Capítulo 9

Liska irrumpió en el cubículo con el rostro contraído por el mal humor y las mejillas heladas. Kovac la miró con cautela, pues sabía lo que significaba aquella expresión para la calidad del día que lo esperaba. Sin embargo, no se movió cuando Liska se abalanzó sobre él y le asestó un tremendo puñetazo en el brazo. Fue como si lo golpearan con un martillo.

– ¡Ay!

– ¡Eso por dejarme tirada anoche! -anunció-. Te estuve esperando, y gracias a eso, Leonard me pilló y me echó una bronca de campeonato por lo del caso Nixon, diciéndome que no se podía vincular de ningún modo a Jamal Jackson con el asunto. Se ha metido en la cabeza que Jamal puede alegar detención improcedente en su demanda contra el departamento.

– ¿De qué demanda hablas?

– De la que Jamal amenaza con interponer contra mí por brutalidad.

Kovac puso los ojos en blanco.

– Por el amor de Dios. Tenemos el vídeo en el que me atiza con el estante. Que intente demandarnos. Si Leonard cree que Jackson tiene posibilidades es que está completamente ido de la olla. Hasta podríamos llamar a los del Guinness, porque seguro que ha batido algún récord.

– Lo sé -suspiró Liska, calmándose, mientras guardaba el bolso en un cajón profundo del escritorio y dejaba el maletín sobre su silla-. Siento haberte pegado, pero es que he pasado una noche espantosa. Speed se presentó a las tantas, y apenas he pegado ojo.

– Oh, no, no me digas que tendré que aguantar todos los detalles sexuales -gimió Kovac

El rostro de Liska volvió a ensombrecerse, y le asestó un segundo puñetazo en el mismo lugar.

– ¡Ay!

Elwood asomó la enorme cabeza por encima del tabique divisorio.

– ¿Llamo a la policía? -propuso.

– ¿Por qué? -replicó Liska mientras se quitaba el abrigo-. ¿Acaso ser un cabeza hueca se ha convertido en un delito?

– Me parece que he metido la pata -masculló Kovac, frotándose el brazo.

– Otra vez -añadió Elwood-. ¿Lo de la nariz también te lo ha hecho ella?

Kovac intentó ver su reflejo en la pantalla oscura del ordenador, si bien ya sabía que su nariz ofrecía un aspecto hinchado y enrojecido como la de un viejo borracho. Al menos no se la había vuelto a romper por enésima vez.

– Mujeres que maltratan físicamente a hombres -recitó Elwood-, uno de los mayores tabúes de nuestra sociedad. Seguro que los del programa de víctimas y testigos pueden ponerte en contacto con algún grupo de apoyo, Sam ¿Quieres que llame a Kate Conlan?

Kovac le arrojó un bolígrafo

– ¿Por qué no te largas con viento fresco?

Liska se dejó caer en la silla y la giró hacia él con gesto huraño y tal vez un poco arrepentido.

– No he pegado ojo porque mi cerebro decidió permanecer despierto, pensando en lo capullo que es mi ex, entre otros temas igual de agradables. ¿Qué te ha pasado en la nariz? ¿A Mike Fallon no le hizo gracia enterarse de que a su hijo le iba el sexo estrafalario?

– Fue un accidente -explicó Kovac-. Se tomó la noticia bastante mal. Andy y él no se hablaban desde hace cosa de un mes, cuando Andy decidió contarle que le iban los tíos Supongo que no es algo fácil de escuchar para un padre. ¿Qué averiguaste en Asuntos Internos?

– Nada. La teniente Estalactita se puso borde y apenas me proporcionó información. Dice que no quiere poner en peligro una investigación de Asuntos Internos, porque eso podría perjudicar la carrera de alguien.

– Pero creía que ese era precisamente su objetivo.

– Estuvo en casa de Fallon entre las ocho y las nueve y media -explicó Liska con un encogimiento de hombros-, comentando un caso con el que Andy tenía problemas. Dice que parecía estar bien cuando se fue. También me dijo que había estado deprimido, que no le había ordenado ir al psicólogo, pero sí se lo había sugerido.

– ¿Sabemos si siguió su consejo?

– Información confidencial.

– Nadie abrirá la boca hasta que el forense acabe -sentenció Kovac-. Todos esperan escuchar el dictamen de que fue un suicidio y así no tener que soltar prenda. Qué más da por qué se suicidó el pobre chaval, si es que se suicidó.

Liska cogió un grueso bolígrafo con un globo ocular inyectado en sangre pegado a un extremo; era uno de los numerosos tesoros que contenía su cubículo y que se regalaban mutuamente en plan de broma. La posesión más preciada de Kovac era una réplica extremadamente realista de un dedo que parecía seccionado de la mano con una sierra de arco. Le gustaba sorprender a la gente con ella dejándola en armarios archivadores o bien atascándola en cajones para que cayera al abrirlos. Era el regalo más raro que le había hecho una mujer en toda su vida, y por extraño que pareciera, el que más placer le proporcionaba. Dos matrimonios fracasados con mujeres «normales», y la que más le molaba era una tía que le regalaba partes de cuerpo amputadas. ¿Qué significaría?

– ¿Irás a la autopsia? -le preguntó Liska.

– ¿Para qué? Bastante tuve ya con ver al pobre chaval muerto para encima tener que presenciar cómo lo cortan en pedazos sin motivo alguno. Su hermano me contó que Andy fue a verlo hace un mes para decirle que era homosexual y que pensaba hacerlo público. Se lo había contado a Mike, quien no se lo había tomado bien.

– Las fechas coincidirían con la supuesta depresión. -Sí. Desde luego, huele a suicidio -dijo Kovac-. No parece que los de la oficina del forense hayan encontrado nada inusual en la casa.

– No, pero los rumores no dicen lo mismo -señaló Liska-. Tippen me ha dicho que ayer fue el tema del día en Patrick's. Encontraron toda clase de juguetes sexuales y pornografía gay. ¿De dónde crees tú que habrá salido semejante rumor?

– Pues de aquellos mamarrachos uniformados -repuso Kovac con el ceño fruncido-. ¿Dónde has visto a Tippen tan temprano?

– En el Caribou Coffee. Está enganchado al café doble.

– Los polis de verdad toman el brebaje de la sala de descanso. Es una tradición.

– La Navidad es una tradición -corrigió Liska-. El café malo se puede evitar… Lo que más me mosquea de todo este asunto del sexo… ¿Y si a Andy Fallon le iba el sadomasoquismo a fin de cuentas? Supongamos que estaba jugando con un amiguito y algo falló. Fallon muere, el colega se deja dominar por el pánico y se larga. En mi opinión, eso es un delito. Indiferencia depravada, como mínimo.

– Yo también he estado pensando en eso -dijo Kovac-. Anoche fui a ver a Steve Pierce. Da la impresión de que tiene algo gordo que ocultar.

– ¿Qué te dijo?

– No gran cosa. Nos interrumpió su prometida, la encantadora señorita Jocelyn Daring, abogada.

Liska enarcó las cejas.

– ¿Daring? ¿De Daring-Landis?

– Es lo que supuse, y ninguno de los dos lo negó.

Liska emitió un silbido.

– Interesante detalle. ¿Sabes algo de los de las huellas latentes?

– No, pero supongo que encontraremos las de Pierce. Eran amigos.

En aquel momento sonó el teléfono de Liska, quien se volvió para contestar.

Kovac encendió el ordenador, dispuesto a empezar el informe preliminar sobre la muerte de Andy Fallon. Una semana después de la autopsia les entregarían el informe del forense, pero antes de eso llamaría al depósito para conocer los resultados toxicológicos e intentar acelerar el proceso.

De repente, el teniente Leonard apareció en el cubículo.

– Kovac, a mi despacho ya.

Liska mantuvo los ojos bajos mientras seguía hablando por teléfono para no tener que mirar al teniente. Kovac contuvo un suspiro y siguió a Leonard.

Un enorme calendario salpicado de adhesivos redondos de color rojo dominaba una de las paredes del despacho del teniente. El color rojo simbolizaba los asesinatos aún sin resolver, y el negro, los asesinatos ya aclarados. El naranja representaba los asaltos sin resolver, y el azul, los casos de asalto cerrados. La lucha contra el crimen en colorines, todo muy pulcro y ordenado. Era la clase de parida que enseñaban a aquellos tipos en los cursos de gestión.

Leonard fue tras su mesa, puso los brazos en jarras y frunció el ceño. Llevaba un suéter marrón, camisa y corbata. Las mangas del suéter eran demasiado largas, y el aspecto del teniente le recordaba un mono de peluche que tenía de pequeño.

– Hoy mismo recibirán el informe preliminar de la autopsia de Fallon.

Kovac sacudió la cabeza como si le hubiera entrado agua en el oído.

– ¿Qué? Me dijeron que tardarían al menos cuatro o cinco días en practicársela.

– Alguien se cobró un favor invocando el nombre de Mike Fallon -explicó Leonard-. A fin de cuentas, es un héroe en el departamento, y nadie quiere que sufra más de lo estrictamente necesario. Teniendo en cuenta las circunstancias que rodean el suicidio…

Su boca carente de labios se removió como un gusano. Un asunto desagradable el de un suicidio de matices sexuales estrafalarios.

– Ya -masculló Kovac- Qué desconsiderado por su parte matarse de esa forma… si es que fue eso lo que ocurrió. Es una vergüenza para el departamento.

– Eso es un tema secundario, aunque no carente de importancia -señaló Leonard a la defensiva-. A los medios de comunicación les encanta hacernos quedar mal.

– Bueno, pues se lo pondríamos en bandeja. Primero son los agentes que se pasan el turno en clubes de striptease, y ahora esto. Esto se ha convertido en Sodoma y Gomorra.

– Guárdese los comentarios, sargento. No quiero que nadie hable con la prensa acerca de este caso. Hoy mismo haré una declaración oficial. «La precoz muerte del sargento Fallon ha sido un trágico accidente. Lloramos su pérdida y llevamos a sus familiares en nuestros corazones» -recitó las frases que había memorizado, procurando conferirles fuerza.

– Breve y conciso -opinó Kovac-. Suena bien siempre y cuando sea cierto.

Leonard lo miró con fijeza.

– ¿Tiene usted alguna razón para creer que no es cierto, sargento?

– De momento no. Nos vendrían bien algunos días para atar cabos sueltos… Ya sabe, una especie de investigación. ¿Y si fue un juego sexual que salió mal? Ello podría implicar el concepto de culpabilidad.

– ¿Tiene pruebas de que hubiera alguien más en la casa?

– No.

– Y le han contado que estaba deprimido y que iba al psicólogo del departamento.

– Esto… sí -asintió Kovac, suponiendo que al menos sería verdad a medias.

– Tenía ciertos… problemas -comentó Leonard con cierta incomodidad.

– Sé que era homosexual, si se refiere a eso.

– Entonces, no maree la perdiz -espetó Leonard.

De repente pareció muy interesado en los papeles de su mesa, pues se sentó y abrió un expediente.

– No hay nada que investigar Fallon se suicidó adrede o por accidente. Cuanto antes zanjemos este asunto, mejor. Tiene usted otros casos en marcha.

– Ah, sí, mis asesinatos de mañana -replicó Kovac con sequedad.

– ¿Sus qué?

– Nada, señor.

– Cierre este caso y vuelva a concentrarse en el asalto Nixon. El fiscal del condado me está presionando mucho. La violencia de bandas es una prioridad.

Sí, pensó Kovac mientras regresaba a su cubículo; conviene mantener bajas las estadísticas de actividad de bandas para aplacar al ayuntamiento. En comparación, la muerte extraña e inexplicada de un policía carecía de importancia.

Se dijo que debería estar satisfecho. En realidad, le apetecía tan poco como a Leonard que el caso Fallon se prolongara, aunque por motivos distintos. A Leonard se la traía floja Iron Mike; con toda probabilidad, ni siquiera lo conocía. Lo que de verdad le importaba era el departamento. En cambio, Kovac quería cerrar el caso por el bien de Mike, al igual que la persona que había presionado al forense. No obstante, ese puño de tensión del que Kovac quería hacer caso omiso no desaparecía de su estómago, aferrándose a él como una amante. Más aún, teniendo en cuenta el tiempo transcurrido desde su última amante.

Liska le arrojó el abrigo.

– Necesitas un cigarrillo, ¿verdad, Sam?

– ¿Cómo? Pero si lo estoy dejando. Gracias por apoyarme.

– En tal caso, necesitas mucho aire fresco para quitarte la costra de los pulmones.

Se acercó a él y le lanzó una mirada significativa. Kovac la siguió hacia la puerta.

– El caso Fallon se acabó -anunció cuando se ponía el abrigo.

Liska le dedicó la misma mirada que él había dedicado a Leonard, pero más intensa.

– Ya le han practicado la autopsia.

– ¿Qué?

– Todo el mundo espera un dictamen de suicidio, solo que lo llamarán accidental para ahorrarle sufrimientos a Mike. Hoy mismo tendremos el informe preliminar y la bendición de Leonard. Nadie de arriba quiere que Mike… ni el departamento sufra las consecuencias de los detalles sórdidos.

– Claro -musitó Liska, repentinamente pálida.

Guardó silencio hasta que salieron a la calle, y Kovac no le pidió explicaciones. Llevaban juntos tiempo suficiente y había aprendido a leerle el pensamiento. En su profesión, los compañeros desarrollaban una suerte de intimidad no sexual, sino psicológica y emocional. Cuanto más sintonizados estaban, mejor colaboraban en la resolución de los casos. Su experiencia con Liska era de las mejores que había tenido; se comprendían y se respetaban.

Caminó junto a ella por el laberinto de pasillos hasta salir por una puerta poco utilizada en la cara norte del edificio. El sol brillaba cegador sobre la nieve, y el cielo poseía un diáfano color azul claro. Hacía un día engañosamente bonito, pues en realidad la temperatura era bajísima. No se cruzaron con nadie en la escalinata exterior, en la que nunca daba el sol, solo el viento. Por lo general, la gente salía por la cara sur como aves árticas en busca de calor.

Kovac hizo una mueca al exponer el rostro al frío, embutió las manos en los bolsillos y hundió la cabeza entre los hombros para resguardarse del viento.

– Leonard te ha dicho que el caso Fallon está cerrado -constató Liska por fin.

– Me ha ordenado que lo zanje.

– ¿Quién ha conseguido que le hicieran la autopsia tan pronto?

– Alguien más importante que él.

Liska se quedó mirando la calle mientras los músculos de su mandíbula se tensaban. El viento le alborotaba el cabello corto y le humedecía los ojos. Kovac percibió que no le iba a hacer ni pizca de gracia lo que su compañera estaba a punto de decirle.

– Bueno, ¿me quieres explicar de una vez qué te pasa? -preguntó de repente-. Hace un frío de muerte.

– Acabo de recibir una llamada de alguien que afirma saber en qué caso estaba trabajando Andy Fallon.

– ¿Cómo se llama?

– Aún no lo sé, pero lo vi ayer en las oficinas de Asuntos Internos. Otro cliente insatisfecho.

El puño que atenazaba el estómago de Kovac se agrandó y empezó a moverse.

– ¿Y en qué estaba trabajando Andy Fallon según él?

– Un asesinato -repuso Liska, alzando la mirada hacia él.

– ¿Asesinato? -repitió Kovac, incrédulo-. ¿Desde cuándo investiga asesinatos Asuntos Internos? Imposible. Los delitos siempre se asignan a la división porque los de Asuntos Internos no se enteran de nada. ¿Cómo iban a estar trabajando en un asesinato sin que nosotros nos enteráramos? Gilipolleces.

– Es posible si creíamos que el caso estaba cerrado -dijo Liska-. ¿Recuerdas a Eric Curtis?

– ¿Curtis? ¿El agente que fue asesinado cuando estaba fuera de servicio? Pero si el tipo que se lo cargó está entre rejas. ¿Cómo se llamaba, Vermin?

– Verma, Renaldo Verma.

– Una serie de atracos a mano armada a víctimas homosexuales. Cometió… ¿tres o cuatro en dieciocho meses?

– Cuatro. Dos de las víctimas murieron, y la última de ellas fue Curtis.

– Con el mismo modus operandi que los demás, ¿verdad? Atado, apaleado y robado.

– Sí, pero Eric Curtis era policía -señaló Liska.

– ¿Y?

– Pues que era policía y era homosexual. Según mi hombre misterioso, unos meses antes de su muerte, Curtis se había quejado a Asuntos Internos de que lo acosaban en el trabajo a causa de su orientación sexual.

– ¿Insinúas que tal vez se lo cargó un poli? -exclamó Kovac-. Joder, Tinks. Si crees eso, quizá deberías presentarte a la vacante que ha dejado Andy Fallon.

– Que te den, Kovac -espetó Liska-. Odio a los de Asuntos Internos. Odio lo que le hacen a la gente, los odio con una intensidad que ni te imaginas. Pero Eric Curtis era policía y homosexual, y está muerto. Andy Fallon lo estaba investigando, también era gay y también está muerto.

A juzgar por su expresión huraña, tampoco a ella le gustaba lo que estaba diciendo, pero pese a ello, se encaró con él y expuso su opinión. Así era Liska; ningún trabajo era demasiado difícil ni repugnante para ella. Se plantaba en el montículo del bateador y golpeaba lo que hubiera que golpear.

– Y a mí me dicen que el caso Fallon está prácticamente cerrado -añadió Kovac, mirando la calle.

– A ti tampoco te hace ninguna gracia esta historia, Sam -murmuró Liska-. Intuyes algo raro, ¿verdad?

Kovac no respondió enseguida, sino que dejó que las imágenes surcaran su mente mientras las campanas del ayuntamiento daban la hora con la melodía de Blanca Navidad.

– No -reconoció por fin-. No me hace ni pizca de gracia este asunto.

Guardaron silencio unos instantes. Los coches pasaban por la Cuarta, el viento aullaba en los túneles que mediaban entre los edificios, haciendo ondear las banderas del edificio federal situado en la acera de enfrente.

– Lo más probable es que Andy Fallon se suicidara -señaló Liska-. No hay nada en el escenario de su muerte que indique lo contrario. El tipo que acaba de llamarme… ¿Quién sabe si le importa una mierda Andy Fallon? Puede que el asesinato de Curtis no sea más que su causa perdida, y que crea que lo resolveremos si damos un rodeo… Pero ¿y si no es así, Sam? Andy Fallon y Mike solo nos tienen a nosotros. Tú me lo enseñaste… ¿Para quién trabajamos?

– Para la víctima -musitó Kovac sin poderse sacudir la opresión del estómago.

Trabajaban para la víctima. Eso era lo que había procurado inculcar a incontables discípulos. Las víctimas no podían hablar por sí mismas. Era el detective quien debía formular las preguntas pertinentes, indagar, presionar, ponerlo todo patas arriba hasta descubrir la verdad. A veces resultaba fácil, a veces muy difícil.

– ¿Qué perdemos con hacer unas cuantas preguntas más? -añadió, consciente de que podían perder muchísimo.

– Yo me encargo del depósito de cadáveres -propuso Liska, arrebujándose en su abrigo mientras regresaba a la puerta-. Tú ve a Asuntos Internos.


– Ya hablé con su compañera, sargento -dijo la teniente Savard sin apenas levantar la mirada de los informes que se apilaban sobre su mesa-. Y por si no está al corriente, va a dictaminarse que la muerte de Andy Fallon fue un accidente.

– En tiempo récord, por cierto -puntualizó Kovac.

Al oír aquello, la teniente de Asuntos Internos le prestó toda su atención. El verde de sus ojos era abrumador, gélido y cristalino bajo las cejas varios tonos más oscuras que el cabello rubio ceniza. Aquel contraste intensificaba la seriedad de su expresión. A buen seguro, se dijo Kovac, aterraría a un montón de policías con aquella mirada.

Él llevaba demasiado tiempo en el ruedo para aterrarse. La vida lo había curtido, o quizá se debía a que era un imbécil.

Se sentó en la silla frente a ella con los tobillos cruzados. Cien años antes, también él había hecho sus pinitos en Asuntos Internos, cuando la sección la dirigía un policía de verdad, no un trepa deseoso de llegar arriba a toda costa. No le había avergonzado hacer el trabajo, pues no sentía simpatía alguna por los policías malos, pero tampoco le había gustado.

A la sazón no había en el cuerpo tenientes con el aspecto de aquella.

– Qué amable por su parte hacer la autopsia tan deprisa, ¿no le parece? -comentó-. Teniendo en cuenta lo a tope que va el depósito en esta época del año… Tienen cadáveres para parar un tren.

– Cortesía profesional -replicó Savard con sequedad. Kovac se sorprendió mirándole los labios, unos labios de arco perfecto y rematados con una capa de brillo.

– Ya -dijo-. Pues a mí me parece que le debo al viejo Mike la misma cortesía, ¿sabe? ¿Lo conoce usted, por cierto? ¿Conoce a Mike Fallon?

Los ojos verdes volvieron a clavarse en los papeles.

– He oído hablar de él, y hoy le he llamado por teléfono para darle el pésame.

– Ya, claro, es usted demasiado joven para haber estado aquí en la época de Iron Mike. ¿Qué edad tiene? ¿Treinta y siete, treinta y ocho?

La teniente le lanzó una mirada que habría derretido el polo.

– No es asunto suyo, sargento, y si me permite un consejo, cuando intente adivinar la edad de una mujer, tire por lo bajo.

– Vaya, ¿tanto me he equivocado? -se lamentó Kovac con una mueca.

– No, casi acierta, y le diré que soy muy vanidosa. Y ahora, si me disculpa…

Levantó algunos papeles y los revolvió un poco para indicarle que la conversación había tocado a su fin.

– Solo un par de preguntas más.

– Usted no necesita hacer preguntas ni escuchar sus respuestas. Se ha quedado sin caso.

– Pero tengo a Mike -le recordó Kovac-. Intento encajar algunas piezas por su bien. Es muy duro perder a un hijo, y si puedo hacer algo para explicarle cómo transcurrieron los últimos días de Andy, lo haré. No es mucho pedir, ¿no le parece?

– Lo es si lo que quiere es información confidencial acerca de una investigación de Asuntos Internos -corrigió Savard mientras retiraba la silla de la mesa.

Había intentado despacharlo con displicencia; ahora trataría de librarse de él de otro modo. Kovac permaneció sentado un instante para ponerla nerviosa, para hacerle saber que no se rendiría tan fácilmente. Savard rodeó la mesa para acompañarlo a la puerta. Kovac esperó a que estuviera junto a su silla y entonces se levantó, provocando cierto titubeo. La teniente retrocedió un paso con el ceño fruncido, irritada por verse obligada a retirarse.

– Sé lo de Curtis -faroleó Kovac.

– Entonces sabrá que no tiene nada de que hablar conmigo a fin de cuentas -replicó Savard.

– No se le da muy bien lo de la igualdad de derechos, ¿verdad, teniente? -observó Kovac, conteniendo a duras penas una sonrisa torva.

– Le aseguro que estoy más que cualificada para desempeñar mis funciones, sargento Kovac.

En su voz se advertía algo parecido a la diversión, aunque más tenebroso. Ironía, tal vez. Kovac no imaginaba a qué se debía, de dónde procedía ni qué motivo podría tener ella para hacerle partícipe del secreto. De momento, el asunto carecía de importancia para él, pero archivó la curiosidad en su mente, por si la necesitaba más adelante.

Se cruzó de brazos y se apoyó contra el canto de la mesa mientras ella avanzaba de nuevo hacia la puerta con un destello de exasperación en la mirada. La furia contenida le teñía las mejillas de rubor. Ese era el aspecto que la televisión siempre intentaba conferir a las tenientes de policía: mujer con clase y estilo, enfundada en un traje chaqueta de color gris acero, fría, controlada y sexy sin ser llamativa.

Demasiada clase para ti, pensó Kovac. Una teniente, por el amor de Dios. ¿Por qué la miraba siquiera?

– ¿Sabía usted que Andy Fallon era homosexual? -inquirió.

– Su vida personal no era asunto mío.

– No es eso lo que le he preguntado.

– Sí, me dijo que era homosexual.

– ¿Antes de que fuera usted a su casa el domingo por la noche?

– Se está pasando, sargento -advirtió Savard-. Ya le he dicho que no pienso contestar a sus preguntas. ¿De verdad quiere que hable con su teniente de esto?

– Llámele si quiere, pero está demasiado ocupado ensayando el discurso en el que asegurará al mundo que fue un «trágico accidente»

– Debería ensayar con usted.

– Ya le he expuesto mi opinión al respecto. La cantinela no tiene ritmo, así que no se puede bailar. Debería dedicarse a la burocracia mezquina y olvidarse de la política.

– Estoy convencida de que su opinión lo es todo para él.

– Exacto, le importa una mierda -reconoció Kovac-. Estoy seguro de que la suya le interesará más si decide exponérsela. Me ordenará que vaya a su despacho y me dirá que haga mi trabajo a su manera si no quiero que me suspenda treinta días sin sueldo. Y todo porque intento hacer algo decente por otro policía. La vida es una mierda, y hay días peores que otros, pero ¿qué alternativa me queda? ¿Ahorcarme?

El rostro de Savard se ensombreció.

– Eso no tiene ninguna gracia, sargento.

– No era mi intención que la tuviera. Sencillamente quería conseguir que volviera a recordar a Andy Fallon. Si quiere le enseño las fotos. -Sacó una del bolsillo interior de la chaqueta y la sostuvo en alto como un mago en pleno juego de manos-. Agradable, ¿verdad?

La teniente palideció mortalmente y lo miró como si quisiera asestarle un puñetazo.

– Guárdela.

Kovac le dio la vuelta y la miró con el desapego de una persona que ha visto cientos de fotografías parecidas.

– Usted lo conocía, tenía relación con él, siente su muerte… Pues imagine cómo se siente su padre.

– Guárdela -repitió la teniente con voz ligerísimamente temblorosa-. Por favor.

Kovac volvió a guardarse la fotografía en el bolsillo.

– ¿Le importa lo suficiente para ayudar a disipar las dudas de un padre?

– ¿Duda Mike Fallon de que la muerte de Andy fuera un accidente? -quiso saber Savard.

– Mike tiene dudas acerca de quién era Andy.

La teniente se apartó de él en silencio como si reflexionara.

– Nadie conoce a nadie -dijo por fin-. La mayoría de la gente no se conoce a sí misma siquiera.

Kovac la observó, intrigado por el repentino giro filosófico de su discurso. Savard había adoptado una actitud más reflexiva que defensiva.

– Yo sé exactamente quién soy, teniente -aseguró.

– ¿Y quién es usted, sargento Kovac?

– Soy exactamente lo que ve -repuso Sam, extendiendo los brazos-. Un poli de a pie que lleva trajes baratos de JC Penney, un estereotipo de los gordos. Engullo comida mala, bebo demasiado y fumo… aunque estoy intentando dejarlo, lo cual debería concederme algunos puntos. No corro maratones, no hago tai chi ni compongo óperas en mi tiempo libre. Si tengo una pregunta, la hago. A la gente no siempre le gusta, pero que les den por el… Disculpe, las palabrotas son otro vicio del que no logro desembarazarme. Ah, sí, y también soy tozudo como una mula.

Savard enarcó una ceja.

– Y a ver si lo adivino… Está divorciado.

– Dos veces, pero eso no me impedirá volver a intentarlo, porque bajo el traje barato late el corazón de un romántico irremisible.

– ¿Acaso existe otro tipo de romántico?

Kovac decidió no responder; le parecía más prudente.

– En fin, que quiero hacer esto por Mike -insistió-. Quiero averiguar más cosas acerca de su hijo, componer una imagen que le permita seguir viviendo. ¿Me ayudará?

Savard meditó unos instantes, digirió las palabras de Sam, las diseccionó y sopesó los pros y los contras.

– Andy Fallon era un buen investigador. Siempre trabajaba duro… a veces demasiado.

– ¿A qué se refiere?

– Pues a que el trabajo lo era todo para él. Trabajaba demasiado duro y se tomaba los fracasos demasiado a pecho.

– ¿Había tenido algún fracaso en los últimos tiempos? ¿El caso Curtis, por ejemplo?

– El asesino del agente Curtis está en la cárcel a la espera de que se cumpla la sentencia.

– Renaldo Verma.

– Si sabe eso, debería saber también que en el departamento no hay ningún caso abierto sobre la muerte de Eric Curtis.

– Ya, puesto que el investigador ha muerto.

– El caso murió antes que Andy.

– ¿Se había quejado Eric de que lo acosaban en el trabajo?

Savard calló.

– Mire -espetó Kovac, empezando a perder la paciencia-, si lo prefiere puedo acudir al enlace de los agentes gays y lesbianas. Sin duda, Curtis habría recurrido a ellos antes que a Asuntos Internos. Pero después de visitarlos, volveré aquí, y no creo que eso le apetezca mucho, teniente.

– Sí -asintió Savard al cabo de unos instantes-. El agente Curtis presentó una queja algún tiempo antes de su muerte, y a raíz de ello, Asuntos Internos se interesó hasta cierto punto por su muerte. Sin embargo, todas las pruebas apuntaban a Verma, y el caso acabó en trato.

– ¿Y los nombres de los policías a los que acusó?

– Eso es información confidencial.

– Puedo hacer averiguaciones.

– Haga todas las averiguaciones que quiera -replicó Savard-, pero no aquí. El caso está cerrado, y no tengo motivo alguno para volver a abrirlo.

– ¿Por qué estaba Fallon tan alterado si el asesino está en la cárcel?

– No lo sé. Andy lo había pasado mal el último mes, y solo él sabía de qué se trataba. No me lo contó, y no quise insistir. Nadie puede pretender conocer el corazón de otra persona. Existen demasiadas barreras.

– Yo creo que sí se puede.

Kovac la miró en un intento de traspasar sus barreras, pero tuvo que reconocer que fue en vano. Las paredes eran gruesas; las mujeres no llegaban a una posición como la suya mostrando sus debilidades.

– Sencillamente, hay que estar dispuesto a separar la paja del grano -prosiguió-. Yo me paso la vida haciéndolo.

La teniente guardó silencio, si bien Kovac estaba convencido de que tenía mucho que decir, de que las palabras se acumulaban en su interior como el agua tras el dique. Percibía la tensión de su cuerpo, pero al final se apartó de él.

– Pues vaya a separar la paja del grano a otra parte, sargento Kovac.

Dicho aquello, abrió la puerta, dejando al descubierto la recepción.

– Le he dicho todo lo que estoy dispuesta a decir.

Kovac se tomó su tiempo para caminar hasta la puerta. Al llegar a la altura de Amanda Savard, se detuvo, irrumpiendo un poco en su espacio, lo bastante cerca para percibir la sutil fragancia de su perfume, lo bastante cerca para ver el pulso que le latía en la base del cuello, lo bastante cerca para sentir un zumbido eléctrico bajo la piel.

– ¿Sabe una cosa? No me lo creo, teniente -musitó-. Gracias por dedicarme su tiempo.

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