Al volver a casa he buscado en las enciclopedias ese nombre que no había oído nunca, pero que ya venía repitiendo en la imaginación durante el viaje en el taxi, y que al principio no había escuchado bien, porque mi amigo no habla muy alto y su voz se me perdía a veces en el estrépito del restaurante donde hemos ido a almorzar. Es noviembre y las tardes ya son mucho más cortas, y el horario de invierno, tan reciente todavía, trae de pronto un anochecer anticipado, un crepúsculo que casi estaba comenzando en las calles más estrechas y oscuras cuando nos hemos despedido, en la puerta del edificio donde él vive, un bloque de pisos modernos que de algún modo no concuerda con su carácter ni su edad, ni con la vida que ha llevado. Quién podría adivinar la vida de este hombre mirándolo un instante al cruzarse con él en la calle o en el portal de ese edificio anónimo, como me habría cruzado yo si no lo conociera: un viejo vigoroso, con una mirada vivísima en los ojos pequeños, pero ya algo encorvado, con el pelo muy blanco, liso, tenue, como lo tenía en su vejez Spencer Tracy, o como el de mi abuelo paterno, que también estuvo en una guerra, pero que desde luego no se marchó voluntario a ella, y tal vez no llegó a saber muy bien por qué lo llevaban, ni entendió la magnitud del cataclismo al que se vio arrastrada su vida, de la cual la mía, si me paro a pensarlo, es en parte un eco lejano.
Mi amigo tiene ochenta años, casi la edad que tenía mi abuelo paterno al morir, pero no piensa en la muerte, me dice, igual que no pensaba en ella cuando se encontraba en el frente ruso en el invierno de 1943, un alférez muy joven que iba a ser ascendido muy pronto a teniente por méritos de guerra y a ganar una Cruz de Hierro. No se piensa en la muerte cuando se tienen veinte años y a cada instante se está a punto de morir, cuando uno avanza con una pistola en la mano sobre la tierra de nadie y de golpe recibe en la cara y en el uniforme los chorros de sangre de alguien que iba a su lado y acaba de ser alcanzado por una ráfaga de ametralladora, y un instante más tarde es un despojo de vísceras tirado en el barro: no se piensa en la muerte, sino en el frío que hace, o en el rancho que tarda en llegar, o en el sueño, porque en la guerra lo peor era el frío y la falta de sueño, dice mi amigo, y toma un sorbo corto y reflexivo de vino, sentado frente a mí, más viejo que cualquiera de los comensales que hay ahora mismo en el restaurante, todos varones, uniformes en sus edades y en sus trajes de ejecutivos intermedios, alguno de ellos conversando en un inglés escaso pero desenvuelto, en ese tono demasiado alto que suele usarse en un lugar público al hablar por un teléfono móvil. Se cruzan conversaciones con la nuestra, pitidos y musiquillas de teléfonos móviles, ruidos de platos y de vasos, y yo tengo que esforzarme en no perder una parte de las palabras que me dice mi amigo, me inclino hacia él sobre la mesa, especialmente cuando dice un nombre extranjero, el de un general alemán o el de un sector ruso del frente, el nombre de esa ciudad de la que hasta ese momento yo no había sabido que existiera, una de tantas ciudades del mundo de las que uno no oirá hablar jamás, igual que tanta gente no sabe ni el nombre de mi pequeña ciudad natal, tan prolijamente real para mí, tan minuciosa en su existencia, en su censo de vivos y de muertos, de vivos a los que ya no veo casi nunca y muertos que se van quedando cada vez más atrás en el olvido, aunque de vez en cuando vuelvan de golpe a mí, como ha vuelto mi abuelo paterno, que murió hace ya catorce años.
Me acuerdo de esa sentencia de Pascal, mundos enteros nos ignoran. Y sin embargo esa ciudad extranjera va cobrando una presencia en mi imaginación que le ha concedido mi amigo al decir su nombre en un restaurante de Madrid: la primera vez que me lo dijo no le presté atención, porque me importaba más la historia que él me estaba contando, y luego volvió a decírmelo y yo no lo capté, tal vez porque lo borró un fragmento de conversación en la mesa cercana o la señal tan aguda de un teléfono móvil. Así que interrumpí su relato y volví a preguntarle el nombre de la ciudad, de la que hasta ese momento yo sólo había comprendido que se encuentra en Estonia. Pero quién puede imaginar cómo es Estonia, qué hay detrás de ese nombre, dentro de él, como en el interior de aquellas pequeñas campanas de cristal con paisajes nevados que había antes en las casas, y en las que caía la nieve cuando se las agitaba: cae la nieve también en el invierno de esa ciudad estonia, una ciudad pequeña, dice mi amigo, de provincias, junto a un río que se llama igual que ella, Narva, el río Narva, por el que bajaban grandes bloques de hielo, me dice, acordándose de pronto, y ese pormenor rescatado le permite saber que fue a principios del invierno cuando llegó a la ciudad.
Luego he vuelto a casa en un taxi, desde la soleada anchura otoñal del oeste de Madrid hasta las calles ya sombrías del centro, en las que la noche está más cerca, la noche y también el frío algo húmedo de los atardeceres de invierno, niebla y humedad y olor a bosque en el camino que discurre junto a un río que está empezando a helarse y que desemboca en el Báltico trece kilómetros más allá de la ciudad que lleva su nombre. Iba en un taxi por Madrid pero viajaba por los recuerdos y los lugares que me había relatado mi amigo, y en los diez o quince minutos de la carrera cabían tantos años lejanos como en la vida de alguien, igual que en el Madrid que yo apenas miraba por la ventanilla podía ver también la capital oscura y en ruinas a la que mi amigo volvió después de sus aventuras en la guerra de Europa, ya descreído, pero aún no desengañado del todo, guardando con pudoroso orgullo su Cruz de Hierro, que conserva todavía como un talismán de su juventud ya remota, casi improbable en la distancia.
Oía sin prestar atención las voces de la radio del taxi y la diatriba del taxista contra algo, contra el gobierno o contra el estado del tráfico, pero pensaba en ese nombre, lo paladeaba sin decirlo, me hacía el propósito de buscarlo en la Enciclopedia Británica en cuanto llegara a casa, Narva, donde mi amigo estuvo en 1943 y adonde volvió treinta años más tarde con el propósito más bien imposible de encontrar a alguien, a una mujer a quien había visto una sola vez, una noche, en un baile para oficiales alemanes al que él fue invitado porque era uno de los pocos españoles de la División Azul que hablaba alemán, y también porque le gustaba Brahms y en un cierto momento había tarareado un pasaje melódico de su tercera sinfonía: la guerra estaba hecha de casualidades así, de cadenas de azares que lo arrastraban a uno o lo salvaban, y su vida podía depender no de su grado de heroísmo, de cautela o de astucia, sino de que se inclinara para atarse una bota un segundo antes de que llegase una bala o una esquirla de metralla al punto del aire donde había estado su cabeza, o de que un compañero le cambiase el turno de una patrulla de exploración de la que no regresaría nadie vivo. Él se había salvado así muchas veces, al filo mismo de una desgracia que abatía a otros, por casualidades, por fracciones de segundo: quién sabe si al ir a esa ciudad de Estonia con un permiso de dos días no había eludido también una ocasión segura de morir, si la melodía tan querida de Brahms, uno de los nombres entonces sagrados sobre los que fundaba su amor por Alemania, no había cambiado sutilmente el curso de su vida, no sólo preservándola, sino obligándole también a que empezara a abrir los ojos, a descubrir un espanto para el que nada lo había preparado, y que le dejó una huella mucho más duradera que el vértigo insensato del coraje y el peligro.
Había habido una inspección de nuestro sector y el comandante de mi batallón me pidió que hiciera de guía de los oficiales alemanes. Los estuve acompañando varios días, y aunque los alemanes no confiaban mucho en nosotros, uno de ellos, un capitán casi tan joven como yo, simpatizó conmigo, y todo porque me gustaba Brahms, mira qué cosas pasaban en la guerra. Íbamos callados, los tres oficiales alemanes y yo, junto a un parapeto entre dos nidos de ametralladoras, en uno de esos días tranquilos en los que parecía que nada iba a moverse en el frente, y sin darme mucha cuenta yo tarareaba algo. Entonces aquel capitán empezó a tararear lo mismo que yo, pero no de cualquier manera, sino con todas sus notas, y empezó a andar más despacio, para disfrutar mejor del recuerdo de la música. Mi amigo tararea también, con la boca cerrada y los ojos entornados, y la música que enuncia puedo seguirla con más claridad que muchas de sus palabras, a pesar del ruido del restaurante, las voces y los cubiertos y los teléfonos móviles: la reconozco enseguida porque a mí también me gusta mucho, una melodía poderosa y sentimental que tiene algo de música de cine, una de esas músicas de cine que ya estaban antes de que el cine existiera. Caí en la cuenta enseguida, antes de que el alemán me lo dijera, el tercer movimiento de la tercera sinfonía de Brahms. Ahora los otros dos oficiales se habían quedado atrás señalándose el uno al otro, sin duda con reprobación, alguna deficiencia de las defensas españolas, y el capitán, a mi lado, entornaba los ojos y movía ligeramente la cabeza, y con la mano derecha parecía que dibujaba la música en el aire, el dedo índice enguantado de negro era la batuta con la que se dirigía a sí mismo, con la que me mostraba a mí las líneas onduladas de la melodía, la repetición de un tema tristísimo que parece al mismo tiempo la máxima expresión del dolor y su consuelo más misericordioso. Me contó que en la vida civil era profesor de Filosofía en un Gimnasium y que tocaba el clarinete en la orquesta de su ciudad y en un grupo de cámara. Yo mencioné entonces el quinteto para clarinete de Brahms y el alemán se emocionó hasta un extremo un poco embarazoso de amaneramiento, pero ésas no son las palabras exactas que ha dicho mi amigo: le noté de pronto, dice, que tenía pluma, como decís ahora, a pesar del uniforme y de lo alto y lo fuerte que era, me dijo que cuando tocaba ese concierto había partes en las que le costaba contener las lágrimas, en las que le faltaba el aire para seguir soplando el clarinete. Siempre era como si tocara esa música por primera vez, y cada vez era más honda, más difícil, más triste, con toda la pesadumbre de la vida de Brahms. Sólo había otro quinteto para clarinete que le gustara tanto como el de Brahms: yo lo adiviné enseguida y se lo dije, el de Mozart, y la emoción de la música recordada y de la complicidad que había establecido entre nosotros le animó a decirme, bajando un poco la voz, que también le gustaba mucho Benny Goodman, aunque en Alemania ya era imposible encontrar discos suyos. Pero entonces los otros oficiales se unieron a nosotros, y el capitán cambió de cara, se volvió tan rígido como antes, tan militar como ellos, y ya no volvió a hablarme de música, casi no me dirigió la palabra hasta que nos despedimos. Eran muy raros aquellos alemanes, dice mi amigo, uno no sabía nunca lo que se les pasaba por la cabeza, lo que estaban pensando o lo que sentían cuando se lo quedaban mirando a uno con esos ojos tan claros, con esa dedicación y esa intensidad que ponían en todo. El caso es que unas semanas más tarde el comandante de mi batallón me llamó para decirme que tenía unos días de permiso, porque los oficiales alemanes a los que yo acompañé como guía e intérprete habían quedado muy contentos conmigo y le habían pedido que me autorizara a asistir a un baile en esa ciudad de la retaguardia, Narva. En la estación me recogió el capitán aficionado a Brahms y a Benny Goodman. Me acuerdo que íbamos entrando a la ciudad por una carretera junto a un río, a la orilla de un bosque, y de que aún había algo de sol, pero ya empezaba a hacer mucho frío.
Quien no ha vivido las cosas exige detalles que al narrador verdadero no le importan nada: mi amigo habla del frío y de los bloques de hielo que flotaban río abajo, pero mi imaginación añade la hora y la luz de la tarde, que es la misma que había en la calle cuando hemos salido del restaurante, y los pesados abrigos grises con anchas solapas de los dos uniformes alemanes, así como la envergadura tan desigual de los dos hombres, el español un poco desmedrado, al menos por comparación con el capitán aficionado al clarinete, los dos con guantes negros, con gorras de viseras negras, con las solapas levantadas contra el frío, hablando de música, recordando pasajes tristes de Brahms y de Mozart, rápidas canciones de George Gershwin tocadas por la orquesta de Benny Goodman, que desde hacía años no sonaba en las emisoras de radio alemana.
Entonces vi algo que no he olvidado nunca. Mi amigo deja sobre la mesa el cuchillo y el tenedor, bebe un sorbo de vino con uno de esos gestos vivaces y un poco furtivos a los que ya me voy acostumbrando, tan raros en un hombre de ochenta años, esa vivacidad como de tener muchas tareas por delante en la vida, cosas que aprender, libros que reseñar para las revistas especializadas de su profesión, en la que es una eminencia internacional, citas, viajes al extranjero. Se pone ahora muy serio y habla mirándome con sus ojos pequeños y como emboscados bajo las cejas blancas y las arrugas de los párpados, pero no me parece que esté viéndome, o que se encuentre del todo en el mismo lugar y en el mismo tiempo que yo, en un restaurante de Madrid, ruidoso de voces y de pitidos de teléfonos móviles. Vi venir hacia nosotros un cortejo de gente que llenaba toda la anchura del camino, hombres nada más, algunos casi niños y otros tan viejos que andaban tambaleándose y se apoyaban los unos en los otros. Iban ordenados, muy juntos pero en formación, todos callados, con las cabezas bajas, como en esos entierros que se veían antes pasar por las calles estrechas de los pueblos, y los que encabezaban la marcha sostenían algo delante de ellos, un palo horizontal como esas barreras de los puestos fronterizos, del que colgaba una maraña de alambre espinoso que debía de arañarles las piernas mientras caminaban. Se oían los pasos y el ruido del alambre al arrastrar por el suelo, y el de los fusiles de los guardias al rozar con los uniformes. El alemán y yo nos quedamos también callados y nos apartamos a un lado del camino. Había muchos hombres, no sé cuántos, algunos centenares quizás, vigilados por unos pocos soldados de las SS, y cada cinco o seis filas llevaban otras barras horizontales con alambre espinoso, me imagino para que se enredaran en él si alguien rompía la formación o intentaba escaparse. Yo nunca había visto caras tan flacas y tan pálidas, ni siquiera en los prisioneros rusos, ni aquella manera de andar que tenían esos hombres, marcando el paso pero arrastrando los pies, mirando al suelo con los hombros hundidos. Me acuerdo de un viejo con la barba larga y muy blanca, pero sobre todo de un hombre joven, que iba en la primera fila, en el centro, muy alto, amarillo, con cara de muerto, con uno de esos abrigos largos que había entonces y una gorra azul marino, como si lo estuviera viendo, igual que te veo a ti, con unas gafas de pinza, y con la cara muy oscura de barba, ni de eso me he olvidado, no porque llevara días sin afeitarse, sino porque tenía la barba muy cerrada, más oscura todavía por lo pálido que estaba. Él fue el único que levantó un poco la cabeza, aunque no mucho, y se me quedó mirando, pasaba a mi lado e iba volviéndose hacia mí, hacia mí sólo, torciendo el cuello tan largo, con la nuez muy saliente, al alemán no lo miraba. Giró la cabeza y me siguió mirando entre las cabezas hundidas de los otros, como si quisiera decirme algo sólo con los ojos, que parecían más grandes en la cara tan demacrada y tan flaca.
Seguirían escuchando el ruido multiplicado y monótono de los pasos cuando la columna de prisioneros los dejó poco a poco atrás, confundido con el rumor de la corriente del río. Los dos hombres se quedaron en silencio, el capitán alemán y el español recién ascendido a teniente, los dos agrandados e igualados por los abrigos grises y las gorras de plato con viseras negras que les velaban los ojos. Ya habría desaparecido la luz del sol y el frío se habría hecho más intenso y más húmedo, y en el interior del bosque, más allá del camino, la noche ya estaría avanzando, como en el fondo de algunos callejones del centro de Madrid cuando todavía hay sol en las ventanas de los edificios más altos, en el azul puro y helado de noviembre.
Mi amigo, intrigado por lo que había visto, le preguntó al alemán quiénes eran aquellos hombres, y el otro le pareció a la vez asombrado y divertido, asombrado de su ignorancia, divertido por su ingenuidad de oficial joven, casi recién llegado a la guerra, de rudo español aún no del todo digno de ser admitido en la superior fraternidad alemana a pesar de la pureza de su acento, de su valor en el frente y de su devoción por Brahms: ¡Juden!, recuerda mi amigo que le dijo el alemán, y que al pronunciar esa palabra su cara adquirió durante unos segundos una expresión inusitada, como si le hiciera participar de un secreto picante, de una broma de repente cuartelaria y grosera. Oigo ahora repetida esa palabra, Juden, y mi amigo imita el tono y el gesto de sarcasmo y desprecio del alemán, que le dio un codazo y le guiñó un ojo, equívoco otra vez, igual que cuando rememoraba aquella melodía de Brahms como rozándola con las yemas de los dedos, pero ahora chabacano, desconocido, regocijándose en una baja comicidad de borrachera o burdel.
Yo no sabía nada entonces, pero lo peor de todo era que me negaba a saber, que no veía lo que estaba delante de mis ojos. Yo me había alistado en la División Azul porque creía fanáticamente en todo aquello que noscontaban, no quiero ocultarlo ni quiero disculparme, creía que Alemania era la civilización, y Rusia la barbarie, las estepas de Asia de las que habían venido durante siglos todos los invasores salvajes de Europa. Ortega lo había dicho: Alemania era Occidente, y nosotros nos lo creíamos porque él lo decía. Alemania era la música que a mí me emocionaba, el alemán era el idioma de la poesía y de la filosofía, del derecho y de la ciencia. No sabes con qué pasión había estudiado yoalemán en Madrid, antes de nuestra guerra, qué vanidoso me ponía cuando los alemanes para los que hacía de intérprete en Rusia elogiaban mi acento. Pero esa palabra alemana, dicha en ese tono, Juden, fue como un chirrido desagradable, el aviso de algo que yo me había negado a escuchar hasta entonces, aunque seguramente lo habría oído muchas veces, ya te digo que no quiero disculparme, que no puedo decir lo que dijeron luego muchos, que no sabían, que nollegaron a enterarse de nada. No sabíamos porque no estábamos dispuestos a saber. Pero aunque yo hubiera podido olvidarme del modo en que el oficial alemán dijo Juden y de la cara de aquel hombre con gafas que torcía el cuello para seguir mirándome en el camino de Narva, ya no tenía la posibilidad de seguir siendo inocente, o creyéndome inocente. Uno puede empeñarse y lograr no saber, puede cerrar los ojos y no querer abrirlos, pero una vez que los abre, lo que sus ojos han visto ya no puede borrarlo, no puede dar marcha atrás al tiempo y hacer como que no existe lo que ya ha escuchado.
Fue primero esa palabra, Juden. Pero luego, al cabo de menos de dos horas, encontré a aquella mujer en el baile, una pelirroja guapísima, con los ojos verdes, entró en el salón lleno de gente, de ruido, de música, y la distinguió enseguida tan nítidamente como si no hubiera nadie más, y en la primera mirada que cruzó con ella supo que no era alemana, del mismo modo que ella adivinó a pesar del uniforme que él no se parecía nada a los otros militares, que no miraba ni caminaba como ellos. La ciudad estaría a oscuras, sin luces casi en las esquinas, una ciudad báltica en el invierno de la guerra, ocupada por el ejército alemán, sometida al toque de queda, cruzada por un río que empezará a helarse muy pronto, y del que sube una niebla que humedece los adoquines y los raíles de los tranvías y se vuelve más densa en la luz de los faros de los automóviles militares.
Pero mi amigo no me cuenta cómo era el lugar donde se celebraba el baile, y yo, sin preguntarle, me lo voy imaginando mientras le escucho hablar, quizás como uno de esos edificios oficiales que he visto en los países nórdicos, columnas blancas y estucos de un amarillo pálido: una plaza empedrada, con los adoquines brillantes por la humedad de la noche, atravesada por raíles y cables de tranvías, y al fondo esa mansión particular requisada o ese edificio público que es el único donde están iluminadas las ventanas, y del que la música irradia hacia la plaza con el mismo brillo inusitado de la luz eléctrica en las grandes arañas barrocas del salón de baile. Luz repentina y cegadora en la ciudad a oscuras, música en el silencio atemorizado de las calles.
Viniendo del frente, aquel lugar tendría una resplandeciente irrealidad como de espejismo cinematográfico, la rareza de una olvidada normalidad civil que sigue existiendo aunque el soldado apenas sepa recordarla. Pero mi amigo sigue contando tan ajeno a esa clase de detalles como al sabor de la comida que picotea sin hacerle caso o a las carcajadas de los ejecutivos bancarios que en la mesa de al lado festejan a alguien o brindan en español y en inglés por el éxito de una operación financiera. Lo borra todo, el salón de baile de 1943 y el restaurante de ahora mismo, el sonido de la orquesta y el de los teléfonos móviles, el brillo de los correajes en los uniformes alemanes y el crujido de las botas negras sobre el parquet reluciente, los taconazos de los saludos, el apocamiento que debió de sentir al encontrarse entre tantos desconocidos, casi todos militares de más rango que él. Lo único que queda en su relato es la figura de la mujer con la que estuvo bailando, y que ni siquiera tiene nombre en el recuerdo, o quizás mi amigo lo ha dicho y yo no he llegado a escucharlo, y ahora tengo la tentación de inventarle uno, Gerda o Grete, o Anicka, Anicka se llamaba una mujer que fue amiga en el campo de exterminio de Milena Jesenska.
Me fijé en ella nada más entrar en el salón. Había oficiales del ejército y de las SS, uniformes azules de la Luftwaffe. Entre todos aquellos militares el único que no era alemán era yo. Quizás por eso la mujer se me quedó mirando en cuanto pasé cerca de ella, igual que yo noté enseguida que ella no era alemana. Una pelirroja alta, con un vestido escotado, de una tela muy ligera, con medias de seda, con un perfume en el pelo y en la piel que me gustaría oler de nuevo antes de morirme. Tú eres muy joven todavía y no sabes que hay cosas que no borra el tiempo. Cuánto ha pasado, mi amigo calcula mentalmente, abstraído, con la sonrisa atrapada en un recuerdo cuya dulzura no pueden transmitir las palabras: cincuenta y seis años, y era noviembre, igual que ahora, y conserva intacta la sensación de abrazar su cintura notando bajo la tela la firmeza suave de un cuerpo más deseable aún después de tanto tiempo sin mujeres.
Estaba de pie, muy seria, junto a un hombre corpulento, vestido de civil, con un ostentoso traje a rayas, y por el modo en que se hablaban sin mirarse los dos tenían un cansino aire conyugal. Mi amigo no me explica si le costó vencer la timidez, si bailó con otras mujeres antes de acercarse a ella, y como no está inventando una historia no tiene necesidad de episodios intermedios, de decirme qué había sido del capitán que iba con él. Ahora mismo, en su memoria, él está a solas con la mujer pelirroja, como contra un fondo negro, y la mujer ni siquiera tiene nombre, porque mi amigo lo ha olvidado o porque yo no lo he entendido, y no quiero atribuirle uno, el de alguna mujer que tuviera un destino idéntico al que seguramente le esperaba a ella.
Bailaban y ella le murmuraba al oído, inclinándose un poco sobre él, pero mirando al mismo tiempo hacia otra parte, con un aire distraído de formalidad, como si estuvieran en uno de aquellos salones de entonces donde los hombres pagaban por bailar con las mujeres durante los dos o tres minutos de una canción. Había ido tan lejos para encontrar a esa mujer, había atravesado toda la anchura de Europa y la devastación y el barro de Rusia y combatido en el sitio de Leningrado para tenerla en sus brazos y estrecharla gradualmente contra su cintura mientras olía su pelo y su piel y escuchaba su voz, los dos solos y abrazados entre toda la gente que llenaba la pista de baile, siguiendo apenas la música, volviendo a buscarse cuando terminaba una pieza en la que se habían visto obligados a bailar con otra pareja. Pero no había sólo simpatía o deseo en ella, una mujer en la plenitud espléndida de los treinta y tantos años, sino también desesperación, una forma de pánico que él no había presenciado nunca, igual que no había abrazado nunca un cuerpo como el suyo, y que estaba en sus ojos y en su voz y también en el modo en que ella le apretaba la mano mientras se deslizaban lentamente sobre la pista de baile, crispando los dedos, como queriendo sacudirlo con una urgencia que al principio él creyó sexual, y que quizás también lo era en parte, aunque parecía que en ella la desesperación lo anegaba todo y había desalojado cualquier otro impulso que no fuera el del miedo, el de un instinto de sobrevivir teñido de remordimiento y vergüenza. Le hablaba muy cerca de su oído, y al mismo tiempo vigilaba de soslayo a las parejas próximas y no perdía nunca de vista al hombre vestido de oscuro que seguía inmóvil en un extremo de la sala. Le sonreía, entornaba los párpados, como dejándose llevar por el mareo delicioso y liviano de la música de baile, pero sus palabras no tenían nada que ver con la expresión tranquila y algo fatigada de su cara, sino con algo que estaba en el fondo de sus ojos verdes, con el modo en que sus uñas casi se hincaban en el dorso de la mano de él.
– Tú no eres como ellos, aunque lleves su uniforme, tú tienes que irte de aquí y contar lo que nos están haciendo. Nos están matando a todos, uno por uno, cuando ellos llegaron a Narva éramos diez mil judíos, y ahora quedamos menos de dos mil, y al ritmo que van no duraremos más allá del invierno. No perdonan a nadie, ni a los niños, ni a los más viejos, ni a los recién nacidos. Se los llevan en tren no sabemos adonde y ya no vuelve nadie, sólo vuelven los trenes con los vagones vacíos.
– Pero tú estás viva y libre, y te invitan a sus bailes.
– Porque me acuesto con ese puerco que estaba conmigo cuando entraste. Pero en cuanto se canse de mí o crea que es peligroso tener una querida judía acabaré como los otros.
– Escápate.
– Y adonde voy a ir. Europa entera es de ellos.
– ¿Cómo lo han invitado, si no es militar?
– Es contratista de ropa y comida para el ejército. Además compra por nada las propiedades de los judíos.
– ¿Tienes que volver con él esta noche?
– Esta noche no. Su mujer está esperándolo. Dan una cena para unos generales.
– Te acompañaré a tu casa.
– Eres un poco temerario.
– Mañana por la tarde debo volver al frente.
Quería seguir abrazado a ella y seguir escuchándola, no podía permitir que se apartara de él no ya al final del baile, sino cuando unos instantes después terminara la pieza que estaba sonando y algún oficial alemán le apartase educada y firmemente para bailar la próxima con ella, que por prudencia no se negaría, porque el hombre del traje oscuro la vigilaba desde lejos y quizás ya había observado con disgusto que llevaba mucho rato sin cambiar de pareja, y había sabido adivinar qué estaba diciéndole al oído a ese teniente joven de aspecto tan poco alemán a pesar del uniforme. Sentía tan fuerte como el deseo el ansia de protegerla y la necesidad urgente de saber, y a lo único que tenía miedo era a la gran oscuridad de lo que hasta entonces había ignorado, a la sospecha espantosa de lo que era increíble y sin embargo él ya no podía negar. Miraba a su alrededor las rojas caras alemanas, la elegancia de los uniformes idénticos al suyo, que le había producido tanta exaltación la primera vez que se lo puso, y empezaba a notar un instinto de repulsión hacia algo monstruoso que estaba muy cerca y sin embargo era invisible, tan invisible al menos como el pánico de la mujer que bailaba con él reclinando delicadamente la cabeza al ritmo de la música y sonreía entornando los ojos e hincándole las uñas en el dorso de la mano, repitiendo en voz baja las palabras que mi amigo continuó escuchando mucho después en el recuerdo, que todavía vuelven a su conciencia en las noches en vela, cuando la lucidez excesiva del insomnio y la oscuridad se le pueblan de voces y caras de muertos, todos los que él conoció en aquellos años de su juventud, la inmensidad de los muertos sepultados y olvidados en toda la anchura de Europa. Le parece, me ha dicho, que los muertos le hablan, le exigen que dé testimonio de lo que vivieron y sufrieron, él que ha sobrevivido, que sólo por casualidad, o porque otros cayeron en su lugar, logró salvarse. Pero de todas las caras de entonces las que recuerda con más claridad son la del hombre joven de las gafas de pinza que se volvía hacia él como queriendo decirle algo y la de aquella mujer con la que estuvo bailando, ya no sabe cuánto tiempo, cuántas piezas seguidas, enamorándose de ella y siendo inoculado por su terror y su clarividencia, por su fatalismo de víctima de antemano hipnotizada por la inevitabilidad del sacrificio: cómo sería su voz, con qué acento hablaría alemán. Ahora, mientras revivo escribiendo lo que mi amigo me contó, me gustaría inventar que la mujer pelirroja era de origen sefardí, y que le dijo algunas palabras en ladino, estableciendo con él, en aquella ciudad remota de Estonia, en medio de tantos oficiales alemanes, la melancólica complicidad de una patria en secreto común.
Pero no es preciso inventar nada, ni añadir nada, para que esa mujer, su presencia y su voz, surja entre nosotros, se aparezca a mí en el restaurante donde mi amigo y yo conversamos rodeados de ruidos y de gente, de una niebla densa de palabras, vapor de comidas, cigarrillos, teléfonos móviles. Él, que no quiso ni pudo olvidarla en más de medio siglo, me la ha legado ahora, de su memoria la ha trasladado a mi imaginación, pero yo no quiero inventarle ni un origen ni un nombre, tal vez ni siquiera tengo derecho: no es un fantasma, ni un personaje de ficción, es alguien que pertenecía a la vida real tanto como yo, que tuvo un destino tan único como el mío aunque inimaginablemente más atroz, una biografía que no puede ser suplantada por la sombra bella y mentirosa de la literatura ni reducida a un dato aritmético, una cifra ínfima en el número inmenso de los muertos. Cincuenta y seis años llevo acordándome de ella, y me pregunto siempre si pudo sobrevivir, o si murió en uno de esos campos de los que entonces no sabíamos nada, no porque funcionaran en un secreto absoluto, ya que eso es imposible, sería como mantener en secreto el funcionamiento de la red ferroviaria de un país entero, sino porque no estábamos dispuestos a saber, y cuando supimos aún no queríamos creer lo que ya no podía negarse, porque era increíble, nos parecía que estaba fuera del orden natural del mundo, y nos dábamos cuenta de que nuestra ignorancia no nos hacía menos cómplices ni menos culpables. Volví a Narva, treinta años después, cuando viajé por primera vez a Leningrado, a un congreso de Psicología organizado por la Unesco. Me costó mucho, pero conseguí que me dieran permiso para visitar la ciudad, aunque me pusieron un guía soviético que no me dejó a solas ni un minuto. Ahora el nombre estaba escrito en la estación con caracteres cirílicos, y ya no existía el camino junto al río, porque habían construido un barrio entero de esos bloques horrendos de color cemento. Te parecerá absurdo, y a mí mismo me lo parecía entonces, pero desde que llegué a Narva miraba a todas las mujeres con el corazón en vilo, como si fuera posible que me encontrara con ella, y que la reconociese después de treinta años. No buscaba a una mujer algo mayor que yo, una señora de más de sesenta años, sino a la misma pelirroja joven con la que había estado bailando aquella noche, enamorándome de ella a cada minuto que pasaba, muerto de deseo, tan excitado que me daba mareo mirarla y me avergonzaba que ella pudiera notar lo que me estaba pasando, o de que lo notara alguien más, a pesar de la tela tan recia del pantalón y la guerrera de mi uniforme alemán.
El guía o vigilante soviético miraba ostensiblemente el reloj y ponía cara de disgusto, le recordaba que tenían que volver enseguida a la estación, que no podían perder el tren de regreso a Leningrado, pero él seguía caminando sin hacerle caso, dejándolo unos pasos atrás, rápido y un poco encorvado, como andaba cuando hemos salido del restaurante, mirándolo todo con sus ojos pequeños y sagaces, conmovido por la súbita irrealidad del tiempo, porque habían pasado treinta años y de pronto, al doblar una esquina, reconoció sin incertidumbre la plaza adoquinada y el palacio donde se celebraba el baile, los raíles de los tranvías, que tenían la misma sucia decrepitud de la fachada del palacio, según el guía la sede de los sindicatos estonios. No recordaba tantos cables colgando de un lado a otro de la plaza, y desde luego no podría haber recordado la estatua gigante de Lenin que había en el centro, en torno a la cual giraban los tranvías con sobresaltos de chatarra. Pero percibía el filo helado y húmedo del aire, el olor del río que no debía de estar muy lejos, mezclado a ese olor general de col hervida y gasolina mal quemada que le pareció el olor indeleble de la Unión Soviética. Era verdad que el tiempo no existía: escuchaba los pasos de cientos de hombres sobre la tierra apisonada de un camino y el roce de las puntas del alambre espinoso, y una cara flaca y muy pálida se volvía hacia él, una mirada lo interpelaba de nuevo tras los cristales de unas gafas de pinza, alejándose muy poco a poco en el camino y en la lejanía de los años, en la distancia invencible entre los que murieron y los que se salvaron, los que ahora estaban bajo la tierra y los que caminaban sobre ella con la ligereza frívola de quienes no saben que a cualquier parte que vayan están pisando fosas comunes y sepulturas sin nombre.
Qué raro estar de pie en la parada de tranvías, enfrente del palacio, y verse a uno mismo tal como era treinta años atrás: porque no es que me acordara, dice mi amigo, literalmente me veía, como ves por sorpresa en la calle a alguien y te cuesta reconocerlo porque ha pasado mucho tiempo desde la última vez. Era como estar viendo a otro, tan joven, tan distinto a mí, un teniente de veintitrés años con uniforme alemán, y saber sin embargo que ese desconocido era yo mismo, porque yo podía sentir lo que él sentía en aquel momento, la excitación y el miedo de la espera, el temor a que apareciese su amigo el capitán y recelara de él o simplemente le dijera que tenía que acompañarlo al cuartel donde pasarían la noche. Porque antes de apartarse de él para bailar con un comandante de las SS ella le había dicho que dejara pasar una media hora y que la esperase al otro lado de la plaza, bajo la marquesina de la parada de tranvías. La vio alejarse entre las parejas que bailaban, abrazada ahora al hombre de uniforme negro que era más alto que ella, volviendo con disimulo la cabeza para buscarlo a él mientras le hablaba al otro. Tenía que darle tiempo a que halagara un poco a algunos amigos de su amante, que no había dejado de observarla y de vez en cuando le hacía signos secos y precisos, a que se despidiera de él diciéndole que no le hacía falta que la acompañara nadie a casa, porque vivía no muy lejos de allí, a dos paradas de tranvía. No te dejaré sola ni un momento, le había dicho él, no con temeridad, sino con la misma ausencia de incertidumbre y de miedo con que saltaba a veces sobre una trinchera sintiéndose inmune a las balas, exaltado y ligero, con una pistola en la mano, ronco de gritar órdenes a los soldados que avanzaban tras él, pisando el barro y las marañas de alambre y los bultos de cadáveres tirados en la tierra de nadie. No pienso dejarte sola, volvió a decirle, cuando ya la pieza que bailaban había terminado y ella intentaba desprenderse de él, porque el comandante de las SS esperaba su turno. Si quieres ayudarme haz lo que te he dicho, le pidió ella, mirándolo con una desesperación que le dilataba las pupilas, con anticipada lejanía, y sonriéndole enseguida al oficial alemán, que un momento antes de tomarla en sus brazos le hizo a mi amigo una educada inclinación de cabeza.
Treinta años después se vio de nuevo, desde el otro lado de la plaza, vio su propia figura solitaria junto a la parada de los tranvías y la claridad que proyectaban, sobre los adoquines humedecidos por la niebla, los ventanales del palacio donde seguía celebrándose el baile, y escuchó muy debilitada la música de la orquesta, y los pisotones que él mismo daba queriendo calentarse los pies, y que repetía el eco en el ancho espacio desierto. Era al mismo tiempo el teniente joven que contaba los minutos sobresaltándose de ilusión y desengaño cada vez que se abría la puerta del palacio y el hombre de cincuenta y tantos años que lo veía esperar, y sentía la impaciencia gradualmente angustiosa de quien no sabe lo que va a suceder el próximo minuto y la piedad melancólica de verlo todo en el pasado, de saber que el hombre joven continuará esperando más de una hora, a cada minuto más aterido y desolado, y volverá al salón de baile en busca de la mujer pelirroja, y ya no la verá, ni a ella ni al protector con el ampuloso traje negro, el único civil entre tantos uniformes, ni tampoco al comandante de las SS que se inclinó tan ceremonioso ante él cuando se la arrebataba. La estuvo buscando en la pista de baile, y luego en una sala donde se servían bebidas y canapés, y recorrió pasillos en los que no había nadie y salones y bibliotecas iluminados por grandes arañas de cristal.
Y ya no la vi más, dice, haciendo un gesto con las dos manos alzadas, como para indicar algo que se deshace en el aire. Se le ocurrió que tal vez había salido sin que él la viera y ahora lo estaba esperando en la parada del tranvía, y que si no se daba prisa ella iba a cansarse y se marcharía, y ya no le sería posible averiguar su dirección. Pero en el vestíbulo se encontró al capitán con el que había venido, que llevaba buscándolo mucho rato, le dijo, se había hecho muy tarde y tenían que marcharse al cuartel.
Ya no hay conversaciones ni teléfonos móviles a nuestro alrededor. Sin darnos cuenta nos hemos quedado los últimos en el restaurante. Un camarero le ayuda a mi amigo a ponerse el chaquetón azul marino, que le acentúa el gesto abrumado de los hombros. Viéndolo caminar delante de mí hacia la salida me acuerdo de lo que he olvidado mientras le escuchaba, que es un hombre de ochenta años. En la calle nos sorprende una luz rubia y prematura de atardecer, un punto tenue de humedad en el aire. Mí amigo se ofrece a llevarme a casa en el coche. Todavía disfruto mucho conduciendo, aunque de vez en cuando algún bruto de ésos se mete conmigo al verme tan viejo. «Anda, viejo, y vete a que te amortajen», me dijo el otro día uno en un semáforo. Yo le pregunté, «¿a que me amortajen vivo o muerto?», y el tío se puso colorado, subió la ventanilla y me adelantó con un acelerón. Las creencias son muy dañinas, si lo sabré yo, pero el problema es la especie, la nuestra. Somos primates agresivos, mucho más peligrosos que los gorilas o los chimpancés, llevamos la crueldad y el ansia de dominación en el cerebro, por no hablar de esa parte más antigua que es la de nuestros antepasados los reptiles. Todo está en Darwin, para nuestra desgracia. Y no me cuentes esa teoría de ahora, que para la evolución de la especie ha sido más útil el instinto de cooperación que la lucha por la vida y la supervivencia de los fuertes. Cooperan unos primates para aplastar a otros, y el que se queda fuera está condenado. Mira lo bien que cooperaban entre sí los nazis, y los comunistas, cuántos millones y millones de muertos han dejado unos y otros. Pero no sólo ellos, piensa en Bosnia, o en Ruanda, hace nada, ayer mismo, un millón de personas asesinadas en unos pocos meses, y no con los adelantos técnicos que tenían los alemanes, sino a machetazos y a palos. Quién sabe qué horrores estarán pasando en este mismo momento, mientras tú y yo charlamos. Yo ya no duermo mucho por las noches, me despierto y me quedo en la oscuridad esperando el amanecer, y entonces me acuerdo de todos los muertos que yo he visto, los que eran amigos míos o los desconocidos, todos los muertos que se quedaban pudriéndose en la tierra de nadie, entre nuestras líneas y las posiciones de los rusos, los muertos que veíamos en las cunetas de las carreteras según nos íbamos acercando al frente, o amontonados en camiones, tiesos por el frío. Es una pura casualidad que yo no fuese uno de ellos, y cuando estoy acostado, a oscuras, sabiendo que no me voy a dormir, sin ganas de encender la luz y coger un libro, me parece que los veo a todos, uno por uno, que se me quedan mirando como aquel judío de las gafas de pinza y me hablan, me dicen que si yo estoy vivo tengo la obligación de hablar por ellos, tengo que contar lo que les hicieron, no puedo quedarme sin hacer nada y dejar que les olviden, y que se pierda del todo lo poco que va quedando de ellos. No quedará nada cuando se haya extinguido mi generación, nadie que se acuerde, a no ser que algunos de vosotros repitáis lo que os hemos contado.
Pasamos frente al parque donde está el templo egipcio de Debod, y yo pienso que en ese mismo lugar estuvo el cuartel de la Montaña, y que también aquí caminamos sobre tumbas sin nombre y fosas comunes: recuerdo fotografías, filmaciones en blanco y negro de los primeros días de la guerra civil, cuando mi amigo era un chico de dieciséis años que estudiaba en el instituto griego y latín y alemán y se desvelaba por las noches leyendo a Nietzsche y a Rilke, a Juan Ramón Jiménez y a Ortega, y que de ninguna manera habría podido imaginarse que sólo unos años más tarde iba a ser condecorado como héroe de guerra. No muy lejos de donde nosotros estamos ahora, en esos jardines donde se levantan las ruinas de un templo egipcio y por los que pasean madres con niños y jubilados aprovechando el sol de la tarde, hubo hace más de sesenta años una explanada llena de muertos. En esta misma acera por la que mi amigo y yo caminamos caían las bombas durante el asedio franquista de Madrid.
Pero no le digo nada, solamente lo escucho, me habla de la fragilidad de las piernas cuando se pasa cierta edad y de la lentitud con la que llegan a la memoria ciertos recuerdos y nombres, por culpa del deterioro de los neurotransmisores. Cuando nos despedimos, en la puerta del edificio moderno donde vive (quizás el que había antes fue destruido en los bombardeos de la guerra), lo veo de espaldas mientras cruza el portal, camino del ascensor, encorvado y diligente, apenas con una sombra de torpeza en los movimientos. Si viviera, si vive, la mujer a la que mi amigo conoció y perdió en esa ciudad llamada Narva tendría noventa años. También yo me pregunto ahora lo mismo que él hubiera dado cualquier cosa por saber a lo largo de la mayor parte de su vida, si esa mujer se salvó, si ahora mismo, esta noche, en el momento justo en que escribo estas palabras, está en alguna parte, si se acuerda de un teniente muy joven con el que estuvo bailando una noche de enero de 1943.