Días antes de irme ya vivía trastornado por el imán del viaje, atraído por su influjo magnético hacia la fecha y la hora de la partida, que se acercaban con tanta lentitud. Aún no había empezado a irme y ya estaba yéndome, tan imperceptiblemente que nadie hubiera podido advertir mi ausencia de los lugares y las cosas, los lugares donde vivía y donde trabajaba y las cosas que eran prolongaciones de mí mismo y signos y rastros de mi existencia, de mi vida inmóvil de entonces, circunscrita a una sola ciudad y dentro de ella a unas pocas calles, la ciudad en la que había acabado instalándome más bien por azar y las calles que recorría a horas fijas entre mi casa y la oficina, o entre ésta y los bares adonde iba a desayunar cada mañana con mi amigo Juan, en la media hora justa de libertad que me concedían los reglamentos laborales y que administraban los relojes donde introducíamos al salir nuestra ficha personal como si fuera un ábrete sésamo.
Nunca he vivido tan obsesionado por viajes imposibles como entonces, tan enajenado de mí mismo, de todo lo tangible, lo real, lo que tenía cerca. No es que una parte decisiva de mí permaneciera siempre oculta a los ojos de todos: yo era lo que estaba escondido, yo consistía en mi secreto y en mi trivial clandestinidad, y el resto, lo exterior, la cáscara, lo que veían los otros, no me importaba nada, no tenía nada que ver conmigo. Un empleado municipal de muy pobre cualificación, auxiliar administrativo, aunque con mi plaza en propiedad, casado, con un hijo pequeño. Con vanidad literaria quería refugiarme en mi condición de desconocido, de escondido, pero lo cierto es que también había en mí una propensión a la conformidad tan acentuada al menos como mi instintiva rebeldía, con la diferencia de que la conformidad era práctica y real, mientras que de la rebeldía llegaba a traslucirse ocasionalmente de cara a los demás una confusa actitud de disgusto, si exceptúo mis conversaciones de cada mañana con Juan que tenía entonces una vida muy semejante a la mía y trabajaba unos cuantos despachos más allá.
Iba a mi Oficina, y aunque no tenía nada que ver con mis compañeros, me complacía que me consideraran uno de ellos. Había aprobado oposiciones, me había casado por la iglesia, y a los nueve meses de la boda había nacido mi hija. A veces me asaltaba de golpe el remordimiento por no haber sabido o podido atreverme a otra clase de vida, una nostalgia aguda de otras ciudades y de otras mujeres, ciudades en las que no había estado nunca, mujeres que recordaba o inventaba, de las que me había enamorado en vano o a las que imaginaba haber perdido por falta de coraje. Una mujer, sobre todo, de la que seguía acordándome aunque llevaba cinco años sin verla, y que ahora vivía en Madrid, casada también, con uno o dos hijos, no estaba seguro, porque sólo recibía muy de tarde en tarde noticias indirectas de ella, estremeciéndome aún cuando alguien me decía su nombre.
Había dos mundos, uno visible y real y otro invisible y mío, y yo me adaptaba mansamente a las normas del primero para que me dejaran refugiarme sin demasiada molestia en el segundo. De vez en cuando, tantos años después, sueño con aquellos tiempos en la oficina, y la sensación que tengo no es de agobio, sino de placidez y melancolía. Sueño que me incorporo al trabajo después de una ausencia muy larga, y lo hago sin angustia, sin que haya quedado en esa parte de la inconsciencia que alimenta los sueños ningún rastro de las amarguras y las estrecheces de entonces.
Ahora, al cabo de los años, entiendo que mi apariencia dócil no era sólo una máscara, la identidad falsa de un espía, sino también una parte sustancial y verdadera de mí mismo: la parte amedrentada y obediente que siempre ha existido en mi carácter, la satisfacción de tener ante los demás una presencia respetable, hijo y alumno y luego empleado y marido y padre modelo. En mis sueños de regreso a la oficina municipal de la que me marché hace tanto tiempo mis compañeros me reciben muy afectuosamente, y no se extrañan de que haya vuelto ni me preguntan los motivos de una ausencia tan larga. Durante años me gustó recordar, fabulándolas, las rebeldías turbulentas de mi adolescencia, pero ahora no creo que formasen más parte de mi carácter que el afán de conformidad que me guió tan poderosamente hasta el final de la infancia, y que volvió sin duda a actuar sobre mí en la vida adulta cuando acepté casarme y no me negué a cumplir un cierto número de obligaciones o humillaciones laterales que en el fondo me provocaban una sorda hostilidad: la boda por la iglesia, el simulacro de comunión, el banquete familiar, todo lo que estaba prescrito desde siempre y yo obedecía sin resistencia al pie de la letra. Sabía que estaba equivocándome, pero no me costaba nada dejarme llevar, y había momentos en los que me engañaba con cierto éxito a mí mismo, igual que engañaba o estafaba a la mujer con la que estaba casándome sin verdadera convicción y a los parientes que en ambas familias se congratulaban de que por fin hubiese terminado un noviazgo tan dudoso, tan errático y largo. Nunca pensaba en la responsabilidad de ese silencio, en la amargura y la dosis de mentira que yo estaba sembrando, fuera de mí mismo, del ámbito secreto de mis fantasmagorías, en la vida real de quien estaba a mi lado.
De niño obedecía con placer a mis padres y a mis profesores, y obtener notas excelentes y considerado un alumno ejemplar me llenaba de orgullo. Era la envidia de las madres de mis amigos, y si algún profesor me favorecía con una señal de preferencia literalmente me sentía embargado de satisfacción. No fingía, como he inventado después, no me empeñaba en sacar buenas notas por la vocación de escapar a la vida estrecha y al trabajo en el campo que predestinaba mi origen. Estudia porque eso era lo que debía hacerse, y porque el cumplimiento de esa obligación me complacía tanto como el de los preceptos religiosos. Hasta los quince años fui escrupulosamente a misa y confesé y comulgué sin sentir nunca que acataba un ritual ajeno a mí, y durante un cierto tiempo alimenté un principio de vocación sacerdotal.
Viéndome a mí mismo tan rebelde, lo cierto es que he tenido a lo largo de mi vida muy pocos arrebatos de verdadera rebeldía, de ruptura y coraje, y muchos de ellos han sido tan torpes, tan insensatos en su temeridad, que sólo me han dejado un recuerdo de vejación y fracaso. Lo abandoné todo una vez a los veintidós años, mi novia y mi vida respetable y la consideración de mis padres y de los padres de ella, que ya me habían aceptado como hijo ejemplar. Me enamoré de esa mujer y cuando ella se marchó a Madrid no pude resistir su ausencia ni regresar a la normalidad de mi noviazgo. Lo dejé todo, novia y exámenes, a final de curso, subí una noche al expreso y a primera hora de la mañana me presenté en el supermercado que pertenecía a la familia de mi amada, porque ni siquiera sabía su dirección en Madrid. Por el modo en que me miró me di cuenta, a pesar de mi trastorno, de que lo sucedido entre nosotros ya había terminado para ella, o simplemente no había tenido mucha importancia, no había llegado a existir plenamente. Volví en el expreso esa misma noche, con una desagradable sensación de escarmiento y ridículo. Me reconcilié con mi novia, y en el momento en que se abrazó a mí llorando y diciendo me que siempre había estado segura de que yo iba a volver con ella pensé con un atisbo de sórdida lucidez que estaba equivocándome, pero no hice nada, no volví a hacer nada en muchos años, dejarme llevar, cumplir con cada cosa que se esperaba o se exigía de mí.
Durante mucho tiempo, mientras trabajaba en aquella oficina, en la ciudad de provincias donde me había asentado, me acordaba de una frase de William Blake que había leído no recordaba dónde, y que sin duda ahora cito de manera inexacta: «Quien desea y no actúa engendra la peste», era una suma de deseos sin actos, de imaginaciones tan irreales como las que solían hacerme compañía en las soledades mansas de la infancia. Siempre queriendo irme, culo de mal asiento que no acaba nunca de encontrarse a gusto, y de pronto me encontraba instalado, paralizado, sedentario, a los veintisiete años, pagando letras de un piso, viviendo un tiempo sedimentado de trienios, de casa a la oficina, de la oficina a casa, imaginando viajes, soñando despierto sin ver apenas la realidad, escapándome a los libros, borrosamente rodeado por familiares y compañeros de trabajo, compartiendo con mi amigo Juan cada mañana, de nueve y media a diez, en la media hora del desayuno, la mansedumbre exterior y la rebeldía secreta, la fidelidad conyugal y los desvaríos sexuales y novelescos sobre las mujeres desconocidas que se nos cruzaban en la calle, las dependientas de las tiendas de ropa, las modelos de las revistas en color o las heroínas satinadas y ya del todo impalpables del cine en blanco y negro.
Eso soñábamos en vano mi amigo y yo, mujeres y viajes, lugares en los que no era probable que estuviéramos nunca y mujeres que no se acostarían con nosotros y que ni siquiera llegaban a mirarnos o a reparar en nosotros cuando se nos cruzaban por las calles próximas a mi oficina, los callejones de los comercios del centro, los cafés en los que entrábamos a desayunar, cada mañana a la misma hora, las nueve y media, las diez menos veinticinco, el periódico bajo el brazo comprado todas las mañanas en el mismo kiosco, el café con leche y la media tostada y el vaso de agua de seltz que el camarero nos servía sin que se lo pidiéramos, nosotros también convertidos en presencias y hábitos de la rutina matinal de otras personas, figuras repetidas circularmente como los muñecos mecánicos que desfilan al dar la hora en los relojes de las plazas alemanas.
Pasábamos todas las mañanas junto al escaparate de una agencia de viajes en el que había un gran cartel de Nueva York. Nos gustaba esa agencia por sus carteles de lugares lejanos y porque en ella trabajaba una mujer muy guapa, a la que nunca vimos por la calle ni en ningún otro lugar que no fuera su mesa de trabajo. Era rubia, delgada, con un perfil extraordinario, que nosotros veíamos cada mañana desde el escaparate: hablaba por teléfono o escribía a máquina, la espalda recta, casi siempre con un jersey de cuello vuelto que le llegaba a la altura de la barbilla, un perfil a la vez muy vertical y un poco inclinado hacia delante, como el de esa talla en madera de Nefertiti, que yo vi muchos años después, cuando ya si viajaba, en el museo egipcio de Berlín. Tenía la cara delgada, la boca grande, los ojos grandes y rasgados, la nariz con ese punto de exceso que tienen ciertas admirables narices italianas. Hablaba por teléfono haciendo gestos con la mano esbelta que sostenía un lápiz, inclinando la cara para sostener el auricular mientras pasaba las páginas de una agenda o de un catálogo, y nosotros la veíamos con nuestra avidez furtiva, quedándonos apenas un minuto cada mañana junto al escaparate, por miedo a que nuestra presencia le llamara la atención. La veíamos doblemente, porque frente a ella, en el despacho de la agencia, había un gran espejo de pared. Cada mañana nos gustaba observar alguna innovación en su belleza, si llevaba el pelo suelto o se lo había recogido en una cola de caballo que resaltaba la pureza de su perfil, o en un moño que revelaba la línea espléndida de su cuello y su nuca. Pertenecía, detrás del cristal del escaparate, frente al espejo en el que se multiplicaban las plantas que adornaban su mesa y los carteles de ciudades extranjeras y paisajes de playas o desiertos, a la vez a la vida cotidiana de la ciudad y al exotismo de los lugares a los que la vinculaba su trabajo, y una parte del hechizo que tenían para nosotros los nombres de otros países y ciudades y la gran foto en color de Nueva York que había en el escaparate relumbraba también en ella, que tal vez no era menos sedentaria que nosotros, pero que al hablar por teléfono y concertar horarios y reservas de hoteles anotando cosas en su agenda nos parecía dotada de un dinamismo exótico que era el reverso de nuestra lentitud de funcionarios, y que sin moverse de su mesa de la agencia había adquirido la tonalidad dorada de las playas del Índico y la desenvoltura de las mujeres más hermosas de la Vía Veneto, de Portobello Road, de la calle Corrientes, de la Quinta Avenida. Fantaseábamos sobre la posibilidad de entrar una mañana en la agencia y pedirle con toda naturalidad un folleto, alguna información sobre hoteles o reservas de vuelos. Pero no entramos nunca, desde luego, y nunca la vimos a ella entrar o salir de su oficina o nos la cruzamos por las calles que frecuentábamos todos los días. Estaba en el interior de la agencia de viajes, detrás del escaparate y en el cristal del espejo, igual que Ingrid Bergman o Marilyn Monroe o Rita Hayworth estaban en el blanco y negro de las películas, tan inalterable y ajena como ellas, y nosotros la mirábamos unos instantes cada mañana y luego continuábamos nuestro breve paseo de media hora, el kiosco de periódicos, el café con leche y la media tostada en el café Suizo o en el Regina, acaso una parada en Correos, donde Juan echaba una carta, y enseguida el regreso a la oficina, antes de que en el reloj digital donde teníamos que introducir nuestra tarjeta fuesen, como máximo, las diez y cinco.
Había también una dulzura en esa repetición diaria, en la familiaridad asidua con esquinas y plazas, la claridad solar de Bibrrambla y la umbría de los callejones que conducen a ella, y las caras repetidas, las presencias sincronizadas, la misma chica de gafas oscuras acudiendo cada mañana a la misma hora a levantar el cierre de una tienda con maniquíes y espejos, las funcionarias y las dependientas, la mujer de la agencia de viajes Olimpia, a la que llamábamos Olympia, con la y griega de la Olympia de Manet, los vendedores de lotería, hasta los mendigos y los vagabundos estaban repetidos, se ajustaban a una rutina laboral parecida a la mía, cada uno con su vida, con su novela secreta y trivial, figuras de fondo en la otra novela que yo vivía o que me inventaba para mí mismo, no la novela de mis actos, sino la de las cosas que no me sucedían, la de los viajes que no llegaba a hacer y las ambiciones que mi amigo Juan y yo postergábamos para un futuro en el que ninguno de los dos creía mucho, pero que era una disculpa aceptable para nuestra pusilanimidad del presente.
La amistad era también repetición y hábito: encontrarse cada mañana en el mismo lugar, ir paseando hacia el café, las manos en los bolsillos y el periódico bajo el brazo, conversando sin ninguna obligación de novedad ni de confidencia excesiva. Estábamos quemados, los dos en una medida semejante, agobiados por las consecuencias de una idéntica docilidad y poltronería, los dos deseando cosas que estaban más allá de nuestro alcance, vidas que no iban a llegar o que habíamos dejado que se nos fueran de las manos, que se malograran por culpa de nuestra timidez o nuestra cobardía, de nuestra falta de empuje. Parte de nuestra amistad estaba hecha seguramente de esa materia abotargada y triste, y no nos costaba nada compartir el sentimiento de una confortable capitulación y el sarcasmo forzado con que cada uno de los dos miraba la mediocridad emocional de su vida y el deterioro lento de sus ambiciones. Cada uno veía en el otro espejo de su propia insuficiencia. Nos unía más que lo que éramos, lo que no éramos, lo que ninguno de los dos nos atrevíamos a ser.
Cumplíamos con idéntica corrección nuestras obligaciones exteriores, nuestros deberes como empleados, maridos y padres, y sólo de vez en cuando abandonábamos el tono de sarcasmo neutral de nuestras conversaciones para permitirnos el impudor de una queja, el reconocimiento de una infelicidad obstinada y rutinaria, despojada de melodramatismo, pero también de cualquier esperanza de alivio que no consistiera en un perfeccionamiento de la claudicación. Muchas mañanas, durante el paseo del desayuno, Juan iba a echar una carta en los buzones de la central de Correos que hay en los soportales de la calle Ganivet. Como todas las personas muy atentas a su propia melancolía yo era entonces muy poco observador. Suponía vagamente que una esas cartas eran de la oficina, hasta que me fijé una vez en que tenían sellos de correo internacional. Juan no hacía ademán de ocultármelas, pero había algo en su actitud que me disuadía de preguntarle por ellas. Una vez, mientras desayunábamos, fue a los servicios, dejando el periódico sobre la barra del Suizo. Fui a abrirlo, y de su interior se deslizaron dos cartas. Una de ellas venía de Nueva York y estaba dirigida a él, pero la dirección que había en el sobre era la de la oficina, no la de su casa. La otra la había escrito Juan, y su destinataria era la misma mujer que le escribía desde Nueva York. En unos segundos volví a dejar los dos sobres en el interior del periódico doblado, y cuando volvió Juan no le pregunté nada, y pensé, con cierta desolación, que en la vida de mi amigo, que yo había creído transparente para mí, había una parte escondida que él prefería no confiarme.
A la salida del callejón donde estaba entonces el Club Taurino nos encontrábamos algunas mañanas a nuestro compañero Gregorio Puga, que trabajaba de subdirector interino de la banda de música, después de haber perdido una plaza de mucho más brillo en la banda de otra ciudad, y que a esa hora tan temprana ya estaba un poco borracho, oliendo a alcohol agrio y a saliva nicotínica, a pesar de los granos de café tostados que chupaba en la creencia de que le limpiarían el aliento. Gregorio fue el primer amigo que yo tuve al entrar en la oficina, quizás porque todo el mundo le daba ya de lado y tenía que arrimarse a los empleados nuevos en busca de compañía para desayunar o tomar cervezas y vasos de vino en las tabernas recónditas de aquel barrio del centro. De Gregorio se contaba que habría sido una eminencia de la composición y la dirección musical si no fuera por su afición a la bebida. La suya era una versión diferente, que enunciaba con monotonía quejumbrosa de borracho: no había fracasado porque bebía, bebía porque entre unos y otros le habían empujado al fracaso, le habían hecho abandonar su carrera tan prometedora, empezada bajo los mejores auspicios en Viena, y todo a cambio de qué, de una triste nómina, de la seguridad mezquina de una plaza fija. Se acodaba en la barra, el vaso en una mano, el cigarrillo en la otra, sostenido entre las puntas amarillas de los dedos índice y corazón, los dedos lacios y blandos de funcionario envejecido, aunque no creo que entonces tuviera más de cuarenta y cinco años: te ceban con la nómina y te acostumbras a ese poco dinero seguro, y ya no tienes voluntad para seguir estudiando, y menos si tu mujer te ha cargado enseguida de hijos y está siempre repitiéndote que eres un inútil, que a ver si te dejas de tonterías y sueños y haces por ascender en la oficina, o te buscas un trabajo por las tardes. Al principio no quieres, claro, tus tardes son sagradas, tienes que seguir componiendo, ensayando con los otros músicos hasta sacarles lo que ni ellos mismos saben que guardan dentro, y no quieres dirigir una banda municipal, sino una orquesta, ése era el sueño de su vida, pero te entra la desgana, y además es verdad que te hace falta el dinero, así que aceptas dar unas clases particulares, o te colocas en una academia, y antes de que te paguen a fin de mes ya tienes el dinero gastado y comprometido, que si la ropa de los niños, que si los libros y los uniformes del colegio, porque teníamos que llevarlos a colegio de curas. Sales de la oficina a mediodía y con la desgana de volver a casa te quedas tomando unos vasillos de vino, picas cualquier cosa y te vas al trabajo de la tarde, y luego, al terminar, pues lo de siempre, Gregorio, vamos a tomarnos algo, y al principio dices que no, y luego que bueno, que una caña y nada más, que la parienta estará enfadada por no haberme visto el pelo a la hora de comer, te tomas dos cañas y luego pides una copa de vino para despedirte, o para afrontar la bronca que te espera en casa, y entre unas cosas y otras se te olvida mirar el reloj y cuando sales a la plaza del Carmen están dando las campanadas de las once, qué barbaridad, compro tabaco y me voy derecho a recogerme, pero no tienes monedas para echar en la máquina y te da fatiga pedir que te cambien un billete, así que pides un vasillo de vino, y a lo mejor entonces te encuentras a un amigo que estaba solo en la barra, y te invita a la próxima, o es el camarero el que te invita, pues lleva toda la vida viéndote entrar y salir, y te ha servido los cafés y los carajillos de primera hora de la mañana y las cañas del aperitivo, y los cafés y las copas de después de comer, aunque tú en realidad no hayas comido, con cualquier cosa que piques se te llena el estómago.
Me acuerdo con ternura y pena de Gregorio, el maestro Puga, a quien hace ya varios años que no he visto y me pregunto si seguirá rondando los bares de funcionarios del centro, si estará vivo todavía y seguirá alimentando el sueño de un estreno sinfónico, acodado en una barra con su traje decente y ya más bien ajado y sucio, el cigarrillo entre los dedos color de nicotina, el vaso de vino flojamente sostenido en la otra mano, acaso un grano de café moviéndose de un lado a otro en la boca donde ya le faltaban algunos dientes. Me acuerdo de las mañanas en que mi amigo Juan y yo nos lo encontrábamos al doblar una esquina y no teníamos tiempo de eludirlo, y debíamos aguantar la monotonía quejumbrosa de sus confesiones de borracho y la obstinación de sus invitaciones a tomar algo, a apurar una copa rápida de coñac o de anís en los pocos minutos que faltaban todavía para que se nos acabara la media hora del desayuno. Más incauto, el primer día que trabajé en la oficina acepté tomarme con él una caña a la salida y no me dejó solo hasta las once de la noche, y acabé tan borracho que a la mañana siguiente no me acordaba de nada de lo que habíamos hablado a lo largo de tantas horas, de tantos bares y cigarrillos y vasos de cerveza y de vino. Sólo una cosa recordaba, y no se me ha olvidado porque después de aquel día Gregorio me la repitió muchas veces, sujetándome por el brazo para acercarse más a mí, envolviéndome en su aliento de vino agrio y de tabaco negro mientras me miraba con sus ojos enrojecidos y me decía:
No te conformes, que no te pase como a mí, vete de aquí cuanto antes, no vayas a acabar como yo, no te conformes, no te dejes comprar.
No pienso estar aquí mucho tiempo. Me iré en cuanto me salga algo mejor.
Ésa es la trampa, esperar a que salga alguna cosa mejor, eso fue lo que me pasó a mí. No se puede esperar, hay que irse, aunque no se tenga nada más, hay que estar dispuesto a todo, a pasar necesidad si hace falta, porque si aceptas un poco lo aceptarás todo, tragaras con todo. No tienes hipotecas, mujer, no tienes hijos, no tienes deudas ni así que ahora o nunca.
Según pasaba el tiempo empecé a rehuir a Gregorio, como lo rehuía todo el mundo, porque era un pesado y un borracho y no había manera de desprenderse de él, y aunque uno le tuviera afecto no podía soportar el olor de su boca ni el tedio de sus historias cada vez más deshilvanadas, de sus quejas minuciosas sobre las intrigas y las zancadillas de las que era víctima en la oficina, en la banda municipal, donde otro con menos méritos pero más enchufe político acabó siendo nombrado director titular. Pero también lo rehuía porque me daba vergüenza que viera en mí el cumplimiento de sus vaticinios: pasaban años y yo seguía esperando a que me saliera algo mejor, y yendo cada mañana a las ocho en punto al trabajo, pero ahora ya tenía obligaciones, ahora estaba casado y tenía un hijo y pagaba cada mes la letra del coche y la del piso, y aunque mi mujer ganaba en su trabajo un sueldo mejor que el mío no siempre llegábamos con desahogo a fin de mes, y yo estaba considerando la posibilidad de buscarme alguna ocupación para las tardes, y sin reconocerlo ante mí mismo renunciaba a los propósitos que me parecían tan inaplazables y valiosos cuando ingresé en la oficina: sobre todo, el de prepararme para el trabajo que me habría gustado tanto hacer, el de profesor universitario o investigador en alguna rama de la Historia del Arte, o incluso profesor de Geografía e Historia en algún instituto. Pero me faltaba tiempo y voluntad, y las tardes libres se me iban sin que me diera cuenta, y de cualquier modo apenas salían unas pocas plazas de profesor de Historia cada año para decenas de miles de licenciados universitarios, muchos de los cuales, compañeros míos de carrera desesperados tras años de paro, miraban con envidia incluso un puesto tan poco atractivo como el que yo tenía. Me cruzaba por un pasillo con mi amigo Gregorio, cada uno con una carpeta de expedientes bajo el brazo, me lo encontraba a la vuelta de una esquina en los callejones donde estaban las tabernas a las que se escapaban a media mañana los funcionarios para un café rápido y furtivo, y mi desagrado por su mal aliento y su aire indecoroso de alcoholismo e infortunio era más poderoso que la gratitud que hubiera debido sentir hacia su amistad generosa, y si podía miraba hacia otra parte o me escabullía por una puerta lateral para no ver sus ojos enrojecidos ni oler su aliento agrio, pero sobre todo para no escuchar una vez más lo que sabía que iba a decirme:
Pero qué haces que no te has ido ya de aquí, cuántos años vas a seguir aguantando.
Me iba a veces, pero sólo unos días, me mandaban de viaje a Madrid a resolver trámites en ministerios o a encargar pedidos de materiales que yo debía inspeccionar, y aunque los viajes eran muy cortos y mis dietas escasas y mi baja cualificación me imponían hoteles de medio pelo y comidas en restaurantes modestos, la proximidad de la partida actuaba sobre mí como un estimulante poderoso, me empujaba como un imán en la dirección del tiempo futuro, devolviéndome intacta la felicidad infantil de las expectativas de viaje, el impulso de irme que se me había borrado casi por completo en los últimos años, o que había quedado reducido a una vaga disposición imaginaria sin ninguna influencia sobre la realidad.
Ya estaba yéndome varios días antes de que saliera el tren, el expreso nocturno con sus vagones azules de coche-cama que tenía algo de Orient Express cuando yo llegaba con mi maleta al andén un poco antes de las once de la noche, con el alivio infinito de estar solo, de haberme desprendido provisionalmente del sucesivo agobio de la oficina y de mi casa, de los horarios, de los lugares, de los sobresaltos y las malas noches que daba mi hijo, todavía tan pequeño. En los primeros episodios de ese viaje tan corto que iba a hacer parecía que estuvieran contenidas todas las sensaciones y la excitación de un viaje verdadero, de uno cualquiera de los viajes que yo leía en los libros y veía en las películas o inventaba para mí mirando mapas o guías en color. En medio de mi vida tan apaciguada, tan atenuada en todo, el viaje me daba una plenitud física casi intolerable, una sensación de libertad y pérdida de peso, como si al salir hacia la estación me desprendiera de las obligaciones y las costumbres que gravitaban sobre mí, y al cerrar de un portazo el taxi que iba a llevarme a ella clausurara de un golpe mi entera identidad real.
Me iba y no era yo, disfrutaba de la ebriedad no de fingirme otro sino de literalmente no ser nadie. Me disolvía en los momentos que estaba viviendo, en el gozo de dejarme llevar por la locomotora y de mirar por la ventanilla de mi departamento luces de carreteras y ciudades, ventanas iluminadas donde vivía la gente sedentaria, donde a esa hora veían la televisión o se acostaban en dormitorios insalubremente caldeados, en la sofocante guata conyugal, el aguachirle conyugal del que habla Cernuda, a quien yo leía mucho entonces, discípulo y aprendiz suyo en la amargura de la distancia inviolable entre la realidad y el deseo.
Eran tan raros los viajes que la monotonía administrativa de las obligaciones que cumplía en ellos no llegaba a borrar, sobre todo en la partida, una sensación intensa y pueril de aventura. Pero si viajaba tan poco no era sólo porque se me presentaban escasas ocasiones de hacerlo. Algunas veces eludía un viaje para no contrariar a mi mujer, a quien no le gustaba que yo faltara de casa, agobiada por su propio trabajo y por el cuidado del niño, y que no siempre quería entender que aquellas estancias en Madrid no eran caprichosas escapadas mías, sino tareas propias de mi condición administrativa, cuyo desempeño correcto sin duda podría ser un mérito de cara a una promoción tan necesitada por mí, aunque de perspectivas tan lejanas.
Cuando me decidía a aceptar un viaje, porque me apetecía mucho o porque sabía que negarme a él me perjudicaría en la oficina, no me atrevía a decírselo a mi mujer, e iba dejando siempre para el día siguiente el mal trago de darle la noticia, de modo que al final me veía obligado a decírselo con inevitable brusquedad cuando ya no quedaba más remedio, o peor aún, ella se enteraba de que iba a irme antes de que yo se lo dijera, por alguna llamada de la oficina o de la agencia de viajes que tramitaba mis billetes. Sin necesidad de ser infiel, mi estado natural era la culpa, y el secreto inocuo de un viaje de trabajo pesaba sobre mí como el desasosiego de un adulterio. La maraña de reproches y resentimiento en la que me veía enredado yo mismo la había urdido con mi propensión al silencio, y la cobardía tortuosa de mis dilaciones. Ya estaba yéndome mucho antes de irme, pero hasta el último minuto no era seguro que me fuera a marchar, porque el disgusto de mi mujer podía empujarme a suspender el viaje, o porque algún infortunio sobreviniera en las últimas horas, que al niño empezara a subirle mucho la fiebre, o que ella se encontrara de pronto muy mal, con un ataque de lumbago o una menstruación muy difícil, dolores de los que parecía que yo era tan culpable como si manejara un cuchillo, y que se volverían más graves a causa de mi ausencia, casi mi deserción.
Me iba por fin y aún no creía que de verdad me estaba yendo, y la velocidad del taxi que me llevaba a la estación era un impulso irresistible de felicidad, malograda por el pánico a llegar tarde al tren por culpa de un atasco, o porque había tardado demasiado en salir, en desenredarme de mi familia y de mi vida, del calor conyugal y sofocante de mi piso, del magnetismo de contrariedad y abandono que irradiaba mi mujer, sosteniendo en brazos al niño, que lloraba más al ver que me iba, ella misma con la cara muy pálida y con los ojos tristes, parada en el umbral mientras llegaba el ascensor.
Una mañana de invierno, en uno de aquellos viajes a Madrid, terminé muy pronto unas gestiones en el Ministerio de Cultura y me encontré sin nada más que hacer en todo el día. Hasta las once de la noche no salía mi tren de regreso. En Madrid me llegaba enseguida la decepción, el desamparo de estar solo en una ciudad tan grande en la que no conocía a nadie, y en la que todo estaba lleno de incertidumbres y peligros, lo mismo al cruzar una de aquellas avenidas tan anchas en las que el semáforo siempre se ponía en rojo antes de llegar al otro lado que al salir de noche de un cine y encontrarse en un laberinto de calles oscuras donde no era improbable que lo asaltara a uno un navajero, uno de aquellos drogadictos lívidos que se apostaban entonces en la esquina de la Gran Vía y la calle Hortaleza. Me intoxicaba la soledad, el aturdimiento no ya de no conocer a nadie, sino de no ser nadie, un apocado funcionario de provincias que a los tres días de haber salido huyendo en busca de paisajes más amplios y aires menos viciados ya se estaba encogiendo como un caracol y caminaba perdido por la ciudad llevando consigo la insidiosa depresión como si fuera una fiebre que lo debilitaba, que le hacia desear inconfesablemente el abrigo de su casa y de las calles conocidas y estrechas en las que discurría su vida.
Surge ahora un recuerdo con el que no contaba, el fragmento de un viaje que no sé situar en el tiempo, aunque sin duda pertenece a esa época: paseándome sin saber hacia dónde he llegado al Retiro, en una mañana de niebla muy densa, en la que he cruzado calles que no parecen de Madrid ni de España, calles de edificios nobles y árboles opulentos, con el asfalto brillante de llovizna, con las aceras amarillas de hojas recién caídas, hojas anchas de plátanos y castaños de indias, aunque no creo que en ese tiempo me fijara de verdad en los árboles ni me interesara por sus nombres. El Museo del Prado, el Jardín Botánico, la Cuesta del Moyano. En la cima de una colina boscosa hay un edificio que parece un templo griego y es el Observatorio. Al escribir revivo mis pasos de entonces, se abren las cosas delante de mí como se me abrían esa mañana las formas de los árboles y de las casas cuando me aproximaba a ellas en la niebla, las figuras inmóviles de las estatuas, amenazadoras o serenas, la estatua de Pío Baroja o la de Cajal o Galdós, solos entre las arboledas del parque desierto, extraviadas melancólicamente en un pomposo olvido de bronces y mármoles.
Emerge en la memoria el asombro de un edificio de cristal al otro lado de un estanque, con columnas y filigranas de hierro pintadas de blanco, blanco desleído en el gris translúcido de la claridad matinal velada de niebla, en el verde inmóvil y oscuro del agua. Recordé que había leído el periódico que en el palacio de Cristal del Rey había una exposición dedicada al exilio de los republicanos españoles en México. Todo vuelve, después de tantos años sin acordarme, aquel día cualquiera de un viaje sin relieve a Madrid, aquel paseo al azar que me llevó al Retiro y a encontrar entre la niebla y los árboles el palacio de Cristal como una de esas casas encantadas que aparecen delante del viajero perdido en los bosques de los cuentos. Recuerdo objetos, fragmentos: vitrinas con recortes de periódicos y cartillas de racionamiento, monitores de video en los que se proyectaban viejas películas de soldados envueltos en harapos huyendo por los caminos hacia Francia, hacinados en las estaciones fronterizas de Port-Bou y Cerbére, después de la caída de Cataluña. Me acuerdo de una pizarra y de un pupitre que habían pertenecido a la primera escuela de niños españoles en México, y de un mandil escolar azul marino, con cuello de celuloide blanco, que me estremeció inesperadamente de congoja, como las hojas de caligrafía rellenadas a lápiz por niños de cuarenta años atrás y los estuches de colores idénticos a los que yo había tenido en mi escuela. También el mandil se parecía mucho al mío, y los mapas de España sobre hule policromado y cuarteado eran como los que yo vi al entrar por primera vez en las aulas, sólo que en éstos la bandera que se vela era tricolor, roja, amarilla y morada. Había una foto grande de una multitud intentando subir a un barco de vapor, en un puerto francés. Una mujer de unos cincuenta años la miraba Parada junto a mí, diciendo algo en voz baja con acento mexicano, aunque no había nadie con ella. Respiraba muy fuerte: la miré y estaba llorando.
– Yo iba en ese barco, señor -me dijo, la voz entrecortada de llanto, una señora mexicana con gafas grandes y pelo cardado y teñido, única persona que había aparte de mí esa mañana en la exposición, en el edificio de cristal rodeado de niebla, como enguatado de silencio-. Yo soy una de esas figuritas que ve usted en la foto. Ocho años tenía, y me moría de miedo pensando que me iba a soltar de la mano de mi papá.
Recobro ahora otros pasos, el recuerdo que iba a contar cuando apareció delante de mí la caminata por el Retiro en la mañana de niebla la forma sin peso del palacio de Cristal, el morado bello y melancólico de las banderas republicanas en los anaqueles de una exposición, insignias de un país que yo había perdido antes de nacer. He salido una mañana del Ministerio de Cultura, en la plaza del Rey, he echado a andar sin propósito desalentado de antemano por todas las horas en las que no tendré nada que hacer y no hablaré con nadie, en las que se me irá contagiando despacio la irrealidad de estar solo en una ciudad extraña, de convertirme en un fantasma que me mirará a veces como a un desconocido desde el espejo de un escaparate. Miro el reloj, calculo que a esa hora mi amigo Juan estará terminando el desayuno, leyendo el periódico en la barra del Suizo, o quizás habrá cruzado ya el paso de peatones hacia el edificio de Correos para echar una de esas cartas que procura que yo no vea. En vez de estar volviendo hacia la oficina junto a él, los dos al mismo paso desganado, yo camino por Madrid abandonándome al azar del trazado y de los nombres de las calles, y al cabo de media hora ya me he perdido, o quizás me he dejado llevar por una memoria antigua que no pertenece del todo a mi conciencia, uno a un impulso ciego y contumaz de mis pasos. En cierta calle hay cierta firme puerta, dice un poema de Borges. Voy por calles de aceras estrechas y portales hondos, con pescaderías y fruterías y papelerías anticuadas, con tiendas de ultramarinos y mercerías más rancias que las de la ciudad donde yo vivo, con una pululación agitada de coches y de gente, de voces rotundas y menestrales de Madrid. Estoy acordándome, dejándome llevar, estoy yendo hacia donde no debiera, hacia donde estuve una sola vez. Fernando VI, Argensola, Campoamor, Santa Teresa: en algún momento, sin que yo lo supiera, sin que me atreviera a confesármelo, el azar se ha convertido en propósito, y la secuencia de los nombres de las calles dibuja sobre la ciudad en la que soy un forastero el plano cifrado de un viaje, la forma de una herida que no duele desde hace mucho tiempo, pero que se puede palpar aún como una tenue cicatriz en la piel, como el recuerdo al despertar de un sueño en el que se ha vuelto a sufrir por alguien que ya no nos importa.
Calle Campoamor, esquina de Santa Teresa: fue aquí, hace cinco años, en ese tiempo en el que los años parecía que duraban mucho más, no discurrían desvaneciéndose tan rápidamente como ahora. Una distancia de cinco años era entonces remota y cabía en ella media vida. Cualquier cosa, apenas pasada, parecía haber sucedido muchos años atrás. Ahora las cosas más lejanas es como si hubieran pasado ayer mismo. Reconozco los postigos blancos en los balcones del segundo piso. Hasta este momento todo ocurría únicamente en mi imaginación enfebrecida por la soledad, podría haber estado inventando o soñando el tránsito por estas calles en las que nadie me conoce y nadie repara en mi existencia de fantasma. Pero ahora, si ella se asoma al balcón va a reconocerme, y si subo los dos pisos de peldaños de madera y llamo a su puerta el timbre estará sonando en la realidad, en las vidas de otras personas, y mi presencia puede ser una sorpresa indeseada, una irrupción impertinente o embarazosa. No he sabido casi nada de ella en todos estos años, y de cualquier modo apenas nos conocemos, sólo nos cruzamos durante un periodo muy breve hace mucho tiempo.
Mis pensamientos y mis actos no se corresponden, del mismo modo que no hay correspondencia ni vínculo ninguno entre mi presencia y el lugar donde estoy. He rondado por la esquina, mirando hacia los balcones, creyendo ver en algún instante una figura que se aproximaba a los cristales. Me he acercado al portal, que estaba abierto, y que tiene ese olor tan peculiar a humedad y a madera de los portales viejos de Madrid. En uno de los buzones he visto su nombre, escrito a mano, junto al de su marido. Ese nombre que yo pronunciaba estremeciéndome y en el que estaban cifradas todas las posibilidades de la ternura, de la incertidumbre, del dolor y el deseo, es un nombre común escrito a mano en la tarjeta de un buzón entre otros nombres de vecinos que se cruzan con ella todos los días en el portal o en la escalera y para los cuales su cara, que a mi se me olvidaba en cuanto no estaba junto a ella, forma parte de la misma realidad trivial que estas calles y esta ciudad en la que yo siempre acabo deslizándome, cuando viajo a ella, entre los espejismos de la soledad y la pura inexistencia.
El valor de los cobardes, la resistencia de los débiles, la osadía de los pusilánimes: he llegado al rellano y sin vacilación pulso el timbre de la puerta, una puerta antigua, grande, pintada de verde oscuro, con una mirilla dorada. Cada detalle hibernado en el olvido recobra su sitio exacto, y la agitación nerviosa y la flojera en las piernas es la misma de entonces, aunque yo ya sea otro. Quizás no esté, pienso con un golpe de esperanza cobarde, teñida inmediatamente de decepción cuando pasan unos segundos y no escucho nada, pasos ni voces, sólo la resonancia del timbre en habitaciones silenciosas.
La puerta se abre y ella está mirándome y al principio no me reconoce, tiene la expresión desconfiada e interrogativa de quien se enfrenta a un vendedor a domicilio, la misma predisposición hostil. Caigo en la cuenta de que estoy más gordo y ya no tengo barba, y mi pelo es mucho más corto que hace cinco años, más escaso también. Ella lleva en brazos a un niño grande, moreno, con chupete, con el pelo rizado, con un babero sucio sobre la pechera del pijama. Una niña con gafas se asoma con cautela tras ella y me vigila exactamente con sus mismos ojos. El niño ha dejado de llorar al verme y me mira muy fijo sorbiéndose los mocos y haciendo un ruido goloso de succión con el chupete.
No es que me cueste reconocer su cara delgada y sus claros ojos grises, los dos mechones de pelo castaño casi rubio que le caen a los lados de los pómulos: es que no puedo asociar su presencia de ahora, una mujer vestida de cualquier manera para estar en casa, con un niño en brazos tan grande que debe de agotarla, con una niña que se parece extraordinariamente a ella, despojándola así de la singularidad de unos rasgos que para mí eran únicamente suyos.
Qué sorpresa, me dice, no te había conocido, y esboza una sonrisa que le ilumina los ojos con un brillo de otro tiempo. Yo me disculpo, pasaba por casualidad y se me ha ocurrido mirar a ver si estabas, me oigo la voz más ronca de lo que debiera, una voz de no haber hablado con nadie en muchas horas. Me pillas en casa de milagro, iba a llevar al niño al médico, pero como no tengo con quién dejar a la niña iba a llevármela a ella también. No le pasa nada, me explica, nada grave por lo menos, en cuanto se le inflaman un poco las anginas le sube mucho la fiebre, y yo no debería asustarme, pero me asusto siempre. Descorazona un poco la naturalidad con que me habla, como a un conocido neutral, sin ningún rastro de sorpresa. Toca la frente del niño, le he dado un Apiretal, parece que le está bajando la fiebre. A mi hijo también le damos Apiretal, y le pasa lo mismo, enseguida la fiebre le sube a cuarenta, voy a decirle, pero me callo, detenido por un raro pudor, como si prefiriese ocultarle que yo también estoy casado y soy padre, y que mi hijo tiene más o menos la misma edad que el suyo y estos días tampoco se encuentra muy bien, me lo dijo anoche mi mujer por teléfono.
Hago ademán de irme, tan azorado que no le he dado un beso al verla, pero pasa, no te quedes en la puerta, ya que has venido a verme no te voy a despedir sin darte por lo menos un café. Vivía en un piso de pasillos hondos, de techos altos con filigranas de escayola y suelo entarimado. Debía de haber sido muy lujoso en otros tiempos, pero ahora estaba medio vacío y como abandonado, tal vez pertenecía a sus padres o a los de su marido y ellos no tenían dinero para arreglarlo. Ella no daba la impresión de tener dinero, o al menos no se cuidaba como cuando yo la conocí, llevaba unos vaqueros viejos y unas zapatillas de lona sin cordones. Su piel se había vuelto más opaca, y su pelo estaba más bien desaliñado, como el de una mujer que no sale de casa en todo el día bregando con los niños y no tiene tiempo ni ganas de arreglarse.
Limpió de juguetes, de papeles pintarrajeados y lápices de colores un sillón grande y viejo y me pidió que me sentara mientras ella preparaba el café. Me encontré solo en un salón muy amplio en el que predominaban a la vez el vacío y el desorden. Sobre la mesa hay una licuadora igual a la que usamos mi mujer y yo para hacerle al niño la papilla de frutas, un biberón sucio, un frasco de jabón líquido infantil, un pañal desechable que huele muy fuerte a orines. Los ruidos de la calle llegaban a través de dos balcones con visillos que filtraban la luz escasa del día nublado. En una habitación contigua lloraba el niño y se oía muy alta la música de un programa matinal de dibujos animados. Qué estoy haciendo aquí, absurdo y correcto como una visita, sentado rígidamente en el sillón, sin atreverme ni a cruzar las piernas, esperando a verla aparecer en el umbral, como la esperaba entonces, ávido y asustado de su presencia, codicioso de cada uno de sus rasgos y sus gestos, de su manera de vestirse un poco fantástica para nuestra ciudad de provincias, de su claro acento de Madrid.
Vuelve con los cafés en una bandeja, y al ponerla en la mesa descubre el pañal sucio, y lo aparta de la vista con un gesto de contrariedad y de cansancio, ahora se me ha olvidado el azúcar, no sé dónde tengo la cabeza, se lleva el pañal, el biberón y la licuadora, la oigo decirle algo al niño, que se queda callado, aparece de nuevo sonriéndome con cara de disculpa y apartándose un mechón de los ojos y entonces, como en una iluminación, la veo igual que era hace cinco años, con la precisión con que se ve un paisaje al limpiar un cristal empañado, y pienso que se parece mucho a alguien, aunque tardo en descubrirlo unos segundos: a la mujer de la agencia de viajes, la Olympia que nos gusta tanto a mi amigo Juan y a mí. El mismo escorzo cuando se aparta el pelo de la cara, el mismo color entre rubio y castaño, la boca grande, la línea de la barbilla y la mandíbula, la luz en los ojos claros.
Como me ocurría cuando estaba muy enamorado de ella, no llego a concentrarme del todo en lo que me dice, ensimismado en la atención fanática del amor, de una pasión adolescente, contemplativa, paralizadora, que alcanzaba en la imposibilidad su tortuosa culminación, que alimentaba el deseo de impotencia, y el sufrimiento y la cobardía de literatura. Dejé Medicina cuando me quedé embarazada, te acuerdas, intenté volver cuando la niña estuvo algo mayor pero entonces me quedé embarazada de nuevo, y ahora estoy pensando matricularme en Enfermería, es más corto y me convalidan asignaturas, y yo creo que es más fácil encontrar trabajo. Imagínate, con la experiencia que ya tengo pueden nombrarme jefa de planta de Maternidad.
Se levanta porque el niño ha empezado a llorar otra vez muy fuerte, y cuando vuelve lo trae en brazos. Tiene la cara roja y los ojos brillantes de fiebre. Siento celos de pronto mirando a ese niño, reconociendo en él rasgos de su padre, a quien yo le pedí a ella en vano que abandonara para venirse conmigo. Desde la otra habitación la llama la niña, porque algo acaba de caerse al suelo con mucho estrépito. Se va de nuevo y yo me pongo en pie, me siento un poco desleal al observarla de espaldas. Su cara es la misma, pero su cuerpo se ha vuelto más ancho, ha perdido esa linealidad sinuosa como de los años veinte que tanto me gustaba. Cuando me ponía el café me he fijado furtivamente en que sus pechos ahora son más grandes y grávidos, los pechos de una mujer que ha parido y amamantado a dos hijos y no se ha cuidado mucho después de dar a luz. Me acuerdo de sus vaqueros ceñidos y sus camisas entreabiertas de tejidos muy dúctiles, con un tacto líquido de seda que se parecía al de su piel las pocas veces que me atreví a acariciarla. La invité a cenar una noche a principios de verano y bajó a la calle con un vestido cruzado muy ligero y unas sandalias, con el pelo recogido en una cola de caballo y dos mechones a los lados de los pómulos, tan liviana y deseable que era un tormento no atreverse a abrazarla.
Pero no te vayas todavía, cuéntame algo de ti, que no has dicho una palabra, en eso tampoco has cambiado. El niño ya no llora, en la habitación de al lado vuelve a oírse la televisión. Ella se sienta frente a mí, me pide que le hable de mi vida en estos años, y yo advierto, con un rescoldo avivado de halago, que se ha arreglado el pelo, que se ha dado un poco de color en los labios. Me contaron que también te casaste, con tu novia de siempre. Igual que tú, me atrevo a decir, y por un momento estamos los dos de verdad el uno frente al otro y sólo hay entre nosotros un breve espacio vacío, el que cruzamos una sola vez hace mucho tiempo y ahora parece de pronto que no llegó a cerrarse. Pero sonreímos los dos, moviendo la cabeza, educadamente, acogiéndonos a la vulgaridad objetiva de los hechos reales. Al menos tú hiciste algo, terminaste la carrera. Me acuerdo de cómo te gustaba la Historia del Arte, con qué entusiasmo hablabas de todo, los asirios, los egipcios, Picasso, El Bosco, Velázquez, Giotto. Todavía tengo por ahí una postal que me mandaste de Florencia.
Y de qué me sirvió. Me acuerdo de esa postal, del momento mismo en que te la escribí, en la escalinata de Santa Maria del Fiore, de cómo te quería. Le explico que encontré un trabajo interino como auxiliar administrativo, y que al año siguiente saqué las oposiciones, aunque no pienso quedarme para siempre en esa oficina, en cuanto pueda reanudaré en serio el trabajo en la tesis o me pondré a preparar oposiciones a profesor de instituto. Eso está haciendo Víctor, estudiando oposiciones a Correos, a ver si tuviera tanta suerte como tú. Víctor: me hiere cada vez que pronuncia con tanta normalidad el nombre del marido. Si se hubiera quedado conmigo pronunciaría el mío tan familiarmente como lo dice mi mujer, incluso es posible que me llamara con un diminutivo conyugal.
Suena el teléfono, al fondo de la habitación. Habla en voz baja, sin mirarme, le explica a alguien que va a llevar al niño al médico, aunque parece que la fiebre ha dejado de subirle. Chao, dice, ven pronto. Qué estoy haciendo yo aquí, un fantasma, una visita, ni siquiera un intruso. Chao, ven pronto. La gente dice las palabras sin pararse a pensar lo que significan, las vidas enteras que caben en la frase más simple, la injuria íntima que puede haber en una fórmula trivial: qué pena que no hayas coincidido con Víctor, a él le habría gustado mucho verte.
Esta vez, cuando me pongo en pie, ya no me dice que me quede un poco más. Los olores domésticos en el pasillo, que ella no percibe, olor a niño pequeño, a humos de cocina, a sábanas y cuerpos, a piso no muy ventilado, una aleación de olores que está hecha de todas las cosas diarias de su vida, de su vida real, que para mí es tan extraña como esta casa grande, desordenada y sombría. También habrá un olor en mi casa, en mi piso pequeño y arreglado de protección oficial, y en parte será parecido, el olor a leche agria y a talco de los niños pequeños. Me despide en la puerta, con su hijo otra vez en brazos, colorado y lloroso, la barbilla mojada de babas. Me da dos besos, uno en cada mejilla, sin tocar la piel, rozando apenas el aire más cercano que la envuelve, el que encierra el olor de cada uno, el suyo, del que yo no me acordaba, y que no me conmueve al reconocerlo. ¿Te quedas mucho en Madrid? Podrías venir a vernos, si tuvieras un rato. Tal vez lo dice para descartar cualquier sospecha de antigua clandestinidad. Ya no es la mujer sola que tan fugazmente pareció enamorada de mí y dispuesta a quedarse conmigo: ahora me habla en un plural que siempre incluye a su marido, ofreciéndome esa clase de amistad matrimonial que es la peor ofensa para un ex amante. No creo que tenga tiempo, me vuelvo esta noche y todavía me quedan algunas cosas que hacer.
Anduve el resto del día por Madrid cansado y aburrido. Elegí para comer un restaurante después de muchas vueltas y vacilaciones y nada más entrar me di cuenta de que me había equivocado, pero un camarero con una sucia chaquetilla roja ya se acercaba a mí y no tuve valor para marcharme, y me comí parte de un dudoso filete de ternera que olía ligeramente a putrefacción. En una librería muy grande de la Gran Vía me mareé mirando títulos y acabé comprándome una novela que en realidad no me apetecía mucho, y que no llegué nunca a leer. Me metí en un cine y cuando terminó la película ya era de noche, pero aún faltaban varias horas para que saliera el tren. Llamé a casa, con un principio de remordimiento, aunque no llevaba ni tres días fuera. Nada más ponerse mi mujer al teléfono temí que en el tono de su voz hubiera indicios de alguna desgracia. El niño la había despertado esa noche con unos ahogos muy raros y lo había llevado a toda prisa a Urgencias, donde le diagnosticaron una laringitis.
Unos minutos antes de que saliera el expreso yo estaba asomado a la ventanilla y vi a una mujer joven que se acercaba corriendo desde el fondo del andén. Mientras esperaba se me había ocurrido que tal vez ella vendría a despedirme, que por eso me había preguntado a qué hora salía el tren. La otra vez, hacía cinco años, yo había permanecido esperándola hasta el último momento en esos mismos andenes, mirando el reloj y las caras de la gente que entraba apresurándose por las puertas de cristal. La esperé al llegar cuando amanecía y esa misma noche a la hora de marcharme en el mismo tren en el que había llegado, y ninguna de las dos veces apareció. Sin darme mucha cuenta ahora había repetido esa espera, no porque creyera verosímil que ella fuera a aparecer, y ni siquiera porque lo deseara, sino por una especie de inercia sentimental.
Ahora, estremecido, incrédulo, casi aterrado, la veía venir, con cinco años de retraso, y quien se emocionaba al verla acercarse era el que yo había sido entonces, revivido, no humillado por la sumisión, por la usura del trabajo y la vida familiar, tampoco mejorado por el tiempo, igual de atolondrado e insensato.
Un segundo después la mujer ya no era ella, aunque seguía mirando hacia mí mientras se me acercaba y me sonreía, haciendo un ademán de abrazarme. Era alta, muy delgada, con el pelo rizado. Pasó a mi lado y se abrazó a un hombre que estaba justo detrás de mí. Subí al tren y estuve mirándolos desde la ventanilla. El hombre llevaba una gran bolsa de viaje, pero ninguno de los dos levantó la cabeza cuando sonó la señal de partida. Los vi quedarse lejos mientras el tren empezaba a moverse, abrazados y solos en la penumbra del andén.