Oh, tú que lo sabías

Desaparecen un día, se pierden y quedan borrados para siempre, como si hubieran muerto, como si hubieran muerto hace tantos años que ya no perduran en el recuerdo de nadie, que no hay signos tangibles de que hayan estado en el mundo. Alguien llega, irrumpe de pronto en una vida, ocupa en ella unas horas, un día, la duración de un viaje, se convierte en una presencia asidua, tan permanente que se da por supuesta y que ya no se recuerda el tiempo anterior a su aparición. Todo lo que existe, aunque sea durante unas horas, enseguida parece inmutable. En Tánger, en la oficina oscura de una tienda de tejidos, o en un restaurante de Madrid, o en la cafetería de un tren, un hombre le cuenta a otro fragmentos de la novela de su vida y las horas del relato y de la conversación parece que contienen más tiempo del que cabe en las horas comunes: alguien habla, alguien escucha, y para cada uno de los dos la cara y la voz del otro cobran la familiaridad de lo que se conoce desde siempre. Y sin embargo una hora o un día después ese alguien ya no está, y ya no va a estar nunca más, no porque haya muerto, aunque puede que muera y quienes lo tuvieron tan cerca no lleguen a saberlo, y años enteros de presencia calcificados por la costumbre se disuelven en nada. Durante catorce años, desde el 30 de julio de 1908, Franz Kafka acudió puntualmente a su oficina en la Sociedad para la Prevención de Accidentes Laborales en Praga, y de pronto un día del verano de 1922 salió a la misma hora de siempre y ya no volvió más, porque le habían dado la baja definitiva por enfermedad. Desapareció con el mismo sigilo con que había ocupado durante tanto tiempo su pulcro escritorio, en uno de cuyos cajones guardaría bajo llave las cartas que le escribía Milena Jesenska, y en el armario que había sido suyo siguió colgado durante algún tiempo después de su desaparición un abrigo viejo que Kafka reservaba para los días de lluvia, y al poco tiempo el abrigo desapareció también, y con él el olor peculiar que había identificado su presencia en la oficina durante catorce años.

Lo más firme se esfuma, lo peor y lo mejor, lo más trivial y lo que era necesario y decisivo, los anos que alguien pasa trabajando tristemente en una oficina o remordido de indiferencia y lejanía en un matrimonio, el recuerdo del viaje a una ciudad donde se vivió o a la que se prometió volver al final de una visita única y memorable, el amor y el sufrimiento, hasta algunos de los mayores infiernos sobre la Tierra quedan borrados al cabo de una o dos generaciones, y llega un día en que no queda ni un solo testigo vivo que pueda recordar.

Decía el señor Salama, en Tánger, que fue a visitar el campo de Polonia donde las cámaras de gas se habían tragado a su madre y a sus dos hermanas, y que sólo había un gran claro en un bosque y un cartel con un nombre en una estación de ferrocarril abandonada, y que el horror del que no quedaban ya huellas visibles estaba sin embargo contenido en ese nombre, en ese cartel de hierro oxidado que oscilaba sobre un andén más allá del cual no había nada, sólo la anchura del claro y los pinos gigantes contra un cielo bajo y gris del que manaba una lluvia silenciosa, desleída en la niebla, que goteaba en el alero del único cobertizo de la estación. Tan sólo un gran claro circular en un bosque, que podía ser el resultado de un antiguo trastorno geológico, de la caída de un meteorito. Era un campo tan poco importante que casi nadie conocía su nombre, dijo el señor Salama, y pronunció una palabra confusa que debía de ser polaca: pero tampoco el nombre de Auschwitz significaba nada para Primo Levi la primera vez que lo vio escrito en el letrero de una estación. En un lugar así, lejos de los campos principales, era más fácil que se perdiera a los deportados, que desparecieran sus nombres de aquellos registros minuciosos que llevaban siempre los alemanes, con el mismo celo administrativo y fanático con que organizaban sus planes colosales de transporte por ferrocarril de cientos de miles de cautivos en medio de los bombardeos Aliados y de los desastres militares de los últimos meses de la guerra.

Había raíles apenas visibles bajo la hierba húmeda, raíles oxidados y traviesas podridas, y una muleta del señor Salama tropezó o quedó enganchada en una de ellas y él estuvo a punto de caerse, gordo y torpe y humillado sobre la misma tierra en la que perecieron su madre y sus dos hermanas, por la que caminaron al llegar al campo, al bajarse del tren donde las habían llevado como a animales destinados al matadero, tres caras y tres nombres familiares en medio de una muchedumbre abstracta de víctimas desconocidas. Lo sujetó el guía, el superviviente que le había llevado en un coche viejo hasta allí, el que le señaló las formas ya apenas visibles de los muros, los rectángulos de cemento sobre los que habían estado los barracones, una especie de bardal bajo de ladrillo en el que nadie que no conociera muy bien el lugar habría reparado, y que era el único resto del pabellón donde habían estado los hornos crematorios, de los cuales sí que no quedaba nada, porque los alemanes los habían volado en el último momento, cuando hacía ya semanas que el cielo estaba rojo cada noche en el horizonte del este y la tierra temblaba por los cañonazos cada vez menos lejanos de la artillería rusa. Decenas de miles de seres humanos hacinados allí durante cuatro o cinco años, bajando en ese tren de los vagones de ganado y alineándose en las plataformas de cemento, ladridos de órdenes en alemán o en polaco y gritos de dolor y eternidades de desesperación, ecos de gritos o ladridos perdiéndose por la espesura inmensa de coníferas, marchas militares y valses tocados por una orquesta espectral de prisioneros, y de todo aquello no quedaba nada, sólo un claro en un bosque, entre el verde mojado de llovizna, altos pinos oscuros y niebla borrando la lejanía, los parajes que verían diariamente a través de las alambradas los cautivos, sabiendo que no volverían a pisar el mundo exterior, que estaban tan excluidos del número de los vivos como si ya hubieran muerto.

Qué habrá sido de aquel hombre flaco, huidizo, servicial que acompañó al señor Salama al lugar donde estuvo el campo, que había elegido para sí mismo el extraño destino de guardián y guía del infierno al que había sobrevivido, y del que ya no había querido alejarse, guardián de una extensión desierta en medio de un bosque y de un andén que ya no pertenecía a ninguna estación, arqueólogo de ladrillos renegridos y goznes viejos y puertas de horno lentamente podridas de herrumbre, buscador de residuos, testimonios, reliquias, escudillas metálicas y cucharas con las que los prisioneros tomaban la sopa, guía entre huellas de ruinas apenas visibles, cada vez más tapadas por la vegetación y más gastadas por el simple paso del tiempo, o embellecidas durante los inviernos por la blancura de la nieve. Cuando él muriera o estuviera demasiado viejo o se cansara de acompañar a los raros viajeros que iban a visitar ese campo de importancia secundaria, cuando él ya no estuviera para señalar los restos de un muro de ladrillo ennegrecido o una fila de plataformas de cemento, o una peculiar ondulación en la nieve no pisada, nadie advertiría la presencia de esos accidentes menores en el claro del bosque, ni repararía en que el crujido metálico bajo las suelas de sus botas era una cuchara que en algún momento fue uno de los tesoros más valiosos para la vida de un hombre, y desde luego nadie podría saber el significado atroz de unas hileras de ladrillos quemados, de un poste caído entre la hierba en el que hay clavado todavía un bucle de alambre espinoso.

Desaparecen, se quedan muy atrás en el tiempo, y la distancia va falsificando poco a poco el recuerdo, tan gradualmente como la lluvia, los años, el abandono, la fragilidad de los materiales, deshacen las ruinas de un campo de exterminio alemán perdido en los bosques fronterizos entre Polonia y Lituania, meticulosamente incendiado y destruido por sus guardianes en vísperas de la llegada del Ejército Rojo, que sólo encontró pavesas, escombros y zanjas mal tapadas en las que había yacimientos populosos de cuerpos humanos conservados intactos por el frío, arracimados, mezclados, desnudos, esqueléticos, adheridos los unos a los otros, decenas de millares de cuerpos sin nombre entre los que estaban, sin embargo, la mayor parte de los tíos y los primos y los cuatro abuelos del señor Isaac Salama, y también su madre y sus dos hermanas, que no pudieron salvarse como se salvaron él y su padre, porque ya era demasiado tarde para ellas cuando a finales del verano de 1944 les llegó uno de los pasaportes emitidos por la legación española en Hungría reconociendo la nacionalidad de las familias sefardíes que vivían en Budapest.

A nuestros vecinos, a mis amigos de la escuela, a los colegas de mi padre, a todos se los llevaban, dijo el señor Salama. Nosotros no salíamos de casa por miedo a que nos apresaran por la calle antes de que nos llegaran los papeles que nos había prometido aquel diplomático español. Oíamos en la radio que los Aliados iban a tomar París, y por el este los rusos ya habían cruzado las fronteras de Hungría, pero a los alemanes parecía que no les importaba nada más que exterminarnos a todos nosotros. Imagínese el esfuerzo que hacía falta para trasladar en tren por media Europa a cientos de miles de personas en medio de una guerra que ya estaban a punto de perder. Preferían usar los trenes para mandarnos a nosotros a los campos antes que para llevar a sus tropas al frente. Entraron en Hungría en marzo, el 14 de marzo, me acordaré siempre, aunque estuve muchos años sin acordarme de esa fecha, sin acordarme de nada. Llegaron en marzo y para el verano, puede que ya hubieran deportado a medio millón de personas, pero como temían que los rusos llegaran demasiado pronto y no les dejaran tiempo para enviar ordenadamente a todos los judíos húngaros a Auschwitz, a muchos los mataban de un tiro en la cabeza en medio de la calle, y tiraban los cuerpos al Danubio, los alemanes y sus amigos húngaros, los Cruces Flechadas, les llamaban, con los uniformes negros como los de las SS, y todavía más sanguinarios que ellos, todavía más rudos y mucho menos sistemáticos.

Uno habita todos los días de su vida en la misma casa en la que ha nacido y en la que el cobijo cálido de sus padres y sus dos hermanas mayores le parece que ha existido siempre y que va a durar siempre inmutable, igual que las fotografías y los cuadros en las paredes y los juguetes y los libros de su dormitorio, y de golpe un día, en unas horas, todo eso ha desaparecido para siempre y no deja rastro, porque uno salió a cumplir una de sus tareas usuales y cuando volvió una hora o dos horas más tarde ya le impedía el regreso un foso insalvable de tiempo. Mi padre y yo habíamos ido a buscar algo de comida, dijo el señor Salama, y cuando volvíamos a casa el marido de la portera que tenía buen corazón, salió para advertirnos que nos alejáramos, porque los milicianos que se habían llevado a nuestra familia aún podían volver. Mi padre tenía un paquete en la mano, como aquellos paquetitos de dulces que llevaba a casa todos los domingos, y se le cayó al suelo, delante de los pies. De eso me acuerdo. Yo recogí el paquete y tomé la mano de mi padre, que estaba de pronto muy fría. «Váyanse lejos de aquí», nos había dicho el marido de la portera, y se había marchado muy rápido, mirando a un lado y a otro, por miedo a que alguien lo viera hablando tan amigablemente con dos judíos. Estuvimos andando mucho tiempo sin hablar nada, yo cogido de la mano de mi padre, que ya no calentaba la mía, y que no tenía fuerzas para guiarme. Era yo quien lo llevaba a él, quien vigilaba por si aparecía una patrulla de alemanes o de nazis húngaros. Entramos en aquel café, cerca de la legación española, y mi padre llamó por teléfono. No encontraba monedas en los bolsillos, se le enredaban en las manos el pañuelo, la cartera, el reloj, también me acuerdo de eso. Yo tuve que darle la moneda para comprar la ficha. Vino el hombre a quien mi padre había visitado otras veces y le dijo a mi padre que todo estaba arreglado, pero mi padre no decía nada, no contestaba, como si no oyera, y el hombre le preguntó que si estaba enfermo, y mi padre siguió sin contestar, con la barbilla hundida en el pecho, los ojos perdidos, el gesto que se le quedó ya para siempre. Yo le dije al hombre que se habían llevado a toda nuestra familia, quería llorar pero no me salían las lágrimas ni se me aliviaba la congestión en el pecho, como si fuera a ahogarme. Estallé de pronto y me parece que la gente que había en las mesas cercanas se me quedó mirando, pero no me importaba, me eché sobre el abrigo del hombre, que tenía las solapas muy grandes, y le pedí que ayudara a mi familia, pero él quizás no me entendía, porque yo había hablado en húngaro, y él hablaba con mi padre en francés. En un coche negro muy grande con un banderín de la legación diplomática nos llevaron a una casa en la que había más gente. Recuerdo habitaciones pequeñas y maletas, hombres con abrigos y sombreros, mujeres con pañuelos, gente hablando bajo y durmiendo en los pasillos, en el suelo, usando líos de ropa como almohadas, y mi padre siempre despierto, fumando, intentando llamar por teléfono, importunando a los empleados de la legación española que nos llevaban comida de vez en cuando. Estaban buscando en las listas de deportados a mi madre y a mis hermanas, pero no aparecían en ninguna. Luego nos enteramos, se enteró mi padre años más tarde, de que no las habían llevado a los mismos campos que a casi todo el mundo, a Auschwitz o Berger-Belsen. Incluso de allí pudo rescatar a algunos judíos aquel diplomático español que nos salvó la vida a tantos, jugándose la suya, actuando a espaldas de sus superiores en el Ministerio, yendo de un lado a otro de Budapest a cualquier hora del día o de la noche, en aquel mismo coche negro de la embajada en el que nos llevaron a nosotros, recogiendo a personas escondidas o a las que acababan de detener, aunque no tuvieran de verdad origen sefardí, inventándose identidades y papeles, hasta parentescos o negocios en España. Sáez Briz, se llamaba. Encontró a mucha gente, logró que a algunos los devolvieran de los campos, los sacó del infierno, pero de mis hermanas y de mi madre no había ni rastro, porque las habían llevado a ese campo del que no había oído hablar casi nadie, y del que no quedó nada, sólo ese cobertizo y ese cartel que yo vi hace cinco años. Por mí no habría ido nunca. Nunca podré pisar esa parte de Europa, no soporto la idea de quedarme mirando a alguien de cierta edad en un café o en una calle de Alemania o de Polonia o de Hungría y preguntarme qué hizo en aquellos años, qué vio o con quién estuvo. Pero un poco antes de morirse mi padre me pidió que visitara el campo y le prometí que lo haría. ¿Y sabe lo que hay allí? Nada, un claro en un bosque. El cobertizo de una estación y un letrero oxidado.

Qué habrá sido de él, el señor Salama, que hacia la mitad de los años ochenta dirigía el Ateneo Español en Tánger, en un despacho diminuto decorado con carteles turísticos a todo color ya ajados y desvaídos por el tiempo, con viejos muebles de falso estilo castellano, y que administraba con desgana, en el bulevar Louis Pasteur, una tienda de tejidos fundada por su padre y llamada Galerías Duna, en recuerdo del río de la otra patria de la que pudieron escaparse en el último momento, a diferencia de casi todos sus conocidos, de las hermanas y la madre de las que ni siquiera guardaban una sola fotografía, un asidero para la memoria, una prueba material que hubiera atenuado o retrasado la erosión del olvido.

Duna es el nombre en húngaro del río Danubio. El señor Salama, con su verbo rico y su raro acento salpicado de tonalidades lejanas, como un rescoldo de la música del español judío que escuchó hablar en su infancia, y en el que aún recordaba canciones de cuna; el señor Salama, con su andar afanoso de tullido sobre las dos muletas y sus ojos tan fácilmente humedecidos, el pelo cano y escaso, la frente siempre con un brillo de sudor que el pañuelo blanco con sus iniciales bordadas no acababa nunca de enjugar, la respiración agitada por el esfuerzo de mover un cuerpo grande y torpe al que las piernas no le sirven, muy flacas bajo la tela del pantalón, como dos apéndices oscilando bajo la gravitación del vientre hinchado y el torso fornido. Pero se empeñaba en hacerlo todo él solo, sin la ayuda de nadie, moviéndose con brusquedad y destreza y respirando agitadamente, abría puertas y encendía luces y mostraba pequeños tesoros y recuerdos del Ateneo Español, fotos enmarcadas de un visitante célebre de muchos años atrás, o de representaciones de obras teatrales de Benavente, de Casona y hasta de Lorca, un diploma expedido por el Ministerio de Información y Turismo, un libro dedicado a la Biblioteca del centro por un escritor cuya celebridad se ha ido perdiendo con los años, de modo que hasta su nombre ya no resulta familiar, aunque hay que disimularlo delante del señor Salama, hay que decirle que se ha leído el libro y que esa primera edición dedicada debe ya de tener un valor muy considerable. Torpe, experto, caótico, incansable a pesar de la respiración difícil y de las muletas, el señor Salama mostraba carteles viejos que anunciaban conferencias y funciones teatrales en el pequeño escenario del Ateneo e incluso en el gran Teatro Cervantes, que ahora, dice, es una ruina vergonzosa, comido por las ratas, invadido por los delincuentes, una joya de la arquitectura española a la que el gobierno español no hace ningún caso. No quieren saber nada de lo poco y bueno que todavía queda de España en Tánger, ni siquiera contestan las cartas que el señor Salama escribe a los ministerios, al de Cultura, al de Educación, al de Asuntos Exteriores: deja a un lado los carteles, ahora busca entre los papeles de su mesa y elige una carpeta llena de fotocopias de escritos, de copias en papel carbón selladas en la oficina de Correos, prueba fehaciente de que se enviaron, aunque nunca hayan tenido respuesta. Señala fechas, pasa rápidamente de unos papeles a otros, de una solicitud a la de varios años antes, todas escritas en una máquina de escribir mecánica, a la manera antigua, como antes de los tiempos de las fotocopiadoras, con varias copias en papel carbón. El cuadro escénico del Ateneo Español llegó a ser la primera compañía teatral de Tánger, aunque no había en ella más que aficionados que no cobraban nada, incluido yo, que no podía actuar, como puede imaginarse, pero que muchas veces dirigí las funciones. Por las paredes de un corredor va indicando fotos en blanco y negro muy pobremente enmarcadas, en las que los actores tienen enfáticas actitudes teatrales, de aficionados entusiastas y rancios, declamando delante de decorados modestos, la hostería de Don Juan Tenorio, la escalera de una casa de vecinos de Madrid, las paredes de un pueblo andaluz. Hacíamos a Benavente y a Casona, y cada primero de noviembre el Tenorio, pero no nos califique demasiado deprisa, porque también hicimos La casa de Bernarda Alba muchos años antes de que se estrenara en la Península, cuando sólo la había representado Margarita Xirgu en Montevideo.

Melancolía y penuria de los lugares españoles lejos de España. Tejadillos falsos, ficticias paredes encaladas, imitaciones de rejas andaluzas, mugre taurina y regional, fallera y asturiana, paellas grasientas y grandes sombreros mexicanos, decorados decrépitos que vienen de las litografías románticas y de las películas de ambiente andaluz que se rodaban en Berlín durante la guerra española. El tejadillo, el farol y la reja de aquel sitio de Copenhague que se llamaba Pepe’s Bar; la imitación de las cuevas del Sacromonte en un cruce de carreteras cerca de Frankfurt, donde daban sangría en diciembre y había sartenes de cobre y sombreros cordobeses y sombreros mexicanos colgados en las paredes; el tejadillo y la pared inevitable de cortijo en la Casa de España de Nueva York, a principios de los años noventa; el café Madrid, que aparecía inesperadamente en una esquina del barrio de Adam’s Morgan, en Washington D.C., entre restaurantes salvadoreños y tiendas de ropas baratas y maletas de las que venía música merengue, en parajes que de pronto se volvían de absoluta desolación, como barrios devastados, con filas enteras de casas quemadas o derruidas, con aparcamientos cerrados por alambradas, junto al solar de una casa incendiada había una tienda para novias etíopes, y más allá un salón funerario católico. De pronto se veía aquel letrero rotundo, café Madrid, junto a una Santo Domingo Bakery y a una casa de comidas cubana que se llamaba La Chinita Linda. Hacía una mañana helada en Washington, y la luz fría del sol invernal reverberaba en el mármol de los monumentos y los edificios públicos. Se subía por una escalera estrecha y en el primer piso estaba la puerta batiente del café Madrid, y se respiraba un aire cálido con olores aproximadamente familiares, tan inusitados como el crepitar del aceite hirviendo en el que se freía la masa blanca de los churros, o como la cara redonda y aceitosa de la mujer que servía las mesas, que tenía el aire rotundo de una churrera en un barrio popular de Madrid, pero que ya hablaba muy poco español, pues decía, con un deje contaminado de cadencias mexicanas, que sus papás la habían llevado a América cuando chamaquita. Carteles viejos de toros en las paredes, una montera sobre dos banderillas cruzadas, en una disposición como de panoplia de trofeos militares, el papel de las banderillas manchado de una cosa ocre que pasaría por sangre, y la montera llena de polvo, como apelmazada por años de humo de frituras. Carteles en color de paisajes españoles, propaganda de Iberia o del antiguo Ministerio de Información y Turismo: en el despacho del señor Salama había un paisaje manchego, una loma árida coronada de molinos de viento, todo con la luz plana y excesiva de las fotos y de las películas en color de los años sesenta. Había un cartel de la Sinagoga del Tránsito, en Toledo, y junto a él, idéntico en la preferencia y casi la devoción del señor Salama, otro del monumento a Cervantes en la plaza de España de Madrid: tenía esa misma luz limpia de invierno, de mañana fría de sol, y el señor Salama se acordaba de sus paseos juveniles por esa plaza que le gustaba tanto, aunque ya le parecía raro, hasta imposible, que él hubiera sido ese hombre joven y delgado que no llevaba muletas, que caminaba sobre dos piernas eficaces y ágiles, sin pensar nunca en el milagro de que lo sostuvieran y lo llevaran de un lado a otro como si su cuerpo no tuviera peso, imaginando que todo lo que tenía y disfrutaba iba a ser perenne, la agilidad, la salud, los veinte años, la felicidad de estar en Madrid sin vínculos con nadie, sin ser nada ni nadie más que él mismo, tan libre de la fuerza de gravedad del pasado como de la de la tierra, libre, provisionalmente, de su vida anterior y tal vez también de la vida futura que otros habían calculado para él, libre de su padre, de su melancolía, de su negocio de tejidos, de su lealtad a los muertos, a los que no pudieron salvarse, aquellos cuyo lugar ocuparon o usurparon ellos, padre e hijo, que sólo por casualidad no habían acabado en aquel campo relativamente menor donde perecieron sin dejar rastro tantos de su familia, de su ciudad y su linaje. Las tres hermanas de Franz Kafka desaparecieron en los campos de exterminio. En Madrid, hacia la mitad de los años cincuenta, el señor Isaac Salama estudiaba Económicas y Derecho y planeaba no volver a Tánger cuando terminara ese plazo de libertad que se le había concedido, y por primera vez en su vida estaba plenamente solo y sentía que su identidad empezaba y terminaba en él mismo, libre ahora de sombras y de linajes, libre de la presencia y la rememoración obsesiva de los muertos. Él no tenía la culpa de haber sobrevivido ni debía guardar luto perpetuo no ya por su madre y sus hermanas, sino por todos sus parientes, por los vecinos de su barrio y los colegas de su padre y los niños con los que jugaba en los parques públicos de Budapest, por todos los judíos aniquilados por Hitler. Si uno miraba a su alrededor, en una taberna de Madrid, en un aula de la universidad, si caminaba por la Gran Vía y entraba en un cine un domingo por la tarde, no encontraba por ninguna parte rastros de que todo aquello hubiera sucedido, podía dejarse llevar hacia una existencia más o menos idéntica a la de los demás, sus compatriotas, sus compañeros de curso, los amigos que no le preguntaban a uno por su origen, que no sabían apenas nada de la guerra europea ni de los campos alemanes.

En Madrid se le desvanecía el recuerdo de Tánger, como un lastre que había dejado caer al marcharse, y ya apenas sentía remordimiento por haber abandonado a su padre y estar viviendo gracias al dinero de un negocio al que no tenía la menor intención de dedicarse. De la vida anterior, Budapest y el pánico, la estrella amarilla en la solapa del abrigo, las noches en vela junto al receptor de radio, la desaparición de su madre y sus hermanas, el viaje con su padre, a través de Europa, con pasaporte español, asombrosamente le quedaban muy pocas imágenes, tan sólo algunas sensaciones físicas que tenían la irrealidad de los primeros recuerdos de la infancia. Vi en la televisión una entrevista con un hombre que se había quedado ciego a los veintitantos años: ahora tenía cerca de cincuenta, y decía que poco a poco todas las imágenes se le habían ido olvidando, se le habían borrado de la memoria, de manera que ya no sabía recordar cómo era el color azul, o cómo era una cara, y ya ni siquiera soñaba con percepciones visuales. Le quedaban residuos, que sin embargo se iban perdiendo, decía, la mancha blanca de un almendro en flor que había en el jardín de sus padres, el rojo de un balón de goma que tuvo de niño, y que era una bola del mundo. Pero se daba cuenta de que en cuanto pasaran unos pocos años más habría perdido hasta el significado de la verdad. En Madrid, durante los años de la universidad, yo me olvidé de la ciudad de mi infancia y de las caras de mi madre y de mis hermanas, de las que ni siquiera habíamos podido guardar mi padre y yo ni una sola foto, habiendo tantas en nuestra casa de Budapest, álbumes de instantáneas que tomaba mi padre con su pequeña Leica, porque la fotografía era una de sus aficiones, como la música y el cine, una de tantas cosas que desaparecieron de su vida cuando llegamos a Tánger y ya no tuvo tiempo ni ánimos para nada que no fuera el trabajo, el trabajo y el luto, la religión, la lectura de los libros sagrados que no había mirado jamás en su juventud, visitas a las sinagogas, que yo no había pisado desde que vinimos aquí, y a las que al principio no me importaba acompañarle. Pero no lo acompañaba, ahora que lo pienso, tenía la sensación de llevarlo yo de la mano, de guiarlo, como aquella mañana en Budapest, cuando nos enteramos de que habían detenido a mi madre y a mis hermanas. No sé ha dado cuenta de que los niños algunas veces si tenemos una responsabilidad agobiante hacia sus padres.

Después de muerto, el padre del señor Salama recobraba la presencia que había tenido muchos años atrás en la vida de su hijo, y recibía de la misma devoción que cuando lo llevaba de la mano por la calle, en Budapest o en Tánger, un niño apacible, obediente, gordito, que sonreía en una foto perdida, confusamente recordada, en la que llevaba una gorra de portero de fútbol y un pantalón bombacho de entreguerras, hijo orgulloso que alza los ojos hacia su padre, los dos con una estrella amarilla en la solapa. Un día de junio su padre compró un periódico y mirando de soslayo a un lado y a otro le señaló la primera página, en la que venía la noticia del desembarco de los Aliados en Normandía, y dobló enseguida el periódico y se lo guardó en un bolsillo, y le apretó fuerte la mano, transmitiendo en secreto su brusca y vigorosa alegría, urgiéndole a que no diera muestras de celebrar la invasión, en medio de una calle poblada de seguros enemigos. Cuando yo me muera dirás por mí el kaddish durante once meses y un día como un buen primogénito y viajarás al nordeste de Polonia para visitar el campo en el que perecieron tu madre y tus hermanas, a las que yo no pude salvar, y por las que no he dejado de guardar luto ni uno solo de los días de mi vida.

Ahora, el señor Isaac Salama, que no tenía un hijo que dijera el kaddish por él después de su muerte, se culpaba melancólicamente de haber sido un hijo pródigo y de que la ternura que volvía a sentir ya no pudiera consolar ni compensar a su padre muerto, y lo añoraba tan sin esperanza de reparación como él debió de añorar a su mujer y a sus hijas. Lo había querido tanto, dice, y se le humedecen los ojos, habían estado siempre tan unidos, no sólo cuando se quedaron solos, sino ya mucho antes, desde que él era muy pequeño, desde que tenía memoria, cuando cada tarde le iluminaba la vida la inminencia de la llegada de su padre, se había cobijado en él, lo había admirado como a un héroe de novela o de cine, lo había visto desmoronarse en medio de una calle y había sentido el peso aterrador de la responsabilidad y también el orgullo secreto de imaginar que la mano de su padre que se apoyaba en su hombro no lo protegía, sino que se sustentaba en él, su hijo primogénito.

Y de pronto, cuando tuvo dieciséis o diecisiete años, ya no quería vivir con él, ya le ahogaban casi todas las cosas que habían compartido desde que se quedaron los dos solos y llegaron a Tánger, sobre todo el luto, el dolor perpetuo, la rememoración de los muertos, la mujer y las hijas que su padre no había sabido salvar, sintiendo desde entonces que usurpaba indignamente sus vidas. Con el paso de los años, el luto de su padre en lugar de atenuarse se iba ensombreciendo de remordimiento, de rechazo huraño y ofendido de un mundo para el que los muertos no contaban, en el que nadie, incluyendo a muchos judíos, quería saber, ni recordar. Atendía su negocio con la misma energía y convicción con que se había dedicado a él cuando vivían en Budapest. En pocos años y como de la nada había logrado levantar una tienda que era una de las más modernas de Tánger y cuyo letrero luminoso, Galerías Duna, iluminaba al caer la tarde aquella zona burguesa y comercial bulevar Pasteur. Pero él, su hijo, se daba cuenta de que su actividad incesante y sagaz era pura apariencia, una imitación en el fondo malograda del hombre que el padre había sido antes de la catástrofe del mismo modo que la tienda era una imitación de la que había poseído y administrado en Hungría. Se iba volviendo cada vez más religioso, más obsesivamente cumplidor de los rituales, los rezos, las festividades, que en su juventud le habían parecido residuos de un mundo cerrado y antiguo del que él se sentía satisfecho de haber escapado. Tal vez en su gradual manía religiosa participaba un sentimiento de expiación, y ahora rezaba dócilmente al mismo Dios del que había renegado en sus días y noches insomnes de desesperación por permitir el exterminio de tantos inocentes. Y su hijo, que a los trece o a los catorce años lo acompañaba a la sinagoga con la misma solicitud con que le preparaba de noche la cena, o se aseguraba cada mañana de que hubiera tinta y papel en su escritorio, ahora encontraba cada vez más irritante aquel fervor religioso, y en todos los lugares en los que habitaba su padre empezaba a sentir una falta agobiante de aire, un olor a cerrado y a rancio que era el de las ropas de los judíos ortodoxos y el de las velas y la penumbra de la sinagoga, y también el olor polvoriento de las telas en el almacén donde ya no quería trabajar y del que no sabía cómo y con qué pretexto escaparse cuanto antes.

Pero cuando por fin se atrevió a manifestar su deseo de irse descubrió con sorpresa, y sobre todo con remordimiento, que su padre no se oponía a la partida, incluso lo alentaba a marcharse a estudiar a la Península, creyendo o fingiendo que creía que la aspiración de su hijo era hacerse cargo de la tienda cuando terminara la carrera, y que los conocimientos que adquiriese en ella les serían útiles a los dos en la renovación y el progreso del negocio.

Oía la sirena del barco que salía hacia Algeciras y contaba los días que me faltaban para hacer yo mismo ese viaje. Desde la terraza de mi casa podía ver de noche las luces de la costa española. Mi vida entera era el deseo de irme, de escaparme de todo lo que me apresaba y me agobiaba, como esas camisetas, camisas, jerseys, abrigos y bufandas que me ponía mi madre cuando era niño para ir a la escuela. Quería irme de la estrechura de Tánger, y del agobio de la tienda de mi padre, y de mi padre y su tristeza y sus recuerdos, y su remordimiento por no haber salvado a su mujer y a sus hijas, por haberse salvado él en su lugar. El día que por fin iba a irme amaneció con mucha niebla y avisos de marejada y yo temía que el barco de la Península no llegara, que no pudiera salir del puerto cuando yo hubiera subido a él con mis maletas y con mi billete anticipado para el tren de Algeciras a Madrid. El nerviosismo hacía que me irritara fácilmente con mi padre, que me sintiera importunado por su solicitud conmigo, por su manía de comprobarlo una y otra vez todo hasta el último momento, no fuera a olvidárseme algo, el pasaje del barco, el billete del tren, mis documentos de ciudadanía españoles, la dirección y el teléfono de la pensión en Madrid, el resguardo de mi matrícula en la universidad, la ropa de abrigo que me haría falta en cuanto llegara el invierno. Desde que salimos de Budapest yo creo que no nos habíamos separado nunca, y él debía de sentirse al mismo tiempo mi padre y mi madre, la madre que yo no tenía porque él no había sido capaz de salvarla. Habría dado cualquier cosa por evitar que me acompañara al puerto, pero no me atreví ni a sugerírselo indirectamente, por miedo a que se sintiera ofendido, y cuando vino conmigo y lo vi entre la gente que iba a despedir a otros viajeros me sentí hasta avergonzado, y la vergüenza me daba remordimiento y aumentaba mi irritación, mi impaciencia porque el barco se pusiera en marcha y yo no tuviera que seguir viendo a mi padre, avergonzándome de él, de su pinta de judío viejo de caricatura, porque en los últimos años, a la vez que se volvía más religioso, había envejecido mucho y se había encorvado, empezaba a parecerse en sus gestos y en su manera de vestir a los judíos pobres y ortodoxos de Budapest, los judíos del Este que nuestros parientes sefardíes miraban por encima del hombro, y que él, cuando era joven, había considerado con lástima y con un poco de soberbia como gente atrasada, incapaz de incorporarse a la vida moderna, enferma de preceptos religiosos y de falta de higiene. Sentía remordimiento por avergonzarme de él y por dejarlo, y también le tenía lástima, pero en realidad ni una cosa ni la otra me estropearon la alegría de irme, y me desprendí de mi padre y de Tánger y de mi vergüenza nada más salir el barco, nada más notar que se apartaba poco a poco del muelle. Aún estaba a unos metros de él, que me seguía diciendo adiós con la mano allí abajo, entre la gente, tan distinto a todos que no me gustaba que me asociaran a él. Yo también le decía adiós y le sonreía, pero ya me había ido, sin dejar de verlo ni alejarme unos metros del muelle de Tánger ya estaba lejísimos, por primera vez en mí vida, descargado de todo, no se puede imaginar de qué peso tan grande, de mi padre y de su tienda y de su luto y su culpa y de todo el dolor por nuestra familia y por todos los judíos aniquilados por Hitler, por todas las listas de nombres que había en la sinagoga, y en las publicaciones judías a las que estaba suscrito mi padre, y en los anuncios por palabras de los periódicos israelíes, donde se solicitaban rastros sobre los desaparecidos. Ya estaba solo. Ya empezaba y terminaba en mí mismo. Ya no era nadie más que yo. Me acuerdo de que alguien cerca de mí, en la cubierta, estaba escuchando un transistor, una de esas canciones americanas que se pusieron de moda por entonces. Parecía que la canción estaba llena de la misma clase de promesas que el viaje que yo tenía por delante. Nunca he tenido una sensación física de felicidad más intensa que al notar que el barco empezaba a moverse, que al ver Tánger a lo lejos, desde el mar, como lo había visto el día que llegamos mi padre y yo, escapados de Europa.

Cómo será de verdad Tánger, desfigurada en la memoria por el paso de los años, por la insolvencia del recuerdo, que nunca es tan preciso como lo finge la literatura. Quién puede recordar de verdad una ciudad, o una cara, sin el auxilio de las fotografías, que quedaron en los álbumes perdidos de una vida anterior, una vida que pareció invariable, sofocante, eterna, y sin embargo se disolvió sin dejar huellas, sin dejar apenas recuerdos, imágenes que se van perdiendo como los residuos de un campo en ruinas o como los colores que olvidan poco a poco quienes se han quedado ciegos, la ciudad en la que vivió hasta los doce años el señor Isaac Salama, las caras de sus hermanas y de su madre, la ciudad donde alguien se siente atado y apresado y de la que piensa que nunca va a poder marcharse, y sin embargo se va y un día ya no vuelve a ella, la mesa de oficina tras la que no se sentará de nuevo, y en uno de cuyos cajones, entre papeles oficiales ya inútiles, queda un paquete de cartas olvidadas que alguien tirará en la próxima limpieza, las cartas de Milena Jesenska que Kafka no guardó.

Sirenas de barcos y llamadas de almuédanos a la caída de la tarde, escuchadas desde la terraza de un hotel. Una confitería española que se parece a las de las ciudades de provincias de los años sesenta, un teatro español que está casi en ruinas y se llama Cervantes. Grandes cafés opacos de humo y rumorosos de conversaciones en árabe y francés en los que sólo hay hombres. Las teteras doradas, los estrechos vasos de cristal donde humea un té verde muy dulce. El laberinto de un zoco en el que huele a las especias y a los alimentos de la infancia. Un mendigo ciego con una chilaba desgarrada y marrón que parece hecha del mismo tejido que la capa del aguador de Sevilla de Velázquez; el mendigo esgrime un bastón y murmura una cantinela en árabe y de su cabeza encapuchada sólo se ve el mentón áspero de pelos blancos y ralos de barba, y la sombra que le cubre los ojos como un lóbrego antifaz. Hombres jóvenes permanecen indolentes y al acecho en las esquinas, cerca de los hoteles, y en cuanto distinguen al forastero lo asedian, le ofrecen su amistad, su ayuda como guías, intentan venderle hachis, o presentarle a una chica o a un chico, y si se les dice que no la negativa no les desalienta, y si no se les hace caso y se finge embarazosamente no verlos ellos no se rinden y siguen a la zaga de quien no sabe cómo eludirles y a la vez no quiere ser arrogante y ofensivo, con una mala conciencia de europeo privilegiado. El bulevar Pasteur, el único nombre de calle que permanece en el recuerdo, con sus edificios burgueses que podrían estar en cualquier ciudad de Europa, aunque de una Europa de otro tiempo, antes de la guerra, una ciudad con tranvías y fachadas barrocas, quizás la Budapest en la que el señor Salama nació y vivió hasta los diez años, y adonde nunca había vuelto, y de la que apenas le quedaban unas pocas imágenes sentimentales y lejanas, como postales coloreadas a mano. La ciudad más hermosa del mundo, se lo juro, el río más solemne, pura majestad, ni el Támesis ni el Tiber ni el Sena pueden comparársele, el Duna, tantos años después no me acostumbro a llamarlo Danubio. La ciudad más civilizada, creíamos, hasta que se despertaron aquellas bestias, no sólo los alemanes, los húngaros que eran peores que ellos y que no necesitaban sus órdenes para actuar con la máxima bestialidad, las Cruces Flechadas, los perros de presa de Himmler y Eichmann, húngaros que habían sido vecinos nuestros y que hablaban nuestra misma lengua, que a mí ya se me ha olvidado, o casi, en gran parte porque mi padre se empeñó en que no volviéramos a hablarla, ni siquiera entre nosotros, entre él y yo, los únicos que habíamos quedado de toda nuestra familia, los dos solos y perdidos aquí, en Tánger, con nuestro pasaporte español, con nuestra nueva identidad española que nos había salvado la vida, que nos había permitido escaparnos de Europa, adonde mi padre ya no quiso nunca volver, la Europa que él había amado sobre todas las cosas y de la que se había enorgullecido, Brahms y Schubert y Rilke y toda aquella gran basura de lujo que le tenía trastornada la cabeza y de la que luego renegó para querer convertirse en lo que tampoco era, un judío celoso de la Ley y aislado y huraño entre los gentiles, él, que de niños jamás nos llevó a la sinagoga ni a mis hermanas ni a mí ni celebró ninguna fiesta litúrgica, que hablaba francés, inglés, italiano y alemán pero apenas sabía unas palabras en hebreo, y una o dos canciones de cuna en judeoespañol, aunque de ese origen sí le gustaba enorgullecerse cuando vivíamos en Budapest. Sefarad era el nombre de nuestra patria verdadera aunque nos hubieran expulsado de ella hacía más de cuatro siglos. Me contaba que nuestra familia había guardado durante generaciones la llave de la casa que había sido nuestra en Toledo, y todos los viajes que habían hecho desde que salieron de España, como si me contara una sola vida que hubiera durado casi quinientos años. Hablaba siempre en primera persona del plural: habíamos emigrado al norte de África, y luego algunos de nosotros nos establecimos en Salónica, y otros en Estambul, donde llevamos las primeras imprentas, y en el siglo XIX llegamos a Bulgaria, y a principios del XX uno de mis abuelos, el padre de mi padre, que se dedicaba a comerciar en grano a lo largo de los puertos el Danubio, se asentó en Budapest y se casó con la hija de otra familia de su mismo rango, porque en esa época los sefardíes se consideraban por encima de los judíos orientales, los askenazis pobres de las aldeas judías de Polonia y de Ucrania, los que escapaban de los pogromos rusos. Nosotros éramos españoles, decía mi padre en su plural orgulloso. ¿Usted sabía que un decreto de 1924 nos devolvió los sefardíes la nacionalidad española?

El Ateneo Español, las Galerías Duna, las luces de la costa española brillando de noche, tan cerca como si no estuvieran al otro lado del mar, s¡ no en la otra orilla de un río caudaloso y muy ancho, el Danubio, el Duna que el señor Isaac Salama veía en su infancia, las aguas a las que en la primavera y el verano de 1944 los alemanes y sus lacayos arrojaban a los judíos asesinados de cualquier manera en medio de la calle, a la luz del día apresuradamente, porque se acercaba el Ejército Roo y era posible que las vías férreas quedaran cortadas y que ya no hubiese forma de seguir enviando convoyes de muertos en vida hacia Auschwitz o Belger-Belsen, o hacia esos campos menores de los que no queda ni la memoria de sus nombres. España está a un paso y a una hora y media en barco, son esas luces que se ven desde la terraza del hotel, pero en la conversación del señor Isaac Salama, en las galerías Duna o en el Ateneo Español, España se ve tan lejos como si estuviera a miles de kilómetros, al otro lado de océanos, como si uno la recordara en el Hogar Español de Moscú un mediodía mortecino de invierno o en el café Madrid de Washington D.C.: España es un sitio casi inexistente de tan remoto, un país inaccesible, desconocido, ingrato, llamado Sefarad, añorado con una melancolía sin fundamento ni disculpa, con una lealtad tan asidua como la que se fueron pasando de padres a hijos los antecesores del señor Isaac Salama, el único de todo su linaje que cumplió el sueño heredado del regreso para ser expulsado otra vez y ya definitivamente, por culpa de un infortunio que él, con los años, ya no consideraba obra injusta del azar, sino consecuencia y castigo de su propia soberbia, de la culpable desmesura que le había empujado a avergonzarse de su padre y a renegar de él en lo más hondo de su corazón.

Si no hubiera conducido tan temerariamente aquel coche, piensa día tras día, con el mismo luto obsesivo con que su padre pensaba en la mujer y en las hijas a las que no había podido salvar, si no hubiera tenido tanta prisa para volver cuanto antes a la Península, por subir hacia Madrid no en los lentos trenes nocturnos que cruzaban el país entero desde el sur hacia el norte como corrientes poderosas y oscuras de ríos, sino en el coche que su padre le había regalado como premio al terminar con tanta brillantez las dos carreras que había estudiado simultáneamente. Pero ya ninguno de los dos mantenía la ficción de que los títulos universitarios del señor Salama iban a servir para que prosperase aún más el negocio de los tejidos del bulevar Pasteur. Tánger, le dijo su padre, cuando él volvió al final del último curso, ya no seguiría siendo mucho más tiempo la ciudad internacional, agitada y abierta a la que habían llegado los dos en 1944. Ahora Tánger pertenecía al Reino de Marruecos, y poco a poco los extranjeros tendrían que marcharse, nosotros los primeros, dijo su padre con un brillo fugaz de la agudeza y el sarcasmo de otros tiempos. Sólo espero que nos echen con mejores modales que los húngaros, o que los españoles en 1492.

Dijo eso, los españoles, como si no se considerase ya uno de ellos, aunque tuviera la nacionalidad y durante una parte de su vida hubiera sentido tanto orgullo de pertenecer a un linaje sefardí. El señor Salama comprendió que su padre estaba calculando la posibilidad de vender el negocio y emigrar a Israel. Pero por nada del mundo quería él cambiar otra vez de país: tenía que haberle hecho caso a mi padre, dice ahora, en otro de los episodios e su arrepentimiento, porque España no quiere saber nada de las cosas españolas de Tánger ni de los españoles que todavía quedamos aquí. En Maruecos cada vez hay menos sitio para nosotros, pero en España tampoco nos quieren. Con la pensión que yo cobraré cuando cierre esa tienda que ya casi no me deja nada y me jubile, no tendré para vivir en la Península, así que me quedaré para morir en Tánger, donde cada vez somos menos los españoles y cada vez más viejos y más extranjeros. Podría irme a Israel, desde luego, pero qué hago yo en un país que no conozco de nada, a mi edad, en el que no tengo a nadie.

Si le hubiera hecho caso entonces a su padre, si hubiera tenido al menos un poco e paciencia, si no hubiera conducido a tanta velocidad por una de aquellas carreteras españolas de los años cincuenta, hinchado de soberbia, dice, torciendo despectivamente los labios carnosos, creyendo que lo podía todo, que era capaz de controlarlo todo.

Un poco antes del amanecer, a la salida de una curva muy cerrada, el coche se le fue al lado izquierdo de la carretera y vio de frente los faros amarillos de un camión. Tenía que haberme muerto entonces, dice el señor Salama, y se da cuenta de que está repitiendo las mismas palabras que le escuchó a su padre tantas veces, el mismo afán de corregir el pasado tan sólo en unos minutos, en segundos: si no las hubiéramos dejado solas en casa, si hubiéramos tardado un poco menos en volver, la vida entera imperceptible quebrada para siempre en una fracción de tiempo, en una eternidad de remordimiento y vergüenza, la vergüenza horrible que sentía el señor Salama al verse paralítico a los veintidós años, al caminar con muletas y arrastrando dos piernas inútiles, sabiendo que nunca más podría sostenerse en pie, que ya no tendría no la fuerza física, sino el coraje moral necesario para emprender la vida que había deseado tanto, que había creído estar tocando casi con los dedos.

No quería que me viera nadie, dice, quería quedarme escondido en la oscuridad, en un sótano, como esos monstruos de las películas. Tardó años en salir con algo de normalidad a la calle, en caminar por la tienda apoyándose en las muletas. Notaba que se iba deformando poco a poco, que tenía las piernas cada vez más flacas y el torso más hinchado, los hombros muy anchos y el cuello hundido. Se caía en la tienda delante de algunas parroquianas, en los tiempos en que aún había mucha clientela, y cuando los dependientes iban corriendo a levantarlo del suelo los odiaba más aún de lo que se odiaba a sí mismo, y cerraba los ojos como en el hospital y se quería morir de vergüenza.

Qué puede entender usted, y perdóneme que se lo diga, si tiene sus dos piernas y sus dos brazos. Eso sí que es una frontera, como tener una enfermedad muy grave o muy vergonzosa o llevar una estrella amarilla cosida a la solapa. Yo no quería ser judío cuando los otros niños me tiraban piedras en el parque de Budapest al que iba a jugar con mis hermanas, que eran más grandes y más valientes que yo y me defendían. Ser judío me daba entonces la misma vergüenza y la misma rabia que me dio después quedarme paralítico, tullido, cojo, nada de minusválido o discapacitado, como dicen esos imbéciles, como si cambiando la palabra borraran la afrenta, me devolvieran el uso de las piernas. Cuando tenía nueve o diez años, en Budapest, lo que yo quería no era que los judíos nos salváramos de los nazis. Se lo digo y me da vergüenza: lo que yo quería era no ser judío.

Por la ventana abierta del pequeño despacho del señor Salama entra un aire tibio, como de atardecer de mayo, aunque era diciembre en aquella visita, y llega con claridad el canto de un muecín, amplificado por uno de esos rudimentarios altavoces que cuelgan precariamente de algunos alminares, y el retumbar denso de la sirena de un barco que entra en puerto o sale de él. El señor Salama, con un gesto de desagrado, ha llamado a la tienda para preguntar si hay alguna novedad, y le ha dicho en francés a alguien que tardó mucho en contestar al teléfono que ya no podrá ir antes del cierre, porque a las ocho empieza el concierto de piano en el salón de actos del Ateneo. Ayer se inauguró la Semana Cultural Española, con la conferencia sobre literatura, que tuvo cierto público, pero hoy el señor Isaac Salama está preocupado, porque el pianista que actúa no es muy conocido, y él teme que tampoco sea demasiado bueno. Si lo fuera no vendría a Tánger a dar un concierto por tan poco dinero. Da miedo y melancolía, de antemano, imaginar el salón de actos con sólo unas pocas sillas ocupadas, el arco como de cortijo andaluz sobre el escenario, el pianista con un frac ya muy viajado, inclinándose hacia el público retraído y escaso con un ademán enfático, el flequillo de la melena romántica tapándole media cara cuando se vuelva a incorporar. No ha habido dinero para imprimir todos los carteles que hubieran hecho falta, para enviar a tiempo las invitaciones. Además es miércoles, quizás hay en la televisión un partido internacional. En los cafés grandes y sombríos de Tánger, en los que había al entrar un olor acre de sudor masculino y de tabaco negro, como en los bares españoles de hace treinta años, se veía a veces una multitud de caras oscuras y alzadas hacia la pantalla de un televisor, mejillas sin afeitar y ojos de mirada intensa: era que estaban viendo un partido de fútbol en la televisión española, o uno de esos concursos de azafatas en minifalda recostadas sobre coches flamantes. Ésa es la única cultura que deja aquí España, clamaba el señor Salama, la televisión y el fútbol, y el idioma perdiéndose, y nuestro Ateneo sin ayudas, comido por las trampas mientras en la Península se gastan miles de millones en esa Babilonia de la Expo de Sevilla. Mire los franceses, en cambio, compare nuestro Ateneo con la Alliance Française, el palacio opulento que tienen, los ciclos de cine que organizan, las exposiciones que traen, el dinero que se gastan en publicidad, que nos tapan todos los carteles, los pocos que podemos costearnos. ¿Se ha fijado en lo alta que ondea la bandera francesa? Voy allí, porque me invitan siempre, y me muero de envidia. Me invitan los franceses, pero a los españoles se les olvida a veces invitarme, no a mí, que no soy nadie, sino al Ateneo, nos dan de lado siempre que pueden, la gente de la embajada, los del consulado, como si no existiéramos. El señor Salama respira con agitación, los codos clavados sobre la mesa, el torso ancho volcado sobre los papeles, las manos buscando algo en medio del desorden, entre programas de conciertos, cartas, facturas sin pagar, tarjetas de invitación. Se hace tarde y no encuentra lo que busca, mira el reloj, comprueba que faltan ya pocos minutos para que empiece el concierto, recital de piano a cargo del acreditado virtuoso D. Gregor Andrescu, obras de F. Schubert y F. Liszt, entrada gratuita, se ruega puntualidad. Pánico a que no asista casi nadie, a estar sentado en primera fila y ver tan de cerca la cara de decepción y la sonrisa obligatoria del pianista, que según el señor Salama era una figura de primera magnitud en Rumania antes de escaparse al Oeste y de conseguir asilo político en España.

Pero el señor Salama ha encontrado lo que buscaba, una tarjeta de invitación redactada en francés, impresa en cartulina sólida y brillante, con el escudo de la República dorado, y al pie, sobre una línea de puntos, su nombre escrito con tinta china y con una caligrafía exquisita, M Isaac Salama, directeur de L Athénée Espagnol, la prueba indudable de que la Invitación está personalmente dirigida a él, de que otros, siendo extranjeros, le guardan una consideración que no le tienen sus compatriotas. Inolvidable esa exposición, dice, recobrando la tarjeta, que mira de nuevo como para comprobar que su nombre y su cargo siguen escritos a mano en ella, nosotros no podremos nunca traer nada comparable: manuscritos de Baudelaire, primeras ediciones de Les Fleurs du mal y Spleen de Paris, las páginas de pruebas con las tachaduras y correcciones que él mismo hizo. Qué raro, pensaba yo, dice, que estas cosas tan íntimas hayan durado tanto, que hayan llegado hasta aquí para que yo las vea. Y se le humedecen los ojos cuando se acuerda de la emoción de ver, copiado en limpio por la misma mano del poeta, el soneto a la bella desconocida à la passante, que es de todos los de Baudelaire que más le gusta al señor Salama, el que se sabe de memoria y repite en un francés admirable, aprendido de su madre en la infancia, deteniéndose con delectación y cierto melodramatismo en el último verso:

Ô toi que j’eusse aimé! Ô toi qui le savais!

Se queda como empantanado en un silencio trágico, en una actitud insondable de remordimiento y penitencia. Mira como a punto de decir algo, la mirada fija y húmeda, abre la boca, tomando aire para hablar, pero justo cuando empezaba a hacerlo llaman a la puerta del despacho. Entra una señora mayor, flaca, con gafas colgando de una cadenilla, la bibliotecaria y secretaria del Ateneo. Cuando ustedes quieran bajar, el maestro Andrescu dice que ya está preparado.

Desaparecen un día, muertos o no, se pierden y se van borrando del recuerdo como si nunca hubieran existido, o se van convirtiendo en otra cosa, en figuras o fantasmas de la imaginación, ajenos ya a las personas reales que fueron, a la existencia que tal vez sigan llevando. Pero a veces surgen de nuevo, saltan del pasado, llega por el teléfono una voz que no se escuchaba hace años o alguien dice con naturalidad un nombre que ya parecía del todo imaginario, el nombre de un muerto o el de un personaje de ficción. Muy lejos de Tánger, muchos años después, en otra vida, a tanta distancia temporal que los recuerdos han perdido toda su precisión, y hasta casi toda su sustancia, en un tren en el que viaja un grupo de literatos y profesores, a través de un paisaje de colinas verdes y brumas (pero también ese tiempo va quedando ya lejos, y la ocasión se desdibuja, como las caras entonces usuales de los compañeros de tren), alguien dice el nombre del señor Salama, seguido por una expresión de burla y asombro y una carcajada:

«No me digas que lo conociste tú también, al viejo Salama, años y años sin acordarme de él. Qué plasta me dio el tipo, si alguien llega a advertirme a tiempo no piso Tánger, y menos por la mierda que pagaban en aquel sitio, que estaba cayéndose. Entrañable, el judío, y muy servicial, ¿no es verdad? Pero muy pesado, no te dejaba ni a sol ni a sombra, a que no te recogía por la mañana en el hotel y te llevaba a todas partes, un poco más y hasta a mear, y todo el rato con lo mismo, con la tabarra de que nadie le hacía caso en España, y aquellas historias que contaba de cuando llegó a Tánger, ¿no fue en los años cuarenta? Parece que era de una familia de dinero, en Checoslovaquia o por ahí, y que tuvieron que pagar un dineral para que los nazis los dejaran salir. Vamos, con detalle no me acuerdo, porque hace mil años, era esa época en que ibas a todas partes, a dar todos los bolos que te pedían, y aquel pelma en el teléfono era simpático, muy florido hablando, ¿verdad? Sería un honor, aunque por desgracia los emolumentos no podrían ser muy generosos, que sin que la importancia de apoyar la cultura española en África. ¿A que hablaba así? Qué pesado, el judío, todo el día para arriba y para abajo con las muletas, ¿no había tenido un accidente de coche? Yo soy discapacitado ni minusválido, decía, soy cojo. Y ahora que me acuerdo, hablando de la cojera, ¿a ti no te contó lo del viaje en el tren a Casablanca cuando conoció a una tía? Pues ya es raro, porque parece que se lo contaba a todo el mundo, en cuanto se bebía dos copas, y empezaba siempre por lo mismo, un poema de Baudelaire, ¿tampoco te lo llegó a recitar?»

Sin que uno lo sepa, otros usurpan historias o fragmentos de su vida, episodios que uno cree guardar en la cámara sellada de su memoria, los que son contados por gente a la que uno tal vez ni siquiera conoce, gente que los escuchó y que los repite deformándolos, adaptándolos a su capricho o a su falta de atención, o a un cierto efecto de comicidad o maledicencia. En alguna parte, ahora mismo, alguien cuenta algo que tiene que ver íntimamente conmigo, algo que presenció hace años y que yo tal vez ni siquiera recuerdo, y como no lo recuerdo tiendo a suponer que no existe para nadie, que se ha borrado del mundo tan completamente como de mi memoria. Partes de ti mismo que se van quedando en otras vidas, como habitaciones en las que viviste y ahora ocupan otros, fotografías o reliquias o libros que te pertenecieron y que ahora toca y mira un desconocido, cartas que siguen existiendo cuando quien las escribió y quien las recibía Y las guardaban llevan mucho tiempo muertos. Muy lejos de ti se cuentan escenas de tu vida, y en ellas tú eres alguien no menos inventado que un personaje secundario en un libro, un transeúnte en la película o en la novela de la vida de otro.

Apenas hay detalles, y da pereza inventarlos, falsificarlos, profanar con la usurpación de un relato lo que fue parte dolorosa y real de la experiencia de alguien. Quién eres tú para contar una vida que no es tuya. En el tren, en Asturias, camino de un congreso de literatura, por distraer el tiempo lento del viaje, por la simple vanidad de contar con la adecuada ironía algo que a uno no le importa nada, y tampoco a quienes le escuchan, el escritor que ha dicho en voz alta el nombre del señor Salama, aunque no se acordaba de si era Isaac o Jacob o Jeremías o Isaías, empieza un relato que sólo dura unos minutos, y no sabe que de algún modo está culminando una afrenta, agravando una vejación.

El señor Isaac Salama sube a un tren con destino a Casablanca, adonde tiene que viajar por motivos de negocios. Cabe imaginar que tiene cuarenta, cuarenta y tantos años, que desde hace un cierto tiempo, desde la jubilación de su padre, se viene encargando de dirigir las Galerías Duna, que han caído ya en un cierto declive, como esas tiendas grandes de las capitales españolas de provincia que fueron muy modernas a finales de los cincuenta, en los primeros sesenta, y que después se quedaron como detenidas en el tiempo, inmóviles con una modernidad envejecida, poco a poco arqueológica. Cuando va a viajar en tren, el señor Isaac Salama tiene la costumbre de llegar muy pronto a la estación, ya que así puede ocupar su asiento antes que cualquier otro viajero, y evitar que lo vean moverse con torpeza y agobio sobre sus dos muletas. Las esconde bajo el asiento, o las deja bien simuladas sobre la redecilla de los equipajes, a ser posible detrás de su propia maleta, aunque también calculando los movimientos necesarios para recuperarlas sin dificultad, y dejando al alcance de las manos las cosas que necesitará durante el viaje. También procura llevar una gabardina ligera, para echársela por encima de las piernas. Es la época en que los trenes tienen todavía departamentos pequeños con los asientos enfrentados. Si alguien ocupa un asiento próximo al suyo, el señor Isaac Salama puede pasarse el viaje entero sin moverse, o esperando que el otro se baje antes que él, y sólo en caso extremo se levantará y recogerá las muletas para ir al lavabo, arriesgándose a que le vean por el pasillo, a que se aparten mirándolo con lástima o burla o incluso le ofrezcan ayuda, le sostengan una puerta o le tiendan una mano.

Es casi la hora de salida del tren y para la satisfacción del señor Salama nadie ha entrado en su departamento. Viajando en primera clase eso le ocurre con cierta frecuencia, justo cuando el tren ha empezado a moverse irrumpe una mujer, tal vez agitada por la prisa que ha debido darse para llegar en el último minuto. Se sienta frente al señor Salama, que encoge sus piernas tullidas bajo la gabardina. Él no se ha casado, apenas se ha atrevido a mirar a una mujer desde que se quedó inválido, tan avergonzado de su diferencia ultrajante como cuando de niño le obligaron a ponerse en la solapa del abrigo una estrella amarilla.

La mujer es joven, muy guapa, muy conversadora, cultivada, seguramente española. A pesar de la reticencia del señor Salama, al poco rato de empezar el viaje ya hablan como si se conocieran de siempre, sobre todo ella, que tiene el don de explicarse con claridad y fluidez, pero también el de prestar una atención golosa a lo que le cuentan, de pedir enseguida detalles sin ser entrometida. Sin darse cuenta se inclinan el uno hacia el otro, las manos puede que se rocen en algunos ademanes, las rodillas, desnudas las de la mujer, sin medias, las del señor Salama encogidas y ocultas bajo la tela de la gabardina. Conversan de perfil contra el paisaje que huye por la ventana hacia la que no se vuelve ninguno de los dos. El señor Salama siente un deseo sexual muy fuerte, pero también muy claro y estremecido de ternura, una promesa física de felicidad que le parece ver reflejada y correspondida en los ojos de la mujer.

A los dos les gustaría que durara siempre el viaje: el gozo de ir en tren, de acabar de conocerse y tener por delante tantas horas de conversación, de mutuas afinidades recién descubiertas, no compartidas hasta entonces con nadie. El señor Isaac Salama, a quien el accidente lo dejó paralizado para siempre en la timidez tortuosa de la adolescencia, encuentra ahora en sí mismo una ligereza de palabra que desconocía, un principio de seducción, una audacia que le devuelve después de tantos años parte del impulso de jovialidad de sus primeros tiempos en Madrid.

Ella le dice que va a Casablanca, donde vive con su familia. El señor Salama está a punto de decirle que él también va a esa ciudad, así que bajarán juntos del tren y podrán seguir viéndose los próximos días. Pero entonces se acuerda de lo que había dejado de tener presente durante las últimas horas o minutos, de su obsesión y su vergüenza, y no dice nada, o miente, dice que es una lástima que él tiene que seguir viaje hasta Rabat. Si se bajara en Casablanca tendría que recobrar las muletas; que ella no ha podido ver, del mismo modo que no ha visto sus piernas, aunque las haya rozado porque las cubre la gabardina.

Siguen conversando, pero empieza a haber trances de silencio, y los dos se dan cuenta, aunque ella intenta animosamente cubrirlos con palabras detrás de las cuales ya hay una zona de sombra, de extrañeza o recelo. Tal vez imagina que ha cometido algún error, que ha dicho algo que no debía. Mientras tanto el señor Isaac Salama mira por la ventanilla cada vez que el tren llega a una estación y calcula cuántas faltan todavía para Casablanca, para la despedida que le parece tan irrevocable como si ya hubiera sucedido. Se injuria con rabia secreta a sí mismo, se desafía, se pone plazos, límites, se concede treguas de minutos, mientras la mujer le habla aún y le sonríe, mientras lo roza con sus manos desenvueltas, las rodillas tan cerca que chocan cuando el tren frena, y entonces el señor Salama aprieta con disimulo la gabardina sobre los muslos, no vaya a deslizarse hacia el suelo. Le dirá que él también va a Casablanca, se erguirá en el asiento cuando el tren se haya detenido y alcanzará sus dos muletas, no le permitirá que intente ayudarle a llevar su equipaje, porque en tantos años ya ha adquirido una agilidad y una fuerza en los brazos y en el torso que al principio no pudo imaginar que lograría, y cuando le faltan manos es capaz de sujetar algo con los dientes, o de mantener el equilibrio apoyándose contra una pared.

Pero en el fondo sabe, y no ha dejado de saberlo ni un solo instante, que no se atreverá. Según el tren se va acercando a Casablanca la mujer le apunta su dirección y su teléfono, y le pide los suyos, que el señor Salama falsifica con desordenada caligrafía en un papel. El tren se ha detenido, y la mujer, de pie delante de él, se queda un poco confundida, extrañada de que él ni siquiera se levante para despedirse de ella, de que no le ayude a bajar su equipaje. No es probable que haya visto las muletas, bien disimuladas detrás de la bolsa del señor Salama, aunque también resulta tentador imaginar que si ha reparado en ellas, con perspicacia de mujer, y que ya había notado algo raro en las piernas demasiado juntas, tapadas por la gabardina. No se decide a inclinarse sobre el señor Salama para darle un beso, y le tiende la mano, le sonríe, encogiéndose de hombros, en un gesto de fatalidad o capitulación, le dice que la llame si se decide a parar en Casablanca en el viaje de vuelta, que ella lo llamará la próxima vez que vaya a Tánger. En el último instante el señor Salama tiene una tentación de incorporarse, o de no soltar la mano de ella y dejar que le alce con su apretón vigoroso. Tan fuerte es el impulso de no permitir que la mujer se vaya que casi le parece que vuelve a tener fuerzas en las piernas y que puede ponerse de pie sin la ayuda de nadie. Pero se queda quieto, y después de un instante de duda la mujer suelta su mano, toma la maleta, se vuelve por última vez hacia él y sale al pasillo, y él ya no llega a verla en el andén. Se echa hacia atrás en el asiento cuando el tren se pone en marcha, camino de una ciudad en la que no tiene nada que hacer, en la que deberá buscar un hotel para pasar la noche, un hotel cercano a la estación, porque deberá tomar a primera hora de la mañana un tren de vuelta a Casablanca. O tú a quien yo hubiera amado, recitó el señor Salama aquella tarde en su despacho del Ateneo Español, con la misma grave pesadumbre con que habría dicho los versículos del kaddish en memoria de su padre, mientras llegaba por la ventana abierta el sonido de la sirena de un barco y la salmodia de un muecín, oh tú que lo sabías.

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