Münzenberg

Me quedo leyendo hasta muy tarde, resistiéndome al sueño para avanzar un poco más en la lectura, para saber más cosas de la vida de ese hombre del que hasta ayer no había tenido noticia, Willi Münzenberg, que a principios del verano de 1940 huye hacia el oeste por los caminos de Francia, en la gran desbandada que provoca el avance de los carros de combate alemanes. Ahora que por primera vez en los cincuenta años de su vida ve las cosas con quietud y claridad y ha adquirido la experiencia y el temple para hacer rectamente lo que sería preciso que hiciera, justo ahora ya no importa nada, ya no hay tiempo de nada. No es la primera vez que huye, pero si que huye a pie y sin nada y sin tener adónde ir y sabiendo que en cualquier lado de las fronteras de la guerra en el que busque refugio habrá delatores dispuestos a entregarlo, si es que no cae anónimamente bajo la metralla entre una fila de rehenes escogidos al azar, o despedazado por una bomba o una mina. Va a ser ejecutado si los alemanes lo atrapan, pero también lo será si le encuentran el rastro sus antiguos camaradas y subordinados comunistas. Si intenta alcanzar Inglaterra, propósito más bien imposible, sabe que allí también será detenido por espía, y que seguramente los ingleses lo usarán como rehén de algún trato con los soviéticos o con los alemanes. Lo fue todo y ya no es nada ni tiene nada, aunque alguien dice recordar que le quedaban en el bolsillo dos mil francos, con los que pensaba comprar un coche que le permitiera escapar a Suiza.

Sabe que lo poco que queda de él mismo es esta sombra fugitiva por los caminos de Francia, una presencia inaceptable para muchos, un testigo impertinente o dañino al que sería muy conveniente eliminar. Lo que él creía que era su fuerza, es su seguro de vida, es la razón de su condena. Sabe algo más: que en los servicios secretos ingleses los enquistados agentes soviéticos que revelarían a Moscú el rastro de su presencia en Inglaterra, de que tampoco estaría seguro si el gobierno británico le ofreciera lealmente refugio.

Se me cierran los ojos, el libro casi se desliza entre las manos, mientras Willi Münzenberg camina perdido entre la multitud que inunda las carreteras, que se dispersa por los campos cercanos como una estampida de insectos cada vez que se acercan volando muy bajo los cazas alemanes, primero los motores a lo lejos y después las siluetas metálicas resplandeciendo al sol de junio, y por fin sus sombras, grandes aves rapaces con las alas inmóviles y abiertas, ametrallando un convoy de vehículos militares en fuga, descargando sus bombas sobre un puente en el que se arraciman los fugitivos, entorpecidos en su avance por un camión averiado. Insectos en fuga, verán los pilotos desde el aire: figuras diminutas, oblicuos garabatos negros. Pero cada una de esas criaturas ínfimas es un ser humano, tiene un nombre y una vida, una cara que no es idéntica a la de nadie más. Entre ellas quiere confundirse Willi Münzenberg, quiere ser nadie para escapar de las manazas y las fauces del Cíclope. Pero el ojo del Cíclope al que mejor conoce, y al que tiene más miedo, Josef Stalin, lo ve todo, lo escudriña todo, no permite que nadie escape ni se salve, ni encogiéndose hasta el tamaño del insecto más ruin puede un condenado escapar a su búsqueda, ni en una fortaleza de México protegida por muros, alambradas, guardias armados, torretas de vigilancia, portones de hierro, pudo escapar Trotsky a una persecución que duró más de diez años y abarcó el mundo entero.

Quién entre el gentío que huye a su alrededor podría imaginar la historia de Willi Münzenberg, un extranjero corpulento, mal vestido y mal afeitado, que ha pasado los últimos meses en un campo de concentración, uno de esos campos en los que el gobierno francés ha encerrado precisamente a aquellos refugiados o apátridas que más tienen que temer de los nazis, según la lógica criminal de los tiempos: si estalla la guerra contra Alemania, los refugiados alemanes que viven en Francia son el enemigo, de modo que hay que encerrarlos, aunque sean fugitivos del nazismo. Pero una vez encerrados son la presa perfecta para el ejército alemán y para la Gestapo, de la que creyeron haber escapado al huir a Francia. En 1933 este hombre, Willi Münzenberg, llegó a Paris en la primera oleada de fugitivos de la persecución nazi, del incendio del Reichstag, en el que había un escaño de diputado comunista. Pero él escapó en un gran Lincoln Continental negro, conducido por su propio chofer de uniforme: no a pie, como ahora, cuando ya no tiene nada ni es nadie, cuando no sabe dónde está su mujer y ni siquiera si está viva ni tampoco si podrá volver a verla, en medio del gran desorden de la guerra, ella también una figura diminuta entre las multitudes que escapan, en el censo imposible de los desplazados y los deportados, millones de personas arrojadas a los caminos de una Europa súbitamente retrocedida a la barbarie, multitudes aguardando en andenes de estaciones, en los muelles de las ciudades litorales, amontonándose junto a las verjas o a las puertas de las legaciones extranjeras para conseguir pasaportes, papeles, visados, sellos administrativos, que pueden estampar en el destino de cada uno la diferencia entre la vida y la muerte.

He dejado el libro en la mesa de noche, he apagado la luz y justo al quedarme con los abiertos en la oscuridad me he dado cuenta de que el sueño que me vencía hace un instante ahora ha desaparecido. He perdido el sueño, como se pierde un tren por un minuto, por unos segundos, y ahora sé que tengo que esperar a que vuelva, y que puede tardar horas en llegarme. A Münzenberg lo vieron por última vez vivo en una mesa de un café de pueblo, sentado con dos hombres más jóvenes que él y hablando con ellos en alemán. Quizás también fugitivos del campo, y es muy posible que uno de ellos lo matará: quizás se habían hecho internar en el campo de prisioneros para ganarse la confianza del hombre al que tenían la orden de ejecutar.

Me quedo quieto en la oscuridad, escuchando tu respiración. Münzenberg huye del avance del ejército alemán acompañado por esos hombres y no sabe que son agentes soviéticos que han estado espiándolo desde que llegó al campo de prisioneros, y a los que les ha sido encomendada su ejecución. O tal vez lo sabe y no tiene fuerzas para escaparse de ellos, para seguir empeñándose en una huída agotadora e inútil, la prolongación lenta de un acoso que viene durando ya varios años.

Veo por el balcón, sobre los tejados, la gran esfera del reloj en el edificio de la Telefónica, que tiene algo, a esta distancia, de rascacielos moscovita, tal vez porque no cuesta nada imaginarse que la luz roja del pináculo es una gran estrella comunista. Hace muchos años, cuando yo no había ido aún a Nueva York, vi en sueños un edificio inmenso de ladrillo negro con una gran estrella roja en su cima de pirámide, y alguien que iba a mi lado y a quien yo no veía me dijo, señalándola: «Ésa es la estrella del Bronx».

En el insomnio vuelven los fantasmas de los muertos y también los fantasmas de los vivos, de los ausentes a los que hace mucho tiempo que no he visto ni he recordado, episodios, actos, nombres de vidas anteriores, punzadas casi nunca de añoranza, casi siempre de arrepentimiento o vergüenza. También vuelve el miedo puro, el pánico infantil a la oscuridad, a las sombras o bultos que empiezan a definirse en ella, que cobran la forma de un animal o de una presencia humana, o de una puerta a punto de abrirse. En el invierno de 1936, en la habitación de un hotel de Moscú, Willi Münzenberg permanecía despierto y tal vez fumando en la oscuridad, mientras su mujer dormía a su lado, y cada vez que escuchaba pasos en el corredor acercándose a la habitación pensaba con un estremecimiento de pánico y clarividencia de insomnio, ya han venido, ya están aquí. Por la ventana de su habitación veía una estrella roja o un reloj con los números en rojo brillando en el pináculo de un edificio, sobre la vasta oscuridad de Moscú, sobre las calles por las que sólo circulaban a esas horas las furgonetas negras de la NKVD.

Mi abuela Leonor, que en paz descanse, de la que ya apenas me acuerdo, me contaba cuando yo era niño que su madre se le estuvo apareciendo noche tras noche después de muerta, no hacía nada, no le decía nada, ni siquiera le daba miedo, sólo melancolía y ternura, y un sentimiento de culpa, aunque mi abuela nunca hubiera usado esa expresión, que no pertenecía al idioma cansino que ella hablaba. Su madre la miraba en silencio, le sonreía para que no tuviera miedo, le hacía un gesto con la cabeza, como para indicarle algo, para pedirle algo, y luego desaparecía, o mi abuela se quedaba dormida, y a la noche siguiente se despertaba y volvía a verla, quieta y fiel, a los pies de la cama, que es la misma en la que tú y yo dormimos ahora.

Mamá, ¿qué quieres, te hace falta algo?, le preguntaba mi abuela, con la misma solicitud que cuando su madre vivía, cuando ya estaba muy enferma y la miraba sin hablar, su cara muy pálida en la almohada y sus ojos siguiéndola por la habitación.

Su madre repetía ese gesto, como el de quien quiere decir algo pero ha perdido el uso de la voz y se esfuerza y no llegan a salirle las palabras. Una mañana, un domingo, en la iglesia, mi abuela comprendió lo que su madre quería decirle. Era tan pobre y tenía tantos hijos que no había podido encargarle a su madre unas misas, y aunque no era demasiado creyente el remordimiento no la dejaba en paz, una inquietud sorda que no había compartido con nadie. Sin aquellas misas era posible que su madre no pudiera salir del Purgatorio. De algún modo consiguió un poco de dinero, lo pidió prestado a una cuñada suya, y con las monedas o los gastados billetes de cinco pesetas que había entonces envueltos en un pañuelo fue a la iglesia de Santa María a encargar las misas. Esa noche, cuando su madre volvió a presentársele a los pies de la cama, junto a los barrotes de bronce dorados, mi abuela le dijo que no se preocupara, que muy pronto ya no le faltaría nada. Su madre no volvió a aparecérsele, a presentársele, como decía ella en su idioma de otro siglo. Sintió alivio, pero también se le hizo entonces definitiva la tristeza por la ausencia de su madre y porque ya nunca más la verla, ni siquiera en sueños.

Ésa es la cama en la que dormimos, tú y yo, en la que nació mi madre, en la que yo esta noche no puedo dormirme. A mis padres les extrañó mucho que quisiéramos traernos a Madrid esa cama grande y vieja que llevaba tantos años en lo más hondo del desván. En esos barrotes que ahora se perfilan en la penumbra, cuando la pupila se ha adaptado a ella, apoyaba su mano pálida la madre de mi abuela, mi bisabuela, de la que en parte yo vengo, de la que ni siquiera sé cómo se llamaba, aunque habré heredado de ella una parte de patrimonio genético que tal vez define un rasgo de mi cara o de mi carácter, de mi salud insegura. Qué raro vivir en los lugares que fueron de los muertos, usar las cosas que les pertenecieron, mirarse en los espejos donde estuvieron sus caras, mirarse con ojos que tal vez tienen la forma o el color de los suyos. Vuelven los muertos en el insomnio, los que he olvidado y los que nunca conocí, los que asaltan la memoria de quien sobrevivió hace sesenta años a una guerra y parecen decirle que no los olvide él también, que diga en voz alta sus nombres, que cuente cómo vivieron, por qué fueron arrebatados tan pronto por una muerte que también podía habérselo llevado a él. A quién suplanto yo en vida, qué destino fue cancelado para que el mío se cumpliera, por qué fui yo elegido y no otro.

En noches en las que he aguardado vanamente el sueño en la oscuridad he imaginado los insomnios de ese hombre, Willi Münzenberg, quien empezó a comprender que el tiempo de su poderío y su soberbia había terminado, y que ya sólo le quedaba un porvenir en el que huiría sin reposo ni posibilidad de refugio y en el que acabaría muriendo como un perro, como un animal acosado y sacrificado, igual que habían muerto tantos amigos suyos, camaradas antiguos, héroes bolcheviques de un día para otro convertidos en criminales y traidores, en sabandijas a las que era preciso aplastar, según las arengas del fiscal borracho y demente de los procesos de Moscú. Ejecutado como un perro, como Zinoviev o Bujarin, como su amigo y cuñado, Heinz Neumann, dirigente del Partido Comunista Alemán, que vivía refugiado o atrapado en Moscú y que en 1937 murió tal vez de un tiro en la cabeza, inerme y desconcertado frente a sus verdugos, como aquel otro acusado, Josef K., al que inventó Franz Kafka en los insomnios febriles de la tuberculosis, sin saber que estaba formulando una exacta profecía. Pero nunca se ha sabido de verdad cómo murió Heinz Neumann, cuántas semanas o meses lo estuvieron torturando, dónde fue enterrado su cuerpo.

En el campo de exterminio de Ravensbrück la viuda de Heinz Neumann escuchaba las historias de Kafka que le contaba su amiga Milena Jesenska. En muchas noches de insomnio Babette Gross vivió minuto a minuto la tortura de no saber si su marido estaba muerto o en una prisión de Stalin o en un campo alemán. Años más tarde, cuando al final le contaron la verdad, imaginaba el cadáver ahorcado en un bosque, balanceándose de una rama, oscilando día tras día hasta que la rama o la cuerda se rompieron y el cuerpo ya rígido cayó al suelo, se fue corrompiendo sin que nadie lo encontrara, mientras ella no dormía preguntándose si debía pensar en él como en un muerto. Cuando llegó el otoño, las hojas caldas empezaron a cubrirlo.

Tú dormías a mi lado y yo imaginaba a Willi Münzenberg fumando en la oscuridad mientras escucha la respiración serena de su mujer, Babette, que era una burguesa rubia y altiva, hija de un magnate prusiano de la cerveza, comunista fanática en los primeros años veinte, y que vivió muchos años más que él, casi medio siglo, una anciana que en las vísperas de la caída del muro de Berlín recibe a un historiador americano y le va susurrando en un magnetofón historias de un tiempo y mundo desvanecidos, imágenes de la noche en que ardió el Reichstag, o de los primeros desfiles de los camisas pardas por las ciudades alemanas, o de Moscú en noviembre de 1936, cuando ella y su marido esperaron durante días en la habitación de un hotel a que alguien viniera a visitarlos, o a que les llamaran por teléfono anunciándoles el día y la hora una cita con Stalin que nunca llegó, o a que sonaran unos golpes en la puerta y fuesen los hombres que venían a detenerlos.

Hay gente que ha visto esas cosas: nada de eso está perdido todavía en la desmemoria absoluta, la que cae sobre los hechos y los seres humanos, cuando muere el último testigo que los presenció, el último que escuchó una voz y sostuvo una mirada.

Yo conozco a una mujer que anduvo perdida por Moscú la mañana del día en que se anunció la muerte de Stalin. Estaba embarazada de ocho meses y se volvió a casa porque tenía miedo de que una avalancha de la multitud aplastara a la criatura que ya se movía poderosamente en su vientre.

Al hablar con ella siento un vértigo como de cruzar un alto puente de tiempo, casi de encontrarme en la realidad que ella ha visto, y que si yo no la hubiera conocido sería para mí el relato de un libro. Yo conozco a un hombre que ganó una Cruz de Hierro en el sitio de Leningrado, y estreché cuando era muy joven la mano de otro que tenía tatuado en la piel pálida de un antebrazo muy flaco el número de identificación de los prisioneros de Dachau. Yo he conversado con alguien que a los seis años se moría de miedo abrazado a su madre en un sótano de Madrid mientras sonaban las sirenas de alarma, los motores de los aviones y los estampidos de las bombas, y que a los diez años estaba internado en un barracón de Mauthausen. Era un hombre menudo, educado, ausente, que tenía medio nombre español y medio nombre francés y no pertenecía del todo a ninguno de los dos países. El pelo negro muy peinado hacia atrás, los rasgos duros y la cara cobriza eran españoles, pero los modales y la lengua que usaba eran tan franceses como los de cualquiera de los escritores que conversaban y bebían en aquel cóctel literario, en París, donde nos encontramos brevemente, donde empezó mi amistad con Michel del Castillo.

Por casualidad, como se encuentra a un desconocido en una fiesta, yo encontré a Willi Münzenberg en un libro que me habían enviado y que empecé a leer distraídamente, y por culpa del cual me quedé extraviado en el insomnio. En un momento de la lectura se produjo sin que yo me diera cuenta una transmutación de mi actitud, y quien había sido sólo un nombre y un personaje oscuro y menor me estremeció como una presencia poderosa, alguien que aludía muy intensamente a mí, a lo que más me importa o a aquello que soy en el fondo de mí mismo, lo que dispara los mecanismos secretos y automáticos de una invención. Eres en gran parte lo que otros saben o creen o dicen de ti, lo que ven al mirarte: pero quién eres cuando estás solo en la oscuridad y no puedes dormir, sólo tu cuerpo inmóvil y anclado a la cama, tu conciencia sin asideros, confrontada a la lentitud intolerable del tiempo, a su pura duración abstracta, porque no sabes la hora ni quieres encender la luz para no despertar a quien duerme a tu lado, no sabes si yaces todavía en lo profundo de la noche o si se aproxima la primera claridad del amanecer.

Entre los fantasmas de los vivos y de muertos surge Willi Münzenberg. Se queda conmigo esa noche de insomnio, y desde entonces vuelve muchas veces, inopinadamente, a lo largo de años, lo encuentro en las páginas de otros libros, me sobreviene su presencia a la imaginación. Si su vida fue un juego entre la simulación y la invisibilidad, entre el poder oculto y arduo y el resplandor sin peso de las apariencias, y acabó siendo casi por completo invisible, borrado de la Historia por los mismos poderes a los que sirvió con tanta eficacia, y que tal vez también lo borraron de la vida, ahorcándolo de un árbol a principios de junio de 1940, en un bosque de Francia.

Ayer mismo descubro que guardaba sin saberlo una excelente foto suya, en el segundo volumen de la autobiografía de Arthur Koestler, The invisible writing. Cuadran de pronto los azares: compré ese volumen de tapas rojas y papel áspero y amarillo, impreso en Londres en 1954, en una librería de segunda mano, en Charlottesville, Virginia, un día invernal de 1993. La librería estaba en un edificio de madera roja que tenía algo de cabaña y de granero, casi en la linde de un bosque nevado. Al hojear hace un momento el libro buscando la fecha de edición he visto algo en lo que nunca había reparado: en el forro interior de la cubierta hay una firma ilegible, y junto a ella un lugar y una fecha, Oslo, enero de 1959.

Tampoco recordaba la foto, que tiene el claroscuro admirable de los retratos de los años treinta. Münzenberg mira en ella directamente a los ojos, con arrogancia y firmeza, quizás con un punto de extravío y anticipada desesperación, con la tristeza que tienen los muertos en las fotos, los testigos de alguna verdad terrible. Es un hombre fuerte, rudo, pero no vulgar, el cuello sólido y corto y los hombros anchos, la barbilla ligeramente levantada, los ojos perspicaces con un cerco de fatiga, la frente ancha, el pelo un poco desordenado, como un signo no se sabe si de actividad incesante o principio de abandono. Viste de una manera formal pero muy moderna, americana con una estilográfica en el bolsillo superior, chaleco, corbata, camisa sin cuello postizo.

Su cara tenía la tensa simplicidad de una talla en madera, pero había en ella una franca expresión de amistad, dice Koestler, que trabajaba para él en Paris en los tiempos en que fue tomada la fotografía: un hombre bajo, cuadrado, recio, con hombros poderosos, con un aire de zapatero de pueblo, del que emanaba sin embargo una autoridad tan hipnótica que Koestler había visto a banqueros, a ministros, a duques austriacos, inclinarse hacia él con obediencia de escolares.

Nació en una familia muy pobre, en un suburbio proletario de Berlín, en 1889. Su padre era un tabernero borracho y brutal que se voló la cabeza limpiando su escopeta de caza. A los dieciséis años era obrero en una fábrica de calzado y participaba en las actividades educativas de los sindicatos. Había poseído desde siempre y en un grado de genialidad el talento práctico de organizar cosas y una energía que en lugar de agotarse en el debate y el trabajo parecía que se alimentaba de ellos. Para no servir en el ejército participando en una guerra que sus principios internacionalistas le hacían repudiar escapó a Suiza, y en los círculos de refugiados de Berna conoció a Trotsky, a quien le llamó enseguida la atención su inteligencia, su pasión revolucionaria, su capacidad organizativa. Trotsky se lo presentó a Lenin: muy pronto Münzenberg formó parte del círculo de sus más leales. En algún libro se dice que era uno de los bolcheviques que viajaron con Lenin en el vagón sellado camino de Rusia en las vísperas de la Revolución de octubre. Amigo mío, contaba que le dijo Lenin, usted morirá siendo de izquierdas.

Pero Münzenberg no se pareció nunca del todo a sus camaradas comunistas. Siempre hubo algo raro o excesivo en él, aun en los tiempos de su más firme ortodoxia. Le gustaba la buena vida, y habiendo nacido y vivido en la pobreza tenía una espléndida vocación por los grandes hoteles, los trajes caros y los automóviles de lujo. Estaba hecho de la misma materia que los grandes plutócratas americanos surgidos de la nada, enérgicos patronos de ferrocarriles o de minas de carbón o de hierro enriquecidos gracias a la clarividencia y al pillaje, pero sobre todo a una forma irresistible de inteligencia práctica aliada a una voluntad sin reposo ni misericordia. Quienes le conocieron dicen de él que si hubiera decidido servir al capitalismo y no al comunismo habría llegado a ser un W. R. Hearst, un Morgan, un Frick, uno de esos patronos colosales a los que no sacia ninguna posesión por desaforada que sea y jamás pierden la rudeza de sus orígenes, jamás se apaciguan ni con la edad ni con el poder ni con la posesión, y siguen siendo patanes joviales en medio del lujo y trabajadores sin sosiego a pesar de su insondable riqueza.

En los primeros años de la Revolución Soviética, cuando Lenin, alucinado en las estancias del Kremlin, intoxicado por su propio fanatismo, rodeado de teléfonos y de lacayos, todavía imaginaba que Europa entera iba a incendiarse de un momento a otro de sublevaciones proletarias, Münzenberg comprendió antes que nadie que la revolución mundial no llegaría enseguida, si es que llegaba alguna vez, y que el comunismo sólo podría difundirse en Occidente de una manera oblicua y gradual, no con la propaganda chillona, ruda y monótona que complacía a los soviéticos, sino a través de causas en apariencia desinteresadas y apolíticas, gracias a la complicidad en gran parte involuntaria de algunos intelectuales de mucho prestigio, celebridades independientes y de buena voluntad que firmaran manifiestos a favor de la Paz, de la Cultura, de la concordia entre los pueblos.

Willi Münzenberg inventó el halago político a los intelectuales acomodados, la manipulación adecuada de su egolatría, de su poco interés por el mundo real. Con cierto desdén se refería a ellos llamándoles el club de los inocentes. Buscaba a gente templada, con inclinaciones humanitarias, con cierta solidez burguesa, a ser posible con un resplandor de dinero y de cosmopolitismo: André Gide, H.G. Wells, Romain Rolland, Heminway, Albert Einstein. A esa clase de intelectuales Lenin los habría fusilado de inmediato, o los habría enviado a un sótano de la Lubianka o a Siberia. Münzenberg descubrió lo inmensamente útiles que podían ser para volver atractivo un sistema que a él, en el fondo incorruptible de su inteligencia, debía de parecerle aterrador en su incompetencia y su crueldad, incluso en los años en que aún lo consideraba legítimo.

Se fue convirtiendo poco a poco en el empresario del Komintern, su embajador secreto en la Europa burguesa, que le gustaba tanto, y a cuya destrucción había consagrado su vida. Fundaba compañías y periódicos que le sirvieran de tapadera para manejar los fondos de propaganda que venían de Rusia, pero tenía tanto talento verdadero de hombre de negocios que cada una de aquellas empresas prosperaba multiplicando las inversiones clandestinas en ríos de dinero, con los que entonces financiaba nuevos proyectos de conspiración revolucionaria y negocios fulminantes y audaces que dejaban de ser tapaderas o simulacros para convertirse en hazañas verdaderas del capitalismo.

Era un dirigente de la Tercera Internacional, pero se movía por Berlín y luego por Paris en un gran automóvil Lincoln, acompañado siempre por su mujer rubia y envuelta en pieles, aún más romo y compacto por comparación con ella, aunque dice Koestler que nada más verlos juntos se adivinaba en ellos una complicidad perfecta, una ternura inquebrantable. Inventó las grandes causas nobles a las que nadie con buena voluntad podía dejar de adherirse. La medida de su triunfo es sólo equivalente a la de su anonimato: nadie sabe que las movilizaciones internacionales de solidaridad y los congresos internacionales de escritores y artistas en defensa de la paz o de la cultura se le ocurrieron por primera vez a Willi Münzenberg. Por experiencia propia sabía que bolcheviques ásperos y reales como Stalin o como el mismo Lenin podían tener muy poco atractivo público en Occidente: atraer a la causa de la Unión Soviética a un premio Nobel de Literatura o a una actriz de Hollywood era un golpe formidable de relaciones públicas, término que podría haber inventado también él. Descubrió que el radicalismo imaginario y la simpatía hacia revoluciones muy lejanas era un atractivo irresistible para intelectuales de una cierta posición social.

Su primer éxito de organización y propaganda masiva fue la campaña mundial de envío de alimentos a las regiones de Rusia asoladas por las grandes hambres de 1921. El Socorro Internacional de los Trabajadores, dirigido por él, logró que docenas de barcos cargados de alimentos llegaran a Rusia y que se creara en todo el mundo una corriente poderosa de simpatía humanitaria hacia el sufrimiento y el heroísmo del pueblo soviético. La desganada caridad de otros tiempos se trasmutaba en vigorosa solidaridad política, y el benefactor podía sentirse confortablemente a un paso de la militancia activa. Münzenberg ideó sellos, insignias, folletos de propaganda con fotografías de la vida en la URSS, cromos en colores, pisapapeles con bustos de Marx y de Lenin, postales de obreros y soldados, cualquier cosa que se pudiera vender a bajo precio y que permitiera sentir al comprador que sus pocas monedas eran un gesto solidario, no una limosna, una forma práctica y confortable de acción revolucionaria.

En 1925 fue Münzenberg quien ideó y dirigió, a través de comités innumerables, de publicaciones, de marchas, de imágenes en los noticiarios de cine, la gran oleada de solidaridad con Sacco, y Vanzetti. Sus publicaciones comerciales le proporcionaban el dinero para costear su propaganda política, y también multiplicaban la resonancia pública de las campañas que emprendía. En los años terribles de la inflación en Alemania, en el terremoto de Japón de 1923, en la huelga general de Inglaterra de 1926, el Socorro Internacional de los Trabajadores sostenía las cajas de resistencia y organizaba comedores populares, escuelas y albergues para niños huérfanos. Fue la necesidad de imprimir y difundir masivamente panfletos políticos la que despertó en Willi Münzenberg su interés por imprentas y editoriales. En 1926 poseía en Alemania dos diarios de circulación masiva, un semanario ilustrado que tiraba un millón de ejemplares y era, dice Koestler, la contrapartida comunista a Life, y una serie de publicaciones que incluía revistas técnicas para fotógrafos y para aficionados a la radio o al cine. En Japón, su organización controlaba directa o indirectamente diecinueve diarios y revistas. En la Unión Soviética producía las películas de Eisenstein y Pudovkin, y en Alemania organizaba la distribución del cine soviético y financiaba los espectáculos de vanguardia de Erwin Piscator y de Bertolt Brecht. Cinematecas, clubs de lectura o de deporte, sociedades de excursionismo, grupos de activistas a favor de la paz, se convertían a lo largo del mundo en sucursales fuera de sospecha del gran Club de los Inocentes.

Todo lo que Münzenberg poseía y controlaba en Alemania lo perdió tras la llegada de Hitler a la chancillería. Pero era como uno de esos magnates americanos que sufrían espantosas bancarrotas y al poco tiempo habían empezado a labrarse desde la nada y con la misma energía invencible una nueva fortuna. Nada más llegar exiliado a París compró una editorial y emprendió la organización y el sostenimiento económico de la resistencia clandestina en Alemania. Con ceguera escalofriante el Partido Comunista Alemán había considerado hasta última hora que los nazis eran un adversario menor, porque el verdadero enemigo de la clase trabajadora eran los socialdemócratas. El desastre de enero de 1933 acabó de convencer a Willi Münzenberg de que el sectarismo suicida de sus compañeros de partido debía ser abandonado en favor de una gran alianza de todas las fuerzas democráticas dispuestas a resistir la marea siniestra del fascismo. En pocos meses publicó uno de los libros más vendidos del siglo XX, el Libro pardo del terror nazi, y alcanzó su mayor éxito, la obra maestra de su instinto formidable para la propaganda de masas, la campaña internacional a favor de Dimitrov y de los otros acusados en el proceso por el incendio del Reichstag.

Justo cuando se avecinaban los tiempos más negros de terror y exterminio de Stalin, el talento publicitario de Willi Münzenberg logró que ante la opinión progresista del mundo la Unión Soviética apareciera como el gran adversario del totalitarismo, más valeroso y resuelto que las corruptas democracias burguesas. En un tribunal de Leipzig, Dimitrov se había enfrentado gallarda y solitariamente a los jueces y a los grandes figurones del nazismo y los había puesto en ridículo al mismo tiempo que demostraba su inocencia y desbarataba la conspiración para atribuir a los comunistas el incendio del Reichstag.

Münzenberg no paraba nunca, nunca dejaban de fluir invenciones y propósitos de su imaginación, ideas para libros o artículos que dictaba a toda velocidad a sus secretarias, resumidos en unas pocas líneas que otros deberían inmediatamente desarrollar, proyectos de revistas o de nuevas formas de activismo político, intuiciones de éxitos editoriales, de clubs y comités y campañas, listas de nombres prestigiosos a los que era preciso reclutar para alguna nueva causa, para la ayuda a los trabajadores en la Revolución de Asturias en 1934 o la protesta contra la invasión italiana de Abisinia. Entraba como un ciclón en sus oficinas de Paris, tan compacto y enérgico que toparse con él habría sido como chocar de frente con una apisonadora, hablaba a gritos por teléfono, fumaba con descuido sus cigarros excelentes, llenándose de ceniza las solapas anchas de su traje de magnate, dictaba borradores o memorándums hasta las tres o las cuatro de la madrugada, telegramas que debían ser enviados inmediatamente a Moscú o a Nueva York o a Tokio, repasaba cifras de venta de libros y tiradas de periódicos, calculando instantáneamente márgenes de beneficio o de pérdida, improvisaba en voz alta los reglamentos del Comité Mundial para el Alivio de las Víctimas del Fascismo Alemán o la lista de los alimentos y las medicinas que debían figurar prioritariamente en el cargamento de un barco fletado por su organización en Marsella y destinado a los trabajadores en huelga del puerto de Shangai.

Está en todas partes, dirige una prodigiosa variedad de tareas, le obedece y le teme gente que circula por varios países, que muchas veces ni siquiera sabe que actúa a sus órdenes: y sin embargo también es invisible, o parece ser quien no es, y todo lo que hace tiene una parte clara y legal y otra oculta, una zona que permanece siempre en la sombra, igual que él mismo, diputado en el Reichstag y conspirador, empresario aficionado a los cigarros caros y a los coches con chofer y militante comunista, hombre de mundo que entra en los salones del brazo de una mujer más alta y más distinguida que él y sarcástico espía de las idioteces y las depravaciones de los ricos, a los que al mismo tiempo admira, por los que se siente fascinado, con una inextinguible admiración de niño pobre que ve de lejos las vidas brillantes de los poderosos, que huele por la calle los perfumes de las mujeres envueltas en estolas de pieles y siente hacia ellas un deseo que está alimentado de rabia social.

Propagandista de la revolución proletaria, amaba la buena vida y el lujo con la pasión que sólo puede sentir quien ha sido muy pobre. Disfrutaba el brillo y la proximidad de las cosas, pero su posesión real le era indiferente. Nada de lo que tenía era suyo, o lo era sólo de una manera conjetural, provisional, porque estaba a nombre de confusas sociedades mercantiles que funcionaban como tapaderas del activismo y el espionaje soviético.

En el largo insomnio la imaginación se disloca y se enreda a sí misma con una insana vehemencia de fiebre, abrumando a la conciencia extenuada con una proliferación de imágenes, palabras y nombres que tienen toda la intolerable variedad arbitraria del mundo real y el desorden y la extrañeza de los sueños. Münzenberg en Paris, incansable, insomne, dictando o hablando por teléfono, las multitudes en fuga por los caminos de Europa, la velocidad vertiginosa de las rotativas, de las ruedas de los trenes, de las hélices de los aeroplanos, Münzenberg subiendo del brazo de su mujer por la escalinata de la ópera, entrando con ella en una recepción en homenaje a alguna de las eminencias internacionales a las que él llama en secreto los inocentes, André Gide, Romain Rolland, Wells, Bertrand Russell, Münzenberg olvidándose de que esa vida exterior es un simulacro, igual que lo son sus grandilocuentes congresos por la Paz, tal vez convirtiendo poco a poco su impostura en verdadera identidad, un hombre de negocios casado con una mujer tan exquisita en su belleza rubia como en sus modales y en su vestuario, un activista político que va poco a poco comprendiendo que también él ha pertenecido al Club de los Inocentes, que ha sido víctima de las mismas mentiras que él ha ayudado a difundir.

Aún no se da cuenta, pero ya hay quien lo vigila cumpliendo instrucciones de Moscú, quien desconfía de él y añade su nombre a la lista de los que van a ser eliminados en los próximos tiempos. Con Lenin y Trotsky, con Bujarin, siempre había podido entenderse, y de cualquier modo aquéllos eran otros tiempos, aún alimentaban intacto él y Babette el romanticismo y la ceguera de la Revolución. Amigo mío, usted morirá siendo de izquierdas.

A Stalin lo ha visto de cerca muy pocas veces, pero le resulta tan impenetrable como la estatua rudimentaria de un ídolo. En octubre de 1936, un emisario se presentó en las oficinas de Paris, un hombre a quien Münzenberg no había visto nunca, y que le desagradó por su hosquedad, por su catadura obvia de delator o de oficinista carcelario. Al entrar en el despacho el hombre inspeccionó de soslayo y con reprobación el lujo de la alfombra, de las cortinas y los cuadros, las formas sólidas y audaces de los muebles, las sillas tubulares, la mesa art déco en la que Willi Münzenberg apoyaba los codos con franqueza campesina, rodeado de papeles y teléfonos. El hombre le dijo sin preámbulo ni ceremonia que su presencia era requerida urgentemente en Moscú.

También hay un posible traidor en la historia, una sombra al lado de Münzenberg, el subordinado rencoroso y dócil, cultivado y políglota -Münzenberg sólo hablaba alemán, y con un fuerte acento de clase baja-, su contrapunto físico, Otto Katz, también llamado André Simon, delgado, elusivo, antiguo amigo de Franz Kafka, organizador del congreso de intelectuales antifascistas de Valencia, emisario de Münzenberg y del Komintern entre los intelectuales de Nueva York y los actores y guionistas de Hollywood, las estrellas de la gauche caviar y del radical chic, espía siempre, adulador asiduo de Hemingway, de Dashiell Hammett, de Lillian Hellman, estalinistas fervientes y cínicos. Otto Katz, André Simon, es la eminencia gris tras las grandes maquinaciones de Münzenberg y también la sombra que informa sobre cada uno de sus actos y de sus palabras a los nuevos jerarcas de Moscú. Münzenberg da apresuradamente por supuesta su lealtad, y siendo tan agudo en su percepción de los caracteres y las debilidades de los hombres no advierte el filo de resentimiento que hay bajo la suavidad de Otto Katz, la paciencia minuciosa con que va guardando en secreto como pequeñas cuentas no pagadas los agravios que sufre o que imagina, las humillaciones o los desplantes que la energía incontrolada y barroca de Münzenberg le habría infligido a lo largo de los años. Koestler dice de Katz que era oscuro y distinguido, y que tenía un atractivo ligeramente sórdido. Hablaba y escribía fluidamente en francés, en inglés, en alemán, en ruso y en checo. En los cafés de Praga y de Viena había conversado sobre literatura con Milena Jesenska. Siempre guiñaba un ojo al encender sus cigarrillos, y tenía tan arraigado ese hábito que lo guiñaba también cuando se quedaba muy absorto en algo, aunque no estuviera fumando. Durante la guerra civil española dirigió la Agencia Oficial de Noticias del gobierno republicano, que le confió la administración de los fondos secretos destinados a influir en ciertas publicaciones y políticos franceses. Willi Münzenberg lo había rescatado de la miseria y la desesperación en Berlín, donde rondaba, a principios de los años veinte, los albergues de mendigos y borrachos y los puentes de los suicidas. En 1938, cuando a Münzenberg lo expulsaron del Partido Comunista Alemán, acusándolo de trabajar en secreto para la Gestapo, Otto Katz fue de los primeros en el renegar públicamente de él y llamarle traidor.

Esa rata, Otto Ratz, le dio el beso de judas. Otto Ratz tramó su muerte, aunque no fuera él quien apretó el nudo de la cuerda hasta estrangularlo.

Había una mujer, muchos años más tarde, una anciana de noventa años, delante de un magnetofón, en la penumbra de un apartamento de Munich. La edad ha deshecho los rasgos altivos de su cara, pero no su porte imperioso ni el brillo de sus Ojos, del mismo modo que el tiempo no ha apaciguado su desprecio por el lejano traidor, que también está muerto, que también fue expulsado y condenado, ejecutado con una cuerda al cuello, en 1952, en una celda de Praga. Tampoco hubo piedad para los verdugos. Otto Katz, dice la anciana, pronunciando ese apellido como si lo escupiera entre sus viejos labios apretados, en los que hay una mancha fuerte y confusa de carmín.

También sigo por los libros el rastro de esa mujer, busco su cara en las fotografías, indago entre los laberintos de Internet queriendo hallar el libro que escribió en los años cuarenta para vindicar la memoria de su marido y denunciar y avergonzar a los que según ella urdieron su muerte. Veo escenas, imágenes no convocadas por la voluntad ni basadas en ningún recuerdo, dotadas de precisiones sonámbulas en las que yo no siento que mi imaginación intervenga: las cortinas echadas en el apartamento de Munich, en octubre de 1989, la cinta girando con un siseo tenue en el pequeño rnagnetofón que hay delante de ella, y en la que va a quedar preservada su voz, que yo no he escuchado nunca, que me ha llegado a través de las palabras silenciosas de un libro descubierto por azar, leído sin descanso en una noche de insomnio.

He intuido, a lo largo de dos o tres años, la tentación y la posibilidad de una novela, he imaginado situaciones y lugares, como fotografías sueltas o como esos fotogramas de películas que ponían antes, armados en grandes carteleras, a las entradas de los cines. En cada uno de ellos había una sugestión muy fuerte de algo, pero desconocíamos el argumento y los fotogramas nunca eran consecutivos, y eso hacía que las imágenes fragmentarias fueran más poderosas, libres del peso y de las convenciones vulgares de una trama, reducidas a fogonazos, a revelaciones en presente, sin antes ni después. Cuando no tenía dinero para entrar al cine me pasaba las horas muertas mirando uno tras otro los fotogramas sueltos de la película, y no me hacía falta suponer o inventar una historia que los unificara a todos y los hiciera encajar como un rompecabezas. Cada uno cobraba una valiosa cualidad de misterio, se yuxtaponía sin orden a los otros, se iluminaban entre sí en conexiones plurales e instantáneas, que yo podía deshacer o modificar a mi antojo, y en las que ninguna imagen anulaba a las otras o alcanzaba una primacía segura sobre ellas, o perdía en beneficio del conjunto su singularidad irreductible.

El crujido del parquet en nuestra casa nueva o un mal sueño de enfermedad o desgracia me despertaban de golpe y era Willi Münzenberg despertándose en mitad de la noche en su casa de París o en la habitación helada de un hotel de Moscú y temiendo que ya se estuvieran acercando sus ejecutores, preguntándose cuánto tiempo falta todavía para que un disparo o una cuchillada cancelaran la gran simulación y el espejismo y el delirio de su existencia pública y la larga ternura de su vida conyugal con Babette, que dormía a su lado, se abrazaba a él en sueños como te abrazas tú a mí, con una firme determinación de sonámbula.

El tren de cercanías se detiene en una pequeña estación de la Sierra de Madrid: la llovizna, las laderas con árboles y niebla, el poderoso verde de la vegetación mojada -jara, pinos, arizónicas-, los tejados puntiagudos de pizarra, dan la sensación de haber llegado mucho más lejos, a un lugar recóndito de montaña, donde tal vez haya sanatorios o residencias para enfermos necesitados de reposo y de aire limpio y frío. El tren es rápido, moderno, pero el edificio de la estación es de piedra desnuda y los alféizares de las ventanas de ladrillo rojo, y el letrero con el nombre del pueblo está inscrito sobre azulejos amarillos. En el andén no hay nadie, nadie más ha bajado del tren. El olor a bosque, a madera y tierra empapadas, inundan enseguida los pulmones, y el aire quieto y la llovizna rozan la cara con una cualidad instantánea de apaciguamiento. El tren se aleja y yo echo a andar por un camino de tierra, con mi bolsa de viaje en la mano, hacia una zona de quintas en las que empiezan a encenderse algunas luces. En 1937, temiendo por su vida, tan agitado y agotado que a veces sentía en el pecho un dolor muy agudo, la proximidad de un ataque al corazón, Willi Münzenberg se refugió durante unos meses en una clínica de reposo, en un lugar llamado La vallée des Loups, el valle de los Lobos. El nombre del médico que la dirigía también parece el indicio o la promesa de algo: el doctor Le Sapoureux. Pero Münzenberg es tan inhábil para el reposo físico como para el sosiego de la inteligencia, y nada más llegar a la clínica se pasa las noches en vela escribiendo un libro. Al bajar solo al andén en la pequeña estación de la Sierra yo he sido Willi Münzenberg buscando de noche el camino hacia el sanatorio.

Hemos llegado en una tarde de invierno a un hotel del norte, en Vitoria. Nos han dado una habitación del último piso, y al abrir la ventana he visto abajo un parque nevado, con glorietas y estatuas, con un kiosco de música, y al fondo, sobre los tejados blancos, un cielo gris en el que se difuminaba una llanura: Münzenberg y Babette han logrado salir de Rusia y después de una noche entera en un tren se alojan en un hotel cercano a la estación de una ciudad báltica, todavía agotados por la falta de sueño y el miedo que tuvieron al aproximarse a la frontera, temiendo que en el último instante los guardias soviéticos que inspeccionaban sus pasaportes les ordenaran bajarse del tren.

Camino por Madrid o Paris y el paso de un convoy del metro hace temblar el pavimento bajo mis pisadas: Münzenberg siente que el mundo está temblando bajo sus pies con el anuncio de un cataclismo y que nadie más que él parece percibir la cercanía y la magnitud del desastre, nadie en terrazas de los cafés ni en el resplandor nocturno de los bulevares, mientras el suelo está empezando a vibrar bajo los golpes de las botas y el peso de las orugas de los carros de combate, bajo las bombas que caen en Madrid, en Barcelona, en Guernica sin que nadie en Europa quiera escucharlas, mientras Hitler que prepara sus ejércitos y consulta sus mapas y Stalin concibe el gran teatro público de los procesos de Moscú y los infiernos secretos de los interrogatorios y las ejecuciones.

Asisto a una representación de La flauta mágica, y sin ningún motivo, en medio del arrebato y la alegría de la música, el hombre sentado junto a una mujer rubia es Münzenberg, y la huida del héroe extraviado en bosques y perseguido por dragones y conspiradores sin rostro es también su huida: quizás ha entrado clandestinamente en Alemania aunque no le gusta la ópera va a esa función de la flauta mágica en un teatro de Berlín poblado de uniformes negros y grises para establecer contacto con alguien. Pero no es verosímil esa escena: tal vez, Münzenberg habría podido entrar en Alemania de incógnito, pero en la ópera de Berlín Babette G habría sido reconocida de inmediato, la burguesa roja, la escandalosa y arrogante desertora de su casta social, de la gran patria aria.

Pero da pereza o desgana inventar, rebajarme a una falsificación inevitablemente zurcida de literatura. Los hechos de la realidad dibujan tramas inesperadas a las que no puede atreverse la ficción. Babette Gross tenía una hermana llamada Margarete, tan románticamente intoxicada como ella de radicalismo político en los primeros tiempos alucinados y convulsos de la República de Weimar. Margarete, igual que su hermana, se casó con un revolucionario profesional, Heinz Neumann, dirigente del Partido Comunista Alemán. En los primeros días de febrero de 1933, recién nombrado Hitler canciller del Reich, Willi Münzenberg y Babette huyen de Alemania en el gran Lincoln negro y se refugian en París; Neumann y Margarete escapan a Rusia. Él cae en desgracia y es detenido y ejecutado de un tiro en la nuca; a su mujer la envían a un campo en el norte helado de Siberia.

En la primavera de 1939, cuando se firma el pacto germano-soviético, una de las cláusulas garantiza la entrega a Alemania de los ciudadanos alemanes fugitivos del nazismo que han buscado asilo político en la Unión Soviética. Ninguna frontera es un refugio y todas son trampas que se cierran como cepos sobre los pies caminantes de los condenados. A Margarete la trasladan en un tren desde Siberia a la frontera de la Polonia recién dividida, y los guardianes soviéticos la entregan a los guardianes de las SS, y después de tres años en un campo soviético pasa otros cinco en un campo de exterminio alemán.

Allí, en Ravensbrück, donde las presas comunistas la tratan como a una traidora, conoce a una mujer checa, Milena Jesenska, que veinte años atrás había sido el gran amor de Franz Kafka, y que se había movido en los mismos círculos bohemios y radicales de Praga que frecuentaba Otto antes de emigrar a Berlín y cruzarse allí con Münzenberg. En el campo de Ravensbrück, Margarete, que no había oído hablar nunca de Kafka, escucha en la voz de Milena la historia del viajante de comercio que se despierta una mañana convertido en un enorme insecto, y la del hombre que saber el delito que ha cometido es sometido a un juicio fantasmal en el que de antemano es culpable y ejecutado luego como un perro en un descampado y en mitad de la noche. Milena, muy enferma, vencida por el hambre, muere en mayo de 1944, cuando falta muy poco para que lleguen al campo las noticias del desembarco aliado en Normandía y se sabe que los rusos ya avanzan por el Este. La aproximación del ejército rojo no es la esperanza de libertad para Margarete, sino la amenaza de cautiverio, de la repetición de una pesadilla. Escapa del campo alemán en el desorden de los últimos días, huye a través de Europa de dos ejércitos, de los alemanes en fuga y de los soviéticos que avanzan, de dos posibles infiernos a los que con entereza inverosímil ha sobrevivido durante ocho años.

En 1989, con noventa años, su hermana, Babette, le habla de estas cosas a un periodista americano, Stephen Koch, que está escribiendo el libro sobre Willi Münzenberg que yo descubriré por azar siete años más tarde. Babette vive en Munich, sola y lúcida, todavía muy erecta, con el brillo intacto de la juventud en el fondo de sus ojos. Hay una fijeza fanática en el modo con que mira a veces al hombre mucho más joven, la diabólica determinación de vivir y prevalecer que aún sostiene a algunos viejos extremos. Poco después se muda a Berlín y el apartamento donde vive no está muy lejos del muro: algunas noches habrá escuchado el rumor de las multitudes que se manifestaban al otro lado, le llegaría a su dormitorio el estampido de los cohetes, los cantos de las celebraciones, en la noche del 9 de noviembre, cuando acabó de hundirse en Europa, el mundo en el que ella, su marido, su hermana y su cuñado habían creído sesenta años atrás, el que habían ayudado a construir.

La mujer habla en voz baja y clara, en un inglés anticuado y perfecto, el de las clases altas británicas en los años veinte, y su voz, como sus ojos, es mucho más joven que ella. Todo pasó hace tanto tiempo que es como si no hubiera existido nunca. Todo lo que sabe y recuerda dejará de existir dentro de unos meses, cuando Babette, ya muy enferma, se muera. Se perderá entonces, desaparecerá con ella, la cara de Willi Münzenberg, el olor de su cuerpo o el de los cigarros que fumaba, el testimonio de su entusiasmo, del modo en que fue siendo minado primero por el recelo y luego por el pánico, la sospecha de que estaba empezando a ser perseguido, de que no habría perdón para él. La lucidez también, el descubrimiento de que él mismo, formidable inventor de mentiras, también había sido engañado, o no había querido ver lo que estaba delante de sus ojos, lo que intentó contar en un libro apresurado y tumultuoso cuando ya era muy tarde, cuando los intelectuales a los que había hechizado, utilizado y desdeñado durante tanto tiempo le volvieron la espalda, cuando su nombre ya estaba siendo infamado, borrado cuidadosamente de los testimonios de su tiempo.

Llegaban mensajeros para transmitirle la orden de que debía viajar a Moscú. Inventaba dilaciones, pretextos para retrasar el viaje, porque era impensable que se negara abiertamente a obedecer. Otros que él conocía habían ido a Moscú y no habían regresado nunca, se borraban sus rastros hasta sus nombres o se les denunciaba públicamente en las publicaciones del Partido como responsables de traiciones monstruosas. Bien sabía él, Münzenberg, cómo se organizaba una campaña de espontánea indignación internacional, lo mala que podía volverse la realidad si se utilizaban con inteligencia las técnicas publicitarias de persuasión, la repetición masiva y machacona de algo.

No podía ir a Moscú precisamente ahora, decía en el primer verano de la guerra en España cuando le hacía falta de nuevo desplegar todos sus talentos de organizador y propagandista en defensa de la última de sus grandes causas, la más cercana a su corazón, después de la caída de Alemania. La solidaridad internacional con la República Española, con el gobierno del Frente Popular.

Pero los mensajes, las órdenes secretas, seguían llegando, cada vez más secos y urgentes, menos veladamente amenazadores, al mismo tiempo que llegaban noticias de detenciones e interrogatorios. En noviembre de 1936 Münzenberg y Babette Gross viajaron a Moscú. Él era todavía un alto dirigente del Komintern y del Partido Comunista Alemán, pero en la estación no había nadie esperándolos. Una pareja de extranjeros con ropas opulentas de invierno, en medio de la grisura y la penuria soviéticas de los andenes, el hombre con su sombrero de fieltro y el largo abrigo a medida, la mujer con tacones altos, con medias de seda, su cara empolvada y su melena rubia emergiendo del cuello del abrigo de pieles, y junto a ellos su equipaje apilado de viajeros en los trenes de lujo y en las mejores cabinas de los transatlánticos, maletas de piel con herrajes dorados y adhesivos de hoteles internacionales, baúles, neceseres, cajas de sombreros: la estampa de un anuncio o del fotograma de una película en el papel satinado de una revista ilustrada de los años treinta, una de esas revistas que ideaba y publicaba Willi Münzenberg.

Nadie les espera tampoco en el hotel que les ha sido asignado y no hay ningún mensaje para ellos en la habitación. Desde la ventana, en un piso muy alto del hotel enorme, recién construido y ya lóbrego, con mujeres uniformadas y armadas haciendo guardia al fondo de los corredores, con un silencio que no traspasan voces ni timbres de teléfonos, Willi Münzenberg y Babette ven a lo lejos, muy alta sobre los tejados oscuros, una estrella roja brillando en lo más alto de un rascacielos. Éste es el mundo al que han dedicado sus vidas, la única patria a la que era lícito que un internacionalista jurase lealtad. Tienen frío en la habitación y no se quitan los abrigos. Sobre una mesa de noche hay un teléfono negro, pero está desconectado o averiado, y aun así lo miran con la esperanza o el miedo de que empiece a sonar. Según es costumbre, tal entrar en la URSS les han retirado sus pasaportes, no tienen billetes ni fecha de regreso.

La única consigna que ha recibido Münzenberg es que debe esperar. Será recibido y escuchado en cuanto llegue el momento. Su capacidad de permanecer inactivo le hace la espera más intolerable que el miedo. El hombre y la mujer acostumbrados a la buena vida, a la brillante acción social de Berlín y Paris, permanecen solos y confinados en un hotel de Moscú, en el tedio sombrío de la espera y el miedo, aventurándose apenas a salir a las calles en las que arrecia el invierno, tan lóbregas de noche cuando recuerdan las luces capitales de Europa en las que han vivido siempre.

Si salen a pasear habrá alguien siguiéndoles. Si bajan al vestíbulo o al comedor del hotel alguien da cuenta de sus pasos, y si alzan un poco la voz al conversar el camarero que les sirve unas tazas de té repetirá cada palabra que hayan dicho. Serán escuchados si hablan por teléfono, y si envían una postal a Paris alguien la estudiará a la luz fuerte de una lámpara buscando en ella mensajes secretos, la guardará para usarla en el momento oportuno como prueba material de algo, espionaje o traición.

Al cabo de unos días idénticos llaman a la puerta. Las caras tensas y pálidas de Münzenberg y Babette se encuentran después de un instante de incertidumbre con las caras tan familiares y sin embargo ahora tan extrañas de Heinz y Margarete Neumann, los únicos que se han decidido o se han atrevido a visitarles. Quizás se atreven porque ya se saben condenados, porque ellos también viven aislados en una soledad de enfermos contagiosos. Al infectado sólo se acerca sin recelo quien lleva consigo la misma infección. Los cuatro juntos, las dos hermanas rubias y los dos hombres de origen obrero, las cuatro vidas atrapadas. Hablan en voz baja, muy cerca los unos de los otros, los cuatro con los abrigos puestos, en la habitación helada del hotel de Moscú, susurrando por miedo a los micrófonos, tantas cosas que contarse al cabo de tantos años de separación, tan poco tiempo para decirlo todo, para intercambiar advertencias, en cualquier momento hombres con gabardinas de cuero negro muy semejantes a las de la Gestapo pueden golpear en la puerta de la habitación o derribarla a patadas.

Se despiden y saben que no volverán a verse los cuatro juntos nunca más, y a los pocos meses Heinz Neumann es arrestado y desaparece en las oficinas y en los calabozos de la prisión Lubianka, delante de la cual hay una estatua gigantesca de Feliz Dzerzinsky, el aristócrata polaco que fundó la policía secreta de Lenin, y al que Münzenberg conoció muy bien en los primeros tiempos de la Revolución.

Pero el pasado ya no cuenta, incluso puede convertirse en un atributo de la culpabilidad. Dice Arthur Koestler que ministros y duques se indinaban ante la enérgica y ruda autoridad de Willi Münzenberg, pero en Moscú nadie lo recibe, nadie responde a sus llamadas. Lo fue todo y no es nadie: el pasado es tan remoto, tan irreal en la distancia, como las luces nocturnas de Paris y recordadas en la monotonía lóbrega de las noches de Moscú, en las que no hay más faros que los de los automóviles negros de la policía secreta.

Él, Münzenberg, organizó la formidable campaña internacional que convirtió a Dimitrov en un héroe, no del comunismo, sino de la resistencia popular y democrática contra los nazis. Gracias a él los jueces alemanes tuvieron que dejar en libertad a Dimitrov, que ahora, en Moscú es el jefe máximo del Komintern. Pero Dimitrov no responde a los mensajes de Münzenberg, no está nunca en su despacho cuando él intenta visitarlo y no se sabe cuánto tardará en regresar a Moscú.

El club de los inocentes, de los crédulos, de los idiotas de buena voluntad, de los engañados y sacrificados sin recompensa: yo he sido uno de ellos, piensa Münzenberg en sus insomnios en la habitación del hotel, yo he ayudado a que Hitler y Stalin arrasen Europa con idéntica bestialidad, he contribuido a inventar la leyenda de su enfrentamiento a muerte, he sido un peón cuando imaginaba en mi ebriedad de soberbia que dirigía el juego en la sombra.

Tal vez no le importa mucho su vida, menos aún que todo el dinero, todo el poder y el lujo que ha manejado y perdido: le importa que pueda sufrir Babette, que sea arrastrada y sucumba a las consecuencias de los errores que él ha cometido, de todas las mentiras que él ha contribuido a difundir, manipulando y profanando los impulsos más generosos, las vanidades más grotescas, la candidez inextinguible de los inocentes.

Por salvar a Babette no se rinde, asedia a los dirigentes del Komintern que en otro tiempo fueron amigos o subordinados suyos y ahora fingen no conocerlo, esgrime viejas credenciales que ya no sirven de nada, su campaña mundial de socorro a los obreros soviéticos en los años del hambre, su bolchevismo de la primera hora, de los primeros tiempos mitológicos de la Revolución, la confianza con que lo distinguía Lenin. Usted morirá siendo de izquierdas. En el mausoleo siniestro y helado como un frigorífico de la Plaza Roja, con una iluminación tenue de capilla, ha mirado de cerca la momia de su antiguo protector, su cara irreconocible, con una consistencia mate de cera, los párpados cerrados de sus ojos asiáticos. Hemos venido al reino de los muertos y no quieren dejarnos volver.

Por fin consigue una cita con un burócrata poderoso, protegido de Stalin: en el despacho de Togliatti, Münzenberg grita, se vindica a sí mismo, da golpes en la mesa, organiza el espectáculo impresionante de su cólera de magnate, como si aún poseyera periódicos que tiran millones de ejemplares y automóviles de lujo, como si los hubiera poseído de verdad alguna vez. Tiene que volver cuanto antes a Paris, dice, va a organizar la mayor campaña de propaganda que haya existido nunca, el reclutamiento de voluntarios, la recogida de fondos, de medicinas, de alimentos, el suministro de armas, la solidaridad de los intelectuales de todo el mundo con la República Española.

Togliatti, que es romo y manso, torcido y cobarde, un héroe de la resistencia comunista democrática contra Mussolini casi completamente inventado por la maquinaria de publicidad de Münzenberg, accede o finge acceder a su petición de regreso: señala un día para el viaje y le asegura a Münzenberg que su pasaporte y el de Babette estarán esperándoles en el cuartel de policía de la estación. Tal vez Münzenberg le pregunta sabe algo de Heinz Neumann, si es posible algo por Heinz y Greta Neumann: Togliatti acaso servicial pero también reservado, mostrando con cautelosa vileza su superioridad de ahora sobre el antiguo dirigente poderoso de la Internacional, dice que nada puede hacerse, o que no pasará que todo se arreglará pronto, sugiere que a Münzenberg no le conviene preguntar, precisamente ahora, cuando está a punto de marcharse.

De nuevo el hombre y la mujer con costosos abrigos y sombreros en el andén de la estación, con zapatos brillantes, con una gran pila de equipaje junto a ellos, raros y sin duda insolentes, solapas anchas y embozos de pieles, mirados de soslayo, vigilados, llenos de miedo, impacientes, inseguros de que de verdad vayan a dejarlos marcharse.

Se acerca la hora de la salida del tren pero los pasaportes no están en el cuartel de la policía según prometió Togliatti. A su alrededor se extiende la malla de una trampa y no saben si a cada paso que dan están más cerca de caer en ella, o si cada minuto o día de dilación es un plazo previsto en la culminación de su condena. Pero no van a volver al hotel, ahora que el tren ya ha anunciado su salida, no van a claudicar y encerrarse, a seguir esperando. Münzenberg toma del brazo con fuerza a su mujer, tan alta y grácil a su lado, y la guía hacia el estribo, da instrucciones para que suban el equipaje a su departamento. Si van a detenerles que lo hagan ahora mismo. Pero nadie se acerca, nadie les corta el paso en el pasillo del tren, que se pone lentamente en marcha a la hora prevista.

En cada estación, en cada una de las paradas, miran hacia el andén buscando a los soldados o a los hombres de paisano que subirán a detenerles, que les pedirán los pasaportes y les harán bajar del tren a gritos y con malos modos, o en silencio, cercándolos, guiándolos con suavidad, para no sembrar una alarma innecesaria entre los pasajeros.

Fue el viaje en tren más largo de nuestras vidas, le cuenta Babette Gross al periodista americano cincuenta y tres años más tarde. A la luz sucia del segundo amanecer llegaron a la estación fronteriza. Creíamos que era allí donde nos estarían esperando, para prolongar al máximo su cacería. Con paso firme, mientras los viajeros hacían cola en el andén nevado para el control de pasaportes, Willi Münzenberg se dirigió al cuartel de policía, con el cinturón del abrigo bien ajustado y las solapas subidas contra el frío, el ala del sombrero terciada sobre su cara alemana rústica y carnosa.

Los dos pasaportes le estaban esperando en un sobre cerrado.

Estoy muy dotado para intuir esa clase de angustia, para perder el sueño imaginando que vamos tú y yo en ese tren. Me aterran los papeles, pasaportes y certificados que pueden perderse, puertas que no logro abrir, las fronteras, la expresión inescrutable o amenazadora de un policía de alguien que lleve uniforme o esgrima ante mí alguna autoridad. Me da miedo la fragilidad de cosas, del orden y la quietud de nuestras vidas siempre en suspenso, pendiendo de un hilo que puede romperse, la realidad diaria tan segura y con que de pronto puede quebrarse en un cataclismo de desastre.

En los años que le quedan de vida Münzenberg huye y no se rinde, cobra conciencia de la magnitud y la cercanía cada vez más segura del horror, sus ojos claros dilatados de lucidez y espanto, su inteligencia todavía alimentada por voluntad incesante. En 1938 le expulsan del Partido Comunista Alemán acusándole de espía y provocador al servicio de la Gestapo y nadie sale en su defensa. Aún le queda energía para fundar un periódico, para denunciar en sus páginas la doble amenaza del comunismo y el fascismo y urgir a la resistencia popular contra ellos, al despertar urgente del letargo idiotizado y cobarde de las democracias, que han abandonado a la República Española y tolerado el rearme agresivo y la brutal chulería de Hitler, que le han entregado Checoslovaquia creyendo que lograrían saciarlo, apaciguarlo temporalmente al menos. En su periódico Willi Münzenberg vaticina que Hitler y Stalin firmarán un pacto para repartirse el dominio de Europa, y también que al cabo de no mucho tiempo Hitler se revolverá contra su aliado e invadirá la Unión Soviética, pero nadie lee ese periódico, nadie da crédito a esos delirios de un hombre que parece enloquecido, dedicado a confirmar con la extravagancia de su comportamiento y de sus palabras las peores sospechas que se venían formulando contra él, a labrarse el descrédito y la ruina con la misma desatada energía con que en otros tiempos levantó un imperio económico y un laberinto de organizaciones internacionales.

Tan raro como que existiera alguna vez ese hombre es que casi no queden rastros de su presencia en el mundo. Quién sabe si quedará vivo alguien que lo conociera y lo recuerde. Babette Gross, que le sobrevivió tantos años, también es una sombra. En una cinta grabada por Stephen Koch suena todavía su voz que hablaba inglés con un acento rancio y exquisito, y en el recuerdo de ese hombre queda el brillo fiero de sus ojos al fondo de los cuévanos que ya traslucían la forma de la calavera.

Pero hay una parte final de la historia que esa mujer no sabía y que no puede contar nadie, a no ser que viva todavía el hombre que ató una cuerda alrededor del cuello fornido de Willi Münzenberg y lo colgó luego de la rama de un árbol, en medio de la espesura de un bosque francés, en la primavera de 1940. No hay testigos, nunca llegó a saberse quiénes eran los dos hombres que estaban con Willi Münzenberg la última vez que alguien lo vio, sentado a la puerta de un café, en un pueblo francés, en un atardecer templado de junio, bebiendo algo y conversando, en una actitud perfecta de naturalidad, como si no existiera la guerra, como si no avanzaran torrencialmente por las carreteras que van hacia Paris los carros de combate alemanes.

Los tres hombres se fueron del café y nadie recuerda haberlos visto, tres desconocidos sin nombre en la gran riada de la guerra y la vergüenza de la capitulación. Meses más tarde, en noviembre, un cazador que se interna en el bosque con la primera luz del día, sigue a su perro que husmea excitadamente con el hocico muy cerca del suelo y encuentra un cadáver medio oculto por las hojas otoñales encogido en una posición muy peculiar, las rodillas dobladas contra el pecho, el cráneo medio seccionado por el roce de una cuerda que se ha ido hendiendo en él durante el proceso de la descomposición. Con los ojos abiertos en la oscuridad de mi insomnio imagino una luz tenue, entre azulada y gris, desleída en la niebla, el ruido de las hojas rozando contra las botas mojadas del cazador, el jadeo y los gruñidos, la impaciencia lastimera, la respiración sofocada del perro mientras hunde el hocico en la tierra blanda y porosa. Me pregunto qué rastros permitieron atribuir a ese cadáver desfigurado y anónimo la identidad de Willi Münzenberg, y si la estilográfica que yo he visto en la foto del libro de Koestler estaba todavía en el bolsillo superior de su chaqueta.

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