CAPITULO VEINTICUATRO

Los preparativos para el viaje se hicieron frenéticos cuando el Hampstead y el Tempestad empezaron a cargar provisiones y mercaderías para comerciar. Attila y la yegua también irían y bajo la dirección de Ruark se prepararon establos debidamente acolchados para proteger a los animales.


Hergus entraba y salía de las habitaciones de Shanna atareada con los preparativos; una vez se detuvo en, el pasillo, bajo la mirada divertida de Ruark, con los brazos cargados con capas de lana y pieles.


– Guardar las ropas de invierno -se quejó la mujer sin aliento-, sacar las ropas de invierno. Es algo de nunca acabar:


Por fin llegó el momento y los barcos fueron sacados de la, bahía. En medio de gritos de despedida, los pasajeros subieron en los botes de remo que los llevaron para pasar la primera noche a bordo, mientras aguardaban las brisas del amanecer.


Y llegó el alba. Se levaron las anclas cuando se hincharon las primeras velas, y pronto estuvieron en camino. Cuando el Hampstead salió de la caleta, desde la isla hicieron un disparo de cañón. El Hampstead respondió el saludo con su cañón de popa, y momentos después lo siguió el Tempestad.


Los Camellos era apenas una mancha sobre el horizonte cuando Shanna bajó por fin, fastidiada porque Ruark no se había dignado visitarla cuando partieron. Y durante la comida, en la mesa solamente la recibieron su padre y Pitney, con el capitán Dundas, un hombre corpulento, casi como su padre, pero más sólido y más ágil por sus años de marino.


Momentos después, paseando por la cubierta principal, tampoco vio señales de Ruark y se sintió muy molesta porque no podía bajar ha buscarlo. Sentíase abandonada porque él no se había hecho tiempo para acompañarla aunque fuera unos momentos. Entonces fue a apoyarse en la batayola del alcázar, desde donde podía ver todo el barco. Allí estaba cuando sintió una presencia a su lado, y se volvió llena de esperanzas. Pero sólo se trataba de Pitney, quien la miró con algo de compasión.


– Aún no he visto al señor Ruark -dijo Shanna-. ¿Qué está haciendo? ¿Dónde se encuentra?


Pitney señaló a la distancia. -A unas dos millas, diría yo.


Shanna lo miró desconcertada, porque no encontraba sentido a las palabras del hombre. Entonces Pitney inclinó la cabeza y señaló otra vez. Ella siguió la dirección de su brazo hacia donde venía navegando el Tempestad. Lentamente, Shanna comprendió.


– Ajá -dijo Pitney, respondiendo a la pregunta no formulada-. Fue idea de Ralston que él estuviera cerca de los caballos, pero Hergus y yo estuvimos de acuerdo. – Pitney ignoró la expresión indignada de Shanna. Así se evitarán muchas tentaciones.


Shanna se envolvió apretadamente en su chal y lo miró con ojos helados. Después se marchó pisando la cubierta con irritación, y momentos más tarde Pitney oyó cerrarse violentamente la puerta de una cabina.


A media tarde Shanna abandonó nuevamente su cabina. la mayoría de los marineros eran conocidos y ella intercambió saludos con ellos. Sin embargo, cuando Pitney o Hergus se le acercaron, sus ojos adquirieron una dureza de pedernal y sus labios se cerraron con fuerza.


El día pasó y Shanna sintió se acosada por la soledad. La noche alivió su fastidio, aunque la cama era estrecha, dura y fría. Siguió otro día y Hergus se encontró sin nada que hacer, porque Shanna se peinó sola y no permitió que la mujer entrara en su cabina. El Tempestad fue avistado al amanecer, y durante el día se acercó más para ocupar su posición primitiva.


La mañana siguiente amaneció gris y fría. El Tempestad no fue avistado hasta mediodía. El cuarto día, una llovizna ligera mojó las cubiertas y sólo fue posible estar en ellas por corto tiempo, antes de que se hiciera sentir un frío que penetraba hasta los huesos. Poco antes del anochecer, se cambió de curso hacia el oeste.

Habían navegado hacia el norte para aprovechar los vientos del sudeste y pasar al este y al norte de las Bermudas. Ahora navegaban hacia el oeste para recalar al norte de la bahía de Chesapeake y navegar desde allí aprovechando los vientos prevalecientes del nordeste. La goleta se adelantaría y tocaría puerto un día antes que el Hampstead.


En los días siguientes Shanna se sintió más inquieta y malhumorada. Sus horas le parecían largas y vacías.

Una vez que el Hampstead viró hacia el oeste, salió el sol y los vientos del oeste llevaron a Shanna rápidamente hacia su meta. Pero a ella le parecía que el barco no avanzaba lo suficientemente rápido.


Habían terminado la cena, y hasta sir Gaylord se había mostrado desusadamente gracioso. Sin embargo, ello no disminuyó la frialdad de los modales de Shanna, quien finalmente subió a cubierta para escapar a los intentos de su padre y del capitán Dundas por animarla. Estaba apoyada en la batayola, envuelta en una capa forrada de pieles, cuando Pitney se le acercó.


– Últimamente se la ve muy malhumorada, señora Beauchamp Shanna apretó los labios, Pitney conocía muy bien la causa del mal humor de ella.


– Usted está furiosa y alterada porque ha recibido un cruel golpe del destino -dijo él en tono burlón y cargado de sarcasmo.


– No fue el destino -replicó Shanna. Fueron amigos en quienes yo confiaba.


– Ah, veo que aún tiene voz -dijo Pitney, y rió suavemente-. Hergus y yo estábamos preguntándonos acerca de eso.


– No he tenido mucho que decirles a ninguno de ustedes dos respondió Shanna con petulancia.


– Pobre muchacha -bromeó él-. Es triste que tenga que estar sola. -Pitney hizo una pausa, se frotó las manos y clavó la vista en el cielo que iba oscureciéndose-. Shanna, deje que le cuente un cuento. Es sobre un joven cuyas desdichas pueden muy bien rivalizar con las de usted.


Shanna se preparó para escuchar una serie de lugares comunes. -El no era un individuo complicado, aunque heredó la sencilla herrería de su padre, y trabajando duramente y con honradez, llegó a tener un negocio donde empleaba una docena de hombres. Encontró una dama con título, la menor de una familia acaudalada en la cual todas eran mujeres. Después de un breve noviazgo se casarón discretamente y ella le dio un hijo varón. El niño permitiría continuar la estirpe de la familia y así el hombre fue aceptado por los parientes de la esposa.


"El hijo fue criado por tías y la madre no toleró que interviniera el padre, quien por venir de gentes sencillas, no entendía las costumbres de la familias refinadas, o por lo menos así le hicieron creer a la madre sus parientes. El padre cedió y dejó que la nodriza y los tutores criaran a su hijo.


"El padre se convirtió en un extraño en el hogar de su esposa y pronto su dormitorio fue instalado en otra ala, lejos del de su esposa. El la veía durante las comidas de la noche, pero sólo desde el otro lado de la mesa y rodeada de un rebaño de damas altaneras que lo miraban desdeñosas, como si él fuera un leproso.


"Una vez el muchacho escapó de la mansión y visitó el taller de su padre, donde los dos pasaron horas felices de camaradería antes de que el jovencito fuera sorprendido por sirvientes encabezados por la, tía dominante, que era la que llevaba las riendas de la casa. La mujer advirtió al padre que no se entrometiera más con el muchacho. El hombre quiso defender sus derechos, pero el magistrado local se impresionó con el poder de la familia de la esposa, y al pobre hombre le prohibieron entrar en la mansión y ver a su propio hijo.


"El muchacho huyó nuevamente durante una tormenta de invierno y caminó en medio de una nevada, descalzo, para estar con su padre. Pero lo atraparon y el padre fue encerrado en la cárcel por desobediencia. El muchacho, durante la escapada, se había enfriado demasiado y pronto enfermó con fiebres intensas. Murió en la mansión, llorando por su padre ausente.


"Como ya no tenía sentido dejado en la cárcel, el hombre fue dejado en libertad y empezó a vagar por las calles, borracho y con el corazón destrozado.

Regresó una vez a la mansión y rogó a su esposa que abandonara esa casa glacial de viudas y solteronas y se fuera con él. Ella prometió que así lo haría y lo recibió otra vez en su cama.


Pitney hizo una pausa y estuvo un largo momento mirando sus grandes manos.


– A la mañana siguiente, a ella la encontraron al pie de la escalera, muerta. Todas las damas dijeron que el marido la había empujado, y valiéndose de su riqueza., e influencia, lo hicieron encerrar en un calabozo. Pero con ayuda de amigos él escapó y se refugió en la casa de su hermana, en Londres. El cuñado, un mercader enriquecido por su propio talento, había obtenido la propiedad de una isla remota y pronto llevaría a su esposa y a su pequeña hijita a vivir allí. El hombre, condenado se cambió de nombre y partió con ellos a ese lugar, donde les ayudó a levantar su nuevo hogar y encontró uno para él.


Pitney levantó la mirada y la posó afectuosamente en la mujer que tenía a su lado. Ella lo miró desde atrás de sus lágrimas y le sonrió.


– He estado contigo desde que eras pequeñita, Shanna. -Su voz sonaba extrañamente grave-. Te he acunado en mi regazo. Siempre me he preocupado por tu bien.


– Tío Pitney… -dijo Shanna? y enjugó una lágrima que le caía: por la mejilla.


– Te he visto maltratar la sensibilidad de muchos hombres, aunque la mayoría se lo merecían, pero éste con quien te has casado, este Ruark, ha sufrido como pocos han sufrido en este mundo. El es un hombre audaz, con una buena cabeza sobre sus hombros, fiel a lo que él considera justo. Que un hombre así sea reducido a la servidumbre es odioso, pero tú, mi orgullosa Shanna, lo has traicionado en cada oportunidad sin cuidarte de la honradez o el orgullo de él. Por supuesto, no es culpa tuya, así eres una muchachita malcriada, y yo mismo he tenido parte en eso. En tu educación, he visto poco que te enseñara a ser amable con las gentes sencillas, pero hay que reconocerte el mérito de que has sido más que justa con la mayoría de las personas. Pero no puede decirse que has sido igual con quienes están más cerca de ti y más te quieren. Tú creíste que todos los hombres eran unos tontos petimetre s y cuando llegó a ti aquel que hubieras debido valorar por sobre todos los demás, no supiste cómo tratado y cuidado.


"Si él hubiera viajado contigo en este barco, habría sido solamente cuestión de tiempo para que el juego de los dos fuera descubierto. Ralston sospecha de ustedes dos y durante semanas ha estado siguiendo las pisadas a Ruark. Yo mismo lo he visto. Pero tú no prestas atención a eso. Este juego que has empezado ya lleva mucho tiempo jugándose y será motivo de más daños y dolores, aunque entiendo que tú no puedas dado por terminado".


Pitney miró a su sobrina y ella le devolvió la mirada.


– Voy a pedirte dos cosas hasta que esto termine: que no flirtees abiertamente con el hombre y que no me pidas más favores cuando él esté involucrado.


Shanna miró hacia el mar y por primera vez consideró en toda su magnitud lo que acababa de decirle su tío Pitney.


Al décimo día de la partida desde Los Camellos, el azul oscuro de las aguas de alta mar dejó lugar a los tonos verdosos de las aguas menos profundas, y antes que el sol llegara al cenit, fueron divisadas las líneas onduladas de las dunas de una costa. El vigía dio un grito y Shanna se puso su capa más abrigada y subió al alcázar. Después de todo esta era la patria de Ruark y ella estaba ansiosa por ver la clase de tierra que había producido un hombre semejante.


Ralston, temblando de frío, buscó la tibieza de su cabina. El animoso sir Gaylord permaneció en cubierta un minuto más y después él también se retiró a un lugar más abrigado. Solo Pitney y Trahern se quedaron para ver cómo las dunas coronadas de verde se iban acercando. Shanna se acurrucó entre los dos hombres. A una orden del capitán, el barco alteró su curso y empezó a navegar paralelamente a la costa. Ahora se veían pequeñas islas que formaban un bastión frente a la costa del continente.


– Parece tan desolado -dijo Shanna entono decepcionado-. Solo hay arena y arbustos. ¿Dónde están las casas y la gente? Se volvió y vio al capitán Dundas que le sonreía gentilmente.


– Serán dos o tres días remontando el río James hasta que lleguemos a Richmond -dijo amablemente el capitán.


Tiempo después perdieron la tierra de vista pero volvieron a avistar la costa a primeras horas de la tarde. Cerca de Hampton vino a interceptarlos un pequeño lugre, y pronto el primer piloto del capitán Beauchamp, Edward Bailey, subió a bordo.


– El capitán Beauchamp me envía para guiados río arriba -explicó el piloto y sacó de su- bolsillo un paquete de tela encerada y entregó unos documentos al capitán-. Estos son mis papeles y algunos mapas del río. -Sacó una carta del paquete y se la entregó a Trahern-. Una carta del señor John Ruark.


Trahern abrió la misiva y empezó a leerla. Sonrió ampliamente cuando el piloto. se dirigió a Shanna.


– Los Beauchamps están ansiosos por conocerla, señora. Todos han tildado al capitán de mentiroso cuando él trató de describirla.


Shanna sonrió ante el elaborado cumplido.


– Tendré que hablar con el capitán Beauchamp -dijo ella- en la primera oportunidad. No, quiero que mi reputación sea tan maltratada.


– La carta confirma que el capitán Beauchamp ha dejado dispuesto en Richmond transporte para nosotros. El señor Ruark ha ido a ocuparse de que todo esté preparado y nos recibirá allí -dijo Trahern y miró a Shanna de soslayo-. Yo medio esperaba que el muchacho dejara el Tempestad y buscaría su libertad.

– Cuando Shanna lo miró asombrada, se encogió de hombros y agregó-: Yo habría hecho eso. Habría vendido la goleta y terminado con mi servidumbre. -Rió con buen humor y la miró con ojos chispeantes-. Estoy empezando a dudar de la sensatez de ese muchacho.


Shanna le volvió airadamente la espalda. El señor Bailey nada dijo por un momento y se limitó a mirar al cielo.


– El señor Ruark me impresionó como un hombre de honor -dijo por fin el piloto-. Vaya, podría ser muy bien un Beauchamp. -Cuando Shanna se volvió y lo miró por encima de su hombro, él se dirigió al capitán Dundas-: Puede poner proa al oeste y a toda vela. Podemos hacer una buena distancia antes de que oscurezca.


El río se volvió sutilmente más salvaje después que pasaron Williamsburg y las orillas más escasamente pobladas. Descendió la oscuridad y el barco soltó el ancla para pasar la noche. La niebla cubrió el río como una manta de lana y pronto el Hampstead fue como un pequeño universo suspendido en el tiempo y el espacio.


Shanna luchaba contra la. soledad de su cabina. Una pequeña estufa daba algo de calor, pero el frío de la noche la hacía echar de menos la proximidad de Ruark junto a ella en la cama. Pensativa, fue hasta un cofre y sacó la caja de música. El le había pedido que la trajera en el viaje y la misma era, por el momento, el vínculo que la unía más íntimamente a él. La caja era sólida y pesada, aunque su exterior, ricamente tallado y ornamentado, no permitía sospecharlo.


Cuando levantó la tapa, la música cantarina llenó la cabina con la presencia de Ruark. La melodía era la misma que ella le había oído silbar o tararear a menudo. Cerró los ojos y recordó esos brazos fuertes y esos ojos dorados que la miraban ardientes.


El último eco de las notas se apagó en la cabina. Shanna abrió los ojos y notó que una extraña niebla le enturbiaba la visión. Suspiró profundamente y guardó la caja de música. Apagó la linterna y se metió en la cama.


– Un día o dos, amor mío -susurró en la oscuridad-. Una eternidad. ¡Sí, amor mío! Te amo, Ruark Beauchamp, y nunca más te daré motivos para que lo dudes.


Después de un desayuno ligero, Shanna subió a cubierta con su padre pues no quería perderse detalles de esta nueva tierra. Los dos quedaron fascinados con la interminable variedad de lo que veían.

– El sueño de un comerciante -murmuró Trahern-. Un mercado intacto.


En las orillas Veíase una. rica tierra negra; pequeñas y redondas colinas empezaron a aparecer, ocasionalmente coronadas de afloramientos rocosos entre el espeso bosque que llegaba hasta la orilla del río. Vieron casas, algunas de ladrillo rojo y lo suficientemente grandes como para indicar cuantiosas fortunas. El río tenía más de una milla de ancho pero la corriente era fuerte.


Shanna estaba radiante y animosa pese al día inestable y tormentoso. Empezó a saludar con la mano cuando veía personas en las orillas y mantuvo su espíritu alegre hasta cuando Gaylord se aventuró sobre cubierta: malhumorado, y se quejó de la inclemencia del clima. Pero todos se sintieron aliviados cuando el caballero, temblando dentro de su capa forrada con pieles de zorro, regresó a su cabina.


Cuando llegó la noche, el señor Bailey ordenó arrojar el ancla aunque Richmond estaba solamente a unas veinte millas.


– No es prudente remontar el río de noche -dijo el piloto-. Una corriente imprevista podría hacemos encallar y es imposible ver los obstáculos sumergidos.


A la mañana siguiente el viento gemía entre la arboladura y venía cargado de una helada llovizna que obligó a Shanna a permanecer en su cabina. Empezó a pasearse de un lado a otro y súbitamente sintió se insegura de sí misma. ¿Cómo haría para no arrojarse en los brazos de Ruark apenas lo viera? Tendría que echar mano a todas sus fuerzas para poder dominarse. Un paso en falso ahora podría enviarlo a él a la cárcel.


Se abrió la puerta y entró Pitney, seguido de una fuerte ráfaga de viento.


– Casi hemos llegado -dijo él-. Faltan solamente una milla o dos.


Shanna aspiró profundamente, controló firmemente sus emociones y asintió serena con la cabeza. Cuando Pitney y su padre subieron a cubierta, ella los siguió, exteriormente dócil.


Los tripulantes trabajaban en las gavias para asegurar las velas mientras el Hampstead era remolcado por calabrotes hacia el embarcadero. No bien estuvo asegurada la planchada, Ruark subió a bordo casi corriendo, envuelto en una capa mojada. Del ala de su sombrero caían hilillos de agua cuando le tendió la mano a Trahern y sonrió apesadumbrado.


– Es un día malo para darles la bienvenida, pero aquí hay quienes sostienen que la lluvia es señal de buena suerte.


– Confío que así será -rugió Trahern, y empezó a hablar del que últimamente se había convertido en su tema favorito-. Por Dios, Señor Ruark, esta tierra suya es un verdadero depósito de tesoros. Nunca había visto tantas riquezas sin explotar, rió con anticipado regocijo- y aguardando que un buen comerciante les traiga vida.


Ruark se volvió y levantó un brazo. Dos carruajes y un carretón cubierto se acercaron al barco antes de que él estrechara la mano de Pitney como bienvenida.


– Estoy pensando, muchacho -rugió Pitney, mojándose los labios que un buen pichel de ale me calentaría las entrañas. ¿Tendrán ustedes, los coloniales, una taberna donde un; hombre pueda calmar su terrible sed?


– Sí -rió Ruark y señaló en dirección a la calle del muelle-. El Ferry pot., ese edificio encalado de allí, tiene, un barril del mejor ale de Inglaterra. Diga al cantinero que John Ruark pagará la primera ronda.


Pitney partió, a toda prisa. Gaylord se hizo a un lado rápidamente a fin de no ser arrojado sobre el empedrado del muelle. El caballero miró con altanería las anchas espaldas del hombre pero Pitney no se detuvo ni lo notó. Gaylord continuó su camino hacia la oficina de embarques para reclamar el equipaje que había enviado en la fragata inglesa.


Ralston también abandonó el barco, y por un momento Ruark lo observó caminar por el muelle, con el borde de su capa ondulando alrededor de sus nudosas pantorrillas.

Ruark aún no había dirigido, a Shanna ni siquiera una, mirada. Pero ahora la miró y sus ojos dijeron todo. La mano de ella tembló cuando él la cubrió con la calidez de la suya.


– Shanna… señora Beauchamp -dijo él con voz ligeramente ronca-. Usted ha producido el momento más brillante en este día mío.


Silenciosamente, con el movimiento de los labios agregó:


– Te amo.


Shanna sintió en la garganta un dolor casi intolerable cuando le dirigió una sonrisa amable y replicó:


– Señor John Ruark, he echado de menos su ingenio y su humor en la mesa, por no hablar de sus inteligentes comentarios y su habilidad de bailarín. ¿Ha participado últimamente en alguna festividad? Quizá alguna dama de las colonias le ha llamado la atención.


Le dirigió una mirada fría e interrogativa y Ruark rió ligeramente.


– Usted sabe que mi corazón está comprometido, y la diosa Fortuna ha decretado que yo no encuentre ninguna otra tan bella.


Ruark vio cómo ella enrojecía ligeramente de placer. Aún tenía la mano de Shanna en la suya y ahora la puso debajo de su brazo y dirigió una mirada torcida hacia el cielo.


– Hay un antiguo dicho oriental acerca de la sabiduría de permanecer bajo la lluvia -dijo en voz alta-. Si me lo permite, señora Beauchamp, los conduciré a usted y a su padre a un lugar donde podrán tomar una taza de té mientras son cargados los carruajes.


Trahern miró con ansias la ancha espalda de Pitney que en ese momento trasponía la puerta de la taberna. Soltó un suspiro e hizo un gesto con la mano.


– Vamos señor Ruark. Supongo que un padre tiene algunos deberes para con su hija que no pueden ser eludidos; -Se detuvo para reflexionar y añadió, en tono apesadumbrado-: Sin embargo, en ocasiones desearía que la muchacha hubiera nacido varón.


Ruark estaba sumamente contento de que Shanna hubiera nacido mujer, pero nada dijo.


Casi una hora más tarde, el conductor del primer coche vino a decir a Ruark que todo estaba listo y que podían ponerse en camino cuando lo desearan.


– Buscaré a Pitney -se ofreció Ruark, poniéndose de pie Busco unas monedas en su bolsa-. Dije que yo pagaría la primera ronda.


La taberna era un lugar ruidoso, repleto de marineros y de hombres de trabajo. Allí, en medio del bullicio, Pitney bebía silenciosamente su ale, apoyado en el bar junto a un hombre pelirrojo que parecía hablar con mucha vehemencia. Ruark no pudo oír lo que decía pero el hombre sacudía la cabeza y golpeaba el bar con un puño, o apuntaba con un dedo al pecho de su compañero.


– No, no hablaré ahora -oyó Ruark, mientras se abría camino dificultosamente entre varios marineros-. Tengo que encontrar yo mismo al hombre y asegurarme de que es él. Entonces lo diré todo. No voy a poner mi cuello en la horca para salvar a alguien que no conozco.


Ruark aferró el brazo de Pitney y puso sus monedas sobre el bar.


– Tabernero -dijo- déle otro a este hombre para que termine su día, y otro más al hombre que tiene al lado.


– No para mí -dijo el escocés pelirrojo, sacudiendo la cabeza-. Tengo que volver a mi trabajo en los muelles.


– Antes de marcharse, Jamie, amigo mío, me gustaría que conozca a un buen hombre.

Este es John Ruark -dijo Pitney con una sonrisa torcida-. ¿Ustedes no se conocían?


Ruark arrugó la frente. Ahora que veía al hombre de cerca le encontraba algo extrañamente familiar. Pero Jamie se puso rápidamente de pie y evitó la mirada de Ruark.


– ¿Tendría que conocerlo? -preguntó Ruark.


– Sí, pero puesto que sé donde encontrado, ahora dejaré que se marche. -Pitney bebió su ale y levantó el pichel en agradecimiento a Ruark-. Una excelente bebida. Tome uno usted, muchacho. Le dará fuerzas para el viaje a casa.


Ruark lo observó con recelo. -Por la forma en que habla, diría que usted ha bebido lo suficiente por los dos.

Pitney soltó una carcajada y palmeó a Ruark en la espalda.


– Beba, John Ruark. Necesitará un buen trago para mantener la mente alejada de esa muchacha con la que se casó.


Cuando Ruark regresó a los carruajes, Shanna ya estaba sentada en el primero. Mientras Pitney se reunía con Trahern en el muelle, él acomodó la silla de Attila a fin de poder mirar a su adorada.


– ¿Usted viajará a caballo, señor Ruark? -preguntó Shanna en voz baja.


– Sí, señora. Con esta lluvia tendré que ir adelante para ver si el camino se encuentra en buen estado.


Shanna se recostó en el asiento y se cubrió el regazo con una manta de pieles. Una lenta sonrisa se extendió por su rostro. Por lo menos él no estaría lejos.


El interior del carruaje no era lujoso pero tenía un aire de sólida y doméstica comodidad. Varias mantas de pieles cubrían los asientos y un pequeño calentador de hierro que estaba en el piso ayudaba a combatir el frío.


Gaylord regresó, y Ruark vio sorprendido que el inglés se cercioraba de que varios grandes baúles estuvieran cargados en el carro.


– ¿Sir Gaylord viajará con nosotros? -preguntó Ruark a Trahern.


– Sí -gruñó el hacendado-. Lamentablemente para nosotros, él ha decidido presentar sus planes y necesidades a los Beauchamps. Y por la cantidad de equipaje que sacó del depósito, se diría que piensa ser huésped de ellos por un largo tiempo.


Pitney rió por lo bajo y dio un codazo a Trahern. -Por lo menos, el caballero no será su huésped. Otros tendrán que alimentado.


Ruark se frotó el mentón con el dorso de la mano.


– ¿Les tiene usted antipatía a los Beauchamps? -preguntó. Pitney soltó una risotada ante el comentario y Trahern no pudo, dejar de reír.


– Si quiere subir al carruaje, señor -dijo Ruark -yo me ocupare de que sus baúles sean adecuadamente cargados debajo del equipaje de sir Gaylord. Tenía idea de que los Beauchamps enviarían dos carros. Pero si todo está bien, podemos ponemos en camino.


Trahern asintió pues estaba ansioso de salir de la lluvia, y Ruark caminó hasta el último carro. Cuando regresaban, Ralston se detuvo con un pie en el estribo del segundo carruaje y lo miró con helado desdén, después se encogió de hombros y entró. Gaylord lo siguió.


Ruark ató a Jezebel a la parte trasera del coche de Trahern y metió la silla de montar de Shanna en el carro cubierto. Cuando se inclinó hacia el interior del carruaje, vio que Orlan examinaba una de las mantas de pieles y soplaba como para probar su riqueza y espesor.

– ¡Magnífico! -murmuró Orlan-. John Ruark, no podría sentirme más confortable. Aquí estoy rodeado de una pequeña fortuna, y los Beauchamps la usan como mantas para el regazo. ¡Notable!


– Estamos listos, señor. ¿Doy la señal de partida?


El hacendado asintió y Ruark miró a Shanna y se tocó el ala del sombrero antes de retirarse y cerrar la portezuela. Después agitó el brazo y la caravana se puso en marcha.


Viajaron cierta distancia entre campos abiertos y llegaron a una encrucijada donde doblaron por un camino señalado por un gran árbol con tres profundos cortes en su tronco


– Three Chopt Road, el Camino de los Tres Cortes -anunció Ruark por encima del ruido de los cascos de los caballos-. En la próxima encrucijada nos detendremos en la taberna para comer.


– Buen hombre, este John Ruark -dijo Trahern satisfecho, y se acomodó nuevamente en el asiento-. Se ha ocupado de todos los detalles.


Empezaron a viajar entre densos bosques. El camino estaba despejado y los coches podían pasar con facilidad, pero donde empezaban los árboles la vegetación eran densa: hasta un hombre a pie la hubiera encontrado casi impenetrable.


Cuando la caravana llegó a otro cruce de caminos, los cocheros detuvieron a los vehículos frente a un edificio amplio, con muchas alas y gabletes, donde un anuncio descolorido por el tiempo proclamaba que se trataba de una taberna.


Una matrona de rostro jovial los recibió amablemente como huéspedes de los Beauchamps, y en seguida tendieron una mesa con un mantel limpio.


No se preparó ningún lugar especial para sir Gaylord y él debió unirse de mala gana a Trahern, no sin antes pasar sus dedos enguantados por el asiento para cerciorarse de su limpieza. Los tres cocheros se sentaron despreocupadamente en uno de los extremos de la mesa y apenas notaron la mirada de desaprobación del caballero.


Fueron servidos jarros de sidra caliente perfumada con especias. Shanna bebió la suya con indiferencia, mientras se preguntaba qué estaría demorando a Ruark. Su pregunta tuvo respuesta poco después, cuando él entró trayendo un curioso mosquete casi tan alto como él, al que apoyó junto a la puerta. Se acercó y dejó sobre la mesa, frente a Pitney, la dos enormes pistolas que una vez lo habían amenazado.


– Las encontré en su cofre -explicó cuando Pitney lo miró con expresión de interrogación:


Ruark se quitó una chaqueta de piel de castor que había tomado del carro y la tendió frente al hogar de piedra para que se secara. Al hacerlo, dejó ver un par de pistolas que llevaba en el cinturón. Para Gaylord esto fue demasiado. Indignado, se puso de pie de un salto.


– ¡Un siervo armado! -exclamó, y miró exasperado a Trahern-. Realmente, señor, debo protestar. Usted trata a este siervo como si fuera un noble de sangre.


Trahern se limitó a encogerse de hombros. -Si él le protege el pellejo -dijo-, ¿cuál es la diferencia para usted?


– ¿Proteger mi pellejo? ¡Ese bribón es capaz de agujereármelo! -Gaylord apuntó a Ruark con un dedo-¡Usted! ¿Con qué derecho lleva armas?


– Con el derecho de nadie salvo el mío propio, por supuesto -repicó Ruark calmosamente. Cuando el caballero se erguía en victoriosa arrogancia, Ruark continuó pacientemente, como si estuviera dando una lección a un niño caprichoso-: Aquí hay animales, grandes, atrevidos y peligrosos, y también salteadores, aunque son raros. Además están esos salvajes paganos de los que hablaba usted. – Ruark sonrió sardónicamente-. No vi a nadie que se ofreciera para proteger a las damas. -Sonrió en la cara enrojecida del otro-. Pero tenga la seguridad sir Gaylord, de que si usted encuentra un voluntario, me sentiré muy aliviado de entregarle las armas a él.

Ruark aguardó pero sir Gaylord no dijo nada. Entonces se sentó en un lugar que extrañamente se formó entre Shanna y su padre.


El posadero puso ante él un jarro humeante y la cocinera trajo una gran olla de apetitoso guiso y empezó a llenar los platos. Un muchachito trajo una bandeja de madera cargada con doradas hogazas de pan y platillos con mantequilla. También sirvieron pequeñas cazuelas con miel y mermeladas y pronto los hambrientos viajeros atacaron la comida con entusiasmo. Trahern probó cada plato en medio de elogios, hasta hacer -enrojecer a la posadera. Cuando se levantó para marcharse, ella le puso en las manos un gran trozo de budín para que comiera en el camino.


Cuando Ruark tomaba su sombrero y su chaqueta, Ralston se acercó a la puerta donde tomó el largo rifle y pasó su mano por la culata de suave arce pulido donde había una placa de bronce grabada.


– Tiene aquí un arma excelente, señor Ruark -comentó cuando el joven se acercó para tomarla. Un arma costosa. ¿Dónde la obtuvo?


Con ojos entrecerrados, Ruark miró a lo largo del cañón hasta encontrar una mirada de halcón. Shanna contuvo el aliento, porque el rifle apuntaba directamente a la cabeza de Ruark y los dedos flacos acariciaban el disparador como si Ralston deseara que el arma estuviera cargada.


– Debo advertirle, por si no lo sabe -dijo Ruark señalando despreocupadamente el arma- que está cargado.


Ralston sonrió lentamente. -Naturalmente -dijo.

– ¡Señor Ralston! -ladró Orlan Trahern-. Baje esa maldita cosa antes de que se vuele su propia cabeza tonta.


Con la orden de Trahern la sonrisa de Ralston desapareció, y obedeció de mala gana. Ruark tomó el rifle y bajo la mirada fría del otro, pasó un paño suave por la pulida culata y la placa de bronce y borró cuidadosamente las marcas de los dedos. El insulto fue leve pero directo. El hombre flaco giró sobre sus talones, salió de la taberna y cerró violentamente la puerta tras de sí.


El "Camino de los Tres Cortes" era largo, estrecho en algunos lugares, ancho en otros. La campiña siempre variaba. Viajaron entre altos riscos de granito y por senderos sembrados de rocas al borde de acantilados. El camino descendía a profundos valles y pasaba sobre troncos atravesados para cubrir el suelo demasiado blando. A media tarde pasaron frente a una rara plantación y unas pocas granjas pequeñas con cabañas de troncos. A un costado del camino apareció un letrero que proclamaba que una encrucijada lodosa era el camino de postas del Valle del Medio. Allí florecía una pequeña comunidad y más allá había una gran casa con un letrero que la identificaba como posada.


El grupo de cansados viajeros comió en silencio una cena de carne de venado. Se contentaban con estar sentados sobre una superficie que no se movía, a salvo de las sacudidas de los carruajes, y las conversaciones morían casi al empezar.


– Tenemos solamente tres cuartos para que pasen la noche -explicó el posadero-. Los hombres tendrán que acomodarse en dos y las mujeres en el otro.


Gaylord levantó la vista de su plato y señaló a Ruark con su tenedor. -El puede dormir en el establo con los cocheros -dijo-. Así el señor Ralston y yo dispondremos de un cuarto y el hacendado y el señor Pitney podrán dormir en el otro.


Trahern miró ceñudo al caballero y el posadero se encogió de hombros como disculpándose. -No tenemos más habitaciones -dijo- pero hay una vieja cabaña atrás de la casa que nadie usa. Alguien podría dormir allí.


Ruark se ofreció en seguida. Se llevó la copa a los labios. Sus ojos encontraron a los de Shanna. Entonces se levantó, dejó el jarro y se puso su chaqueta.


– Iré a ver los caballos de la señora Beauchamp, señor Trahern. Sugeriría que nos acostemos temprano pues mañana tendremos que viajar un largo trecho y eso será bastante cansado. -Se puso el sombrero. Dio media vuelta y fue hacia la puerta-. Buenas noches -dijo desde allí.

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