CAPITULO VEINTIDOS

Shanna bajó la escalera casi volando. Nuevamente se sentía como una muchachita, inquieta por llegar con retraso, ruborizada y sin aliento. Hergus apenas había podido sujetarle los rizos con una cinta cuando Shanna se dio cuenta de que era tarde. Si algo provocaba infaliblemente la ira de su padre, eran las demoras innecesarias para comer.


Jasón estaba alto y erguido en su puesto junto a la puerta principal. Parecía estudiar la pared del frente, con una expresión severa y ceñuda. No dio señal de notar la presencia de Shanna. Como en los días de su infancia, ella sintió la reprobación del criado, se detuvo, alisó su falda azul, irguió orgullosamente la cabeza y siguió caminando con una majestuosa lentitud.


– Usted está encantadora esta noche, señora. -Gracias, Jasón.


Desde el salón, llegó la voz de su padre:


– ¡Berta! ¡Vaya a ver qué sucede con esa muchacha!


Shanna se tranquilizó al percibir cierto tono de humor en la voz de su padre. Llegó a la puerta, aspiró profundamente y se sintió como Daniel a punto de entrar en el foso de los leones. Pero si Milly hubiera tenido oportunidad de hablar con su padre, razonó, ahora él estaría completamente furioso. Compuso una sonrisa serena, entró en el salón y se detuvo cuando los hombres se pusieron de pie. Pitney ya estaba junto a Trahern y todos juntos se volvieron, cada uno con su copa en la mano.


– Siéntense, caballeros -dijo Shanna suavemente, y paseó su mirada por la habitación.


Ruark se había vestido elegantemente de azul, y su gracia esbelta pero fuerte hacía que la figura larga y desgarbada de sir Gaylord hiciera pensar en una jirafa. Ralston le dirigió una ligera inclinación de cabeza, como para indicar que había notado su presencia.


– Siento haberme demorado, papá murmuró Shanna suavemente-. No me di cuenta de la hora.


– Estoy seguro de que los caballeros consideran que la espera valía la pena, hija mía. Estábamos hablando del viaje a las colonias.


– ¿Se parecen mucho a Inglaterra? -preguntó Shanna amablemente a Ruark-. Supongo que hará mucho frío.


– ¿Frío? Sí, señora. – Ruark sonrió y no pudo evitar que su mirada se llenara de resplandores al apreciar la belleza de ella-. Pero no es como en Inglaterra.


– ¡Gracioso! -dijo Gaylord, y se llevó delicadamente una pizca de rapé a la nariz-. Una tierra salvaje, difícilmente apropiada para una dama. Los pobladores son groseros y salvajes. Me atrevería a decir que allí estaremos en peligro constante.


Ruark miró dubitativo al hombre.


– Usted parece una autoridad, señor. ¿Ha estado allí alguna vez?


Gaylord dirigió una mirada fría y despectiva al siervo.


– ¿Ha dicho usted algo? -El tono de la voz revelaba sorpresa como si no pudiera creer que un esclavo común le hubiera dirigido la palabra.


Ruark contuvo su tono burlón, y con fingido arrepentimiento, replicó:


– Realmente, no sé qué me hizo hacer eso.


Gaylord echó la cabeza atrás, sin percibir el sarcasmo en las palabras de Ruark.-Tenga más cuidado, entonces.

Ya es bastante odioso tener que compartir la misma mesa con un siervo sin ser interrumpido por él. Sintiendo su poder sobre el hombre, Gaylord hizo un gesto de desprecio. Y tenga presente, además, que hay en usted mucho de pícaro. Yo no lo creo inocente del plan de los piratas de robar los tesoros del caballero Trahern, no importa lo que se diga, y si yo fuera él, lo vigilaría muy atentamente mientras esté usted en esta mansión. Quizá usted está buscando ahora un botín más valioso. -Su mirada se desvió ligeramente, de modo que solamente Ruark notó que estaba dirigida a Shanna-. Un pillo no se detendría ante nada para llenarse la bolsa de oro.


Ruark se puso rígido ante tanto menosprecio y sus ojos se endurecieron. Ralston sonrió y no pudo ignorar la oportunidad. Se acercó. Sus ojos recorrieron de arriba abajo y con desprecio al joven, mientras dirigía su comentario a Gaylord.


– Es sumamente indecoroso que un mero siervo cuestione los conocimientos de un caballero honorable.


Gaylord se irguió en toda su altura y adoptó una postura arrogante cuando oyó la sugerencia apenas velada de Ralston.


Por encima de su hombro, Shanna llamó la atención de su padre e inclinó la cabeza hacia Ralston; con una expresión de reprobación. El respondió inmediatamente con una inclinación de cabeza.


– Señor Ralston -llamó Trahern-. ¿Puedo hablar unas palabras con usted?


Ralston, receloso, se acercó. Apenas acababa de empezar a disfrutar de la situación y éste era un juego que le gustaba jugar. Sin embargo, no podía desobedecer a su empleador. Cuando Ralston estuvo frente a él, Trahern bajó la copa de la que estaba bebiendo y se puso ceñudo.


– El señor Ruark es un huésped de mi casa. -Habló en voz baja de modo que sólo Pitney pudo escuchar-. Debo cuidar la paz y la tranquilidad de mi hogar. Insisto en que usted, siendo nada más qué un servidor asalariado, trate a mis huéspedes con equidad. Ralston se puso rígido y enrojeció de indignación.


– ¿Señor? ¿Me reprende en presencia de otros?


– No, señor Ralston. -La sonrisa de Trahern poco tenía de buen humor-. Sólo le recuerdo su posición. El señor Ruark ha demostrado su valor. No desmienta usted el suyo


Ralston contuvo un impulso de replicar acaloradamente. Se había acostumbrado al rico alojamiento que mantenía en la aldea y estaba bien al tanto de los alcances de la fortuna y el poder de Trahern pero consideraba que el hombre difícilmente echaría de menos unos pocos centenares de libras aquí y allá, y así, en sus años con el hacendado, había apartado una buena suma para sí mismo. Claro que sus cuentas no hubieran podido resistir un examen atento. También sabía que Trahern, con su ánimo vengativo de plebeyo mezquino, aplicaría un castigo si el engaño era descubierto.


Con la fina habilidad de una experimentada diplomática, Shanna se ocupó de evitar más enfrentamientos entre Ruark y sir Gaylord. Se ubicó entre los dos hombres, dirigió una cálida sonrisa a Ruark, le volvió la espalda y habló directamente a sir Gaylord.


– Amable señor. -Su mirada fue toda miel-. Ciertamente, es una vergüenza que estemos tan lejos de Londres y usted no pueda encontrar a ninguno de sus pares para dar una buena retórica a la conversación. Debe de ser penoso para su corazón escuchar los discursos mundanos sobre cosas terrenales que prevalecen aquí… en la… frontera.


El caballero sólo oyó la suave calidez de la voz y quedó cautivado por la radiante belleza del rostro que tenía adelante. Empezó a sentirse como si la hubiera lastimado en alguna forma cuando ella continuó.


– Yo también he oído expresar vívidamente ideales elevados en la corte y comprendo la soledad que debe sentir usted en sus señoriales ocupaciones. Debe recordar, sin embargo, que aquí todos, hasta mi padre y yo, somos de extracción plebeya y por lo tanto le ruego que sea misericordioso en sus juicios. Vaya -Shanna rió incrédula de su propia suposición- ¿no nos excluirá a mi buen padre y a mí de su compañía, verdad?


Sir Gaylord estaba igualmente incrédulo.


– Claro que no, mi querida señora. Su padre es aquí gobernador, y usted, como hija suya, es sumamente -suspiró con vehemencia atractiva.


– Bien. -Shanna le rozó el brazo con el abanico, se acercó más y dijo confidencialmente-: Puedo decir, por mi propia experiencia, que el señor Ruark fue sacado a la fuerza de la isla, contra su voluntad. Le ruego que comprenda por qué debo tratarlo con cierta deferencia. -Miró de soslayo a Ruark y sonrió traviesamente.


El caballero sólo pudo farfullar una disculpa, aunque todavía luchaba con el razonamiento de ella.


– Es usted sumamente amable, señor. -Shanna se inclinó graciosamente y le dio su mano a Ruark-.

Vayamos a cenar entonces.


Shanna miró por encima de su hombro a su padre.


– ¿Estás listo para comer, papá?


– ¡Ciertamente!


Trahern rió por lo bajo y, percatándose de que acababa de presenciar una reprimenda en la forma más suavemente femenina, casi sintió lástima por los tontos que habían caído bajo el hechizo de ella. Con una extraña sensación de orgullo, contempló la majestuosa compostura de su hija mientras caminaba al lado del siervo. Los dos formaban una pareja espléndida. Y qué niños hermosos tendrían si…


"¡Bah! ¡Locuras!" Trahern agitó la cabeza para sacudirse esos pensamientos, y pensó: "Ella jamás se rebajaría a casarse con un siervo".


Milán empezaba a inquietarse por la demora, temiendo que se arruinaran los delicados sabores mientras el cocinero trataba de mantener calientes las viandas. Cuando Shanna entró en el comedor, la cara del hombrecillo se puso radiante. Golpeó las manos y los jóvenes criados trajeron la comida. Por fin la cena sería servida.


– Siéntese aquí, señor Ruark -dijo Shanna, indicando la silla cerca de la de ella, que estaba en un extremo.


Ralston dejó el lugar frente al siervo para sir Gaylord y se sentó frente a Pitney, más cerca de Trahern.

Al comienzo de la comida, la conversación resultó un poco rígida. Gaylord sólo podía mirar a Shanna y cuando ella se distraía, sus ojos hundíanse apreciativos entre sus pechos, donde el ceñido corpiño oprimía las tentadoras curvas. Fastidiado por las miradas hambrientas del caballero, Ruark tuvo que contenerse para no estallar. Ralston, desusadamente locuaz, dirigió sus palabras al hacendado.


– He notado que el Good Hound ha sido puesto en seco para limpiar su casco. ¿Tiene intención, señor, de llevar la goleta a las colonias, o piensa usarla aquí para el tráfico entre las islas?


Trahern interrumpió su comida y señaló a Ruark.


– Pregúntele al joven -dijo-. Le pertenece a él.


Ralston y Gaylord se volvieron al mismo tiempo para mirar pasmados a Ruark, quien aclaró despreocupadamente la situación.


– Caballeros, las leyes inglesas permiten que un siervo tenga propiedades. Yo me gané la goleta en limpia batalla, como la señora Beauchamp puede atestiguar.


– ¡Esto es absurdo! -declaró. Gaylord. Le dolía que un esclavo tuviera un barco mientras él, un caballero con título, todavía estaba tratando de obtener financiación para un astillero.


– Sin embargo -sonrió Ruark-, la goleta es mía y seguirá siendo mía a menos que yo decida cambiarla por mi libertad. Pero pienso que ganar el precio de un barco me llevaría más tiempo que pagar mi deuda.

El Tempestad será prestado al hacendado para el viaje, a cambio del precio de ponerlo en condiciones. Un cambio justo, como pensamos los dos.


– ¿El Tempestad? -preguntó Ralston con arrogancia.


– Ajá, así lo he rebautizado -replicó Ruark-. Últimamente me han empezado a gustar mucho las tormentas y parecen traerme buena suerte.


– Mi hija les tiene aversión -comentó Trahern, y no vio el color que había subido al rostro de Shanna con la afirmación de Ruark-. No conozco la causa, pero empezó cuando era una niñita.


– Quizá ya haya superado eso, papá -repuso Shanna suavemente, sin atreverse a mirar a su marido-. Después de todo, fue una tormenta la que nos permitió escapar de los piratas.


Su padre aceptó esto con un bocado de langosta. Después de tragarlo, murmuró:


– Bien, ya era tiempo. Algún día tendrás niños y no sería bueno que les contagies ese miedo.


– No, papá -aceptó Shanna dócilmente.


– ¿Y el tesoro del pirata en la goleta? -preguntó Ralston-. ¿También eso pertenece al señor Ruark?


– Pertenecía -dijo Trahern, mirando a su hombre-. Pero todo lo que no era mío él lo dio al señor Gaitlier y a la señorita Dora por los años que trabajaron para los piratas.


El agente enarcó las cejas, sorprendido.


– Muy generoso el hombre, considerando que hubiera podido comprar su libertad.


Ruark ignoró el tono despectivo.


– Por derecho les pertenece y yo lo consideré justo.


Gaylord guardó silencio. El no podía comprender que alguien regalara hasta la fortuna más pequeña. Ralston cambió de tema. Sabía que esas proezas tontas unirían más a la dama con el siervo, y quizá eso era lo que buscaba el señor Ruark.


– Señora -dijo Ralston, dirigiéndose directamente a Shanna-. ¿Está enterada de que el padre de sir Gaylord es un lord y magistrado de los tribunales ingleses?


– ¿De veras? -dijo Shanna-. ¿Lord Billingham? Nunca oí mencionar su nombre mientras estuve en Londres. ¿Hace mucho tiempo que es magistrado?


Gaylord se limpió delicadamente la boca con la servilleta antes de mirada ansiosamente.


– No puedo pensar en un motivo para que una dama tan hermosa como usted haya sido presentada a él. El se ocupa de juzgar a hombres malvados, asesinos, ladrones, delincuentes de toda clase, y usted es una flor demasiado delicada para encontrarse entre ellos. El ha mandado a muchos pillos al cadalso de Tyburn, y por precaución, ha decidido ser conocido por los delincuentes sólo como lord Harry.


Ralston observó atentamente a Ruark, esperando alguna reacción de él. Pero Ruark se encogió de hombros y continuó Comiendo.


Pitney prestaba cuidadosa atención a su comida y Shanna también. Ella recordaba muy bien cuando el señor Hicks habló de lord Harry y su manejo secreto de la orden de colgar a Ruark, y se preguntó cuál era el juego de Ralston.


Con gran cuidado, Shanna interrogó, sonriendo gentilmente, a Gaylord.


– ¿Lord Harry? Me parece que he oído ese nombre. Pero no puedo recordar… -Shanna continuó-:

A menudo me he preguntado cómo debe sentirse un hombre después de haber sentenciado a otro a la horca. Estoy segura de que su padre solo condena a los que se lo merecen, pero se me ocurre que él debe soportar una carga terrible. ¿Tiene usted algún conocimiento de sus asuntos? Supongo que él habla a menudo de ello. – Los asuntos de mi padre no son de mi incumbencia, señora. Yo no les presto atención.


– ¿De veras? -dijo Shanna-. ¡Qué lástima!


Después de cenar se reunieron nuevamente en el salón y allí Shanna se sintió fastidiada por la presencia de Gaylord sentado a su lado en el sofá. Por encima de su abanico vio que Ruark encendía su pipa junto a las puertas ventanas y que le hacía una inclinación de cabeza casi imperceptible.


– Aquí hace calor, papá. Si no te opones, daré un paseo por el porche. Trahern dio su aprobación y Ruark se ofreció inmediatamente a acompañarla.


– Señora, desde la incursión de los piratas no es seguro que una dama ande sin compañía. Le ruego…


– Tiene razón -interrumpió Gaylord, y para consternación de Shanna, la tomó del brazo-. Por favor, señora, permítame.


Esta vez, fue Ruark quien debió quedarse quieto mientras el otro pasaba junto a él con Shanna. El enorme brazo de Pitney detuvo a Ruark antes de que pudiera cerrar la puerta. Ruark no estaba de humor para tonterías.


– Tranquilo, muchacho -dijo Pitney en voz baja-. Si es necesario, yo estaré en guardia.


Sus ojos grises fueron hacia Trahern en una silenciosa advertencia, y Ruark vio qué el hacendado sacaba su reloj de bolsillo, lo miraba un momento y después miraba a Pitney.


– ¿Cinco minutos? -dejó la pregunta en suspenso y Pitney sacó su propio reloj.


– Menos, diría yo, conociendo al ansioso caballero.


– ¿Ale con bitter? -ofreció Trahern.


– Ajá -repuso Pitney, guardó su reloj y miró a Ruark.


– Usted, no ha visto a Shanna en ocasiones como esta. -Señaló con la cabeza hacia las puertas ventanas-. Hombres mejores lo han intentado. Si quiere inquietarse, hágalo por sir Gaylord.


El salón quedó silencioso y sólo Ruark y Ralston demostraban alguna emoción. Ruark estaba intranquilo mientras Ralston sonreía bobamente de satisfacción.


De pronto llegó un grito airado desde el porche. Ruark saltó y Ralston dejó su copa intrigado. Inmediatamente se oyó una sonora bofetada, el comienzo de una maldición murmurada por Gaylord, seguido de un grito también del caballero.


Pitney consultó su reloj y le dijo a Trahern:


– ¡Ale!


Todos, incluido Ralston, miraron inmediatamente las puertas, pero antes que nadie pudiera tocarlas se abrieron y Shanna entró en la habitación sosteniéndose el corpiño desgarrado de su vestido con una mano, y flexionando la otra como si le doliese. Su hermoso rostro estaba encendido.


Trahern detuvo a su hija y sus ojos buscaron atentamente alguna señal de malos tratos.


– ¿Estás bien, criatura?


– Sí, papá -respondió ella-. Mejor de lo que puedes imaginar, pero me temo que nuestro señorial huésped está, adornando los arbustos con su forma varonil.

Trahern pasó junto a ella mientras Ruark se quitó su chaqueta y la puso sobre los hombros de su esposa. Shanna lo miró suavemente cuando él le tomó la mano para examinarla.


– ¿Debo vengada, mi lady? -preguntó en voz baja, sin levantar la mirada.


– No, mi capitán pirata Ruark -murmuró ella-. El pobre individuo ha tenido lo que se merecía.


Señaló las puertas que en ese momento eran abiertas por su padre y Pitney. Trahern pareció ahogarse con algo cuando la débil luz iluminó el porche y la figura desgarbada de sir Gaylord, quien luchaba para pasar por la barandilla que bordeaba el porche. Su chaqueta tenía adheridos trozos de hojas y tallos. Cuando levantó la cabeza, vio que tres de los cuatro hombres lo miraban sonrientes mientras que el cuarto parecía atontado por la sorpresa.


Sir Gaylord levantó el mentón, pasó altanero junto a ellos e ignoró completamente a Shanna. Sin embargo, su andar no era muy señorial porque había perdido un zapato.


Shanna hizo una pequeña reverencia.


– Buenas noches, caballeros -dijo, y salió de la habitación.


Trahern miró su copa vacía, suspiró y fue a servir dos ales, uno de los cuales entregó a Pitney. Ralston se sirvió un brandy, lo bebió de un trago y se despidió. Trahern sirvió un ale y se lo ofreció a Ruark.


– Ah, caballeros -dijo el hacendado con una risita-, no sé qué haré para divertirme cuando la muchacha se haya marchado. Creo que me retiraré. Estoy poniéndome demasiado viejo para todo esto.


Salió de la habitación. Pitney llenó nuevamente las copas y señaló hacia la puerta.


– ¿Un poco de aire fresco, señor Ruark?


Salieron a la amplia terraza y admiraron la luna llena. John Ruark ofreció tabaco a su compañero. El hombre sacó una pipa de arcilla de su bolsillo, la llenó y le agradeció.


– Me hice al hábito navegando en uno de los barcos de Orlan -murmuró Pitney-. Aquí es difícil conseguir buen tabaco, pero éste es excelente.


Caminaron un momento en silencio, dejando una fragante estela de humo. Casi habían regresado al salón cuando Pitney se detuvo para vaciar la cazoleta de su pipa.


– Una pena -comentó el hombre mientras golpeaba la pipa en la barandilla.


Ruark le dirigió una mirada de interrogación.


– Una pena que su hermano, el capitán Beauchamp, no haya podido viajar con nosotros.


– ¿Mi hermano? -dijo Ruark.


– Ajá -repuso Pitney-. Y a veces se me ocurre que en Ruark Beauchamp hay más cosas de las que John Ruark deja que se sepan.


Pitney se metió la pipa en el bolsillo y entró en la casa. Cuando Ruark entró momentos después, el salón estaba vacío.


Era tarde y la luna habíase convertido en una bola roja cerca del horizonte. Las calles en la aldea estaban a oscuras y Milly Hawkins se estremeció mientras caminaba nuevamente hasta el lugar de la cita para encontrarlo vacío. Se le erizó la piel de la espalda. Tenía la fuerte impresión de que la observaban. De pronto ahogó una exclamación cuando una alta sombra fue hacia ella.


– Oh, es usted, jefe -dijo-. Me asustó. Llega tarde.


El hombre se encogió de hombros y no dio ninguna explicación. -Bueno, jefe, tengo noticias para usted. Vamos a tener un hijo que no deseamos. Y el señor Ruark de nada me servirá, porque ya tiene esposa y usted nunca adivinaría quién es ella. La señora Shanna Beauchamp. De modo que ella no es más viuda. Ahora es la esposa de John Ruark. Y lo gracioso es que la misma señora me lo dijo.


Milly se detuvo para saborear la noticia que acababa de dar.


– Y se me ocurre que el padre no lo sabe -continuó-. Qué sorpresa se llevará él cuando se entere. Y también mi madre. Ella siempre está diciéndome que debo ser como la señorita Shanna. Y ahora, la señorita Shanna resulta que está casada con un siervo. Bueno, yo haré algo mejor que ella. -Milly estiró la mano y acarició al hombre en el brazo-. Yo tendré algo mejor que un siervo, porque usted, jefe, tendrá que casarse conmigo. No quiero ningún marinero que esté viajando todo el tiempo. Quiero un hombre que esté cerca de mí todo el tiempo.


El hombre empezó a golpearse suavemente una bota con la fusta de montar que llevaba en una mano. Después le puso un brazo sobre los hombros y empezó a conducirla calle abajo. Milly se sintió halagada por la desusada demostración de afecto.


– Conozco un sitio tranquilo en la playa -murmuró ella con una mirada cargada de sugerencias-. Es un lugar escondido con musgo suave para que nos sirva de almohada.


En la calle a oscuras, resonó el eco de su risa ligera.


El día siguiente amaneció despejado y fresco. Con las primeras luces del amanecer, Ruark y Shanna despertaron. El la besó y se dirigió sigilosamente a su habitación, donde se afeitó y vistió para aguardar las primeras señales de actividad en la mansión. Tendido en la cama, oyó que Shanna se movía en su habitación. Hergus estaba regañándola. Ahora ellos compartían la cama todas las noches.


Ruark fue al comedor pequeño y se sirvió, una taza de café. El sabor intenso y aromático de la bebida lo había cautivado, y en esta mañana raramente fresca, la bebió con deleite.


Milán había preparado una bandeja con carnes y pequeñas tortas de avena y Ruark estaba sentándose ante un plato abundante cuando Trahern y Shanna entraron riendo juntos en la habitación. El padre se maravillaba del cambio experimentado por su hija. En las últimas semanas sus mejillas habían ganado color, y desde su fuga de los piratas parecía haber perdido mucho de su almidonada formalidad. La frecuencia de sus comentarios mordaces había disminuido y ahora casi parecía una persona diferente, una mujer cálida y graciosa cuyo encanto rivalizaba con su belleza. Trahern rió por lo bajo, aceptando la buena suerte sin cuestionarla. El aroma de arepas con mantequilla le llegó a la nariz, y se apresuró a sentarse, dejando que el señor Ruark apartara la silla para su hija.


Se oyó un ruido de cascos en la parte delantera y momentos después Pitney entró en la casa frotándose las manos y saboreando el aroma de la comida. Arrojó su sombrero a Jasón y acercó una silla a la mesa.


Ante las miradas divertidas de padre e hija, gruñó:


– El suelo de mi casa estaba demasiado frío esta mañana para un hombre de mi edad. -Miró a su alrededor, como desafiando a cualquiera que cuestionara su sinceridad-. Además, terminé una mesa para el señor Donan, y él dijo que vendría aquí para ver al señor Ruark acerca de esa mula de él. Parece que el hombre quiere comprarla.


Pitney aceptó un plato y empezó a comer con buen apetito. Pero en seguida cuando Milán acababa de servir más café a Ruark, llamaron a la puerta principal. Jasón hizo entrar a un siervo de la aldea, que venía descalzo, directamente al comedor. Junto a Trahern, el hombre se detuvo nervioso y empezó a jugar con su sombrero, mientras dirigía fugaces miradas a Shanna como si la presencia de ella lo hubiera dejado sin palabras.


– Señor… Hum… señor Trahern -empezó el hombre, con gran dificultad.


– Bien, señor Hanks -dijo Trahern con impaciencia-. Hable de una buena vez.


El siervo se ruborizó intensamente cuando miró a Shanna.


– Bien, señor, yo salí temprano en mi bote, para capturar unos cuantos buenos pescados para la señora Hawkins. Ella me da unos tres peniques. Saqué mi bote para poner las líneas y cebadas, cuando veo una mancha de color entre los matorrales. La marea estaba baja, de modo que encallé el bote para acercarme.


– Se detuvo y bajó la vista. Aplastó el sombrero entre sus manos callosas y cuadradas-. Era la señorita Milly, señor. -Pareció ahogarse-. Estaba muerta, muy golpeada y arrojada en un charco dejado por la marea.


En el profundo silencio que se produjo, el hombre continuó precipitadamente.


– Hay que avisarle a la señora Hawkins, señor, y yo no me atrevo a hacerlo pues Milly era su única hija. ¿Lo hará usted, señor?


– ¡Mi1an! -gritó Trahern, y el sirviente casi dejó caer un plato-.


Diga a Maddock que traiga inmediatamente mi carruaje. -Echó su silla atrás y todos se levantaron con él-. Venga y muéstrenos el lugar, señor Hanks.


Shanna cruzo la habitación. Estaba medio aturdida. ¡Milly y su criatura, muertos! ¿Qué ser perverso cometería semejante crimen? Sería una tragedia terrible para la señora Hawkins.


En el fondo de su mente, Shanna se dio cuenta de que una vez más su secreto estaba seguro, pero eso ahora nada significaba. Ella hubiera revelado todo alegremente a su padre si con eso hubiese podido evitar la muerte de Milly.


Ruark estaba igualmente aturdido. El atentado contra su vida el día de ayer y ahora este asesinato de Milly… ¿habría una relación entre los dos hechos? Era una mancha oscura en los días serenos y felices que había disfrutado desde que Shanna retirara todas las barreras entre ella y el.


– ¡Shanna, muchacha! -dijo Trahern-. Será mejor que te quedes aquí.


– El señor Hanks tiene razón, papá -replicó Shanna quedamente-. Hay que avisarle a la señora Hawkins. Será mejor que haya una mujer con ella. Iré yo.


Trahern asintió y todos se marcharon.


Milly yacía boca abajo en una pequeña depresión en la arena. Sus ropas estaban desgarradas. En su cuerpo y sus miembros había unas marcas delgadas, como si hubiera sido cruelmente azotada con un palo delgado o una cuerda. En sus brazos y la mitad superior del cuerpo había grandes magullones de color púrpura, como si la hubieran golpeado repetidamente con un puño o garrote. En una mano aferraba todavía un puñado de hierba que hablaba de su lucha por sostenerse mientras la marea subía. Su otra mano estaba estirada y cerca de la misma había marcada en la arena una tosca "R".


Ruark la miró fijamente, recordando a otra muchacha que había muerto de manera semejante. ¿Cómo podía suceder esto, con un océano de por medio?


Trahern se inclinó y miró la letra en la arena.


– Es una R -murmuró, y se enderezó para mirar a su siervo-. O podría ser una P. Aunque yo pondría las manos en el fuego por Pitney. Podría acusar a Ruark, pero no lo creo. Estoy seguro de que también pondría las manos en el fuego por usted, si se presentara la ocasión.


Ruark sintió su garganta reseca. El cuerpo retorcido le resultaba demasiado familiar.


– Gracias, señor -logró decir.


– También podría acusar a Ralston, aunque me cuesta imaginármelo con una joven como ésta. El prefiere mujeres más pesadas, más rollizas y más viejas. Más sólidas y confiables. "Como Inglaterra", dice él.

Ruark levantó la vista y miró el bajo acantilado sobre la playa. Una mata de arbustos mostraba ramas rotas y más arriba un trozo de tela blanca colgaba como un banderín de una rama.


– ¡Allí! -señaló-. Ella debió de caer desde allí.


Subió a la barranca, seguido por Trahern y Pitney. El señor Hanks permaneció abajo y caminó hacia su bote, pues no quería tener nada más que ver con este macabro asunto.


Los tres encontraron un pequeño claro sombreado por árboles y oculto por arbustos. El suelo era un espeso lecho de musgo y aquí estaba escrito el resto de la historia. El musgo estaba arrancado en varios lugares y pisoteado, con señales de una lucha violenta. Había trozos de las ropas de Milly y profundas marcas de botas que señalaban el lugar donde había sido llevada hasta el borde.


– El perverso hijo de puta -dijo Pitney con voz conmovida- la creyó muerta y la arrojó al mar. Ella hubiera sido arrastrada por la marea y desaparecer sin dejar rastros. La pobre muchacha.


Sus ojos grises se posaron en Ruark y por un largo momento las dos miradas estuvieron frente a frente sin vacilar. Cuando Pitney habló nuevamente, su tono sonó seguro, como si dirigiera su afirmación al hombre más joven.


– No conozco -dijo- a alguien capaz de hacer esto.


– Tampoco yo -dijo Trahern-. Es una cosa bestial. Bestial.


– Señor -empezó Ruark con renuencia, y Trahern lo miró con expresión intrigada-. Quiero que lo sepa ahora y de mis labios. -Tuvo que entrecerrar los ojos por la luz del sol, pero sostuvo firmemente la mirada del hacendado-. Milly decía que estaba encinta y que necesitaba que yo me casara con ella.


– ¿Y usted era el padre? -preguntó Trahern lentamente.


– No -dijo Ruark-. Nunca toqué a la muchacha.


Después de un momento, el hacendado asintió con la cabeza. -Le creo, señor Ruark. -Suspiró profundamente-. Hay que llevar a la muchacha a su casa. Elot vendrá en cualquier momento con un carro.


El birlocho llevó al grupo a la casa de los Hawkins, donde Pitney se disculpó y se dirigió a la cantina. Se hicieron arreglos para que el cuerpo de Milly fuera preparado por una amiga íntima de la vendedora de pescado antes de que la mujer pudiera ver los malos tratos que había sufrido su hija. Trahern y Ruark se detuvieron fuera de la humilde vivienda y se prepararon para reunirse con los Hawkins. El patio y el exterior se hallaban en estado ruinoso. Un par de enredaderas escuálidas se enroscaban en un rincón debajo de un precario cobertizo de tablas, mientras alrededor de una docena de gallinas de Guinea escarbaban la tierra.


Con mucha aprensión, los dos entraron en la casa. Se encontraba limpia y ordenada, aunque penosamente escasa de adornos, con excepción de un sencillo crucifijo tallado en madera que colgaba en la pared. El señor Hawkins estaba sentado en un banco y ni siquiera los miró.


– La mujer está en la parte trasera -gruñó, y bebió de una botella de ron, sin dejar de mirar a la lejanía.


Atrás de la casa, un tejado apoyado en postes retorcidos daba algo de sombra pero muy poca protección contra la lluvia. Allí estaba la señora Hawkins ante una mesa alta, dándoles la espalda. Con un gran cuchillo limpiaba pescados y arrojaba las escamas en un barril. Shanna estaba sentada en un taburete y los miró con un leve encogimiento de hombros, aunque en sus mejillas había huellas de lágrimas recientes.


– Buenos días, caballeros -dijo la señora Hawkins por encima de su hombro, sin interrumpir su tarea-. Siéntense en alguna parte. Yo tengo que hacer. -Su voz sonaba cansada.


Trahern y Ruark permanecieron de pie y se miraron, incómodos, sin saber qué decir. La mujer siguió trabajando.


– Era una muchacha con mala suerte -dijo súbitamente la señora Hawkins-. Ruego que ahora descanse en paz. Ambicionaba muchas cosas que no podía tener y nunca estaba satisfecha con lo que tenía.


La mujer los miró con ojos llenos de lágrimas.


– Milly no era mala. -Sonrió y buscó una parte limpia de su delantal para limpiarse la cara-. Voluntariosa a veces, sí Los hombres le daban chucherías y monedas y ella llegó a pensar ellos le darían todo lo que quisiese. Inventaba historias acerca de ellos. Oh, ya sé, señor Ruark, lo que Milly decía de ella y usted, pero también sé que usted jamás la tocó. Ella solía llorar en su almohada porque usted no le prestaba atención. Cuando yo lavaba sus ropas, ella se sentaba y hablaba de usted.


– Señora Hawkins -dijo Ruark suavemente- ¿había muchos otros que… la frecuentaban?


– Muchos otros -admitió la mujer-. Pero ninguno duraba. Oh, había uno últimamente, pero no sé quien es. Ella no me lo dijo y se reunía con él de noche, lejos de aquí…


– El señor Ralston nunca… – Trahern no pudo ponerlo en palabras.


– No, él no. El siempre decía que ella era muy vulgar. Hasta una vez la golpeó con esa pequeña fusta que lleva siempre. -La mujer rió tristemente-. Milly se burlaba de él. Lo llamaba cara larga y viejo jamelgo.


Las lágrimas empezaron a fluir otra vez y la mujer se estremeció con sollozos contenidos. Shanna se levantó y fue a consolarla. Cuando la señora Hawkins se calmó, besó a Shanna en la mejilla.


– Ahora váyase, criatura -sonrió-. Usted me ha hecho mucho bien pero ahora nos gustaría quedamos solos.


Orlan Trahern dijo:


– Si tiene alguna necesidad, señora, no vacile. -Hizo una pausa y añadió-. Milly dejó una señal en la, arena. Dibujó una "R". ¿Conoce usted a alguien…?


La señora Hawkins negó con la cabeza.


– Yo no me preocuparía por las señales de Milly, señor. Ella nunca aprendió a escribir. Pasó un largo momento de silencio hasta que Ruark ofreció:


– Vendré mañana para arreglar el techo.


No quedaba más por decir y los tres partieron. El viaje de regreso a la mansión fue lento y silencioso.

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