Al salir de la última curva de la carretera verás de golpe todas las cosas que ella no volvió a ver, las últimas que tal vez recordó y añoró mientras agonizaba en su cama del hospital, apresada entre aparatos y tubos, en una habitación donde quemaba el aire con el calor de julio y la tela fina de su bata de enferma se le adhería a la espalda sudorosa. Tenía siempre sed y murmuraba cosas moviendo los labios agrietados, que tú le humedecías con un pañuelo empapado en agua, y se imaginaba o soñaba a sí misma sentada en la orilla del río, a la sombra de los grandes árboles estremecidos por una brisa tan fresca como la corriente, el agua limpia y rápida en la que ella hundía los pies desnudos, en alguna mañana de verano de su primera juventud. Acequias caudalosas discurriendo sinuosamente bajo las umbrías, el agua resonando escondida tras espesuras de zarzamoras y mimbreras, brillando al sol con escamas doradas, y los guijarros limpios en el fondo, reluciendo como piedras valiosas, y en los remansos las ovas de consistencia tenue de esponja, que rozaban los pies con la misma delicadeza que el agua y el limo, y la protuberancia imperceptible para el ojo no adiestrado de las cabezas medio sumergidas de las ranas. Tragaba saliva y la garganta le escocía, y la boca se le quedaba seca de nuevo, la lengua áspera rozando la sequedad de los labios que tú no ibas a humedecer porque te habías quedado dormida, derrotada por el cansancio de tantas noches sin dormir, ahora en el hospital y antes en casa, cuando le dieron el alta después del primer ingreso y pareció que podría recobrarse, que habría para ella una vuelta a la normalidad, aunque fuese frágil y sobresaltada. Pero ya entonces, cuando volvió a casa, se le notó que pertenecía al hospital, que en unos pocos días se había vuelto extranjera al lugar y a las cosas que hasta un poco antes fueron el contorno de su vida. Se movía de una manera rara por la cocina o el salón, pálida y con su bata de enferma, como si no supiera encontrar su camino y se extraviara en el pasillo o delante de un armarlo abierto, buscando algo que ya no sabía dónde estaba, intentando sin éxito reanudar las costumbres domésticas de cuando aún estaba sana, las tareas más simples, preparar una merienda a media tarde o cambiar unas sábanas.
Volvió pronto al hospital y ya parecía al visitarla que ése era su sitio. Había empeorado, y su corazón estaba más débil que nunca, pero su cara, tan sin color contra el blanco sanitario de las almohadas, adquirió una expresión de serenidad o de claudicación, y ya dejó de preguntar cuándo le darían el alta. De noche deliraba de sed o de fiebre, o por el efecto insano de los tranquilizantes y de las inyecciones que le ponían para apaciguar su trastornado corazón, y se imaginaba o soñaba que estaba inclinada sobre el agua rápida y transparente del río, que hundía en ella las dos manos ahuecadas como para sostener una vasija y las levantaba luego chorreando de agua brillante en el trasluz de los árboles. Pero apenas el agua le rozaba los labios ya se le había escapado entre los dedos, y seguía muriéndose de sed, y una parte de ella no tragada por la inconsciencia comprendía con desolada lucidez y gradual aceptación que nunca más volvería a ver las casas escalonadas en la ladera y el valle de frutales y huertos donde se escuchaba siempre el agua en las acequias y la brisa en las copas de los árboles, entre las ramas flexibles de las mimbreras y de los sauces. Se agitaba en la cama, en las ligaduras de tubos y correas, gemía entre dormida y despierta y entonces tú te incorporabas con un sobresalto en tu sillón de piel sintética, con un acceso de angustia y de remordimiento por haberte quedado dormida, arriesgándote a que necesitara algo y tú no la escucharas pedírtelo o, peor aún, a que se muriera a tu lado, a que se fuera del todo sin que tú llegaras a saberlo.
Verás exactamente, en un punto preciso de la distancia, lo mismo que veías de niña, al llegar cada año para las vacaciones de verano, y lo que antes de que tú nacieras veía ella, cuando sus ojos empezaban a asomarse al mundo, ojos iguales a los tuyos, preservados en tu cara después de su muerte, como una parte de su código genético está preservada y cifrada en cada célula de tu cuerpo. Aunque la olvidaras esa parte de ella seguiría existiendo. Aunque lleva muerta veinte años sigue mirando a través de tus ojos lo que descubrirás con un golpe de felicidad y de dolor cuando el coche salga de la última curva y se despliegue ante ti el paisaje que fue un paraíso no sólo cuando lo habías perdido, sino en el tiempo presente en el que lo disfrutabas con una rara clarividencia infantil, sin pensar entonces que se repetían en ti las sensaciones de la niñez de tu madre, igual que se repetían en tu cara la forma y el color de sus ojos o la insinuación de dulzura y melancolía de su sonrisa. El valle verde y fértil del río, denso de huertas, de granados, de higueras, cruzado de senderos de tierra porosa bajo la umbría cóncava de los árboles, chopos, álamos, hayas, sauces, mimbreras, una vegetación ahíta de agua, nutrida por una tierra tan grávida de fertilidad que recibía con una delicadeza única la pisada de las plantas humanas, cediendo un poco bajo el peso del cuerpo, como recibiéndolo con una bienvenida tan hospitalaria como la de la brisa del río y el rumor del agua y de las hojas de los árboles.
Quiero que me entierren allí, no quiero quedarme sola cuando esté muerta, rodeada de desconocidos en un cementerio tan grande como una ciudad, recordarás que te decía. No me importa estar muerta, pero no quiero que me entierren aquí, donde voy a morirme y nadie me conoce, en un cementerio donde sólo habrá nombres de extraños, como si viviera otra vez en uno de esos bloques de pisos en los que he sido una forastera para todo el mundo como en cualquiera de los lugares donde he vivido y en los que también podía haberme muerto, una forastera, encerrada en mi casa, esperando a que vuelvan los hijos a lo largo de la tarde y a que vuelva el marido ya entrada la noche, reservado o charlatán, envaneciéndose de su trabajo o hablando mal de la gente de su oficina, superiores o subordinados, nombres que escucho y a los que me acostumbro y luego dejo de escuchar y olvido igual que me acostumbro a las ciudades nuevas donde nos lleva su trabajo y en las que nunca tengo tiempo de instalarme del todo, nunca tengo lo que más quisiera, cosas mías, muebles elegidos por mí, hábitos, es lo que más echo de menos, lo que más añoraba cuando aún no me sentía excluida del mundo de los vivos, acomodarme dulcemente en el paso del tiempo, habituarme a una casa y a una ciudad en las que yo sintiera que me encontraba asentada, ocupando un sitio seguro en el mundo, como cuando era niña o muchacha y vivía en el pueblo, y aunque siempre tuve la cabeza fantástica y me imaginaba viajes y aventuras, sin embargo disfrutaba la seguridad de mi casa, de mis hermanos, de la presencia de mi padre, la felicidad de asomarme a la ventana de mi cuarto y ver el valle con las huertas y las laderas donde florecen almendros y manzanos, y sobre ellas las cimas peladas de los montes, con ese color de tierra que es el mismo de las casas que hay en el camino hacia el cementerio donde yo quiero que me entierren.
Me daba pena irme de la vida tan pronto y no ver a mis hijos hacerse mayores, ni sentarme una vez más con mi hermana a contar y recordar cosas en la gran cocina que da al jardín y al valle de los manzanos y a las laderas de las huertas. Dan pena esas cosas, y es más tristeza que miedo lo que siento, pero hay también algo más, con lo que no contaba, un deseo muy grande de descansar de malas noches angustiosas, medicinas, crisis súbitas, viajes en ambulancia, habitaciones de hospital, tubos y aparatos rodeándome. Antes imaginaba que todo eso terminaría alguna vez y que podría curarme, pero ya sé que no, aunque todos me digan que voy a ponerme mejor, que han descubierto una nueva medicación, ya sé que el tiempo que me quede va a ser exactamente como ahora, o quizás peor, mucho peor, según el corazón vaya debilitándose. Lo que antes era la esperanza de curarme es ahora un deseo muy poderoso de descanso y de alivio, como cuando tenía mucho sueño atrasado de joven y me metía en la cama y me tapaba la cabeza con la colcha y apretaba los párpados para dormirme antes. Me cubría la cabeza y me tapaba la boca para contener la risa que estallaba de pronto igual que el agua de la fuente pública cuando se apretaba con fuerza hacia abajo el mando de cobre o de bronce y el agua resonaba en el interior del cántaro, fresco y hondo como boca de pozo, hace tantos años, cuando aún no había agua corriente en las casas y las mujeres íbamos a buscarla con nuestros cántaros a aquella fuente en lo alto de la cuesta que estaba siempre rodeada de avispas. Mi hermana se quejaba de que como ella no tenía caderas el cántaro lleno se le escurría del costado. El agua del verano, ojalá me humedeciera ahora mismo los labios, secos y cortados, el agua rezumando en la panza fresca del cántaro, quién pudiera tener esa frescura contra las mejillas, entrar en el zaguán de mi casa y percibir en la sombra la humedad y la respiración de los poros del barro. Eso es lo que quiero, lo único que deseo ahora, quedarme dormida, irme perdiendo en el sueño como cuando me dan un tranquilizante, mejor aún, cuando me lo inyectan y casi percibo su avance en la corriente de la sangre, su efecto apaciguador a lo largo de todo mi cuerpo. Las cosas se borran, las caras que se inclinan sobre mí, se deshacen las voces queridas, se pierden muy lejos, y la verdad es que me hace falta un esfuerzo cada vez mayor de la voluntad para no dejarme ir yo también, tan suavemente como bajan mis párpados sobre el globo ocular cuando me estoy durmiendo. Las voces de mis dos hijas, sus caras, tan parecidas y tan distintas, las caras y las voces confundiéndose en la misma sensación de ternura y de despedida, las manos que aprietan las mías, que buscan disimuladamente mi pulso cuando me quedo tan inmóvil como si ya me hubiera muerto, me hubiera ido. De mi hija mayor puedo saber cómo será su vida, igual que sé que su cara de ahora es la misma que seguirá teniendo hasta la madurez, cuando haya cumplido los años que yo tengo, la cifra que ya no va a cambiar, cuando piense, qué raro, ya tengo la misma edad a la que murió mi madre, y se pregunte cómo habría sido yo en ese tiempo futuro. Mi hija mayor terminará la carrera que ya quería estudiar cuando apenas empezaba el bachillerato, se hará profesora, se casará con su novio, continuará el camino que ya parecía que se hubiera trazado a sí misma cuando era niña, y del que no se ha apartado nunca. Pero qué va a ser de la pequeña, si sólo tiene dieciséis años y está todavía como asombrada y agradecida ante la variedad del mundo, ante la riqueza y la confusión de sus imaginaciones y sus deseos, y unos días parece que quiere ser una cosa y otros la contraria, y lo mira todo y se detiene en algo que de pronto le gusta y ya no se interesa por nada más, y no tiene prisa ni urgencia de nada, ni de hacerse mayor ni de estudiar una carrera, ni de tener novio y casarse. Vive como flotando todavía, tan sin peso que cualquier influjo la lleva, como vivía yo cuando tenía sus años, flotando entre sueños de películas y de las novelas que leía a escondidas de mi padre, cada día imaginándome una vida futura distinta para mí, ciudades y países por los que viajaría, pero no amargada en el encierro del pueblo, sino disfrutando a la vez de la casa tan querida que ya no veré más, de las veredas del campo y el agua en las acequias, de la alegría de mis amigas en las tardes de domingo, en las noches de baile del verano, protegida por la bondad de mi padre y por el cariño de mi hermana, que al menos vivirá más que yo, que seguirá cuidando de mis hijas cuando yo me haya muerto, ella que nunca tuvo marido y ni siquiera novio, que tenía las caderas tan escurridas que no podía apoyar en ellas la panza del cántaro cuando volvíamos de la fuente.
Intentarás en vano recordar el metal de su voz, que hace años dejó de visitarte en sueños; volverás a tener la sensación de que adivinas las palabras que ella habría pensado, que sigue diciéndote en el interior de tu conciencia las cosas que hubiera querido que supieras y no tuvo tiempo de contarte, las advertencias que tanto te habrían servido, que te habrían ayudado quizás a no cometer algunos errores. O quizás te siguió protegiendo y guiando sin que tú lo advirtieras, presente e invisible en tu vida, como las ánimas a las que tu tía les encendía las mariposas de luz que flotaban en tazones de aceite sobre los aparadores y las mesas de noche, dando un temblor de presencias fantasmas a las sombras.
Quizás volvió a ti en sueños que no recordabas al despertar y te dijo cosas que te salvaron de las peores posibilidades de tu vida, en las que se perdieron tantos de tu generación, vecinos del barrio y camaradas de la adolescencia que acabaron como muertos vivientes y se quedaron helados con una aguja en un brazo y los ojos abiertos, envejecidos y aniquilados por la muerte en los que deberían haber sido los años mejores de la juventud. Podrías haber tenido un destino como el de tu prima, que también te ha visitado después de muerta en algunos sueños, que compartió contigo los veraneos infantiles en el pueblo y era casi idéntica a ti cuando murió tu madre, las dos abrazadas en su entierro, pero ella era siempre más gamberra, más temeraria en todo, igual en los juegos de niños que en las tentativas sexuales con los primeros novios, en la excitación de la velocidad en una moto y en el mareo de un porro de hachis, y más tarde en cosas de mayor atrevimiento y peligro, en las que tú también podías haber caído, aunque te daban tanto pánico, cuando advertías su desasosiego sin motivo aparente y el brillo de ansia que empezó a haber siempre en sus ojos.
Verás la llanura con su verdor de oasis, y sobre ella las laderas donde cuelgan las casas en calles empinadas, sostenidas por contrafuertes verticales o rocas a las que se adhieren hiedras y zarzas y de las que sobresalen higueras locas. Por ahí trepabas con tu prima, siempre detrás de ella, asustada y a la vez picada por su valentía, y acababais las dos sudorosas y jadeando, con las rodillas tan desolladas como las de los chicos. Escucharás antes de llegar el ruido del agua que baja escondida por las acequias y buscarás enseguida con tu mirada ansiosa la hilera de cipreses que señala el camino hacia la cima pelada del cerro y termina ante las tapias pardas del cementerio, que tienen el mismo color áspero de esa tierra desnuda, desértica de pronto, a tan poca distancia del agua y el verdor del valle: desierto y oasis, las cumbres agrietadas por torrenteras secas, teñidas de un rojo de óxido, las casas más altas ya contagiadas por esa misma sequedad, todas abandonadas desde hace mucho tiempo, con sus ventanas sin postigos ni cristales y sus techumbres caídas, con los muros de un color de greda, como ruinas de adobe en un desierto que van volviendo a su origen primitivo de tierra o arena. Allá arriba, en lo más alto, por encima de los últimos almendros y de las casas en ruinas, al final del camino sinuoso que marcan los cipreses, y en el que de noche se encienden unas pocas luces, allí es donde yo quiero que me entierren, con la gente de mi familia y con mis vecinos de toda la vida, entre los mismos nombres que escuché desde niña, en el cementerio tan pequeño que nos conocemos todos, y desde el cual se dominan las laderas y el valle y las casas colgadas del pueblo con una amplitud tan despejada que da vértigo.
Irás volviendo y desde mucho antes de que el nombre que te gustaba tanto desde niña aparezca en un indicador al costado de la carretera ya habrás sido trastornada por el regreso, hipnotizada por él, por la gran corriente del tiempo que te llevará hacia atrás a una velocidad aún mayor que la del coche en los tramos llanos y rectos de la autopista, todavía cerca de Madrid, de tu vida presente, a varias horas y cientos de kilómetros de la llegada, pero ya volcándote entera hacia ella, cambiando la expresión de tu cara sin que tú lo adviertas, pareciéndote a quien eras a los cuatro o cinco años, en la edad de tus primeros recuerdos de ese viaje, y también a quien fuiste cuando tenías diecisiete y tu madre murió. Te apretó la mano sobre la sábana estrujada y revuelta de su cama de hospital y te dijo algo que no entendiste y que en realidad apenas salió de sus labios, y la mano húmeda se desprendió suavemente de la tuya, con una especie de delicadeza, y ya no fue del todo la mano conocida y acariciada tantas veces de tu madre, apretada en tantas noches de agonía e insomnio, sino la mano abstracta de una muerta, que ya tenía un tacto neutro e inerte cuando apoyaste en ella tu cara estragada por el agotamiento y las lágrimas, llamándola por última vez, negándote a aceptar que se hubiera ido tan sin aviso, en unos segundos, como quien procura irse con sigilo para evitar a los que se quedan la congoja de una larga despedida.
Yo espío siempre, te observo. Conduzco y me vuelvo hacia ti un instante advirtiendo en tu cara la expresión nueva que va imponiéndole el viaje, y así descubro algo de cómo eras cuando aún me faltaba mucho para conocerte, me dedico a una secreta arqueología de tu cara y tu alma. Te pasé el teléfono, que había sonado a una hora incierta, casi a la medianoche, y mientras escuchabas lo que alguien te decía e ibas asintiendo, tu cara ya no era la misma que un minuto antes, que en cualquiera de los años que llevo viviendo contigo.
Tu vida anterior es un país del que me has contado muchas cosas, pero que nunca podré visitar. El pasado, las vidas anteriores, los lugares de donde te fuiste para no volver, las fotos de las vacaciones de verano. El timbre del teléfono ha roto el silencio, el sosiego intacto de la casa, y cuando tú has colgado después de escuchar y asentir y hacer preguntas en voz baja el tiempo antiguo ha irrumpido en tu vida de ahora, en la mía, nos ha envuelto a los dos, sin que yo lo sepa aún, en su niebla de dulzura y distancia, de pérdida y remordimiento. Te acuerdas, la hermana de mi madre, que nos cuidó tanto cuando ella murió, ahora está muriéndose de un cáncer, no le queda ni una semana, unos días, dice mi primo, el médico, el hermano de aquella prima mía que se murió tan joven.
Agradecerás el dolor porque te justifica en parte contra el remordimiento de haber pasado tanto tiempo sin ir a visitarla, acordándote apenas de ella. A ti te bastaba saber que la querías, que había sido la única presencia cálida y firme en tu vida durante muchos años, tu madre delgada o la sombra de tu madre, a quien se parecía mucho, aunque sin rastro de su atractivo, una versión anterior y más ruda de su hermana pequeña. No te hacía falta ir a verla y ni siquiera llamarla, porque iba contigo de una manera casi tan honda como el recuerdo de tu madre, pero no pensabas que ella no recibía señales visibles de ese amor que te vinculaba tanto a ella pero permanecía tan oculto como arraigado dentro de ti. Demasiado tarde advertirás que no hiciste nada por acompañarla en los últimos tiempos amargos de su vida solitaria, en la casa tan grande a la que ya no iba nadie a pasar los veranos. Siempre había otras cosas que hacer en la agitación de tu vida, acreedores más exigentes. Ella parecía que fuese a estar siempre en la misma actitud, igual que permanecía en la misma casa, tan invariable como ella, tan dispuesta siempre para recibirte con la misma lealtad, por mucho tiempo que pasara. Ella, la casa, el pueblo, pertenecían a un reino intangible, no afectado por el olvido ni por el paso del tiempo, ni siquiera por tus largas ausencias. Si te descuidabas un día, una hora, en las urgencias sobresaltadas del trabajo, alguna desgracia podía sobrevenirte; si dejabas de ver a un amigo durante una temporada tenías miedo de haberlo perdido; ni en el amor ni en el cuidado de ti misma abandonabas nada al azar ni te acomodabas en la costumbre, de modo que en casi todos tus actos, tus sentimientos y deseos, había un filo de ansiedad, que fácilmente derivaba hacia la angustia. Te habías quedado tan despojada de todo cuando tu madre murió y se rompió de un día para otro el orden de tu casa que ya no eras capaz de confiar en la permanencia de las cosas, y disfrutabas lo que tenías con un remordimiento de provisionalidad y de segura pérdida, y cuando lograbas algo, un trabajo, una amistad, una casa, no llegabas a creer que de verdad fuera tuyo, o que tuvieras derecho a una tranquila posesión. Por eso siempre te entregabas al deseo con la vehemencia de la primera y de la última vez, y si te gustaba adornar los lugares en los que vivías con objetos muy escogidos, también dejabas grandes espacios vacíos, de modo que allá donde tú estuvieras parecía que hubieras vivido siempre, por la presencia cuidada de las cosas y su intima relación contigo, y también que acabaras de llegar, o que en cualquier momento fueras a irte. En ti y en todo lo que tuviera que ver contigo se adivinaba la intención segura de lo muy cuidadosamente elegido y la consistencia frágil de lo que puede quebrarse o perderse, de lo que es fruto de las conjunciones del azar.
Sólo el pasado lejano permanecía siempre firme, el país extranjero y muy anterior a mi llegada del que me hablabas tanto y al que yo nunca habría podido viajar contigo, porque estaba, no en un punto accesible de los mapas, sino en una región vedada del tiempo, y las tres sílabas moriscas de su nombre no describían un lugar, sólo formulaban un conjuro que no podía resonar en mi memoria, aunque fuera la sustancia misma de la tuya: pero bastó el timbre de un teléfono a medianoche para que la prisa y la muerte y la culpa invadieran aquel reino estático, y ahora te das cuenta de que cada día, cada hora, cada minuto lo amenazan, y miras de soslayo el indicador de velocidad y el reloj del salpicadero, calculas los kilómetros que faltan, los días o las horas que le quedan de vida a tu tía, a la que no has visto en los últimos años, a la que imaginabas tan a salvo de la vejez y la muerte como en esa foto en blanco y negro de su juventud en la que está vestida de verano, del brazo de tu madre, las dos tan parecidas y sin embargo una de ellas gallarda y atractiva y la otra no, las dos riéndose, inocentes de un porvenir donde la enfermedad y la muerte no existen y en el que ni tú ni yo somos ni siquiera posibilidades.
Según progresa el viaje los nombres de la carretera invocan lugares de la infancia, y el espacio se trasmuta en tiempo, se proyecta en dos dimensiones simultáneas, el ahora mismo imperioso de llegar cuanto antes y el ayer recobrado y estático, contenido en los nombres de las señales kilométricas, en el recuerdo vivo y preciso de otros viajes.
Al mirar por la ventanilla y reconocer los paisajes que habías visto de niña tus ojos adquieren sin que te des cuenta la mirada de entonces. Es el comienzo de las vacaciones de verano, y la emoción y la impaciencia de llegar son mucho más poderosas que el cansancio de tantas horas en el coche, cada nombre al costado de la carretera y cada cifra son una promesa que se repite cada año y que sin embargo no pierde su contenido claro y absoluto de felicidad. No recuerdas la sucesión de los veranos, aunque habrías podido organizarlos según los episodios de tu niñez y tu adolescencia, concluidas de golpe un día irrespirable de julio en la habitación de un hospital, frente a la cara de cera de la mujer que acababa de morir y sin embargo ya estaba dejando de parecerse a tu madre. En tu memoria de las cosas lejanas todos los veranos se resumían en uno solo, ancho y sereno como el fluir de un gran río, y todos los viajes eran variaciones sobre una experiencia idéntica de aproximación al paraíso. Sentada delante, en los recuerdos más antiguos, en el regazo de tu madre, mirando la carretera y quedándote poco a poco dormida, mirando el perfil de tu padre que conducía y fumaba o volviéndote hacia tus hermanos, que se peleaban en los asientos de atrás y seguramente te guardaban algo de rencor porque eras la pequeña y porque ibas en brazos de tu madre, que todavía era muy joven y no estaba enferma, o aún no lo sabía o al menos no dejaba que tus hermanos y tú llegarais a saberlo. Pero quizás ya entonces, mientras te llevaba en brazos y se quedaba abstraída, estaba notando en el pecho los latidos difíciles de su corazón, estaba pensando que iba a morirse y que no te vería hacerte adulta, no llegaría a saber qué iba a ser de ti, o que ese viaje de verano al pueblo donde había nacido podía ser el último para ella. Cuando el coche saliera de la última curva, al mismo tiempo que tú descubrías el paraíso de las huertas en la vega y las casas escalonadas en la ladera, ella alzaría los ojos hacia la cima rojiza y desértica donde está el cementerio y pensaría, ahí es donde yo quiero que me entierren, con la gente que quiero y que me conoce, no en uno de esos cementerios de Madrid lleno de muertos anónimos.
Verás el nombre por fin, a la entrada del pueblo, alumbrado por los faros del coche, y notarás entonces todo el mareo y el cansancio del viaje, pero apenas un rescoldo de la felicidad antigua de llegar. Ahora es invierno y es noche cerrada, y aunque de lejos las luces te han dado la sensación de que todo permanecía intacto poco a poco vas viendo que las cosas ya no son exactamente familiares, que ahora es de cemento el suelo que recordabas empedrado, con tallos de hierba en los intersticios de los cantos redondos, que hay edificios desconocidos e invasores que desfiguran esquinas y tapan perspectivas, que está cerrada y decrépita la tienda a la que tu madre y tu tía te mandaban de niña a hacer los recados domésticos, en la que te comprabas bollos y pequeñas golosinas, refrescos de gaseosa y polos en verano. Mi prima era más gamberra que yo, y en cuanto podía le robaba a su madre unas monedas del mandil y me traía con ella a comprar helados y chocolatinas. Yo observo con mucha atención, miro las cosas que me indicas y la expresión de tu cara mientras nos acercamos por a la casa donde tía está agonizando, pero soy consciente de que no veo lo mismo que tú, los fantasmas que te han recibido nada más llegar y que ahora te escoltan o te acechan según subimos una cuesta pavimentada de cemento, por una calle con poca luz en la que hay muchas casas clausuradas.
Ya estamos llegando: la casa, al final de la cuesta, a la que llegabas jadeando de excitación, corriendo calle arriba para adelantarte a tus hermanos, empujando con tus dos manos infantiles la gran hoja de la puerta que sólo se cerraba de noche, a la hora de acostarse. Ahora también está entornada la puerta, y hay luces en todas las ventanas, luces que dan en medio de la oscuridad invernal una sugestión de noche en vela y alarma. Empujarás la puerta temiendo haber llegado tarde y por un momento te parecerá descubrir gestos de reprobación en las caras fatigadas que se vuelven para recibirte, tan envejecidas como si las hubiera devastado una misma enfermedad. Doy besos, estrecho manos, escucho nombres, intercambio palabras en voz baja, soy el desconocido al que ellos aceptan como uno de los suyos porque vengo contigo. Y al formar parte de tu vida también pertenezco a este lugar, a la fatigada pesadumbre de quienes llevan muchas noches velando a una enferma y a su luto anticipado por ella. Hay un niño de once o doce años, un hombre joven que debe de ser su padre y me estrecha la mano de bienvenida y amistad con un vigor muy cálido.
Es mi primo, el médico.
Haber venido aquí contigo me une a ti de una manera nueva, no sólo a la identidad aislada de la mujer adulta a quien conocí hace no tantos años sino a todo el tiempo de tu vida y a las caras y a los lugares de tu infancia, y también a tus muertos, para los que esta casa a la que acabamos de llegar es como un santuario: hay una foto grande de tu madre, y otra de tus abuelos maternos, remotos y solemnes como en un relieve funerario etrusco, y sobre el anticuado televisor que probablemente es el mismo en el que veías de niña los dibujos animados está la cara sonriente de tu prima en una foto en color.
Me gusta ser aquí únicamente tu sombra, quien ha venido contigo: mi marido, dices, presentándome, y yo cobro conciencia del valor de esa palabra que es mi salvoconducto en esta casa, entre esas personas que te conocieron y te dieron su afecto mucho antes de que yo te encontrara, y al ver el modo en que ellas te tratan, la familiaridad que establecen enseguida contigo a pesar del tiempo que ha pasado desde la última vez que viniste, mi amor por ti se ensancha para abarcar esa amplitud de tu experiencia, de tus vínculos de ternura y recuerdo, conexiones capilares que también me aluden y nutren a mí, me agregan ese pasado tuyo que hasta ahora no me pertenecía, a esas fotos de muertos desconocidos que estaban esperándote con la misma lealtad que los muebles rancios y las paredes encaladas de las habitaciones. Qué viejo está todo, pensarás con dolor, de nuevo con una punzada de remordimiento por haber tardado tanto, por vivir en una casa mucho más cómoda que en la que tu tía ha pasado los últimos años de vida, con un televisor que es el mismo que había cuando a ti te gustaba tumbarte en el sofá a ver dibujos animados, con un brasero eléctrico bajo las faldillas de la mesa y un radiador suplementario que no llegan del todo a disipar la sensación inmediata del frío que sube de las baldosas como rezumando de ellas, las mismas baldosas de entonces, sólo que más gastadas, alguna ya suelta, resonando bajo las pisadas de alguien: todo muy viejo, no antiguo, despojado de pronto de la belleza embustera con que lo bruñía el recuerdo, las sillas tapizadas de plástico que fueron una innovación cuando tú eras niña, el sofá marrón imitando cuero, la Inmaculada Concepción de escayola, con la cara fina y pálida y la capa azul claro. Qué será de todo a partir de mañana, después del entierro, cuando se cierre la casa en la que ya no va a vivir nadie, demasiado incómoda para ser habitada y demasiado cara de rehabilitar. Habría que tirarla entera, dice alguien a mi lado, uno de tus parientes, en ese tono en que se habla de cosas triviales para distraer el tedio de un velatorio, se quedará cerrada y se irá cayendo poco a poco, como tantas casas deshabitadas del pueblo.
Hay un aire insomne y fatigado de espera en la casa, la espera de la llegada lenta de la muerte que está aproximándose al otro lado de una puerta entornada, la que separa la sala de estar del dormitorio de la mujer que agoniza, ahora dormida, nos dice el hombre de pelo blanco y expresión bondadosa y abismada que es otro de los hermanos de tu madre y tu tía, el padre del médico, y también de tu prima muerta, cuya foto se queda a veces mirando en la monotonía de la espera, una chica joven y muy atractiva de ojos verdes y pelo ensortijado, reluciente, castaño, con algo tuyo en sus rasgos, tal vez en la barbilla fuerte y en la gran sonrisa, en el tono canela de la piel. La sala de estar es una sala de espera de la muerte, y yo soy un espía en ella, espía de lo que tú haces y miras y dices y lo que tal vez sientes, cercana a mí, estrechándome una mano en el sofá, y a la vez lejana, casi desconocida, perdiéndote en las invocaciones de este lugar, de cada cosa que yo veo por primera vez y que para ti es una reliquia de la infancia, conversando en voz baja con esas personas que te han conocido desde que naciste, y en las que percibes de verdad y en toda su crudeza el paso del tiempo, el de sus vidas y el de la tuya.
A los que fueron adultos jóvenes cuando nosotros éramos niños no llegamos a verlos del todo tal como son, superponemos a sus canas y arrugas de ahora el resplandor lejano que tenían para nuestros ojos infantiles. En el hombre viejo que me ha abrazado al saludarme como si me conociera desde siempre tú sigues viendo, detrás de los agravios de la edad, la cara joven y enérgica de tu tío, que se parecía tanto a sus hermanas, tu madre y tu tía moribunda, el hermano menor que ahora será único superviviente, y al que tal vez la muerte de su hija le encaneció el pelo antes de tiempo y le dio esa pesadumbre de luto con la que ahora aguarda la nueva llegada de la muerte, sentado muy cerca de la puerta del dormitorio, queriendo escuchar si su hermana se despierta de su sueño de morfina, al menos el tiempo suficiente para saber que has llegado, para verte por última vez. Ha estado todo el día preguntándome por ti, si habías llamado, si de verdad estabas en camino.
Ahora el médico, que estaba con ella, aparece en el umbral, con un gesto te indica que entres. Se inclina un poco para decirte en voz baja que se ha despertado y acaba de preguntar por ti. Me quedo un poco rezagado, inseguro, amedrentado cobardemente por la agonía que voy a presenciar si cruzo esa puerta, pero me llevas contigo apretándome muy fuerte una mano y tu tío me alienta a seguirte poniéndome en el hombro su mano grande y afable. Con el mismo estremecimiento no de dolor sino de inaceptable extrañeza con que hace veinte años apartaste la cortina de plástico de la cama donde tu madre acababa de morir entrarás en el dormitorio en penumbra, que huele densamente a vejez, a enfermedad, a medicinas, pero también al frío de los inviernos antiguos, y a una cosa ácida e insana que debe de ser la transpiración de la muerte, las últimas secreciones y bocanadas de aire de ese cuerpo que yace en la cama, marcando apenas su volumen bajo las mantas, encogido en una rígida actitud fetal, asombrosamente reducido de tamaño. Tu tío se inclina sobre ella y le aparta el pelo de la cara y le acaricia los pómulos con un gesto de ternura que es mucho más joven que él mismo: tal vez acariciaba así la cara de su hija en la cuna. Mira quién ha venido de Madrid, le susurra, para que luego digas que te queríamos engañar.
Apenas se alzan los párpados sin pestañas, pero hay un brillo de pupilas en la penumbra y un rictus casi de sonrisa en la boca abultada, en la que los dientes postizos se han ido haciendo más grandes a medida que la cara se consumía. Una mano se levanta muy despacio hacia ti, huesos y venas azules y piel lívida, encuentra tu mano, sigue buscando y alcanza tu cara, que se llena de lágrimas, la reconoce palpándola como la mano de un ciego. Murmura tu nombre usando un diminutivo que yo no he escuchado nunca y que es sin duda el que tu madre y ella te daban cuando eras muy pequeña, y tú te sientas al filo de la cama, te abrazas a ella, sumergiéndote en el olor de la enfermedad, le besas la cara irreconocible, duros huesos de muerta bajo la piel translúcida, la llamas en voz baja, como queriendo despertarla del todo, despabilarla del sueño letal de la agonía y la morfina. Recordarás que en esa misma cama te abrazabas a ella muchas veces en busca de calor en las terribles noches invernales de la infancia: que con diecisiete años volviste a hacer lo que no habías hecho desde niña y buscaste ese mismo abrigo la noche del día en que enterraron a tu madre.
Por unos momentos yo he desaparecido, me he vuelto invisible confundiéndome con el rincón de sombra en el que permanezco en pie, ni huésped ni espía, una presencia muda de otro mundo y de otro tiempo. Pero ella, la mujer desconocida a la que sólo he llegado a ver en su agonía, aunque parecía tener los ojos casi cerrados, me ha visto, señala con un gesto inseguro de su mano de cadáver, la mano que fue tan cálida y segura para ti como las de tu madre, y que tú reconoces en su contorno antiguo debajo del espectro de mano en el que se ha convertido. Sonríes mirándome cuando te dice algo que no llego a oír, en una voz áspera y murmurada que casi no se distingue del jadeo de su respiración, dice que te acerques, que quiere ver si eres tan buen mozo como yo le había contado.
Me acerco con respeto, con un principio de incertidumbre y torpeza, como se mueve alguien en el santuario de una religión suya. Las rayas como recosidas de los párpados se entreabren un poco más. Me asomo al inclinarme a una vida y a unos ojos que están apagándose, y rozo con mis labios una piel lisa y seca que dentro de unas horas o de unos minutos se quedará helada. La cara tan cercana a la mía es la de una mujer desconocida que ya se extravía en las proximidades oscuras de la muerte, y la voz ronca que casi no escucho es sobre todo un estertor, una tentativa angustiosa de respiración en la que se deshacen las palabras apenas formuladas por los labios incoloros y secos. Pero en la mano que aprieta largamente la mía siento como si me llegara a través del tiempo y desde el otro lado de la muerte la presión afectuosa de la mano de tu madre, como si ella también hubiera alcanzado a verme con la ultima mirada de tu tía, y al verte a ti conmigo tantos años después lograra disipar una parte de su incertidumbre dolorosa sobre tu porvenir en esta vida en la que ella no iba a estar a tu lado. En las estelas funerarias griegas que hemos visto juntos en el Museo Metropolitano de Nueva York los muertos estrechan serenamente las manos de los vivos. La mano que aprieta la mía está un poco sudorosa, y su fuerza desfallece enseguida, al mismo tiempo que los párpados se cierran del todo. Tengo pánico, de pronto, nunca he visto morir a nadie, me aparto un poco y los ojos vuelven a entreabrirse, tan débilmente como se escucha un hilo de voz y se forma un principio de sonrisa en los labios de la mujer agonizante, que tienen el mismo color de su cara amarillenta. La mano se desprende del todo de la mía, el ronquido de la voz se va convirtiendo en una larga queja, y el médico me aparta suavemente a un lado, sosteniendo una jeringa hipodérmica. Tengo que ponerle más morfina antes de que vuelva más fuerte el dolor. Pero ella mueve la cabeza de un lado a otro, el pelo ralo y entrecano pegado a las sienes, con remolinos y desorden de haber pasado mucho tiempo contra las almohadas: dice que no, no quiere regresar a un sueño del que tal vez ya no se despierte, y murmura algo, el médico se inclina sobre su cara para descifrar lo que está repitiendo. Prima, te llama a ti, dice que vengas con ella. Te llama diciendo el nombre infantil con el que nadie te ha llamado desde que eras una niña, y cuando te tiene cerca abre del todo los ojos como para asegurarse de que de verdad eres tú y te pasa una mano por la cara, humedeciéndose los dedos con tus lágrimas, y con la otra quiere abarcar las dos tuyas, acariciándote y reteniéndote, rozándote el dorso con sus uñas rotas, como intentando levantarse hacia ti para decirte algo al oído o para besarte. La mano no suelta las tuyas, pero tras un estremecimiento muy leve ya no intenta apretarlas, y los ojos abiertos ya no te miran. Se te ha ido sin que te dieras cuenta, igual que se te fue tu madre, aunque esta vez no te hayas quedado dormida, se te ha ido tan furtivamente que ahora sólo sientes el estupor de que la muerte pueda suceder de una manera tan sigilosa, tan instantánea, como una tenue ondulación en el agua de un lago.
Quién podrá dormir esa noche en la que ya ha comenzado el ajetreo sigiloso que preludia el entierro, dirigido por mujeres expertas en los rituales prácticos del luto, en vestir a la muerta antes de que se empiece a quedar rígida, en encargar el ataúd y el catafalco sobre el que se posará y los cirios y el gran crucifijo que darán a la casa durante unas horas un aire sombrío de santuario, de lugar de culto del tiempo pasado y de la muerte. Escucho tu respiración suave en la oscuridad y sé que no estás dormida, aunque llevas mucho rato callada y no te mueves para no molestarme. Extraño la cama con las sábanas tan frías y la habitación que huele ligeramente a humedad y a cerrado, pero aún más las extrañarás tú, que no has vuelto a acostarte aquí desde el final de tu adolescencia, la primera cama y la primera habitación donde dormiste sola cuando te sacaron de la cuna y del dormitorio de tus padres, donde conociste el pánico y el insomnio en las noches de tormenta, cuando el retumbar de los truenos hacía vibrar los cristales de la ventana y te cegaba un relámpago con su claridad blanca y súbita, donde temías dormirte y soñar con la película de miedo que habíais visto tu prima y tú en el cine de verano, las dos arrebujadas en las sábanas, conversando noches enteras, explorando las confidencias de una secreta y desvergonzada intimidad física, la llegada de la primera regla y de los primeros novios, los bailes agarrados con otros hijos de veraneantes en la verbena de las fiestas del pueblo, en la penumbra pecadora y rojiza de las primeras discotecas en las que os aventurabais, tú siempre a la zaga de ella, que te hizo conocer por primera vez el mareo de la cerveza y el de los cigarrillos y que no parecía conocer ninguno de los limites en los que tú te detenías, ni el del pudor ni el del peligro. Quién iba a decir entonces que vuestros dos destinos serían tan distintos, que ella, tan parecida a ti, nacida al mismo tiempo que tú, iba a perderse poco a poco en laberintos de oscuridad e infortunio de los que ya no regresó y en los que también a ti te habría sido muy fácil caer, no de golpe, sino dejándote llevar despacio, derivando, igual que ella, que un año ya no volvió al pueblo a veranear con sus padres y su hermano, el que luego se hizo médico, tan serio y dócil desde niño que siempre fue el contrapunto exacto de ella.
Los ojos verdes, en la foto que su padre se quedaba mirando en silencio, como haciéndole una pregunta cuya respuesta él seguirá esperando siempre aunque sabe que ya no la obtendrá, el pelo ensortijado, la piel tostada, rubia de un sol de piscinas y veranos, los pómulos todavía carnosos de adolescencia, la sonrisa como un gesto de complacencia y desafío, la barbilla que se parece tanto a la tuya. Estaba muy flaca la última vez que la vi, pero todavía guapísima, tan alta, con el pelo rizado sobre la cara y ese brillo en los ojos verdes y misma risa loca que cuando hacíamos juntas alguna gamberrada. Pero se había quedado muy pálida, y hablaba con un deje lento que yo no le había conocido antes, y aunque estaba casada y ya tenía un hijo seguía contándome las mismas locuras que cuando empezábamos a salir con chicos en el pueblo. Me contó que había conocido a un tío en un tren y que a los pocos minutos se había encerrado con él a echar un polvo en el lavabo. Estábamos en una cafetería, y ella fumaba mucho, miraba siempre de soslayo, muy agitada, conteniéndose con mucho esfuerzo, porque se le veía que disfrutaba conmigo pero también que tenía mucha urgencia por irse, por conseguir algo que le hacía mucha falta y que le hacía morderse las uñas y encender un cigarro apenas había apagado otro, y también se nos notaba a las dos que a pesar del cariño y de los recuerdos ya no nos parecíamos, ya nos faltaban temas de conversación, referencias comunes, y nos quedábamos calladas, y ella volvía a mirar hacia la calle o apagaba el cigarro recién encendido en el cenicero, no lo apagaba, lo aplastaba torciéndolo. Quedamos que al siguiente verano vendríamos juntas al pueblo, pero yo no pude venir, porque tenía mucho trabajo, y ella tampoco apareció, y ya no la vi más. Hasta sus padres acabaron perdiéndole el rastro.
Cuando mi primo se enteró donde estaba ya no tenía remedio. Una ambulancia del hospital la había recogido en la calle. Me dijo que estaba tan desfigurada que sólo la reconoció de verdad por sus ojos. Te abrazas a mí, estrechándome fuerte, como cuando estás dormida y tienes un mal sueño, enredando tus pies helados a los míos, transida de un frío idéntico al que sentías de niña, un frío antiguo, de inviernos muy largos y casas sin calefacción, preservado en las habitaciones de esta casa igual que las fotos de los muertos y que las sensaciones más vívidas de una memoria anterior a la razón, pero ya rozada por la melancolía, por la intuición gradual de una pérdida irremediable y futura: el miedo súbito del niño a crecer, la intuición cruenta y venida de ninguna parte de que sus padres no serán siempre jóvenes, que envejecerán y morirán. Y también el miedo que te atenazaba en las noches siguientes a la muerte de tu madre, cuando no te atrevías a salir de tu dormitorio al cuarto de baño porque temías verla ante ti, en el pasillo en sombras, despeinada y con su camisón de enferma, como cuando volvió a casa y solo estuvo en ella unos días antes de que la ingresaran otra vez. Cerrabas los ojos y temías que al abrirlos ella estuviera parada delante de ti, a los pies de la cama, pidiéndote algo en silencio, y si sentías que durmiéndote tenías más miedo aún a que apareciera en tu sueño, y te despertabas con un sobresalto de angustia, creías escuchar ruidos de puertas abriéndose o de pasos, y sentías de nuevo el dolor crudo por su muerte y la espantosa ausencia en la que ahora habitabas y te avergonzabas de tener tanto miedo a su regreso, a verla ahora convertida el fantasma.
Hasta la habitación llegan desde abajo rumores de conversaciones y ruidos de pasos, el motor de un coche, el timbre de un teléfono, voces masculinas que dan instrucciones, objetos voluminosos que son desplazados o depositados en el suelo. Apartan muebles para hacer sitio al ataúd. Pero no quieres abandonarte a ese pensamiento, te resistes a imaginar la cara de tu tía muerta, estragada, no sólo por el cáncer, sino también por una vejez que no alcanzó a tu madre, y a la que ahora permanece tan invulnerable en los recuerdos como en las fotografías, una mujer delicada y joven para siempre, porque casi se te han borrado las imágenes de ella en el tiempo de la enfermedad, igual que por un raro azar no conservas fotos de sus últimos años, de modo que ahora la ves en la invariable juventud que le atribuías cuando eras niña e ignorabas aún que las personas cambian y envejecen, y finalmente mueren. Y así es como la veo yo también, espía atento e indagador de tu memoria que quisiera tan mía como tu vida presente. No puedo imaginarme a la mujer que sería ahora tu madre si no hubiera muerto, una señora de sesenta y tantos años, corpulenta, probablemente con pelo teñido. La veo como la ves tú, como sueñas a veces con ella, una madre joven que todavía conserva una sonrisa grácil de muchacha, cuya sombra intuyo a veces en tus labios, igual que puedo imaginar que su mirada se trasluce en la tuya, y que de ella proceden, ondulaciones en la superficie del tiempo, tu inclinación a la melancolía y a la provisionalidad y tu manera de ilusionarte por lo nuevo, el cuidado con que dispones en torno suyo las cosas, tu devoción por esta casa en la que ella y ti fuisteis niñas, por este paisaje de oasis con un fondo de cerros de desierto en el que ella quiso descansar, para estar siempre en la compañía de los suyos, los que se han ido poco a poco reuniendo con ella en el pequeño cementerio con las tapias color tierra, primero su sobrina, que murió todavía más joven y permanece a salvo del tiempo en la foto sobre el televisor ahora su hermana, esta noche, otro nombre añadido a la lápida del panteón de la familia, que tú mirarás mañana durante el entierro pensando tal vez por primera vez, sin que yo lo sepa, sin que quieras decírmelo, cuando yo me muera también quiero que me entierren con ellas.