Capítulo 22

Advirtió su presencia tras ella antes de mirar. La percepción se adueñó de ella como una marea, atenazándole la garganta y amenazando con brotarle de la boca en forma de grito. El miedo le agarrotó los músculos de la espalda, por lo que le costó sobremanera darse la vuelta; se sentía como si llevara una camisa de fuerza.

El hombre estaba de pie entre las sombras del salón, una silueta definida por la luz de la luna que entraba por las ventanas, aunque no permitía distinguir sus facciones. No habló ni se movió mientras ella lo miraba. Se preguntó si creería poderse hacer invisible permaneciendo quieto. Eso era lo que ella creía de pequeña. Si me quedo muy quieta, nadie me verá.

A renglón seguido, pensó que si fingía no verlo, tal vez desaparecería.

Se alejó de la silueta, intentando no apresurarse, y entró en el comedor. El hombre no la seguía, pues de lo contrario habría oído sus pisadas sobre el parqué, y no las oía. Sin embargo, al volverse comprobó que seguía allí, inmóvil entre las sombras del pasillo, mirándola.

Contuvo el aliento hasta tener la sensación de que la estrangulaban, y de repente comprendió que, en efecto, así era. Un hombre de manos grandes le apretaba la garganta desde atrás, oprimiendo los huesecillos esenciales. Le agarró las manos en un intento de liberarse, pero el hombre la atrajo hacia sí e intentó empujarla al suelo. Una oleada de adrenalina se adueñó de ella, y de pronto consiguió liberarse y aspirar una profunda y temblorosa bocanada de aire. Miró por encima del hombro mientras echaba a correr y lo vio con toda claridad. Era Andy Fallon, el rostro lívido e hinchado, los ojos vacuos, la lengua protuberante entre los labios.

Y en aquel momento despertó. Se había levantado del sofá de un salto y volvió en sí cuando sus pies tocaron el suelo. Dio un traspié y chocó contra el baúl antiguo que hacía las veces de mesilla. Se llevó las manos al cuello, arañándose al intentar aflojar el cuello alto del jersey que llevaba, un suave jersey de algodón que se había puesto porque la hacía sentirse protegida. Ahora estaba empapado en sudor.

Las lágrimas afloraron a sus ojos cuando se dio cuenta de lo que había sucedido, cuando pensó en la cantidad de veces que había pasado por aquello y se había preguntado si terminaría alguna vez. Cayó de rodillas e intentó sepultar el rostro entre las manos, gimiendo al tocar las magulladuras que lo cubrían.

Estaba muy cansada física, mental y emocionalmente. Fatigada por la falta de sueño, por el estrés, por las pesadillas, por el sentimiento de culpabilidad. Por todo.

Por un instante se preguntó cómo sería tener a alguien que la ayudara a soportar las cargas de la vida. Qué fantasía tan absurda. Su destino era estar sola, le gustara o no. Era lo que pasaba con el destino. El destino no te pedía tu opinión, no tenía en cuenta tus deseos y necesidades. Y por ello estaba sola, temblando por la tensión y por el sudor que empezaba a enfriarse sobre su piel, intentando no llorar porque de nada serviría. Llorar no era más que un desperdicio de energía que no podía permitirse… Era una de las pocas lecciones útiles que su padre le había enseñado.

Cerró los ojos y empezó a hacer ejercicios de respiración para calmar su corazón desbocado y sus nervios. Sin previo aviso acudió a su memoria el recuerdo de una fuerte mano apoyada en su hombro, una presencia sólida junto a ella. Vio los ojos oscuros de Sam Kovac mirándola por el espejo del servicio de señoras. Percibió de nuevo la preocupación que traslucían tanto su expresión como su voz. Por un momento se permitió imaginar cómo habría sido volverse hacia él y apoyar la cabeza en su pecho mientras él la abrazaba.

Kovac era una roca, un ancla. Parecía tan sólido que no creía que nada pudiera zarandearlo. Claro que nunca lo averiguaría. Era el último hombre al que permitiría acceder a su mente e intentar domesticar las serpientes que la poblaban. Estaba destinada a combatirlas sola, y así sería. Llevaba mucho tiempo haciéndolo. Pero esa noche… Esa noche estaba tan cansada y se sentía tan sola…

Lanzó un suspiro y se obligó a levantarse. Procedió al sempiterno registro de las habitaciones de la planta baja, recorriendo la silenciosa casa como un zombi, sin ver nada, vagamente consciente de que buscaba algo invisible. Terminó el registro en el salón y permaneció largo rato contemplando la pared cubierta de las fotografías que había tomado a lo largo de los años. Eran paisajes y naturalezas muertas en blanco y negro. Imágenes hermosas, vacías, inhóspitas, austeras. Una proyección del fuero interno de la fotógrafa, diría cualquier psicólogo.

El tiempo transcurrió de forma inadvertida. No sabía si llevaba allí cinco minutos o una hora cuando sonó el timbre de la puerta. El sonido la sobresaltó de tal modo que se preguntó si habría vuelto a sumirse en el universo de las ensoñaciones y el timbre acababa de sacarla de él, o bien si formaría parte de la siguiente pesadilla.

De nuevo el timbre. Con el corazón en un puño, acudió a la puerta y espió por la mirilla. Era Kovac. Sin saber a ciencia cierta si se trataba de una imagen conjurada por su mente, abrió.

– Las luces estaban encendidas -empezó Kovac a modo de explicación.

Savard se lo quedó mirando.

– Supuse que estaría despierta -añadió Kovac-. ¿Me equivocaba?

Savard se tocó el cabello con timidez e intentó disimular con la mano la herida que le rodeaba el ojo, aunque al poco desistió. Se miró y comprobó que iba vestida.

– Yo… esto… me había quedado dormida en el sofá.

– En tal caso, siento haberla despertado.

– ¿Qué quiere, sargento?

Kovac se apoyó alternativamente en un pie y en el otro, las manos embutidas en los bolsillos y los hombros encogidos.

– Para empezar, entrar, si no le importa, hace mucho frío.

Cruzándose de brazos para protegerse de la noche gélida, Savard entró en el vestíbulo sin impedir que Kovac la siguiera Se miró en el espejo situado sobre la mesilla y quedó horrorizada. Profundas ojeras, piel pálida en extremo, cabello lacio y alborotado. Parecía magullada y perdida. Atormentada. De hecho, habría preferido que Kovac la viera desnuda, ya que en tal caso al menos se habría fijado en otras partes de su cuerpo y no en su rostro ni en el estado mental que reflejaba

– ¿Interrumpo algo, como una velada con su media naranja? -inquinó Kovac sin ambages

No, a menos que los demonios interiores cuenten, pensó Savard.

– ¿Qué hace aquí, sargento?

– Pasaba por aquí.

Savard vio el reflejo de Kovac en el espejo. El detective la observaba con atención, y ella se volvió bruscamente, soportando con una mueca las punzadas de dolor en el cuello y la espalda.

– Plymouth no se encuentra en su jurisdicción -comentó.

– No estoy de servicio. Un amigo mío vive cerca de aquí. Se llama John Quinn. ¿Lo conoce?

– He oído hablar de él.

– Fui a hacerle algunas preguntas sobre Andy. Sigo sin estar convencido de que muriera solo o por voluntad propia. Tal vez fuera un accidente -admitió-, pero si lo fue y no estaba solo, entonces otra persona huyó del escenario de su muerte, y quiero averiguar quién, porque habrá que pedirle explicaciones, ¿no le parece?

Savard alisó con una mano las arrugas que se habían formado en su jersey mientras dormía Se sintió tentada de arreglarse de nuevo el cabello. Detestaba que Kovac la viera en aquel estado, tan… vulnerable. La palabra retumbó en su cabeza como un nervio golpeado con un martillo.

– ¿Y qué dice el señor Quinn? -preguntó, incapaz de mirarlo a los ojos, como si pudiera evitar que viera su rostro magullado si no lo miraba.

Si me quedo muy quieta, nadie me verá…

– Pues varias cosas -repuso Kovac, desplazándose un poco para seguir frente a ella-. A decir verdad, no siempre hago demasiado caso a todo eso de la psicología A veces, una persona hace lo que hace simplemente porque es escoria. Pero a veces, el pasado atormenta a un hombre… o a una mujer, hasta el extremo de empujarlo a hacer cosas.

– Los perfiles psicológicos sirven para cazar a los asesinos en serie -observó Savard-, y aquí no se trata de un asesino en serie… En realidad, no se trata de ningún asesino.

– Puede que la familia Fallon discrepe a la vista de que dos de sus miembros han muerto en la misma semana -señaló Kovac-. En cualquier caso, cuando salía de casa de John, me acordé de usted, teniente.

– ¿Por qué?

– En el funeral olvidé preguntarle si había buscado aquel expediente, el de la investigación de Fallon acerca del asunto de Curtis y Ogden.

– ¿Insinúa que Ogden era el amante secreto de Andy y que es un asesino en serie en potencia? No le sigo, sargento.

– Lo único que pretendo es recabar todos los datos para forjarme una imagen lo más clara posible. Aprendí hace mucho tiempo que si un investigador se ciñe a un solo aspecto de un caso, corre el riesgo de pasar por alto piezas cruciales del rompecabezas. ¿Cómo voy a saber dónde encaja cada una si no veo la imagen global? En fin, ¿buscó el expediente?

Savard desvió la mirada hacia la puerta de su despacho, deseando poder entrar en él y cerrar la puerta.

– No he tenido ocasión.

Kovac volvió a colarse en su campo de visión.

– ¿Le importa si nos sentamos? Me parece que lo necesita, teniente, sin ánimo de ofender.

– Si lo invito a sentarse, ello implica que no me importa que se quede durante un período indefinido de tiempo, y la verdad es que sí me importa.

Kovac hizo caso omiso del insulto.

– Pues entonces siéntese usted y yo me quedaré de pie. Tengo la impresión de que está un poco débil.

Por tercera vez en un solo día, Kovac la tocó, y ella no se lo impidió. El detective le apoyó las manos en los hombros y la condujo hasta el sofá estilo Windsor colocado junto a la pared. Savard se sentía muy pequeña, como una niña frágil e incapaz de reaccionar. Podría haberle pedido que se marchara, pero una parte de ella no quería que se marchara. El enojo, la frustración y la vergüenza se arremolinaban en su interior con necesidades que casi nunca reconocía tener.

– Busqué el expediente en casa de Andy -prosiguió Kovac-. Mejor dicho, busqué un duplicado en su despacho. Quería saber en qué estaba trabajando, cómo actuaba, si lo habían amenazado… Cualquier cosa que me permitiera entender cómo era y en qué estado mental se encontraba a su muerte. Pero no encontré ningún expediente, y su ordenador había desaparecido. Era un IBM ThinkPad. ¿Sabe algo del asunto? ¿Lo dejó en su oficina del departamento?

– No lo sé, pero no lo creo. Puede que lo dejara en el coche o que lo perdiera. Puede que lo llevara a reparar o que se lo robaran.

– Puede que se lo robara alguien que no quería que alguien como yo descubriera lo que contenía -aventuró Kovac al tiempo que cogía una figurilla de Papá Noel de la mesilla y la examinaba. Savard lanzó un suspiro.

– Mañana mismo echaré un vistazo al expediente. ¿Algo más, sargento?

– Sí.

Kovac dejó la figurilla en su lugar, se acercó a ella, le levantó la barbilla con delicadeza y la miró a los ojos.

– ¿Cómo se encuentra?

Con el corazón en un puño, mareada, vulnerable. Otra vez aquella palabra.

– Bien… Cansada. Quiero acostarme.

Kovac paseó lentamente un dedo ante sus ojos, arriba y abajo, a izquierda y derecha, como había hecho aquella misma mañana en su despacho. Con la mano izquierda seguía sosteniéndole la barbilla.

– No se ofenda, teniente -musitó-, pero para ser una mujer tan hermosa, tiene un aspecto espantoso.

– ¿Cómo me voy a ofender ante semejante comentario? -replicó Savard con una ceja enarcada.

Kovac no contestó. Estaba observando la abrasión causada por la alfombra, las líneas de su rostro… sin soltarle la barbilla… mirándole la boca. Savard no se atrevía a respirar.

– Porque es muy hermosa, ¿sabe? -musitó Kovac.

Savard desvió la vista y exhaló un suspiro entrecortado.

– Debería irse, sargento.

– Debería -reconoció Kovac-. Antes de que se encargue de que me suspendan por hacerle un cumplido. Pero antes quiero una cosa.

Haciendo acopio de la escasa fuerza que le quedaba, Savard adoptó la expresión severa que exhibía en su vida profesional, pero Kovac no se inmutó.

– Llámeme Sam -pidió con los labios curvados en una leve sonrisa-. Quiero saber cómo suena.

Es imposible que yo quiera esto, pensó Savard con desesperación mientras el temor le formaba un nudo en el estómago. Es imposible que lo desee. Es imposible que lo necesite.

– Quiero que se vaya… sargento Kovac.

Kovac permaneció inmóvil unos instantes, y Savard contuvo el aliento en un intento fútil de leerle el pensamiento. Por fin, el detective apartó la mano y se irguió.

– Llámeme si encuentra algo interesante en el expediente.

Savard se levantó con las piernas temblorosas y se cruzó de brazos. Kovac se detuvo junto a la puerta.

– Buenas noches, Amanda -se despidió antes de encogerse de hombros con su típica sonrisa torva-. Total, ¿qué más le da otra suspensión a un perro viejo como yo?

El viento gélido barrió el vestíbulo cuando salió. Savard echó el cerrojo y apoyó la espalda contra la puerta, recordando la calidez de sus dedos sobre la piel. Las lágrimas le ardían en los ojos.

Subió la escalera muy despacio. La lámpara de la mesilla de noche ya estaba encendida y seguiría encendida toda la noche. Se puso un camisón, se metió en la cama y se tomó un somnífero con un vaso de agua. Luego se tendió sobre el costado izquierdo, abrazada a la almohada, y esperó a que la venciera el sueño, los ojos muy abiertos, sintiendo una soledad que era un dolor físico en lo más hondo de su ser.

Buenas noches… Sam…

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