A veces, en el curso de un viaje, se escuchan y se cuentan historias de viajes. Parece que al partir el recuerdo de viajes anteriores se vuelve más vivo, y también que uno escucha y agradece más las historias que le cuentan, paréntesis de valiosas palabras en el interior del otro paréntesis temporal del viaje. Quien viaja puede permanecer en un silencio que será misterioso para los desconocidos que se fijen en él o ceder sin peligro a la tentación de conversar y de volverse embustero, de mejorar un episodio de su vida al contárselo a alguien a quien no verá nunca más. No creo que sea verdad eso que dicen, que al viajar uno pueda convertirse en otro: lo que sucede es que uno se aligera de sí mismo, de sus obligaciones y de su pasado, igual que reduce todo lo que posee a las pocas cosas necesarias para su equipaje. La parte más onerosa de nuestra identidad se sostiene sobre lo que los demás saben o piensan de nosotros. Nos miran y sabemos que saben, y en silencio nos fuerzan a ser lo que esperan que seamos, a actuar en cumplimiento de ciertos hábitos que nuestros actos anteriores han establecido, o de sospechas que nosotros no tenemos conciencia de haber despertado. Nos miran y no sabemos a quién pueden estar viendo en nosotros, qué inventan o deciden que somos. Para quien se encuentra contigo en el tren de un país extranjero no eres más que un desconocido que sólo existe circunscrito al presente. Una mujer y un hombre se miran con una punzada de intriga y deseo al acomodarse el uno frente al otro en un tren: en ese momento están tan despojados de ayer y de mañana y de nombre como Adán y Eva al mirarse por primera vez en el Edén. Un hombre flaco y serio, de pelo corto y muy negro, de ojos grandes y oscuros, sube al tren en la estación de Praga y tal vez procura no cruzar su mirada con la de los otros pasajeros que van entrando en el mismo vagón, alguno de los cuales lo examina con recelo y decide que debe de ser judío. Tiene las manos largas y pálidas, lee un libro o se queda ausente mirando por la ventanilla, de vez en cuando sufre un golpe de tos seca y se cubre la boca con un pañuelo blanco que desliza luego casi furtivamente en un bolsillo. Cuando el tren se acerca a la frontera recién inventada entre Checoslovaquia y Austria el hombre guarda el libro y busca con cierto nerviosismo sus documentos, y al llegar a la estación de Gmünd se asoma enseguida al andén, como esperando ver a alguien en la solitaria oscuridad de esa hora de la noche.
Nadie sabe quién es. Si viajas solo en un tren o caminas por una calle de una ciudad en la que nadie te conoce no eres nadie: nadie puede averiguar tu angustia, ni el motivo de tu nerviosismo mientras aguardas en el café de la estación, aunque tal vez sí el nombre de tu enfermedad, cuando observan tu palidez y escuchan el ruido de tus bronquios, cuando advierten el disimulo con que vuelves a guardar el pañuelo con el que te has tapado la boca. Pero al viajar siento que no peso, que me vuelvo invisible, que no soy nadie y puedo ser cualquiera, y esa ligereza de espíritu se trasluce en los movimientos de mi cuerpo, y voy más rápido, más desenvuelto, sin la pesadumbre de todo lo que soy, con los ojos abiertos a las incitaciones de una ciudad o de un paisaje, de una lengua que disfruto comprendiendo y hablando, ahora más hermosa porque no es la mía. Habla Montaigne de un presuntuoso que ha vuelto de un viaje sin aprender nada: cómo iba a aprender, dice, si se llevó entero consigo.
Pero no necesito irme muy lejos para que me suceda esa transformación. A veces, en cuanto salgo de casa y doblo la primera esquina o bajo los escalones del metro, dejo atrás lo que soy, y me aturde y me excita el gran espacio en blanco en el que se convierte mi vida, sobre el que parece que van a imprimirse con más brillo y más nitidez las sensaciones, los lugares, las caras de la gente, las historias que escuche. En la literatura hay muchas narraciones que fingen ser relatos contados a lo largo de un viaje, en un encuentro al azar de un camino, en torno al fuego de una posada, en el vagón de un tren. Es en un tren donde un hombre le cuenta a otro la historia que cuenta Tolstoi en sonata a Kreutzer. En El corazón de las tinieblas, un marinero, Marlow, cuenta un viaje hacia lo desconocido por el río Congo mientras viaja en una gabarra que remonta el Támesis, y al ver tras la niebla, en la noche, el resplandor todavía lejano de las luces de Londres, se acuerda de las hogueras que vio en las orillas del río africano, y se imagina hogueras mucho más antiguas, las que verían los navegantes romanos cuando entraron por primera vez en el Támesis hace dos mil años. En el tren donde lo llevaban deportado a Auschwitz Primo Levi encontró a una mujer a la que había conocido años atrás, y dice que durante el viaje se contaron cosas que no cuentan los vivos, que sólo se atreven a decir en voz alta los que ya están del otro lado de la muerte.
En la cafetería de un tren, yendo de Granada a Madrid, un amigo me contó otro viaje en ese mismo tren en el que había conocido a una mujer con la que no tardó ni una hora en empezar a besarse. Era en verano, a plena luz, en el Talgo que sale cada día a las tres de la tarde. La novia de mi amigo había ido a despedirle al andén. Luego él y la desconocida se encerraron en un lavabo con una urgencia temeraria y una felicidad y un deseo que ni las incomodidades ni los problemas de equilibrio ni los golpes en la puerta de viajeros irritados lograron malograr. Pensaban que se despedirían para siempre cuando llegaran a Madrid. Mi amigo, que estaba haciendo la mili, no tenía oficio ni beneficio, y ella era una mujer casada y con un hijo pequeño, un poco desequilibrada, tan propensa a los arrebatos de entusiasmo atolondrado como a las negruras de la depresión. Mi amigo me dijo que le gustaba mucho y que le daba miedo, y que nunca había disfrutado tanto con ninguna mujer. La recordaba con más claridad y gratitud porque era la única mujer con la que se había acostado aparte de la suya, con la que se casó muy poco tiempo después de regresar del ejército.
Estuvieron viéndose en secreto durante varios meses, repitiendo la ebriedad sexual del primer encuentro en cuartos de pensión, en la oscuridad de los cines, algunas veces en casa de ella, en la misma cama en la que se acostaba con su marido, contemplados desde la cuna por los ojos grandes y tranquilos del niño, que se sujetaba en los barrotes para mantenerse en pie. Cuando mi amigo se licenció acordaron que ella no iría a despedirlo al expreso de medianoche en el que se volvería a Granada. En el último momento la mujer apareció y mi amigo se bajó del tren y sintió tanto deseo al abrazarla que no le importó perderlo. Pero lo tomó al día siguiente y ya no se vieron nunca más. Me da miedo pensar qué habrá sido de ella, con lo trastornada que estaba, decía mi amigo, acodado en la barra de la cafetería del Talgo, delante del café que aún no había tocado, mirando el paisaje desértico del norte de la provincia de Granada, al otro lado de los cristales, o volviéndose hacia la puerta batiente que daba a los otros vagones, como con la esperanza imposible de que esa mujer apareciera, tantos años más tarde, y escuchándole yo le tenía envidia, envidia y tristeza de que a mí no me hubiera ocurrido nunca una historia así ni pudiera acordarme de una mujer como aquélla. Fumaba porros, tomaba pastillas, se aficionó a la coca, y a mí todo aquello me daba miedo, pero la seguía en su trastorno, cuanto más miedo le tenía la deseaba más. No me extrañaría nada que acabara enganchada a la heroína. Hay temporadas en las que me despierto cada mañana recordando que he soñado con ella. Sueño que me la encuentro por Madrid, o que estoy sentado en este mismo tren y la veo venir por el pasillo. Era muy alta, como una modelo, tenía el pelo castaño y rizado y los ojos verdes.
Los trenes de ahora, que no nos obligan a sentarnos frente a desconocidos, no favorecen los relatos de viajes. Fantasmas callados, con los auriculares tapándoles los oídos, con los ojos fijos en el vídeo de una película americana. Se escuchaban más historias en los antiguos departamentos de segunda, que tenían algo como de salas de espera obligatorias o comedores de familia pobre. Durante mi primer viaje a Madrid, mientras me adormilaba contra el duro respaldo de plástico azul, yo oía a mi abuelo Manuel y a otro pasajero contarse en la oscuridad viajes en tren durante los inviernos de la guerra. Nos trajeron a todos los del batallón de la Guardia de Asalto en el que yo servía y nos hicieron subir a un tren en esta misma estación, y aunque no nos dijeron adonde iban a llevarnos se corrió el rumor de que nuestro destino era el frente del Ebro. A mí me temblaban las piernas de pensarlo, a oscuras, dentro del vagón cerrado, toda la noche. Por la mañana nos hicieron bajarnos y sin dar explicaciones nos devolvieron a los puestos de siempre. Habían mandado a otro batallón en nuestro lugar, y de ochocientos hombres que iban no volvieron ni treinta. Si aquel tren llega a salir, seguro que ahora no estaba yo contándolo, dijo mi abuelo, y yo pensé de pronto, medio en sueños, que si aquel viaje al frente del Ebro no hubiera sido cancelado, probablemente mi abuelo habría muerto y yo no habría llegado a existir.
Todo era tan raro esa noche, la del primer viaje, raro y mágico, como si al subir al tren -incluso antes, al llegar a la estación- yo hubiera abandonado el espacio cotidiano de la realidad y hubiera ingresado en otro reino muy semejante al de las películas o al de los libros, el reino insomne de los viajeros: yo, que sin moverme casi nunca de mi ciudad me había alimentado de tantas historias de viajes a lugares muy lejanos, incluyendo la Luna, el centro de la Tierra, el fondo del mar, las islas del Caribe y las del Pacífico, el Polo Norte, la Rusia inmensa que recorría en el transiberiano un reportero de Julio Verne que se llamaba Claude Bombarnac.
Acabo de acordarme que era una noche de junio. Estaba sentado en un banco del andén, entre mi abuelo y mi abuela, y un tren que todavía no era el nuestro llegó a la estación y se detuvo con un lento chirrido de frenos. Tenía en la oscuridad una envergadura de gran animal mitológico, y el faro redondo de la locomotora me había recordado al acercarse el submarino del capitán Nemo. A la barandilla del último vagón estaba acodada una mujer que me sobrecogió instantáneamente de deseo, el deseo ignorante, asustado y fervoroso de los catorce años. La deseaba tanto que el agobio en el pecho me dificultaba la respiración y me temblaban las piernas. Aún me parece que la estoy viendo, aunque ya no sé si lo que recuerdo es un recuerdo: rubia, alta, despeinada, extranjera, con una camisa negra muy abierta, con una falda negra, descalza, con las uñas de los pies pintadas de rojo, con la cara tan bronceada que resaltaba el brillo de su pelo rubio y sus ojos muy claros. Adelantaba la rodilla y un muslo surgía de la abertura de la falda. El tren se puso en marcha y yo la vi alejarse acodada en la barandilla y mirando las caras fugaces que la miraban a ella desde el andén de esa estación remota, en la medianoche de un país extranjero.
En jirones intranquilos de sueños veía de nuevo a esa mujer al quedarme dormido mientras mi abuelo y el otro hombre hablaban en el vagón a oscuras. Entreabría los ojos y veía la lumbre de los cigarrillos, y cuando mi abuelo o su interlocutor daban una chupada se veían por un instante sus caras campesinas con un brillo rojizo. El humo tan agrio de aquellos tabacos negros que fumaban los hombres entonces. Era, viendo esas caras y escuchando esas palabras desleídas en el sueño, como si yo no viajara en el tren donde ahora íbamos, sino en cualquiera de los trenes de los que ellos hablaban, trenes de soldados vencidos o de deportados que viajaban eternamente sin llegar a su destino y se quedaban parados durante noches enteras en andenes sin luces. Decía Primo Levi, poco antes de morir, que seguían dándole terror los vagones de carga sellados que veía a veces en las vías muertas de las estaciones. Yo serví en Rusia, dijo el hombre, en la División Azul. Subimos a un tren en la estación del Norte y tardamos diez días en llegar a un sitio que se llamaba Riga. Y yo pensé o dije medio en sueños, Riga es la capital de Letonia, porque lo había estudiado en los atlas geográficos que me gustaban tanto, y porque en Riga sucedía una novela de Julio Verne, y las novelas de Julio Verne me colmaban la imaginación y la vida.
Ahora comprendo que en nuestra tierra seca e interior los trenes nocturnos eran el gran río que nos llevaba al mundo y nos traía luego de regreso, el gran caudal deslizándose en sombras en dirección al mar o a las hermosas ciudades donde estaría aguardándonos una nueva existencia, más luminosa y verdadera, más parecida a la que prometían los libros. Tan claramente como me acuerdo del primer viaje en tren me acuerdo de la primera vez que llegué a los andenes de una estación fronteriza: en el recuerdo el brillo de la noche es idéntico, y también las anticipaciones de la imaginación, el miedo a lo desconocido que aceleraba el pulso y debilitaba las rodillas. Guardias civiles con mala catadura y luego gendarmes hostiles y groseros examinaban los pasaportes en la estación de Cerbère. Cerbère, Cerbero: algunas veces las estaciones nocturnas parecen el ingreso en el reino del Hades y sus nombres ya contienen como un principio de maleficio: Cerbère, donde los gendarmes franceses humillaban en el invierno de 1939 a los soldados de la República Española, los injuriaban y les daban empujones y culatazos; Port Bou, donde Walter Benjamín se quitó la vida en 1940; Gmünd, la estación fronteriza entre Checoslovaquia y Austria, donde alguna vez se encontraron Franz Kafka y Milena Jesenska, citas clandestinas en el paréntesis de tiempo de los horarios de los trenes, en la exasperada brevedad de las horas que ya estaban agotándose en cuanto se veían, en cuanto subían hacia el cuarto inhóspito del hotel de la estación, donde el paso cercano de los trenes hacía vibrar los cristales de la ventana.
Cómo sería llegar a una estación alemana o polaca en un tren de ganado, escuchar en los altavoces órdenes gritadas en alemán y no comprender nada, ver a lo lejos luces, alambradas, chimeneas muy altas expulsando humo negro. Durante cinco días, en febrero de 1944, Primo Levi viajó en un tren hacia Auschwitz. Por las hendiduras en los tablones, a las que acercaba la boca para poder respirar, iba viendo los nombres de las últimas estaciones de Italia, y cada nombre era una despedida, una etapa en el viaje hacia el norte y el frío del invierno, nombres ahora indescifrables de estaciones en alemán y luego en polaco, de poblaciones apartadas que casi nadie por entonces había oído nombrar, Mauthausen, Berger-Belsen, Auschwitz. Tres semanas tardó Margarete Buber-Neumann en llegar desde Moscú hasta el campo de Siberia en el que debía cumplir una condena de diez años, y cuando habían pasado sólo tres y le ordenaron que subiera de nuevo a un tren hacia Moscú pensó que iban a liberarla, pero en Moscú el tren no se detuvo, continuó viajando hacia el oeste. Cuando por fin se detuvo en la estación fronteriza de Brest-Litovsk los guardias rusos le dijeron a Buber-Neumann que se diera prisa en preparar su bolsa, que habían llegado a territorio alemán. Entre los tablones que cegaban la ventanilla vio en el andén uniformes negros de las SS, y comprendió con espanto, con fatiga infinita, que porque era alemana los guardias de Stalin iban a entregarla a los guardias de Hitler, en virtud de una cláusula infame del pacto germano-soviético.
La gran noche de Europa está cruzada de largos trenes siniestros, de convoyes de vagones de mercancías o ganado con las ventanillas clausuradas, avanzando muy lentamente hacia páramos invernales cubiertos de nieve o de barro, delimitados por alambradas y torres de vigilancia. Arrestada en 1937, torturada, sometida a interrogatorios que duraban cuatro o cinco días seguidos, en los que debía permanecer siempre en pie, encerrada durante dos años en una celda de aislamiento, Evgenia Ginzburg, militante comunista, fue condenada a veinte años de trabajos forzados en los campos cercanos al Círculo Polar, y el tren que la llevaba al cautiverio tardó un mes entero en recorrer la distancia entre Moscú y Vladivostok. Durante el viaje las prisioneras se contaban las unas a las otras sus vidas enteras, y algunas veces, cuando el tren se detenía en una estación, se asomaban a una ventanilla o a un respiradero entre dos tablones y gritaban sus nombres a cualquiera que pasara, o arrojaban una carta, o un papel en el que garabateaban sus nombres, con la esperanza de que la noticia de que seguían vivas llegara alguna vez a sus familiares. Si una de las dos sobrevive, si vuelve, irá lo primero de todo a buscar a los padres o al marido o los hijos de la otra, para contarles cómo vivió y murió, para atestiguar que en el infierno y en la lejanía los siguió recordando. En el campo de Ravensbrück Margarete Buber-Neumann y su amiga del alma Milena Jesenska se hicieron ese juramento. Milena le contaba el amor que había vivido con un hombre muerto hacía veinte años, Franz Kafka, y también le contaba las historias que él escribía, y de las que Margarete no había tenido noticia hasta entonces, y por eso las disfrutaría aún más, como cuentos antiguos que nadie ha escrito y sin embargo reviven íntegros y poderosos en cuanto alguien los cuenta en voz alta, la historia del agrimensor que llega a una aldea en la que hay un castillo al que nunca consigue entrar, la del viajante que se despierta una mañana convertido en insecto, la del apoderado de un banco al que un día visitan unos policías de paisano para decirle que va a ser procesado, aunque nunca llega a saber el motivo, la acusación que se formula contra él.
El amor entre Milena Jesenska y Franz Kafka está cruzado de cartas y de trenes, y en él importaron más la lejanía y las palabras escritas que los encuentros reales o las caricias verdaderas. En la primavera de 1939, unos días antes de que el ejército alemán entrase en Praga, Milena le entregó a su amigo Willy Haas las cartas de Kafka que había guardado desde que recibió la última de ellas, dieciséis años atrás, en 1923. En el viaje hacia el campo de exterminio, en las estaciones a oscuras donde el tren se detendría noches enteras, se acordaba sin duda de la emoción y la angustia de los viajes semiclandestinos de otros tiempos, cuando ella estaba casada y vivía en Viena y su amante vivía en Praga, y se citaban a medio camino, en la estación fronteriza de Gmünd, o de la primera vez que se encontraron, después de varios meses escribiéndose cartas, en la estación de Viena. Antes de empezar a escribirse se habían visto una sola vez, en un café, sin reparar mucho el uno en el otro, y de pronto él quería rescatar de los márgenes de la memoria un recuerdo que no podía ser preciso, la cara en la que no había llegado a fijarse, aunque tan sólo unos meses después iba a estar enamorado de ella. Advierto que no consigo recordar su rostro con detalle. Sólo recuerdo cómo se alejaba entre las mesitas del café; su figura, su vestido, todavía los veo. Ha subido al tren en Praga y sabe que al mismo tiempo ella ha subido a otro tren en Viena, y su impaciencia y su deseo no son más fuertes que el miedo, porque le angustia saber que dentro de unas horas va a tener tangiblemente en sus brazos a la mujer que casi no es más que un fantasma de la imaginación y de las cartas. El miedo es la infelicidad, le ha escrito. Tiene miedo de que llegue el tren y de encontrar frente a sí los ojos claros de Milena, pero también tiene miedo de que ella se haya arrepentido en el último instante, se haya quedado en Viena con su marido, que no la hace feliz, que la engaña con otras mujeres, pero del que no quiere o no puede separarse. Consulta el reloj, mira los nombres de las estaciones en las que el tren va deteniéndose, y lo atormenta la urgencia de que pasen cuanto antes las horas que faltan para llegar, y también el miedo a la llegada, y teme encontrarse solo en el andén de la estación de Gmünd, y al mismo tiempo tiene miedo de la impetuosa cercanía física de Milena, mucho más joven y más sana que él, más diestra y franca en los atrevimientos sexuales.
El recuerdo inconsciente es la materia y la levadura de la imaginación. Sin saberlo hasta ahora, mismo, mientras yo quería imaginar el viaje de Franz Kafka en un expreso nocturno, en realidad estaba recordando uno que yo mismo hice cuando tenía veintidós años, una noche entera de insomnio en un tren que me llevaba a Madrid, a una cita con una mujer de ojos claros y pelo castaño a la que le había enviado un telegrama minutos antes de comprar mi billete de segunda con dinero prestado y de dejarlo insensatamente todo para ir en su busca. Llegué al amanecer a la estación y no había nadie esperándome.
Cómo sería acercarse en tren a una estación fronteriza y no saber si uno sería rechazado, si no le impedirían cruzar al otro lado, a la salvación que estaba a un paso, los guardias de uniforme que examinaran con cruenta lentitud sus papeles, alzando la mirada arrogante para comparar la cara de la fotografía en el pasaporte con esa cara llena de miedo en la que apenas llega a mostrarse una expresión de normalidad, de inocencia. Después de encontrarse por primera vez con Milena y de pasar con ella cuatro días enteros Franz Kafka volvía en el expreso de Viena hacia Praga con la inquietud de llegar a su trabajo a la mañana siguiente, con una mezcla de felicidad y de culpa, de ebria dulzura e intolerable amputación, pues no sabía acostumbrarse ahora a estar solo ni podía calcular el tiempo que le faltaba para volver a encontrarse con su amante. Cuando el tren se detuvo en la estación de Gmünd la policía fronteriza le dijo que no podía continuar su viaje hacia Praga: le faltaba un papel entre sus copiosos documentos, un visado de salida que sólo podía ser expedido en Viena. La noche del 15 de marzo de 1938, cuando Franz Kafka llevaba ya casi catorce años muerto, a salvo de toda angustia o culpa, de toda persecución, ese mismo expreso que salía a las 11.15 de Viena hacia Praga se llenó de fugitivos, judíos e izquierdistas, sobre todo, porque Hitler acababa de entrar en la ciudad, recibido por multitudes que aullaban como jaurías, que alzaban el brazo y gritaban su nombre con el estruendo ronco y unánime de un océano atroz, dando vivas al führer y al Reich, clamando por la aniquilación de los judíos. Nazis austriacos uniformados subían al expreso de Praga en las estaciones intermedias y saqueaban los equipajes de los fugitivos, a los que golpeaban y sometían a vejaciones e injurias. Muchos de ellos no llevaban papeles: en la estación fronteriza los guardias checos les impedían continuar el viaje. Algunos saltaban del tren y huían a campo través queriendo cruzar la frontera al amparo de la noche.
Cómo será llegar de noche a la costa de un país desconocido, saltar al agua desde una barca en la que se ha cruzado el mar en la oscuridad, queriendo alejarse a toda prisa hacia el interior mientras los pies se hunden en la arena: un hombre solo, sin documentos, sin dinero, que ha venido viajando desde el horror de enfermedades y las matanzas de África, desde el corazón de las tinieblas, que no sabe nada de la lengua del país adonde ha llegado, que se tira al suelo y se agazapa en una cuneta cuando ve acercarse por la carretera los faros de un coche, tal vez de la policía.
Viajando parece que gusta más leer libros de viajes. En un tren que me alejaba de Granada, recién terminado el curso en la facultad, a principios del verano de 1976, yo iba leyendo el relato del viaje a Venecia que hace Proust en El tiempo recobrado. Dos veranos después llegué por primera vez a Venecia, en un atardecer de septiembre, y me acordé de Proust y de su dolorosa propensión al desengaño cuando llegaba a los lugares a los que había deseado mucho ir. Conversando con Francisco Ayala sobre la felicidad de leer a Proust descubrí que él también la asociaba con la felicidad simultánea de un viaje. En mil novecientos cuarenta y tantos, cuando vivía exiliado en Buenos Aires, le ofrecieron unas clases en la universidad de la provincia de Rosario. Viajaba una vez a la semana, primero en tren hasta Santa Fe, después en un autobús que circulaba por la orilla del río Paraná. Llevaba siempre consigo un volumen de Proust, le parecía que la relectura era aún más sabrosa porque al apartar los ojos del libro veía unos paisajes cómo del otro extremo del mundo, transitaba en un instante de las calles de París en 1900 y de las playas nubladas de Normandía a las inmensidades deshabitadas de América por las que cruzaba el tren y luego el autobús. De pronto aquel libro que iba leyendo era su único lazo con su vida anterior, con la España perdida a la que tal vez no podría volver y la Europa que aún no había emergido de los cataclismos de la guerra. Leía a Proust en el autobús junto a la anchura marítima del Paraná y ese volumen que tenía en las manos era el mismo que había leído tantas veces en los tranvías de Madrid.
Una vez, en una de las paradas, alzó mecánicamente los ojos del libro y se fijó en un viejo de pelo muy blanco y aire de melancolía y pobreza que acababa de subir, con un abrigo muy usado, con una cartera igual de usada bajo el brazo, con cara de enfermedad y cansancio, la cara de un viejo al que los años no han absuelto de las necesidades más amargas de la vida. En un instante de sorpresa, de incredulidad, de avergonzada compasión, reconoció en ese viejo que tomaba un autobús en un remoto pueblo de Argentina al que había sido presidente de la República Española, don Niceto Alcalá Zamora. Temió que también el otro hombre lo reconociera: volvió la cara hacia la ventanilla, hundió los ojos en el libro, y cuando después de la siguiente parada levantó de nuevo la cabeza el hombre viejo ya no estaba en el autobús.
En un viaje se escucha una historia o se encuentra por azar un libro que acaba abriendo una onda concéntrica en la emoción de los descubrimientos sucesivos. En un tiempo en que estaba muy enamorado de una mujer que me huía cuando yo más la deseaba y venía a buscarme cuando yo intentaba apartarme de ella viajé en un tren a Sevilla leyendo El jardín de los Finzi-Contini, y a la bella y díscola heroína judía de Giorgio Bassani le otorgaba los rasgos de la mujer a la que yo quería, y el fracaso final del amor que siente hacia Mícol el protagonista de la novela me anticipó tristemente el fracaso del mío, con una clarividencia que por mí mismo no habría sido capaz de aceptar. Me acuerdo de un ejemplar barato y usado de las Historias de Herodoto que encontré en un puesto callejero de Nueva York, y del diario del viaje al Círculo Polar del capitán John Franklin, que hojeé por casualidad en una librería de viejo y leí luego sin descanso en la habitación de un hotel de Londres, una habitación estrecha, alta, de geometría perversa, con un cuarto de aseo no mayor que un armario, pero torcido en ángulos de decorado expresionista. Recién llegado a Buenos Aires en el otoño austral de 1989 yo pasaba las horas tendido en la cama de la habitación, escuchando la lluvia que redoblaba en los cristales y me impedía salir a las calles que deseaba tanto recorrer, leyendo durante horas, para distraer el tiempo claustrofóbico de los hoteles, el primer libro que descubrí de Bruce Chatwin, En la Patagonia. Ahora compruebo que justo en los días en que yo estaba leyendo ese libro Bruce Chatwin agonizaba de una enfermedad cuyo nombre no quiso decirle a nadie: una rara infección contraída en el Asia Central por culpa de algún tipo de comida o de una picadura, decían sus amigos, para ocultar la infamia, para no decir el nombre que despertaba pánico y vergüenza, la palabra que ya era en sí misma como uno de aquellos abscesos que hace siglos anunciaban el horror de la peste.
En Buenos Aires yo leía a Bruce Chatwin mientras él estaba muriéndose en Londres. Mi viaje por la Argentina tenía así una parte de verdad y otra de literatura, porque leyendo aquel libro yo continuaba hacia los grandes espacios desolados del sur el itinerario que sin embargo se había detenido para mí en la capital del país, en la habitación de un hotel de la que apenas salía por culpa de las lluvias. Qué descanso para el alma, estar lejos de todo, aislado de todo, como un monje en su celda, una celda con todas las comodidades posibles, la cama intacta, el teléfono al alcance de la mano, el mando a distancia del televisor, la lluvia que le absuelve a uno de la obligación extenuadota del turismo, que le ofrece la coartada perfecta para quedarse horas sin hacer nada, sólo permanecer tendido, ligeramente incorporado, sobre la almohada doble, el libro entre las manos, el libro donde se cuenta un viaje hacia la extremidad del mundo, donde se recuerdan otros viajes mucho más antiguos, el de Charles Darwin en el gran velero Beagle, el de aquel indio patagón que viajó con Darwin a Inglaterra, aprendió el idioma inglés y los modales ingleses, visitó a la reina Victoria, y al cabo de unos años regresó a los parajes australes y a la vida primitiva de la que había desertado, ya un extranjero para siempre y en cualquier parte, un salvaje exótico con ropas civilizadas en Londres y un desconocido en su tierra natal.
En Copenhague una señora danesa de origen francés y sefardí me contó un viaje que había hecho de niña con su madre por la Francia recién liberada, a finales del otoño de 1944. La conocí en un almuerzo en el Club de Escritores, que era un palacio con puertas de doble hoja, columnas de mármol y techos con guirnaldas doradas y pinturas alegóricas. Asomado a uno de sus ventanales, vi pasar un alto navío de vela delante de mí como si se deslizara por la calle: navegaba por uno de esos canales que se adentran tanto en la ciudad y que dan de pronto a la perspectiva de una esquina una sorpresa portuaria.
Era a principios de septiembre, hace unos ocho años. Llevaba un par de días dando vuelta por la ciudad, y al tercero un editor amigo mío me invitó a aquel almuerzo. Tengo la memoria llena de ciudades que me han gustado mucho pero en las que sólo he estado una vez. De Copenhague recuerdo sobre todo las imágenes del primer paseo: salí del hotel caminando al azar y llegué a una plaza ovalada con palacios y columnas en cuyo centro había una estatua a caballo, de bronce, de un verde de bronce que adquiría en ciertos lugares, a causa de la humedad y el liquen, una tonalidad gris idéntica a la del cielo, o a la del mármol de aquel palacio del que luego me contaron que era el Palacio Real.
En todo el espacio frío y barroco de la plaza, atravesado de vez en cuando por un coche solitario (al mismo tiempo que el motor yo escuchaba el roce de los neumáticos sobre los adoquines), no había más presencia humana, descontando la mía, que la de un soldado de casaca roja y alto gorro lanudo de húsar que marcaba desganadamente el paso con un fusil al hombro, un fusil con bayoneta tan anacrónico como su uniforme.
No sabiendo a donde ir, las calles me llevaban, como cuando me dejo llevar por una vereda en el campo. Frente al jinete de bronce arrancaba una calle larga y recta que terminaba en la cúpula, también de bronce verdoso, de una iglesia con letreros dorados en latín y estatuas de santos, de guerreros y de individuos con levitas en las cornisas. La iglesia se parecía a esas iglesias barrocas de Roma tan iguales entre sí que tienen un aire antipático de sucursales de algo, de oficinas vaticanas y bancadas de la gracia de Dios.
Pero una de las estatuas que se erguía sobre aquella fachada era indudablemente la de Sören Kierkegaard. Jorobado, como al acecho, con las manos a la espalda, no tenía esa actitud de elevación o de inmovilidad definitiva que suele haber en las estatuas. Después de muerto, al cabo de siglo y medio de habitar en la inmortalidad oficial, de codearse con todos aquellos solemnes héroes, santos, generales y tribunos del panteón histórico de Dinamarca, Kierkegaard, su estatua, seguía manteniendo un ademán transeúnte, fugitivo, huraño, un desasosiego de ir caminando solo por una ciudad cerrada y hostil y de mirar de soslayo a la gente a la que despreciaba, y que lo despreciaba todavía más a él, no sólo por su joroba y su cabezón, sino por la extravagancia incomprensible de sus escritos, de su furiosa fe bíblica, tan desterrado y apátrida en su ciudad natal como si se hubiera visto forzado a vivir al otro lado del mundo.
Busqué el camino de vuelta al hotel. Al cabo de menos de una hora el editor -a quien en realidad tampoco conocía demasiado- vendría a recogerme. En una calle larga y burguesa, con tiendas de ropa y de antigüedades, vi un tejadillo que sobresalía más bien absurdamente de una pared encalada o pintada de blanco, en la que había una puerta de madera con herrajes y llamador, y una ventana enrejada y con geranios. Yo, que me sentía tan lejos de todo recorriendo un sábado por la tarde las calles vacías de Copenhague, había encontrado un sitio español que se llamaba Pepe's Bar.
Aquella mujer estaba sentada junto a mí en la gran mesa oval de la Unión de Escritores. Me ha ocurrido otras veces: el almuerzo era en mi honor, pero nadie reparaba mucho en mi presencia. Delante de cada uno de nosotros había una tarjeta con nuestros nombres. El de la mujer era en sí mismo un enigma, una promesa cifrada: Camille Pedersen-Safra. No puedo resistirme al imán de los nombres: la mujer me dijo que había nacido en Francia, en una familia judía de origen español. Pedersen era su apellido de casada. Mientras los demás conversaban calurosamente y se reían, aliviados de no tener que darle conversación a un extranjero del que no sabían nada, me contó que ella y su madre se habían escapado de Francia en vísperas de la caída de París, en la gran desbandada de junio de 1940. Sólo volvieron al país una vez, en el otoño de 1944, y se dieron cuenta las dos de que en tan pocos años habían dejado de pertenecer a su patria de origen, de la que habrían sido deportadas hacia los campos de exterminio si no hubiesen escapado a tiempo: por gratitud, ya eran danesas. También Dinamarca había sido ocupada por los alemanes, y sometida a las mismas leyes antijudías que Francia, pero las autoridades danesas, a diferencia del gobierno francés de Vichy, no habían colaborado en el aislamiento y la deportación de los judíos, y ni siquiera les hicieron cumplir la obligación de llevar una estrella amarilla.
Camille Safra tenía unos seis años en el momento de la huida de Francia: recordaba el desagrado de que su madre la despertara sacudiéndola cuando aún era muy de noche y la sensación rara, cálida y gustosa, de viajar envuelta en mantas en el remolque de un camión, bajo un toldo en el que golpeaba la lluvia. Recordaba también haber dormido en cocinas o zaguanes de casas que no eran la suya, en las que olía muy fuerte a manzanas y a heno, y le venían imágenes a veces de misteriosos itinerarios por caminos rurales bajo la Luna, durmiéndose en brazos de su madre, bajo el abrigo de un chal de lana húmeda, escuchando el traqueteo de un carro y los cascos lentos de un caballo. Recordaba o soñaba luces aisladas en esquinas, en ventanas de granjas, luces rojas de locomotoras, sucesiones de luces en las ventanillas de trenes a los que ella y su madre no llegaban a subir.
En su memoria el viaje al exilio tenía toda la dulzura del bienestar infantil, del modo en que los niños se instalan confortablemente en lo excepcional y dan a las cosas dimensiones que los adultos desconocen y que no tienen nada que ver con lo que éstos viven y recuerdan. Cuando se marchó de Francia, Camille Safra aún vivía sumergida en las irrealidades y en las mitologías de la primera infancia: a los diez u once años, cuando ella y su madre regresaron, su razón adulta ya estaba prácticamente establecida. El primer viaje lo recordaba como un sueño, y había sin duda partes de sueños o de cuentos que se habían infiltrado en su memoria como hechos reales. Del regreso desde Dinamarca conservaba imágenes exactas, teñidas de una tristeza que era el reverso de la misteriosa felicidad de la otra vez.
Era una mujer pelirroja, ancha, enérgica, muy descuidada en su manera de vestir, con unos rasgos más centroeuropeos que latinos que la edad ya estaba exagerando. He visto señoras judías muy parecidas a ella en Estados Unidos y en Buenos Aires: mujeres de cierta edad, entradas en carnes, vestidas con negligencia, con los labios pintados. Fumaba mucho, cigarrillos sin filtro, conversaba con brillantez, saltando entre el inglés y el francés según sus necesidades o sus limitaciones expresivas, y bebía cerveza con una excelente desenvoltura escandinava. Hacía crónicas sobre libros en un periódico y en una emisora de radio. El editor que me había llevado a la comida y que en el calor de la conversación y la cerveza no parecía acordarse ya mucho de mí me había dicho al presentármela que tenía mucho prestigio, que una crítica favorable suya era muy importante para un libro, sobre todo de un autor extranjero y desconocido en el país. Yo tenía la convicción firme y melancólica de que el libro por el que me habían llevado a Copenhague no atraería a ningún lector danés, de modo que sentía remordimientos anticipados por el mal negocio que aquel editor estaba haciendo conmigo, y le disculpaba, y hasta le agradecía, que en el almuerzo de la Unión de Escritores me hubiera abandonado a mi suerte. Comprendía también que la convocatoria no había sido precisamente un éxito: habías varias mesas más en el gran comedor con pinturas mitológicas y ventanales que daban a una calle por la que de vez en cuando pasaba lentamente un barco. Antes de servirnos la comida, los camareros habían quitado los cubiertos de las mesas vacías.
Me carcomían mezquinamente esas observaciones mientras Camille Safra seguía hablándome, y notaba con algo de agravio que a lo largo de conversación aún no me había dicho ni una palabra sobre mi libro en danés. Me dijo que su madre había muerto unos meses atrás, en Copenhague, y que en la última conversación que había mantenido con ella las dos se acordaron de aquel viaje a Francia, sobre todo de algo que les había ocurrido una noche en un hotel de una ciudad pequeña, próxima a Lyon.
Buscaban a sus parientes. Muy pocos habían sobrevivido. Antiguos vecinos y conocidos las miraban con desconfianza, con abierto rechazo, como temiendo que hubieran regresado para reclamar algo, para acusar o pedir cuentas. A aquella ciudad cercana a Lyon -Camille Safra no me dijo su nombre- su madre la llevó porque alguien le había dicho que una hermana suya se refugió en ella a principios de 1943, y no constaba que la hubieran detenido, aunque tampoco se sabía nada sobre su paradero, ni llegó nunca a saberse. La gente desaparecía en ese tiempo, dijo Camille Safra, se le perdía el rastro, no constaba su nombre en ninguna parte, en ninguna lista de deportados, ni de regresados, ni de muertos. Llegaron muy de mañana en un tren, desayunaron café frío y pan negro con mantequilla rancia en la cantina de la estación, preguntaron a algunas personas madrugadoras y hurañas que las miraban con desconfianza y se negaban a dar las explicaciones más simples, por miedo a comprometerse, en aquellos tiempos de la depuración.
Hambrientas, desorientadas, extranjeras en el país que cuatro años antes era el suyo, con los pies deshechos después de caminar todo el día sin averiguar nada sobre la persona a la que iban buscando, el anochecer las sorprendió en un descampado, junto al cobertizo de una parada de tranvías. Hasta la mañana siguiente no podían volver a París. El tranvía las dejó en una plaza con tiendas cerradas y con un monumento a los caídos en la guerra del 14, cerca del cual había una farola encendida y el letrero de un hotel que se llamaba du Commerce.
Alquilaron una habitación. Subieron a acostarse enseguida, porque a causa de las restricciones eléctricas la luz se apagaría a las nueve. Sentadas en la cama, bajo una bombilla que se debilitaba y daba entonces una claridad tenue y roja y luego revivía hasta un amarillo aceitoso, compartieron para cenar los restos de un paquete que les había suministrado la Cruz Roja y luego se acostaron vestidas y abrazadas, tocándose los pies helados bajo la manta escasa y la colcha raída. Su madre, me dijo la señora, nunca cerraba las habitaciones con llave: le daba terror quedarse atrapada, perder la llave y no poder salir. En los refugios, cuando sonaban las alarmas de los ataques aéreos, tenía accesos de sudor y de pánico. Si iban al cine, en cuanto terminaba la película se apresuraba a salir, por miedo a que se fuera todo el mundo antes que ella y cerraran las puertas creyendo que ya no quedaba nadie.
Se despertaron al amanecer. Por la ventana se veía un patio rústico con canteros de huerta y jaulas de gallinas en el que estaba lloviendo. Se lavaron por turno con el agua muy fría de la jarra que había bajo el lavabo, se vistieron con las ropas monótonas, dignas y pobres que llevaban siempre entonces, ropas que nunca llegaban a quitarles el frío, igual que la comida nunca bastaba para quitarles del todo el hambre. Cuando su madre quiso salir de la habitación el pomo no giraba y la puerta no se abría.
– Te dije anoche que no echaras la llave.
– Pero yo no la eché, estoy segura.
La llave estaba sobre el aparador que había frente a la cama. La introdujeron en la cerradura, la movieron hacia un lado y otro, y no ocurrió nada. No giraba, o bien parecía que no encontraba resistencia, y giraba en el vacío. No era que se atascara, o que no entrara bien, por tratarse de la llave de otra habitación. Simplemente, aunque en apariencia funcionaba el mecanismo, la puerta no se abría con la llave, igual que no se abría con el tirador.
La madre estaba poniéndose nerviosa. Más que intentar abrir, lo que hacía era sacudir el tirador y la llave, golpear la cerradura, morderse los labios. Decía en voz baja que si no salían iban a perder el tren hacia París y no podrían volver a Dinamarca, y ya tendrían que quedarse para siempre en Francia, donde no tenían a nadie, donde nadie les había dedicado ni una sonrisa de bienvenida, y ni siquiera de reconocimiento. Sacaba la llave de la cerradura y no acertaba a introducirla de nuevo, y cuando lo consiguió por fin, negándose a dejar que su hija la ayudara, hizo angustiosamente un movimiento tan brusco que se quedó con media llave en la mano.
__Te dije que no echaras la llave -repetía-. Y tú no me quisiste hacer caso.
– ¿Por qué no pedimos ayuda?
– Se reirán de nosotras, dos judías ridículas. A quién se le ocurre quedarse encerrado de este modo en una habitación.
Pero tuvieron que pedir ayuda: unos minutos después, su madre, ya fuera de control, con la boca desencajada y los ojos vidriosos de miedo, el miedo que tuvo en la huida de cuatro años atrás y del que había salvado a su hija, golpeaba la puerta con desesperación y pedía socorro a gritos. Habían intentado abrir la ventana: también era imposible, aunque no se veía ningún cerrojo, y desde luego no había cerradura.
Oyeron con alivio pasos que subían la escalera y se acercaban por el corredor. El dueño del hotel, con la ayuda de un alambre, logró extraer de la cerradura el trozo de llave que se había quedado en ella, pero cuando introdujo la llave maestra la puerta tampoco se abrió. Desde un lado y el otro era empujada, sacudida, golpeada, pero la puerta permanecía firmemente cerrada, y era de una madera demasiado gruesa y con goznes muy sólidos para que pudieran derribarla.
Su madre se ahogaba, me dijo Camille Safra. Se había sentado en la cama, con su vestido negro de viaje, su abrigo viejo y su pequeño sombro, con sus zapatos anchos y torcidos, y respiraba con la boca muy abierta y agitando mucho las aletas de la nariz, y se estrujaba las manos o se cubría la cara con ellas, como cuando bajaban a los refugios, en las alarmas del principio de la guerra. No vamos a salir nunca de aquí, repetía, no teníamos que haber vuelto, esta vez no van a dejarnos salir. La niña tomó entonces una decisión de la que cuarenta y tantos años después aún estaba orgullosa. Tiró la jarra del lavabo contra la ventana, y al romperse el cristal entró en la habitación el aire fresco y húmedo de la mañana. Pero había demasiada altura como para que pudieran saltar hacia el patio, y no acababa de aparecer la escalera de mano que alguien había ido a buscar.
La puerta no pudieron abrirla: una hora después abrieron otra puerta condenada que había en la habitación, oculta detrás de un armario que la madre y la hija debieron agotadoramente apartar.
Aún lograron alcanzar un tren hacia París esa misma mañana. Su madre la llevaba de la mano, apretándosela mucho, y le decía que iban a volver enseguida a Dinamarca, y que ella nunca más pisaría Francia. En el departamento del tren estaba tan pálida y tenía un aire tan gastado como si llevara viajando mucho tiempo, igual que tantos refugiados y apátridas que se veían entonces deambulando por las estaciones, aguardando días y semanas enteras a que llegasen trenes que no tenían horarios ni destinos precisos, porque en muchos lugares las vías estaban reventadas y los puentes habían sido destruidos por los bombardeos o los sabotajes. Un caballero que tenía un aire de penuria digna muy parecido al de ellas dos le ofreció a la niña la mitad de una naranja que había extraído de un pañuelo muy limpio y pelado con suma pulcritud mientras ellas intentaban no mirar ni percibir aquel aroma ácido y tentador que llenaba el aire borrando los hedores usuales de ropa sudada y humo de tabaco. Era la primera persona que les sonreía abiertamente desde que llegaron a Francia. Trabaron conversación, y la madre dijo el nombre del pueblo y el del hotel en el que habían pasado la noche. Al escucharlo, el hombre dejó de sonreír. También era la única persona que habían encontrado que hablara sin cautela ni miedo.
– Era un buen hotel antes de la guerra -les dijo-. Pero yo no lo pisaré nunca más. Durante la ocupación los alemanes lo convirtieron en cuartel de la Gestapo. Ocurrieron cosas terribles en esas habitaciones. La gente pasaba por la plaza del pueblo y escuchaba los gritos, yhacía como si no escuchara nada.
Cuando dejó de hablar, Camille Safra movió despacio la cabeza, sonriendo, con los ojos cerrados. Volvió a abrirlos y los tenía húmedos y muy brillantes. Habrían sido unos ojos muy hermosos en su juventud, o cuando viajaba con su madre a través de Francia en aquel tren y ella miraba con disimulo y envidia la naranja que el hombre del vagón pelaba tan cuidadosamente sobre un pañuelo blanco. Me contó que su madre, al final de su vida, en la habitación del hospital donde ella pasaba las noches haciéndole compañía, se despertaba a veces de una pesadilla y le pedía que no cerrara la puerta con llave, respirando con la boca abierta, mirándola con los ojos dilatados por un miedo que no era sólo el de su muerte próxima sino también, y quizás más angustiosamente, el de la muerte de la que ella y su hija habían escapado hacía cuarenta y cinco años.
Al final de la comida en la Unión de Escritores hubo varios brindis de un fervor etílico muy acentuado, pero no recuerdo si alguno fue en mi honor, o si lo hicieron en danés y yo no llegué a enterarme. De aquel viaje a Copenhague el recuerdo más preciso que me queda, aparte de la estatua misántropa de Kierkegaard y el tejadillo andaluz del Pepe's Bar, es el del viaje de aquella señora llamada Camille Safra en el otoño lluvioso y lúgubre del final de la guerra en Europa. En los viajes se cuentan y se escuchan historias de viajes. Doquiera que el hombre va lleva consigo su novela, dice Galdós en Fortunata y Jacinta. Pero yo, algunas veces, mirando a algunos viajeros que no hablan con nadie, que permanecen callados y herméticos junto a mí en su butaca del avión o beben su copa en la cafetería del tren o miran fijamente el monitor donde transcurre una película, me pregunto que historias sabrán y no cuentan, qué novelas lleva cada uno consigo, de qué viajes vividos o escuchados o imaginarios se estarán acordando mientras viajan en silencio a mi lado, un poco antes de desaparecer para siempre de mi vista, caras ni siquiera recordadas, como la mía para ellos, como la de Franz Kafka en el expreso de Viena o la de Niceto Alcalá Zamora en un autobús que recorre los paisajes desolados del norte de Argentina.