América

Aguardaría en la habitación con la luz apagada a que sonaran en la torre de la iglesia de El Salvador las campanadas de las doce. Ya disimulando, aunque todavía no hubiera salido a la calle, ya preparado para que no pudieran reconocerme si alguien se cruzaba conmigo, aunque a esas horas y esas noches crudas de invierno no había casi nadie que se aventurara a hacer frente al viento o a la lluvia que batían el gran espacio abierto de la plaza por la que yo iba a cruzar unos minutos más tarde, embozado en mi capa, que era muy recia y daba más calor que un abrigo, con la gorra bien calada sobre los ojos, y además la bufanda tapándome la mitad de la cara. Tú no has conocido inviernos como aquéllos, ni noches tan oscuras. Había bombillas débiles en algunas esquinas y lámparas que colgaban de cables tendidos sobre las plazas, y que se agitaban enseguida con el viento, así que la luz y las sombras se movían como cuando uno iba por una habitación con una vela en la mano. La plaza entera parecía moverse igual que un barco en medio de una tempestad en las noches de viento. La noche era otro mundo. No había mucha gente que tuviera entonces aparatos de radio, y era raro que hubiera luz eléctrica en todas las habitaciones de una casa. Dabas un paso alejándote del brasero y de la luz y enseguida entrabas en el frío y en la oscuridad. Pasábamos la bombilla y el cable de una habitación a otra por un agujero abierto en un rincón de la pared. Pero además la luz se iba con mucha frecuencia, empezaba a amarillear la bombilla y parecía que se reavivaba, como una vela cuando está a punto de apagarse, y de pronto nos quedábamos a oscuras. Los niños tenían una canción para esas ocasiones:

Que venga la luz,

que vamos a cenar

pan y huevos fritos

y encima una ensalá.

Se iba la luz y ya daba igual tener un aparato de radio o tener bombillas en todas las habitaciones, y había que encender la vela o el candil e ir a acostarse casi a tientas, escaleras arriba hacia los dormitorios tan fríos que las sábanas estaban un poco húmedas cuando se metía uno en ellas, y los pies se quedaban helados. Qué ganas daban entonces de apretarse contra el calor de una mujer bien carnosa y desnuda. El día era el día y la noche era la noche, no como ahora, que se confunden el uno y la otra, como se confunden tantas cosas, por lo menos para nosotros, los que somos ya muy viejos para adaptarnos a estos tiempos. Los inviernos largos y las noches sin fin, negras como boca de lobo en los callejones por los que yo me desviaba al salir de mi casa por miedo a encontrarme a alguien que me conociera si bajaba por la calle Real, recién sonadas las doce en el reloj de la plaza y luego en el del Salvador, que siempre iba un poco retrasado, pero sonaba más hondo, más a bronce, en esa torre tan alta y con las ventanas estrechas que parece más torre de castillo que de iglesia. Nada más empezar a escucharlas se me sobresaltaba el corazón, yo solo y a oscuras esperando en mi cuarto para que nadie sospechara, escuchando el mecanismo de mi despertador, que sonaba tan fuerte que muchas veces me hacía abrir los ojos en mitad de la noche creyendo que oía pasos. Pero los golpes del corazón en el pecho eran más fuertes que los del despertador, y de tanta impaciencia empezaba a dar vueltas por la habitación, pero tenía que quedarme quieto, no vaya a ser que escucharan mis pasos en el piso de abajo, me sentaba en la cama envuelto ya en la capa y con la gorra puesta y notando el frío que me subía desde los pies, esperando a que llegara la hora, a que sonaran las campanadas, tal como ella me había dicho, ordenado más bien, ni un minuto antes de la medianoche, y no por la calle principal sino por los callejones, porque cualquier precaución era poca. Una o dos horas antes ya estaba esperando, muriéndome de ganas, ya se me había puesto tan dura como la tranca de una puerta, como una mano de almirez, y al quedárseme tanto tiempo así acababa doliéndome, parece mentira ahora el vigor que tenía uno cuando era joven. Por lo que más quieras, me decía ella, no salgas antes de tiempo, no te dejes ver. Escuchaba la primera campanada y ya era como si un imán estuviera atrayéndome Yyo no pudiera resistirme, salía de mi habitación y bajaba las escaleras sin encender la vela, tanteando por las paredes, descorría el cerrojo con mucho cuidado para no despertar a nadie, uno de aquellos cerrojos tan grandes que había entonces en las casas. Qué raro que hayan desaparecido todas las cosas que eran normales para nosotros, los cerrojos grandes de hierro, las trancas y los llamadores de las puertas, las llaves de las casas, que podían ser enormes, como yo me imaginaba de chico que debían de ser las llaves del Reino de los Cielos que llevaba San Pedro.


Bajaba embozado por los callejones, desembocaba en la plaza inmensa y oscura de Santa María, una figura solitaria que procuraba deslizarse cerca de las paredes, que se quedaba inmóvil en la esquina del palacio del Ayuntamiento, el único habitante de la ciudad que permanecía despierto a esas horas, casi el único, porque al otro lado de la plaza, en uno de esos edificios colosales y sombríos que tienen de noche algo de grabados fantásticos o decorados de ópera, había alguien que también esperaba contando los minutos y las campanadas del reloj: todas las noches, después de las doce, ella dejaba descorrido el cerrojo de una puertecilla lateral y encendía y apagaba tres veces una linterna de petróleo en la ventana más alta del torreón, y ésa era la señal que él esperaba para cruzar la plaza y empujar la puerta cuyos goznes ella había aceitado y asegurarla luego por dentro con un cerrojo que también se deslizaba en silencio. Sube muy despacio, no enciendas ninguna luz, ni siquiera un mechero o una cerilla, cuenta tres rellanos y cuarenta y cinco escalones, en el tercer rellano habrá un ventanuco a la izquierda y una puerta a la derecha, toca suave tres veces para que sepa que eres tú y empújala y yo estaré esperándote.

Ahora que se le borraban tantos recuerdos y se le olvidaban itinerarios, obligaciones y palabras, le volvían de vez en cuando voces muy precisas, mezcladas con las que escuchaba mientras iba paseando sin rumbo, voces del ayer muy lejano superpuestas a las de un ahora mismo en el que con frecuencia no sabía dónde estaba, como si padeciera rachas no de amnesia, sino de sonambulismo, y se despertara de pronto en una plaza no de su pueblo querido, sino del centro de Madrid, vestido con una ropa que tardaba en reconocer como suya, huésped de un cuerpo viejo y lento que no podía ser el suyo, llamado por voces poderosas o atraído por impulsos antiguos que no sabía adonde lo llevaban.

Ave María Purísima, le decían, y él contestaba:

– Sin pecado concebida.

Oía las dos voces simultáneas, al mismo tiempo que el ruido de la puerta de cristales al abrirse, y ya no levantaba la cabeza inmediatamente ni interrumpía el trabajo, acostumbrado a esa misma aparición de casi todas las mañanas, a la diferencia de las dos voces y los dos acentos, tan contrastada como las figuras con las que se correspondían, y que vistas de lejos parecían idénticas: las dos monjas con los hábitos iguales, ropones pardos y tocados negros, una más alta y más joven que la otra, las dos con aquellas sandalias que debían de dejarles helados los pies, los pies tan blancos como las manos y las caras, con una blancura translúcida en una de ellas y terrosa y muerta en la otra, la una con la voz limpia y nítida y un acento de muy hacia el norte, la otra ronca, bronquítica, con una ruda entonación aldeana. Pero las dos voces tan dispares sonaban al mismo tiempo cuando una de las monjas empujaba la puerta de cristales mal ajustados y él no tenía que levantar la cabeza para saber enseguida con qué expresión iban a mirarlo cada una de las dos, de súplica amable la una y de malhumorada exigencia la otra, paradas delante de su mesa de zapatero remendón, pidiendo casi cada día una limosna para los pobres, algún par de zapatos viejos que a él ya no le sirvieran, unos céntimos sueltos para las velas del altar o para comprarle medicinas a una madre muy enferma. Pero no hacía falta que enunciaran la petición, porque el tono de sus dos voces ya la declaraba, exactamente simultáneas y concertadas a pesar de que no podían ser distintas, igual que no se parecían en nada las dos monjas y sin embargo eran idénticas si se las veía de lejos, cuando subían desde el fondo de la calle Real en las mañanas de aquel invierno, mañanas frías y desiertas, porque había empezado la aceituna y media ciudad estaba en el campo recogiendo la cosecha, de tal modo que la calle sólo se animaba un poco a la caída de la tarde.

– Ave María Purísima.

Hacía como que estaba irritado con ellas, o hastiado de su persistencia, pero si estaba fumando cuando las veía entrar se quitaba la colilla de la boca y la apagaba apresuradamente contra el filo de la mesa, guardándosela detrás de la oreja, porque no estaban los tiempos para desperdiciar ni una hebra de tabaco. Incluso hacía un confuso ademán como de inclinar la cabeza o de ir a ponerse en pie antes de contestarles con un tono algo burlesco de resignación:

– Sin pecado concebida.

Ya sabéis que sigue siendo un viejo de gran porte, aunque en los últimos tiempos parece que tiene un poco rara la cabeza, pero entonces, con treinta años que tendría, llamaba la atención por lo alto que era, y no se privaba de hacer bromas con las parroquianas que le llevaban a remendar sus zapatos, bromas de doble sentido que más de una vez pasaron a mayores, si bien él tuvo siempre la discreción y la astucia necesarias para que nada llegara a saberse. Al fin y al cabo era directivo de una cofradía de Semana Santa, y desfilaba con una vela en la procesión del Corpus Christi, y entre su clientela -su parroquia, como se decía entonces- había curas de las iglesias próximas, y hasta oficiales del cuartel de la Guardia Civil, que entonces estaba en la plazuela de al lado. Pero él las mataba callando, y os asombraría saber a cuántas damas de buen ver y comunión diaria se pasó por la piedra, aprovechando que iba a llevarles un par de zapatos recién arreglados a una hora a la que el marido estaba en el trabajo y los niños en la escuela, y algunas veces, lo sé porque él mismo me lo ha contado, las hacía pasar a la trastienda, que era todavía más diminuta que el portal donde trabajaba, y allí les levantaba las faldas y se las beneficiaba contra la pared, en un arrebato de calentura. Entonces las mujeres eran mucho más ardientes que ahora, dice, o decía, porque ya cuenta poco, no como antes, que en cuanto yo le sacaba el tema se embalaba y no había modo de pararlo, y además era un corte ir con él por la calle, porque hablaba muy alto y se las quedaba mirando a todas con un descaro que ya no se lleva, y que tampoco es propio de un hombre de sus años. Mira, no te lo pierdas, mira qué culo, qué tetas tiene ésa, qué andares. El se confesaba, claro, y hacía penitencias tremendas, casi todos los años salía descalzo en la procesión, y algunas veces llevando una cruz muy pesada, eso sí, sin que lo supiera nadie, fuera de su confesor, don Diego, seguro que os acordáis, aquel cura tan colorado que era párroco en Santa María, y que cada dos por tres le amenazaba con negarle la absolución. Se puede cumplir la penitencia, Mateo, pero si no hay propósito de enmienda el sacramento no limpia los pecados. Lo que ocurre es que él, en el fondo de su alma, no creía que el sexto mandamiento fuera tan serio como los otros nueve, sobre todo si uno lo quebrantaba con discreción y amplio disfrute de las partes implicadas, sin escándalo ni daños a terceros, y además sin los tratos degradantes y la falta de higiene que traía consigo el ir de putas, hábito muy extendido entonces, cuando aún había casas legalmente abiertas, pero en el que Mateo decía con orgullo que nunca incurrió. ¿Cómo iba yo a disfrutar con una mujer que estaba conmigo porque le había pagado?

Aquel año fue el del trono nuevo para la Santa Cena, cuando aquel escultor que le debía tanto dinero le pagó a nuestro amigo retratándolo como San Mateo. Mírelo, hermana, decía la monja vieja, fíjese en este zapatero, que tiene la misma cara que el Apóstol, lo que seguro que no tiene es su santidad. Estamos hechos de barro, madre, somos pecadores, aunque buenos cristianos, y no todos podemos dedicarnos en exclusiva como hacen ustedes al culto divino. ¿No dijo eso Cristo en casa de Marta y María? ¿Y no dijo Santa Teresa que nuestro señor también andaba entre los pucheros? Pues a lo mejor también anda por aquí entre mis zapatos viejos y mis medias suelas. Más obras de caridad y menos palabras, remendón, que la fe sin obras es una fe muerta, y además es de paganos tanta afición a los toros. Menos carteles de corridas y más láminas de santos…

La otra monja, la joven, no decía nada, se le quedaba mirando como si pensara en otra cosa o miraba de soslayo a la vieja, y él, poco a poco, en aquellas mañanas de invierno en las que había tan poco trabajo, se fue fijando más en ella, fue distinguiéndola poco a poco de la otra, y también de su figura abstracta de monja, y sorprendiendo gestos tan fugaces que no parecía que hubieran sucedido, rápidas miradas como de disgusto o de hastío, el modo en que la joven a veces se frotaba las manos, o se mordía el labio inferior en un brote de impaciencia que no tenía nada de monjil, que no se correspondía con el hábito o con las sandalias bastas y el tono rezador y meloso que había casi siempre en su voz, en las pocas cosas que decía, apenas Ave María Purísima y Dios se lo pague. Al principio le había parecido que la monja joven actuaba siempre como una subordinada dócil de la otra, la segunda voz en un dúo manso y concertado de iglesia, pero día a día fue observando en ella un principio de discordia, de hostilidad oculta que sólo se revelaba en fogonazos rápidos de ira en las pupilas, el fastidio de ir siempre acompañando a una mujer muy vieja y llena de achaques y manías monótonas, conteniendo el ritmo natural de sus pasos para adaptarlo a la lentitud de la otra, las dos subiendo despacio cada mañana desde el fondo de la calle Real, las siluetas oscuras en la ciudad casi despoblada, la más joven irguiendo a veces la cabeza con un gesto involuntario o secretamente vengativo de gallardía y la vieja encorvada y afanosa, la cara tan arrugada como el manto, las manos secas y los dedos de los pies torcidos como sarmientos en las sandalias penitenciales.

Calle arriba se iban parando una por una en todas las tiendas, os acordáis de cuántas había entonces, y ya han desaparecido casi todas, en la confitería, en la ferretería, en las tiendas de juguetes y de relojes, en la sastrería, en la farmacia, en la barbería de Pepe Morillo, la misma murga todas las mañanas, el ruido de las puertas de cristales al abrirse y de la campanilla que la puerta agitaba, Ave María Purísima, sin pecado concebida, sor Barranco la vieja y la joven sor María del Gólgota, qué dos nombres. Parece que ya no se acuerda de nada, pero cuando estoy con él en su casa y su mujer no nos oye le digo, sor María del Gólgota, y se le pone una media sonrisa como de recordar muy bien y no querer decirlo, no querer todavía que se sepa el secreto, al cabo de tantísimos años. Algunas mañanas, si se retrasaba la visita, empezó a asomarse al tranco de la puerta, con su mandil de cuero y su colilla en la boca, y esperaba a verlas aparecer al fondo de la calle, cuando doblaban la esquina de la plaza de los Caídos, y entonces apagaba la colilla y se la guardaba no detrás de la oreja, sino en el cajón de la mesa, y agitaba la puerta para que el aire fresco limpiara el humo y el olor del tabaco, y apagaba la radio, en la que solía tener sintonizados concursos o programas de toros o de coplas. Qué raro, pensaba, no haberme fijado hasta ahora, no haber visto más que una cara redonda y blanca de monja como cualquier otra. Ahora se daba cuenta de que tenía los ojos grandes y rasgados, y las manos largas y muy delicadas de forma, a pesar de que estaban siempre enrojecidas, de lavar con agua fría, algunas veces moradas de sabañones. Y su cara, a pesar de estar ceñida por una toca, no tenía la redondez algo cruda que solía tener la cara de las monjas, porque era una cara fuerte, un poco a lo Imperio Argentina, dice él, que de joven se pasaba la vida en el Ideal Cinema, nada más cruzando la calle desde el portal de su zapatería, y que en las películas era aficionado a lo mismo que en la realidad, a las mujeres, sobre todo a las artistas de los musicales que bailaban con los muslos al aire, o las que hacían de Jane en las películas de Tarzán, con aquellas falditas tan cortas de piel, y sobre todo, por encima de todas las cosas, a las bañistas en technicolor de las películas de Esther Williams, la propia Esther Williams la primera de todas.

Le gustaba acordarse de eso, de que la monja más joven, sor María del Gólgota, tenía la barbilla como Imperio Argentina, y de que a pesar de los ropones lúgubres de vez en cuando le era posible hacerse una idea rápida de alguna de sus formas, no el pecho, desde luego, que llevaría como fajado o amortajado, sino una rodilla, o el presentimiento de una cadera o un muslo, cuando subía por la calle y el viento le daba de frente, o el dibujo del talón y el tobillo que prometían la longitud desnuda de las piernas tan blancas en la cavidad sombría del hábito.

– Ave María Purísima.

– Sin pecado concebida.

Contestaba sin levantar los ojos de lo que estuviera haciendo, por miedo a que la vieja sor Barranco, que miraba siempre con tanta desconfianza, descubriera una atención excesiva en sus pupilas, y recreándose también en la postergación de su deleite, en el momento en que vería la cara joven de sor María del Gólgota y procuraría conseguir de ella un gesto de simpatía, o de complicidad en su disgusto, en sus miradas de soslayo. Él me dice, o me decía hasta hace nada, que una de sus reglas en esta vida ha sido el buscarse mujeres que no fueran muy guapas, porque dice que las guapas no se dan completamente en la cama, no le ponen ni de lejos la misma fe que la que es un poco fea y tiene que compensarlo haciendo méritos. Las artistas guapas, en el cine, o en las revistas ilustradas. Si es fea la que tienes debajo pues apagas la luz o te las arreglas para no mirarle la cara, dice el tío, pero el rendimiento práctico no tiene comparación, y además hay mucha menos competencia. Salta la carcajada en la barra del bar, frente a las cañas recién servidas y las raciones de calamares y pescado frito, y el narrador de la historia bebe un gran trago de cerveza, chasquea los labios, pica algo y se dispone a seguir contando, tan halagado por la atención de los otros que no repara en que habla muy alto.

Pero ésta, aunque era guapa, sí que le gustaba. Le gustaba tanto que empezó a imaginarse cosas y a tener miedo de dar un paso en falso y cometer alguna tontería. Se me quedaba mirando y me parecía que quería decirme algo, y hacía un gesto señalando a la vieja, como diciéndome, si pudiera librarme de ella, pero luego yo recapacitaba cuando se habían ido y no estaba seguro de haber visto lo que me imaginaba, y al día siguiente llegaban las dos, Ave María Purísima, sin pecado concebida, y por más que yo me fijaba en sor María del Gólgota no veía que me hiciera ninguna señal, o ni siquiera me miraba, ni hacía ningún gesto, se quedaba allí parada mirando un cartel de toros mientras sor Barranco me sacaba la limosna del día y cuando se marchaban decía, Dios se lo pague, y era como si en todo el rato no me hubiera visto, o como si fuera una monja igual que cualquier otra y todo lo que yo había creído ver en ella no fueran más que imaginaciones mías, delirios de estar tantas horas solo y sin hablar con nadie y nada más que clavando puntas y cortando medias suelas rodeado de zapatos viejos, que son la cosa más triste del mundo, porque a mí siempre me hacían pensar en los muertos, sobre todo en esa época, en invierno, cuando todo el mundo se iba a la aceituna y podía pasarse el día entero sin que entrara nadie a hablar conmigo. En la guerra, cuando yo era chico, vi muchas veces zapatos de muertos. Fusilaban a alguien y lo dejaban tirado en una cuneta o detrás del cementerio y los niños íbamos a ver los cadáveres, y yo me fijaba en que a muchos se les habían salido los zapatos, o se veían unos zapatos tirados o un zapato solo y no se sabía de qué muerto eran. Lo mismo se me olvida todo que me acuerdo de cosas que no sé lo que son. Me acuerdo de haber visto hace muchos años en uno de esos noticiarios en blanco y negro que daban en los cines montañas y montañas de zapatos viejos, en aquellos campos que había en Alemania. Pero veo cosas que pasaron hace mucho tiempo y no me acuerdo de lo que he hecho esta mañana, y me parece que me llaman o que me preguntan algo y contesto y mi mujer me dice que vaya manía que he cogido de hablar solo.


– Por el amor de Dios, ¿podría darme un poco de agua?

La hermana joven estaba más pálida de lo habitual esa mañana, la cara apagada y sin brillo, la línea de los párpados enrojecida y las ojeras violáceas, como de malas noches sin dormir. Ante el ceño de contrariedad y la mirada recelosa de sor Barranco él la guió hacia el pequeño corredor en penumbra, contiguo a su portal, donde estaba el cuarto de aseo y la repisa del botijo, uno de esos botijos antiguos en forma de gallo, de barro vidriado, con colores muy vivos, la cresta roja y la panza amarilla. Le pareció vagamente indecoroso que una monja bebiera a pulso del botijo y buscó un vaso limpio donde servirle el agua. Se fijó con disimulo en sus manos, que sostenían el vaso con un principio de temblor, en sus bellos labios incoloros, en su barbilla fuerte por la que se deslizó un hilo de agua, porque las manos temblaban ahora visiblemente, y cuando él quiso sujetar el vaso a punto de caer apretaron con fuerza las suyas, y percibió en sus palmas húmedas una temperatura de fiebre. Cómo apretaban esas manos, delicadas de forma pero grandes y curtidas, qué cerca sentía él en ese momento la respiración afiebrada de la monja y el peso y la carnalidad de su cuerpo, debilitado por disciplinas y ayunos, por el frío sin consuelo que haría sin duda en las celdas, en los refectorios y en los corredores de aquel convento tan viejo que amenazaba ruina. Entonces perdí el juicio y ni yo mismo me creía lo que estaba haciendo, la abracé por la cintura con las dos manos y la apreté contra mí, le busqué los muslos y el culo por debajo del hábito y la besé en la boca aunque ella intentaba apartar la cara, y pensé, como si ya viera lo que iba a pasarme, va a ponerse a gritar, va a entrar la otra monja y a armar un escándalo, casi escuchaba los gritos y veía acercarse a la gente de las tiendas, pero me daba lo mismo, me daba lo mismo o no podía evitar lo que estaba haciendo, y mientras le buscaba la boca y notaba lo caliente que tenía la cara y todo el cuerpo me di cuenta de que podía gritar y sin embargo no gritaba, ni se me resistía, más bien se me abandonaba en los brazos, mientras yo palpaba buscando lo que me había imaginado tantas veces. Entonces vi que cerraba los ojos, como en las películas cuando se acercaba un beso y estaba cortado por la censura, y el hombre y la mujer se apartaban de golpe el uno del otro, como si les hubiera dado una corriente eléctrica. Pero cerraba los ojos no porque hubiera caído en un trance amoroso, sino porque se estaba desmayando, y se le quedaron vueltos y en blanco mientras iba cayendo al suelo sin que yo pudiera sujetarla.


Qué miedo, verla tendida tan pálida y con los párpados entornados, tan blanca como si estuviera muerta, como si él la hubiera matado con la profanación inaudita de su atrevimiento. No recordaba si llamó a gritos a la otra monja o si ella entró en la trastienda alarmada por el retraso o por el ruido sordo del cuerpo al caer. Cuando lograron reanimarla estaba más pálida que nunca, y si él le decía algo se lo quedaba mirando con la cara tan neutra como si no se acordara de lo que había sucedido. De nuevo, al quedarse solo, tuvo la sensación exasperante de no distinguir entre lo que veía y lo que se imaginaba, entre la certeza de haber besado y acariciado a la monja y la expresión ajena con que ella le sonrió débilmente después, cuando se disponía a volver al convento apoyándose en la figura chata y recia de sor Barranco y le dio las gracias por sus atenciones. Quizás estaba loca y tampoco sabía ella si era verdad o no lo que había sucedido durante unos instantes en la trastienda de la zapatería.

Pasaban los días sin que ninguna de las dos monjas volviera a aparecer. Sor María del Gólgota estaba muy enferma y sor Barranco no se apartaba de su lado, o bien se había muerto de aquellas calenturas, o después de todo sor Barranco había sospechado algo y no le permitía salir del convento y menos aún acercarse al portal del zapatero. Pero si estaba muerta se habría sabido en la ciudad, habrían sonado las campanadas lentas y muy espaciadas de los entierros. Más de un día, a media mañana, echó el cierre a su puerta de cristales y se fue a merodear por la plaza de Santa María, aunque sin acercarse demasiado a las puertas del convento, que se abrían de vez en cuando para dar paso a una figura de monja que desde lejos siempre era, durante unos segundos, sor María del Gólgota, o también una irritada sor Barranco que se dirigía hacia él para reprocharle su impía lascivia.

No abandonaba del todo otras ocupaciones, desde luego, ya lo conocéis. Asistía a las reuniones de la directiva de la cofradía de la Ultima Cena y de la Sociedad Benéfica Corpus Christi, dedicada a proveer de asistencia médica y modestos subsidios a agricultores y artesanos, en aquellos tiempos anteriores a la Seguridad Social. Tampoco desatendió del todo a la mujer de un subteniente de Intendencia que le mandaba aviso en cuanto su marido salía de maniobras. Pero en las reuniones se quedaba más distraído de lo habitual, y la subtenienta, como él la llamaba, lo notaba más frío que otras veces, y le preguntaba si es que había otra, amenazándolo con contárselo todo al subteniente en un rapto de despecho, o con robarle la pistola y cometer una barbaridad. ¿Ves lo que tienen las mujeres guapas? Que te estropean, te hacen volverte melindroso incluso antes de que te hayas acostado con ellas, como cuando nos acostumbramos al pan de trigo y a las patatas, y ya no queríamos pan negro ni boniatos, y nos daban asco las algarrobas, que nos habíamos comido con tantas ganas en los años del hambre. Como me había empicado con la monja, que era guapa y más joven, la subtenienta empezó a parecerme gorda y mayor, con lo caliente que era, y lo agradecida, y los cafés con leche y las tostadas con mantequilla que me llevaba a la cama después de echarle un polvo, mientras el subteniente andaba de maniobras. Como era de Intendencia, en aquella casa no faltaba nada de comer. Algunas veces, cuando ya me iba, la subtenienta me daba media docena de huevos o un bote entero de leche condensada. Anda, me decía, para que cojas fuerzas.


Rondas de cañas rebosando espuma, voces de camareros, olor de aceites muy fritos, bufidos de la máquina de café, musiquillas robóticas de las tragaperras y de la máquina del tabaco: el que cuenta tiene una cara de algún modo infantil, jovial y muy redondeada, pero está casi completamente calvo y lleva un traje muy formal, de abogado o de oficial de notaría, con una pequeña insignia en el ojal de la chaqueta, con un alfiler de corbata plateado en el que se distingue la figura diminuta de una Virgen. Se interrumpe para recibir con burlesca reverencia un gran plato de morcilla humeante que el camarero acaba de depositar sobre la barra, y con la boca llena recita unos versos:

La morcilla, gran señora,

Digna de veneración.

Bebe cerveza, se enjuaga la boca por si se le ha quedado entre los dientes una pizca negra de morcilla. Baja la voz, imaginaos esa plaza de Santa María, dice, tan vasta, abriendo las manos y los brazos, satisfecho de haber elegido ese adjetivo, que se corresponde más con el énfasis de su ademán, con la negrura de una plaza muy ancha y rodeada espectralmente de iglesias y palacios, muy lejos de aquí, en otro mundo y otro tiempo, hace muchos años. Una noche, cuando ya se había acostado, después de venir de casa de la subtenienta, y de haberle hecho, me lo confesó con estas mismas palabras, una faena de aliño, estaba tendido en la oscuridad y oyendo el ruido de aquel despertador que sonaba el maldito más fuerte que un reloj de péndulo. El, que no perdía el sueño por nada, comprendió que esa noche no iba a dormirse. Se vistió, se puso la capa, la bufanda y la gorra, salió a la calle como un sonámbulo, anduvo por los callejones como si tuviera que esconderse de alguien y acabó hacia medianoche en la plaza de Santa María, que estaba llena de niebla, sólo con una o dos bombillas brillando en las esquinas, tan débiles que eran más bien manchas de claridad, como el brillo del fósforo en las agujas y en los números de su despertador. Entreveía los grandes bultos oscuros de los edificios, torres, aleros con estatuas, campanarios, la iglesia de Santa María y la del Salvador, las estatuas de los leones delante del Ayuntamiento, la fachada hosca y masiva del convento de Santa Clara, al que ni siquiera a esas horas se atrevía a acercarse.

Vio de lejos que una luz se encendía en la ventana más alta de la torre. La niebla ya clareaba, apenas una gasa tenue envolviendo las cosas. Junto a la luz distinguió con un golpe de miedo una silueta inmóvil que le pareció fija en él. A esa distancia y con tan poca claridad, y en el estado de nervios en que yo me encontraba, no habría podido reconocer una cara, y sin embargo estaba seguro de que veía a la monja joven, a sor María del Gólgota, y de que ella se había asomado a ese torreón para verme, y apagaba y encendía aquella luz que tenía en la mano para hacerme saber que me reconocía. Se apagó la luz y no volvía a encenderse, pero él seguía inmóvil, mirando hacia arriba, solo en la horizontalidad desierta de la plaza, sin noción del tiempo ni del frío, inseguro ahora de haber visto algo de verdad, de no estar soñando. Me he dormido sin darme cuenta mientras creía no poder dormirme y estoy soñando que me he levantado y me he vestido y he venido hasta aquí y he visto una luz en la torre del convento y la cara blanca de la monja tan claramente como cuando el otro día se derrumbó entre mis brazos y se quedó en el suelo con la boca abierta y los párpados entornados. Pero la luz se encendió de nuevo, sólo durante un segundo, y durante una sola vez, y se movió rápidamente de un lado a otro, y luego en sentido contrario. A lo mejor estaba muerta y su fantasma o su ánima volvía para atormentarme en castigo por mi atrevimiento. Siguió mucho rato esperando, tan ensimismado, tan quieto, que las campanadas lentas y rotundas de las dos lo sobresaltaron con un escalofrío.


A la mañana siguiente tenía un recuerdo muy raro de su salida nocturna, una mezcla confusa de fantasmagoría y certidumbre: era verdad que había visto una luz encenderse y apagarse, y una silueta con tocas de monja, pero no podía estar seguro de haber visto la cara de sor María del Gólgota, y sin embargo creía acordarse con todo detalle de sus rasgos, hasta del resplandor amarillo que la luz de la lámpara le daba a su piel. Comprendía que rozaba el delirio al recordar también que la monja tenía pintados los labios de un rojo muy fuerte, los labios ásperos y calientes de fiebre que él había besado en un momento de temeridad que ahora casi también le parecía una alucinación.

– Ave María Purísima.

Estaba tan perdido en su trabajo y en sus cavilaciones que no había escuchado la puerta de cristales al abrirse, y al levantar la cabeza tuvo delante la misma figura que le ocupaba la imaginación y los sueños desde tantos días atrás. Tras su ausencia, sor María del Gólgota era más alta, más delgada y más blanca, menos joven -era verdad que no tenía a su lado el contrapunto de la vejez de sor Barranco-, pero también era, sobre todo, una mujer de verdad, no una monja, con una mirada y una voz de mujer, una voz casi ronca, sin la melosidad clerical de otras veces. Era una mujer atrapada en aquellos ropones y sayas de otros siglos, y sus ojos tenían, tuvieron durante unos segundos, una franqueza a la que él no estaba acostumbrado en su trato con otras mujeres, ni siquiera con las que más audazmente se le habían entregado. No hizo nada, ni el ademán respetuoso de ponerse en pie, no se quitó la colilla de la boca ni dejó la lezna y el zapato viejo que tenía en las manos. Sólo se escuchó a sí mismo respondiendo como todos los días:

– Sin pecado concebida.

Ella hizo un gesto de desagrado o impaciencia, miró hacia la calle, se acercó y le dijo algo, dio inmediatamente unos pasos atrás, y cuando él iba a pedirle que repitiera lo que había dicho se abrió la puerta y apareció encorvada y afanosa sor Barranco, murmurando quejas y jaculatorias, exigiendo con modos bruscos las limosnas atrasadas, riñéndole a él por fumador y aficionado a los toros más que a las novenas y a sor María del Gólgota por no haberla esperado, hasta ayer mismo en la enfermería con cuarenta de fiebre y hoy había que verla, tan gallarda, sin que el médico hubiera llegado a saber qué tenía, curada por el favor especial de la Santísima Virgen. Mientras escuchaba a sor Barranco él recapacitó y pudo entender las palabras que le había dicho en voz baja y tan rápido sor María del Gólgota, o más bien se atrevió a creer lo que había escuchado, a estar seguro de que esas palabras no eran otro desvarío de su imaginación calenturienta. Justo después de las doce espera a que yo encienda y apague tres veces la luz en la ventana más alta y empuja la puerta pequeña que hay detrás de la esquina, sube tres pisos y en el tercer rellano hay un ventanuco a la izquierda y una puerta a la derecha, empuja con cuidado la puerta y yo estaré esperándote.


Imaginación calenturienta: según avanza la historia el narrador gradúa las pausas, enfatiza las expresiones que más le gustan, las saborea como un trago de vino o una tapa de morcilla. En torno suyo el grupo se hace más compacto, la espuma se queda tibia y se deshace en alguna jarra de cerveza, olvidada sobre la barra, como los restos de las raciones que ya nadie va a terminar, y que el camarero no retira.

Me parece que lo estoy viendo, esa noche, por fin, la noche de autos, la primera, porque hubo unas cuantas, imagináoslo con su capa, su bufanda y su gorra, como el bandido Luis Candelas en aquella canción que escuchábamos de niños en la radio, os acordáis:

Debajo de la capa

De Luis Candelas

Mi corazón no corre,

Vuela que vuela.

La plaza entera está a oscuras, como boca de lobo, nada de esa iluminación que le pusieron luego para que la vieran los turistas, y que le quitó el sabor, como yo digo, vino la electricidad y se acabó el misterio. Él dobla la primera esquina, la del Ayuntamiento, por miedo a que alguien lo vea desde una ventana va muy pegado a la pared, y en el fondo no cree que vaya a ser verdad lo que la monja le prometió por la mañana, ni tampoco que él vaya a atreverse a entrar a medianoche en el convento como un ladrón o como don Juan Tenorio, porque él mismo reconoce que si de joven era muy ardiente también era muy cobarde, y de pronto le sobrevenía el pánico a que lo descubrieran y se armara en la ciudad un escándalo, y se viera señalado con el dedo, expulsado por blasfemo de la cofradía de la Santa Cena y de la Asociación Benéfica Corpus Christi, forzado tal vez a cerrar el negocio con el que se ganaba la vida, modestamente, desde luego, pero también sin apuros en aquellos tiempos tan difíciles, vetado para siempre en el palco presidencial de la plaza de toros, al que solían invitarlo en las tardes de corrida en calidad de asesor, y en el que se codeaba, fumando un puro extraordinario y llevando un clavel en el ojal de su traje de rayas, el de las grandes ocasiones, con las autoridades supremas de la ciudad, el alcalde, el comisario de la policía, el comandante de la Guardia Civil, el párroco de San Isidoro, aquel don Estanislao del que os acordaréis que a pesar de su sotana y de su fama de austeridad ejemplar era un taurino furibundo, y el año 47 le dio la extremaunción al insigne Manolete, en aquella plaza maldita de Linares.

Lo abrumaba la conciencia del peligro en el que estaba a punto de incurrir, y sin embargo no se detenía, ni daba media vuelta y regresaba a su casa, al abrigo seguro de su cama. Todavía estaba a tiempo, no había terminado de cruzar la plaza, no se había encendido ninguna luz en la ventana más alta del torreón, pero los dictados de la prudencia no afectaban a sus pasos, y para justificarse y seguir acercándose a la puertecilla lateral del convento se decía que todo podía haber sido una chanza o un delirio de la monja, todavía trastornada por la fiebre, de modo que no importaba que se quedara rondando por la plaza, ya que la luz prometida no iba a encenderse, y ni siquiera que se acercase a la puerta e intentase empujarla, porque no cedería, estaría tan cerrada a cal y canto como cualquier puerta de la ciudad a esa hora de la noche, cuando más la puerta de un convento, con cerrojo y vueltas de una gran llave y tranca de madera, como cerrábamos antes de acostarnos en los malos tiempos de la guerra, cuando cualquier noche podían venir a buscarte y te daban el paseo y te dejaban tirado en una cuneta, con los calcetines flojos y los zapatos caídos lejos de tu cuerpo, sobre todo si eras persona de orden y de fe, como lo fui siempre yo a pesar de esta debilidad mía por los pecados de la carne.

Pero la luz se encendió y se apagó tres veces, y él se acercó a la esquina del convento con las piernas temblando, diciéndose que a pesar de todo la puertecilla podía no ceder, y de hecho, al principio, encontró en ella cierta resistencia que al mismo tiempo le alivió en su cobardía y fue un golpe bajo y doloroso contra la sensación de inminencia física que lo había traspasado con un golpe de urgencia sexual cuando vio la luz en la ventana. Siempre lo habían desanimado las puertas cerradas, pero ésta, tan compacta de apariencia, baja y estrecha, con varias filas de grandes clavos oxidados, se deslizó en silencio con un segundo empujón algo más decidido, y cuando la cerró tras él y se encontró en una oscuridad aún más impenetrable que la de la plaza en la noche sin Luna, pensó con aterrado fatalismo, con lujuria desatada, que ya no había vuelta atrás, y subió los tres tramos de escaleras tanteando las paredes, asustándose de los rumores y los tenues ecos que despertaban sus pasos, sintiendo en la cara roces de telarañas y en las palmas de las manos la frialdad húmeda que rezumaba la piedra. Por fin vio a la izquierda una ventana estrecha como una saetera, apenas una raya de fosforescencia en la negrura: en ese rellano, a la derecha, palpó la madera de una puerta, y cuando se disponía a empujarla le entró pánico de haberse equivocado en la cuenta de los tramos de escalera que llevaba subidos. Se quedó encogido, sin atreverse a nada, sin moverse, paralizado en la sombra en la que ahora empezaban a definirse para sus pupilas adaptadas a ella el marco y los cuarterones de la puerta. Creyó escuchar un sonido muy suave, un roce o una respiración que no eran suyos, y antes de que advirtiera que la puerta estaba abriéndose una mano rápida y certera le agarró por el faldón de la capa y tiró de él hacia adentro, provocándole un escalofrío, una voz le advirtió al oído que inclinara la cabeza, porque el techo era muy bajo, y a continuación, mientras la puerta se cerraba, fue arrastrado, dejándose llevar, fue tendido en un jergón estrecho y áspero, fue palpado, auscultado, despojado en aspavientos torpes de su ropa, guiado, con una mezcla de rudeza inexperta y determinación, lamido y mordido, manejado, aplastado por un cuerpo carnoso y desnudo que se enredaba al suyo sin que él supiera muy bien, en el aturdimiento de la excitación y de la oscuridad, qué zonas o qué miembros estaban tocando o lo atrapaban. Fue sacudido como un guiñapo, aplastado contra una pared que le helaba y le arañaba la espalda, amordazado por una mano sudorosa cuando su respiración sonó muy fuerte, fue volcado como por un golpe seco de mar y sujetado cuando se caía al suelo, y cuando al fin se le concedió una tregua y él mismo quedó exhausto y aliviado, en el duro filo del jergón, y tocó y olió la sustancia líquida que le mojaba el vientre pudo recapacitar en todo lo que le había sucedido en los últimos minutos, y llegó a la conclusión de que tenía sangre en las yemas de los dedos, y de que por primera vez en su vida acababa de desvirgar a una mujer. Ave María Purísima, murmuró ella, con un suspiro largo y plácido, y él, no sin cierta inquietud por la irreverencia, le replicó al oído:

– Sin pecado concebida.

– Oye, ¿es verdad que después sienta bien un cigarro?

– Divinamente.

– Pues yo me fumaría uno.

Al fin le vio la cara, a la luz del mechero de gasolina, y no la reconoció, porque nunca le había visto el pelo, que era castaño y rizado, aunque muy corto, con un punto de aspereza, como el vello del pubis, que casi le había arañado. También era la primera vez que fumaba, pero se aficionó enseguida, a pesar de las toses y del mareo, que le gustaba mucho, dijo, le hacía acordarse de cuando era niña y se mareaba en los caballitos del tiovivo. La pega de las mujeres, si te digo la verdad, es que cuando la cosa ha terminado y el hombre quiere dormirse o marcharse a su casa a ellas les entra un deseo tremendo de conversación, de comunicación, como se dice ahora. Se acomodaron como pudieron en la estrechura imposible del jergón, se echaron encima toda la ropa que tenían, pero aun así, aunque sin más remedio estaban muy apretados el uno contra el otro, tiritaban de frío, y a él le entró de nuevo el miedo a que lo descubrieran y la urgencia de marcharse, pero ella le sujetaba entre las piernas con una destreza recién aprendida y ya infalible y le decía que aún quedaba tiempo, que se encendiera otro cigarrillo, ni siquiera habían sonado las campanadas de las dos.


Le hablaba, en voz muy baja, tan cerca del oído que notaba el roce húmedo de su respiración y de sus labios, que se había pintado de rojo para él, le explicó, con una barra robada en la perfumería de la calle Real en un descuido de la dependienta y de sor Barranco, y le daba la risa cuando se acordaba, la bruja no se fía de mí y no me quita el ojo de encima pero yo soy más rápida que ella, que además está quedándose cegata, merecido lo tiene por todo el veneno de víbora que escupe cada vez que habla, incluso cuando reza el rosario. A él, en el fondo, aquel lenguaje le disgustaba, le parecía tan impropio de una monja como el deleite que sor María del Gólgota ponía en fumar, hasta aprendió a hacer roscos con el humo, expulsándolo despacio entre sus labios pintados. Sor María del Gólgota, qué suplicio de nombre, si yo me llamo de verdad Francisca, o mejor todavía, Fanny, como me llamaba mi padre, que en paz descanse, y que. era muy aficionado a las cosas inglesas, quería el pobre que yo aprendiera a hablar inglés, a jugar al tenis, a escribir a máquina y a conducir automóviles, que fuera a la universidad y estudiara algo serio, no esas tonterías para señoritas ociosas como Magisterio o Filosofía y Letras, sino Medicina, por lo menos, o Física y Química. A mi hermano también le hacía estudiar y practicar deportes, pero yo era claramente su preferida, y además decía que siendo chica yo necesitaba más talentos y astucias para defenderme en el mundo, y mi madre, aunque le dejaba hacer, porque era débil de carácter, por detrás renegaba, a esta chica su padre nos la va a convertir en un marimacho, quién va a querer hacerse novio de una ingeniera o de una campeona de automovilismo, y mi padre, qué vergüenza, si parece mentira, tengo una mujer tan retrógrada que está en contra del avance de su propio sexo.

Imitaba voces, aunque hablara tan bajo, elaboraba populosas funciones teatrales en el secreto de la oscuridad de su celda y del murmullo al oído, la voz grave y lenta de su padre, la voz quejosa de su madre, la de su hermano, que había sido su cómplice y su héroe desde que los dos eran muy pequeños, el croar de rana de la voz de sor Barranco y los diversos tonos de ridículo y perfidia de las otras monjas de la congregación. Yo creo que no me aguantan, que quieren envenenarme, esos mareos que me dan son muy raros, sor Barranco me traía caldos y bebidas calientes a la celda y yo no me fiaba, ande, hermana, que este caldito le va a sentar muy bien, que resucitaría a un muerto. Que se lo beba tu madre, bruja, si empecé a mejorarme nada más dejé de tomar sus caldos y sus bebedizos, y ella, venga, hermana, a levantar ese ánimo, mire qué bien le sentó anoche el reconstituyente que le traje, aunque seguro que fueron más eficaces nuestras plegarias a la Santísima Virgen.

Le adormilaba ese rumor en el oído, y al mismo tiempo le desasosegaba, porque dice que a pesar de un poco libertino seguía siendo buen católico, y que sor María del Gólgota, o Fanny, aunque estaba más buena que una mollaza de pan blanco y recién hecho, palabras textuales, le parecía demasiado irrespetuosa de las cosas santas, y a él le remordía más la conciencia por escucharle sin queja sus improperios de librepensadora que por estar acostándose con ella. Ésa era la pega que tenía, me dijo muy serio, la última vez que le estuve sonsacando, cuando aún no empezaba a írsele la cabeza, lo mucho que hablaba, todo el rato, al oído, chucuchú chucuchú, apretada contra mí, en aquel camastro que tanto crujía y que en cualquier momento podía haberse desarmado bajo nuestro peso, contándome aquellas historias fantásticas de sus padres y su hermano, que unas veces decía que estaba en África y otras en la Tierra de Fuego, y del modo en que una tía suya hizo que la encerraran en el convento y la forzó luego a hacerse novicia, por tu bien, hija mía, no por tu felicidad en el otro mundo, que ya sé que no crees en él, lo mismo que tu padre, sino porque tengas algo de seguridad en éste, y no acabes rapada y afrentada en público, como tu pobre madre, que la pobre no tenía culpa de nada, y mira cómo se trastornó, y cómo tuvimos que ingresarla Dios sabe hasta cuándo.

Lo hacía todo brusca y ávidamente, con la misma agitación entre apasionada y tiránica con que le había quitado la ropa o le había urgido a sobreponerse a las estrechuras dolorosas de su virginidad. Se extasiaba apurando de una larga calada un cigarrillo, apretándole entre sus muslos hasta que le crujían las articulaciones, hundiéndole su lengua movediza en la boca, detalle este que a él no acababa de gustarle, por no parecerle propio de mujeres decentes. Apuraba los besos, los cigarrillos, los minutos, y tal vez sobre todo el deleite de decir en voz alta todas las palabras que desde hacía muchos años la mareaban en el secreto de su pensamiento, la mantenían en una perpetua ebullición de ensoñaciones y rebeldías imposibles, en una intoxicación tan poderosa de recuerdos, deseos, historias, nombres y lugares que con mucha frecuencia perdía por completo el sentido de la realidad. Pero sonaban las campanadas de las dos y le urgía a vestirse con la misma impaciencia con que dos horas antes le había desnudado, le ponía en un bolsillo un sobre con las colillas y cenizas para borrar todo rastro, le guiaba de la mano escaleras abajo, sin tanteos, sin incertidumbre, porque muchas veces parecía que tuviera el don inquietante de ver en la oscuridad. Se asomó un momento a la puertecilla del rincón y le hizo un gesto para que saliera muy rápido, y un segundo más tarde él estaba solo en la extensión oscura de la plaza, aturdido, magullado, tan desconcertado todavía que no disfrutaba plenamente de su vanidad satisfecha y su deseo colmado, que no podía creerse que de verdad se había infiltrado a medianoche en un convento y había desvirgado a una monja.


En su portal de zapatero y en la barbería contigua de Pepe Morillo los hombres solían hacer ostentación de sus conquistas, o del dudoso mérito de sus proezas con las putas. El callaba siempre y se sonreía por dentro. Si vosotros supierais. Ni a su confesor podía contarle aquella aventura, así que le causaba una inquietud suplementaria la certeza de que vivía en pecado mortal. A mí sólo me la ha contado, y eso más de cuarenta años después, cuando ya llevaba tiempo jubilado y viviendo en Madrid. Teníais que haber visto la sonrisilla que se le ponía, los dos en el comedor de su casa, rodeados de recuerdos de nuestra ciudad y de estampas e imágenes de santos, y de carteles de toros. Ay, amigo, cuánto me han gustado los toros y las mujeres, y qué ratos más buenos me han hecho pasar, el Señor me perdone.

Eso le ha quedado, la media sonrisa, la expresión de astucia de guardar un secreto que tal vez no recuerda, alelado y amnésico delante del televisor, parpadeando como a punto de dormirse, adormilado y feliz, durante muchas horas, atento por igual a un programa de dibujos animados que a un concurso de palabras difíciles o a los consejos matinales de un médico, enlazando en un fluir continuo imágenes y palabras de películas, de telediarios, de dramones sudamericanos, animándose de repente cuando ve en la pantalla a una chica muy guapa o desnuda, a la que es posible que le diga algo, asegurándose antes de que su mujer no está cerca, un piropo de los que se les decían en su juventud a las mujeres que paseaban las tardes de domingo por la calle Real cogidas del brazo. Cuando yo era pequeño el hombre que poseía el único televisor del vecindario les decía piropos groseros a las presentadoras y a las mujeres con minifalda que salían en los anuncios. Le preguntan y no contesta, o no escucha, o dice algo confuso respondiendo a una pregunta que no le han hecho. Lo mismo se echa a reír delante de la tele que te lo quedas mirando y se le han saltado las lágrimas. Le pones la comida y se la come toda, porque eso sí, el apetito no lo pierde, y al cabo de un rato no se acuerda y me pregunta que cuándo vamos a comer, así está poniéndose de gordo. Le digo que salga, para que le dé un poco el aire, que no se pase todo el día viendo la tele, pero en cuanto sale por la puerta ya me entra la inquietud, no vaya a perderse y no sepa volver, con lo tonto que está y lo grande que es Madrid, y además tengo que fijarme bien, por si no se ha atado los zapatos o no lleva calcetines, con lo flamenco que era antes y lo que le gustaba arreglarse, que se ponía hecho un pincel aunque sólo fuera para ir al mercado, que está a la vuelta de la esquina.


Se queda horas con la misma sonrisa impávida de complacencia, aprobando benévolamente todo lo que ve, todo lo que escucha, las conversaciones de las vecinas y los travestís en el kiosco de Sandra, los anuncios y los telediarios, las voces de las pescaderas en el mercado, los consejos médicos del programa de televisión de las mañanas, las caras de los muertos y las muertas en vida que se cruzan con él en la plaza de Chueca y en las esquinas más sombrías del barrio, cuando sale con su gran abrigo y su sombrero tirolés. Pero yo creo que de algunas cosas sí que se acuerda, o por lo menos se le despierta algo, aunque él no llegue del todo a enterarse, porque alguna vez que voy a verlo al principio parece que no me ha conocido, me siento a su lado en el comedor y me mira como preguntándose quién seré, aunque haga por seguirme la conversación, y mientras me dice algo o yo intento sonsacarle alguna de sus historias antiguas se le van los ojos hacia la tele y se olvida de que hay alguien más en la habitación. Pero yo tengo un truco que no me falla jamás: me acerco mucho a él, cuando su mujer no está delante, y le digo en voz baja, Ave María Purísima, y al tío le brillan los ojos, se le humedecen, y se le pone la sonrisa de sinvergüenza cuidadoso que tenía antes cuando me hablaba de mujeres, y me responde de manera automática:

– Sin pecado concebida.


Le daba remordimiento cada vez que repetía esas palabras, cada mañana que veía, a la hora de siempre, las dos siluetas de ropones pardos al otro lado de la puerta de cristales y apagaba el cigarrillo, lo guardaba en un cajón, bajaba la cabeza fingiendo que se concentraba en su trabajo, en arrancar del todo el tacón gastado y torcido de un zapato viejo o ponerle aquellos pequeños refuerzos metálicos que en nuestra ciudad llamaban tapillas, remiendos de tiempos de pobreza en los que casi nadie podía permitirse unos zapatos nuevos. Sentía sobre él la doble inspección alarmante y magnética de sor Barranco y sor María del Gólgota, Fanny en secreto de sus citas blasfemas, de sus noches oscuras y su lujuria a ciegas en la celda helada, y cuando las dos decían a la vez Ave María Purísima él ya distinguía en la voz de la más joven el tono equívoco de la invitación, del recuerdo y el desafío repetido, y le costaba responder con la misma diligencia que en otros tiempos. Al decir Sin Pecado Concebida, la fórmula que había repetido desde que era niño sin reparar nunca en ella se le mostraba en su significado literal, y sentía una mezcla muy rara de deleite y de contrición al pensar en los muchos pecados de los que la monja y él venían siendo cómplices, pecados más mortales todavía porque ella se regocijaba sin miramiento en cometerlos, con una temeridad que no sólo era moralmente escandalosa, sino que además estaba llena de peligros.

Le costaba levantar la cabeza y rehuía las dos miradas tan fijas sobre él, y a la vez que tenía miedo de que alguna señal de sor María del Gólgota fuera interceptada por la otra monja también temía no recibir ningún signo alentador de que esa noche la puertecilla estaría abierta para él. Habiéndose acostado con tantas mujeres hasta entonces, no se le había pasado por la cabeza enamorarse de ninguna, y tenía una idea entre higiénica y grosera de las relaciones sexuales. Que esta aventura le causara tantos contratiempos, tales incertidumbres y confusiones interiores, era algo que irritaba profundamente su sentido masculino de la comodidad, la perfecta simpleza de espíritu en la que hasta entonces había vivido. A ver si me lo puedes explicar, tú que tienes estudios y sabes tantas cosas. Si me gustaba tanto, ¿cómo es que también le tenía miedo? Si decidía que ya no iba a visitarla más, ¿por qué me iba de mi casa antes de que dieran las doce y me moría de impaciencia si tardaba en encenderse la luz en el torreón? Estaba muy buena, ésa es la verdad, estaba más buena que cien panes y cien quesos y era un gozo tentarla en la oscuridad, olerla, verla tan blanca un instante a la luz del mechero o de la brasa del cigarro.

Pero tenía aquella pega principal que él notó la primera noche y que luego no hizo más que agravarse, y era cuánto hablaba después de la faena, según le gustaba a él decir en su lenguaje taurino. Antes no: desde que él entraba en la celda hasta que los dos se habían corrido la mujer era una sombra silenciosa y movediza a la que sólo se le escuchaba respirar, jadear, quejarse, pero en cuanto se apaciguaba se quedaba adherida contra él, comouna lapa o un cepo que lo apresara entre sus muslos, y empezaba a hablarle al oído, sacudiéndolo con ira si advertía que estaba empezando a dormirse, el roce de sus labios y el susurro incesante de su voz, que seguía escuchando aunque ya no estuviera con ella, cuando volvía embozado a su casa después de las dos de la madrugada o cuando se despertaba por culpa de un mal sueño de desgracia o escándalo, cuando estaba solo en su portal de zapatero y se olvidaba de escuchar las canciones de la radio, porque la voz sonaba de nuevo en su oído, zumbaba como un insecto o como el rumor de la sangre o el latido del corazón, se convertía en otras voces, a las que él poco a poco se fue acostumbrando, las voces de su vida remota y de su familia fantasma, el padre queriendo que su hija se hiciera doctora en Ciencias Físicas o ingeniera de Caminos y la madre rezando rosarios, la tía enlutada y venenosa que los recogió a ella y a su hermano en la comisaría de una estación fronteriza, cuando se escapaban a Francia escondidos en un vagón de mercancías, porque habían planeado unirse a la resistencia contra los alemanes o ponerse al servicio del gobierno de la República en el exilio. Como Santa Teresa y su hermano, cuando se escaparon de su casa para ir a tierras de moros a convertir infieles o hacerse mártires, con la diferencia de que nosotros ya no teníamos casa, porque a mi padre lo fusilaron los nacionales en cuanto entraron en el pueblo, al final de la guerra, y a mi madre le raparon la cabezayle tatuaron una hoz y un martillo en el cráneo, y la pasearon con otras rojas o mujeres de rojos por el centro del pueblo y la obligaban a ir con ellas al amanecer a fregar el suelo de la iglesia, de rodillas sobre las losas heladas. Todo por el odio que le tenían a mi padre, que era el hombre más bueno y más pacífico y de orden del mundo, y ni en verano dejaba de llevar su traje con chaleco, su cuello duro y su corbata de lazo. Por salir a la calle con esa ropa habían estado ya a punto de fusilarlo unos milicianos al principio de la guerra, y con su traje, su chaleco, su cuello duro y su pajarita, se lo llevaron al paredón de fusilamiento los facciosos tres años después, y él le dijo a mi hermano, menos mal que por lo menos no van a matarme los míos.


El padre fusilado, la madre loca, el viaje furtivo durante días y noches hasta la frontera en un tren de mercancías, su hermano y ella durmiendo sobre paja con olor a estiércol y haciendo planes lunáticos para unirse a la resistencia contra Hitler y Franco, las laderas cubiertas de almendros y manzanos florecidos y las callejuelas en cuesta de aquel pueblo donde los dos pasaron en perfecta felicidad los años de la guerra, mientras su madre rezaba y su padre administraba una escuela para niños desplazados y seguía paseándose con el traje, la corbata, el sombrero y los botines de un republicano de orden, a pesar del susto que le habían dado al principio unos milicianos libertarios, y que ya no volvió a repetirse, al menos hasta que llegaron los otros, lo sacaron a patadas y culatazos de la casa con patio y emparrado y pozo de agua fresca donde habían vivido los cuatro casi como la familia de Robinsones suizos de aquel libro que a ella y a su hermano les gustaba tanto. No perdáis los nervios, ya veréis que no me pasará nada, que no es más que una equivocación, le decía ella al oído con la voz de su padre, pero ya no volvieron a verlo vivo, o sólo lo vio su hermano, cuando fue a llevarle un poco de comida y tabaco a la cuadra en la que lo tenían encerrado, y lo que más le impresionó no fue entrar en aquel corralón lleno de condenados a muerte, sino ver a su padre sin afeitar y sin el cuello postizo de su camisa, con el traje arrugado y muy sucio, como no lo había visto nunca.

Pero no era su padre, sino su hermano, el héroe de todas sus narraciones, su camarada de los juegos infantiles y las aventuras por las laderas blancas de manzanos y almendros, el cómplice de sus lecturas y el instigador de sus propósitos de fugas y de alistamientos en revoluciones sociales, en ejércitos partisanos, en células clandestinas de resistencia antifascista, en viajes de exploración a la Tierra del Fuego o a la Patagonia o al desierto de Gobi o el centro de África. A ella la habían atrapado, la habían encerrado en un convento y forzado a hacerse monja bajo amenazas oscuras y terribles que nunca llegaba claramente a explicar, tan minuciosa como era, pero al menos su hermano había logrado escaparse, y alguna vez, en el curso de todos aquellos años, le había llegado por tortuosos conductos alguna carta suya. Vive en América, no sé si en el norte o en el sur, pero en América, se mueve tanto y tiene tantos negocios que no pasa mucho tiempo seguido en ninguna parte, y lo mismo está en Chicago que en Nueva York o Buenos Aires, pero siempre anda queriendo saber de mí y por culpa de las brujas que me tienen secuestrada sus cartas no me llegan ni yo puedo enviarle a él ninguna mía, pedirle ayuda para que venga a salvarme.


Ayúdame tú, le decía al oído, rozándole la oreja con sus labios y su aliento agitado, ayúdame a escaparme de aquí y nos iremos los dos juntos a América en busca de mi hermano. Qué te retiene a ti aquí, si un hombre es libre de irse a donde le dicte su santa voluntad, no como una mujer, que está siempre presa, aunque no esté encerrada en un convento. Aquí no tienes nada y no vas a llegar nunca a nada, toda la vida arreglando zapatos viejos en ese portalucho, oliendo el sudor viejo que la gente se deja en los zapatos, tan joven y tan fuerte como eres, con esas manos tan grandes y ese brío que tienes en el cuerpo, nada se te pondría por delante si te fueses de aquí, a América, donde se van los hombres que tienen coraje para comerse el mundo, como se fue mi hermano, y donde las mujeres no viven encerradas ni llevan siempre luto ni se matan pariendo hijos y trabajando en el campo y fregando de rodillas los suelos y lavando la ropa en invierno en pilones de agua fría con esos trozos de jabón de manteca que desuellan las manos. Yo aquí no soy nada, no sería nadie si me escapara sola, adonde va a ir una mujer escapada de un convento que no tiene papeles, ni ningún hombre que la defienda o que la represente, ni padre, ni marido ni hermano, no como en América, donde una mujer es tanto como un hombre, si no más muchas veces. Allí las mujeres fuman en público, igual que los hombres, llevan pantalones, van en auto a las oficinas, se divorcian cuando les da la gana, conducen a toda velocidad por las carreteras, que son muy anchas y siempre van en línea recta, no como aquí, y los autos no son negros y viejos, sino muy grandes y de colores, y las cocinas son luminosas y brillantes y están llenas de aparatos automáticos, de manera que le das a un botón y el suelo se friega, y hay una máquina que quita el polvo y otra que lava la ropa y la deja hasta planchada y doblada, y las neveras no necesitan barras de hielo, y todas las casas tienen garaje y jardín, y muchas de ellas piscina. En las piscinas las mujeres toman el sol con bañadores de dos piezas y beben refrescos tumbadas en hamacas mientras los aparatos automáticos hacen todo el trabajo de la casa. Beben refrescos y fuman, sin que nadie piense que son putas, y se pintan las uñas no sólo de las manos, sino también las de los pies, y si tienen alguna queja del marido se divorcian de él, y encima él tiene que pagarles un sueldo todos los meses hasta que encuentran a otro marido, y se casan sin tener que hacer cursillos de cristiandad ni papeleos ni petición y sin que les haga falta una dote, se casan de un día para otro, y se divorcian lo mismo, y si se aburren de la vida en un sitio se montan en su gran cochazo de colores y se van a otra ciudad, en el otro lado del país, se van a California o a la Patagonia o a Las Vegas o la Tierra de Fuego, mira qué nombres más bonitos, si nada más decirlos ya parece que se llenan los pulmones de aire, o se van a Chicago o a Nueva York, y viven en rascacielos de cuarenta o cincuenta pisos, no en casucas aplastadas como las de aquí, en apartamentos que no necesitan ventanas porque tienen todas las paredes de cristal, y en los que nunca hace calor ni frío, pues en cuanto la temperatura sube o baja un poco más de la cuenta se ponen en marcha unos aparatos que llaman de climatización.

Pero cómo vamos a irnos, mujer, con qué dinero compraríamos el pasaje del barco, decía él, por decir algo, y ella enseguida montaba en cólera ante su pusilanimidad, le reñía en su murmullo somnífero: todo lo tengo pensado, tú vendes o traspasas tu negocio y algo te darán, estando en un sitio tan bueno, y yo puedo arreglármelas para robar algunas cosas de mucho valor que hay en el convento, candelabros de plata y un relicario de oro macizo, hasta puedo cortar de su marco un cuadro de la Inmaculada que dicen que es de Murillo, y malo sería que no nos dieran por él unos cuantos miles de pesetas. Se quedaba helado nada más que de pensarlo, robo sacrílego aparte de profanación y blasfemia, no sólo la deshonra pública y la excomunión, sino además la cárcel. Ahora empezaba a entenderlo todo, aquella monja demente buscaba algo más en él, aparte de saciar su impía calentura, quería usarlo como instrumento de su huida y cómplice de sus maquinaciones delictivas, no impropias de quien al fin y al cabo era hija de un rojo que la había educado en el amor libre y en el ateísmo, fomentando en ella un descaro sexual que podía ciertamente ser muy gozoso, pero que también era impropio de una mujer decente, cuanto más de una esposa de Cristo.


No dormía, no estaba nunca en lo que estaba, ni en su trabajo ni en sus actividades benéficas o cofradieras, ni en la obligación ni en la devoción, como yo digo, hasta se le olvidaba escuchar los programas de coplas y de toros en la radio. No tenía miedo, tenía pánico, no ya de que alguien lo sorprendiera cuando entraba al convento o salía de él en aquellas noches invernales de temporal que seguían siendo tan oscuras y despobladas, sino de que ella lo arrastrara en su delirio, de que él mismo se trastornase tanto que llegara a perder el sentido común que le había acompañado y guiado siempre y acabara por perder todo lo que tenía, y también todo lo que era, lo que había llegado a ser. Tenía miedo de verla aparecer cada mañana junto a sor Barranco, y hasta que no la veía irse no se quedaba tranquilo, porque le parecía que la vieja estaba ya entrando en sospechas, y que lo vigilaba al mismo tiempo que la vigilaba a ella con el propósito de lograr nuevos indicios de lo que ya suponía, pruebas que los empujarían juntos a una catástrofe en la que él no tenía el menor interés romántico en verse envuelto. Pero si faltaba en sus visitas también se asustaba, imaginando que había caído otra vez enferma y que en el delirio de la fiebre divulgaba el secreto de sus encuentros en la celda, o que se había escapado ya y estaba escondida y en cuanto anocheciera iba a venir a buscarle, tal como había anunciado amenazadoramente muchas veces. Eso me pasa a mí por romper mis normas y liarme con una guapa, y con una guapa además que no tiene marido ni nadie que la sujete, más que esas monjas viejas que no se enteran de nada. Hay que buscarse amantes que sean un poco feas, y que estén casadas y sepan guardar algo de decencia incluso en el adulterio, y si es posible que además tengan una posición económica sólida, porque así es más difícil que les entre la ventolera romántica de dejarlo todo y fugarse con uno, causándole todo tipo de incomodidades y de sobresaltos.

Qué filósofo, el tío, tenías que haber dejado por escrito tus preceptos, para que tus discípulos los siguiéramos al pie de la letra, le decía yo y él se echaba a reír, y me hacía un gesto para que bajara la voz, no fuera a enterarse su mujer. Tus preceptos y también tus memorias, maestro insigne, a no ser que me lo cuentes todo a mí y me nombres tu biógrafo oficial y el albacea de tu legado.

Pero ya es demasiado tarde, ya no recuerda o no cuenta, aunque los médicos le han mirado la cabeza y dicen que no tiene nada, gracias a Dios, que no le ha dado esa enfermedad de los viejos, el Alzheimer, que se ponen imposibles y ya no recuerdan ni conocen, por lo menos todavía no. Dice el médico de la cabeza que a lo mejor lo que le ha dado es una depresión, de no hacer nada y de no conocer a casi nadie en Madrid, pero qué depresión, le digo yo, si éste no se ha puesto triste nunca, y ahora se echa a reír por cualquier cosa él solo, mirando la tele, que estoy haciendo algo en la cocina y oigo unas carcajadas y salgo y es él que está meándose de risa, aunque no tenga ninguna gracia lo que están poniendo, que lo mismo es un entierro o una de esas noticias de guerras y hambres de los telediarios.


No recuerda el fastidio, la angustia, el miedo de las últimas veces, lo trastornada que estaba volviéndose ella, cada vez más áspera y perentoria en sus exigencias eróticas, como si en unas semanas hubiera adquirido toda la depravación en la que otras caen al cabo de largos años de vicio, cada noche más habladora, más ida y monótona en sus historias del pasado y en sus planes demenciales para el porvenir, un porvenir que además ella situaba cada día más cerca, hasta se empeñaba en discutir las mejores fechas posibles para la huida, y le exigía a él promesas y juramentos con amenazas terribles, con visiones insensatas de la libertad y la riqueza que les aguardaba a los dos en América, donde no tardaría nada en encontrar a su hermano aventurero y multimillonario, en poseer un coche larguísimo pintado de rojo o de amarillo o azul y con alerones plateados y una casa con jardín y piscina y toda clase de adelantos mecánicos.

Una noche, en contra de la costumbre, ella no lo arrastró en silencio a su catre endeble y ascético nada más llegar, sino que se apretó contra él en la oscuridad y le sujetó la cara con las dos manos y le dijo al oído con la voz ronca y alterada que antes de poseerla -esa palabra melodramática le gustaba mucho- él tendría que jurarle que en el plazo de una o dos semanas, antes de que terminara la temporada de la recogida de aceituna, por fin se escaparían juntos. ¿No le había dicho él dos o tres noches atrás, embusteramente, para salir del paso, que ya tenía medio concertado el traspaso de su negocio con un zapatero de la vecindad? Como un garfio o una zarpa la mano derecha de la monja, que en tan poco tiempo se había vuelto asombrosamente experta en sus caricias y manipulaciones, se apoderó de su bragueta y empezó a apretar gradualmente, y su voz murmuró algo en el oído que muchos años después a él seguía erizándole el vello cuando lo recordaba, y provocándole un encogimiento viril tan instantáneo como irreparable: si me traicionas te lo arranco todo.

Pero esa noche fue la última vez. Por la mañana se despertó con escalofríos y mareos, y no tuvo fuerzas ni para salir de la cama. En medio del abatimiento y la fiebre sentía el alivio de no acudir al trabajo y de no tener que enfrentarse al diario escrutinio de sor Barranco y sor María del Gólgota. Al tercer día la fiebre fue a peor y hubo que llamar al médico, que diagnosticó un principio muy peligroso de pulmonía y ordenó el ingreso inmediato en el hospital de Santiago. En su angustioso duermevela atribuía la desgracia de la enfermedad a un castigo divino y revivía todo el frío pasado en la intemperie de la plaza y en la celda gélida de sor María del Gólgota: el pecado de la carne, agravado por la blasfemia, y el descuido en abrigarse se habían conjurado para arrojarlo a una cama de hospital, y tal vez también a la tumba, y a los suplicios del infierno. Rezó rosarios, hizo promesasfervientes de santificación y penitencias, de salir descalzo en su procesión durante los próximos veinte años llevando a cuestas una cruz de madera maciza, de someterse a latigazos y cilicios, hasta imaginó que se hacía fraile y que pasaba el resto de su vida cumpliendo penitencia en un convento en pago de las aberraciones que había cometido en otro.


Volvió al cabo de un mes a su portal estrecho y a su mesa de zapatero, pero tenía la impresión de que había pasado mucho más tiempo, y recordaba los días anteriores a su enfermedad con el desapego de las cosas remotas. Las primeras dos o tres mañanas apenas tuvo fuerzas ni ánimos para trabajar, y aguardó con una mezcla de deseo y de miedo la visita de las dos monjas. Pero no aparecieron, y el vecino del portal de al lado, el barbero Pepe Morillo, le dijo que había oído que sor Barranco estaba muy enferma, a causa de los años, y que por algún motivo que no se sabía a la otra monja le habían prohibido salir.

Esa noche, abrigándose mucho, se atrevió a bajar a la plaza de Santa María. Dieron las campanadas de las doce, pero en la ventana del torreón del convento no se encendió ninguna luz, y él decidió, con idéntica decepción y alivio, que lo prudente era volver a casa y meterse en la cama, y ponerse en serio a cumplir las promesas que había hecho en los días negros de la enfermedad, de la cual estaba seguro que se había salvado gracias a la doble eficacia milagrosa de las oraciones y la penicilina. Cuando ya se marchaba volvió un momento la cabeza y la luz se había encendido en la torre, y pudo ver desde abajo la silueta tentadora y algo fantasmal de sor María del Gólgota. Pero no fue su voluntad ni su propósito de enmienda los que triunfaron sobre la poderosa persuasión del pecado: fue un escalofrío que le sacudió el cuerpo entero, y un principio de dolor renovado en el pecho, que le devolvieron el miedo a la pulmonía, el desagrado de tener que desnudarse y luego vestirse en un sitio helado y muy incómodo, en el que no había manera de taparse del todo. Y luego las urgencias de aquella mujer, su voz como una devanadera murmurándole desvaríos al oído mientras a él le entraba el sueño y lo único que quería era irse, y las tablas duras del jergón se le clavaban en la espalda, y se imaginaba su cama mullida y caliente, para él solo, la seguridad de su casa…

Venció la tentación esa noche y unas cuantas más, pero según iba recuperándose de la debilidad con que había vuelto del hospital se le despertaron de nuevo los antiguos instintos, apaciguados un tiempo no por la penitencia, sino por la flojera física, y otra noche se vio, contra su voluntad, rondando la plaza de Santa María, tan excitado que le costaba trabajo caminar con naturalidad, emborricado, como él decía brutalmente, usando una de esas palabras sabrosas de nuestra tierra que ya están casi perdidas, nuestro rico acervo popular. Iba desatado esa noche, como un mihura, como un macho cabrío, dispuesto a todo, a comérmela viva y a no volver luego nunca más. La luz se encendió en el torreón, y con la sangre hirviendo y el corazón desbocado él fue hacia la puertecilla y la empujó con menos cuidado que otras veces, pero estaba cerrada, y le costó contenerse para no golpear con los puños. Se apartó del edificio, volvió al lugar desde donde podía ver la ventana del torreón. La luz se encendió de nuevo en ella, pero ahora que estaba más cerca vio o creyó ver que sor María del Gólgota le sonreía y se levantaba el sayal, y le mostraba con desafío y sarcasmo sus tetas desnudas, haciéndole una seña, indicándole tal vez que volviera a empujar la puerta.

La empujó otra vez, pero seguía cerrada, y ya no estuvo abierta para él nunca más, ni vio la luz encendida en la torre ninguna de las noches que estuvo rondando por la plaza.


– ¿Y ya no supo nada más de ella, ni volvió a verla?

Uno siempre quiere que las historias terminen, bien o mal, que tengan un final tan claro como su principio, una apariencia de sentido y de simetría. Pero en la realidad muy pocas cosas se cierran del todo, a no ser por el azar o por la muerte, y otras no llegan a suceder, o se interrumpen cuando estaban empezando, y no queda nada de ellas, ni en la memoria distraída o desleal de quien las ha vivido. Pasan los años, y nuestro amigo llega a esa edad con la que nosotros lo conocimos, cada vez tiene más carteles de toros y de Semana Santa en su portal diminuto, y cuando le falta espacio pega unos encima de otros. Asciende a presidente de su cofradía, lo nombran asesor oficial para las corridas de toros, lo entrevistan en el periódico de la provincia como una gloria de nuestra menuda vida local y él pega el recorte en uno de los cristales de su puerta, de modo que puedan verlo quienes pasan por la calle. El recorte va poniéndose amarillo, algunas tiendas de la vecindad empiezan a cerrar, incluso la barbería de al lado, y el negocio de remendar zapatos parece que va teniendo tan poco porvenir como el de cortar el pelo, porque la gente tira los zapatos usados y se compra otros nuevos en zapaterías modernas que se han abierto en otras zonas más populosas de la ciudad. Pero él tiene sus ahorros, se ha ido asegurando la vejez tan cautelosamente como la satisfacción regular de sus necesidades sexuales, y ha decidido además que le conviene casarse, porque está llegando a una edad en la que un hombre ya no es lo que era, si bien todavía conserva el porte necesario para atraer a una esposa madura y servicial que será la que le cuide cuando de verdad empiece a perder sus facultades, momento en el cual, si ha tenido la imprudencia de no casarse antes, no le quedará más salida que la decrepitud solitaria o el asilo. El tipo de mujer que le interesa, el perfil, para ser exactos, lo tiene también muy claro: viuda, con una paga aceptable, con alguna propiedad, un piso libre de cargas, por ejemplo, y sin hijos. Consideró un tiempo como candidata a la subtenienta de Intendencia, viuda ya del subteniente, y con pensión sólida y vivienda en propiedad, pero la encontró demasiado vieja para sus propósitos, no por razones carnales, sino porque lo que tampoco le convenía era cargar con alguien que duplicara los inconvenientes de la edad en vez de remediarlos. Inopinadamente, una mañana, en la cola de la Caja de Ahorros, adonde había ido a poner al día su preciada cartilla, conoció a una mujer perfecta, que sobrepasaba de lejos sus expectativas más audaces: una maestra, soltera, de buen ver, con el pelo teñido y la pechera opulenta, aunque también con una tranquilizadora discreción de modales, con una paga espléndida y una sustanciosa acumulación de trienios, con un piso en el centro de Madrid, herencia de familia, y una plaza en propiedad en una escuela de Móstoles. Se casaron en seis meses, y sin esperar a la venta del local donde había estado la zapatería, a principios de septiembre se marcharon a la capital, a tiempo de que la nueva esposa empezara el curso en la escuela. El 27 de septiembre, desde luego, en vísperas de nuestra feria, él ya estaba de vuelta, porque tenía que asistir a las corridas de San Miguel y San Francisco en su calidad de asesor técnico de la presidencia. Un posible comprador se había interesado por el portal de la zapatería. Se citó con él para enseñársela una de aquellas mañanas frescas de principios de otoño, y le dio cierta congoja caminar por la calle Real, tan desierta a esa hora a la que en otros tiempos bullía de gente, y abrir su antigua puerta de cristales, después de subir la persiana metálica que había permanecido cerrada muchos meses, en el suelo había papeles viejos, y un puñado de cartas que antes de marcharse ni siquiera se había molestado en revisar, imaginando con desgana que no serían más que anuncios de ofertas que no le interesaban. Las repasó ahora, sin embargo, quitándoles el polvo, haciendo tiempo mientras llegaba el dudoso comprador. Entre ellas había una postal en colores muy fuertes, en la que se veía la estatua de la Libertad, la bandera americana, el perfil de los rascacielos de Nueva York. En el reverso, no venía el nombre ni la firma de quien la enviaba, y aparte de su dirección sólo encontró unas palabras escritas con una letra cuidada y relamida, más bien cursi, como la que enseñaban antes en los colegios de monjas.


Recuerdos de América.

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