PILOTO DE CAZA

Un callejón de tierra apelmazada y negruzca, roturada por los juegos de navaja de los niños, apenas transitada y con orines y regueros de agua sucia y espuma de jabón, según la hora del día, así es nuestra calle, la calle que David Bartra nunca reconocerá como suya. Callejón del Viento, lo llaman a eso. No más de diez o doce casuchas, enjalbegadas algunas, otras de ladrillo rojo y todas de una sola planta, con escalera exterior y azoteas agobiadas con improvisados habitáculos de madera o de obra: palomares, lavaderos, trasteros. La calle, surgida como por ensalmo en la falda más pobre de la colina y un poco descolgada del barrio, quedó en callejón sin salida al torcerse y resbalar atolondradamente desde las afueras hacia la ciudad, hasta topar con el antiguo consultorio adosado a las traseras de un viejo edificio de los años veinte con ínfulas de chalé. La pequeña puerta despintada y rasguñada de este consultorio, reconvertido en vivienda por la viuda del médico y ofrecido en alquiler a un precio razonable, aún hoy exhibe la placa de latón con el nombre y la especialidad: Dr. R J. Rosón-Ansio. Enfermedades de nariz, garganta y oídos.

Florece junto a la puerta una mata de margaritas blancas de casi un metro de altura, parece un gran paraguas verde salpicado de nieve.

– Tengo entendido que vive usted realquilada.

El inspector remueve la mata de margaritas con los dedos mientras lee la placa del otorrino con aire distraído.

– Pues sí -dice la pelirroja con una leve hostilidad en el tono, sujetando la puerta y sin dejar entrever la menor intención de permitirle la entrada-. Realquilada con derecho a cocina y baño. Y éstas son mis margaritas.

– ¿Suyas?

– Totalmente, señor. La cocina, el baño y el lavadero es lo único que compartía con la viuda.

– Parece que en tiempos fue la casa de veraneo de esa gente -dice el policía cabizbajo y como si hablara solo. Su voz trasiega una flema. Saca un pequeño bloc del bolsillo, consulta unas notas y añade-: Hará unos diez años se instalaron aquí de manera permanente y el médico mandó construir el dispensario. ¿No fue así?

– No sé -dice mamá-. Nosotros aún no habíamos llegado.

Los datos obran en poder de la autoridad, pero en el barrio todo el mundo lo sabe: el doctor P. J. Rosón-Ansio fue un otorrinolaringólogo cordobés de filiación anarquista que en 1933 había plantado su consulta en Barcelona huyendo de la justicia por un asunto no aclarado, y que posteriormente desapareció durante la guerra. Su viuda le sobrevivió seis años en esta casa, que entonces tenía un pequeño jardín frente a la entrada principal, al otro lado del edificio.

– Seguramente ese médico -aventura el inspector sin la menor convicción- compró la casa con la idea de levantar otra planta y convertirla en un verdadero chalé.

Ella no oculta el aburrimiento que le causan estas deducciones, y permanece callada. El inspector Galván corre algunas hojas del bloc. Una errática mariposa blanca se balancea abruptamente sobre las margaritas, sin posarse en ninguna, y mamá rompe el silencio.

– Tengo los papeles en regla, por si le interesa. Sólo debo una mensualidad.

– Eso no me incumbe, señora.

– Pues qué más quiere saber. Tengo mucha faena, ¿sabe?

El poli mantiene la cabeza inclinada sobre el bloc. Ensaliva la yema del dedo cada vez que pasa una hoja.

– Usted es de la parte baja de Andalucía, seguramente de Málaga -dice-. ¿Me equivoco?

Ahora ella recela, no esperaba esa clase de preguntas. Deja pasar unos segundos y responde:

– No creí que se me notara después de veinte años en Cataluña. Mis padres eran canarios, pero me crié en Coín hasta los doce años.

– ¿Lo ve, señora? Tengo buen oído para eso. Es que mi mujer era de Algeciras -añade, y una sombra pasa por sus ojos-. ¿Vive usted sola?

Mamá cierra los ojos con aire de fatiga y suspira.

– Oiga, ya fui interrogada en la Jefatura Superior de policía, hace dos meses, y durante más de ocho horas…

– Yo entonces no me ocupaba del caso -dice el inspector-. ¿Vive usted sola?

– Con mis hijos.

– Creí que sólo tenía uno.

– Hay dos más (uno me lo matasteis en un bombardeo, piensa seguramente, y el otro está al llegar, espero que vivito y coleando). Si se refiere a si vive alguien en el chalé, pues no. Está deshabitado desde que la dueña falleció hace dos años.

– Tengo entendido -empieza él y de repente calla, su mirada fría se enreda un instante en los brazos desnudos y en el cuello esbelto de la pelirroja, tal vez en sus cabellos ensortijados. Pero es una mirada que, a primera vista, no expresa ni siquiera curiosidad: alguna peculiaridad del carácter de este hombre, la rutina profesional, la frialdad en el trato o tal vez algún hábito conformado en el sufrimiento ajeno, se ha congelado en su cara-. Tengo entendido que usted cuidaba a esta señora desde que enviudó.

– La pobre se sentía muy sola. Su hija vive en Pamplona, casada con un pelotari que se quedó manco…

Silencio. Se oyen los gemidos de Chispa detrás de mamá, echado debajo de la mesa. No es broma, añade ella, perdió el brazo en un accidente. El inspector tuerce la cabeza y se rasca la frente alta, muy pálida. Con la voz monótona dice como para sí mismo:

– Así que al otro lado ya no vive nadie.

– Pues no -dice mamá-. Y aún no han decidido qué van a hacer con los muebles y con nosotros. Un día se presentó un hombre que dijo que trabajaba de guardamuebles o algo así, y que venía de parte de la hija de la señora Rosón con el encargo de llevárselo todo a un almacén. Pero no me enseñó ningún papel firmado, y a mí el procurador no me había advertido de nada, así que no le dejé entrar.

El inspector asiente en silencio. Estaría meditando alguna otra pregunta, pero la pelirroja es muy lista: seguramente para evitar o retrasar explicaciones sobre cuestiones más comprometedoras, de las que prefiere no hablar, sobre todo si se refieren a papá, se muestra locuaz en estas minucias:

– Los muebles son unos armatostes muy feos, no creo que la hija los quiera para nada. En realidad, el chalé deshabitado es un engorro. Hay que meterse allí y hacer limpieza de vez en cuando, no vamos a dejar que se llene de ratas. ¿Y quién cree usted que limpia? Pues una servidora. No estoy obligada, desde luego, pero lo hago… Me gustaría saber qué piensa hacer la hija con nosotros, sus realquilados -añade rodeando con el brazo los hombros de David, que acaba de aparecer en el portal con el pelo mojado y una toalla liada a la cabeza a la manera de Sabu con su turbante-. Pero no importa, nada malo puede pasarnos, ¿verdad, hijo? -sonríe y le hace carantoñas-. ¿Verdad que no tenemos miedo? Y tú tampoco, piojito, di que no -se acaricia el vientre y su mano percibe bajo la ropa ligera y la piel tensa, me gusta pensarlo, una patada en señal de conformidad con ella y su imbatible espíritu luchador, mientras David se abraza más fuerte a su cintura mirando al poli con ojos torvos-. No necesitamos a nadie más, ¿verdad, chicos? -añade recomponiendo una sonrisa muy suya, dura y amarga, dedicada a David.

Vedá, memsahib.

Un chaval cariñoso con su madre, taciturno y espigado, de grandes ojos color miel y nalgas respingonas y fuertes, bien asentadas sobre las piernas largas y delicadas, casi femeninas. Así es como se muestra David. Hace un instante el inspector no le había prestado mucha atención: una sombra escurridiza detrás de la pelirroja, en torno al perro y la mesa del interior, algo que se deslizaba con la ligereza de un fantasma y con un reproche intermitente en los ojos. Ahora intercambia con él una mirada de refilón, una mirada intratable.

– Aunque el día menos pensado -se lamenta mamá siguiendo el hilo de sus pensamientos- el procurador nos echará a la calle.

– No diga eso. ¿No sabe usted que hay leyes que amparan a los realquilados?

– ¿De veras?

– Si lo desea me puedo informar.

– Gracias, no hace falta. Sé a qué atenerme.

Sin embargo, a pesar del tono desdeñoso con que responde a las preguntas, hay ahora en su mirada una chispa de curiosidad femenina al calibrar por vez primera las maneras aparentemente suaves de este hombre de rostro enjuto y ojos grises, bastante bien parecido, envuelto en su aire de malhumorada benevolencia, o quizás de aburrimiento, ella no sabe todavía, y tieso de cuerpo hasta el punto de parecer más alto de lo que es. Sus pómulos tienen un aire belicoso y poco saludable, casi tumefacto, como si la piel exudara alguna impureza, pero hay una armonía viril en sus facciones. Habla con voz pausada y, a ratos, debido tal vez al hábito de hilvanar preguntas previamente vaciadas tanto de saña como de compasión, su entonación monótona y fría enhebra una fibra impostada, impersonal y vagamente amenazadora.

– ¿Le dio su hijo el libro que perdió en la parada del tranvía?

– Ay, sí, olvidaba darle las gracias… Ya es casualidad que pasara usted por allí en aquel momento.

Abrazado a la cintura de mamá, David mantiene la cabeza gacha y ahora mira el suelo, justo allí donde el poli acaba de frotar la tierra con la suela de su zapato, como si aplastara una colilla. Pero no ha estado fumando, no hay ninguna colilla en el suelo. Tal vez ha pisado una mierda de Chispa. El inspector vuelve a consultar su pequeño bloc y dice:

– Si no le importa, quisiera echar un vistazo al otro lado.

– Ya le he dicho que no hay nadie. El chalé está cerrado.

– Tendrá usted una llave de la puerta principal.

La pelirroja no oculta una mueca de fastidio.

– No hace falta. Entre por aquí. -Y con algo de chunga añade-: Así de pasada podrá ver cómo se vive realquilado en un consultorio médico.

Se hace a un lado y suelta a David, que se cuela por delante del policía, lo hace rápido, encorvado y con una sonrisa pérfida, mascullando:

– Siempre que entro por esta puerta se me dispara el zumbido en los oídos. ¡Es la maldición del otorrino!

La minúscula vivienda de realquilados está vista en un santiamén. Apenas cincuenta metros cuadrados. No hay recibidor ni vestíbulo ni antesala de nada: al cruzar el umbral ya se halla uno en el comedor, así de sopetón, frente a una mesa rectangular cubierta con un hule a cuadros, a un lado el aparador y al otro, bajo la ventana con celosías que da al callejón visto en profundidad, la máquina de coser Nogma, la mesa camilla y dos sillones de mimbre. Se ve muy claro que lo que hoy es recibidor, comedor y sala de estar, todo a la vez, antes era salita de espera del consultorio médico: en la pared aún hay manchas descoloridas y clavos donde colgaban cuadros y diplomas. Igual pasa con el dormitorio de la pelirroja, que ahora también es su cuarto de costura. Es el más grande, con sitio suficiente, al pie de la cama de matrimonio, para la negra consola y la tabla de madera sin pintar en la que ella trabaja, con su cajón adosado siempre lleno de retales, tijeras, escuadras, tiza y carretes de hilo. Aquí es donde el otorrino atendía a sus pacientes, algunos baldosines todavía muestran los agujeros donde estuvo sujeto con tuercas el sillón para la tortura. Abre la boca, niño, enséñame la garganta.

– ¡Agggggg…! Aquí es donde el otorrino te cortaba la campanilla con una navaja -susurra David detrás del inspector.

El inspector no dice nada. Lo único bonito del jodido consultorio transformado en jodido hogar, tal como lo definiría David años después con su contundente vocabulario, son las puertas, todas de cristales esmerilados y adornados con cenefas de mariposas y lirios; eso y algunas cortinas y visillos hechos por mamá. Pero la mirada circular y lentísima del policía lo que registra ahora no son las marcas en el suelo y en las paredes, sino la cama de matrimonio con su colcha color salmón, las fotos de papá y de Juanito sobre la mesilla de noche, el alfiletero de terciopelo rojo en forma de corazón acribillado de agujas sobre la tabla con rayas de tiza, el ropero y la consola negra en el rincón.

David retrocede hasta topar con la dulce barriga, se abraza a ella nuevamente y dice en voz baja:

– ¿Por qué no le dices que te enseñe la orden de registro?

– Éstos no se andan con formalidades legales, hijo.

– Que te enseñe la placa, por lo menos.

– Para qué.

– ¡Tú dile que te la enseñe!

– ¡Chisssst…! ¿No recuerdas lo que nos explicó tu padre? Antes la policía estaba a las órdenes de la justicia, pero ahora es al revés, es la justicia la que está a las órdenes de la policía. ¿Lo entiendes?

– Seguro que esta vez lleva la orden escrita en el bolsillo. Que la enseñe -insiste David con la boca pegada a la barriga, hablándome en un susurro: Tú me crees, ¿verdad, monicaco? Tú sabes que puedo verlo todo porque mis ojos miran con radiaciones atomicias y traspasan paredes y puertas y sobre todo la ropa, incluso la trinchera de un poli doblada sobre el hombro, y también su americana y su camisa azul, y por eso ahora mismo podría decirte dónde lleva la orden de registro y la pistola y si está cargada y con el seguro puesto, y hasta veo en el otro bolsillo su petaca de coñac y su paquete de Lucky y su mechero dorado, es un Dupont de imitación. Puedo verlo porque mi mirada atomicia lo taladra todo…

– ¡Chissst…! -mamá retrocede en el umbral del dormitorio.

– ¿Me enseñas tu cuarto, muchacho? -dice el inspector girando sobre los talones. De pronto parece incómodo, moviéndose con torpeza-. Siento molestarla, señora.

Ella responde con una mueca de resignación. El cuarto de David es el más pequeño, un cuchitril que había sido almacén de específicos e instrumental médico. En las paredes verdosas y ciegas, con un ventanuco alto mirando a poniente, la marca que dejaron los estantes y la humedad han grabado un desleído crucigrama. La mirada fatigada, falsamente rapiñosa del policía resbala ahora por el camastro y el perchero de madera donde cuelga la boina roja y el chubasquero de David, por el armario ropero y el ventanuco abierto, y se detiene en el viejo y descolorido mapamundi, como dos mitades de manzana agostadas, clavado en la pared con chinchetas junto a una foto de Joe Louis recortada de un diario. Con la trinchera escrupulosamente plegada sobre el hombro y las manos en los bolsillos, el inspector se queda mirando el mapamundi y la foto del boxeador. Tras él, cruzada de brazos y armándose de paciencia, la pelirroja le observa, y a su lado David piensa pero bueno, ¿qué clase de registro domiciliario es éste? Se te ve el plumero, guripa, lo que buscas es pasar el mayor tiempo posible a su lado aunque sea haciendo ver que te interesa un mapamundi del año catapún…

– ¿Quiere usted que le enseñe mi Atlas Universal a todo color y mi colección de pesos pesados de todos los tiempos? -dice David-. ¿Quiere? ¿Le gustaría ver mi álbum de cromos de Los tambores de

Fu-Manchú?

– Gracias, no tengo tiempo.

En la silla rota que sirve de mesilla de noche hay una lámpara de flexo, una sobada novela de Edgar Wallace, el cortaplumas de mango nacarado, un rabo de lagartija reseco, una caja de cerillas y un reloj de pulsera de plexiglás con la esfera celeste, las manecillas pintadas y la hora fija. Un tufillo de violencia silenciosa y alada, una especie de altercado sin palabras, cultivado en secreto, se eleva de todo eso expuesto en la silla paticoja. Pero el interés del policía se centra en la pared, en dos viejos diplomas del otorrino colgados por encima de Joe Louis, dos cuadros que mamá puso aquí para ocultar manchas de humedad, y sobre todo en la oreja del doctor P. J. Rosón-Ansio, una oreja gigantesca y enmarcada en un cartelón de vivos colores, protegida por un cristal y asaeteada por textos de letra menuda explicando las diversas funciones de los órganos interiores y sus recovecos.

– ¿Por qué tiene usted eso colgado ahí?

– Hay un desconchado en la pared.

Al darse la vuelta para salir, el inspector casi tropieza con David, que acaba de desliar la toalla de su cabeza. Alargando la mano, alborota suavemente sus cabellos, al tiempo que deja caer con la ronca voz que no expresa nada:

– Qué tal nos portamos, chaval. ¿Ya procuras ayudar a tu madre?

– Sí, bwana. ¿Ha visto cómo brilla la placa de latón de la puerta? Todos los sábados la fregoteo con bicarbonato y un trapo mojado, y también me ocupo de la compra, voy por el carbón y el racionamiento y el pan, y la gaseosa, y el hielo… Y por las tardes soy ayudante de un fotógrafo…

– David -corta mamá-. No le haga caso.

– Pierda cuidado -dice el inspector-. Nos conocemos, ¿verdad, chico?

Mira en torno con aparente desinterés y acaba fijando su atención en una portada de la revista Adler recortada y clavada con chinchetas en la pared, debajo del ventanuco y frente al camastro. La portada reproduce la imagen de un piloto de las fuerzas aliadas en el momento de ser apresado junto a su avión abatido. Una foto de propaganda, una instantánea hecha a la luz del día. Observándola más atentamente, el inspector constata la actitud un tanto chulesca del joven aviador, con los brazos en jarras, la sonrisa casi imperceptible y la mirada insumisa, cautamente irónica, dirigida no a la pareja de soldados alemanes que lo apuntan con sus metralletas, uno a cada lado, sino directamente al objetivo del fotógrafo, al incierto futuro y a los ojos que ya para siempre han de verle cautivo. Pero su cara no le dice nada al inspector.

– ¿Quién es? ¿Otro púgil, un artista de cine?

– No sé -dice David.

– Mi hijo vio la foto en una revista y le gustó -se apresura a decir la pelirroja-. Siempre está recortando aviones y pilotos, le gustan mucho. Siente una verdadera devoción por los pilotos.

David la mira sin disimular su sorpresa: la primera mentira que le oye decir a mamá, la primera mentira sin intención de bromear, formulada con una extraña urgencia en la voz.

– Bien, no veo ningún motivo para efectuar un registro a fondo -dice el inspector-. Acompáñeme al otro lado, al chalé. Haga el favor.

Echándose las manos a la nuca David se ha tumbado boca arriba en el camastro, frente al piloto que le sonríe desde la pared frontal. El Spitfire entró en barrena con la carlinga incendiada, murmura David sin que nadie le oiga, pero pudo aterrizar. Y recuerda lo que un día le dijo aquí mismo a Paulino Bardolet: ¡Vaya foto, gordi! ¡Un segundo y 25 centésimas para captar el coraje de un héroe que se dispone a morir de pie!

Oye las voces del poli y de la pelirroja adentrándose en el pasillo mientras se desabotona la bragueta.

– No debería dejarle colgar en su cuarto estas miserias de la guerra, señora.

– Ah, los niños, siempre nos sorprenden, ¿verdad? Hasta hace poco tenía en el mismo sitio una foto del pato Donald rodeada de cromos de Héroes de la Cruzada -dice mamá abriendo la pequeña puerta que comunica con el chalé, su voz levemente irónica alejándose cada vez más-. ¿Le parece a usted que el pato Donald en compañía de los Héroes de nuestra Cruzada es más apropiado para un chico de su edad, inspector?

– Los muertos no son buena compañía.

¡Mentiras, no dicen más que mentiras!, masculla David para sus adentros. Guripa mamón, tú qué sabes si lo han matado los alemanes.

La mirada paciente y risueña de mamá atraviesa el corredor que prolonga una tiniebla de baldosas con rombos y concluye en una cortina de terciopelo verde medio desprendida, y, un poco más allá, en un par de zapatillas grises de fieltro dejadas delante de una puerta y juntas por los talones, apuntando una a cada lado. La viuda Rosón nunca quiso retirarlas de aquí, dice mamá en tono chungo. Hemos respetado su voluntad. Sígame usted, inspector. Es un momento, gruñe él quizás a modo de disculpa. ¿Qué tal se porta su hijo en la calle? Parece un chico muy despabilado, añade simulando un deje cansino de funcionario al que ya le aburre tener que hacer siempre las mismas preguntas.

Juan se sienta a horcajadas en la silla con los brazos colgando del respaldo, frente a la cama de David. Tiene la cabeza vendada y el pantalón desgarrado deja ver la pierna cercenada por debajo de la rodilla, aunque en el hueso astillado no hay ni rastro de sangre. Su bufanda marrón y sus ropas de abrigo conservan todavía el polvo rojizo del edificio que se le vino encima enterito el mediodía de un lejano 17 de marzo, pero él no aparenta los años que tenía entonces, sino los que tendría hoy, unos veinte.

Serías mi hermano mayor, se lamenta David. Qué lastima.

No pudo ser, chaval, no le des más vueltas.

Me habrías enseñado la mar de cosas sobre la vida.

Olvídalo. Mi destino estaba escrito.

¡Qué puta mala suerte!

Ya ves. Se hizo lo que se pudo. Un señor me quiso sacar de entre los escombros y tiró de mi pierna, y la pierna se le quedó en las manos. No sentí ningún dolor.

¿Oíste el silbido de la bomba cuando caía?

Pues no. Estaba en la Gran Vía mirando la fachada del cine Coliseum y oí a alguien gritar: ¡Rápido, niño! ¡Tírate al suelo y abre la boca!

Y eso por qué.

Hombre, por la onda expansiva. Si no abres la boca, revientas por dentro. Así que me tiré al suelo y abrí una boca como un cazo. Pero no sirvió de nada, concluye Juan, y de su nariz brota un hilo de sangre que fregotea con el dorso de la mano.

Hostia, dice David, en esta familia todos sangramos como cerdos.

A otros les fue peor, ¿sabes?, dice Juan, y al hablar suelta por la boca un polvillo como de estuco o de mármol. Había gente despanzurrada por todos lados, y el esqueleto de un tranvía ardía delante de mí. ¿Y no oíste la bomba?

¡Qué pesado te pones con la bomba, David! ¡No la oí, te lo he dicho mil veces!

Pues para que lo sepas, el silbido de esa bomba se metió en mi oído como una serpiente venenosa. Y ya no se va, hermano.

Qué le vamos a hacer, dice Juan rascándose la sangre seca de la mano. Es una pena, porque viviendo aquí habrías podido consultar al doctor P. J. Rosón-Ansio, el otorrino cordobés. Pero él también la diñó. A mí podía haberme operado la nariz, ahora que lo pienso.

El otorrino de Córdoba, entona David. Cuando aún no sabía qué quiere decir otorrino, yo pensaba que era el nombre de un torero de Córdoba…

Ya es mala pata que ese médico bolchevique amigo de papá también la palmara.

Baja la voz y cuidado con lo que dices, hermano.

Y sus miradas confluyen un breve instante en el cuadro que reproduce el sonrosado apéndice colgado en la pared, la gran oreja atravesada de flechas y abriéndose como una caracola capaz de absorber todo lo que se habla en este cuarto y fuera de él, cualquier ruido de la casa, el crujido de un armario, el chirrido de una puerta, el viento en la ventana, la lluvia en los cristales, sé lo que me digo, chaval, todo, incluida la penosa respiración de Chispa echado debajo de la mesa y el paso muelle y silencioso de un ratón o una cucaracha, y hasta el rasgueo del lápiz sobre el papel…

Oye, ¿es verdad lo que dice la pelirroja, que de mayor tú querías ser escritor?

Ya no podrá ser, dice Juan.

Tú eras el preferido. Eras el mejor para ella, había puesto en ti todas sus esperanzas.

Pues aquí me tienes, hecho un guiñapo. El que viene detrás de ti puede que tenga mejor suerte.

¿Ese renacuajo? ¿Por qué lo dices?

Sé que a mamá le haría mucha ilusión, dice Juan removiéndose en la silla con gesto de dolor.

Sin papá en casa, el piojo este no será nada, dice David.

Te equivocas de medio a medio, hermano. Lo que hará que ese piojo se convierta a su debido tiempo en un artista será precisamente la ausencia de papá: se pasará la vida imaginándolo.

¿Sabes que le he pillado una mentira a la pelirroja, por primera vez?

Siempre hay una primera vez.

Pero es muy extraño… Yo no recorté esa foto de ninguna revista. ¡La tenía ella!

Vuelve a su lado, anda, no la dejes sola con este hombre, lo apremia Juan con la voz hueca. Y menos en el chalé, con tantas habitaciones cerradas y ese tufillo a ropa de muerto y a muebles apolillados, ese olor a alcanfor que se filtra por debajo de las puertas y que nos aturde cada vez que tenemos que pasar al otro lado para ir al baño o a la cocina.

Suena un lejano estruendo de hierro y cristal. David se incorpora en el camastro, y al mismo tiempo, detrás de la alambrada de espinos y junto al fuselaje del Spitfire, se incorpora el piloto de la RAF con las manos en la cintura.

¿Tú dirías que está muerto?, dice David antes de salir. ¿Piensas que lo acribillaron ahí mismo, al pie de su avión? ¿O que lo llevaron preso y lo torturaron y después consiguió escapar? ¿Crees que la pelirroja sabe algo…?

Déjate de cuentos y ve con ella, dice Juan con la voz polvorienta. Yo iré a cambiarme el vendaje.

Ya voy, dice David mirando con tristeza la pierna cercenada. Deberías poner en su sitio ese hueso que se sale y limpiarlo, hermano. Y de paso sacúdete el polvo, que pareces un fantasma. ¿O es que los fantasmas no se cepillan la ropa?

Cuando David nos alcanza poco después, el inspector se halla de pie en medio del salón y rodeado de muebles, algunos cubiertos con fundas amarillas. Ella enciende las luces junto a la puerta del recibidor y luego se vuelve a él cruzándose de brazos, como si ya le esperara para despedirle. Hay otro olor aquí, otra luz, otro silencio. Todo lo que David ve en este salón, siempre que tiene que cruzarlo solo, yendo o viniendo del baño o de la cocina, ya no parece vivir en el tiempo, solamente en la memoria desbaratada de alguien; muebles renqueantes y desplazados, cortinas tiesas y visillos desflecados, grandes cuadros torcidos en la pared, anticuados y sombríos, con liebres y perdices muertas expuestas sobre mesas repletas de verduras y frutas, todo parece no sólo haber sido abandonado hace muchos años con premura y sin el menor afecto por quienes vivieron aquí, sino haber sido repudiado y maldecido, entregado rabiosamente a una voluntaria desmemoria.

Detrás de mamá se distingue el recibidor en penumbra y la puerta de la entrada, por la que se filtra la luz del mediodía. El inspector observa a la derecha de mamá la mesita redonda y los dos sillones de mimbre color naranja, y en el acto se da cuenta de que antes aquí debía haber cuatro sillones y que los dos que faltan están en nuestro ridículo comedor-recibidor. Mamá los tomó prestados. Erguido, sin hacer ningún comentario, el inspector se gira despacio y su mirada corvina lo registra todo, los espejos ciegos y el viejo reloj de péndulo, las estanterías llenas de libros, los cuadros, el velador con los dos sillones y las vitrinas vacías, para acabar fijándose en la pelirroja con una suerte de fatigada complacencia.

– Aquí viviría usted mucho mejor que al otro lado.

– Sí, claro, pagando el doble o el triple de lo que pago ahora. No podemos permitirnos ese lujo -con un suspiro de impaciencia añade-: Por allí se va a la cocina y a un pequeño retrete al fondo del pasillo, y por aquí a los dormitorios y al baño, a una pequeña biblioteca y a otros aposentos. Si quiere verlo…

El policía mueve negativamente la cabeza. Intuye lo espaciosa que es la casa, aun siendo de una sola planta, pero en ningún momento mostrará el menor interés en verla por entero. Sus ojos se demoran en la mesita del rincón, encima hay dos guantes de piel cruzados, una panzuda copa de coñac y un cenicero de cristal con un cigarrillo consumido, un gusano de ceniza intacto. David sigue la trayectoria de la mirada del poli y alcanza a ver todavía la espiral de humo azul subiendo al techo y enseguida a papá descalzo y en mangas de camisa sentado en uno de los sillones de mimbre, relajado y sonriente, alzando en su mano la copa de coñac a modo de saludo. El inspector se acerca a la ceniza, del cigarrillo y al hacerlo observa borrosa y fugazmente reflejada en la superficie leprosa de un viejo espejo el perfil sumiso y grávido de mamá, que desde otro ángulo del salón evoca la misma quimera: el cigarrillo consumido en el cenicero despide su espiral azul, secretamente furiosa y enroscada, hacia el techo.

– ¿Es usted la que fuma?

– Quién si no. -Se para un momento con la mano en la barriga-. Y tú, diablillo, no empieces con tus volteretas.

– ¿Cómo dice?

– No va por usted -abre la puerta de doble hoja, alta y pesada. El hierro corroído de los goznes chirría-. Ésta es la entrada principal. Y ya estamos en la calle, como quien dice.

El aire huele a leña quemada. Después de bajar lo que queda de los tres escalones, el inspector observa la pequeña explanada que llega hasta el borde del barranco, una tierra calcinada con restos de lo que en tiempos debió ser un bosquecillo. Aquí en torno a él, enfrente mismo del chalé, asoman muñones de rosales muertos, raíces de un olivo tronchado y retoños enfermizos de geranios y adelfas junto a fragmentos del muro que encerró el antiguo jardín. Se acerca al borde del tajo y considera la altura y la inclinación de la ladera arcillosa y cuarteada, y enseguida gira otra vez sobre los talones y se queda mirando la vieja fachada orientada al mediodía, rectangular y con una balaustrada musgosa tras la cual debía pudrirse la azotea. Es una fachada pretenciosa, con su remate ondulado de cerámica, cenefas de mosaico y adornos de terracota en lo alto en forma de grandes cestos que derraman frutos y flores. Un descalabrado tejadillo protege la puerta con aldaba, y una hiedra sanguínea y lustrosa respeta las dos ventanas enrejadas. Piedra labrada hasta un metro de altura y el resto de ladrillo rojo, salvo el marco de la puerta y ventanas, que también es de piedra.

La pelirroja intercambia con David una mirada que dice mírale, no hay más que ver su cara para saber lo que piensa: decididamente Víctor Bartra escapó por aquí, ésa es la puerta de la noche, el umbral del abismo y del olvido, el desagüe de un pasado criminal…

– De modo que escapó por aquí -dice el inspector.

– No sé, yo estaba durmiendo. -Mamá permanece en lo alto de los tres escalones, cruzada de brazos y con el hombro apoyado en el quicio de la puerta-. Como un tronco, créame.

– ¿Conoce usted a una tal señora Vergés, viuda de Monteys?

– No -se apresura a responder ella, y me llega el sobresalto de la sangre-. ¿Por qué lo pregunta?

La repentina palidez de su rostro no le pasa por alto al policía. También observa sus labios hinchados.

– ¿Se encuentra mal, señora?

– No es nada. Acércate, hijo -apoya la mano en el hombro de David y la espalda en la puerta, cerrando los ojos-. Una acaba por acostumbrarse a todo. Quién me lo hubiera dicho…

– No entiendo -dice el inspector.

– Que no es nada. ¿Ha terminado usted? He de salir.

Inmóvil frente a ella, las manos en los bolsillos de la americana, el inspector indaga en su expresión de fatiga.

– Creo que debería sentarse un rato.

– Puede usted creer lo que quiera, pero yo he de ponerme a trabajar.

– Está bien -su mano derecha palpa algo en el bolsillo, David habría jurado que es la petaca de coñac-. No la entretengo más. Pero quedan bastantes cosas por aclarar. Volveré otro día. Veamos, si bajo por ahí-añade indicando el sendero paralelo al torrente- supongo que saldré a la Avenida Virgen de Montserrat.

– Pasado el barranco, cruce al otro lado y enseguida verá la carretera que lleva a la plaza Sanllehy. Que usted lo pase bien -dice mamá antes de meterse en casa, cabizbaja y como aterida.

– Que se mejore.

David entorna la puerta sin quitarle ojo al poli, que está todavía parado en el jardín muerto pero ya de espaldas a la casa, consultando su bloc antes de emprender la retirada.

Diez minutos después, cuando David saca a mear a Chispa, el guripa está en el mismo sitio pero nuevamente encarado a la puerta. Acaba de echar un trago de la petaca y la desliza en el bolsillo trasero del pantalón. En el dorso de la mano frota sus labios finos y tensos como el acero, sin apartar los ojos de la puerta.

– ¿Tu madre se encuentra mejor? -dice con la voz ronca y sin la menor afectación.

David se queda mirando su trinchera doblada al hombro.

– Sí.

– He debido preguntarle por qué has tardado tanto en darle el libro. No sé qué pensar de ti, la verdad.

– Piense lo que quiera, bwana. Me la refanfinfla.

El inspector Galván se queda un rato más mirando el perro que jadea y apenas se tiene en pie, y después, repentinamente, palmea el hombro de David y le tiende la mano en un gesto rápido y sin mirarle, da media vuelta y se aleja con paso muelle siguiendo la franja de ceniza al borde del terraplén. David ya no puede o no quiere hacerse oír cuando masculla entre dientes:

– Es el mejor piloto de caza del mundo. ¡Y aún no está muerto! ¡Entérate bien, guripa!

Mientras le ve irse, acaricia en el fondo del bolsillo el rabo de una lagartija que guarda para Paulino, y recuerda: Mira, no tienen sangre, le dijo a su amigo la primera vez que cortó un rabo. En lugar de sangre, suelta un agüilla viscosa y fría, como el sudor de la mano del poli.

Nunca veré los ojos de mi madre, pero sé que bizquean un poco y que su mirada es risueña y clara, del mismo color del infinito, sobre todo cuando escucha una explicación más o menos fantasiosa de David o cuando sus pensamientos se pierden en pos de mi padre. Y sé también que su piel es muy blanca y que su hermosa cabellera roja es digna de verse. Por eso, en nuestra calle y en el mercadillo, en los puestos de venta de ropa infantil donde la conocen, la llaman la pelirroja.

El último sábado de este remoto mes de agosto que está resultando tan caluroso y que acabará siendo tan distinguido, tan desdichadamente memorable, a media mañana flota todavía en la atmósfera el azufre atomicio con su repelente olor y su desfile fantasmal de muertos como fundidos en plomo, tiesos y despellejados y sin nariz y sin ojos, pero más tarde vienen nubarrones negros atropellándose, el cielo se desploma y el tufo a pelo churruscado y a huesos calcinados se desvanece bajo la lluvia. Después ha diluviado un buen rato sin parar, y ahora vuelve el bochorno y la luz de la tarde parece un estropajo.

En la cocina llena de humo la pelirroja sufre un mareo y se escalda la mano al derramar agua hirviendo, poco después Chispa vomita en el pasillo aquejado de interminables espasmos, y acto seguido, mientras mamá fregotea el vómito con la bayeta, arrodillada sobre las baldosas y canturreando duerme duerme mi niño querido, una tonadilla que se pega al oído más que el sindeticón, sufre de repente otro de sus fortísimos dolores de cabeza y se le nubla la vista, y encima en este momento a David se le ocurre comentar algo acerca del desconocido que se ahorcó debajo de una glorieta en una azotea de la calle Legalidad, asegura que de noche a veces se le aparece el ahorcado con la lengua fuera, con su pijama y sus zapatillas de fieltro, un suicida tan señor de su casa, tan pulcro y aseado, hace ya dos meses de aquello pero a David le obsesiona aquel muerto que sigue girando en el aire con la cuerda al cuello y sacando una lengua como un zapato, hasta que mamá lo manda callar.

– Ahora no, hijo, por favor, olvida a ese desdichado y ayuda a levantarme.

– Aupa, madre.

– Eso es, buen chico.

Más tarde David le quita las légañas a Chispa con una gasa húmeda y le susurra tontas promesas de juegos y correrías. Sentada a la mesa, mientras expurga un plato de lentejas con los dedos escaldados, ella siente el mareo que arrecia de nuevo y los insectos de luz que vuelven, y se levanta, entra en el dormitorio y se recuesta en la cama. Esperando que se le pase, habla un rato con la foto de su marido enmarcada en plata sobre la mesilla, una fotografía de estudio retocada y pulcra, nuestro borrachito y simpático padre siempre de medio perfil, siempre con su aire pistonudo y sus negros cabellos planchados de brillantina y su sonrisa debajo del bigote bien recortado; una sonrisa ladeada y guapa, con su rabillo de chunga en la comisura. No tendré ocasión de verla nunca al natural y de cerca, pero sé que es una sonrisa aparente y falaz, o mejor dicho, sé que no es exactamente suya, que su blancura y perfección no le corresponden; porque esa sonrisa, al igual que la más viril y seductora sonrisa que triunfa en las películas, la que precisamente más gusta a la pelirroja, la de Clark Gable, resulta que no es otra cosa que una prótesis dental.

– ¡No puede ser!

– Lo he leído en una revista.

No pasa nada, señor Bartra, le está diciendo ahora desde la cama, he tenido otro mareo y han vuelto esas moscas de luz revoloteando ante mis ojos, pero tú tranquilo que no es nada, dondequiera que estés puedes seguir empinando el codo y ojalá tus penas se ahoguen en la botella que te llevaste, puñetero amor mío, junto con tu dentadura y tus queridos ideales, si te quedan, por mí no debes inquietarte, que ahora mismo se me pasa y me pongo guapa, me secaré las lágrimas, me peinaré, me daré colorete en las mejillas y carmín en los labios y hala, a la calle. También hay, en la mesilla de noche, una pequeña foto coloreada de nuestro hermano Juan en la escuela, está sentado detrás de un pupitre y empuña una pluma de afiligranado mango de marfil sobre un cuaderno abierto, con el mapa de España colgado a su espalda. Sonríe y nos mira, pero la pelirroja no le dice nada esta vez.

Después que David se ha ido a pasear a Chispa, ella se peina y se pinta los labios, con algún esfuerzo se calza las botas katiuskas, aunque sabe que ha dejado de llover -es que las katiuskas tienen mejor aspecto que sus zapatos, ya para tirar de viejos-, y coge el paraguas. Sale a la calle y la sorprende un sol intermitente y picajoso, radiante en medio del tumulto de nubes, y animosamente echa a caminar hacia la Avenida, y entonces yo, que no soy más que un oscuro designio en su conciencia y en la de mi hermano David, y probablemente ni eso en la desolación postrera del pobre Chispa, recibo a través del cordón umbilical el coletazo alegre de su indomable voluntad de vivir, de superar penas y añagazas y desdenes vengan de donde vengan, fortaleciendo día tras día su firme propósito de no dejarse vencer por la soledad y el miedo, la enfermedad y un embarazo no deseado, la pobreza y el desamor y lo que el destino le depare.

Juraría que esta tarde, si hubiese podido, al salir para que la viera el médico, de buena gana me habría dejado en casa. Pero cómo saberlo. Yo estaba por aquel entonces balanceándome al borde de la vida y a un paso de la muerte, de espaldas al mundo y seguramente cabeza abajo. El renacuajo ya presentía la vida en torno, pero solamente como una llamarada fugaz, como zarpazos de luz.

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