y una blusa? ¿Lo habría visto? Pero, ¿por qué un chico iba a robar ropa de chica? Sacude la melena, monta nuevamente en el sillín y pedalea enérgicamente, alejándose con su llamarada rubia en alto y su violín entre las piernas, cuando ya David intuye la extraña fusión entre el Dupont dorado que aprieta en el puño y esa melena de fuego que se diluye detrás del cañaveral, entre el determinismo crispado de la venganza y el azar de las cosas. Es simplemente la pura intuición que siempre vertebró sus sueños, el desquite enrabietado que anda buscando: abre la mano y deja caer el mechero a los pies del túmulo, quedando semienterrado en la arena, de costado.
Es cierto, hijo, no lo pienses más; esta muchacha pasó por aquí con su bicicleta y se paró a mirar, yo también la vi, dice la voz anestesiada a su espalda. Pero no me gusta lo que estás tramando…
Se acerca papá con las manos sucias y la frente alta, la colilla retozando en las comisuras de la boca y la botella de coñac agarrada por el gollete bailando en su mano, viene como desafiando el viento de una maldición o de una quimera empeñada en retenerle aquí, en este maloliente repliegue de la historia. Al contrario que su voz, su cuerpo no es nada evanescente, intangible ni gaseoso, y encima huele bastante mal.
El inspector Galván oculta la verdad, padre. Es un fullero. Ahora siempre que viene le trae una rosa blanca, y ya no habla pestes de mí y dice que nos quiere ayudar. Todo mentira.
Tu madre va a necesitar toda clase de ayuda.
Has de saber que nos visita casi a diario y siempre trae algo, chocolate, un saquito de alubias, terrones de azúcar… Cuando vengo de casa del fotógrafo me los encuentro a los dos sentados a la mesa camilla, madre le sirve café y él le enciende cigarrillos, tendrías que verlos charlando tranquilamente, la rosa está en un vaso con agua que ella coloca entre la lámpara encendida y el poli, que está sentado en tu sillón, y la sombra de la rosa le da en la cara mientras habla y a ratos sus ojos brillan, amparados en esa sombra… ¿Sabes qué le dijo el otro día? Le dijo me pregunto, Rosa, porque ya se tutean, sinceramente me pregunto si tu marido ha sido un auténtico libertario o simplemente un mujeriego. Fíjate.
Qué más da, hijo. La cuestión es pasar el rato.
Nunca entendí tus bromas, padre. Tú también juegas con las cartas marcadas.
No las marqué yo. La baraja es muy vieja, está más sobada que el trasero de la señora Vergés, pero de momento no tenemos otra.
¿Quién es la señora Vergés?
No preguntes.
David baja la cabeza sobre el pecho y espera, la mirada puesta en la arena caligrafiada por las lagartijas o las ratas en torno a sus pies. Empieza a echar de menos el son de las maracas de Paulino que guarda en la caja bajo el sobaco: su sonido de arenas tropicales anulaba los zumbidos y las voces en sus oídos. Las sombras del atardecer ya invaden el lecho del torrente y emborronan el menguado caudal del estiaje, pero el falso Dupont parcialmente hundido en tierra todavía lanza su débil fulgor dorado. David se agacha repentinamente, coge el mechero y lo examina con talante reflexivo. Tiene granos de arena en las junturas y procura que no se desprendan.
¿Se puede saber qué haces?, dice Chispa ahuyentando con la pata una mosca carroñera.
¿No lo ves? Encontré el encendedor del poli, mira.
¿Sí? ¡Ostras, nano! ¡Qué chiripa!
Estaba aquí mismo. Se le cayó del bolsillo cuando cavaba el hoyo para enterrarte. Se le cayó, seguro.
Lo que acabas de decir es una mentira, dice papá. Y por mucho que la repitas, no la vas a convertir en verdad.
Eso ya lo veremos.
Me parece que no carburas, muchacho. ¿Olvidas que tu padre ha luchado toda su vida contra esta clase de triquiñuelas…?
Hablando en términos policiales, lo interrumpe Chispa desplegando una blanca sonrisa melancólica, lo cual he de admitir que no se corresponde con mi pedigrí ni con mi crianza, debo decir que lo que está haciendo el nano es aportar pruebas falsas para inculpar a un sospechoso que él sabe culpable.
Conozco esas tretas, gruñe papá sujetando la botella en la entrepierna mientras con ambas manos asegura el sucio pañuelo en el trasero. Estás furioso y te diré por qué, hijo. Dices que ese fanfarrón mató a tu perro de mala manera, de acuerdo, tú crees que es un hecho consumado. Pero por el momento, más que un hecho, es una apariencia, y eso es lo que te enfurece. Tu impostura es peligrosa, la conozco, la he sufrido en mis carnes. No es que mientas para enterrar la verdad, ya lo sé, lo haces precisamente para desenterrarla, pero, en cualquier caso, mientes… Agarra de nuevo la botella y bebe a morro, y luego se queda mirando el vacío ante él con aire de resignada pesadumbre. Los hay que piensan que una cosa es la realidad y otra la verdad, y tú eres uno de esos. Eres un peligro, hijo mío… En fin, yo me largo. Se queda mirando en dirección a la ciudad con los ojos apagados, la botella firmemente agarrada por el gollete, los hombros vencidos. Deberías esconderte lejos de aquí, piensa o dice David. No, dice papá, estoy en el lugar que me corresponde, dentro de esa herida mal cerrada en la tierra, una barranca hedionda y falaz… Me pregunto cómo un hombre es capaz de pifiarla tantas veces en la vida. Si he de cambiar de escondite, dejaré por ahí un papel que diga: aquí la pifió Víctor Bartra una vez más. Como ves, ya no me queda nada salvo esta colilla apagada. A ti te queda el mechero, y lo mejor que podrías hacer es encenderme la colilla con él y después devolverlo al inspector.
Le será devuelto, pero no por mí. A mí no me creería, dice David.
¿No creería qué cosa?
Que acabo de encontrarlo yo justo aquí, donde mató a Chispa. Me tiene por un mentiroso, y mamá también… Tiene que decírselo otra persona. Eso es, otra persona.
Papá gira sobre sí mismo esgrimiendo la botella por encima de la cabeza, como si fuera un artefacto explosivo, y la lanza contra una roca. Antes de que se haga añicos, mientras la botella aún gira en el aire, David ya ha visto los vidrios rotos y afilados esparcidos en el lecho del torrente; antes de que el coñac se derrame, incluso antes de oír el estallido del cristal que lo contiene, ve la tierra empapada chupando ávidamente el alcohol. Entonces, erguido en medio del torrente, con las maracas de Paulino bajo el brazo y empuñando el Dupont, piensa se acabó, ya he esperado bastante, y camina decidido hacia casa.
En el portal de la noche, el inspector Galván parece que ya se despide por hoy. La pelirroja apoya la espalda en el quicio de la puerta con las manos detrás, la cabeza ladeada con aire soñador o quizás burlón, y los ojos bajos. Lleva la bata gris mal ceñida y el pelo recogido en forma de penacho y sin muchos miramientos. El inspector le habla con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón y mirándose los zapatos, muy próximo a ella y con una tensión solícita en los hombros; ninguno de los dos busca los ojos del otro, y, sin embargo, dirías que no hacen otra cosa que mirarse.
David se para junto a los helechos de la orilla y decide esperar un rato más. Mamá ha levantado la mano hasta la maraña roja de los cabellos, tanteando alguna horquilla, y enseguida, repentinamente, se toca la nuez del cuello, la cabeza se le va todavía más a un lado, y parece como si se dejara resbalar toda ella cerrando los ojos. Sin despegar el cuerpo de la puerta, su otra mano tantea un apoyo en el hombro del inspector, y de pronto ya está en sus brazos reclinando la frente en su pecho. Aunque en la retina de David las imágenes se han movido al ralentí, todo ha ocurrido muy rápido, y la distancia y la luz emborronada de la hora tardía no permite distinguir si se trata del consabido desvanecimiento o de una simple torpeza corporal, un impulso mal controlado que inicialmente sólo pretendía ser un gesto de amistad y gratitud por las atenciones recibidas, y que de pronto se convierte en una efusión que podría no ser tan imprevisible ni mal controlada como cabría esperar… El inspector la sujeta con el brazo rodeando su cintura y con los dedos de la otra mano le alza el mentón suavemente para verle la cara, mientras ella mantiene los ojos cerrados y los brazos caídos. En ambos, la parsimonia de sus movimientos no revela nada. Se separan enseguida, pero ella sigue aturdida, hablan un momento, él roza su codo con la mano y la acompaña solícito, entran en la casa y la puerta se cierra.
El lecho del torrente es un horno y en la arcilla agrietada asoma una lagartija oscura, grande y revieja, el rabo mutilado, la cabeza enhiesta sobre las patas delanteras y los ojitos como perdigones rojos. Podría ser la palabartija de Ibiza con la que solía engañar a Pauli, si no fuera porque no existe. David sopla y el bicho se esconde. Feliz tú, lagartija sin cola que habitas en las grietas del fondo de la nada, ese ningún lugar entre mi casa y el mundo, entre el silencio del torrente y la voz de papá. En cuclillas y con la mirada fija en la casa, un poco anhelante, persiste la impresión de ser observado, el filo de unos ojos en la nuca con un reproche fantasmal, pero ya no se siente desorientado ni despechado, ya no parece desear el antiguo embate de las aguas, sentirse arrastrado y mecido por la corriente, llevado lejos de aquí. Con la determinación pintada en el rostro, las prendas de vestir robadas debajo de la camisa y el mechero en el puño enrabietado dentro del bolsillo, ensimismado y solo, guardián de la verdad armado de mentiras, se quedará allí esperando el tiempo que haga falta. El contacto del metal en la mano, sus formas angulosas y compactas, le transmiten seguridad; algo le dice que tener apretado ese Dupont falso es como tener en el puño el corazón del policía. Recuerda lo que decía aquel indio en una peli: el arte del buen rastreador consiste en encontrar algo que está fuera de lugar. En cuanto a papá, su espectral y oxigenada presencia ha dejado una estela de cloroformo y de tintura de yodo, una aflicción de la carne, y David baja los ojos. A sus pies, una doble hilera de guijarros blanquísimos se alinea caprichosamente entre la broza, parece una dentadura postiza que asomara mal encajada desde la entraña de la tierra. De nuevo se siente observado, y vuelve la cabeza. Hay ojos que nos siguen mirando cuando ya se han ido.