Estaba tan nerviosa según cruzábamos aquellos salones dorados que me temblaban las piernas y hubiera querido apretar la mano de mi madre, que iba un poco delante de mí, muy seria y callada, como todos los de la comitiva, ella vestida de negro, de luto por mi padre y mi hermano, y los demás con sus trajes oscuros, muy tiesos, muy formales, algunos con uniformes, con medallas, todos igual de nerviosos que yo, aunque lo disimularan, igual de emocionados, tan en silencio que no se oían nada más que los pasos de todos en los suelos de mármol, como si anduviéramos por las naves de una catedral, y yo al lado de mi madre, como casi siempre en mi vida, emocionada y asustada, con un nudo en la garganta, mirándole el perfil que no se volvía ni un momento hacia mí, tan recta como iba, más alta y más fuerte que yo, y con su orgullo de viuda y madre de héroes, mi madre que me habría mirado con su cara entre severa y de burla si no me hubiera contenido y hubiera intentado apretar su mano, dejarme llevar y sostener por ella, como cuando era niña y me llevaban en una manifestación y yo apretaba su mano tan fuerte que me dolían los dedos, porque tenía miedo de que empezara el tumulto y mi madre y mi padre se apartaran de mí, de que cargaran los guardias y me pisoteara la gente que huía y los caballos que oíamos relinchar y golpear en el suelo con los cascos antes de que sus jinetes les espolearan para saltar contra nosotros. Unos soldados o ujieres nos guiaban por aquellos pasillos y pasaban delante de nosotros para abrir las puertas, que eran altísimas y doradas unas veces, y otras tan normales como puertas de oficina, y cada vez que cruzábamos una a mí se me encogía el corazón y pensaba, ahora es cuando vamos a verlo, cuando lo voy a tener tan cerca que estrecharé su mano, si es que no me desmayo, o si no me echo a llorar como una tonta, como dice mi madre, que tengo reacciones de chiquilla, aunque entonces ya no lo era, ni mucho menos, iba a cumplir muy pronto veinticinco años, en enero, y estábamos en diciembre, el 21 de diciembre de 1949, el día del cumpleaños de Stalin, y todos nosotros íbamos a tener la oportunidad de felicitarlo, en nombre de nuestro partido y de los obreros españoles, con más solemnidad que otras veces, porque eran setenta años los que cumplía, y aquel aniversario fue una gran fiesta para todos los comunistas y los trabajadores del mundo. Había gente de otros países en aquella visita, me parece, más camaradas de partidos extranjeros, porque me acuerdo que el salón adonde nos llevaron era grande y estaba lleno de gente, aunque no se levantaban mucho las voces, sólo un poco, para los discursos, y ni siquiera mucho entonces, yo creo que estábamos todos igual de emocionados, sobrecogidos, no sé si es la palabra española, muchas veces voy a decir algo y cuando he empezado a hablar me doy cuenta de que estoy diciéndolo en ruso, y que me faltan las palabras en español. Estaban encendidas unas arañas enormes, pero no daban mucha luz, o es que había humo, o que el cielo estaba muy oscuro detrás de los ventanales, aunque era de día, lo recuerdo todo un poco brumoso, y también que no pude acercarme mucho a Stalin, no le estreché la mano, no sé si porque mi madre me hizo un gesto para que no me pusiera en la fila, o porque alguien me echó hacia atrás, y me quedé en otro grupo, al fin y al cabo yo no era nadie, me había permitido unirme a nuestra delegación porque le supliqué a mi madre que me llevara con ella, que cuando yo tuviera hijos y nietos quería poder contarles que una vez en mi vida había visto de cerca y con mis propios ojos a Stalin.
Estaba tan nerviosa que no me fijaba mucho en lo que pasaba a mi alrededor, o no lo entendía, lo veía todo casi tan borroso como lo recuerdo ahora, con aquella poca luz, con las voces que se escuchaban tan bajo. Pero a Stalin sí que lo pude ver bien, a pesar de ese humo o esa niebla que había, y de la luz tan mala que daban las arañas, estaba sentado en el centro de una mesa muy larga, charlaba con alguien, sin ninguna formalidad, fumaba y se reía, y yo casi tenía que pellizcarme para creer que era verdad que estaba viéndolo, en carne y hueso, inconfundible, como alguien de mi familia, como cuando era niña y veía a mi padre entre los demás hombres, pero también muy distinto, no sé cómo explicarlo, porque era como los retratos suyos que habíamos visto desde siempre en todas partes y sin embargo no se parecía demasiado a ellos: era mucho más viejo, y más pequeño, yo me fijé y vi sus piernas cortas debajo de la mesa y sus botas cruzadas, y cuando se reía la cara se le llenaba de arrugas y tenía los dientes muy pequeños y estropeados, o muy negros del tabaco, y el uniforme le venía un poco grande, pero precisamente por eso me emocionó mucho más de lo que yo había esperado, y de otra manera, porque había creído que vería a un gigante en la plenitud de su fuerza y resultaba que Stalin era un hombre viejo y cansado, como lo había sido mi padre al final de su vida, y que siendo más frágil de lo que yo nunca pude imaginar había tenido la fortaleza inmensa que hizo falta para luchar contra el zar, para dirigir la construcción del socialismo y para ganar la guerra contra los nazis, y se veía que tantos años de esfuerzo y de sacrificio le habían agotado, como agotaron a mi padre los años en la mina y en la cárcel, y tenía cara de dormir mal y se quedaba de vez en cuando ausente, como pensando en otra cosa mientras alguien le hablaba, o mientras escuchaba un discurso, hasta me daba pena de él, con ese color de piel tan desmejorado que tenía, tantos años sin descansar nunca, desde que era un muchacho en tiempos de los zares y lo deportaron a Siberia. Luego mi madre me decía, burlándose de mí, tenías que haber visto la cara que ponías mirándolo, se te quedaba la boca abierta, como si estuvieras viendo a un artista de cine. Pero entonces pasó una cosa, mientras yo miraba tan fijamente a Stalin, sin darme cuenta de que no apartaba los ojos de él, de que no veía a nadie más, ni siquiera a las personas que había a mi lado en la mesa, que se me han olvidado por completo. Miraba a Stalin queriendo quedarme con todos los detalles de su cara y sintiendo un poco de lástima por él, por lo fatigado que me parecía, por lo grande que le quedaba la chaqueta del uniforme, y entonces sentí como una punzada, como cuando se toca un cable suelto y te da una descarga eléctrica. Alguien estaba mirándome, muy fijo, con mucha frialdad, pero también con mucha rabia, como reprobando mi mala educación por mirar tan descaradamente a Stalin, un hombre pequeño y calvo que estaba sentado muy cerca de él, con gafas, con unas gafas antiguas, de pinza, y un corbatín y un cuello alto postizo también antiguos. Me quedé helada, me acuerdo y todavía me viene un escalofrío, era Lavrenty Beria el que me estaba mirando, pero a mí no me dio miedo porque fuera el jefe del NKVD, sino por cómo eran sus ojos, que parecía que atravesaban la distancia que nos separaba como si no hubiera nada en medio, detrás de aquellos cristales redondos y pequeños, sujetos con una pinza a la nariz. Me miraba igual que miraría a un insecto, como diciéndome, quién te has creído que eres tú para mirar a Stalin con esa desvergüenza, cómo has podido colarte en este lugar, pero había algo más, y yo era entonces tan tonta que no me daba cuenta, aunque por instinto sentí un poco de asco, como el que me daban esos hombres que se me quedaban mirando cuando vivía en la residencia de niñas y yo no entendía por qué respiraban tan fuerte y me miraban tan fijo o los que se rozaban contra mí aprovechando la bulla de un tranvía. Fue un instante, y yo enseguida aparté los ojos, y ya no me atreví a mirar de nuevo hacia Stalin, y todo el rato estuve sintiendo esa mirada que a lo mejor seguía fija en mí, que había bajado con toda frialdad y descaro de mis ojos a mi boca y luego a mi cuello y a mi escote. Ahora que lo pienso, ya no quedará mucha gente en el mundo que se acuerde de los ojos de Beria, que dejaban de verse cuando la luz se reflejaba en los cristales de sus gafas.
Me siento aquí y empiezan a venir los recuerdos, y me parece mentira que me hayan pasado a mí tantas cosas, y que yo haya estado en esos sitios tan lejanos, en el mar Negro y en Siberia, en el Círculo Polar Ártico, pero también aquí estoy lejísimos, aunque me encuentre en Madrid, porque Madrid está muy lejos de Moscú, y además yo la conozco mucho menos, y me da miedo salir a la calle, con tantos coches y tanta gente, me da miedo perderme y no acordarme del camino de vuelta, y también me quedé muy asustada cuando me atracaron, nada más salir al portal, me tiraron al suelo y me quitaron el bolso, visto y no visto, y me quedé tirada en la acera y dando gritos, al ladrón, al ladrón, sin que se me acercara nadie, aunque ahora que lo pienso a lo mejor grité en ruso, por el lío que tengo con las dos lenguas, que hablo en una y estoy pensando en otra, o quiero decir una palabra en español y me sale otra rusa. En ruso sueño siempre, y siempre sueño con cosas de allí, o de hace muchísimos años, de cuando yo era niña, antes de que nos mandaran a la Unión Soviética, para unos meses, nos decían, y luego hasta que termine la guerra, pero la guerra terminó y a nosotros no nos devolvieron, y enseguida empezó la otra guerra y ya sí que fue imposible, parecía que se iba a acabar el mundo, porque nos evacuaron lejísimos, yo no sé cuántos días estuvimos viajando en tren, días y semanas, siempre entre la nieve, y yo pensaba, cada vez me voy más lejos de España, y de mi padre y mi madre, aunque de ellos casi no me acordaba, incluso les había empezado a tomar un poco de rencor, me avergüenza decirlo, pensaba que no hubieran debido dejar que me fuera en aquel barco, y les reprochaba que me hubiesen dejado otra vez sola, como cuando se iban a sus reuniones del sindicato o del partido y mi hermano y yo nos quedábamos solos la noche entera, mi hermano pequeño llorando porque tenía miedo o estaba hambriento y yo acunándolo en mis brazos aunque no era mucho mayor que él, lo asustadizo que era de niño y lo encanijado, de lo mal que comíamos, y lo fuerte y lo bravo que se hizo después, que con doce años salía conmigo a vender Mundo Obrero, cuando ya vivíamos en Madrid, y me decía, tú no tengas miedo de los señoriítos fachas, que si vienen por nosotros yo te defiendo, y luego, con veinte años recién cumplidos ya era piloto del Ejército Rojo, iba a verme y me levantaba en volandas al abrazarme, tan guapo, con su uniforme de aviador y su estrella roja en la gorra, fue a despedirse de mí porque a su escuadrilla la mandaban al frente de Leningrado y no paró de reírse y de cantar canciones españolas conmigo y revolucionó a todas las chicas de la escuela de enfermeras de guerra, y esa noche lo acompañé a la estación y cuando el tren ya estaba arrancando dio un salto del estribo y volvió a abrazarme y a besarme y saltó de nuevo al tren y se agarró a la barandilla como si se montara en un caballo, me hizo adiós con la gorra en la mano y ya no volví a verlo nunca, eso es lo más raro de la vida, a lo que no me puedo acostumbrar, que tengas cerca de ti a alguien que quieres mucho y que ha estado contigo y un minuto después desaparezca y ya sea como si no hubiera existido. Pero mi hermano sé que murió como un héroe, que siguió peleando con los cazas alemanes cuando su avión ya tenía un motor incendiado y fue a estrellarse contra las baterías enemigas, un héroe de la Unión Soviética, en Pravda publicaron su foto, tan guapo que parecía un actor de cine. Me siento aquí y me acuerdo de él, me viene el recuerdo sin que yo haga nada, como si se abriera la puerta y entrara tranquilamente mi hermano, con aquel aplomo risueño que tenía, le veo enfrente de mí con su cazadora de piloto y me imagino que hablamos y hablamos y nos acordamos de tantas cosas antiguas, y yo le cuento las que me han pasado después de su muerte, hace más de cincuenta años, cómo ha cambiado el mundo, cómo se ha perdido todo lo que defendíamos, por lo que él y tantos como él dieron sus vidas, pero él no pierde nunca el buen humor, se rasca la cabeza debajo de la gorra y me da golpes en la rodilla, me dice, venga, mujer, que tampoco es para tanto, algunas veces estoy despierta y lo veo delante de mí con la misma claridad con que lo veo en los sueños, y lo que me parece más raro no es que haya vuelto o que siga siendo un muchacho de veinte años, sino que me hable en ruso tan rápido, y tan perfectamente, sin ningún acento, porque a él el ruso se le daba muy mal, peor que a mí, al principio, cuando me hablaban y no entendía liada, y no entender era peor que tener frío y que pasar hambre. Y ahora es al contrario, que lo que no entiendo a veces es el español, y no me acostumbro a lo alto que habla la gente, lo alto y lo brusco, como si tuvieran siempre mucha prisa o estuvieran muy enfadados, como el señor que aquel día del atraco me ayudó por fin a que me levantara, y hasta me sostuvo, porque me dolía mucho la cadera, y yo pensé, mira que si se me ha roto, si me tienen que enyesar la pierna y no puedo salir a la calle ni valerme, quién vendrá a ayudarme, y el hombre me decía, joder, señora, la acompaño a la comisaría a poner una denuncia, que hay que meter en cintura a todos esos cabrones, seguro que era uno de esos moros que rondan por aquí, y yo le di las gracias pero también me mantuve muy digna, no señor, no era moro el que me ha atracado, sino bien blanco, y además no se les llama moros, sino marroquíes, y lo de la denuncia tendrá que esperar, porque ahora lo que más me urge es llegar a la manifestación, que es Primero de Mayo. El hombre me miraba como si estuviera loca, pues usted misma, señora, lo que usted diga, y yo le di las gracias y me fui a la manifestación, cojeando pero me fui, y cuando terminó unos camaradas me llevaron en su coche a la comisaría y puse la denuncia, pero yo un Primero de Mayo no me lo pierdo, aunque ya no sea lo mismo y cada vez vayan menos personas y sea todo tan desangelado, que no hay casi banderas rojas ni puños cerrados y ni los que van en la cabecera detrás de la pancarta se saben la Internacional.
Ya no es como cuando salíamos con mi padre y mi madre y mi hermano y yo los mirábamos de soslayo para levantar el puño igual que ellos, antes de la guerra, por la calle de Alcalá, que era un mar de gente y de banderas rojas, y luego en la Unión Soviética, en la plaza Roja, el Primero de Mayo del año en que acabó la guerra, no cabía más gente, más gritos, más banderas, más canciones, más entusiasmo, millones de personas aclamando a Stalin, y yo apretujada entre la multitud, aclamándole también, emocionándome al pensar que esa figura diminuta que se veía al fondo, en la tribuna sobre el mausoleo de Lenin, era él, llorando de alegría, y de agradecimiento, porque él nos había guiado en la victoria contra Alemania, que tantos millones de muertos soviéticos costó, mi pobre hermano entre ellos, aunque ahora parece que aquella guerra la ganaron los americanos, que sólo ellos lucharon, y la gente sabe lo que fue el desembarco en Normandía y no sabe que fue en Stalingrado donde por primera vez se derrotó al ejército alemán, en la batalla más sangrienta y más heroica de la guerra, y ni siquiera saben que había una ciudad que se llamaba Stalingrado, buena prisa se dieron en cambiarle el nombre, igual que a Leningrado, qué vergüenza, que se llame ahora como en tiempos de los zares, San Petersburgo, y que quieran canonizar a Nicolás II, que mandó que las ametralladoras disparasen contra el pueblo delante del Palacio de Invierno. Pero veo que usted pone mala cara, aunque quiera disimular, no crea que no sé lo que está pensando, todas esas historias sobre los campos de concentración y los crímenes de Stalin, como si Stalin no hubiera hecho otra cosa que asesinar, o como si todos los que cumplieron condena en los campos hubieran sido inocentes. Claro que hubo errores, el mismo Partido lo reconoció en el XX Congreso, y se denunció el culto a la personalidad, y se hizo lo posible por remediar injusticias y por rehabilitar a quienes no tenían culpa, pero cómo no iba a haber culto a la personalidad si Stalin había hecho tanto por nosotros, por el pueblo soviético y por los trabajadores de todo el mundo, si había dirigido el salto inmenso del atraso a la industrialización, los planes quinquenales, que eran la envidia y la admiración del mundo, si en veinte años la Unión Soviética había dejado de ser un país atrasado y campesino y se había convertido en una potencia mundial. Y todo eso en las peores circunstancias, después de una guerra provocada por los imperialistas, en medio del cerco y del bloqueo internacional, en un país en el que faltaba todo, en el que la inmensa mayoría de la población era analfabeta, esclava del zar y de los popes. Mire usted lo que fueron, o lo que fuimos, porque yo he sido ciudadana soviética, y mire cómo está ahora el país, cómo han destruido en unos pocos años lo que costó varias generaciones construir, el país más grande del mundo roto en pedazos y Rusia entregada a la Mafia y gobernada por un borracho, dígame si ahora están mejor que en los tiempos de Stalin, o en los de Breznev, cuando dicen que el pueblo padecía tanta opresión. Y no dicen que había saboteadores y espías por todas partes, que el imperialismo empleaba los métodos más sucios para destruir la Revolución, y que muchos judíos se habían apoderado de puestos clave en el gobierno y conspiraban a favor de los Estados Unidos y de Israel.
Judíos, sí señor, no me mire con cara rara, como si no hubiera oído hablar de eso nunca, ¿no sabe que hubo un complot de médicos judíos para asesinar a Stalin? Y luego había quien se aprovechaba, quien abusaba de la confianza de Stalin y del Partido para enriquecerse o para acumular poder, pero al final esa gente pagó sus culpas, porque Stalin era tan recto que no permitía que nadie a su alrededor se aprovechara de su confianza. Pagó Yezhov, que había cometido tantos abusos, que había encarcelado a tantos inocentes, ydespués pagó Yagoda, aunque el peor de todos decían que fue Beria, que logró engañar a Stalin hasta el final, pero que también recibió su castigo, y dicen que cuando iban a matarlo cayó de rodillas y se puso a suplicar y a chillar, dígame si funcionaba o no funcionaba la Justicia en la Unión Soviética. Pero ahora quieren ocultarlo todo, borrarlo todo, hasta los nombres, quieren hacer creer que el pueblo soviético estaba oprimido, o muerto de miedo, y que la muerte de Stalin fue una liberación, pero yo estaba allí y sé lo que pasaba, lo que sentía la gente, yo estaba en Moscú la mañana en que dijeron en la radio que Stalin había muerto, estaba en la cocina, preparándome un café, me había levantado con náuseas porque estaba embarazada de mi primer hijo, y entonces empezó a sonar esa música en la radio, dejó de sonar y hubo un silencio, y luego habló un locutor, empezó a decir algo pero se le quebró la voz con el llanto, y casi no le entendí cuando dijo que el camarada Stalin había muerto. Yo no podía creerlo, era como cuando me dijeron que había muerto mi hermano en Leningrado, o cuando murió mi padre, pero mi hermano estaba en la guerra y yo había aceptado que podía morirse, y mi padre ya era muy viejo y no podía durar mucho, pero que Stalin pudiera morir jamás se me había ocurrido, ni yo creo que a nadie, para nosotros era más que un padre o un líder, era lo que debe de ser Dios para los creyentes. Me eché a la calle, sin saber adonde iba, sin mucho abrigo, aunque estaba nevando, y en la calle me encontré a mucha gente igual que yo, que iba como sonámbula, que se paraba en una esquina y se echaba a llorar, mujeres viejas que lloraban con la boca abierta, soldados llorando con sus caras de niños, obreros, todo el mundo, una multitud que ya me llevaba, como si me llevara un río de cuerpos bajo la nieve, camino de la plaza Roja, como por instinto, pero las calles ya estaban inundadas de gente y no se podía avanzar, y alguien dijo que la plaza Roja estaba acordonada, que había que ir hacia el Palacio de los Sindicatos. Me siento ahora aquí y me parece mentira haber estado en Moscú esa mañana, haber vivido aquello, aquella inundación de llanto y de desamparo, de gritos de mujeres que caían de rodillas sobre la nieve y llamaban a Stalin, de música fúnebre en los altavoces de las calles, por los que sonaban himnos tan alegres el Primero de Mayo, me veo perdida entre tanta gente, llorando yo también y abrazándome a alguien, a alguna desconocida, sintiendo en el vientre los movimientos de mi hijo, que iba a nacer dos meses después, y que me parecía que iba a nacer huérfano, aunque tuviera un padre, porque nadie de nosotros podía imaginarse la vida sin Stalin, y llorábamos de pena pero también de miedo, de pánico, de encontrarnos indefensos después de tantos años en los que él había estado siempre velando por nosotros.
En casa, cuando era muy niña, mis padres me hablaban de Rusia y de Stalin, y cuando llegó al puerto de Leningrado el barco que nos traía de España lo primero que vimos fue un gran retrato suyo, que parecía que nos daba la bienvenida y nos sonreía, como cuando lo veíamos en los noticiarios sonriéndole a un niño al que cogía en brazos. Pero cada vez nevaba más fuerte y había más gente en la calle, y ya no nos movíamos, ya no avanzaba la multitud en ninguna dirección, y por encima de la música de los altavoces se escuchaban las sirenas de las fábricas, todas las sirenas de Moscú sonando al mismo tiempo, como cuando había alarmas aéreas durante la guerra, y entonces yo empecé a sentirme atrapada, igual que cuando corría escaleras abajo hacia un refugio y temía tropezarme y que me arrollaran, sentía que me empujaban, que me agobiaban, que no podía respirar, la gente apretándome por detrás, por delante, por los lados, hombres y mujeres con sus abrigos y sus gorros y el vaho de sus alientos dándome en la cara, en la nuca, el mal olor de los cuerpos poco lavados y de la ropa húmeda, y yo abriendo mucho la boca para respirar, entre golpes de sudor y tiritones de frío, queriéndome proteger el vientre con las dos manos, porque mi hijo se movía, daba vueltas dentro de mí con más fuerza que nunca, como si él también se sintiera encerrado y agobiado, y entonces ya no pude resistir más y empecé a abrirme paso, o a intentarlo, tenía que irme antes de que me fallaran las piernas y me cayera al suelo y me pisaran el vientre, antes de que viniera por algún lado un apretón de la multitud y me viera empujada y aplastada contra una pared, yo y mi hijo indefenso, mi hijo al que cualquier cosa podría aplastar. Empujé, supliqué llorando, mostré sin ninguna vergüenza mi vientre tan hinchado, tiritaba de frío, lloraba a gritos porque se me contagiaba el llanto de los demás por la muerte de Stalin y también porque quería marcharme cuanto antes de allí y llegar a una calle despejada, a una calle en la que no hubiera nadie y por la que pudiera apresurarme hacia mi casa respirando a pleno pulmón, sujetándome el vientre en el que mi hijo no paraba de moverse, que casi parecía que iba a ponerme de parto allí mismo, entre la gente que no se apartaba, que no se movía ni un centímetro, forrados en abrigos y gorros y echando vaho entre los copos de nieve, y yo desabrigada, como una idiota, no sé siquiera si llevaba un pañuelo a la cabeza, si me había calzado antes de salir las botas de nieve, perdida luego en unas calles en las que no había estado nunca, cuando por fin pude abrirme paso, yo sola de pronto, con la cabeza descubierta y el pelo empapado y toda mi barriga delante, perdida en una calle de Moscú que no conocía y en la que no había nadie a quien preguntarle el camino. Se lo cuento a mi hijo y me dice, mamá, qué pesada eres, si me lo has contado ya mil veces, me lo dice en ruso, claro, porque él apenas habla nada de español, pero tiene una pinta española que es mi orgullo, aunque su padre, que en paz descanse, era de Ucrania, lo veía vestido de soldado cuando hizo el servicio militar y me parecía estar viendo a su tío, a mi hermano, igual de alto y de moreno, igual de alegre, con la visera de la gorra echada a un lado de la cara, con el cigarro en la boca y esos ojos guiñados, como los actores de cine que me gustaban tanto de niña. Hace dos años que no lo veo, ni conozco a mi nieto menor, porque con mi paga yo no tengo dinero para un billete a Moscú, y él es ingeniero químico y el sueldo casi no le alcanza para sostener a su familia, que le hablen a mi hijo de la libertad y de la economía de mercado, si a veces tengo yo que mandarle unos dólares para que llegue a fin de mes o para que pueda comprarle un cochecito a mi nieto, yo que cobro en España la pensión mínima, una limosna, aunque no sabe los años y los sinsabores que me costó conseguirla, y que tengo una pensión rusa que se queda en nada, unos rublos que no valen nada, después de haber trabajado mi vida entera, de no haber dejado ni un día de padecer desde que era una niña.
Lo decía Lenin, libertad para qué. Para qué queríamos los mineros la libertad de la República si nos mandaron a la Legión y a la Guardia Civil y cazaban a tiros a los huelguistas como si fueran animales, y a mi madre la encerraron, aunque no había hecho nada, sólo por ser la esposa de un sindicalista, y a mi padre lo torturaron y lo mandaron a un penal de África, a Fernando Poo, y cuando la amnistía del Frente Popular volvió enfermo de malaria, tan envejecido y amarillo que no lo reconocí y me eché a llorar cuando me abrazó. Yo no quería que él se fuera nunca, desde muy pequeña no podía dormirme hasta que mi padre no volvía de la mina, y hacía todo lo posible por esperarlo levantada, o me despertaba si había tenido el turno de noche y llegaba a casa antes del amanecer. Qué alegría oír la puerta cuando él la empujaba, oír su voz y su tos y oler el humo de su cigarro, lo puedo oler ahora exactamente, aunque han pasado más de sesenta años, me siento aquí y vienen los recuerdos y también vienen los olores de las cosas y los sonidos que había entonces, y que ya tampoco existen, y me acuerdo de los ojos de mi padre brillando en la cara oscurecida de polvo de carbón y de la manera que tenía de llamar a la puerta, y yo pensaba, ya ha venido, no le ha pasado nada, no ha habido una explosión en la mina ni se lo han llevado los guardias civiles. Qué raro haber vivido yo tantas cosas, haber estado en tantos sitios, en Siberia, en un barco que se quedó atrapado en el hielo del Báltico, en aquellas guarniciones de los Urales a las que destinaban a mi marido, cuando no podíamos salir de noche por miedo a los lobos que aullaban en los bosques, con lo cobardona y lo poco amiga de novedades y aventuras que era yo de niña, que lo habría dado todo por tener una familia como las demás, incluso las que eran más pobres que la nuestra en los poblados de la mina, porque esas niñas podían ir a la escuela descalzas y con piojos, pero por lo menos a sus padres no se los llevaban presos de vez en cuando ni tenían que pasarse meses escondidos, ni dejaban solos a sus hijos las noches enteras para irse a sus reuniones de comités y sindicatos. Yo lo único que quería es lo que he querido siempre y nunca he conseguido, vivir tranquila, tener mi casa, arreglarme con poco y no llevarme sobresaltos, pero no ha habido modo, los recuerdos más antiguos que tengo son ya de mudanzas a toda prisa y de noches en los bancos de las estaciones, o de tener miedo a que ocurriera una gran desgracia, a que a mi padre lo hubieran matado los civiles o lo hubiera sepultado una explosión o un derrumbamiento de la mina. Todavía lo pienso y me palpita el corazón, lo miro en esa foto de encima del piano y me parece que está vivo y que puede pasarle algo, o que me despierto y está a mi lado, con un regalo en la mano, que me ha traído de un viaje, aquella cajita de nácar que me trajo cuando vino de Rusia y había pasado tanto tiempo que no lo conocí y me eché a llorar al verlo. Yo, en el fondo, yaunque no se lo dijese nunca a nadie, los sueños que tenía de niña eran de pequeña-burguesa, qué diría mi madre si pudiera oírme. Quería tener siempre cerca a mis padres y a mi hermano, ir a la escuela, y de vez en cuando a misa, y hacer la comunión como aquellas niñas a las que veía salir vestidas de blanco de la iglesia, con sus rosarios y sus libros de nácar en las manos, con sus zapatos de charol, no como yo, que hasta en invierno llevaba unas alpargatas viejas y se me quedaban helados los pies y el barro se les pegaba a las suelas de cáñamo. A mis padres les estaba siempre oyendo hablar de la Revolución, pero yo lo que quería era que las cosas no cambiaran, que fuera un poco a mejor, eso sí, que a mi padre no le faltara el jornal y que pudiéramos comer caliente todos los días, y tener buenas mantas y abrigos y botas en invierno, pero me daba pánico que se trastornara todo, como ellos deseaban, y me asustaba cuando mi padre hablaba de emigrar a América, o cuando nos decía que tendríamos que irnos a Rusia porque aquélla era la patria de los trabajadores del mundo. La casa donde vivíamos cerca de la mina era poco más que una choza, aunque mi madre la tenía siempre barrida y ordenada, pero yo me eché a llorar cuando tuvimos que dejarla para mudarnos a Madrid, me parecía que me arrancaban el corazón al marcharme de allí. Subimos al tren y mi hermano, siendo tan chico, estaba loco de contento, pero yo me moría de pena por tener que dejar nuestra casa tan pobre y tan limpia y también la escuela que me gustaba tanto y las amigas que tenía. Pero a los pocos meses de vivir en Madrid ya me había acostumbrado y también quería quedarme a vivir allí para siempre, y que me conocieran todas las vecinas y las señoras de las tiendas, y se hicieran amigas mías las niñas de la escuela a la que me llevaron y la maestra que les riñó el primer día cuando se burlaron de mi acento, que debía de ser un asturiano muy cerrado. Teníamos una vivienda diminuta, en una corrala del barrio de Tetuán, dos cuartos en un corredor lleno de vecinos, pero mi madre los arregló enseguida, con las pocas cosas que teníamos, y parecía que nos habíamos mudado por fin a una casa de verdad, y por primera vez el retrete, el servicio, como dicen ahora, lo teníamos en casa, al final del pasillo, no en un corralón, o en medio del campo, como los animales. Mi padre ya no tenía que ir a la mina, sino a un trabajo que yo no sabía lo que era, en un periódico o en el sindicato, y al principio pensé que llevaríamos una vida normal, que ya no tendría que estar asustada cada vez que se retrasara mi padre o que empezara una huelga y hubiera de noche reuniones en mi casa, que me daban rabia porque los hombres fumaban tanto que no se podía respirar, y cuando se iban quedaba un olor a tabaco que tardaba días en desaparecer y mi madre y yo teníamos que barrer el suelo de colillas y ceniza.
A mí lo que me gustaba era ir a la escuela, y que la maestra me quisiera mucho, y me habría gustado también ir a confesar y a comulgar, tan chica y ya tenía mis contradicciones ideológicas. Soñaba con colocarme en un taller de costura cuando terminara la escuela, en bordarme yo mi propio ajuar, y en hacerme muy amiga de las chicas que trabajaran conmigo. Me aficioné tanto a Madrid que imaginaba que ya me quedaba a vivir allí para siempre, y se me pegaba enseguida el acento de las otras chicas, y me gustaba subirme a los tranvías y aprender a moverme por el metro, y cuando juntábamos mi hermano y yo unos céntimos nos íbamos al gallinero de algún cine a ver las películas de Clark Gable o las del Gordo y el Flaco. Allí he dicho, al referirme a Madrid, como si no fuera en Madrid donde estoy ahora mismo, pero se me olvida muchas veces y me despierto creyendo que estoy en Moscú. Pero si digo allí es como si dijera entonces, porque Madrid era otro, otra ciudad que yo no encuentro cuando salgo a la calle, o cuando me asomo al balcón, que tampoco me asomo casi nunca, por el ruido de los coches que están pasando siempre por esa carretera, de día y de noche, no me acostumbro nunca, y mis amigas me dicen, pero mujer, pon cristales dobles, pero cómo voy yo a gastarme ese dineral con mi paga, y además, con todo lo que hemos pasado, tampoco voy a quejarme porque haya ruido de coches, peor es el ruido de los bombardeos o pasar el invierno en una guarnición a cuarenta grados bajo cero, y peor todavía es estar muerto, como tantos y tantos que yo he conocido. De qué voy a quejarme, si tengo la mejor casa en la que he vivido nunca, nunca en mi vida, y además con un poco de suerte ya no voy a moverme de ella, como no sea cuando me lleven al cementerio, y allí también tengo asegurada mi plaza, en el cementerio civil, al lado de mi madre, las dos juntas en la tumba igual que lo estuvimos siempre en la vida, salvo aquellos primeros años horribles de Rusia en los que estuve sola y no sabía si volvería a verla, o si ella y mi padre estarían muertos, o si se habrían olvidado de mí, tan ocupados con su guerra y su Revolución. No es que yo quiera acordarme, o que me esfuerce, sino que me siento aquí y las cosas empiezan a venir, como si estuviera en una sala de espera y fueran entrando los muertos, y también los vivos que están muy lejos, mi hijo que no puede venir a verme y no puede estar hablando conmigo más de cinco minutos cuando me llama por teléfono por miedo a la factura, mi nieto pequeño, que no me conoce, y yo le hago arrumacos y le canto canciones de cuna, las que nos cantaba mi madre a mi hermano y a mí y las que yo aprendí en Rusia y le cantaba a mi hijo. Me da miedo salir a la calle y como casi todo lo que necesito me lo hago subir del supermercado o me lo trae un camarada muy amable que vive cerca de aquí, pues yo casi no tengo que moverme, y así me ahorro el susto de otro atraco y el miedo a irme muy lejos y a no encontrar el camino de vuelta, que es otra cosa que a mí me ha pasado desde siempre, que me pierdo enseguida, sobre todo cuando hay mucha gente. Cuando empezó la invasión de los nazis y nos iban a evacuar de Moscú iba por la estación de la mano de mi madre y hubo un tumulto y la mano se me soltó, y me vi perdida entre tantos miles de personas, entre el ruido de los altavoces que no entendía y de los trenes que silbaban antes de la partida, y eché a correr como una loca sin ver siquiera hacia dónde porque tenía los ojos llenos de lágrimas, y chocaba con las piernas de la gente y tuve que escaparme de un guardia que me quería atrapar, que ya me había agarrado de un brazo. Iba corriendo a lo largo de un tren que ya se había puesto en marcha, y había racimos de gente colgada de los estribos, de las ventanillas, agarrándose a cualquier cosa, empujándose los unos encima de los otros, y entonces vi a mi madre que me llamaba asomada a la puerta de un vagón y corrí más fuerte hacia ella, pero el tren ya había empezado a tomar velocidad y me quedé atrás, y ya me parecía que estaba perdida para siempre, en aquella estación que era la más grande y la más llena de trenes que yo había visto nunca, entre toda aquella gente que daba vueltas en remolinos queriendo marcharse, ocupando hasta las vías. Vi otro tren que arrancaba a mi lado, y sin pensarlo salté a él, pero en ese momento alguien tiró de mí, y era mi madre, que me apretó contra ella, mi madre que también había creído que no iba a encontrarme nunca y que me habría perdido si tarda un segundo más en mirar al tren que arrancaba a su lado, camino de Vladivostok, me dijo luego, en el Pacífico, cómo me habría encontrado si llego a empezar ese viaje a través de Siberia. Pero es que yo soy muy atolondrada, me merecía los azotes que me dio mi madre aquella vez, me daba azotes en el culo y besos al mismo tiempo, cómo estarás tú de la cabeza, me decía, mira que soltarte de mi mano, cabeza de chorlito, así me llamaba siempre.
Me pierdo en Madrid más de lo que me perdía en Moscú, y no me gusta preguntarle a la gente porque se me quedan mirando raro, a lo mejor por mi acento, o porque me ven pinta de extranjera, yo lo comprendo, de rusa, aunque no vaya a creer que en Rusia me ven menos rara que aquí. Así que para evitarme disgustos no salgo, me paso el día aquí, arreglando mis cosas, tan a gusto, mi piso entero para mí y mi calefacción central que no se avería nunca, será pequeño pero es mío, tan pequeño que no sé ya dónde poner tantas cosas, pero no me decido a tirar ninguna, con lo que me gustan todas, con los recuerdos que me traen, bastantes cosas ha ido perdiendo una en la vida como para no guardar y cuidar las que le quedan. Mire esos pañitos de crochet que tejía mi madre cuando encontrábamos un poco de hilo blanco en Moscú, que no era siempre, aunque ella se arreglaba con cualquier cosa, tenía tan buena mano para la aguja que de cualquier pingajo hacía un primor. En eso tampoco salí yo a ella, y me decía, qué manos tan bonitas tienes, y qué inútiles, que parecen manos de burguesa, y era verdad, se me desollaban enseguida, con cualquier trabajo, me martirizaban los sabañones, y ahora que puedo cuidármelas un poco y me pinto las uñas me da un poco de remordimiento, porque sí que parecen manos de burguesa, sobre todo por lo torpes que son. Se me estropea cualquier cosa y no sé arreglarla, se me caen al suelo y se me rompen, se le salió uno de los botones al televisor cuando iba a encenderlo y no sabe lo que me costó buscarlo por el suelo, con el poco espacio que hay, y lo mal que me muevo yo, sobre todo después de que me tiraran al suelo al atracarme. Me pasé días buscando el botón, porque no conseguía encender la tele, y cuando volví a ponerlo se caía otra vez, así que ya ve el apaño que hice, lo pegué con un poco de esparadrapo, y si lo aprieto con cuidado aguanta y no vuelve a salirse. Cómo voy a tirar nada, si cada cosa tiene una historia tan larga, y yo me las cuento a mí misma cuando estoy sola, como si fuera la guía de un museo. Ese Lenin que hay encima del televisor es de bronce, cójalo y verá cómo pesa, y fíjese lo bien que está sacado el parecido, alguna amiga me dice, mujer, ponlo en un sitio algo menos visible, que alguien se puede molestar, y yo le digo que aquí no viene nadie a verme, y además que si viene alguien y se molesta pues lo siento, que les den, como dicen en Madrid, ¿no tienen ellos sus crucifijos y sus vírgenes y sus retratos del Papa? Pues yo tengo a mi Vladimir Ilych, encima de ese pañito que me tejió mi madre una vez para mi cumpleaños, mire que ya está poniéndose amarillo, y la de kilómetros que ha hecho, que ya lo llevaba conmigo cuando a mi marido lo destinaron a Arcanstgel, y se quedaba el pañito tan tieso del frío como si fuera de hojalata. Esas muñecas con trajecitos siberianos las trajimos de allí, y también la percha, retiro los abrigos y se la enseño bien, las pezuñas son auténticas, disecadas, de esos renos tan grandes que había. Y los cuadros pequeños, ya me había dado cuenta de que no paraba usted de mirarlos, son dibujos que hacía Alberto Sánchez, con lo que tenía a mano, hojas de papel y lápices de colores de la escuela, me acuerdo de verlo dibujando sobre la mesa de la cocina, en el apartamento donde vivíamos en Moscú, el último invierno de la guerra, si se acerca verá lo perfectos que son los detalles, y la cuadrícula del papel. Hablaba de la época de la siega en su pueblo de Toledo y según iba hablando dibujaba lo que nos contaba, y nos parecía que estábamos en España y no en Moscú, y que notábamos el calor del verano y el picor del polvo del trigo en la garganta. Mire las camisas blancas, cómo las llevan remangadas los segadores, los sombreros de paja, las hoces, las cuerdas con las que se atan los pantalones de pana, los montones de gavillas. Y el pueblo, de lejos, como decía Alberto, que se veía al doblar una curva, con el campanario de la iglesia y el nido de las cigüeñas, y esos montes azules al fondo, qué habríamos dado nosotros por verlos entonces, cuando creíamos que nunca íbamos a volver a España, y para muchos fue verdad, que nunca volvieron, como el pobre Alberto, que ya no vio nunca más su pueblo, y está enterrado en Moscú. Una amiga que entiende me dice que venda los dibujos, que pueden darme un buen dinero por ellos, y se agobia cuando ve tantas cosas como tengo, que no podrás rebullirte, me dice, deshazte de todo, borrón y cuenta nueva, tira lo que no vale nada, que es la mayor parte, y lo valioso véndelo, pero yo no quiero separarme de nada, cada cosa tiene una parte de mi vida, hasta ese cuadro que a mi amiga le da tanta rabia, a quién se le ocurre enmarcar la tapadera de una caja de galletas, pero a mí me gusta mucho, me trae muchos recuerdos, la plaza Roja con sus cúpulas de colores y ese azul que tiene el cielo algunas mañanas de verano, y me gusta que las cosas estén en relieve, tóquelas, los torreones de la muralla del Kremlin, la catedral de San Basilio, el mausoleo de Lenin. Yo tenía esa caja de galletas hace mil años, pero me gustaba tanto que no me desprendía de ella, tan exacto que se ve todo, con los colores tan vivos que tiene de verdad, y antes de venirme de Moscú le recorté la tapa y le puse el marco.
En Moscú me acordaba de Madrid y en Madrid me acuerdo de Moscú, qué voy a hacerle, y si a España la llevo en mi corazón la Unión Soviética también es mi patria, cómo no va a serlo si viví en ella más de cincuenta años, y me duele cuando la insultan, y cuando pongo la televisión y veo las cosas tan tristes que pasan allí, las que me cuenta mi hijo en sus cartas, que le salen más baratas que llamarme por teléfono. Todos los días me levanto muy temprano, aunque no tengo nada que hacer, y al principio no sé si me he despertado en Madrid o en Moscú, y me paso horas limpiando y ordenando mi casa, con lo pequeña que es y si me descuido me come el desorden y se me llena todo de polvo, y entonces me da remordimiento pensar que yo estoy aquí tan a gusto, con mi calefacción y mi agua caliente, mi nevera y mi televisor, mi buena alfombrilla en el dormitorio para que no me dé frío en los pies cuando me levanto en invierno, y me acuerdo que ni mi hermano ni mis padres pudieron disfrutar nunca de tantas comodidades, y yo, que soy la más tonta, para qué voy a negarlo, la que menos valía, resulta que ahora lo tengo todo para mí. Me siento aquí, por las tardes, y algunas veces no pongo la tele, y no enciendo la luz cuando empieza a anochecer, y como no me llama casi nadie me quedo horas y horas callada, sin hacer nada, sin ocupar las manos en nada, no como mi madre, que siempre estaba con alguna labor, me quedo sentada mano sobre mano oyendo pasar los coches por esa carretera y empiezo a acordarme de cosas, pero no es que yo me empeñe, es que los recuerdos vienen a mí y se encadenan los unos con los otros, como las cuentas del rosario entre los dedos cuando yo iba de niña a la catequesis sin que se enteraran mis padres. Veo las caras de la gente, escucho sus voces, me quedo quieta y se va haciendo oscuro y me parece que entran por esa puerta y se sientan a mi lado, y también oigo las músicas, la Internacional que tocaba una banda de aficionados en nuestro pueblo minero, la marcha fúnebre de Chopin, el día del entierro de Stalin, y otra marcha que me gustaba mucho, que la ponían en Moscú siempre los Primeros de Mayo, me parece que voy por la calle y la estoy escuchando, la marcha triunfal de Aída, me acuerdo y se me llenan los ojos de lágrimas, será que me he vuelto tan sentimental como los rusos. Pero la música que más me gusta de todas está en Sherezade, era la que sonaba cuando se abría la cajita de nácar que me trajo mi padre aquella vez que volvió de su primer viaje a Rusia, cuando yo no me atrevía a mirarlo a la cara porque había estado sin verlo cinco o seis meses y ya me parecía un desconocido, hasta llevaba un bigote negro que no tenía cuando se marchó. Yo guardaba la caja debajo de la almohada, la abría poco a poco y empezaba a oír la música y la cerraba enseguida, porque tenía miedo de que se me gastara si la dejaba sonar mucho tiempo, como si la música fuera igual que esos perfumes que se gastan si se deja el frasco abierto. Tantas cosas que tengo en la cabeza y que preferiría olvidar, y sin embargo no recuerdo dónde se quedó mi caja de música, vaya usted a saber en qué mudanza la perdí. Pero las cosas duran más que las personas, y a lo mejor aquella caja la tiene alguien todavía, como esas cosas antiguas que pasa mucho tiempo y se venden en el Rastro, y cuando la abre escucha Sherezade, y se pregunta a quién le perteneció.