Dime tu nombre

Permanecía inmóvil, esperando, dejaba pasar el tiempo, vivía observando las cosas detrás de una ventana, durante horas, en la oficina en la que sólo llegaba alguien a media mañana, emisarios del mundo exterior, en general artistas de segunda o tercera fila, poetas de la provincia en busca de un recital o de una subvención para publicar un libro de versos, gente que golpeaba medrosamente en la puerta y que podía permanecer horas en la pequeña antesala, aguardando un contrato o un pago, la oportunidad de una entrevista, de entregar un dossier mal fotocopiado que de algún modo llegaría, a través de mis manos, al gerente para quien yo trabajaba y de quien dependían las decisiones cruciales, que tardaban mucho tiempo en llegar, empantanadas con frecuencia en las lentitudes arcaicas de la administración, o simplemente retrasadas por negligencia o descuido, porque el gerente no miraba los documentos que yo dejaba encima de su mesa o a mí se me olvidara o me diera pereza tramitarlos, aletargado por la indolencia y la soledad en la oficina, ausente de mis propios actos y de las personas con las que trataba, siempre algo desenfocadas frente a mí, menos reales que las que habitaban mi imaginación o mis recuerdos, o ese espacio confuso de bruma en el que no estaban claros los límites entre lo recordado y lo inventado. En una carta de Franz Kafka reconocía los síntomas exactos de mi enfermedad, de mi absoluta desidia: estaba como muerto, con una carencia absoluta de todo deseo de comunicación, como si no perteneciera a este mundo, pero tampoco a ningún otro; como si durante todos los años transcurridos hasta este momento sólo hubiera hecho mecánicamente lo que se deseaba de mí, esperando en realidad una voz que me llamara.

Escribía cartas, las esperaba, y cuando recibía alguna y la contestaba rápida y tumultuosamente dejaba que pasaran unos días antes de regresar a la actitud de espera, porque sabía que la próxima carta iba a tardar en llegar al menos dos semanas, si no se retrasaba tanto como las decisiones inescrutables que aguardaban los solicitantes en la antesala de mi oficina. Los días siguientes a una nueva carta eran un tiempo neutro, en suspenso, porque en ellos tenía que apaciguarse la expectación, y también el miedo a que ya no viniera ninguna carta más. No obstante, también en esos días esperaba, de una manera atenuada, por la simple costumbre de esperar, y si entre las cartas y los documentos que traía cada mañana un ordenanza veía el filo listado de un sobre de correo aéreo surgía insensatamente un sobresalto de esperanza recobrada, aunque la última carta hubiera llegado sólo dos o tres días antes. Pero esta avidez de cartas es insensata. ¿No basta acaso una sola, una sola certeza? Por supuesto que basta, y no obstante uno se tiende y bebe la carta y no sabe nada, salvo que no desea cesar nunca de beberla.


Trabajaba solo, fuera del edificio principal de la administración, en uno de los pisos que se alquilaban para las nuevas oficinas, lugares provisionales que siempre tenían algo de furtivos, casi de clandestinos, muchas veces sin un escudo oficial en la puerta, o sólo con un letrero improvisado, al final de pasillos estrechos o de escaleras empinadas, muy cerca de la sede central pero de algún modo a sus espaldas, en los callejones que la rodeaban, en los que había tabernas antiguas y pequeñas tiendas, bodegas de borrachos turbios y tiendas en las que no muchos años atrás se habían vendido con disimulo condones y revistas obscenas. En los callejones tan angostos que apenas dejaban paso al sol había siempre un ligero olor a alcantarilla, a penumbra húmeda, que se hacía más intenso en las esquinas que daban a los últimos residuos de lo que había sido el barrio de las putas, en otro tiempo un laberinto que se llamó la Manigua, y ahora apenas un par de callejas de las que a veces emergían sus últimas supervivientes, mujeres viejas, gordas y pintadas o algunas jóvenes y lívidas, acuciadas por la heroína, con los tacones torcidos y un cigarrillo cruzándoles la mancha roja de la boca, espectros al fondo de portales lóbregos.

Permanecía inmóvil, sentado tras la mesa de la oficina, esperando, y podían pasar horas sin que llegara nadie, mañanas en las que sólo había una o dos visitas, aparte de las del ordenanza o de algún funcionario que entraba a pedirme algo, a consultar un expediente de mi archivo, en el que yo tenía guardados por orden alfabético los dossieres que me enviaban por correo o me entregaban los artistas, y en orden cronológico los informes de las actuaciones ya realizadas, en carpetas de color crema en las que lo conservaba escrupulosamente todo, el cartel del espectáculo, una entrada, los recortes de prensa, en caso de que hubiera alguno, el número de asistentes al acto, número que con cierta frecuencia era desalentador, según se correspondía con la envergadura y el atractivo más bien modestos de las actuaciones que yo me encargaba de programar, destinadas no a los escenarios importantes de la ciudad, sino a los centros culturales de los barrios, poco más que salones de actos escolares, o tablados al aire libre en plazuelas o parques durante los meses del verano, en los que también me correspondía organizar alguna verbena que siempre tenía añadido el adjetivo popular en los carteles que la anunciaban, verbenas con farolillos y conjuntos locales de rock, con tiovivos y tinglados de títeres.

La oficina ocupaba el ángulo más estrecho de un edificio triangular, que tenía una pastelería en la planta baja y una gestoría en el primer piso. De la pastelería llegan olores dulces y calientes de horno, de la gestoría una agitación de pasos, voces y teléfonos que contrastaban con la quietud silenciosa que reinaba en mi despacho la mayor parte del tiempo. Había dos ventanas, una que daba a la plaza del Carmen y otra a la calle Reyes Católicos, pero el portal estaba en un callejón estrecho y no muy transitado, de modo que no era fácil, al llegar cada mañana al trabajo, tener la sensación de que se llegaba a un perfecto observatorio secreto, tan propicio para el espionaje como para la huida. Entraba y salía sin que me viera nadie y desde las ventanas podía ver a quien pasara por aquella encrucijada céntrica de la ciudad, muchas veces conocidos míos a los que me atraía observar en esas actitudes de quien camina solo y no piensa que alguien puede estar mirándolo. Siempre me parecían desconocidos, personas distintas a las que yo trataba. Quién es de verdad el que va solo, provisionalmente desprendido de los lazos con otros, de la identidad que las miradas de otros le otorgan.


Como Manuel Azaña en su adolescencia de niño gordo y miope, yo quería ser el capitán Nemo. Era encerrado de ocho a tres entre aquellas paredes el capitán Nemo en su submarino y Robinson Crusoe en su isla, y también el Hombre Invisible y el detective Phillip Marlowe y el Bernardo Soares de Fernando Pessoa y cualquiera de los oficinistas de Franz Kafka, sombras de él mismo y de su trabajo en la compañía para la prevención de accidentes laborales en Praga. Me imaginaba que pertenecía igual que ellos a un linaje de desterrados secretos, extranjeros en el lugar donde han vivido siempre y fugitivos sedentarios que esconden su íntima rareza y su exilio congénito bajo una apariencia de perfecta normalidad, y que sentados en una mesa de oficina o recorriendo en autobús el camino hacia el trabajo pueden alcanzar resplandecientes iluminaciones de aventuras que no les sucederán, de viajes que no harán nunca. En su oficina del servicio de Aguas de Alejandría Constantino Cavafis imagina la música que escuchó Marco Antonio la noche anterior a su perdición definitiva, el cortejo de Dionisos que le abandona. En una casa de comidas de Lisboa o en el recorrido de un tranvía Fernando Pessoa mide pensativamente los versos de un poema sobre un fastuoso viaje a Oriente en transatlántico. A un hotel de Turín llega un hombre ensimismado y con gafas, apacible, bien vestido, aunque con un punto de rareza que impide que parezca un viajante, se registra para esa sola noche, y nadie sabe que es Cesare Pavese y que en su equipaje mínimo hay una pistola con la que dentro de unas horas se quitará la vida. Yo imaginaba el suicidio con detallismo morboso y suponía literariamente que pegarse un tiro o dejarse matar despacio por el alcohol eran formas radicales de heroísmo. Veía a los borrachos terminales en las tabernas sombrías de los callejones sintiendo una mezcla sórdida de atracción y rechazo, como si cada uno de ellos escondiera una verdad terrible cuyo precio fuese la autodestrucción. Me cruzaba con hombres de mirada huraña y ademanes de perturbados y me imaginaba a Baudelaire en los delirios finales de su vida, extraviado en Bruselas o en París, y a Sören Kierkegaard, peregrino y náufrago en las calles de Copenhague, urdiendo diatribas bíblicas contra sus paisanos y sus semejantes, escribiendo mentalmente cartas de amor a una mujer, Regina Olsen, de la que se había apartado tal vez muerto de miedo cuando ya estaba comprometido con ella, y a la que sin embargo no perdonaba después que se casara con otro hombre. Encerrado en mi oficina leía cartas y diarios y cuadernos de notas de Sören Kierkegaard, y aprendía en Pascal que los hombres casi nunca viven en el presente, sino en el recuerdo del pasado o en el deseo o el miedo del porvenir, y que todas las desgracias le sobrevienen al hombre por no saber quedarse solo en su habitación.

¿Le llegaban a Kafka las cartas de Milena a su domicilio familiar o prefería recibirlas en la oficina? Él le mandaba a ella las suyas a la lista de correos de Viena, para que no las viera su marido. Leyendo tantos libros yo no sabía de verdad nada. No sabía que Milena Jesenska era algo más que la sombra a la que se dirigen las cartas de Kafka o que transita a veces por las páginas de su diario, sino una mujer valerosa y real que se labró obstinadamente su destino en contra de las circunstancias hostiles y de un padre tiránico, escribió libros y artículos a favor de la emancipación humana y amó pasionalmente a varios hombres, que siguió escribiendo con gallardía temeraria cuando los nazis ya estaban en Praga y fue detenida y enviada a un campo de exterminio, donde murió el 17 de mayo de 1944, veintidós años después que el hombre cuyas cartas leía yo en mi oficina, y que tal vez habría muerto en la cámara de gas, igual que sus tres hermanas mayores, si no lo hubiera matado la tuberculosis.

Vivía rodeado de sombras que suplantaban a las personas reales y me importaban más que ellas y paladeaba nombres de ciudades en las que no había estado, Praga o Lisboa, o Tánger, o Copenhague, o Nueva York, de donde me llegaban las cartas, mi nombre y la dirección de esa oficina escritos en los sobres con una caligrafía que nada más verla era para mí no sólo el anticipo sino también la sustancia de la felicidad. Guardaba en un cajón de mi mesa las Cartas a Milena, y a veces lo llevaba conmigo en el bolsillo para el viaje en autobús. Alimentaba mi amor de la ausencia de la mujer amada y de los ejemplos de amores fracasados o imposibles que había conocido en el cine y en los libros. Mano dispensadora de la felicidad, dice Franz Kafka en una carta de la mano de Milena, y esa mano de una mujer que yo entonces no sabía que había muerto en un campo de exterminio era también la mano recordada y ausente que escribía mi nombre en los sobres llegados de América.


Vivía escondido en las palabras escritas, libros o cartas o borradores de cosas que nunca llegaban a existir, y fuera de aquel ensueño, de aquella oficina que concordaba conmigo más que mi propia casa y era, de una manera rara y oblicua, mi domicilio íntimo, no sólo el lugar donde trabajaba y donde recibía cartas, fuera de mis imaginaciones y del espacio desastrado y más bien vacío que limitaban sus paredes, el mundo era una niebla confusa, una ciudad que yo veía tan desde fuera como si no viviese en ella, igual que hacía mi trabajo con tanta indiferencia como si en realidad no fuera yo quien se ocupara de él. Mi vida era lo que no me sucedía, mi amor una mujer que estaba muy lejos y quizás no volviera, mi verdadero oficio una pasión a la que en realidad no me dedicaba, aunque me llenase tantas horas, aunque hubiera empezado a publicar con seudónimo algún artículo en el periódico local, teniendo luego la sensación de que era una carta dirigida a nadie, si acaso a unos pocos lectores tan aislados como yo en nuestra provincia melancólica, en nuestra rancia lejanía de todo, de la verdadera vida y de la realidad que contaban los periódicos de Madrid, en los que la gente parecía existir con más fuerza indudable que nosotros.

Leía en Pascal: Mundos enteros nos ignoran. Leía tan ansiosamente, con la misma voluntad de ceguera y amnesia con que aspira la pipa de opio Robert de Niro en aquella película de Sergio Leone que se estrenó entonces, Érase una vez en América. Emergía tan trastornado de los libros como de las películas, como cuando se sale de la oscuridad del cine y aún hace sol en la calle. Algunas tardes aceptaba compromisos laborales a los que en realidad no estaba obligado o inventaba pretextos para irme unas horas a la oficina, y me quedaba allí, sentado tras la mesa, mirando hacia la puerta que daba a la pequeña antesala, imaginándome que era un detective privado, tan puerilmente, casi a los treinta años, como me imaginaba cuando tenía doce que era el Conde de Montecristo o Jim Hawkins, o se me iba el tiempo observando la calle, sin peligro de que nadie me viera desde abajo o ninguna visita viniera a interrumpirme. Había leído en Flaubert: Todo hombre guarda en su corazón una cámara real; yo he sellado la mía. Tenía la cabeza llena de frases de libros, de películas o de canciones, y sentía que en esas palabras y en las de las cartas estaba mi único consuelo posible contra el destierro en el que me hallaba confinado. Leía el diario de Pavese, envenenándome de su nihilismo maléfico y su torpe misoginia, que yo tomaba por lucidez, igual que a veces tomaba por clarividencia y entusiasmo los efectos de un exceso de alcohol. Vendrá la muerte y tendrá tus ojos. Leía como fuma el opiómano y como bebe el alcohólico, con una voluntad metódica de enajenación. Escribir y leer era ir tejiendo a mi alrededor los hilos del capullo protector y sofocante en el que me envolvía, mi vestidura y mi pócima de hombre invisible, escaparme inmóvil por un túnel que nadie podría descubrir, arañando la pared de la celda con la misma paciencia que Edmundo Dantés en El conde de Montecristo. La línea azul de tinta de la pluma era el hilo de seda que segregaba sin descanso para ir escondiéndome, para irme inventando a mi alrededor un mundo que no existía, habitado por hombres y mujeres casi del todo imaginarios, que me suavizaba el trato áspero con la realidad. El roce leve de la pluma sobre el papel, los golpes de las teclas en la máquina de escribir, que era todavía mecánica y muy ruidosa, como las máquinas de escribir de los escritores fabulosos del cine, las que uno imaginaba que usarían Chandler o Hammett, héroes literarios y glorificados borrachos de la época, a los que yo reverenciaba con esa vulgaridad que nos vuelve idénticos a nuestros contemporáneos, permitiéndonos a la vez sentirnos originales e insobornables solitarios. Sueños de alcohol y humo de tabaco de los años ochenta, tan bochornosos retrospectivamente como una gran parte de mi existencia enajenada de entonces, tan lejanos como el recuerdo de aquella oficina y el de la mujer a la que le escribía las cartas, sin darme cuenta de que la quería no a pesar de que viviera al otro lado del océano y con otro hombre, sino precisamente por eso, porque mi amor estaba hecho de la distancia y de la imposibilidad, y si aquella mujer hubiera vuelto dejándolo todo y se hubiera ofrecido a irse conmigo tal vez yo me habría quedado paralizado, aterrado, y habría huido de ella como es posible que retrocediera Franz Kafka ante la pasión decidida y terrenal de Milena Jesenska, prefiriendo el refugio de las cartas, la absolución y el refugio de la lejanía.


No había placa ni indicación alguna de que en el edificio se encontraba una dependencia oficial, ni siquiera un letrero en el buzón. Todo seguía sus lentos pasos administrativos, y hasta que el negociado de Régimen interior instalase el escudo oportuno junto a la entrada y sobre la puerta de la oficina pasarían muchos meses, si no era que con la precariedad caprichosa con que sucedía todo se producía inesperadamente el traslado a otro lugar, otro piso alquilado en las proximidades o algún despacho vacante en el edificio principal, y había que empezar a instalarse de nuevo, la mesa y el armario metálico con los expedientes y la máquina de escribir, las carpetas de borradores que nunca alcanzaban una forma definitiva, o satisfactoria, los libros que llenaban las horas de espera y ensueño perezoso, las cartas guardadas bajo llave en un cajón, releídas con la parsimonia necesaria para que su efecto no se atenuara, para que no fuese tan largo el tiempo de espera hasta la carta próxima.

Era una vida desmedulada de presente: pasado y porvenir, y un paréntesis en medio, un espacio vacío, como los espacios que separan las palabras escritas, el golpe automático de pulgar en la barra larga de la máquina, la línea que separa dos fechas en un calendario, el tiempo mínimo que transcurre entre dos latidos del corazón. Habitaba en pasados ilusorios o lejanos y en porvenires quiméricos, en el instante en que llegó la carta anterior entre los sobres vulgares y administrativos de la bandeja del correo y la hora o el día futuro en que vería el filo de una nueva carta, distinguiéndolo desde lejos, desde el momento en que aparecía en la puerta el ordenanza con la gran carpeta de la correspondencia bajo el brazo, inconsciente del tesoro que me traía.

La vida real estaba en un plano alejado, como un diorama al fondo de un escenario. La vida real y el tiempo presente eran justo el ámbito de la espera, el espacio de separación entre lo recordado y lo anhelado, un espacio tan despojado y neutro como la pequeña sala donde a veces esperaba alguien para que yo lo recibiera, un solicitante en espera de un contrato para una actuación o de una entrevista con alguno de mis superiores, a ser posible el gerente, que era el que tomaba las decisionesyal que yo sometía mis informes, pero que muy rara vez aparecía por la oficina, dedicado a tareas de más importancia y representación en el edificio principal, donde tenía su propio despacho, y donde recibía a las personalidades relevantes de visita en la ciudad, a los artistas de primera fila cuyas actuaciones se programaban en el teatro central o en el gran auditorio: gerentes de compañías catalanas de teatro de vanguardia, solistas célebres, directores de orquesta.

A primera hora de la mañana yo buscaba en la página de cultura del periódico las noticias de la llegada de esas personalidades, las entrevistas y las fotos que les hacían, con frecuencia estrechando la mano de alguno de mis superiores, sobre todo el gerente, que sonreía tanto en ellas, en posición inclinada hacia la celebridad, para estar seguro de que no quedaba fuera del encuadre. Las recortaba y las guardaba en una carpeta, pegando el recorte sobre una cartulina, al pie de la cual había mecanografiado la ocasión y la fecha.

Los artistas a los que yo contrataba no solían ocupar más que un pequeño recuadro en alguna esquina poco llamativa del periódico, sueltos anónimos o firmados con unas iniciales, algunas veces las mías, porque más de una vez el redactor de turno reproducía la nota que yo había enviado a la sección de cultura. Teatreros se llamaban muchos de ellos a sí mismos, y a mí esa palabra me repelía un poco, me hacía recordar las artes menesterosas con que interpretaban, la pobreza de sus vestuarios y sus decorados, la roma espontaneidad de sus espectáculos, en los que parecía que perduraba la penuria y la chapuza de los comicastros ambulantes de otras épocas, sólo que ahora renovada de mugre hippy, de recuelos y saldos de creación y participación colectiva, de comunas decrépitas. Se pintaban las caras de payasos y se vestían de harapos y tocaban el tambor o saltaban sobre zancos en sus desfiles de teatro de calle. Las mujeres vestían mallas sudadas y no se afeitaban las axilas, y se comportaban con un pudor sin sensualidad que a mí me producía desagrado físico. Se les pagaba poco, porque los presupuestos que yo manejaba eran muy bajos, y además tardaban mucho tiempo en cobrar, y se presentaban cada mañana en mi oficina, escuchaban mis explicaciones sin entenderlas mucho, y tal vez sin creerlas, todos los trámites que era preciso completar, la peregrinación misteriosa de los papeles de unos despachos a otros, de Secretaría a Intervención y a Depositaría, las dilaciones, los descuidos y negligencias, en los que yo mismo incurría, y que podía suponer una o dos semanas más de espera, justificada por embustes en los que poco a poco me había vuelto experto: me han dicho en Secretaría que hoy mismo pasan a la firma el libramiento de pago, mañana sin falta me ocupo yo de abreviar el trámite en Intervención.


Esperaban, igual que yo, vivían en el tiempo en blanco, en la pequeña antesala de mi oficina, inhóspita y pobre como la de un médico de reputación turbia, o la de uno de esos detectives de las novelas, esperaban a ser contratados o simplemente recibidos o a que les pagaran, traían sus dossieres, sus fotocopias confusas, sus mediocres o inventados currículos, y a mí, sin que me importara nada, ni ellos ni sus vidas ni sus espectáculos ni mi trabajo, me correspondía darles aliento o inventar dilaciones, inventar excusas para el retraso en una decisión, en un contrato o en un pago, sugerir nuevos procedimientos administrativos que ellos no iban a seguir, ya que ni siquiera entendían el lenguaje en que yo se los explicaba. Había un poeta gitano de pelambre blanca y rizada y patillas de hacha que aseguraba haber traducido al caló las obras completas de García Lorca y parte del Nuevo Testamento, y para demostrarlo llevaba consigo el manuscrito entero de su traducción en un gran cartapacio, pero sólo lo abría un instante y me mostraba con recelo la primera página, porque tenía miedo a ser plagiado o robado, y se negaba a dejar en mi oficina el mazo de folios al que venía dedicándole su vida por miedo a que se extraviara en ella, entre tantos papeles, o a que se declarase un incendio en el horno de la pastelería de la planta baja y ardiese su Lorca en romaní. Le dije que por qué no me dejaba una fotocopia, y que a él mismo le convenía tener otra, en previsión de una pérdida del original, pero tampoco se fiaba de los empleados de las fotocopiadoras, que en un descuido podían quemarle las páginas de su libro, o que sin él darse cuenta podían hacer otra copia y venderla, o publicarla firmada con otro nombre. No, él no podía desprenderse de su manuscrito, que llevaba muy apretado entre los brazos cuando se sentaba al otro lado de mi mesa o esperaba en la antesala a que llegara el gerente, y no podía descansar hasta que no estuviera publicado, con su nombre en letras bien grandes en la portada, y su foto en la contracubierta, para que no cupiera la menor duda sobre la identidad del autor, la cara de gitano de grabado o de daguerrotipo romántico que todo el mundo conocía en la ciudad.


Aún la veo claramente en el recuerdo, la cara rústica y morena y la pelambre blanca, y de pronto surge un pormenor inesperado, los grandes anillos de plomo o de hierro que el traductor romaní llevaba en las manos, y que acentuaban el peso con que las dos manos caían sobre el cristal de mi mesa o sobre la gran carpeta hinchada de folios manuscritos que aquel hombre estaba siempre defendiendo contra el mundo, contra la adversidad y el robo, contra la indiferencia y la lentitud administrativa que se encontraba cada día, sentado en la antesala con la carpeta sobre las rodillas, o deambulando por los alrededores del edificio principal con la esperanza de sorprender al gerente, o incluso a algún superior de máxima envergadura, y de lograr así, al asalto y en medio de la calle, lo que la espera paciente nunca le deparaba, la entrevista en la que le sería concedido el dinero necesario para publicar su obra magna, o al menos una parte, quizás el Romancero gitano, que él me recitaba primero en castellano y luego en romaní, cerrando los ojos y apretando los párpados, adelantando la mano derecha con el índice extendido, como un cantaor en trance.

Yo lo veía desde mi ventana, como veía a tanta gente, hombres y mujeres, conocidos y desconocidos, figuras que pasaban por el diorama irreal de mi vida en aquel tiempo, lo veía cruzar el paso de peatones con ademán resuelto y con su carpeta apretada entre los brazos, como para que un golpe de viento o un ladrón no se la arrebataran, y de algún modo ese hombre que yo distinguía entre la multitud y cuyos movimientos y gestospodía predecir desde mi observatorio no era el mismo que unos minutos más tarde entraba en mi oficina y me preguntaba si yo creía que esa mañana vendría el gerente.

Yo fingía hacerle caso, y luego fingía que estaba muy ocupado, que ordenaba recortes o expedientes sobre la mesa o cotejaba cifras en un informe económico. Quería quedarme solo cuanto antes, regresar al libro o a la carta que la visita había interrumpido, y la impaciencia poco a poco se me convertía en irritación, aunque intentaba contenerla. No, esta mañana ya no vendrá el gerente, me ha llamado para que cancele todas sus citas porque está en una reunión muy importante, y el hombre cerraba de nuevo su carpeta, se ponía en pie apretándola entre las grandes manos de albañil o de herrero, decoradas con anillos como de un rudo esplendor asiático, y un minuto después de que hubiera salido de la oficina yo lo veía cruzar la calle ensimismado y un poco más lento que cuando lo vi venir, pero igual de decidido, concediéndose un plazo más de espera sin rendirse al desánimo, quizás recitándose en la imaginación alborotada versos de Lorca y sermones evangélicos en castellano y romaní: pero ahora pienso, de pronto, justo mientras escribo, que aquel hombre no estaba más enajenado que yo mismo, y me pregunto cómo habría podido verme alguien que me observara entonces desde una ventana sin que yo lo advirtiese, mientras caminaba por esas mismas calles tan intoxicado de palabras y quimeras como el poeta calé, la figura de un conocido que a esa distancia se vuelve un extraño y apenas ve lo que tiene a su alrededor, la ciudad habitada de fantasmas turbios del deseo y de los libros. No veían a Phillip Marlowe, ni al Hombre Invisible, ni a Franz Kafka, ni a Bernardo Soares: sólo a un empleado serio y vulgar de unos treinta años que todos los días sale de la oficina a la misma hora y lee un libro en la parada del autobús, a veces mientras anda por la calle, y cada cierto tiempo, una vez a la semana, desliza una carta en el buzón de Extranjero-Urgente que hay en un lateral del edificio de Correos.


Alguien aguarda ahora en la antesala, me pide permiso ceremoniosamente para pasar a mi despacho. Yo escondo en el cajón la carta o el libro que estaba leyendo. De todas las caras y los nombres de entonces, borrados desde hace mucho tiempo, surge una figura, ya sin nombre, y después otra que lo conserva intacto. Imágenes separadas, como fotogramas de dos historias distintas, pero las dos, al principio, instaladas en el mismo lugar y en la misma actitud, en la penumbra de la antesala mustia donde esperan horas o días los solicitantes. Primero un hombre, y luego una mujer, y tras esa precisión viene otra, la de los dos acentos diversos con los que me hablan. Escucho en el silencio en que sólo suena el teclado, veo como cerrando los ojos, aunque los tengo abiertos frente a la pantalla en la que las palabras surgen casi con la misma impremeditación con que aparecen las imágenes: la mujer no está sola, tiene un niño en brazos, o sentado en las rodillas, porque no es un bebé, sino un niño de dos o tres años. Qué suerte, me dice ella, que habla con un acento del Río de la Plata, montevideano o porteño, me alegro tanto de que él no pueda recordar.

El hombre habla un español meticuloso y un poco rígido, que aprendió en su país, ya no me acuerdo si Rumania o Bulgaria, cuando era adolescente y se imaginaba España no como un país real, sino como un reino fabuloso de la literatura y de la música, sobre todo de la música, las piezas de inspiración española que iba estudiando en el conservatorio, en su lejana edad de niño prodigio, cuando asombraba a sus profesores tocando de memoria al piano pasajes difíciles de Albéniz, de Falla o Debussy, invocaciones de jardines a la luz de la Luna y de palacios musulmanes con resplandores de pedrería y rumores de fuentes. Leía traducciones de Washington Irving y escuchaba y aprendía rápidamente a tocar la Rapsodia española, de Ravel y el Atardecer en Granada, de Debussy, que no había visto la ciudad cuando escribió esa música, me contó el pianista, y que en realidad nunca viajó a España, teniéndola tan cerca y habiendo escrito tanta música en que la invocaba. Me dijo que la primera vez que se paseó por la Alhambra, después de escapar de su país, esa música de Debussy iba sonando exactamente en su imaginación, y que le parecía que reconocía las cosas según iba viéndolas, que se las habían anticipado no las fotografías ni los grabados de los libros sino las tenues notas del piano.


Al principio fue un solicitante como cualquier otro, aunque algo mejor vestido, con modales más correctos, tan meticulosos como su manejo de la lengua española, alguien que aguardaba en la media luz de la antesala, hojeando una revista sobre la mesa baja, como si estuviera en la sala de espera de un médico. También traía su dossier, su carpeta de recortes y fotocopias, pero la tenía más organizada de lo que era normal, como con un acabado más perfecto, las hojas protegidas por fundas de plástico, algunas con fotos y programas en color de recitales por ciudades del centro de Europa, algunas veces con los textos en caracteres cirílicos. En la portada del dossier estaba su foto a gran tamaño, una foto profesional de artista, aunque algo anticuada, una versión más joven y fornida del hombre que yo tenía ante mí, con el pelo largo de impetuoso concertista romántico, con un frac muy ceñido, el codo apoyado en la tapa de un piano, la mano en la mejilla y el dedo índice en la frente, en una actitud de ensoñación, de consumado virtuosismo. O tal vez estoy recordando la portada del disco de música española que había publicado en el momento más prometedor de su carrera, y que se empeñó en regalarme aunque previamente me había dicho que le quedaban muy pocos ejemplares, porque todos sus discos y sus libros, todo lo escaso y valioso que tenía, salvo sus credenciales de músico, todo lo había dejado atrás al marcharse, al otro lado de la frontera que entonces dividía Europa y parecía que iba a durar siempre. No deserté, no me escapé, decía: me fui, como se dice en español, y ponía mucho cuidado al enunciar el giro castizo, porque me dio la real de la gana, porque no quería pasarme el resto de mi vida obedeciendo, temiendo que mi vecino o mi colega fuera un espía o que hubiera micrófonos ocultos hasta en el camerino del auditorio donde iba a tocar. Pero no fue por un impulso de disidencia política, aseguraba, sentado en mi despacho, mientras yo deseaba que se fuera para quedarme otra vez solo y él hacía tiempo por si esa mañana llegaba el gerente: ¿Sabe por qué me fui de verdad, por qué no soportaba más vivir en mi país? Por aburrimiento. Porque todo era siempre igual, la cara del jefe del gobierno en todos los carteles y en todos los periódicos y en la televisión y su voz en la radio, y porque todo era muy difícil, y muchas veces imposible, las cosas que para ustedes en Occidente son normales, comprar un bote de champú o buscar un número de teléfono en la guía. En mi país no hay guías de teléfono, y es dificilísimo conseguir una fotocopia, o un permiso para viajar al extranjero, y si intentas introducir una máquina de escribir te la confiscan en la aduana y además te ponen en la lista de los sospechosos. Pero qué digo de mi país. Mi país ahora es España.

Dejó a un lado el dossier, asegurándose de que abrochaba bien el álbum para que no se saliera ninguna fotografía, programa o recorte, buscó en el interior su chaqueta demasiado ceñida -de terciopelo, me acuerdo ahora, con las solapas muy anchas, como de un dandismo obsoleto o erróneo, una chaqueta más de cantante melódico que de pianista-, y por un momento se le puso cara de alarma y palpó todos los bolsillos, mirándome con una sonrisa de embarazo y disculpa, como si yo fuera un policía que le hubiera pedido la documentación: fueron sólo unos segundos, porque enseguida los dedos ansiosos tocaron lo que buscaban, las tapas flexibles de un pasaporte tan cuidado que parecía nuevo, igual que el carnet de identidad que me enseñó a continuación el pianista, con su foto en color bajo el plástico liso y su raro nombre rumano o eslavo que ya he olvidado.

Sus dedos largos y pálidos tocaban esos documentos con delicada reverencia, con el asombro incrédulo de que de verdad existieran, con la incertidumbre de que pudieran perderse. Tantos años viviendo en un país del que sólo deseaba irse y visitar otro que él sólo conocía por los libros y la música, por los nombres sonoros de las partituras que aprendía sin ninguna dificultad en el Conservatorio, tanto miedo en vísperas de la decisión final, cuando saltó por la ventana del lavabo de un camerino para que no lo vieran sus compañeros de gira por España ni los agentes de la policía política que los vigilaban, tanto tiempo esperando, haciendo declaraciones en despachos policiales y presentando papeles, viviendo en albergues de la Cruz Roja o en pensiones ínfimas, con el miedo permanente a ser expulsados o, peor aún, repatriado, qué horrorosa palabra, me dijo, sin dinero, sin identidad, en tierra de nadie, entre la vida de la que había escapado y la que no llegaba a empezar, despojado de las seguridades y privilegios que disfrutó como pianista de renombre en su país, inseguro sobre las expectativas de emprender aquí una nueva carrera, siendo un desconocido.

La expresión deslumbrada de quien sostuvo mucho tiempo un sueño y logró realizarlo contrastaba en su cara, en su mirada, en su presencia general, con los síntomas de una melancólica y gradual capitulación ante las adversidades de la realidad que trajo consigo el cumplimiento del sueño. Había sido un niño prodigio en el conservatorio de Bucarest o de Sofía, y su colección de recortes y programas atestiguaba una carrera distinguida por salas de conciertos del este de Europa. Pero ahora perdía mañanas enteras en la antesala de mi oficina aguardando la decisión sobre un contrato que le garantizaría, como máximo, dos o tres actuaciones en centros culturales de la periferia, en salones de actos con mala acústica y pianos mediocres y mal afinados.

No se permitía el desánimo, y si entraba en mi oficina y yo le decía que el gerente no iba a venir o que aún no estaban empezados los trámites para su contratación, me sonreía débilmente y me daba las gracias e inclinaba la cabeza antes de salir con una mezcla de antigua cortesía centroeuropea y de rigidez comunista, con un instinto de obediencia medrosa a cualquier funcionario que tal vez ya no perdería nunca. Era un hombre joven, menudo, que en el recuerdo ya muy débil se me presenta parecido a Román Polanski: seguramente ya no era joven, pero conservaba, igual que Polanski en las fotos, un aire invariable de juventud, una especie de viveza fugitiva en la mirada y en los ademanes, que a una cierta distancia borraban los signos de la edad ya muy marcados en los rasgos.

Daba clases particulares, buscaba y aceptaba conciertos casi en cualquier parte, cobrando muy poco, cachets a veces tan bajos que cuando hacía cuentas se decía a sí mismo, con uno de esos giros españoles que le gustaban tanto, lo comido por lo servido. Pero también se decía, menos da una piedra, y más vale pájaro en mano que ciento volando, en su concienzudo español aprendido apasionadamente en una capital de tranvías decrépitos, de inviernos larguísimos y noches prematuras, hablado a solas con una íntima felicidad de escapatoria y rebeldía, con la conciencia de que al estudiar esa lengua estaba anticipando un atributo necesario y tangible del sueño que le alimentaba la vida, igual que al aprender a tocar en el piano los pasajes más difíciles de la suite Iberia de Albéniz o la Rapsodia española de Ravel. Y ahora, aunque veía que los frutos de su sueño cumplido eran tan mezquinos, porque en España no contaban para nada los méritos de su antigua carrera de virtuoso del piano, y tenía que actuar, las raras veces que lograba un contrato, en sitios lamentables, aunque se veía en su ropa decente y gastada que vivía bajo el agobio constante de la necesidad, aun así no se permitía a sí mismo rendirse al desaliento, y seguía mostrando un entusiasmo agradecido por todas las cosas de su nuevo país, una felicidad que vista desde fuera parecía algo patética, como la de un enamorado al que sabemos que su amante desdeña o maltrata y sin embargo sigue conservando hacia ella una devoción ilimitada, fuera de proporción con los dones tan escasos que recibe.


He olvidado tantas cosas de entonces, las he querido borrar de mi memoria para que no me la infectaran de remordimiento y vergüenza, de disgusto de mí mismo. Pero ahora me acuerdo de algo que me contó ese hombre, el pianista búlgaro o rumano, no sé si en mi oficina o en uno de los bares de los callejones donde desayunábamos los empleados de baja graduación, quizás una vez que se empeñó en invitarme a un café o a una caña, para celebrar modestamente que por fin le habían contratado un concierto, o que lo había cobrado después de días o semanas de tortuosas dilaciones administrativas.

Volvía a España desde París, en un tren nocturno que llegó al amanecer a la frontera de Irán. Era la primera vez que viajaba con su nueva documentación española. Había participado en un festival benéfico de artistas de su país en el exilio. No pudo dormir en toda la noche, por culpa de la incomodidad del asiento de segunda, agravada por la descortesía de los viajeros y los revisores franceses, que casi en cada estación le forzaban a levantarse, porque su billete era el más barato y no tenía derecho a reserva. Pero estaba nervioso, sobre todo, porque era la primera vez que iba a entrar en España con su nueva documentación, el pasaporte y el carnet de identidad que le habían entregado muy poco tiempo antes. En el departamento a oscuras, entre los pasajeros que roncaban, se palpaba los bolsillos de la chaqueta y del abrigo buscando una y otra vez su billete, su pasaporte, su carnet de identidad, y cada vez le parecía que los había perdido, o que tenía un documento y le faltaba otro, y cuando los encontraba volvía a guardarlos en un sitio que le parecía más seguro, el interior de un forro o un bolsillo con cremallera de su bolsa de viaje, pero ese nuevo escondite era tan improbable que se le olvidaba si se quedaba un rato vencido por el sueño. Abría los ojos con un sobresalto, buscaba sus papeles y ahora sí que estaba seguro de haberlos perdido, o de que uno de esos ladrones que rondan los trenes nocturnos se lo habría robado. Recordaba las horas de angustia y miedo en los puestos fronterizos de los países comunistas, la revisión lentísima de papeles y los signos de alarma cuando estaba a punto de cruzar una frontera y parecía que un defecto burocrático en algún documento lo iba a dejar atrapado. Decidió no volver a dormirse, guardar todos los papeles juntos en un solo bolsillo y no volver a moverlos y ni siquiera a tocarlos. Intentaba averiguar la hora a la escasa luz violeta encendida en el techo del vagón y en las paradas se fijaba en los nombres de las estaciones queriendo calcular cuánto faltaba todavía para Irún, impaciente por llegar y también asustado, más nervioso según el tren parecía que aumentaba la velocidad al aproximarse a la frontera. Tenía, como tantas veces en su vida, la sensación de no compartir la normalidad de las personas que le rodeaban, los viajeros españoles o franceses que dormían con toda tranquilidad en el departamento, seguros del orden de las cosas, perfectamente instalados en el mundo, a diferencia de él, que siempre había tendido a sentirse un intruso, y a no dar nada por garantizado y temer siempre que sobreviniera lo imprevisto.

Derrotado por el cansancio de la noche en vela se había dormido por completo cuando el tren se detuvo con gran ruido de frenos. Abrió los ojos y al principio, todavía atrapado por las ligaduras de un mal sueño, pensó que el tren había llegado a la frontera de su antiguo país, y que los guardias de uniformes grises lo detendrían en cuanto vieran que no llevaba consigo los documentos de identidad adecuados, el pasaporte viejo que también me enseñó, una reliquia del negro pasado, la prueba material de que había existido.

Bajó del tren apretando muy fuerte en una mano su bolsa de viaje y en la otra su pasaporte español. Previamente se había asegurado de que llevaba bien accesibles en el bolsillo todos los documentos del proceso de nacionalización, por si le hacía falta presentarlos. Se puso en la cola, en el lado español de la frontera, delante de la cabina donde había dos guardias civiles con cara de aburrimiento o de sueño. Usted no se lo creerá, porque en toda su vida habrá tenido miedo en una frontera, pero a mí me temblaban las piernas, y cuando fui a decirles buenos días a los guardias noté que se me había secado la saliva. Entonces, cuando se acercaba a la cabina con la boca seca y las palmas de las manos sudadas, con una sensación creciente de flojera en las piernas, ocurrió lo que aún seguía recordando con asombro y gratitud, lo que ningún otro viajero se habría parado a advertir. Miraba a uno de los guardias al acercarse a él, y le parecía que el guardia le devolvía una mirada de sospecha o recelo. Pero se armó de valor, como aquella otra vez que había saltado por la ventana de un lavabo, y adelantó con la máxima naturalidad que le fue posible el pasaporte, abierto cuidadosamente por la página en la que estaba su foto, preparado para dar explicaciones sobre la discordancia entre su nacionalidad y su nombre, para aportar rápidamente la documentación necesaria. Pero el guardia, sin mirar siquiera el pasaporte, sin fijarse en su cara, le hizo un gesto de urgencia con la mano, le dijo que pasara con una cierta rudeza española, y ese gesto de la mano y las dos palabras ásperas que le dijo el guardia civil le parecieron la bienvenida más hermosa que había recibido nunca, la señal indudable de su ciudadanía. Imitaba ante mí el ademán del guardia con su mano delgada y blanca de músico, todavía agradecido, maravillado del regalo que ninguno de los demás pasajeros amodorrados del tren habría sabido apreciar, repitiendo como un conjuro las palabras del guardia, venga, pase, joder, la jota fuerte que tanto le costaba imitar, y que pronunciaba con pulcritud y orgullo, como cada una de las palabras de la lengua que ahora no era ya la de los libros y los ensueños de la imaginación, sino la de su vida práctica y diaria.


Aparecían y desaparecían las caras de los desconocidos, en la sala de espera, o al otro lado de la mesa de mi oficina, y yo solía mirarlas con tan poca atención como escuchaba sus palabras, peticiones o exigencias de cosas que no estaba en mi mano conceder, y que no me importaban nada, aunque había aprendido a poner un gesto como de escuchar muy cuidadosamente, profesionalmente, tomando notas a veces, o fingiéndolo, dibujando monigotes o signos en la hoja en blanco que tenía delante de mí, en el interior de una carpeta de expediente, mientras informaba sobre trámites necesarios, inventaba explicaciones impersonales para el retraso en un pago que sin duda estaría a punto de llegar, aunque mi intervención no pudiera acelerarlo, si bien era posible que una palabra a tiempo del gerente obrase un efecto benéfico, en caso de que él, tan ocupado en tareas de más relieve y responsabilidad, accediera a tomarse un poco más de interés en el asunto. Siempre esperaba, cobijado en mi paréntesis de espacio y tiempo como en una madriguera, pero lo que estaba esperando más allá de la próxima carta era muy confuso para mí, una niebla de vaguedades e indecisiones que no me ocupaba en disipar. Permanecía inmóvil, en la provisionalidad de mi espera, encogido en el interior menos accesible de mí mismo, en una quietud como la del que ha escuchado el despertador y sabe que tiene que levantarse, pero se concede unos minutos, un solo minuto antes de abrir los ojos y saltar de la cama. No sabía si estaba esperando el regreso de la que me escribía las cartas, porque mientras vivía a este lado del mar y en la misma ciudad que yo tampoco me hizo demasiado caso, o al menos no por mucho tiempo. Nunca la sentí más lejos de mí, más inexpugnable, que las pocas veces que la tuve entre mis brazos. Si la buscaba me huía, pero si abandonaba desalentado la búsqueda era ella la que se acercaba a mí, siempre como una promesa intacta, borrándome del alma el resentimiento y la inseguridad, y haciéndome desearla otra vez tanto que iba codicioso y entregado hacia ella como hacia un imán, y en un instante, apenas la rozaba, ya estaba huyéndome de nuevo. Estando ahora tan lejos era cuando la sentía más próxima a mí, en la distancia y en las cartas, en mi ignorancia casi absoluta sobre la vida que llevaba.

En realidad no era más tangible para mí que las mujeres del cine en blanco y negro, que me subyugaban hasta despertarme una especie de quimérico enamoramiento, la nómina completa y previsible, Lauren Bacall, Ingrid Bergman, Gene Tierney, Ava Gardner, Rita Hayworth. En Gilda, que vi tantas veces, Rita Hayworth huye de Glenn Ford y de Buenos Aires y en un cabaret de Montevideo, vestida de blanco, canta y baila una canción que se titula Amado mío.

Amado mío

Love me forever

And let forever

Begin tonight.

En la película Montevideo no es nada más que un nombre, ni siquiera un decorado o una de esas falsas panorámicas delante de las cuales hablan los actores o fingen conducir un coche. La mujer que apareció una mañana en la sala de espera de mi oficina, con un niño en brazos, con un bolsón lleno de títeres, había huido de Montevideo a Buenos Aires en 1974, y cuatro años después de Buenos Aires a Madrid, embarazada, aunque todavía sin saberlo, esperando un hijo de un hombre al que se habían llevado una noche militares o policías de paisano y del que ya no volvió a saber más. Mientras hablábamos, el niño jugaba con los muñecos de madera de su madre, sentado en el suelo de mi oficina, y ella lo vigilaba de soslayo, con un desasosiego que no se apaciguaba ni un instante, consumida de pánico y de urgencias secretas, una mujer de treinta y tantos años con el pelo y los ojos muy negros, el pelo con una lisura y un brillo de crin, los ojos grandes, muy subrayados de rimmel, con un punto de exageración italiana, también en la nariz y en la boca, las manos fuertes, un poco masculinas, diestras en el manejo de hilos y muñecos, que inopinadamente sacó en una gran brazada de la bolsa y se puso a manejar delante de mí, después de conectar un radiocassette que también llevaba consigo en su equipaje de buhonero. Sobre el metal gris de la mesa y la confusión de mis papeles Caperucita Roja se internaba en un bosque dando saltitos al ritmo de la música del radiocassette y el lobo la acechaba detrás de una pila de expedientes, y la voz fuertemente acentuada del Río de la Plata contaba la historia y se desdoblaba en otras voces, la voz aguda de la niña, el vozarrón sombrío del Lobo, la voz cascada y regañona de la abuela. El niño se había puesto en pie y se acercaba como hechizado a la mesa, que le llegaba a la altura de los ojos, hechizado y medroso, como temiendo que el lobo también pudiera estar acechándole a él, sin mirar ni un instante las manos de su madre ni los hilos de los que colgaban los muñecos.

La demostración no duró más de dos o tres minutos, y cuando la música llegó al tachunda final y la cinta se detuvo los muñecos hicieron una gran reverencia al unísono y se quedaron caídos y desmadejados sobre los papeles de mi mesa, pero el niño seguía mirándolos con sus ojos de asombro, esperando que revivieran. Ya viste, dijo la mujer, en cualquier parte puedo montar mi tingladito, guardó los muñecos y el radiocassette en la bolsa y el niño enseguida volvió a sacarlos uno por uno, examinándolos despacio, como queriendo averiguar el secreto de su vitalidad extinguida, tan absorto en ellos y en sí mismo que no reparaba en mí ni en su madre, ni miraba una sola vez a su alrededor, a la oficina más bien desastrada en la que se encontraba, tan inhóspita acaso como el cuarto de pensión en el que los dos vivían desde su llegada a la ciudad, con el apuro de no saber durante cuánto tiempo podrían pagarla, me dijo la madre, urgiéndome nerviosamente a que le organizara una gira de actuaciones por las escuelas infantiles, por las aulas de párvulos de los colegios públicos.

También traía su dossier, desplegaba sus fotocopias y recortes, sus credenciales de otro país que aquí no le servían, diplomas de cursos en escuelas dramáticas de Montevideo y Buenos Aires que en España no le habrían valido para encontrar trabajo fregando suelos. Yo le contaba la letanía usual sobre solicitudes y trámites y plazos de espera y ella me sostenía la mirada con una expresión de incredulidad y casi de sarcasmo en sus ojos muy negros, perfilados de rimmel, como haciéndome saber que no creía lo que le estaba contando y que no le importaba, y que ni siquiera me lo creía yo mismo. Pero tenía prisa por acudir a otra cita, en otra oficina semejante a la mía, en la Diputación Provincial, me dejó el dossier sobre la mesa y escribió en la primera página el número de teléfono de la pensión, que era una muy lóbrega en la que yo me había alojado alguna vez en mis tiempos menesterosos de estudiante. Ella sabía Igual que yo que no había la menor necesidad de que dejara el teléfono, y que tendría que volver infructuosamente muchas veces, pero también sabíamos los dos que no había otro remedio y que ella tendría que perseverar y esperar aunque sintiera que su dignidad era humillada cada día que llamaba para ver si se sabía algo, si había ya alguna decisión, cada vez que empujara de nuevo la puerta de mi oficina y se sentara en la antesala en penumbra, siempre con el niño de la mano o en brazos, porque no podía dejarlo solo en la pensión, y porque no tenía a nadie a quien pudiera confiárselo, el niño que nunca llegaría a conocer a su padre ni a saber siquiera cuándo y cómo había muerto.

Ahora será un hombre joven de algo más de veinte años: verá la foto que su madre me enseñó, una de sus mañanas de espera en la oficina, la cara de un hombre con aire de muchacho, con gafas de montura gruesa, con el pelo voluminoso y rizado a la manera de los años setenta y las patillas largas, el fantasma de alguien que casi tiene su misma edad y sin embargo es su padre, y no está civilmente ni vivo ni muerto, ni enterrado en ninguna parte, ni consignado en un registro administrativo de defunciones, sino perdido en una especie de limbo, desaparecido, muriendo siempre, sin el descanso, para quienes le sobrevivieron y guardan su memoria, de saber cuándo murió y dónde lo enterraron, si es que no lo arrojaron al Río de la Plata desde un helicóptero, con los ojos vendados y las manos esposadas, o ya muerto, con el vientre rajado por un cuchillo, para que los tiburones dieran cuenta enseguida de su cadáver.


La mujer se echó a llorar y el niño, que jugaba en el suelo, perdido en sus imaginaciones, de repente pareció que se despertaba, y se volvió hacia ella, mirándola muy serio, como si hubiera podido entender lo que su madre había contado en voz baja. Me pidió un kleenex y cuando alzó los ojos vi que un hilo de rimmel le manchaba la mejilla. Ya se me pasa, dijo, disculpándose, apartándose el pelo liso y negro de la cara. Le di fuego y me sonrieron sus grandes ojos oscuros, brillantes de lágrimas, pero esta vez no era la sonrisa habitual de cortesía o de halago a mi posición administrativa, sino que estaba destinada a mí, a quien había escuchado con atención y preguntado detalles, a quien había ofrecido la precaria hospitalidad de la oficina, el tiempo largo y sosegado para la confidencia. Pensé con algo de íntima mezquindad masculina que era una mujer deseable, que quizás podría tener una oportunidad de acostarme con ella.

De su nombre sí que me acuerdo. Me lo dijo el primer día, cuando le pedí sus datos para rellenar una de mis fichas detalladas e inútiles, que permitían fingir como un principio de organización y ecuanimidad, y que yo mecanografiaba con pulcritud y clasificaba luego alfabéticamente, cada una de ellas en un cajón del archivador metálico, en el que había una pequeña etiqueta en cartulinas de colores diversos, según el fichero al que correspondían, Teatro o Música Clásica o Rock o Flamenco, o Artistas Varios, grupo en el que estaba incluido el traductor de García Lorca al romaní.

Quizás el nombre me llamó tanto la atención porque no se correspondía con su aire italiano, con su pelo y sus ojos tan negros. Adriana, dijo, Adriana Seligmann. A veces al escuchar un nombre, el de una mujer o el de una ciudad, percibes en sus sílabas la vibración de una historia que está como cifrada en él, la clave de un mensaje secreto, toda una existencia contenida en una palabra. Cada cual lleva consigo su novela, tal vez no el relato entero de su vida, sino un episodio en el que cristalizó para siempre, que se resume en un nombre, y ese nombre puede que no lo sepa nadie y que no sea lícito decirlo en voz alta. Rosebud, Milena, Narva, Gmünd. Más que nunca yo vivía entonces alimentado de palabras y enamorándome de nombres, nombres de mujeres que me eran inaccesibles porque no me atrevía a aproximarme a ellas o porque no existían o porque aunque tuvieran una existencia real loque yo veía y de loque me enamoraba era un sueño proyectado por mi fantasía y mi deseo, nombres de ciudades que eran más hermosas porque yo no las conocía y no era probable que viajara nunca a ellas.

Ahora la mujer ajena y deseable que estaba parada delante de mí, al otro lado de la mesa, volvió a sentarse y me contó la historia de su nombre. Tantas veces he visto a alguien en quien parece que se produce de golpe un cambio cuando decide contar algo que le importa mucho, la historia o la novela de su vida, alguien que da un paso y suspende el tiempo real del presente para sumergirse en un relato, y mientras habla, aunque lo haga urgido por la necesidad de ser escuchado, mira como si se hubiera quedado solo, y el interlocutor no es más que una pantalla de resonancia, si acaso la delgada membrana en la que vibran las palabras de la narración. Nunca soy más yo mismo que cuando guardo silencio y escucho, cuando dejo a un lado mi fatigosa identidad y mi propia memoria para concentrarme del todo en el acto de escuchar, de ser plenamente habitado por las experiencias y los recuerdos de otros.


Seligmann se llamaba mi abuelo paterno, Saúl Seligmann, dijo la mujer. De niña yo sabía vagamente que él había venido de Alemania cuando todavía era joven, pero nunca le escuché hablar de la vida que había tenido antes de llegar a Montevideo. Me acuerdo de ir de la mano de mi padre a visitarlo en su taller de sastrería. Dejaba lo que estuviera haciendo y me sentaba en sus rodillas, y me contaba cuentos con una voz que tenía un poco acento extranjero. Se jubiló y se fue a vivir fuera de Montevideo, a la otra banda del río, como decimos nosotros. Se había comprado una quinta en el Tigre, para estar solo de verdad, como a él le gustaba, según decía mi padre, yo creo que con algo de resentimiento. Entonces casi dejé de verlo. Cuando tenía doce años mis padres se separaron, y durante una temporada me mandaron con mi abuelo, a la casa del Tigre. Era una casa de madera, en una pequeña isla, con una baranda alta pintada de blanco, con un embarcadero, rodeada de árboles. Después de los últimos meses que había pasado con mis padres, aquel retiro en casa de mi abuelo fue el paraíso. Leía los libros de su biblioteca y escuchaba sus discos de ópera y de tangos. Si le preguntaba algo sobre Alemania me decía que se marchó de allí muy joven, y que lo había olvidado todo, hasta el idioma. Pero yo descubrí que eso no era verdad, aunque quizás él no lo supiera. Una de las primeras noches que dormí en la casa me despertaron unos gritos. Temí que hubieran entrado ladrones. Pero tuve valor para levantarme y crucé el pasillo hasta el dormitorio de mi abuelo. Era él quien gritaba. Gritaba, conversaba con alguien, discutía, parecía que estuviera suplicando, pero yo no entendía nada, porque hablaba en alemán. Gritaba como yo no he escuchado gritar a nadie. Parecía que llamaba a alguien, que decía un nombre, tan fuerte que su propia voz acabó despertándolo. Iba a esconderme, pero me di cuenta de que no me veía a la luz del pasillo, aunque tenía abiertos los ojos. Jadeaba y estaba sudando. Al día siguiente le pregunté si había tenido malos sueños, pero me dijo que no recordaba nada. Todas las noches se repetían las mismas voces, los gritos en alemán en la casa silenciosa, el nombre que repetía, que yo no llegaba a entender claro, no sé si decía Greta o Gerda. Cuando mi abuelo murió encontramos debajo de su cama una pequeña maleta llena de cartas en alemán y de fotografías de una mujer joven. Grete era la firma que había en todas las cartas, que dejaron de llegar en 1940. De niña mi apellido no me gustaba, pero ahora lo llevo como un regalo que él me hubiera dejado, como esas cartas que me hubiera gustado leer y que no entendía. Me las llevé conmigo cuando me fui a Buenos Aires, y también las fotos de Grete. Siempre estaba diciéndome que se las iba a dar a alguien que supiera alemán para que me las tradujera, pero siempre lo dejaba para después. Se le llena la vida a una de ocupaciones y cree que siempre habrá tiempo para todo, y de pronto un día resulta que todo ha terminado, que ya no tienes nada de lo que creíste tuyo, ni tu marido, ni tu casa, ni tus papeles, nada más que el miedo y el espanto, el desgarro que no cesa nunca. Qué habrá sido de las cartas, qué harían con ellas los que asaltaron mi casa. Por lo menos yo tenía algo que no pudieron quitarme, aunque no lo sabía cuando me escapé, no sabía que acababa de quedarme embarazada.

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