CAPITULO CUATRO

Un silencio sepu1cral flotaba en los sórdidos corredores de la cárcel. Pero entonces una puerta fue cerrada violentamente y ¡eso rompió la quietud. Hicks despertó sobresaltado. Sintió que la frente se le cubría de sudor frío y miró con ojos asustados el rostro sombrío y contorsionado que se inclinaba sobre él.


– ¡No, no! balbuceó ímplorante mientras trataba de librarse de las frazadas y de los fantasmas de sus pesadillas.

– ¡Hicks, despierte de una vez!

La sombra se irguió e Hicks vio que se trataba de un hombre. Parpadeó y enfocó sus ojos en el grupo que estaba de pie frente a él.


Finalmente despertó por completo y su rostro adquirió una expresión de completa sorpresa cuando notó el estado en que llegaban los otros. John Craddock señaló al prisionero.


– El condenado mendigo trató de escapar -dijo el hombre con dificultad-. Nos dio mucho trabajo- sujetarlo.


– ¡Trabajo! -dijo Hicks, resoplando despreciativamente. Se puso dificultosamente de pie y examinó a sus corpulentos guardias.

Craddock tenía un labio partido, Hadley exhibía un ojo negro y el tercer guardián se tocaba la mandíbula dolorida.


– ¡Que Dios los asista si él llega a escapar! -advirtió Hicks.


Sus gruesos labios se abrieron en una sonrisa de satisfacción cuando vio el estado lamentable en que se encontraba Ruark.


– ¡Vaya! ¿Así que quisiste burlarte del verdugo?-preguntó el carcelero, y en sus ojillos apareció un fulgor de crueldad-. Puedes apostar tu vieja ramera que en este momento no me importaría romper mi bastón contra tus costillas.


Ruark miró al carcelero con una expresión de mudo desafío. Tenía la cara golpeada, magullada y ensangrentada, pero sus ojos no habían perdido su expresión indomable.

El señor Hadley se tocó delicadamente su ojo hinchado.


– Ah, ella no era una vieja ramera, compañero. Era una verdadera beldad y él pareció muy entusiasmado. Yo no me habría perdido por nada del mundo un bocado así.

Hicks miró a Ruark.


– ¿Ella hizo que se te calentara la sangre, eh? y terminaste casado pero no en la cama. Bien merecido lo tienes, bribón. -Levantó su bastón y golpeó al prisionero en un hombro-. Vamos, dinos su nombre. Quizá ella esperaba un hombre mejor que tú. Vamos, cuéntanos.


La desdeñosa respuesta de Ruark fue amarga, dura:


– Señora Beauchamp, creo.


El obeso carcelero miró a Ruark un largo momento mientras se golpeaba una palma con el bastón, pero el otro siguió mirándolo con expresión amenazadora.


– Lleven a su señoría a sus habitaciones -ordenó Hicks-. Y déjenlo encadenado. No quiero que nadie salga lastimado. Pronto se encargarán de él.


Dos días más tarde, a la mañana temprano, unos fuertes golpes en la puerta interrumpieron nuevamente los sonoros ronquidos del carcelero. Hicks se incorporó en la cama y eructó ruidosamente. Se puso furioso por haber sido despertado tan rudamente.


– ¡Voy, voy! -gritó-. ¿Quiere arrancar esa puerta de sus goznes? Ya voy.

Hicks metió sus piernas cortas y gruesas en sus calzones y sin acomodarse la larga cola de su camisa de dormir, cruzó la habitación, quitó la tranca de la puerta de hierro y abrió.

El guardia se hizo a un lado e Hicks quedó boquiabierto al ver al señor Pitney, cuyo enorme cuerpo llenaba el estrecho corredor. El hombre traía en sus fuertes brazos un atado de ropa y un cesto bien cargado del que salía un aroma tan delicioso que al carcelero se le hizo agua la boca.


Pitney entró en la habitación.


– Me envía la señora Beauchamp para cuidar del bienestar de su esposo. ¿Usted lo permitirá?

Aunque fue dicho como pregunta sonó más como una orden, e Hicks supo que no tenía otra alternativa que asentir y tomó las llaves.


En seguida miró a su visitante y su cara se contorsionó en una mueca, desagradable.

– Cualquier cosa que le hayan hecho al bribón, se lo tenía merecido -dijo.


Pitney alzó las cejas en gesto de interrogación e Hicks rió tontamente.


– Tuvimos que encadenado a la pared. Vino enloquecido, furioso. No ha tocado un solo bocado de la comida que ustedes le han estado enviando. Sólo acepta el pan y el agua que comía antes y permanece

sentado Y nos mira como si quisiera matamos cuando le llevamos lo que ustedes envían. Si pudiera nos mataría o se haría matar por nosotros.


– Lléveme con él-dijo Pitney.

– Ajá -dijo el carcelero, alzándose de hombros-. Eso haré.

El escurrirse y los chillidos de las ratas asustadas por la luz rompió el silencio de la celda débilmente iluminada. Pitney esperó a que la forma inmóvil diera alguna señal de vida y notó inmediatamente

las cadenas aseguradas a los delgados tobillos y otra más larga asegurada a la pared y a un anillo de hierro alrededor del cuello del prisionero.


– ¿Se encuentra bien, muchacho? -preguntó Pitney.

No hubo respuesta ni señales de vida y el hombre corpulento se acercó más.

– ¿Está mal herido?

La forma se incorporó y los ojos dorados brillaron en la penumbra.


– Mi ama envía para usted ropas limpias y desea saber si hay algo que podamos hacer por usted.

El colonial se puso de pie y tomó en su mano la larga cadena a fin de que no pesara sobre el grueso collar de hierro. Su cuello estaba en carne viva donde la piel había sido lastimada y había en su cara y su cuerpo marcas demasiado recientes para haber sido hechas la noche del casamiento. La camisa desgarrada dejaba ver feas señales en la espalda, como si hubieran usado un látigo. El prisionero no dio señales de haber oído ninguna de las palabras de, Pitney. Parecía un animal enjaulado y por un momento Pitney, pese a su corpulencia y su fuerza, sintió cierto temor.


Pitney sacudió su cabeza, desconcertado. Había visto a este Beauchamp como un hombre y sabía lo valeroso que era. Resultaba penoso vedo en el estado actual.


– ¡Vamos, hombre! Tome la ropa. Coma la comida. Lávese. Actúe como un hombre y no como una bestia.


Ruark, medio agachado, lo miró como un gato arrinconado.

– Dejaré esto -dijo Pitney y depositó el atado sobre la mesa-.

No necesita ser…


Un gruñido de furia lo puso sobre aviso y Pitney retrocedió en el momento que los brazos encadenados se levantaban amenazantes. La cadena golpeó la mesa.


– ¿Cree que aceptaré la caridad de ella? -dijo Ruark, escupiendo las palabras. Aferró el borde de la mesa y la cadena de su cuello se puso tirante cuando él se inclinó hacia adelante.


– ¿Caridad? -preguntó Pitney-. Este fue el pacto que ustedes hicieron y mi ama piensa cumplir su parte.


– ¡Eso fue un ofrecimiento de ella! -rugió Ruark, enloquecido de cólera-. No fue parte del pacto. -Golpeó la mesa con un puño y la partió en dos. Bajó la voz y dijo, en tono despectivo e insultante-: Dígale a esa perra que no tranquilizará su conciencia con la limosna que me envía.

Pitney no podía tolerar que insultaran a Shanna en esa forma. Se volvió para retirarse.


– ¡Y dígale a esa perra -gritó Ruark- que aunque sea en el infierno yo me ocuparé de que cumpla completamente con su parte del pacto!

La puerta se cerró ruidosamente y la celda quedó nuevamente en silencio salvo el sonido de las cadenas al arrastrarse cuando el reo caminaba.


El mensaje de Ruark, repetido crudamente, provocó un grito de indignación en Shanna. Empezó a caminar nerviosamente de un lado a otro del salón mientras Pitney aguardaba pacientemente que amainara la tormenta.


– ¡Entonces que se vaya al demonio! -dijo ella, abriendo los brazos-. He tratado de ayudarlo todo lo que me ha sido posible. Ahora esto ya, no está en mis manos. ¿Qué importancia tendrá dentro de unos pocos días?


Pitney hizo girar lentamente su tricornio en sus manos.

– El joven parece creer que usted le debe algo más – dijo.


Shanna giró y sus ojos azul verdosos despidieron llamas.


– ¡Ese mequetrefe engreído! ¡Qué me importa lo que piense él! ¡ Si es tan orgulloso, que lo cuelguen y acabe de una buena vez! El mismo se lo ha buscado… -Se detuvo abruptamente. Enrojeció y se volvió para que Pitney no pudiera verle la cara-. Quiero decir… después de todo, ¿acaso él no asesinó a esa muchacha?


– Está como enloquecido -comentó Pitney y suspiró profundamente-. No quiere tomar la comida y solamente acepta pan yagua.


– ¡Oh, basta! -gritó Shanna y empezó nuevamente a caminar de un lado a otro-. ¿Cree que no lo he escuchado? Yo no soy responsable de su condena, eso sucedió antes de que yo lo conociera. Será bastante desagradable enfrentar el sepelio sin que me recuerden constantemente cómo murió. ¡Desearía estar en casa! ¡Detesto este lugar!


Súbitamente Shanna interrumpió su agitado caminar y enfrentó a Pitney.


– ¡El Marguerite zarpa antes de que termine esta semana! Vaya a informar al capitán Duprey que deseamos pasajes para regresar a casa.

– Pero usted ya arregló para regresar en el Hampstead -dijo Pitney, ceñudo-. El Marguerite sólo es un mercante pequeño…


– ¡Sé lo que es el Marguerite! -interrumpió Shanna-. Es el más pequeño de los barcos de mi padre. Pero es suyo y zarpará pronto. Y a mí no me negarán pasaje. El Hampstead no zarpará hasta mucho más tarde ¡y yo quiero regresar ahora!


Golpeó la espesa alfombra con su zapato y sonrió, con un brillo calculador en los ojos.


– Y si el señor Ralston desea enfrentar a mi padre cuando yo lo haga, tendrá que, darse prisa con sus negocios. Ello le dejará muy poco tiempo para averiguar la verdad acerca de mi casamiento. ¡Dios nos asista a todos si llega a descubrirlo!


Cuando Pitney se marchó y los sirvientes continuaron desempeñando silenciosamente sus tareas, Shanna Sintióse extrañamente sola. Estaba desanimada y se dejó caer en la silla, del pequeño escritorio, inquieta y fastidiada. La imagen de Ruark tal como lo había descrito Pitney -harapiento, flaco, golpeado, encadenado, furioso- contrastaba notablemente con el hombre que ella había visto en la escalinata de la iglesia. Se preguntó qué había hecho cambiar tanto a un hombre. Y la respuesta le llegó cuando pensó en un rostro contorsionado contra los barrotes de la ventanilla del carro prisión y el aullido desesperado que la siguió a través de la noche. Ella conocía demasiado bien la causa.


Su mente le hacía jugarretas. Se imaginaba a sí misma golpeada, insultada, encadenada, indefensa, condenada, desesperada, traicionada.

Un pequeño grito escapó de sus labios y en un momento fugaz sintió el amargo sabor de la furia que ahora debía llenar a Ruark. Irritada, desechó esos morbosos pensamientos y no permitió que su mente volviera a ellos a fin de evitarse desagradables remordimientos.


El sol entraba a raudales por las ventanas. El día era despejado, fresco, desusado para Londres en esta época del año con un cielo profundamente azul. Una refrescante brisa marina se había levantado con el sol y barrido las nubes bajas y el humo, dejando el aire limpio y con un leve dejo salino. Sin embargo, Shanna apenas notaba la belleza del día. Distraídamente tomó una pluma y una hoja de vitela y empezó a escribir su nombre sobre las hojas blancas.


Shanna Beauchamp.

Shanna Trahern Beauchamp. Shanna Elizabeth Beauchamp.

– ¡Señora Beauchamp!

"¿Señora? ¿Señora Beauchamp?"


Lentamente, se percató de que estaba siendo llamada por una voz fuera de sus pensamientos. Alzó la mirada y vio a su doncella que estaba en el vano de la puerta sosteniendo varias prendas de ropa, en su mayor parte prendas de abrigo para el tiempo frío.

– ¿Hergus?


– Me preguntaba, señora, si querrá que empaque estas cosas para el viaje a casa. Aquí parece haber suficiente, ¿o prefiere dejadas para la próxima vez?


– ¡No! Si tengo algo que decir al respecto, no regresaré en mucho tiempo. Ponlas en uno de los baúles más grandes.


La criada escocesa asintió con la cabeza, hizo una pausa y dirigió a Shanna una mirada de preocupación. ¿Se siente bien, señora? -preguntó-. ¿No desea descansar un poco?


Hergus habíase mostrado desusadamente afligida por ella desde el difícil momento cuando Shanna, con Pitney a su lado, anunciara su casamiento y su viudez a los atónitos sirvientes de la casa.


– Estoy bien, Hergus -dijo Shanna, desechando la ansiosa preocupación de la mujer, hundió la pluma en el tintero y agregó, por encima del hombro-: Regresaremos en el Marguerite antes de fin de semana. Sé que tendrás que darte prisa pero yo deseo regresar lo antes posible.


– Ajá, y tratará de consolarse junto a su padre.

Cuando las pisadas de la sirvienta se alejaron por el corredor Shanna llevó nuevamente la pluma al pergamino. Pero su mente no fluía en la dirección de los trazos decididos que hacía sino que se demoraba en sus propios y cavilosos caminos. Enrojeció al recordar los labios húmedos de él contra su pecho, los ojos color ámbar mirándola como hasta el fondo del alma y la penetración final que tanto la había satisfecho.


Con un,gemido de frustración, Shanna hundió la pluma en el tintero, se puso de pie y pasó su mano por la parte delantera de su vestido de terciopelo como si quisiera sacudirse una imperfección o el recuerdo de un cuerpo duro y fuerte apoyado contra ella con acalorado fervor.


Se inclinó con intención, de tomar el pergamino y hacerlo pedazos pero sus ojos vieron la obra que habían hecho sus manos mientras sus pensamientos flotaban á la deriva, el rostro entre adornos y trazos, ¡el boceto de Ruark Beauchamp! Los labios, bellos y sensuales aunque un poco severos, le sonreían burlones y divertidos mientras que los ojos… No, los ojos no estaban muy bien y ella dudó de que aun un gran maestro de pintura pudiera dibujados con una pluma.


Irritada consigo misma, se rebeló contra el dominio que ejercía sobre su mente el recuerdo de él, y murmuró, con vehemencia:


– ¡El grosero desvergonzado! El sólo lamentó que yo no le diera la posibilidad de escapar. Esa era su verdadera intención, quedarse a solas conmigo y después escapar. -Arrojó el trozo de pergamino-. Eso era lo que él quería y yo no me atormentaré por lo que hice.


Casi aliviada, Shanna suspiró después de haberse defendido adecuadamente ante el alto magistrado de su mente, su conciencia.


– ¡No volveré a pensar en él! -decidió firmemente.


Empero, cuando se acercó a la ventana, en los rincones más íntimos de sus pensamientos, atrincherada contra los ataques, la vaga amenaza de unos ojos de color ámbar la privaron de su victoria.


El encuentro de Shanna con Ralston tendría lugar más pronto de lo que ella esperaba, porque pocas horas más tarde, cuando ella se detuvo nuevamente en la tibia luz del sol que entraba por la ventana, un landó se detuvo frente a la casa de la ciudad y de él se apeó J ames Ralston. Quedó de pie un momento, golpeándose el muslo con una fusta de montar que siempre llevaba consigo, y alzó la vista hacia los niveles superiores de la mansión donde estaban sus habitaciones.


Shanna arrugó disgustada la nariz, profundamente fastidiada por este arribo antes de que ahorcaran a Ruark. Cruzó apresuradamente la habitación y trató de asumir una expresión compungida, sin dejar un momento de jurar entre dientes. Se acomodó frente al hogar en un gran sillón, alisó sus amplias faldas y acomodó los volantes de encaje de sus codos. Hubiera querido mostrarse llorosa ante el hombre pero no lo conseguía. Entonces recordó que cuando Pitney tomaba rapé, sus ojos quedaban húmedos durante un tiempo. Si no estaba – equivocada, él había dejado su caja de rapé sobre la mesilla del té.


– ¡Ah, allí está! -dijo ansiosamente- y tomó la diminuta caja.


Ralston estaba dando órdenes a los sirvientes que bajaban sus maletas del carruaje, de modo que ella tenía tiempo suficiente. Como lo había visto hacer a menudo a Pitney, Shanna tomó una pizca, la acercó a su nariz y aspiró profundamente.


– ¡Dios- mío! -exclamó. Era como si estuvieran metiéndole un hierro ardiente por la garganta. Estornudó, estornudó y volvió a estornudar..


Así fue, tal como ella lo quiso, que cuando James Ralston entró en el salón, Shanna se encontraba en un estado de acongojado dolor, le rodaban las lágrimas por las mejillas y tenía los ojos tan enrojecidos como si hubiera pasado horas llorando. Se secó delicadamente la nariz con un pañuelo y estornudó ruidosamente.


– ¿Señora? -Ralston se acercó un paso, sus delgadas facciones tensas mientras él trataba de controlar su ira, la mano apretando el mango de su fusta.


Shanna alzó la vista y enjugó sus lágrimas con el pañuelo de encaje. Su pecho le ardía y sentía dificultad para respirar. -Oh, Ralston, es usted. Yo no esperaba…

La respuesta de él la interrumpió.


– Me apresuré a fin de no encontrar las cosas empeoradas…

– Oh, si hubiera venido usted antes… -lloriqueó Shanna en tono apenado.

– Señora -el tono era cortante, seco- me dirigí al Marguerite, escoltando algunas de las preciosas mercaderías que rescatamos del navío encallado y allí me esperaban sorprendentes noticias. Usted ha pedido al capitán Duprey que la reciba a bordo para regresar a casa y en el curso de los acontecimientos he comprobado que usted se ha casado y enviudado. ¿Es esto correcto o he sido engañado por ese francés descarriado?

Shanna aplicó su pañuelo a los ángulos de sus ojos y un sollozo le levantó el pecho.


– Todo es verdad -dijo.

– Señora…

– Señora Beauchamp. La señora de Ruark Deverell Beauchamp -declaró Shanna.

Ralston se aclaró nerviosamente la garganta.


– Señora Beauchamp -dijo-¿debo entender que en el breve tiempo de una semana usted ha podido escoger un marido después de todo un año durante el cual ningún hombre le resultó soportable?


– ¿Considera ese hecho imposible, señor Ralston? -Le era difícil ocultar su irritación.

– Señora, tratándose de cualquier otra mujer yo no dudaría de la posibilidad de ese hecho.


– ¿Y conmigo, señor Ralston? -Shanna enarcó las cejas y Sus ojos adquirieron un brillo duro-. ¿Me considera incapaz de amar?


– No, señora -respondió él cuidadosamente, aunque recordó la gran cantidad de caballeros que él mismo le había presentado para que ella los considerara, esperando que uno de ellos pudiera desposada y que después compartiera con él un porcentaje de la dote de Shanna-. Solamente es que me parece que usted es más selectiva que la mayoría.


– Así es -replicó ella finalmente-. De otro modo hubiera podido traicionarme a mí misma eligiendo alguien que me fuera menos querido que mi amado Ruark. Es irónico que lo que fue encontrado tan,tarde se perdiera tan pronto. No deseo detenerme en los detalles de su muerte, porque me fue arrebatado rápidamente. Un desliz del carruaje y perdí a mi amado Ruark.


– y usted compartió efectivamente una ca…


Shanna levantó la cabeza en altanero despliegue de indignación.


– ¡Señor Ralston! ¿Trata de insultarme con groserías? ¿O le parece desusado que un esposo y una esposa duerman juntos en su noche de bodas?


– Le pido perdón, señora. -Las mejillas de Ralston enrojecieron cuando comprendió el peligro de su pregunta.


– No tolero que duden de mi palabra y me desagrada que usted me presione de este modo. Pero puesto que ha exhibido tan descaradamente su curiosidad, permítame calmarla. Le aseguro, señor, que ya no soy doncella Y que puedo estar esperando un niño.


Después de hacer esa declaración como hubiera podido hacerla cualquier indignada viuda, Shanna se volvió, con expresión preocupada, porque en realidad se preguntaba si podría llevar en su seno la simiente de Ruark. Había sido un encuentro muy breve pero la posibilidad era real. No deseaba criar a un hijo sin padre. Contó mentalmente los días que tendrían que pasar hasta poder saber la verdad. Solamente el tiempo podría poner fin a su inquietud.


Ralston interpretó erróneamente la actitud de ella. Shanna podía muy bien perjudicar la lucrativa relación de él con el padre de ella y ahora él habló sinceramente preocupado.


– Señora, no fue mi intención disgustada.


Shanna lo enfrentó nuevamente y se detuvo cuando vio a Hergus más allá de él. Advirtió la expresión de disgusto en la cara de la escocesa cuando Ralston también se volvió. Como llevaba con la familia Trahern casi veinte años, Hergus solía tomarse confianza y a menudo se expresaba con una franqueza completa que no era necesariamente adulonería. Ella no había aprobado – a los hombres que el señor Ralston le presentó a su joven ama y su disgusto, por Ralston fue creciendo juntamente con el desdén que le inspiraban los candidatos que él traía. Era a Shanna a quien ella entregaba su lealtad, y cualquiera que dudara de ello como para amenazar a Shanna no tardaría en comprobar su error.


– ¿Qué sucede, Hergus? -preguntó Shanna, agradecida por la interrupción.


La sirvienta se acercó más.

– No quise interrumpir -dijo- pero como usted me dijo que me diera prisa me pareció mejor preguntarle. ¿Qué desea que haga con esto?


Shanna quedó sin aliento cuando Hergus le mostró la capa y la chaqueta que Ruark dejara en el carruaje. Ralston arrugó la frente cuando vio que eran prendas de hombre y miró inquisitivamente a Shanna. Con un esfuerzo de voluntad, ella se puso de pie, suspiró pensativa y tomó las prendas. Acarició casi con ternura la suave tela de terciopelo de la chaqueta.

– Era de Ruark -murmuró tristemente-. El era guapo, varonil, encantador, y con la más persuasiva de las sonrisas. Temo que jamás podré olvidarlo.

Shanna devolvió las ropas a su criada.


– En uno de mis baúles, Hergus. Las conservaré como recuerdos. Pero ya estaba pensando cómo se libraría de ellas porque los recuerdos que le traían eran cualquier cosa menos reconfortantes.


Ralston apretó el puño alrededor de su fusta y su mandíbula se puso rígida.


– Su padre me interrogará sobre el asunto, señora Beauchamp. Yo debo darle respuestas. Debo conocer el lugar donde se celebró la boda y examinar los documentos. El apellido Beauchamp es muy conocido aquí en Londres pero hay cosas de las cuales debo asegurarme y no puedo presentarme en la casa de esa familia a preguntar por su pariente, especialmente ahora que están de luto. Sin embargo, debo. comprobar la viudez del matrimonio para tranquilidad de su padre.


Shanna experimentó una fugaz tentación de lanzar la cáustica acusación de que él haría cualquier cosa con tal de engordar su bolsa. Sin embargo, consiguió aparentar que se sentía sólo levemente herida.


– Pero desde luego, señor. Supongo que mi padre no se conformaría con mi palabra. Fue hasta el escritorio y tomó el paquete de documentos que se había ganado al precio de un beso y de su virtud-. Aquí, tiene la prueba.


Ralston, quien ya estaba a su lado, tomó el paquete y desató rápidamente la cinta escarlata. Pero cuando sus ojos fueron hasta la hoja de pergamino que estaba sobre el escritorio, su interés cambió y quedó mirando fijamente el dibujo. Shanna siguió su mirada y vio, impotente, que el hombre levantaba? el- boceto para inspeccionarlo más de cerca. No pudo soportar que los ojos de él escudriñaran en sus pensamientos secretos, porque ciertamente de eso se trataba, de una grosera y descarada invasión de su intimidad, como si él hubiera presenciado lo que sucedió con Ruark en el interior del carruaje.


Irritada, Shanna trató de apoderarse del boceto pero Ralston lo puso rápidamente fuera de su alcance.

– Señora, sus talentos son muchos. No estaba enterado de que llagaban a la capacidad de dibujar retratos de las personas en pergamino. -La miró con desconfianza-. ¿Su difunto esposo?


Shanna asintió de mala gana.


– Démelo -ordenó.


– Su padre sentirá curiosidad…


Con un rápido movimiento Shanna le arrebató el dibujo y lo rompió en pequeños pedazos.


– ¿Por qué destruye un retrato de su marido, señora-? Se diría que él tenía todas las cualidades que usted ha declarado. Ciertamente, fue dibujado con amor. Quizá, como usted dice, le será imposible olvidarlo.


Shanna gritaba interiormente: ¡farsante! Pero respondió en tono manso, sereno y humilde:

– Así es, Y me siento tan apenada que no puedo soportar la vista de su imagen.


El día siguiente amaneció con el mismo tiempo despejado y estimulante. El viento frío soplaba entre los edificios cuando Ralston se apeó del landó y se envolvió apretadamente con su capa. Golpeó la gran puerta con su fusta hasta que le respondieron desde el interior.


– Tengo que hablar con el carcelero. Abra la puerta -ordenó. Después de un breve sonar de llaves, la puerta de hierro se abrió y él entró. Un guardia lo condujo por los corredores hasta que llegó donde se encontraba el carcelero.

– Ah, señor Hicks -empezó en tono jovial-. Debo regresar- a la isla antes de lo esperado. He venido a ver qué buena mercadería tiene para mí.


– Pero señor… -el hombre obeso se puso de pie con dificultad y empezó a frotarse las manos- pero señor Ralston, no tengo nada más de lo que usted a ha elegido.


– Oh, vamos hombre -rió Ralston sin mucho humor, se quitó los guantes de cuero, los envolvió en el mango de su fusta y empezó a golpearse el muslo con ella-.

Debe tener algunos buenos deudores jóvenes o aun un par de ladrones que podrían verse redimidos y con una oportunidad de salir de este agujero.


Usted sabe que mi amo paga bien a quienes les sirven. -Tocó la barriga de Hicks con su fusta y sonrió torcidamente-. Eso significaría algo de dinero para su bolsa.


– Pero señor… -el carcelero sonrió preocupado-. Le juro que no hay ninguno.


– ¡Oh, vamos! -dijo Ralston ahora con cierta irritación-. El ultimo grupo apenas durará un año o dos en los campos de caña de azúcar. -Golpeó impaciente su muslo con la fusta_. Usted debe de tener algunos nuevos. y por supuesto, usted sabe que las mujeres sanas y los niños crecidos no carecen de valor en el Caribe. -Sus facciones adquirieron una expresión ominosa'-. Mi amo me tratará muy mal si no le muestro algo mejor por su dinero.


– ¡Pero señor! -gritó Hicks y empezó a sudar aún más-. Aquí hay simplemente…


Los interrumpió una conmoción fuera de la habitación y la puerta de la celda principal se abrió violentamente. Entró un guardia trayendo una larga cadena que estaba asegurada al prisionero, quien mostraba señales de haber sido muy maltratado recientemente. Un ojo hinchado y un labio partido y ensangrentado le deformaban la cara. Los grilletes que llevaba en los tobillos lo hicieron tropezar y por esa torpeza recibió un fuerte golpe en las costillas. De la boca magullada salió un gruñido de dolor. Los dos guardias se disponían a llevar al prisionero a través del patio exterior cuando Ralston, buen juez de carne humana, levantó una mano para detenerlos.


– ¡Deténganse! -dijo y miró fieramente a Hicks-. Cerdo astuto -dijo-, me lo estaba ocultando para obtener un precio más alto.


Ralston se acercó para examinar mejor al prisionero, y después de un momento se volvió irritado hacia el carcelero.


– No perdamos tiempo, hombre -dijo-. Lo necesito. Dígame el precio. ¿Cuánto pide?


– ¡Pero señor mío! -dijo el pobre Hicks, casi apoplítico-. No lo vendo… quiero decir que no puedo venderlo. El ha estado en un calabozo y ahora se lo llevan a la celda común, con los demás, para ser colgado.


Ralston, sin dejar de golpearse el muslo con su fusta, miró largamente a Hicks. Por fin se irguió y cruzó los brazos. Sus ojos sombríos eran como los de un halcón fijos en un gordo conejo.


– Vamos, Hicks-… El gordo saltó con el sonido de la voz.


– Lo conozco y sé de algunas de… las maravillas que ha realizado, en el pasado. Una bonita suma por un joven como este…


El carcelero tembló y pareció a punto de caer de rodillas.


– Pero… no puedo. Es un asesino, condenado a la horca. Yo debo certificar que lo cuelguen… Y este es su apellido. -Las palabras no alcanzaron a salir de la garganta de Hicks.


– No me importa su apellido. Llamémoslo con uno nuevo. Ante eso, los ojos del carcelero adquirieron una expresión taimada y Ralston no perdió un momento.


– Vamos, hombre, decídase. Use su cabeza. -Su voz se hizo más persuasiva-. ¿Quién tiene que saberlo? Vaya, esto podría significar tanto como… -Se alzó de hombros y casi susurró al oído del carcelero-: Bueno, doscientas libras en su bolsillo, dos peniques para estos guardias y nadie se enterará.

La codicia de Hicks empezó a brillar en sus ojillos porcinos.


– Ajá -murmuró suavemente, casi para sí mío-. Hasta hay un cadáver, un viejo que ha estado años aquí, olvidados, y que murió anoche en su celda. Sí, es posible. ¡Ajá!

Se acercó a Ralston y habló en voz baja para que ningún otro pudiera oído.

– ¿Doscientas libras? ¿Por un tipo corno él?


– Sí, hombre. -Ralston asintió-. Es joven y fuerte. Partiremos dentro de pocos días pero usted debe mantenerlo oculto. ¿Habrá parientes que lo reclamen? -Hicks asintió y Ralston agregó-: Entonces déles el otro cuerpo mañana, en un ataúd cerrado y con el sello del magistrado para que no se atrevan a abrirlo. Yo lo recogeré con el resto de los hombres el día antes de zarpar.

Ralston atravesó a Hicks con su penetrante mirada.,.


– Espero. -dijo- que el hombre será cuidadosamente tratado para cumplir con nuestro pacto. ¿Comprende?

Hicks asintió enérgicamente y los rollos de grasa alrededor de su cuello temblaron con un movimiento ondulante.


Concluido el negocio, Ralston regresó al landó sonriendo y haciendo cálculos mentalmente: doscientas para Hicks, y Trahern pagaría quince mil por un hombre como éste de modo que quedaban trece mil para Ralston. Sonrió satisfecho y se puso los guantes. Empezó a canturrear desafeadamente, se acomodó en el asiento y disfrutó del viaje de regreso a la casa de la ciudad


Era el veinticuatro de noviembre cuando Pitney se dirigió a Tyburn. No le agradaba presenciar ejecuciones y sintió la necesidad de alguna cosa para fortificarse. Con esto en la mente entró a una taberna y pidió a gritos un pichel de ale para animarse. Las ejecuciones atraían siempre grandes multitudes y la taberna estaba llena de individuos que aguardaban el comienzo del espectáculo. Pitney ocupó el único asiento disponible junto a un escocés pequeño, nervudo y pelirrojo que casi lo doblaba en edad. El hombre ya estaba bien lleno de ginebra y le dirigió una sonrisa tímida. Pitney no tenía intención de conversar pero el escocés se encontraba evidentemente afligido por una gran tragedia, de modo que Pitney escuchó en silencio, asintiendo de tanto en tanto mientras el otro relataba la historia de su vida. Momentos más tarde Pitney se puso súbitamente de pie, soltó un juramento, tomó un tricornio y salió de la taberna para dirigirse al cadalso. La multitud era densa y más de una vez Pitney estuvo a punto de arremeter contra grupos de personas que parecían inclinadas a cerrarle el paso Se abrió camino con los codos y llegó cerca de donde los guardias que estaban descargando a los prisioneros del carromato. A ninguno de los condenados lo reconoció como a Ruark Beauchamp. Pasó uno de los hombres del carcelero y Pitney lo tomó de la chaqueta.


– ¿Dónde está el colonial, Ruark Beauchamp? -preguntó-. ¿No Iban a colgado hoy?,


– ¡Suélteme, entremetido! Tengo cosas que hacer. Con una mano enorme y poderosa, Pitney atrajo al guardia hacia sí hasta que quedaron casi tocándose las narices.


– ¿Dónde está Ruark Beauchamp? -rugió Pitney-. ¿O quiere que le arranque la cabeza?


El guardia dilató los ojos y tragó ruidosamente.


– Ha, muerto. Se lo llevaron en el carro y lo colgaron al amanecer, antes de que se juntara la multitud.

Pitney sacudió al hombre hasta hacerle rechinar los dientes.


– ¿Está seguro?


– ¡Sí! graznó el guardia-. Hicks lo trajo de vuelta en una caja sellada para los parientes. ¡Suélteme!


Lentamente, las manos de Pitney se abrieron y el hombre, aliviado, volvió a tocar el suelo con los pies. Pitney se golpeó furioso una palma con un puño y soltó una maldición. Giró sobre sus talones, regresó rápidamente a la taberna, abrió la puerta de un golpe y sus ojos grises, entrecerrados, recorrieron atentamente todo el salón. Pero no vio al escocés.


El viaje de regreso a Newgate fue largo y Pitney lo disfrutó todavía menos que el que hiciera anteriormente. Hicks le relató la misma historia acerca de la muerte de Ruark de modo que nada pudo hacer fuera de aceptar el ataúd cerrado con' el nombre de Ruark Beauchamp grabado a fuego en la tapa. John Craddock lo ayudó a poner la caja en un carro tirado por un caballo y Pitney viajó hasta un pequeño establo abandonado, en las afueras de Londres. Allí, después de asegurar bien las puertas, empezó a trabajar. Arrastró hasta el carro un ataúd más pesado y ornamentado y lo colocó cerca del de la prisión.

Mucho más tarde Pitney tomó un cincel y alisó las cabezas de los tornillos de la tapa del ataúd ornamentado a fin de que no pudiera ser abierto sin gran dificultad. Su contenido quedé bien protegido de miradas indiscretas. Mientras Pitney trabajaba, una extraña sonrisa le cruzaba la cara de tanto en tanto, como el vuelo caprichoso de una polilla alrededor de una vela.

Pitney llevó el ataúd a un cementerio lejano, lo dejó junto a una tumba abierta e informó al rector que sería sepultado por la mañana. Después se dirigió a toda prisa a informar a su ama.


Ralston se encontraba en la casa y Shanna parecía impaciente. Pitney empezó a sentirse incómodo al no saber cómo decírselo a ella sin que Ralston oyera.


Finalmente, Pitney habló:

– Su esposo -hizo girar su tricornio en sus manos mientras Shanna ahogaba una exclamación y lo miraba con gran atención-…su esposo… el señor Beauchamp…

Ralston levantó las cejas con interés.


– Me he ocupado de lo necesario y el prior fijó el sepelio para dos horas después del mediodía de mañana.


Shanna empezó a suspirar aliviada pero terminó con un sollozo, se cubrió el rostro y huyó. Subió la escalera, entró en su dormitorio y cerró violentamente la puerta tras de sí. Un dolor sordo se le anudó dentro del pecho. Miró fijamente la cama y casi deseó que las cosas fueran diferentes. Ahora su papel de viuda era verdadero. Se contempló tristemente en el alto espejo, aguardando una sensación de triunfo, pero extrañamente la misma no llegó.


El Marguerite, como la flor cuyo nombre llevaba, era pequeño y construido modestamente, con sencillez. Era un bergantín de dos Palos, hecho en Boston, más largo, más bajo y más esbelto que el barco inglés que estaba amarrado a su lado. La carga que no cabía en sus bodegas estaba amarrada en todos los lugares disponibles. El peso de la carga hacía que el casco estuviera hundido hasta que la cubierta principal del bergantín quedaba solamente a pocos centímetros por encima de la superficie empedrada del embarcadero. Su capitán, Jean Duprey, un francés, bajo y fornido, tan rápido para sonreír como para ponerse ceñudo y con un ingenio muy rápido, era muy apreciado por su tripulación. Llevaba seis años al servicio de Trahern y si tenía algún defecto era su debilidad por las mujeres. Conocía cada tabla de su barco, cada hendidura y cada rincón bajo cubierta y se ocupaba que todo el espacio estuviera completamente lleno. El Marguerite era pequeño pero tenía un aspecto limpio, recién pintado, que sugería muchos cuidados y su velamen, aunque remendado en partes, era muy adecuado.


Este era el final de la temporada comercial en los climas septentrionales. Las mercaderías destinadas a Los Camellos, acumuladas en el depósito de Trahern, tenían que ser divididas entre Marguerite y un barco mucho más grande, el Hampstead, que zarparía en diciembre. Rollos de cuerda, brea y alquitrán irían en el barco más pequeño, junto con otras mercaderías necesarias cotidianamente. De interés especial eran cuatro barriles largos y delgados, cuidadosamente embalados y tratados con mucho respeto por los cargadores. El capitán Dupray verificó que fueran debidamente asegurados en la bodega principal. Trahern había encargado cañones á un fabricante alemán y se rumoreaba que los mismos podían disparar dos veces más lejos que cualquier otro cañón fundido hasta entonces. El capitán la pasaría muy mal si esos cañones sufrían algún daño.


El pálido sol ya se había puesto y empezó a hacer más frío. De las aguas del Támesis se elevaban jirones de vapor. Se aceleraron los preparativos finales para zarpar al día siguiente porque esos vapores se unirían y formarían una densa y peligrosa niebla que pondría fin a la labor. Los baúles de Shanna fueron subidos a bordo y los más grandes quedaron en la bodega mientras que los más pequeños que contenían las cosas necesarias para el viaje fueron depositados en su cabina, recientemente desocupada por el primer oficial y el piloto. Estas comodidades resultaban insuficientes; la cabina apenas proporcionaba espacio para que Shanna y Hergus pudieran moverse al mismo tiempo. Como únicas mujeres a bordo, ellas compartirían la pequeña cabina. Pitney había colocado en la puerta, del lado de adentro, un sólido pasador de hierro para limitar, la posibilidad de visitantes indeseables. Cualquier idea que los marineros hubieran podido tener acerca de las dos mujeres fue rápidamente disipada, porque el servidor colgó su hamaca sobre cubierta, cerca del pasadizo que llevaba a la cabina de ellas. Aunque ahora Pitney no estaba a la vista, Shanna y Hergus no tenían duda de que su seguridad a bordo del barco estaba garantizada, tanto por el conocimiento de la justicia que el mismo Trahern aplicaría a cualquiera que lastimara u ofendiera seriamente a su hija y la criada, como por el hecho seguro y cierto de que la venganza de Pitney caería mucho más rápidamente sobre el culpable.

La niebla había hecho que disminuyera gran parte de la actividad a bordo y empezó a percibirse una sensación de; impaciencia. Shanna, de pie con Hergus junto a la borda, notó el humor de la tripulación y también del capitán, pero siguió sintiéndose ansiosa por marcharse de Londres y partir de regreso a su casa. La asistencia al sepelio de Ruark había sido sumamente desagradable. Le resultó difícil explicar, a Ralston la ausencia de la familia Beauchamp y finalmente insistió en que ella había deseado un servicio privado y que como estaría solamente unos pocos días en Inglaterra, la familia Beauchamp accedió a sus deseos y concedió a la reciente novia este último privilegio con su esposo.


Era a Ralston a quien esperaban ahora, a Ralston y a loS' siervos que había ido a buscar. Desde hacía tiempo era costumbre del acepte recorrer los callejones y las posadas hasta último momento, en busca de quienes aceptaran., entrar en servidumbre como una posibilidad de librarse de la miseria de la vida en Londres. En esta época de relativa paz había abundancia de mano de obra, aunque poca de algún valor. En el pasado, algunos habían sido comprados de la prisión por deudas pero los buenos trabajadores eran aquellos que trataban de progresar y mejorar su situación. Eran éstos los que más apreciaba el patrón y a menudo él había expresado objeciones a que pusieran a un hombre en servidumbre en contra de su voluntad y severamente instruyó a Ralston este sentido. Empero, había nuevos campos de caña de azúcar que cosechar y la necesidad de más mano de obra era urgente y aguda.


La última parte de la carga ya estaba estibada y se cerraron las escotillas para Zarpar al día siguiente. Cuando la densa niebla se extendió sobre la cubierta, el suave crujir del barco y el golpear del agua contra el muelle pareció el único contacto con la realidad. En el muelle, las linternas eran pálidas islas de luz en la oscuridad circundante, las linternas que colgaban en la proa del barco disminuían y aumentaban su luz como estrellas titilantes. De alguna parte, entre los jirones de niebla, la risa de un hombre y una aguda risita femenina sonaron fantasmales y extrañas en la oscuridad. Pero cesaron esos sonidos, el silencio volvió a cerrarse como una cosa tangible.


Aterida por el frío que atravesaba su traje de lana, Shanna se envolvió apretadamente en la capa de terciopelo verde, levantó un mechón de cabello, y 1o acomodó en el rodete que había hecho en la

nuca. Después se cubrió la cabeza con el capuchón para protegerse de la humedad.


De abajo llegó un ruido de ruedas sobre el empedrado y Shanna se inclinó sobre la borda. De la espesa bruma surgió un carro que se detuvo cerca del barco. El landó de Ralston venía pocos metros más atrás pero los dos vehículos eran solamente sombras oscuras en medio de la niebla. Shanna tuvo que esforzar la vista para reconocer la silueta delgada y huesuda del agente de su padre, quien dirigía la descarga de los siervos. Un ruido de cadenas hizo que Shanna se pusiera alerta y cuando vio que los hombres venían encadenados unos a otros, soltó, una exclamación. Las cadenas presentaban una gran dificultad porque no eran 1o suficientemente largas para permitir que un hombre descendiera solo. Se producían tropezones y caídas a medida que abandonaban el carro. Los guardias que los empujaban con sus bastones no servían para aliviar la situación, ni tampoco los insultos que proferían y que herían considerablemente los oídos de Shanna.


– ¿Por qué tiene que encadenarlos? -preguntó Shanna mientras Hergus se inclinaba sobre la borda para mirar mejor.


– No 1o sé, señora.


– Bueno, veremos si tiene una buena razón.


Shanna descendió por la planchada, muy irritada, y caminó hacia donde estaba Ralston con deseos de dar rienda suelta a su cólera.


– ¡Señor Ralston! -llamó con tono iracundo.


El -agente giró rápidamente y al ver que Shanna se acercaba, se apresuró a interceptada.


– Señora -dijo- no se acerque. Estos no son los habituales…


– ¿Qué significa esto? _preguntó Shanna Indignada, y sólo se detuvo cuando él estuvo frente a ella-. No veo la razón para tratar como cerdos a hombres buenos, señor Ralston. ¡Quíteles las cadenas! -Pero señora, no puedo.

– ¡No puede! -repitió Shanna, incrédula. Puso los brazos en jarras debajo de la envolvente capa-. ¡Usted olvida su lugar, señor Ralston! ¡Cómo se atreve a decirme no!


– Señora -imploró él-, estos hombres…


– No fastidie mis oídos con excusas -replicó ella secamente-.


Si estos hombres han de ser de alguna utilidad a mi padre, no pueden ser golpeados, heridos y lastimados con cadenas. El viaje ya será bastante duro para ellos. El hombre flaco medio objetó y medio imploró:


– Señora, no, puedo dejados libres aquí, en el muelle. He pagado por ellos con buen dinero de su padre y la mayoría huirían si se les diera la oportunidad. Por lo menos, déjeme que los…


– Señor Ralston -dijo Shanna en tono firme, pero autoritariamente calmo-. He dicho que los suelte. ¡Ahora!


– ¡Pero, señora Beauchamp!


Súbitamente, uno de los siervos encadenados se detuvo en mitad de un paso y los otros que iban con él cayeron cuando sus cadenas les tironearon de los tobillos. Un guardia gritó y corrió hacia él.


– ¡Eh, tú, maldito mendigo! Muévete. ¿Crees que estás dando un paseo por Covent Gárden?


Levantó su bastón para castigar al encadenado y su mirada se cruzó con la de Shanna. Ella giró furiosa, el capuchón cayó sobre sus hombros y el siervo retrocedió y Se cubrió la cabeza con los brazos, como si le temiera más a ella que a cualquier garrote que pudiera usar su torturador.


– ¡Usted está maltratando la propiedad de mi padre! dijo Shanna, indignada por la audacia del guardia. Dio un paso como si fuera a intervenir personalmente pero Ralston la tomó de un brazo


– Señora, no se confíe en estos hombres-dijo él, con preocupación sincera porque sabía que sería severamente castigado si la hija de Trahern sufría algún daño-. Son unos desesperados s Y podrían…


Shanna, hirviendo de furia, enfrentó al agente. Su tono.fue grave e hiriente.


– ¡Quíteme la mano de encima! -exigió.


Con un gesto de impotencia, Ralston asintió y obedeció.


– Señora Beauchamp -dijo- su padre me encargó de su seguridad…


– Mi padre lo expulsaría de Los Camellos si supiera la forma en que trata usted a estos hombres -replicó Shanna-. No me tiente a informar a mi padre, señor Ralston.

Ralston endureció su mandíbula.


– A la señora le han crecido espuelas desde su casamiento -dijo.


– Ajá -repuso Shanna con decisión- Y son filosas. Tenga cuidado de que no lo hieran.


– Me intriga, señora, el?echo de que siempre se muestre dispuesta contra mi. ¿Acaso no sigo las instrucciones de su padre?


– Sólo que demasiado bien -respondió e a cáusticamente.


– Entonces, señora, ¿qué tiene ello de malo? -dijo él, con sus ojos de halcón fijos en los de ella.


– Lo malo está en lo que usted hace para cumplir las órdenes de mi padre -dijo ella vivamente-. Si tuviera usted un poco de decencia…


Ralston enarcó las cejas burlonamente.

– ¿Cómo su difunto esposo, señora?


El primer impulso de Shanna fue abofetearlo. Sentíase llena de un desprecio casi incontrolable hacia ese hombre y las palabras no hubieran bastado para expresar lo que ella quería decir.

Miró severamente al guardia que estaba detrás de Ralston, en actitud ahora menos amenazadora y con los brazos colgando a los lados. Al ciervo encadenado apenas se lo veía pues se había retirado hacia donde estaban sus compañeros, como para ponerse fuera de peligro.


Un grito llegó desde el barco y el capitán Duprey saltó por la planchada y se reunió con ellos. Shanna se volvió.


– ¡Mon Dieu! ¿Qué es esto? -preguntó el capitán.


Vio a los hombres encadenados que parecían aguardar en silencio y rápidamente comprendió la situación.


– ¡Ustedes! -dijo agitando los brazos hacia los guardias!. Lleven estos hombres a bordo. El piloto los dirigirá. ¡Váyanse ahora!


El rostro trigueño del capitán Duprey se iluminó con una amplia sonrisa cuando enfrentó a Shanna. Se quitó el tricornio emplumado y se, inclinó ceremoniosamente.


– Señora Beauchamp, usted no debería estar aquí, en el mulle


– la amonestó muy tiernamente-. ¡Y ciertamente, no cerca de estos sucios miserables!

Shanna imploró taimadamente, tanto con el tono de su voz como con la mirada:


– Capitán Duprey, no puedo tolerar las cadenas y querría ver que estos pobres hombres sean tratados más razonablemente.-Hizo una pausa hasta que el último de los encadenados hubo subido a bordo; y entonces continuó-: Ahora ellos están en, su barco, capitán. Le ruego que haga cortar las cadenas y que se asegure de que serán bien tratados.


– ¡Madame! -El fino bigote negro apuntó hacia arriba cuando él sonrió, y sus ojos negros se encendieron con cálidas luces-:

No puedo negarme. Me ocuparé de ello inmediatamente.

– ¡Señor! -El cortante ladrido de Ralston lo detuvo-. ¡Se lo advierto! Están a cargo mío y yo daré las órdenes…


El capitán Duprey levantó una mano para interrumpirlo y miró nuevamente esos ojos suaves e implorantes de color azul verdoso.


– ¡La señora Beauchamp tiene razón! -dijo galantemente-.


Ningún hombre debería ser cargado con cadenas de hierro. Con la sal los eslabones herirían la piel y las llagas demorarían semanas para sanar.


El francés tomó impulsivamente la pequeña mano de Shanna y la besó con fervor.


– Me ocuparé de satisfacer sus deseos, madame -dijo y se alejó a toda prisa.


Ralston resopló disgustado pero supo que había perdido. Giró sobre los talones y se alejó.


Contenta con su victoria, Shanna lo vio alejarse y una sonrisa de satisfacción curvó, sus hermosos labios. Pero al percatarse de que ahora se hallaba sola en el muelle, recogió su falda y empezó correr hacia el barco. Unas fuertes pisadas la siguieron y cuando ella, con el corazón palpitándole violentamente, se volvió, encontró a Pitney a sus espaldas. Después de todo, no había nada que temer, pero fue la sonrisa lenta y divertida de Pitney mientras miraba alejarse a Ralston lo que le dio motivos de desconcierto.


Mucho antes del amanecer Shanna fue despertada por el sonido de voces en la cubierta principal. Todavía amodorrada por el sueño, levantó la cabeza de la almohada pero no vio luz de la mañana por las pequeñas ventanas de la cabina.

Más gritos llegados desde arriba le indicaron que el barco estaba siendo llevado, por medio de la cadena del ancla, hacia la corriente principal del Támesis. Con un ligero balanceo, el barco quedó libre y en seguida se afirmo cuando fueron izadas las velas para aprovechar la brisa de, la madrugada que soplaba hacia el mar. Con el suave balanceo del barco, Shanna pronto volvió a hundirse profundamente en el sueño..

La primera noche de la travesía, Shanna fue formalmente invitada a compartir la mesa del capitán con varios de los oficiales y Ralston. Durante las semanas siguientes ello se convirtió en una rutina y muy a menudo en el mejor momento del día. Servía para romper la monotonía del viaje. cada vez que el grupo se reunía para la comida de la noche, compartir unas copas de vino de la fina y variada provisión y charlar un poco. El cocinero francés era un hombre de considerable talento y las comidas eran servidas con una agradable nota de decoro por un joven muchacho inmaculadamente vestido de blanco. Habiéndose relacionado con el capitán y sus oficiales durante varios días, Shanna disfrutaba de esos momentos y desplegaba su ingenio más vivo y encantador frente a las caballerescas atenciones de ellos. Sin embargo, Ralston mostrabas renuente a participar en estas reuniones. Hubiera podido abstenerse completamente pero sus únicas otras opciones eran cenar con la tripulación o a solas sobre cubierta. Solía gruñir en protesta ante la abundancia de la comida y tuvo la grosería de comentar, después que hubieran sido servidos siete platos de deliciosas viandas y cuando estaban disfrutando de un postre de frutas abrillantadas y almendras azucaradas, que él hubiera preferido un buen guiso de riñones galés. Su comentario fue recibido con miradas en blanco de los otros comensales.


Era la noche del tercer domingo de viaje, después de un día hermoso y radiante. El bergantín navegaba ligeramente a sotavento y una brisa regular llenaba sus velas. Shanna se sentía alegre cuando se dirigió a la cabina del capitán para la acostumbrada comida nocturna. Con el pequeño navío cada vez más cerca de su casa, ella sentía una creciente expectativa. El sol se había puesto pero lo reemplazaba una brillante luna nueva. El aire era tibio y perfumado, porque se encontraba cerca de los climas del sur.


Desde alguna parte bajo cubierta podía oírse una voz que cantaba en un rico registro de barítono. La canción seguía el ritmo lento y suave balanceo del Matguerite, que seguía tejiendo millas con su quilla. La brisa se llevaba las palabras de la canción y las dispersaba sobre el mar, pero a veces los versos llegaban claramente a cubierta, a los oídos de Shanna.


Shanna miró pensativa el cielo estrellado mientras la melodía iba invadiéndola, y casi pudo imaginar al amor de su propio corazón, sin rostro y sin nombre, llamándola mientras se le acercaba sobre las aguas. Cierta extraña cualidad de esa voz la fascinaba con su magia y ella se dejó acunar por ese hechizo a medida que las palabras eran en tonadas:


Cuando estoy solo con mi corazón

En la negra noche. O el inmenso mar

Mis pasos encuentran a la luz del amor

El camino que me lleva hacia ti.


Unos brazos tibios y fantasmales parecieron rodearla y Shanna cerró extasiada los ojos. En su mente oyó un ronco susurro: "Entrégate a mí. Entrégate a mí", y sus sentidos giraron en vertiginoso deleite. La visión se agigantó y se convirtió en unos ojos ambarinos y un rostro hermoso. " ¡Maldita perra tramposa!".


La ilusión destrozada, Shanna abrió los ojos. Juró entre dientes, dio media vuelta y se dirigió a la cabina del capitán llamó a la puerta y la misma se abrió inmediatamente y el hombre moreno se inclinó en una extravagante reverencia.


– Aaahhh, madame Beauchamp! Está usted demasiado radiante para describirla con meras palabras -exclamó el capitán Duprey-. Soy su humilde servidor, madame, ahora y siempre. Entre. Entre.


Shanna se obligó a sonreír y entró. Pero en seguida se detuvo sorprendida al percatarse de que ella y el capitán estaban solos en la cabina, con la excepción del muchacho que aguardaba pacientemente para servirles.


– ¿No hay nadie más esta noche? -preguntó extrañada.

Jean Duprey la miró con ojos brillantes y se acarició su oscuro bigote.


– Mis oficiales tienen obligaciones que los retienen en otra parte, madame Beauchamp.

– ¿Y el señor Ralston? -Shanna lo miró con cierta irritación y se preguntó qué pretexto tendría el capitán para la ausencia de Ralston.


– Ah… él… -Jean Duprey rió y se alzó de hombros-. Descubrió que la tripulación estaba comiendo carne salada y frijoles y convenció al cocinero de que le enviara un plato.

De modo, que madame… ah… -Aparentó tener dificultades con el nombre de ella Y, en seguida trató de tomarle una mano Y dijo, en tono zalamero-: ¿Puedo dirigirme a usted por su apellido de soltera, Shanna?


Con una sonrisa triste, Shanna retiró firmemente la mano. Sintió curiosidad por lo que pensaría madame Duprey de las inclinaciones amorosas de su marido y su evidente imparcial afición a las mujeres. Prefirió dejar la dura disciplina a cargo de esa mujer en vez de hacer una escena embarazosa, se mostró indulgente con el hombre Y habló con gracia.


– Capitán Duprey, conocí a mi esposo sólo por muy breve tiempo Y lo perdí hace menos de un mes. El trato que usted propone me resultaría demasiado penoso. Por favor, discúlpeme. Vine aquí buscando la compañía de muchos a fin de enmascarar mi dolor. Le ruego que perdone mi duelo. Mi marido tenía modales encantadores Y usted ha despertado recuerdos de momentos felices que compartimos, aunque fueran tan breves. Si me excusa esta noche, señor, debo buscar tranquilidad en otra parte.


Jean hizo ademán de seguirla pero Shanna alzó una mano para detenerlo.


– No, capitán. Hasta para la soledad hay momentos. -Su voz tembló tristemente mientras el aroma que flotaba en la cabina la hizo recordar el hambre que sentía-. Pero hay una cosa…


El capitán Duprey asintió ansiosamente con el cabeza, deseoso de complacerla.


– ¿Podría enviar más, tarde, a mi cabina, un plato de cualquier cosa? Sin duda, para entonces podré soportar la vista de la comida.


Hizo una deliciosa reverencia Y cuando se irguió los ángulos de su hermosa boca sonrió traviesa mente.


– Déle saludos míos a su, esposa cuando lleguemos a Los Camellos, capitán.


Antes de que él pudiera recobrarse, Shanna huyó Y cerró violentamente la puerta tras de sí. El sonido de sus pisadas apresuradas resonó en la quietud del pasadizo pero ella respiró aliviada cuando estuvo nuevamente sobre cubierta Y vio a Pitney.


El estaba alimentándose con una buena porción de carne salada, galletas marineras y frijoles. Cuando apareció ella, él levantó la vista de su plato, la miró un momento Y en seguida asintió, sin necesidad de explicaciones para comprender la razón de la huida de ella de la cabina del capitán. La fuerte inclinación de Jean Duprey hacia las mujeres no era un secreto entre los hombres de Los Camellos.


Shanna caminó pensativamente a través de la cubierta hacia el lado de sotavento de la nave. Las nubes adquirían tonos oscuros con bordes de plata cuando pasaban entre la alta luna y el mar suavemente ondulado. Las leves brisas acariciaron a Shanna. La noche era serena, silenciosa salvo por el ruido del agua al pasar debajo del casco, Y el crujir de cordajes y mástiles. El barco parecía cantar una canción propia, un rítmico susurro de sonidos acompasado con el ligero subir y bajar del casco cuando pasaba sobre las olas.


Shanna soltó un largo suspiro Y se apartó de la borda. Pese a todo su previo buen humor, ahora sentíase pensativa Y solitaria, como si la noche hubiera perdido su sabor. La voz proveniente de abajo le había arrebatado su felicidad y ahora sólo pudo preguntarse cómo hubiera sido compartir un lecho nupcial durante toda una larga noche.

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