La casa nueva, recién ocupada, con unos pocos muebles, todavía resonando de ecos en los espacios vacíos, con la pintura todavía fresca en las paredes y la tarima del suelo oliendo poderosamente a madera y barniz, sin rastros de quienes vivieron en ella hasta unos meses antes, presencias de largos años abolidas de un día para otro como esos rectángulos más claros donde hubo cuadros colgados y que borraron los pintores. Un solo rasgo define la utilidad austera de cada habitación, ahora que todavía no hay nada accesorio: en el dormitorio no hay nada más que la gran cama de hierro, y una mesa desnuda y una silla en el cuarto de trabajo. Las cosas, los espacios, tienen una presencia tan nítida como los pasos y las voces.
La casa nueva, la vida nueva, recién comenzada a vivir, en otra ciudad, lejos de la provincia melancólica, en un barrio hasta ahora desconocido de Madrid, o más bien en una ciudad pequeña situada en el corazón de Madrid, que en estas calles se volvía menestral y recóndita, desastrada, popular, confusa de gentes raras y diversas, de tres o cuatro sexos, tonos de piel y rasgos faciales llegados de muy lejos, idiomas escuchados al pasar que traen un sonido de suburbios asiáticos, de alcazabas musulmanas y mercados tropicales de África, de aldeas andinas.
Salir cada mañana a la calle era un viaje de descubrimiento, y las tareas literales y necesarias acababan siempre difuminándose en caminatas sin propósito, en la simple inercia de caminar y mirar, de escuchar muchas voces, lenguas indescifrables habladas en las cabinas de teléfonos de Augusto Figueroa, palabras en el vocabulario circular y siniestro de la heroína, voces inmemoriales y rotundas de vecinas gritonas, de señoras que salían a la compra forradas en sus batas de casa y miraban con asombro resignado a su alrededor o elegían no ver el modo en que su barrio de siempre había cambiado en los últimos años, voces impostadas de hombres parcialmente transformados en mujeres, aunque no por completo y no con mucho éxito, porque a veces una barba hombruna negreaba bajo unos pómulos hinchados de silicona, o un principio de calvicie del todo masculina se insinuaba en una melena rubia, cardada tempestuosamente, o unos pies demasiado anchos y nervudos deformaban sin remedio unos tacones altos de charol.
Se veía de espaldas, encuadrada en la concavidad de una cabina de teléfono, una figura alta de mujer, pero la voz que se oía era una oscura voz de hombre: por un momento parecía que en la cabina hubiera simultáneamente dos personas, hombre y mujer, y que una de ellas fuese invisible.
En las esquinas esperaban inmóviles los muertos en vida, y ellos si que llegaban a ser casi del todo invisibles, tan pálidos que se les transparentaban las venas tortuosas de los antebrazos, tan habituales y quietos en su espera que enseguida se aprendía a no mirarlos, a pasar junto a ellos como si no existieran, como si ya estuvieran en el otro mundo, al que pertenecían más que a éste, el mundo diario y real de los vivos. Miraban al vacío o tenían los ojos fijos de vigilancia y espera en las esquinas más próximas, en las que aparecería más tarde o más temprano un camello o un coche de la policía. Empezaban a moverse entonces, siempre despacio, con una arrastrada lentitud de saurios, procuraban sin éxito y sin verdadera convicción disimular ante los guardias que les pedían los documentos, como si no conocieran de sobra la identidad de cada uno de ellos, sus caras de muertos y sus nombres, que comunicaban por el transmisor del coche patrulla, dejándolos marchar luego o llevándose a alguno esposado, siempre con la desgana de una mala función teatral repetida muchas veces.
Uno de ellos, hombre o mujer, caminaba detrás de un individuo con gafas oscuras y barba rala, muy erguido, con las manos en los bolsillos de atrás de los vaqueros, apresurando el paso adrede para que el otro, el casi muerto, quedara rezagado y tuviera que esforzarse en seguirle, encorvado y abyecto como un mendigo antiguo, extendiendo hacia él la mano en la que había un puñado sucio e insuficiente de dinero, que el camello tiró al suelo de un manotazo, sin volverse siquiera hacia el otro, que ahora se arrodillaba para recoger monedas y billetes caídos entre los coches, en la mugre de la acera, y que enseguida lograba ponerse en pie, las fuerzas recobradas por la urgencia de lograr una dosis que el otro no quería darle, o cuya entrega retrasaba por el gusto de verlo humillarse y sufrir.
Al principio eran desconocidos inquietantes, figuras amenazadoras que aparecían a la vuelta de la esquina o al final de la acera, encogidos entre dos coches, defecando o pinchándose, cobijados en el escalón de una casa o en el interior de un portal. Pero muy pronto se volvían presencias familiares, también ellos, figuras tan usuales del barrio como los hombres mujeres y las señoras con bata de felpa y los oblicuos y afilados camellos que también aguardaban, aunque de otra manera, con una instantaneidad de animales de presa en sus movimientos o en la manera en que se quedaban quietos. Se alejaban con una cierta oscilación de los hombros, mirando de lado, las manos en los bolsillos traseros del pantalón, desaparecían en un portal o se inclinaban detrás de un seto en la plaza de Chueca, en el pobre jardín que había junto a la boca del metro. Volvían con algo que no llegaba a verse, decían palabras que apenas se escuchaban, sucedía algo en el contacto de las manos, algo tan rápido y sinuoso como el chispazo entre dos neuronas, una bolsa pequeña en la palma de una mano y un puñado de billetes sucios en la otra, y se iban rápido, se inclinaban sobre la ventanilla abierta de un coche parado con el motor en marcha, los codos apoyados con cierta desgana y la mirada rápida y ajena.
Tantas voces y vidas, tantos mundos yuxtapuestos los unos a los otros en el espacio angosto de las calles, y todo enseguida habitual, hasta lo más raro y lo más siniestro, todo apelmazado y enredado, y a la vez sin mezclarse, cada presencia girando en la gravitación de su propio mundo parcialmente invisible para los habitantes de los otros, cada uno llevando consigo su novela: el hombre joven que deambulaba buscando heroína cruzándose en la acera muy estrecha y asediada de coches con la vecina que ha bajado en zapatillas y bata a comprar el pan y que ha aprendido a no mirarlo como él no la mira a ella; los hombres parcialmente convertidos en mujeres que parlotean con mucho juego de gritos agudos y gesticulación de manos y los ciegos que se abren paso entre ellos tanteando el suelo y las paredes con sus bastones blancos; los chinos que se cobijan hacinados en pisos oscuros y sótanos sin ventilación; las indias diminutas que a las tres o las cuatro de la madrugada se congregan junto a las cabinas de teléfonos y mantienen luego conferencias en aimará o guaraní o quechua quién sabe con qué parientes que se quedaron en el Altiplano o en la selva; el hombre en pijama que cada tarde se sentaba en un balcón, en una silla de anea, junto a una bombona de butano, y miraba inmóvil y sufría golpes cavernosos de tos que le obligaban a doblarse, a apoyar la frente húmeda en el hierro del balcón.
Desapareció durante un tiempo, y cuando volvió a asomarse, con el mismo pijama, sentado en la misma silla de anea, junto a la bombona de butano, tenía una especie de mordaza blanca en la boca, y un tubo fino de plástico le salía de uno de los agujeros de la nariz. Ahora no tosía, pero seguía mirando hacia abajo, hacia la calle, no movía la cabeza pero seguía con la vista a la gente que pasaba, las vecinas, los travestidos sin afeitar y con los pómulos hinchados y flojos, los chinos innumerables que entraban y salían de uno en uno y a intervalos regulares de uno de los portales de la vecindad, las indias andinas con sus bebés fajados a la espalda, los ciegos que tanteaban con los bastones como si tuvieran extremidades articuladas y sensitivas de insectos, la pareja nueva con un niño y un perro que acababa de instalarse en el piso que había justo enfrente del suyo, al otro lado de la calle. Algunas veces el hombre enfermo se asomaba después de medianoche para ver a la vieja arreglada y pintada que sólo salía a la calle cuando el barrio estaba más desierto. Llevaba siempre una silla que parecía recogida en un vertedero, y una bolsa de plástico atada con un nudo. Escogía un cubo de basura de los que se alineaban en la acera, y plantaba la silla ante él y a continuación, seria y pulcra, lunática, deshacía el nudo de su bolsa de plástico y extraía de ella primero un mantel a cuadros, y después restos de comida, mendrugos, un vaso de plástico, un cuchillo y un tenedor, por fin una servilleta grande y sucia que se ataba bajo la barbilla. Entonces se sentaba a la mesa, hacía gestos como de hablar con algún comensal en alguna cena distinguida, bebía agua como si paladeara un vino sabroso, se limpiaba con educada pulcritud las comisuras de la boca, extendiéndose por la barbilla churretes de carmín y de grasa, y cuando había terminado de cenar lo recogía todo, lo guardaba en la bolsa de plástico, latas vacías de sardinas y envoltorios de pastelillos y vasos y platos y cubiertos, se quitaba la servilleta, doblaba el mantel con el que había tapado el cubo de basura para convertirlo en mesa de comedor, y se iba por donde había venido, con su bolsa y su silla, y ya no volvía a vérsela por las calles hasta la siguiente medianoche.
Quién eres en la conciencia de quien te ve como un desconocido, y para quien te vas volviendo poco a poco familiar, aunque no hayáis cruzado nunca una palabra, tan sólo una mirada de balcón a balcón, o en el instante en que casi os rozáis en las aceras tan estrechas del barrio: el hombre, la mujer, el niño, el perro, los operarios que vaciaron del todo la casa de enfrente, borrando cualquier rastro de quienes habían vivido en ella durante muchos años, el contenedor de escombros en la acera, y luego las paredes recién pintadas, entrevistas por el balcón abierto, pintadas de colores luminosos y suaves, como para eliminar con más eficacia las huellas de los vecinos anteriores, como se pinta de blanco por razones higiénicas el pabellón de un hospital.
Eres no tu conciencia ni tu memoria sino lo que ve un desconocido. Qué recordaba, qué veía, quién era el borracho del barrio, cuyo nombre no sabía nadie, aunque estábamos viéndolo siempre y ya no nos daba miedo como las primeras veces, cuando aparecía de noche a la vuelta de una esquina con sus greñas sucias en desorden y su pesada envergadura de oso envuelta en harapos hediondos, porque se meaba y vomitaba encima y apenas se molestaba luego en limpiarse la boca con la mano. A veces miraba con atención, con unos ojos pequeños, húmedos y azules, pero nunca hablaba con nadie, ni pedía limosna, y caminaba por el barrio como ese Robinson peludo y envuelto en pieles y harapos de los grabados antiguos, solo en las calles como en una isla donde no viviera nadie más, alimentándose del vino que muchas veces vomitaba nada más ingerirlo, vomitando igual que meaba, sin cambiar el gesto, sin molestarse en evitar la riada de orines o de vómito, tan liquido como la meada y con el mismo olor.
Se hacía con cartones, periódicos y bolsas de plástico sus cabañas de náufrago en la oquedad de algún portal, o dormía tirado en mitad de la acera, como un indigente de Calcuta, su territorio marcado por la intensidad del hedor que despedía. Cómo son los episodios de la vida de uno vistos a través de los ojos de un testigo indiferente y asiduo: el hombre del pijama sentado en el balcón veía cada tarde llegar al niño nuevo con la mochila de la escuela, y salir unos minutos más tarde comiéndose un bocadillo y llevando al perro, tirando de él o queriendo frenarlo, pero sin controlarlo nunca, el cachorro estrambótico que debería de ser tan nuevo para sus dueños como la casa recién pintada y habitada y el color de las paredes, como el nuevo barrio y la nueva vida y la escuela a la que el niño iría por primera vez.
Las cosas se repiten a diario y parece que llevan sucediendo desde siempre. El niño con la mochila, los ladridos agudos del perro en la casa que siempre tiene abiertos los balcones, el niño tirando de la correa del perro y comiéndose el bocadillo, llevándolo sin duda a la plaza de Vázquez de Mella, que es el único espacio abierto del barrio, una extensión fea y grande de hormigón, nada más que una gran plataforma alzada sobre un aparcamiento, en la que los vecinos pasean a sus perros mientras los niños del vecindario juegan a la pelota y las niñas saltan a la comba y a la rayuela y los yonquis se pinchan o fuman heroína y ni los unos ni los otros parecen verse, aunque no es posible no ver las jeringuillas tiradas, con restos de sangre, los trozos de limón muy exprimidos, las láminas quemadas de papel de plata. De noche, sobre los tejados de los edificios que rodean la plaza, ocupados por vecinos muy viejos que no han podido irse y por hostales dudosos, sobresale el alto pináculo de la Telefónica, su vasto volumen como de rascacielos soviético, coronado por la esfera amarilla y las agujas escarlata del reloj, que la niebla húmeda de las noches de invierno difumina en una fosforescencia dorada y rojiza.
Una tarde el niño vuelve corriendo y no lleva al perro, y aun desde su balcón del segundo piso el hombre enfermo del pijama ha podido ver que tiene la cara llena de lágrimas cuando pulsa el portero automático. Se abre el portal pero el niño no entra, bajan el hombre y la mujer, el niño se abraza llorando a ella como si fuera mucho más pequeño y apenas le llegara a la cintura, señala hacia la esquina, se limpia los mocos con el pañuelo que le ha dado su madre.
La vida entera es mirar y esperar, vigilar la propia respiración, con miedo a la asfixia, a la negrura de un colapso, permanecer inmóvil en un balcón, en zapatillas de paño y pijama, uniforme reglamentario de enfermo final, tal vez ya excluido del reino de los vivos, como las sombras pálidas que cruzan por la calle, siempre dobladas, con un perpetuo dolor de riñones, habitando un mundo que no es visible a los otros, siempre ansiosas por algo, apresurándose detrás de un traficante que no vuelve la cabeza, que camina erguido y rápido, seguro, despreciando.
El hombre, la mujer y el niño han desaparecido de la vista, al final de la esquina de la calle San Marcos, que es el límite del campo de visión. Al cabo de unos minutos aparece de nuevo el hombre, ahora solo, gritando un nombre que debe de ser el del perro, intentando silbar de manera inexperta. Siendo tan pequeño lo más probable es que el cachorro se haya perdido para siempre o que lo haya aplastado un coche. Pero no se rinden, van y vienen a lo largo de la tarde, pasan bajo el balcón, y sólo entran en la casa cuando ya está anocheciendo, cuando en el otro extremo del campo de visión, en la esquina de Augusto Figueroa, se ha encendido el letrero rosa del bar Santander, que es un rosa tan suave como el azul del cielo sobre los tejados, como el rosa del crepúsculo reflejado en los cristales de los pisos más altos, cuando ya es casi plena noche en la hondura de la calle.
Hace frío para quedarse en el balcón pero el hombre de la mascarilla sigue observando detrás de los cristales, de espaldas a una habitación de la que sólo se ve desde el otro lado una lámpara de claridad turbia y a veces un parpadeo azulado de televisión, de pie junto a unos visillos que tienen el mismo aire fatigado y ligeramente sucio que la tela de su pijama o el cuello de su camiseta. Cómo será entrar en esa casa, qué olores viejos habrá, aparte del olor a enfermedad crónica y a medicinas. Medio emboscado tras los visillos, de espaldas a la habitación y a las otras presencias de su casa, indiferente a las voces del televisor, el hombre respira tras su mascarilla y espía los balcones diáfanamente iluminados de la casa de enfrente, todavía sin cortinas, y la acera ya casi a oscuras en la que se cruzan con indiferencia los habitantes del reino de los vivos y los del reino prematuro de los muertos, cada uno viendo lo que los otros no ven, espiando signos de su propio idioma secreto. Hay alguien abajo, parado en medio de la calle, pero el hombre no llega a ver bien quién es, aunque escucha unos ladridos secos y agudos de cachorro, de modo que aparta del todo los visillos y pega la cara al cristal para dominar desde arriba un espacio más ancho de la calzada.
Es el borracho el que está abajo, grande e inmóvil, la cara vuelta hacia el balcón de los nuevos vecinos, oscilando un poco, aunque no tanto como cuando ha bebido de verdad y parece que el alcohol se le derrama en el brillo de los ojos y en el morado enfermo y tumefacto de la piel, y tiene en brazos al cachorro blanco y negro, que sigue ladrando hasta enronquecer y pugna por escaparse del sofocante cobijo de sus harapos y sus manos. Pero no se acerca al portal ni al timbre del portero automático, permanece quieto, aguardando a que suceda algo, con una paciencia opaca de animal, como si no tuviera voz ni conociera la existencia o la utilidad de ese panel con botones y números que hay a un lado de la puerta frente a la que se ha detenido con el perro en brazos, bien abrigado entre el lío de harapos del que emerge su hocico y su ladrido ya ronco.
Paciencia de esperar sabiendo lo que va a suceder, como dictando el orden de los hechos, observando cada día en la calle, hora tras hora, la repetición infinitesimal de todo: oculto a medias tras los visillos sucios el hombre enfermo sabe que va a abrirse uno de esos balcones que aún no tienen cortinas y que revelan un interior recién pintado de amarillo muy claro, va a asomarse el niño, que será el primero que tenga la ansiedad y la agudeza necesaria para escuchar y reconocer los ladridos, va a encenderse la luz del portal.
Bajaron el padre y el niño, y la mujer joven se asomó al balcón, tan atenta a la calle que no miró ni un instante hacia la casa de enfrente. Pero el niño contuvo en el último instante su impulso ansioso de ir hacia el perro y no se separó de la mano de su padre, y el borracho no se acercó a ellos, no dio un solo paso. Se inclinó hacia el suelo, lento y voluminoso, y dejó en él al cachorro, lo depositó con mucha delicadeza, sin decir nada, sin aproximarse al niño que ya abrazaba al animal ni al hombre que le decía algo y le ofrecía algo con la mano extendida. Tenía los ojos muy claros, de una transparencia tan incolora como la de ciertos ojos eslavos, y la cara roja y morada, con hematomas, con hinchazones de abscesos, y aunque estaba a menos de un metro de distancia miraba desde mucho más lejos. Pero no miraba de verdad, o no llegaba a enfocar del todo los ojos en nadie, quizás porque había perdido el hábito de sostener una mirada en la cercanía normal del trato humano y la conversación, como esos náufragos que se pasaban años en una costa deshabitada y olvidaban el uso del lenguaje y acababan perdiendo la razón. Pensaba que en cuanto su hijo tuviera unos años más le ayudaría a leer las novelas de naufragios y de islas desiertas que a él le habían alimentado en los mejores tiempos de su infancia.
Llegaban a las esquinas del barrio y poco a poco se volvían habituales en ellas, sus caras tan familiares como la de la mujer de la panadería o la droguería o como la del hombre parcialmente transformado en mujer del kiosco de periódicos, sus movimientos furtivos y sus lentas horas de inmovilidad y ansiosa vigilancia tan rutinarios ya como las rondas y las redadas de la policía, que de vez en cuando obligaba a uno de los muertos en vida a ponerse contra la pared y lo cacheaba, que pedía desganadamente la documentación a los camellos marroquíes y se llevaba a alguien en el coche patrulla, alguien que al poco tiempo, días a veces, ya estaba otra vez en el barrio, o que desaparecía y ya no regresaba nunca, encarcelado o muerto, fugitivo en otro barrio lejano, muerto en vida deambulando por las proximidades de uno de esos poblados de chatarra de las afueras de Madrid.
Algunos de los recién llegados conservaban una cierta dignidad, restos de la vida antigua que aún no habían abandonado del todo, conversos recientes a la dulzura del infierno en el que transitaban desde que llegaban al barrio. Chicos muy jóvenes, con ropa nueva y zapatillas de marca, que de lejos parecían indemnes, pero en los que ya se descubrían a una distancia intermedia los primeros signos del ansia y el deterioro, y que al cabo de unos pocos meses habían sucumbido a un voraz envejecimiento, a un vampirismo en el que cada uno de ellos era el vampiro y era la víctima, los brazos y el cuello marcados por picotazos, por las mordeduras diminutas de las jeringuillas que crujían a veces bajo las pisadas en el parque y que podían aparecer incluso en la oquedad de un portal. Al niño había que decirle que no las tocara nunca, que jamás se inclinara a recoger nada del suelo.
Llegaban al principio con un exceso de vitalidad y energía que contrastaba con la lentitud de los más veteranos, con un aire de exploración o aventura que iba a desaparecer mucho antes que la ropa limpia y las zapatillas de marca. De dónde venían, de qué lugares y qué vidas, qué había en esos ojos al mismo tiempo fijos y vacíos. Apareció una mujer joven con todo el aspecto de una secretaria, con traje de chaqueta, con un bolso de cuero y un archivador entre los brazos, con medias oscuras y tacones. Podía tomársela por una empleada de cualquiera de las oficinas próximas, quizás la administrativa de una gestoría que había quedado con alguien justo en aquella esquina y miraba de vez en cuando el reloj. Más bien llena, aunque no gorda, colorada de cara, arreglada con discreción, ajena a la espera de los otros, los habituales que apenas se sostenían en pie y se apoyaban en la pared y se quedaban dormidos o en un trance de desmayo y se iban deslizando poco a poco hacia el suelo. Pero a los pocos días, o al mirarla desde más cerca o con mas atención, se descubrían signos inadvertidos: que los tacones empezaban a torcérsele de tanto esperar de pie, o que tenía una carrera en la media, o un agujero en el talón, que el peinado se le iba deshaciendo, que se le veían las raíces blancas en la raya del pelo, que el color de su cara no era de salud, sino de apresurado maquillaje, que ya no tenía un reloj de pulsera en el que consultar la hora como si estuviese esperando una cita profesional.
Pero seguía apretando entre los brazos el archivador o la carpeta de tapas negras, como el último residuo de una vida o de una dignidad anteriores o como un irrisorio camuflaje laboral de cara a sus conocidos o a los policías que patrullaban el barrio, o simplemente por vergüenza ante la gente común que se cruzaba con ella, ante las mujeres a las que hasta muy poco tiempo antes se había parecido, secretarias de negocios menores, empleadas de droguerías o peluquerías.
Según iba empalideciendo, llevaba más pintados los ojos y los labios y se echaba un colorete más chiflón en los pómulos. Ahora cojeaba al sostenerse sobre los tacones torcidos y los botones de su camisa se abrían en un escote buchón contra el que seguía apretando el archivador de siempre (ahora con el plástico desgarrado en los márgenes, mostrando su armadura de cartón), del que sobresalían hojas como formularios o memorándums recogidos del suelo al azar y guardados de cualquier manera.
A veces iba con ella un hombre que al principio tampoco pareció que fuera a acabar habitando en el reino de los muertos en vida: alto, de treinta y tantos años, más distinguido que ella, como su jefe inexperto y benévolo, con gabardina y pantalones de lona, con zapatos de piel, el pelo en desorden y una estudiada sombra de barba de tres días, con un aire muy definido de periodista o arquitecto. Desaparecieron los dos y al cabo de semanas o meses sólo volvió ella, el pelo tan mal teñido que tenía chorreones negros sobre las raíces blancas de la raya, las pestañas más pintadas, la mirada más ansiosa en los ojos redondos y saltones, los labios torpemente contorneados de un rojo obsceno. Aún llevaba los mismos tacones y parecía que las mismas medias de siempre, y seguía apretando el archivador de tapas negras.
La siguiente vez, la última, ya no estaba en el barrio: tal vez un año después, al bajar por la calle de la Montera, la vi apoyada en una esquina y tardé en reconocerla: la identifiqué por la cara de secretaria pánfila y las raíces blancas en la raya del pelo, pero ya era igual a las otras mujeres de faldas muy cortas y muslos anchos y tacones altos y torcidos que rondan por esas aceras de Madrid, fumando en las esquinas, vigiladas por chulos casi tan moribundos como ellas, entre los sex shops y salones de juegos, junto a las embocaduras de calles estrechas de las que llega un olor de cañería.
Cada figura olvidada mucho tiempo vuelve a surgir con un estremecimiento de memoria, presencias de aquella vida nueva que ahora se ha vuelto recordada y lejana, como aquella casa que ahora habitan otros, aunque fue entonces tan indeleblemente nuestra como los rasgos de nuestras caras, siete años más jóvenes. Pasé hace poco junto a nuestro portal y llegué a ver desde abajo, sobre los barrotes del balcón, el techo y la parte superior de una de las paredes que nosotros hicimos pintar de amarillo claro. Era una de esas tardes largas de mayo, con un presentimiento tibio de verano y polen en el aire, y en el balcón de enfrente estaba acodado el enfermo viejo de las zapatillas y el pijama, con su mascarilla en la boca y los tubos de plástico en la nariz, mirando hacia la calle, donde tal vez me ha visto y me ha recordado o no ha llegado a reconocerme, después de estos años en los que apenas pasaba por nuestra calle de entonces.
Había otro testigo permanente de todo, ahora me acuerdo, un viejo grande, de sonrisa ancha y mofletes colorados, uno de esos viejos gallardos a los que parece que la edad vuelve más compactos y fornidos. Paseaba siempre por las calles del barrio, entre la plaza de Chueca y la de Vázquez de Mella, despacio, desde por la mañana, agrandado por un abrigo de corte rancio y opulento, con la cabeza singularmente pequeña cubierta por un sombrero tirolés, pluma verde incluida. Me fijaba en su sombrero y en sus zapatos de gigante, pero sobre todo en la perfecta complacencia de su actitud hacia el mundo, en el modo en que parecía recrearse con ecuánime objetividad en todo lo que veía a su alrededor, quedándose parado a veces para disfrutar el primer rayo de sol que alcanzaba un rincón de la plaza de Chueca en las mañanas de invierno o para contemplar con interés y aprobación las maniobras de una furgoneta de carga y descarga en medio del colapso del tráfico, o la llegada de un coche de la policía o de la ambulancia que venía a recoger a uno de los espectros que se había desplomado rígido a la entrada de un portal. Él lo observaba todo, se paraba un momento y luego continuaba el paseo, como si la riqueza y la complejidad de todo lo que le quedaba por observar todavía a lo largo de la jornada le impidiera detenerse tanto como le hubiera gustado, complacido y ausente, llevándose la mano al sombrero para saludar a Sandra en su puesto de periódicos, ayudándole a un ciego a pasar entre los coches mal aparcados en la acera, admirando las bolsas de naranjas colgadas sobre el mostrador de la frutería, hasta dedicando alguna mirada vagamente compasiva a los fantasmas de las esquinas, un gesto de idéntica consideración hacia los cacheos de la policía y las transacciones rápidas y furtivas de los camellos, que para la curiosidad aprobadora y magnánima del hombre del sombrerito tirolés parecía que formaran parte de la menuda pululación comercial del barrio. Qué raro, cruzarse con él a diario e ir reparando muy poco a poco en su asidua presencia, concederle una precisa individualidad, muy intensa y sin embargo limitada a esas apariciones en la calle, en los márgenes de la vida de uno, y de pronto no verlo y no reparar en su ausencia, o haberse ido uno mismo y olvidado los hábitos y las figuras de aquella pequeña ciudad de provincia incrustada en el corazón de Madrid, y recordar al cabo de los años, sin motivo y sin necesidad, o asistir más bien a una cadena de regresos en los que la voluntad no participa, en los que la memoria se deja llevar como por el impulso de una corriente subterránea, lugares lejanos y caras sin nombre, fragmentos de historias sin comienzo ni final, de las novelas que cada uno llevaba consigo y no contaba a nadie, y se perdieron con ellos. Cómo sería la vida de la vieja que cada medianoche ponía el mantel de su cena sobre la tapa de un cubo de basura o la del hombre y la mujer todavía jóvenes pero ya muy deteriorados que iban al barrio a buscar heroína empujando un cochecito de niño tan averiado como ellos, tan cercano al puro desguace físico, como recogido en un vertedero, el padre o la madre empujándolo por las aceras en sus paseos sonámbulos y el niño dormido a pesar del traqueteo, con el chupete a un lado de la boca entreabierta y los ojos plácidamente entornados, el niño rojo y encanado de llanto y el padre o la madre agitando el cochecito con movimientos tan bruscos que parecía que iba a acabar de deshacerse, o indiferentes al llanto, como si no escucharan, los dos fijos las esquinas por las que de un momento a otro tendría que aparecer la sombra tranquila y furtiva que aguardaban. Estarán en alguna parte ahora mismo si viven todavía, si vive cualquiera de los dos, y el niño, que entonces no tendría ni dos años, habrá cumplido ya ocho o nueve, y quizás esté envenenado por el mismo virus que sin duda llevaban entonces sus padres en la sangre, y que puede haberlo matado, como habrá matado a tantos de los espectros del barrio.
Nadie podría restablecer ahora sus rastros: los muertos en vida han desaparecido de las esquinas de Augusto Figueroa. Casi todos ellos habrán ingresado del todo en el reino de los muertos, y algunos aún sobrevivirán en hospitales o en cárceles, o se arrastrarán como zombis por las veredas entre los desmontes que llevan a los poblados de latones y chatarras de las últimas afueras de Madrid, adonde la policía los fue empujando cuando vino la consigna de limpiar de drogadictos las calles del centro. Hay una tienda de flores en el zaguán donde estuvo el kiosco de Sandra, que vendía los periódicos en chanclas y en chándal, o con una bata de felpa y una toquilla de punto en los días de invierno, y que algunas mañanas no se había afeitado, aunque sí perfilado cuidadosamente los rabos de los ojos, a la manera de Sara Montiel, su ídolo.
Otras figuras vuelven del olvido, no mucho más fantasmales que cuando se cruzaban con nosotros por las aceras del barrio. Me he acordado del borracho náufrago que nos devolvió al cachorro al que ya suponíamos muerto o perdido y entonces me ha venido a la imaginación aquella mujer muy alta y muy delgada que anduvo algún tiempo con él y desapareció enseguida, al cabo de unos meses, el tiempo máximo que sus vidas duraban cerca de las nuestras.
Viéndola de lejos se vislumbraba en ella lo que habría sido hasta no mucho tiempo atrás. Era tan alta como una modelo, y tenía igual que ellas los pómulos asiáticos, la boca grande y carnal, las piernas largas y elásticas cuando caminaba. De espaldas, o de lejos, se veía su alta figura y su melena rizada. Sólo al tenerla cerca se advertía su palidez de muerta en vida y el brillo turbio de sus grandes ojos claros, los moretones en las hermosas piernas que ya iban quedándose muy flacas, el hueco negro de los dientes que había perdido. Iba de un lado a otro por el barrio como un gran pájaro trastornado que se golpea contra las paredes y no sabe dónde está ni acierta a encontrar una salida, cabalgando sobre sus tacones y sus enérgicas piernas de modelo, recta todavía, como con un residuo de la disciplina de las pasarelas, más alta que cualquiera en el barrio, su cabeza rizada y su largo cuello manierista sobresaliendo sobre las figuras encorvadas en los conciliábulos del trapicheo o en torno a la llama de un mechero que en la penumbra de un portal calienta una lámina de papel de plata sobre la que se vuelve líquida y humea una dosis de heroína. Caminaba desarbolada y demente como si llevara mucha prisa, o se quedaba inmóvil, su figura perfilada contra una esquina, los ojos acuosos brillando tras los rizos del pelo desordenado y sucio, una sonrisa ebria o idiota en la boca en ruinas, de la que brotaba el humo de un cigarrillo que ella sostenía entre los dedos muy largos con la calculada distinción de una pose fotográfica.
Empezó a dormir en los zaguanes de tiendas o bares clausurados, donde solían instalar los indigentes sus madrigueras de harapos y cajas de cartón. Había empezado el invierno y ahora llevaba sobre la camiseta y la minifalda livianas de siempre un desastrado chaquetón de piel sintética. En las mañanas de frío la piel blanca de su cara tenía una tonalidad violácea. El pelo se le estaba volviendo más ralo y sus ojos grandes y claros habían perdido casi todo rastro de color. Le pedía un cigarrillo a cualquiera y se quedaba con él en la mano, llevándoselo muy despacio a la boca, esperando a que le dieran también fuego.
Una vez le pidió tabaco o fuego al borracho del barrio, a quien nadie interpelaba nunca, sabiendo que no respondía o que no parecía entender y ni siquiera escuchar lo que se estaba diciendo. Él se encogió de hombros, gruñó algo y siguió su camino, pero esa noche, cuando la mujer tiritaba bajo su abrigo en el hueco de un portal de la calle San Marcos, vio confusamente una sombra parada delante de ella y era el borracho que le ofrecía un cigarrillo, sujetándolo entre los dedos anchos y sucios con delicadeza, como si fuera el tallo de una flor. La mujer se apartó el pelo de la cara y se puso el cigarrillo entre los labios morados de frío, y el borracho, al que nadie había visto fumar, le dio fuego alumbrando su cara de muerta en vida con la llama breve de un mechero.
Todo se sabía enseguida en el barrio: había comprado el tabaco y el mechero en la misma tienda diminuta donde se abastecía de cartones de vino blanco, y donde al día siguiente, contra toda costumbre, compró natillas y donuts rellenos de chocolate. De esa clase de porquería muy azucarada se alimentaban los yonquis: junto a las láminas quemadas de papel de plata y las jeringuillas siempre aparecían envoltorios de bollos de chocolate y envases muy apurados de natillas.
Empezó a llevarle cosas cada noche al hueco del portal tapiado donde ella se refugiaba, a veces sin despertarla, sin que ella notara su presencia entre la tiritera y el delirio. La envolvía en su chaquetón, mucho más recio que el que ella traía, y una noche se le vio arrastrando por la calle Pelayo un edredón desgarrado y mugriento que debía de haber encontrado en algún contenedor de desechos. Se movía con más diligencia, ensimismado y primitivo, como el náufrago Robinson preparando en su isla una choza o una cueva en la que pasar el invierno. De día no andaba nunca demasiado lejos de ella, aunque no se acercaba ni se hacía muy visible, permanecía atento junto a una esquina tras la que fácilmente podría ocultarse, indiferente a quienes pasaban junto a él y se apartaban por miedo o por escapar a su hedor, atento sólo a la alta figura que a esa distancia era la de una mujer muy joven y muy esbelta, que caminaba a largas zancadas entre los coches y la gente, con su extravío de gran pájaro desbaratado, que desaparecía como si se hubiera ido para siempre y volvía luego al cabo de unas horas, hasta de unos días, más ¡da y pálida que la última vez, más encogida en los zaguanes o las oquedades en las que se refugiaba cuando ya era muy de noche y no quedaba nadie en las calles oscuras, nadie salvo los muertos en vida más contumaces, los que a las tres o a las cuatro de la madrugada continuaban esperando algo, dormitando torcidos contra las esquinas.
Probablemente fue ella quien le dirigió la palabra, pidiéndole aturdida e imperiosa que le trajera otra vez cigarrillos, o yogures o dónuts de la tienda donde él entraba cuando no había nadie más y depositaba sin decir nada el importe de los cartones de vino blanco que pudiera costearse. Pagaba siempre, y nunca se le había visto pedir. La dueña de la tienda contaba que era el primogénito de una familia muy rica del norte, y especulaba sobre los abusos de un padre tiránico que lo había expulsado o desheredado y sin embargo se ocupaba de que no le faltara al hijo náufrago en la sinrazón y el alcohol un mínimo de dinero para su subsistencia y de ropa de abrigo para que no se muriera de frío en las calles.
Pero su historia verdadera no llegó a saberla nadie, igual que no se sabía su nombre, a no ser que se la contara a la mujer con la que poco a poco empezó a compartir las acampadas nocturnas en los rincones menos desabrigados del barrio. Nunca se les vio caminar juntos, pero sí se cobijaban el uno al otro en las noches heladas de aquel invierno, o más bien era él quien la cobijaba y la protegía a ella, quien permanecía despierto y atento a que no se destapara, quien le preparaba con mano experta su lecho de cartones y hojas de periódicos y la forraba luego en chaquetones, en edredones rescatados de la basura, en cualquiera de las prendas que ahora recogía por el barrio como un buhonero. Había un resplandor movedizo en la ancha oscuridad de la plaza Vázquez de Mella y era que el borracho había encendido una hoguera junto a la que se calentaba como una esfinge la mujer flaca y alta, fumando los cigarrillos que él le había traído y que él encendía con un ademán rápido cada vez que ella se llevaba uno a los labios, comiendo los yogures o las natillas que él había comprado al mismo tiempo que sus cartones de vino.
Ahora sí mendigaba. Sin decir nada, sólo tendiendo la mano y mirando a los ojos, o haciendo el gesto de llevarse un cigarrillo a la boca. Pedía dinero y pedía tabaco, y aunque no llegara a intercambiar unas palabras con nadie parecía que por primera vez era consciente de la existencia de otras personas en el mundo, de otras presencias que reclamaban su atención o de las que debía esperar algo en lo que había sido hasta entonces la soledad de su isla desierta. No compartía con la mujer el tabaco ni la heroína, ni daba la impresión de que hubiera llegado a existir un vínculo sexual entre ellos, pero sí se pasaban los litros de vino blanco, que a ella se le derramaba de la boca ancha y carnal, dejándole un brillo húmedo en los labios y en los ojos.
Se les veía en la sombra como dos animales al fondo de una madriguera, confabulados y solos en la lejanía de otra especie, como retrocedidos al salvajismo o a la inocencia de su irreparable perdición, de la fatalidad del desastre y la muerte, intocables, tan ajenos a quienes pasábamos junto a ellos, protegidos por nuestros abrigos y nuestra normalidad, camino de nuestra casa nueva y nuestra vida cálida y estable, como si de verdad habitaran en otro mundo, en el otro mundo, en una de esas cuevas u oquedades de rocas en las que se cobijarían los hombres primitivos o los náufragos.
Al cabo de algún tiempo, semanas o meses, la mujer desapareció, y nos habríamos olvidado con mayor facilidad de su existencia pasajera de no ser porque el borracho continuaba en el barrio, manso y sedentario, recluido de nuevo en un ensimismamiento sin fisuras, en el que hubiéramos querido advertir, por una rutina novelesca, un cierto desamparo sentimental, un aire más alerta, como si buscara en las esquinas de los muertos en vida la figura tan alta de la mujer que de lejos parecía una modelo. Pero tampoco a él le hacíamos ya mucho caso, porque nos íbamos acostumbrando a su presencia, en la medida en que nosotros mismos nos volvíamos presencias habituales del barrio y no prestábamos mucha atención a lo que sucedía cotidianamente en las calles, el hombre, la mujer y el niño que ya iba solo a la escuela, que salía cada tarde con su bocadillo y tirando de la correa del perro díscolo que ya estaba dejando de ser un cachorro.
También ellos se marcharon, habituales un día y al otro desparecidos para siempre, y el hombre del balcón volvió a ver que el piso de enfrente se quedaba vacío y presenció la llegada de otros inquilinos, meses o años después, no hubiera podido decirlo, porque para él el tiempo de su vida de enfermo era una lenta duración sin modificaciones reales. Meses o años después nos encontramos con un vecino antiguo que seguía viviendo en el barrio. Hablamos de los tiempos que de pronto se habían vuelto lejanos, la nueva vida intacta desdibujándose en la dulzura del pasado, y el vecino nos preguntó si nos acordábamos del borracho que andaba siempre por las calles. Nos contó que había aparecido muerto una mañana de gran helada en la plaza de Vázquez de Mella, morado de frío y con la barba y las pestañas blancas de escarcha, rígido y forrado de harapos, como esos exploradores polares que se extraviaban y enloquecían en los desiertos de hielo.