Medianoche, 18 de noviembre de 1749
Londres
La noche ceñía a la ciudad con una oscuridad fría y brumosa. Pesaba en el aire la amenaza del invierno. Un humo acre irritaba las fosas nasales y la garganta porque en todos los hogares los fuegos eran alimentados y atizados para combatir el frío, traído por el mar, que penetraba hasta los huesos. Nubes bajas dejaban caer finas gotas de humedad que se mezclaban con el hollín arrojado por las incontables chimeneas de Londres ames de depositarse en una delgada película sobre todas las superficies.
La inhospitalaria lobreguez ocultaba el paso de un carruaje que rodaba por las calles estrechas como si huyera de un terrible desastre. El vehículo se sacudía y equilibraba precariamente sobre el empedrado y sus ruedas lanzaban a los lados cataratas de agua y lodo. En la calma que seguía al paso del coche, el sucio líquido volvía a acumularse lentamente en charcos como espejos negros, quebrados por la caída de gomas o surcados por nítidas ondulaciones paralelas. El cochero, ominosa mente corpulento, embozado en su capote, tiraba de las riendas y profería juramentos contra los dos caballos rucios, pero su voz se perdía entre el pesado golpear de los cascos y el ruido de las ruedas sobre las piedras desiguales. El estrépito retumbaba en la noche con mil ecos que parecían venir de todas partes. La forma oscura del carruaje cruzaba raudamente los sectores débilmente iluminados por las linternas de las fachadas barrocas frente a las que pasaba. Desde lo alto, gárgolas agazapadas en los aleros hacían muecas sardónicas y soltaban una baba de hilos de lluvia por sus bocas de granito, como si tuvieran hambre de la presa que pasaba debajo de sus nidos de piedra.
Shanna Trahern se afirmó contra los mullidos cojines de terciopelo rojo del carruaje, buscando un poco de seguridad contra la alocada velocidad. Poco le preocupaban las tinieblas más allá de las cortinillas de cuero o, en realidad, cualquier otra cosa que no fueran sus propios pensamientos. Iba sola, silenciosa. Su rostro estaba desprovisto de expresión, aunque de tanto en tanto la linterna del carruaje iluminaba el interior y revelaba el fulgor vidrioso de sus ojos de color azul verdoso. Ningún hombre que ahora los mirara habría encontrado en esos ojos una traza de calidez para animado o un indicio de ternura para confortar a su corazón. La cara, tan arrebatadoramente joven y hermosa era indiferente. Sin, el habitual público de ansiosos admiradores no había necesidad de presentar una imagen encantadora o graciosa, aunque, por cierto, era raro que Shanna Trahern se empeñase en ello más allá de lo que duraba un capricho momentáneo. Si estaba de humor podía subyugar a cualquiera, pero ahora su mirada mostraba una severa determinación que habría arredrado hasta el espíritu más heroico.
Suspiró y una vez más analizó sus razonamientos en busca de una falla. Ni su belleza, ni las riquezas de su padre la habían ayudado. Tres años en los mejores colegios de Europa y Gran Bretaña la habían aburrido hasta el hartazgo. Los así llamados colegios para damas se ocupaban más de modales cortesanos, modas y las diversas y tediosas formas de labores de aguja que de las técnicas de escritura o de hacer números. Allí se había visto perseguida por su hermosura y expuesta ala doblez de jóvenes libertinos que buscaban extender sus reputaciones a expensas de ellas. Muchos sintieron el aguijón del desdén de ella y en seguida, descorazonados, se alejaron malhumorados. Cuando se supo que ella era la hija de Orlan Trahern, uno de los hombres más ricos que jamás frecuentara el mercado, todos esos jóvenes en situaciones apuradas vinieron a buscar su mano. A estos petimetres ella no pudo Soportados más que al resto y desbarató cruelmente sus sueños con palabras dolorosas como la hoja de una daga.
Su decepción con los hombres motivó el ultimátum de su padre. Empezó muy simplemente.
Cuando ella regresó de Europa, él la regañó por no haber encontrado marido.
– Con todos esos potros jóvenes y vehementes a tu alrededor, muchacha, ni siquiera has podido conseguir un hombre con un apellido para que tus hijos sean aceptados.
Las palabras picaron el orgullo de Shanna y arrancaron lágrimas a sus ojos. Indiferente a su desazón, el padre continuó, clavando más hondamente la espuela.
– ¡Maldición, muchacha! ¿Para qué he acumulado una fortuna, si no para mis descendientes? Pero si por ti fuera, no llegaría más lejos que tú tumba. ¡Diantre, yo quiero nietos! ¿Te has propuesto convertirte en una solterona que rechaza a todos los hombres que se le acercan? Tus hijos podrían ser potencias en la corte si tuvieran un título que los ayudase. Necesitarán sólo dos cosas para tener éxito en este mundo y ser aceptados por la realeza. Yo les doy una: riqueza, más riqueza de la que se puede gastar en toda una vida. Tú puedes darles la otra: un apellido que nadie se atreva a cuestionar, un apellido con un linaje tan puro y fino que necesite un buen torrente de sangre plebeya para fortalecerse. Un apellido así puede hacer tanto como las riquezas para abrir puertas. Pero sin otro apellido que Trahern, ellos serán poco más que mercaderes. -Su voz se elevó con ira-. Tengo la desgracia de haber traído al mundo una hija con un aspecto como para elegir entre las estirpes más azules, capaz de hacer que barones, condes y hasta duques se peleen por tenerla. Pero ella sueña con un caballero de plata montado en un blanco corcel y que pueda estar a la altura de su intacta pureza.
El error de Shanna fue responder a su padre bruscamente y con i palabras acaloradas. Pronto se trabaron en una tormentosa discusión que terminó abruptamente cuando él golpeó la mesa con su pesado puño y la desafió a que siguiera hablando. La cólera de él relampagueó y ardió dentro de ella.
– Tienes un año para terminar con tus fantasías -rugió él-. Tu período de gracia termina cuando cumplas veintiún años, el día que marca tu nacimiento. Si para entonces no te has casado con un miembro de la aristocracia, yo designaré al mozo dispuesto que encuentre primero, y que sea suficientemente joven para que te dé hijos, y ese será tu marido. ¡Y así tenga que arrastrarte al altar en cadenas, me obedecerás!
Shanna quedó atónita, sumida en incrédulo silencio ante esta amenaza, pero supo que él hablaba muy en serio. Una promesa de Orlan Trahern jamás dejaba de cumplirse.
Su padre continuó en tono un poco más calmo. -Puesto que estos días estamos enfadados uno con el otro, no te obligaré a soportar mi presencia. Ralston zarpa para Londres por negocios míos. Irás con él, y también con Pitney. Sé que con Pitney tú puedes hacer lo que quieras… lo has hecho desde pequeña. Pero Ralston cuidará de que ustedes dos no hagan travesuras y no se metan en problemas. Puedes llevar a tu doncella Hergus, también. El segundo día del próximo mes de diciembre termina tu plazo y regresarás a Los Camellos, con o sin esposo. Y si no has encontrado marido para entonces, el asunto quedará en mis manos.
OrIan Trahern había tenido una vida dura en su juventud. A los doce años vio cómo su padre, un salteador galés, era colgado de un árbol junto al camino por sus delitos. Su madre, obligada a trabajar de fregona, murió de fiebres palúdicas pocos años después, debilitada por el exceso de trabajo, la mala comida y los fríos del invierno. Orlan la sepultó y juró que se abriría camino y construiría una vida mejor para él y sus descendientes.
Con el perenne recuerdo del roble donde habían colgado a su padre, el muchacho trabajó duramente, sabiamente, cuidando de ser escrupulosamente honrado. Su lengua era rápida, lo mismo que su ingenio, y su mente era ágil. Pronto aprendió los usos del dinero, rentas, intereses, inversiones y, sobre todo, el riesgo calculado para obtener altos beneficios. El joven Trahern primero pidió prestado para sus empresas pero pronto estuvo usando dinero propio. Los otros empezaron a acudir a él. Todo lo que él tocaba aumentaba su fortuna y empezó a adquirir propiedades rurales, casas en la ciudad, mansiones y otras propiedades. A cambio de billetes redimibles por la Corona aceptó el título de propiedad de una pequeña y verdeante isla del Caribe, donde se retiró inmediatamente para disfrutar de sus riquezas y disponer de más tiempo para administrar el flujo de dinero en sus cuentas.
Sus éxitos le valieron el título de Lord Trahern que empezaron a otorgarle vendedores de caras sucias y comerciantes taimados, porque él era, indudablemente, el lord, el señor del mercado.
Los aristócratas usaban el título por necesidad cuando acudían a pedirle prestado, aunque por considerarlo inferior a ellos lo rechazaban socialmente. Orlan anhelaba que ellos lo aceptaran como a un igual y le resultaba difícil aceptar ese deseo en sí mismo. No era un hombre de arrastrarse y aprendió a manejar a los hombres. Ahora trataba de hacer lo mismo con su única hija. Los desaires que había recibido durante los años pasados acumulando su fortuna eran en gran parte responsables del rompimiento que ahora hacía que su hija se retrajera dentro de sí misma.
Pero Shanna tenía el mismo carácter de su empecinado y sincero padre. Mientras Georgiana Trahern vivía, ella había suavizado las diferencias y acallado las discusiones entre su marido y su hija, pero con su muerte, hacía cinco años, ellos se quedaron sin la dulce mediadora. Ahora no había nadie que pudiera disuadir gentilmente al terco de Trahern o hacerle entender a la hija sus obligaciones.
Sin embargo, con Ralston para garantizar que ella se plegara a los deseos de su padre, Shanna no tuvo oportunidad de hacer otra cosa. Después de regresar a Inglaterra no le llevó mucho tiempo encontrarse perdida entre una multitud de apellidos acompañados de diversos títulos, barón, conde y cosas así. Desapasionadamente, pudo encontrar defectos en cada uno de los pretendientes: una nariz de entremetido en éste, una mano atrevida en este otro, un ceño hosco, una tos sibilante, un orgullo pomposo.
La visión de una camisa gastada debajo de un chaleco o de una bolsa vacía y arrugada colgando de un cinturón la enfriaban abruptamente ante las ofertas de matrimonio. Consciente de que una jugosa dote la acompañaría y de que ella eventualmente heredaría una fortuna lo bastante grande para satisfacer los caprichos del más imaginativo, los pretendientes se mostraban celosos y atentos, excesivamente considera dos ante el menor de los deseos de ella, excepto el que ella declaraba más a menudo: ignoraban sus pedidos de que desaparecieran de su presencia y a veces debía hacerse ayudar por el señor Pitney. Frecuentemente, entre los solteros cortejantes estallaban reyertas que terminaban en insultos y golpes, y lo que había empezado como un tranquilo acontecimiento social o un simple paseo, a menudo se disolvía en ruinas y Shanna debía ser escoltada hasta la seguridad de su casa por Pitney, su guardián: Algunos pretendientes eran sutiles y arteros mientras que otros eran audaces y prepotentes. Pero en la mayoría ella veía que el deseo de riquezas excedía al deseo que sentían de ella. Parecía que a ninguno le interesaba una esposa que, con amor en su corazón, estuviera dispuesta a compartir la pobreza, sino que todos veían primero el oro de su padre.
También había otros que trabajaban activamente para llevarla a la cama sin la ceremonia del casamiento, usualmente por la sencilla razón de que ya tenían una esposa. Un conde quiso hacerla su querida y le juró apasionadamente amor eterno hasta que sus hijos, seis en total, interrumpieron la declaración. Estos encuentros superaban ampliamente a los buenos y con cada uno Shanna quedaba con menos entusiasmo por los hombres.
No fue el menor, de sus problemas el hecho de que su año en Londres estuvo a punto de terminar desastrosamente en cuanto a la mera existencia. El Tratado de Aix-la-Chapelle había dejado sueltos en la ciudad a numerosos soldados y marineros y una buena parte de ellos, envalentonados con el falso coraje de la ginebra, se dedicaron al robo para sobrevivir y volvieron la noche peligrosa para quienes paseaban inocentemente por las calles. Shanna lo hizo, pero sólo una vez, y esa ocasión bastó para disuadirla de nuevas salidas. Si no hubiera sido por la rapidez y la fuerza de Pitney que hizo huir a los delincuentes, ella hubiese sido despojada de sus joyas, y también de su virtud. En abril, estuvo a punto de morir pisoteada cuando fue al Templo de la paz para escuchar un concierto con música de Händel para los Reales Fuegos de Artificio. En realidad, fueron los fuegos de artificio los que causaron la conmoción al incendiar el edificio rococó.que el rey había ordenado construir para celebrar el Tratado de Aix. Horrorizada, Shanna vio cómo ardían las faldas de una muchachita. La joven fue despojada rápidamente de sus ropas y su vestido fue pisoteado hasta que el fuego se apagó. Momentos después, la misma Shanna escapó a supuestas lesiones cuando su acompañante de la noche la aferró y la arrastró al suelo. Ella hubiera podido creer que lo hacía solamente para salvada de un cohete extraviado, si él no hubiera tratado de desprenderle el corpiño del vestido en el proceso. El estampido del cañón fue suave en comparación con la furia de Shanna, e indiferente a la multitud que se congregó a su alrededor, sin saber si cubrirse el pecho semidesnudo o escapar a.las llamas, Shanna dio al vizconde una bofetada que lo hizo caer de rodillas. En seguida caminó entre la gente, llegó a su carruaje y recuperó una apariencia de recato. Pitney, con su corpulencia, impidió que el joven lord la acompañara y Shanna regresó sola a la casa de la ciudad.
Pero ahora todo eso estaba en el pasado. Lo que importaba era que su período de gracia casi había terminado y ella no había encontrado una pareja aceptable.
Sin embargo, era una mujer de recursos y con ideas propias. Como su padre, Shanna podía ser astuta e inteligente. Esta era una de esas ocasiones que requerían toda su sagacidad. Y estaba lo suficientemente desesperada para intentar cualquier cosa a fin de escapar al destino que el viejo Trahern planeaba para ella. Es decir, cualquier cosa menos huir. La honradez prevalecía cuando ella admitía que, pese a sus diferencias, amaba profundamente a su padre.
Esta misma tarde, sus desmayadas esperanzas revivieron cuando Pitney, un amigo verdadero y leal, le trajo el aviso tan esperado. Hasta estaba libre de la presencia del siempre vigilante Ralston. Por una buena suerte excepcional, él fue llamado en las primeras horas de la mañana para que investigara los daños sufridos por un barco mercante de Trahern que había encallado cerca de la costa escocesa. Como Ralston estaría ausente por lo menos una semana, quizá más, Shanna confió en que podría dejar este asunto arreglado antes de que él pudiera regresar. Entonces, si todo salía bien, él encontraría el hecho consumado y no podría modificarlo.
Confiarse en Ralston hubiera sido igual que informar al mismo Orlan Trahern y Shanna tuvo que poner cuidado especial en asegurarse de que el señor Ralston quedara convencido de la sinceridad y validez de las acciones de ella. Si su padre llegaba a sospechar que había procedido con trapacerías, ella tendría que enfrentarse con algo más que la cólera de él. Orlan Trahern haría efectiva inmediatamente su amenaza y ella no tenía ningún deseo de soportar la consecuencia, quienquiera que fuera el individuo.
Empezó a sentirse ansiosa en el protegido interior del lujoso Briska, y con la voz de las ruedas como protección, ensayó en voz baja el nombre tan nuevo para sus labios, tan lleno de promesas.
– Ruark Beauchamp. Ruark Deverell Beauchamp.
Nadie hubiera podido negar la fina distinción de ese nombre, ni la aristocracia de los Beauchamp de Londres.
La invadió un ligero remordimiento de conciencia. Con cada momento que pasaba, el carruaje la acercaba más al instante decisivo. Pero Shanna reunió todo su coraje en defensa de sí misma.
‹ ¡Esto no está mal! Este arreglo nos beneficia a los dos. El hombre tendrá alivio en sus últimos días de vida y. será sepultado en una tumba honorable por su servicio temporario. Dentro de dos semanas, mi año habrá terminado.›
Empero, los escrúpulos empezaban a corroer los bordes de su resolución mientras preguntas por docenas se lanzaban sobre ella como murciélagos en la noche. ¿Serviría este Ruark Beauchamp para sus propósitos? ¿Y si era un hombre bestial, jorobado, con dientes podridos?
Shanna apretó la mandíbula, hermosa en cualquier estado de ánimo, con la determinación de una Trahern y buscó una distracción para aventar la multitud de temores que amenazaban con envolverla. Apartó la cortinilla de cuero de la ventanilla y miró hacia la noche. Jirones de niebla empezaban a filtrarse en las calles y ocultaban a medias las tabernas y posadas a oscuras por las que ahora pasaban..Era una noche lúgubre; pero Shanna podía soportar la niebla y la humedad. Eran las tormentas lo que temía y la inquietaba cuando se desataban sobre la tierra.
Shanna dejó caer la cortinilla y cerró los ojos, pero no encontró alivio para sus tensiones. En un intento de detener el temblor que, la poseía, hundió profundamente sus finas manos en un manguito de piel y las enlazó con fuerza. Tantas cosas dependían de esta noche. No podía esperar que todo saliera bien, y la duda frustraba sus esfuerzos por calmarse.
¿Este Ruark se reiría de ella?, Shanna había conquistado los corazones de muchos hombres. ¿Por qué no conquistaría también a este? l. ¿Rechazaría él su pedido con una burla cruel?
Shanna se sacudió los escrúpulos de su mente. Preparó sus armas, arregló el atrevido escote del vestido de terciopelo rojo que había escogido. Nunca había desplegado completamente sus artes de seducción, pero sospechaba que un hombre normal difícilmente se negaría ante una gran andanada de lágrimas.
– En alguna parte tocó una campana en la noche.
Las ruedas del carruaje saltaban sobre el empedrado y el corazón de Shanna parecía seguir el rápido ritmo.
El tiempo permanecía inmóvil mientras la incertidumbre picoteaba los límites exteriores de su mente, y en alguna parte, hondamente en su interior ella se preguntaba qué locura la había espoleado a empezar este asunto.
Un grito interior emergió hasta la conciencia. ¿Por qué tenía que ser así? ¿Su padre había perdido el sentido y la ternura del amor en su codicia y deseo de aceptación en la corte? ¿Era ella solamente un peón útil en algún gambito más grande? El había amado profundamente a su esposa, sin dar importancia al hecho de que. Georgiana era hija de un herrero plebeyo. ¿Por qué, entonces, tenía que empujar a su única hija a una relación que ella aborrecería?
No era que ella no se hubiera esforzado. Desde su arribo a Londres habíase visto constantemente asediada por cortejantes, pero en todos encontró defectos. Quienes más le desagradaron fueron los que se le acercaron con un deseo de riquezas que excedía al deseo que sentían por ella. ¿Su padre no podía comprender que ella quería un esposo al que pudiera admirar, amar y respetar?
Ninguna voz daba las respuestas que buscaba Shanna. Sólo estaba el ruido regular de los cascos de los caballos que la acercaban cada vez más a su prueba.
El carruaje redujo su velocidad y dobló en una esquina. Shanna oyó la voz de Pitney cuando se detuvieron frente a la siniestra fachada de la cárcel de Newgate. La respiración pareció atascársele en la garganta y su corazón empezó a latir a un ritmo caótico. El sonido de las pisadas de Pitney golpeando pesadamente el empedrado resonó dentro de su cabeza. Como una prisionera condenada, esperó hasta que él abrió la portezuela y se asomó al interior del coche.
El señor Pitney era un hombre gigantesco, de anchas espaldas, con una cara amplia y llena, de acuerdo con su tamaño. Un duro mechón de cabellos castaños estaba atado en su nuca debajo de un tricornio negro. A sus cincuenta años, podía enfrentar y vencer a dos hombres menores o mayores que él. Su pasado era un misterio y Shanna nunca lo había investigado, pero sospechaba que podía rivalizar con el de su abuelo. Sin embargo, no se preocupaba por su seguridad con Pitney cerca de ella. El era como una parte de la familia, aunque algunos lo hubieran considerado un sirviente contratado, porque su padre lo empleaba como guardia personal de Shanna cada vez que ella viajaba al extranjero. En Los Camellos era independiente de Orlan Trahern y su riqueza y pasaba el tiempo tallando madera y construyendo muebles. El hombre servía a la hija tanto como al padre y no era inclinado a llevar a su empleador cuentos sobre las infracciones más ligeras de ella. Ella admiraba en algunas cosas, la aconsejaba en otras, y cuando, Shanna sentía necesidad de contar sus problemas, era Pitney quien más la consolaba. El había sido cómplice de ella en otras ocasiones que el padre no habría aprobado.
– ¿Está decidida? -preguntó Pitney con una voz profunda y áspera-. ¿Tiene que ser así, entonces?
– Sí, Pitney -murmuró ella quedamente, y con más decisión, agregó-: Tengo que hacerlo.
A la luz mezquina de las linternas del coche, los ojos grises de él se encontraron con los de ella. Tenía el entrecejo arrugado en un gesto de preocupación-. Entonces será mejor que se prepare -dijo él.
Shanna tranquilizó su mente y con fría determinación bajó un espeso velo de encaje sobre su cara y acomodó el capuchón de su capa de terciopelo negro a fin de ocultar aún más su identidad y cubrir sus largos bucles dorados.
Pitney abrió la marcha hacia el portal principal y Shanna lo siguió y sintió un impulso casi irresistible de huir en dirección opuesta. Pero se contuvo y pensó que si esto era una locura, casarse con un hombre al que odiara sería el infierno.
Cuando ellos entraron, el portero de la cárcel se puso de pie con una ansiedad nacida de la codicia y se adelantó a saludada. Era un hombre grotescamente gordo, cuyos brazos parecían arietes. Sus piernas eran tan inmensas que, él tenía que caminar con los pies bien separados, lo cual lo hacía andar tambaleándose de un lado a otro. Empero, pese a su volumen, era bajo y su altura apenas alcanzaba la. de Shanna, quien para una mujer era más baja que alta. Su respiración sibilante, acelerada por el esfuerzo de levantarse de la silla, llenó la habitación con un aroma de ron rancio, puerros y pescado. Rápidamente, Shanna apretó contra su nariz un pañuelo, perfumado para contrarrestar el repugnante olor del aliento del hombre. -Mi lady, temí que usted hubiera cambiado de opinión -cloqueó- el señor Hicks mientras trataba de tomarle la mano para plantar un beso en ella.
Shanna reprimió un estremecimiento de asco, retrocedió antes de que los labios de él pudieran tocarle los dedos y puso sus manos a salvo dentro del manguito de piel. No hubiera podido decidir qué era peor: si tener que soportar el fétido hedor que flotaba como una nube invisible alrededor de él, o sentir el repulsivo contacto de esos labios en su mano.
– Estoy aquí como dije que estaría, señor Hicks -replicó ella con severidad.
El olor ofensivo fue demasiado y ella sacó nuevamente el pañuelo de encaje del manguito para agitarlo ante su rostro velado.
– Por favor… -dijo, semi ahogada- permítame ver al hombre a fin de que podamos seguir con lo convenido.
El carcelero se demoró un momento y se rascó pensativo el mentón, preguntándose si habría posibilidad de ganar algo más de lo que le habían prometido. La única otra vez que la dama había estado en la prisión fue casi dos meses atrás, y también entonces estaba velada, como para ocultar perfectamente su identidad. El había sentido picada su curiosidad, pero ella no se extendió sobre la razón por la cual deseaba conocer a un condenado. La perspectiva de una bolsa bien llena lo tentó, y proporcionó obedientemente los nombres de prisioneros destinados a la horca al hombre ceñudo que la acompañaba. En la primera visita, Hicks tomó nota cuidadosamente del anillo que ella llevaba en un dedo y del corte discreto pero elegante de sus ropas. No era difícil adivinar que ella no era la hija de un pobre. Ajá, ella tenía fortuna, muy bien, y él no tenía inconveniente en apropiarse de una porción mayor de la que le habían prometido… si podía. Y allí era donde estaba la dificultad. El no se atrevía a pedirle nada cuando ella estaba acompañada de su servidor, y el gigantón no parecía dispuesto a dejada sola.
Sin embargo, parecía una vergüenza que una mujer que olía tan tentadora y dulce como ella, perdiera un momento de su vida hablando con un condenado. Ese individuo, Beauchamp, era un alborotador, el peor prisionero que él hubiera tenido jamás en una celda. Hicks se frotó pensativamente la mejilla, recordando el puño del hombre contra ella. Qué no daría por ver castrado a ese bellaco. Se lo tendría bien merecido. Pero el bribón iba a morir y él tendría su venganza, aunque hubiera preferido una muerte lenta.
El señor Hicks emitió un largo suspiro y en seguida eructó ruidosamente.
– Tendremos que vedo en su celda. El obeso carcelero tomó una argolla llena de llaves que colgaba de un gancho-. Tenemos que encerrarlo separado de los otros porque si estuvieran juntos los sublevaría contra nosotros. -Encendió una linterna mientras hablaba-. Vaya, fue necesario un pelotón de casacas rojas para encadenado cuando lo agarraron en la posada. Es un colonial y por lo tanto es semisalvaje.
Si Hicks quiso asustada, Shanna no se dejó influenciar. Ahora estaba serena y sabía lo que debía hacer para solucionar sus propias dificultades. Nada la detendría, ahora que había llegado tan lejos.
– Abra la marcha, señor carcelero -ordenó ella firmemente-. No recibirá ni un cuarto de penique hasta que yo haya decidido personalmente que el señor Beauchamp se ajusta a mis necesidades. Mi hombre, Pitney, nos acompañará para que no haya problemas.
La sonrisa desapareció e Hicks se alzó de hombros. Como no encontró otra excusa para demorarse, tomó la linterna para iluminar el camino. Con su peculiar andar tambaleante, los precedió a través de las pesadas puertas de hierro que llevaban a la prisión principal y después por un corredor débilmente iluminado. Los pasos resonaban en los peldaños de piedra mientras la linterna lanzaba sombras fantasmagóricas alrededor de ellos. Un silencio ultraterreno envolvía al lugar porque la mayoría de los prisioneros dormían, pero de tanto en tanto se oía un gemido o un llanto apagado. De una fuente invisible goteaba agua y sonidos rápidos y escurridizos en los rincones oscuros hacían estremecer a Shanna y la llenaban de extraños presentimientos. Tembló llena de recelo y apretó su capa a su alrededor, pero no dejó de sentir lo siniestro del lugar.
– ¿Cuánto tiempo ha estado el hombre aquí? -preguntó y miró inquieta a su alrededor. Parecía imposible que nadie pudiera conservar la cordura en un agujero como este.
– Cerca de tres meses, mi lady.
– ¡Tres meses! -exclamó Shanna-. Pero su nota decía que es un condenado reciente. ¿Cómo es eso?
Hicks soltó un resoplido.
– El magistrado no sabía exactamente qué hacer con el hombre, mi lady. Con un apellido como
Beauchamp, hay que tener mucho cuidado. Hasta el mismo lord Harry teme a la marquesa Beauchamp. El viejo Harry vacilaba, puedo decirlo, pero como él es el magistrado, tuvo que hacerlo él y no otro. Entonces, hace una semana, dio su sentencia: ahórcalo. – los pesados hombros de Hicks subieron y bajaron como si fuera una carga demasiado pesada para él-. Supongo que se debe a que el individuo es de las colonias y, por lo que sé, no tiene parientes cercanos aquí. El viejo Harry me ordenó que colgara al individuo sin hacer ruido, a fin de que los otros Beauchamp y la marquesa no se enteren del hecho. Siendo inteligente como soy, cuando me dijeron que manejara el asunto discretamente, pensé que el señor Beauchamp era el hombre para usted. -Hicks se detuvo ante una puerta de hierro-. Usted dijo que quería un hombre destinado al cadalso y yo no podía entregárselo hasta que el viejo Harry se decidiera a colgarlo.
– Hicks se detuvo ante una puerta de hierro-. Usted dijo que quería un hombre destinado al cadalso y yo no podía entregárselo hasta que el viejo Harry se decidiera a colgarlo.
– Ha hecho bien, señor Hicks -repuso Shanna, con un poco más de amabilidad. ¡Resultaba todavía mejor de lo que ella había esperado! Ahora, en cuanto a la apariencia y el consentimiento del hombre…
El carcelero metió una llave en una cerradura y empujó una puerta que se abrió con un fuerte chirrido de goznes oxidados. Shanna intercambió una rápida mirada con Pitney, sabiendo que había llegado el momento en que su plan terminaría o comenzaría.
El señor Hicks levantó la linterna para alumbrar mejor la pequeña celda y la mirada de Shanna se posó sobre el hombre que estaba allí. Se hallaba acurrucado sobre un estrecho camastro, con una frazada muy gastada sobre los hombros como única protección contra el frío. Cuando le llegó el resplandor de la vela, se agitó y se cubrió los ojos como si le dolieran. Por un desgarrón de una manga. Shanna vio un feo magullón. Tenía las muñecas en carne viva donde habían estado las esposas. Una cabellera negra en desorden y una barba espesa. Ocultaban la mayor parte de las facciones y al p1irarlo Shanna no pudo dejar de pensar en una criatura diabólica que se hubiera arrastrado desde las entrañas de la tierra. Se estremeció cuando sus peores temores parecieron hacerse realidad.
El prisionero se apretó contra la pared y después se sentó y se protegió los ojos con una mano..
– Maldición, Hicks -gruñó-. ¿Ni siquiera puedes dejarme disfrutar de mi sueño?
– ¡Ponte de pie, bellaco maldito!
Hicks se acercó y lo empujó con el grueso bastón de madera dura que llevaba, pero cuando el prisionero obedeció, retrocediendo rápidamente varios pasos.
Shanna ahogó una exclamación, porque el cuerpo enflaquecido se desplegó hasta que el hombre, de pie, resultó muy alto. Ahora vio la espalda ancha y, debajo de la camisa abierta, el pecho cubierto de un ligero vello y un vientre plano y caderas estrechas.
– Aquí hay una dama que viene a verte -dijo Hicks, en tono notablemente menos exigente que antes-. Y si piensas hacerle daño, déjame advertirte que…
El prisionero se esforzó por ver en la oscuridad detrás de la linterna.
– ¿Una dama? ¿Qué locura te traes entre manos, Hicks? ¿O quizá se trata de una sutil tortura?
Su voz sonó profunda y suave, agradable a los oídos de Shanna. Fluía con más facilidad y menos entrecortada de lo que ella estaba acostumbrada a oír en Inglaterra. Un hombre de las colonias, había dicho Hicks. Esa era, sin duda, la razón de las sutiles cualidades de su forma de hablar. Empero, había también algo más, una divertida burla que parecía mofarse de todo lo relativo a la prisión.
Shanna permaneció en las sombras un momento más mientras estudiaba atentamente a este Ruark Beauchamp. Las ropas del hombre estaban tan desgarradas como la frazada y ella notó que en varias partes estaban desgarrados casi hasta la cintura en uno de los lados, y el precario remiendo dejaba ver buena parte de la línea delgada de su flanco. Una blusa de lino, quizá alguna vez blanca, estaba ahora manchada y apenas reconocible.
Colgaba en andrajos de los hombros y revelaba unas costillas que todavía eran musculosas pese a las privaciones. El cabello era desparejo y estaba mal cortado, pero sus ojos brillaron alerta cuando él trató de distinguir la silueta de ella. Al no conseguirlo, se irguió y en seguida se inclinó hacia las tinieblas que rodeaban a Shanna. Habló en tono satírico.
– Le pido disculpas, mi lady. Mi alojamiento nada tiene de recomendable. Si yo hubiera sabido que me visitaría, habría limpiado un poco este lugar. Por supuesto -sonrió y señaló a su alrededor no hay mucho que limpiar.
– ¡Ten quieta esa sucia lengua! -interrumpió Hicks oficiosamente-. Esta dama viene por negocios y tú la tratarás con todo respeto, o yo… -Se golpeó sugestivamente la palma abierta con el puño del garrote y rió de su propia astucia.
El convicto clavó una mirada ceñuda en Hicks y la mantuvo hasta que el gordo carcelero empezó a agitarse inquieto.
No habiendo encontrado hasta ahora obstáculos a su plan, Shanna se sintió más animada. Todo parecía desarrollarse fluidamente, como si lo hubiera planeado toda la vida cuando en verdad ella no había hecho mucho. Renacieron en ella la confianza y el coraje, y con un movimiento desenvuelto y gracioso, avanzó hasta quedar iluminada por la linterna.
– No tiene necesidad de provocar a este hombre con sus bravuconadas, señor Hicks -dijo gentilmente.
El sonido de la voz de ella, profunda y suave como la miel, hizo que el prisionero le dedicara toda su atención. Shanna caminó lenta, completa, deliberadamente alrededor de él, estudiándolo como lo haría con un animal de exposición. Los ojos del hombre, de un desusado color ámbar moteado s con chispas doradas, la siguieron con divertida paciencia. La envolvente capa negra y el amplio tontillo que Shanna llevaba debajo de su vestido dejaban mucho librado a la imaginación, sin permitir calcular su edad o apreciar su figura.
– He oído decir que las viudas de la corte practican extraños placeres -comentó él y cruzó los brazos sobre el pecho-. Si de verdad hay una mujer debajo de esas ropas, yo veo pocas pruebas de ello. Perdóneme, mi lady, pero es tarde y mi mente está embotada por el sueño. Por mi vida, no puedo determinar qué propósito la ha traído hasta aquí.
Su sonrisa era sólo levemente burlona pero su voz era abiertamente desafiante. Deliberadamente, Shanna se acercó más hasta que estuvo segura de que el hombre podía detectar la fragancia de su perfume.
El primer asalto estaba lanzado.
– Tenga cuidado, mi lady -le advirtió Hicks-. Es un verdadero bellaco, eso es. Ha matado a una muchacha encinta. La golpeó hasta dejarla convertida en una pulpa ensangrentada, eso hizo.
Pitney avanzó hasta ubicarse detrás de su ama, protectoramente cerca. Su inmensa silueta se erguía amenazadora en los pequeños confines de la celda y hacía que los demás parecieran enanos. Shanna vio apenas una chispa de sorpresa en los ojos del prisionero.
– Ha venido muy bien acompañada mi lady. -Su tono no fue menos audaz-. Tendré cuidado de no hacer movimientos bruscos para no equivocarme Y privar al verdugo de su paga.
Ignorando la ironía. Shanna sacó un frasco de plata de los pliegues de su capa y se lo tendió.
– Un brandy, señor -dijo suavemente-. Si gusta.
Lentamente, Ruark Beauchamp estiró una mano y cubrió un momento los dedos de ella con los suyos antes de tomar el frasco. Sonrió lentamente al rostro velado.
– Muchas gracias.
En otra ocasión, Shanna hubiera regañado al hombre por su atrevimiento, pero ahora permaneció cautamente en silencio. Lo observó mientras él quitaba el tapón y se llevaba el frasco a los labios. Después, él se detuvo y trató nuevamente de descubrir las facciones de ella a través del encaje negro del velo.
– ¿Desea compartirlo conmigo, mi lady?
– No, señor Beauchamp, es todo suyo para que lo beba a su placer. Ruark bebió otro largo sorbo antes de suspirar complacido. -Muchas gracias, mi lady. Casi había olvidado que existen estos lujos.
– ¿Está usted acostumbrado a los lujos, señor Beauchamp?
– preguntó Shanna suavemente.
El colonial, por toda respuesta, se alzó de hombros y señaló con una mano lo que le rodeaba.
– Ciertamente a más que esto -dijo.
Una respuesta sin compromisos, pensó Shanna despectivamente. Después de tres meses en ese lugar, el hombre debería mostrarse más agradecido por su compañía. Nuevamente retiró la mano de los pliegues de su capa y esta vez ofreció un bulto pequeño.
– Aunque sus días están contados, señor Beauchamp, mucho puede hacerse para aliviar su situación. Aquí tiene esto, para su hambre.
El no aceptó hasta que Shanna se vio obligada a abrir ella misma la gran servilleta y mostrar una hogaza de pan endulzado y una generosa porción de sabroso queso. Ella miró con curiosidad pero no hizo ningún movimiento por tomar lo que le ofrecían.
– Mi lady -imploró-, yo deseo este presente pero siento recelos, porque no sé qué desea usted a cambio y nada tengo para ofrecerle.
Una sombra de sonrisa bailó por los labios de Shanna. Al mirarla directamente, Ruark creyó ver una boca curvándose suavemente debajo del espeso velo. Ello estimuló bastante su imaginación.
– Su atención por un momento, señor, y su consideración, porque tengo un asunto que discutir -replicó suavemente Shanna y dejó la comida sobre una tosca mesa que estaba cerca de la cama. Shanna enfrentó resueltamente al señor Hicks y su orden fue dicha quedamente pero con firmeza.
– Ahora déjenos. Quiero hablar en privado con este hombre. Se percató del creciente interés del prisionero.
Desde abajo de sus cejas oscuras, él los observaba a todos con mucha atención y esperaba pacientemente, como un gato ante una cueva de ratones.
Pitney se acercó más, con su ancho rostro lleno de preocupación. – ¿Está segura, señora mía?
– Desde luego -repuso ella y señaló la puerta con su mano delgada-. Acompañe al señor Hicks fuera de la celda.
El obeso carcelero protestó dolorido.
– ¡El bellaco le torcerá el cuello si lo dejo! -dijo Hicks, preocupado, porque si la joven sufría algún daño ¿quién le pagaría a él? Con voz plañidera, dijo-: No me atrevo, mi lady.
– Es mi cuello el que corre peligro, señor Hicks -replicó secamente Shanna, y agregó como si leyera los pensamientos del carcelero-: Y lo mismo se le pagará por sus servicios.
Las mejillas abotagadas de Hicks enrojecieron casi hasta volverse de color púrpura y sus labios balbucientes parecieron temblar cuando expelió el aliento. Dirigió una mirada llena de desconfianza al prisionero. Después, con un oloroso suspiro, levantó la linterna sobre su cabeza. Tomó un cabo de vela de la tosca mesa y lo encendió acercándolo a la llama de la linterna.
– Es un tipo rápido, mi lady -advirtió sombríamente-. Y manténgase a distancia de él. Si él trata de acercársele, grite.
– Su mirada pareció atravesar al colonial-. Intenta algo, maldito bribón, y haré que te cuelguen antes que salga el sol.
Hicks salió murmurando amargamente para sí mismo. Pitney se quedó, inmóvil como una roca, mientras la indecisión cincelaba profundas arrugas en su frente.
– Pitney, por favor -dijo Shanna, aguardando pacientemente, y cuando él no hizo ademán de retirarse, levantó implorante la mano y señaló la puerta de hierro-. Es bastante seguro. ¿Qué podría hacer él? Nada sucederá.
El hombre gigantesco habló por fin, pero dirigiéndose solamente a Ruark.
– Si no quieres morir antes de que pase esta hora -dijo en tono amenazador- cuida de que ella no sufra el menor daño. Si eso llegara a suceder, lamentarás haberlo hecho. Te doy mi palabra y no dudes de que la cumpla.
La mirada de Ruark midió el cuerpo del otro y asintió respetuosamente para indicar que estaba de acuerdo. Todavía con un ceño de descontento, Pitney dio media vuelta, salió de la celda y cerró la puerta tras de sí, pero dejó abierto un pequeño postigo que había en la misma. Desde el interior se pudo ver su espalda pues el quedó allí de guardia contra oídos curiosos.
El prisionero seguía sin moverse, aguardando que Shanna hablara. Ella cruzó la celda caminando lentamente y ahora se puso cuidadosamente fuera del alcance de él. Bajó su capuchón, lo enfrentó y apartó lentamente el velo de encaje al que dejó flotar hasta la mesa que tenía a su lado.
La segunda salva fue disparada.
Dio en el blanco con una efectividad de la que Shanna poco se percató. Ruark Beauchamp no se atrevió a hablar. La belleza de ella era tal que le temblaron las rodillas. Súbitamente, sintió el llamado hambriento de su largo y forzoso celibato. El cabello de claro color miel de Shanna, arreglado en una masa de bucles sueltos, le caía sobre los hombros y por la espalda como una luminosa cascada. Era abundante y sedoso, dispuesto en estudiado desorden. Hebras doradas, sin duda aclaradas por el sol, brillaban entre los sueltos rizos. Ruark sintió una fuerte tentación de acercársele y acariciar la copiosa y sedosa cabellera y pasar suavemente sus dedos por los delicados pómulos tersos como pétalos. Las facciones de ella eran perfectas, la nariz recta y finamente formada. Las suaves cejas de color castaño curvábanse sobre unos ojos que eran claros, de color verde mar, brillantes contra el espeso marco de pestañas muy negras. Esos ojos lo miraban directamente, abiertos aunque inescrutables como cualquier mar que él había visto en su vida.
Los labios, suavemente rosados, eran tentadores y graciosamente curvos, vagamente sonrientes. Bajo la intensa mirada de él, la piel alabastrina se coloreó levemente. Con una voluntad de hierro, Ruark se contuvo y guardó silencio.
Shanna murmuró, recatadamente: -¿Soy tan fea, señor, que se ha quedado sin palabras?
– Al contrario – respondió Ruark con una aparente desenvoltura que no sentía-. Su belleza me ciega tanto que temo que tendrán que conducirme de la mano hasta la horca. Mi mente no puede absorber semejante esplendor después de la sordidez de esta mazmorra. ¿Se supone que debo conocer su nombre, o eso es parte de su secreto?
Shanna se percató de que había dado en el blanco y ahorró el resto de sus armas para más tarde. A menudo había oído declaraciones similares, casi con esas mismas palabras, y ello la había irritado. Que ahora este andrajoso es él quedó allí de guardia contra oídos curiosos.
El prisionero seguía sin moverse, aguardando que Shanna hablara. Ella cruzó la celda caminando lentamente y ahora se puso cuidadosamente fuera del alcance de él. Bajó su capuchón, lo enfrentó y apartó lentamente el velo de encaje al que dejó flotar hasta la mesa que tenía a su lado.
La segunda salva fue disparada.
Dio en el blanco con una efectividad de la que Shanna poco se percató. Ruark Beauchamp no se atrevió a hablar. La belleza de ella era tal que le temblaron las rodillas. Súbitamente, sintió el llamado hambriento de su largo y forzoso celibato. El cabello de claro color miel de Shanna, arreglado en una masa de bucles sueltos, le caía sobre los hombros y por la espalda como una luminosa cascada. Era abundante y sedoso, dispuesto en estudiado desorden.
Hebras doradas, sin duda aclaradas por el sol, brillaban entre los sueltos rizos. Ruark sintió una fuerte tentación de acercársele y acariciar la copiosa y sedosa cabellera y pasar suavemente sus dedos por los delicados pómulos tersos como pétalos. Las facciones de ella eran perfectas, la nariz recta y finamente formada. Las suaves cejas de color castaño curvábanse sobre unos ojos que eran claros, de color verde mar, brillantes contra el espeso marco de pestañas muy negras. Esos ojos lo miraban directamente, abiertos aunque inescrutables como cualquier mar que él había visto en su vida. Los labios, suavemente rosados, eran tentadores y graciosamente curvos, vagamente sonrientes. Bajo la intensa mirada de él, la piel alabastrina se coloreó levemente. Con una voluntad de hierro, Ruark se contuvo y guardó silencio.
Shanna murmuró, recatadamente: -¿Soy tan fea, señor, que se ha quedado sin palabras?
– Al contrario – respondió Ruark con una aparente desenvoltura que no sentía-. Su belleza me ciega tanto que temo que tendrán que conducirme de la mano hasta la horca. Mi mente no puede absorber semejante esplendor después de la sordidez de esta mazmorra. ¿Se supone que debo conocer su nombre, o eso es parte de su secreto?
Shanna se percató de que había dado en el blanco y ahorró el resto de sus armas para más tarde.
A menudo había oído declaraciones similares, casi con esas mismas palabras, y ello la había irritado. Que ahora este andrajoso miserable las usara era casi una afrenta a su orgullo. Pero siguió el juego. Agitó la cabeza y sus bucles se sacudieron seductores. Rió con algo de melancolía.
No señor, yo se lo diré, a1 aunque le pido discreción porque allí está el mayor peso de mi problema. Soy Shanna Trahern, hija de Orlan Trahern.
Hizo una pausa, aguardando la reacción de él. Ruark levantó las cejas y no pudo ocultar su sorpresa. Lord Trahern era conocido en todos los círculos, y entre los jóvenes Shanna Trahern era a menudo tema de acalorados debates. Ella era la reina de hielo, el premio inalcanzable, la rompedora de corazones de muchos mozos y la meta declarada de incontables candidatos, el sueño de la juventud ambiciosa.
Satisfecha, Shanna continuó:
– Como usted ve, Ruark -usó el nombre de pila con despreocupada familiaridad- yo tengo necesidad de su nombre.
– ¡Mi nombre! -exclamó él con incredulidad- ¿Ruark Beauchamp? ¿Necesita el nombre de un asesino convicto cuando el suyo podría abrirle cualquier puerta que usted desee?
Shanna se le acercó para dar más peso a sus palabras. Con los ojos muy abiertos e implorantes, lo miró fijamente y habló casi en un susurro.
– Ruark, estoy en aprietos. Debo casarme con un hombre de apellido ilustre y usted debe estar al tanto de la importancia que tiene en Inglaterra el apellido Beauchamp. Nadie sabrá, excepto yo; por supuesto, que usted no es pariente de ellos. Y puesto que usted tiene poca necesidad futura de su apellido, yo podría usado muy bien.
La confusión de Ruark le embotó el ingenio. No podía imaginar los motivos de ella. ¿Un amante? ¿Una criatura? Ciertamente no se trataba de deudas, porque ella tenía tanto dinero que ninguna deuda podría molestarla. Miró desconcertado esos ojos azul verdosos.
– Seguramente, señora, usted está bromeando. ¿Propone de matrimonio a un hombre a quien van a colgar dentro de poco? Le doy mi palabra de que no veo la lógica de esta situación.
– Es una Cuestión de cierta delicadeza -dijo Shanna, y le volvió la espalda como si se sintiera embarazada. Hizo una pausa y después habló lentamente por sobre su hombro-. Mi padre OrIan Trahern, me dio plazo de un año para encontrar marido y fallando eso me entregará como prometida a quien él escoja. Me considera una solterona y quiere tener nietos que hereden su fortuna. El hombre tiene que ser de una familia estrechamente relacionada con el rey Jorge. Todavía no he encontrado al que yo hubiera elegido, aunque ya casi ha terminado mi plazo. Usted es mi última esperanza de evitar un casamiento arreglado por mi padre. -Ahora venía la parte más difícil. Tenía que regatear con este sucio y harapiento colonial. Mantuvo la cara vuelta hacia otro lado para ocultar su desagrado-. He oído -dijo cuidadosamente- que un hombre puede casarse con una mujer para llevarse las deudas de ella a la horca en retribución por un alivio en sus días finales. Yo puedo darle mucho, Ruark… comida, vino, ropas adecuadas Y frazadas abrigadas y seguramente mi causa…
Ante el persistente silencio de él, Shanna se volvió y trató de verle la expresión en la penumbra, pero él había maniobrado astutamente hasta que ahora, cuando lo enfrentó, ella recibió en la cara toda la luz de la vela. El sigiloso mendigo se había movido tan silenciosamente que ella no se había dado cuenta.
La voz de Ruark sonó algo tensa cuando por fin habló.
.
– Mi lady, usted me somete a una prueba dolorosa. Mi madre trató de enseñarme a ser un caballero respetuoso de las mujeres.
– Shanna contuvo el aliento cuando él se le acercó-. Pero mi padre, hombre de considerable sabiduría, me enseñó en mi primera juventud una regla que he seguido siempre.
Caminó lentamente alrededor de ella tal como ella hiciera con él unos momentos antes y se detuvo cuando estuvo a sus espaldas. Casi sin respirar, Shanna aguardó, sintió su proximidad y, sin embargo, no se atrevió a moverse.
– Nunca… -el susurro de Ruark sonó cerca de su oído y le produjo un estremecimiento de temor-…nunca compres una yegua con una manta sobre el lomo.
Shanna no pudo reprimir un respingo cuando él le puso las manos sobre los hombros y empezó a desatar las cintas que aseguraban la capa
– ¿Puedo? -preguntó él y su voz, aunque suave, pareció llenar todos los rincones de la celda.
Ruark aceptó el silencio de ella como consentimiento Y Shanna se hizo fuerte mientras los finos dedos de él desataban los lazos de terciopelo. El le quitó la capa y ella tuvo un momento de arrepentimiento. Su ataque cuidadosamente planeado habíase malgastado con una precipitación proyectada. Pero ella no imaginaba la victoria que estaba cosechando. A aunque carente de adornos esplendorosos y de delicados encajes, el vestido de terciopelo rojo oscuro resaltaba divinamente su hermosura. Ella era la gema, la joya de rara belleza que hacía que el vestido fuera más que un vestido una obra de arte. Arriba de los anchos tontillos que enanchaban la falda a los lados, el corpiño apretadamente ceñido mostraba la fina cintura y al mismo tiempo levantaba sus pechos que se exhibían atrevidamente por el escote cuadrado. En el dorado resplandor de la vela, su piel brillaba como rico, cálido satén.
Ruark seguía inmóvil, su respiración tocaba suavemente el cabello de ella, su cabeza llenábase con el delicioso perfume de mujer. Pasaron unos instantes que volaron con alas silenciosas y él siguió sin moverse. Shanna sentíase sofocada por la proximidad de él. El aroma del brandy le llenaba los sentidos y podía sentir los ojos hambrientos que se paseaban lentamente sobre ella. Si su situación hubiera sido otra, habría huido disgustada. En verdad, tuvo que luchar para no hacerlo ahora. Comprendió amargamente que tenía que permanecer en exhibición para que él la observara a su placer. Pero como su padre, con una alta ganancia en juego, no ponía límites a su paciencia, solo podía elegir entre la determinación paterna o su astucia.
Con todos sus sentidos completamente dedicados a ella, Ruark sintió un deseo abrumador de tomar a Shanna en sus brazos. Su perfume parecía llamarlo, sus curvas suaves, maduras, lo hacían sufrir de deseo. Su arrebatadora belleza lo conmovía hasta el fondo del alma y llenaba su mente con imaginarias visiones de los encantos que estaban ocultos a la vista. Sentía la necesidad de tener el calor de ella debajo de él, de rodearla con sus brazos temblorosos y descargar la lujuria de sus riñones. Pero era dolorosamente consciente de sus harapos y su suciedad.
y estaba, además, ese desconcertante fulgor debajo de la superficie de la belleza de ella, ese indicio de algo que él no alcanzaba a captar, una sugerencia de sarcasmo, un fugaz relámpago de insinceridad, un extraño toque de arrogancia. Sin embargo, estaba convencido de que si ella hubiera podido elegir otra cosa no se encontraría aquí. El sabía que Orlan Trahern era un hombre poderoso pero le resultaba difícil imaginar que fuera capaz de imponerse en esa forma a su, única descendiente.
Shanna no pudo seguir soportándolo y se volvió rápidamente para hacerle frente.
– ¿Entonces le resulta desagradable compartir su apellido? ¿Su respuesta es no?
¿Por qué, cielo santo, tenía ella que regatear con este rústico canalla?
Ruark aspiró profundamente y con un extremado esfuerzo de voluntad respondió en tono despreocupado:
– Hay muchas cosas que considerar… ¿Shanna? -la miró interrogativamente, arqueó una ceja oscura y como ella asintió, continuó-: Mi nombre es todo lo que me queda y hay quienes se sentirían contentos de verlo deshonrado todavía más.
– Le prometo, Ruark, que no tengo intención de deshonrarlo -se apresuró ella a replicar-: Lo tomaré prestado por un tiempo y cuando haya encontrado a aquel a quien pueda amar, todo terminará. Si usted accede, será sepultado con todo respeto en una tumba bien identificada en el cementerio de una iglesia. ¿Acaso aquellos que le preocupan podrán entonces recordar su vergüenza?
– ¿Y me promete alivio para mis últimos días, Shanna? -dijo él, como si no la hubiera escuchado-. Pero eso me quitará mi única diversión… el desafío al señor Hicks.
Como si se sintiera muy perturbado, Ruark empezó a caminar de un lado a otro de la celda, en apariencia sumida profundamente en sus pensamientos. Se detuvo junto a la cama y nuevamente su mirada adquirió una expresión inquisitiva.
– ¿Puedo sentarme, Shanna? Perdóneme si no hay un asiento para usted. Si lo desea, puede sentarse aquí conmigo
– No…no, gracias -respondió ella rápidamente. Miró el sucio jergón de paja Y no pudo contener un estremecimiento.
Ruark se sentó en un ángulo de la cama, apoyó la espalda en la húmeda pared de piedra, levantó una rodilla y apoyó en ella su brazo y dejó caer blandamente la mano. Fijó la mirada en ella y Shanna se preparó para el último acto. Tenía que hacerlo bien. Por lo menos, él no se había reído todavía de ella abiertamente.
– ¿Cree que yo tomo esto a la ligera, Ruark? Mi padre es un hombre de voluntad de hierro, y aunque lo han llamado muchas cosas, nunca oí que nadie cuestionara su palabra. No tengo ninguna duda de que él hará como ha dicho y que me obligará a casarme con un hombre al que yo despreciaré.
Ruark siguió contemplándola pero – ni una palabra salió de sus labios. Le tocó a ella ponerse nerviosa y caminar de un lado a otro; y al hacerlo su causa resultó favorecida en grado considerable. Shanna Trahern movíase con -la gracia natural de alguien que lleva una vida activa y sin nada de la afectada gazmoñería tan a menudo exhibida en los salones y la corte por las beldades de la época. Había en su andar una seguridad que daba a sus movimientos una gracia fluida y desenvuelta. Ruark admiró cada ángulo de ella y la mayor, parte de las palabras de Shanna se le escaparon, porque en su mente ya había fijado el precio y ahora sólo aguardaba el momento.
Shanna se detuvo, apoyó las manos sobre la mesa y se inclinó hacia él. El vestido se entreabrió tentador y ella vio que los ojos de él iban hacia donde ella quería.
– Ruark -dijo firmemente, y él levantó de mala gana los ojos hasta encontrar los de ella-. ¿Hay algo en mí que encuentre desagradable?
– Nada, Shanna, amor mío. -Su voz sonó suavemente, pero con mucha claridad, en la celda-. Usted es hermosa más allá de mi imaginación. Y he disfrutado tanto de este espectáculo que no desearía que terminara. Pero, por favor, considere esto. Si su situación es realmente tan apremiante yo le prestaré mi apellido, pero el precio será elevado, Shanna. Y le pido que me diga sí o no antes de marcharse, porque yo no podría soportar este suspenso.
Shanna contuvo el aliento temerosa de lo que él iba a decir. -Mi precio es este. -Sus palabras resonaron en el cerebro de ella-. El casamiento será tan válido como un voto. Estoy condenado a la horca y quiero la oportunidad de dejar un heredero. El precio es que usted pase la noche conmigo y consume los votos matrimoniales tanto en hechos como en palabras.
– Ella soltó el aliento y sus, ojos se encendieron de cólera. Ahogó una exclamación de rabia ante esta afrenta. ¡Vaya atrevimiento el de este hombre! Shanna estuvo a punto de abofeteado pero la risa de él resonó en la celda y la ira de ella se apagó rápidamente.
Ruark puso ambas piernas sobre la cama, enlazó las manos detrás de su cabeza y se relajó como si estuviera en una taberna bebiendo ale.
– Ah, sí -rió despectivamente-. Pensé que tenía que saber el verdadero precio para salir de sus apuros. Usted busca mi apellido por un motivo apremiante, este apellido que es mi última y única posesión y que yo solo puedo darle. Cuando pido lo mismo de usted, un precio que usted sola puede pagar, entonces le parece demasiado. De modo que no acepta el precio, rechaza el pacto y terminará plegándose a la voluntad de su padre.
Ruark tomó el frasco, lo levantó y brindó.
– Por su casamiento, Shanna, amor.
Bebió abundantemente y quedó mirándola con una vaga sonrisa, consciente de, que había perdido. Shanna le devolvió la mirada con poco calor en sus ojos.
¡Ese tonto sucio y maldito! ¿Creería que podría vencerla?
Se le acercó, meneando las caderas como una bailarina gitana, con el cabello suelto y los ojos llenos de un fuego verde. Había sentido el aguijonazo de él y necesitaba hacérselo pagar. Se impuso la cólera donde el temor. La hubiera hecho temblar. Se detuvo frente a él, con los pies separados y los brazos en jarra, y lentamente estiró una mano y pasó un dedo por la línea recta de la nariz de él.
– Mire -dijo en tono despreciativo y burlón-. Me atrevo a tocarlo, sucio como está, puerco, aunque se burla de mi situación. Y si me acuesto con usted ¿qué gano? ¿Salvarme de la voluntad de mi padre y soportar su contacto?
Ruark echó la cabeza hacia atrás y se rió de la furia de ella.
– La voluntad de su padre, amor mío, parece una cosa tan segura como la muerte, a la cual no podrá escapar. ¿Y qué pasará cuando el marido dificultosamente encontrado despose a la viuda y compruebe que ella todavía es virgen? ¿Qué dirá? ¿Que ella mintió a su padre? Y en cuanto a mí, puede tomarme o no. Así lo quiere Dios. Si no acepta, usted no pierde nada y gana mucho. Si acepta, entonces será una viuda verdadera que ningún padre podrá negar. -Suspiró profundamente-. Pero no todo es tan malo, porque veo que usted no quiere correr riesgos. Usted quiere mi apellido y todos los beneficios mientras que yo nada tengo que ganar, por lo menos nada que pueda atesorar hasta mi aliento final, un recuerdo que aliviaría verdaderamente mis últimos momentos de vida. Pero vamos, ya basta de esto. Ciertamente, Shanna, usted es sumamente cautivante.
Apoyó una mano en el brazo de ella, en tierna caricia.
– ¿Sabe que usted es mía hasta que yo muera? Este es el precio que paga una mujer por buscar a un hombre y proponerle casamiento. Así lo dicen los que saben, ella debe pertenecerle hasta que él muera.
Shanna lo miró con incredulidad, consciente de la trampa que se cerraba lentamente sobre ella.
– Pero mi necesidad es grande -susurró ella y reconoció algo de verdad en lo que decía él. Ella no se sentiría libre hasta que él muriese-. He venido dispuesta a implorar. -Su voz sonó grave y ronca-. No he venido para rendirme pero me rendiré. Entonces, trato hecho.
La mandíbula de Ruark cayó un brevísimo instante. El no esperaba esto. Súbitamente sintió se eufórico. Casi valdría la pena ser ahorcado. Se puso de pie frente a ella, aunque todavía no se atrevió a tocarla, de modo que apretó las manos contra sus muslos como para reprimir el impulso. Su voz sonó gentil, casi como un susurro.
– Un pacto. Sí, un pacto. Y que se sepa que el primero que se casa contigo, mi bella Shanna, compró ese derecho con el precio más elevado que se pueda imaginar.
Shanna miró a esos ojos tiernos y ambarinos y no pudo encontrar una respuesta o palabras que pronunciar por el momento. Tomó su capa y aceptó aturdida la ayuda de él para ponérsela. Acomodó el velo y levantó el capuchón a fin de cubrir cuidadosamente su cabello.
Por fin, lista para marcharse, lo enfrentó pero casi retrocedió cuando él levantó una mano para tocarla. Se sorprendió cuando él se limitó a tomar entre sus dedos un rizo suelto y a cerrar lentamente el broche que aseguraba el capuchón.
Shanna lo miró a la cara. Los ojos de él eran suaves, hambrientos, y parecían tocarla en todo su cuerpo
– Debo hacer los arreglos necesarios -dijo ella firmemente, reuniendo coraje-. Después enviaré a Pitney por usted. No será más de un día o dos. Buenas noches..
Con una compostura duramente controlada, Shanna se volvió y se marchó. En ese momento, Ruark hubiera podido gritar de alegría. Ni siquiera Hicks hubiese podido estropear su alegría cuando más tarde, una vez más en la oscuridad, Ruark se tendió sobre la cama y se entregó a su pasatiempo recientemente adquirido: cazar pulgas.