Capítulo 15

Desde hacía cuarenta años, a los agentes uniformados les gustaba desayunar en un bar llamado Cheap Charlie's, situado en tierra de nadie al noreste del auditorio. Era un establecimiento cutre, de fachada de los cincuenta mugrienta, que había desafiado el ciclo de progreso, recesión, refinamiento y demás fenómenos que habían tenido lugar en la zona a lo largo de los años de su existencia. Cheap Charlie's no tenía necesidad alguna de cambiar. Su clientela se componía de policías. Los tiempos cambiaban, pero los policías siempre eran policías; la tradición lo era todo.

Con toda probabilidad, Mike Fallon ya comía allí cuando era un novato, se dijo Liska mientras observaba el lugar a través de la bolsa azul que hacía las veces de ventanilla. Había tenido la suerte de encontrar un hueco para aparcar en el momento en que salía un coche patrulla.

También ella había comido allí cuando era novata. A buen seguro, a todos los había servido la misma camarera, una mujer apodada Mejillas. En sus mejores días, antes del auge de la fotografía moderna, Mejillas tenía aspecto de ardilla con la boca llena de avellanas. Era toda mejillas, sin barbilla y con nariz diminuta. Sin embargo, la gravedad había intervenido de forma contundente, hasta el punto de que Papada habría resultado un mote más apropiado, pese a lo cual seguían llamándola Mejillas.

Esa mañana trabajaba detrás de la barra, una muñeca encogida de ojos rasgados y una torre vacilante de cabello teñido de negro que servía café mientras fumaba un cigarrillo, desafiando todas las normativas sanitarias vigentes. Sin embargo, ningún policía habría osado llamarle la atención, y el lugar era un auténtico mar de uniformes y bigotes. También desayunaban allí muchos detectives, entre ellos Kovac. Cosas de la tradición.

Se acercó a la barra y ocupó un taburete vacío junto a Elwood Knutson mientras paseaba la mirada por el establecimiento.

– Vaya, Elwood, creía que eras una persona demasiado ilustrada para comer aquí.

– Lo soy -aseguró su compañero mientras miraba su plato, en el que aún se veían los vestigios del beicon y los huevos-. Sin embargo, he decidido probar con la dieta alta en proteínas, y no se me ocurría mejor sitio que este para desayunar. Está tan pasado de moda que vuelve a estar de moda. ¿Y qué me dices de ti? ¿Qué excusa tienes para venir?

– Hace mucho tiempo que no sufro un buen ardor de estómago.

– Y has decidido darte un atracón.

– Bingo -masculló Liska al divisar a Ogden.

El agente estaba sentado en un reservado y tenía aspecto de no haber ido de vientre en mucho tiempo. Desde donde se encontraba no alcanzaba a ver a su acompañante y destinatario de tan ceñuda expresión.

Elwood no se volvió, sino que se dedicó a observar a Liska.

– ¿Se trata de algo que debería saber?

– Algo que quizá sepas. ¿Recuerdas el asesinato del agente Curtis? Se lo cargaron cuando estaba fuera de servicio.

– Sí, formó parte de una serie de crímenes contra homosexuales. Obra de un asesino en serie potencial.

– Eso dicen. ¿Qué sabes del acoso contra homosexuales en el departamento?

Elwood mordisqueó pensativo una tira de beicon. Llevaba un sombrero color piel de ratón con la parte delantera del ala vuelta hacia arriba.

– Bueno, lo que sé es que me parece deplorable acosar o discriminar a una persona a causa de su orientación sexual -arengó-. ¿Quién es nadie para elegir por los demás? El amor es un fenómeno infrecuente…

– Gracias, un discurso admirable. Enviaré tu dirección a los de libertades civiles -lo atajó Liska con sequedad-. No me refería a ti, Elwood.

– ¿Pues a quién te refieres?

Liska miró discretamente a su alrededor para comprobar si alguien los escuchaba, con la esperanza de que así fuera.

– A los agentes uniformados. ¿Qué pasa en las trincheras? Dejando a un lado la actitud políticamente correcta del departamento, ¿qué piensa la base? Tengo entendido que Curtis había presentado una queja a Asuntos Internos porque se sentía acosado. ¿Qué sucedió realmente? ¿Acaso todavía admiten a trogloditas en el club? Creía que eso se había acabado con lo de Rodney King y los disturbios de Los Angeles.

– Por desgracia, el trabajo los atrae -comentó Elwood-. Es por la placa. Les gusta más que a un mono una moneda brillante.

El agente sentado al otro lado de Liska fulminó a Elwood con la mirada.

– Tal vez fuera orangután en otra vida -susurró Liska.

Tomó un sorbo del café que Mejillas le había servido y de inmediato recordó que al Saturn le tocaba cambio de aceite.

– En cualquier caso, la investigación del caso Curtis fue una cagada impresionante.

– La llevó Springer, y la cagó desde el principio.

– Cierto, pero fue un agente el que fastidió esa investigación, según tengo entendido. Una bestia parda que se llama Ogden. ¿Lo conoces?

– Me temo que no frecuentamos los mismos círculos.

– Me preocuparía mucho si así fuera -replicó Liska mientras se bajaba del taburete.

Caminó hacia el fondo del establecimiento, devolviendo saludos sin mirar, pues no quería perder de vista a Ogden. El agente no había reparado en su presencia, y la conversación que sostenía con su acompañante empezaba a subir de tono. Le habría gustado acercársele por la espalda para sorprenderle, pero el restaurante era demasiado estrecho. Por fin, Ogden la vio y se levantó con tal brusquedad que a punto estuvo de volcar el zumo de naranja.

– Yo que usted me inclinaría por el zumo de ciruela -comentó Liska-. Dicen que los anabolizantes estriñen de lo lindo.

– No sé de qué me habla -refunfuñó Ogden-. No me meto anabolizantes.

La réplica quedó ahogada en la garganta de Liska cuando vio por primera vez al acompañante de Ogden. Era Cal Springer, y no habría parecido más culpable si lo hubieran sorprendido con una puta.

– Vaya, Cal, con qué compañías más interesantes te mueves. ¿Es así como te congracias con Asuntos Internos? ¿Viéndote con el tipo que, según dices, jodió tu investigación? Puede que la gente esté equivocada respecto a ti. Puede que realmente seas tan idiota como pareces.

– ¿Por qué no te metes en tus propios asuntos, Liska?

– No sería una buena detective si hiciera eso, ¿no te parece? -señaló Liska-. Mira, Cal, no voy a por ti. Lo único que digo es que queda bastante mal. Deberías pensar en ello si pretendes meterte en política.

Springer se volvió hacia la ventana, pero carecía de vistas, porque el vidrio estaba empañado de humo, vapor y grasa aerotransportada.

– ¿Dónde anda tu compañero, Cal? -inquirió Liska-. Tengo que hablar con él.

– Está de vacaciones. Dos semanas en Hawai.

– Qué suerte.

Springer tenía aspecto de haber preferido pasar dos semanas en el infierno a sostener aquella conversación.

Liska se volvió hacia Ogden.

– ¿Cómo es que usted y su compañero aparecieron en casa de Fallon? -le preguntó a bocajarro.

Ogden se rascó la cabeza por debajo de la gorra de plato. Su cuero cabelludo era una extensión blanquecina salpicada de cabellos cortos y finos.

– Oímos el aviso por radio.

– Y casualmente pasaban por allí.

– Exacto.

– Qué potra, ¿no?

Los ojillos de Ogden parecían cuentas insertadas en plastilina. Al oír las palabras de Liska irguió los hombros.

– No me gusta su actitud, Liska.

– ¿Que a usted no le gusta mi actitud? -exclamó ella con una carcajada-. Le diré una cosa, Toro Salvaje -murmuró mientras se inclinaba hacia él-. Usted se encuentra a varios eslabones por debajo de mí en la cadena policial, de modo que yo puedo tener con usted la actitud que me dé la gana, y le aseguro que nadie escucharía sus quejas. En cambio, si a mí no me gusta su actitud, y no me gusta un pelo, tenemos un problema… así que se lo vuelvo a preguntar. ¿Qué hacían allí?

– Ya se lo he dicho, oímos el aviso.

– Burgess fue el primero en responder y el primero en llegar.

– Creímos que podía necesitar ayuda.

– Con un cadáver.

– Iba solo y tenía que acordonar la zona.

– Así que usted y Rubel fueron a pisotearlo todo, y por pura casualidad, la víctima resultó ser el investigador de Asuntos Internos que iba detrás de usted por la cagada de Curtis.

– Exacto.

Liska sacudió la cabeza, maravillada.

– ¿Qué pasa, Ogden? ¿Estaba usted en el lavabo cuando repartieron cerebros? ¿En qué narices estaba pensando? ¿Acaso quiere que los de Asuntos Internos vuelvan a tocarle los cojones?

Ogden miró a su alrededor, fulminando con la mirada a todo aquel que parecía estar escuchando la conversación.

– Respondimos a una llamada. ¿Cómo íbamos a saber que la víctima era Fallon?

– Pero cuando lo descubrieron, se quedaron, dejaron sus huellas por toda la casa…

– ¿Y qué? El tipo se suicidó; no se lo cargó nadie.

– Eso no lo sabía en ese momento ni tampoco ahora. Y en cualquier caso, no le corresponde a usted tomar semejantes decisiones mientras lleve uniforme.

– El médico forense declaró que fue un suicidio -insistió el agente-. No fue un asesinato.

– Tampoco era un partido de fútbol, pero aun así no pudo resistir la tentación, ¿verdad? ¿Tomó un par de Polaroids para enseñárselas a los demás homófobos en el vestuario?

Ogden se apartó de la mesa. Liska intentó plantarle cara, pero se vio obligada a retroceder un paso. Una enorme vena palpitaba en zigzag en la frente de Ogden, como si de un relámpago se tratara. Sus ojos eran fríos e impávidos como cristales de nieve. Un escalofrío de temor instintivo la recorrió de pies a cabeza, lo cual la asustó, pues el miedo no era un acompañante habitual.

– No respondo ante usted, Liska -masculló Ogden en tono sereno y tenso a la vez.

Liska sostuvo su mirada, sabedora de que intentaba herir a un toro con una astilla. Tal vez no había sido el ataque más inteligente, pero era el que había elegido y no le quedaba más remedio que seguir adelante.

– Si vuelve a joder otro de mis escenarios, Ogden, le aseguro que no tendrá que responder ante nadie, porque dejará de llevar placa.

La vena palpitaba como algo sacado de una película de terror, y el rostro granítico se tornó lívido.

– Vamos, B. O. Larguémonos.

Liska sabía que debía de tratarse del compañero de Ogden, Rubel, que se acercaba desde la parte delantera del establecimiento. Sin embargo, no se volvió para mirar, pues no quería dar la espalda a Ogden. El hombre no parecía poder apartar la mirada de ella. La furia se acumulaba en su pecho con cada respiración acelerada. Liska lo veía, lo percibía.

De repente acudieron a su memoria las fotografías del asesinato de Curtis. Furia. Ensañamiento. Un cráneo humano aplastado como una calabaza.

La gente los miraba ahora abiertamente. Cal Springer se levantó y se abrió paso hacia la puerta, rozando casi a Rubel al pasar.

– Vamos, B. O., larguémonos de una vez -instó Rubel.

Por fin, Ogden se volvió hacia él, y la tensión se disipó en un instante. Liska contuvo un suspiro de alivio mientras Rubel la miraba a través de las gafas de espejo.

Sin lugar a dudas, era el más apuesto de los dos, un hombretón de cabello oscuro, mandíbula cuadrada, cuerpo idéntico al del David de Miguel Ángel. Debía de ser el cerebro de la pareja, supuso Liska mientras Rubel conducía a su compañero a la salida, sacando a Ogden del apuro, como aquel día en casa de Fallon.

Los siguió afuera; se dirigían al aparcamiento de la esquina.

– ¡Eh, Rubel! -llamó.

El agente se volvió hacia ella.

– Tengo que hablar con usted a solas. Venga a las oficinas de Investigación Criminal cuando acabe su turno.

El agente no respondió, y su expresión no cambió. Él y Ogden se alejaron, ocupando entre ambos la acera entera.

Si la muerte de Andy Fallon no hubiera sido declarada accidente o suicidio, Ogden habría encabezado la lista de sospechosos. ¿Era idiota por haber aparecido en el escenario del crimen? Tal vez no. Responder al aviso le había brindado una oportunidad inmejorable para esparcir sus huellas por toda la casa de Andy Fallon.

¿Cómo se obliga a un hombre a ahorcarse?

Sintió otro escalofrío. Sabía que no tenía nada que ver con el frío, sino con el hecho de que estaba mirando a otro policía en un intento de averiguar qué tenía de turbio.

La campanilla de la puerta de Cheap Charlie's tintineó.

– Llámame tiquismiquis si quieres, pero creía que no investigábamos casos cerrados -comentó Elwood al salir.

Liska siguió observando a los agentes, que en aquel instante subían a un coche patrulla, Rubel al volante, Ogden junto a él. El coche bajó un tanto cuando se acomodó en su asiento.

– ¿Para quién trabajamos, Elwood?

– ¿En sentido técnico o figurado?

– ¿Para quién trabajamos, Elwood?

Kovac los había educado bien a todos.

– Para la víctima.

– Pues mi jefe no ha prescindido aún de mis servicios -espetó Liska sin atisbo de su sentido del humor habitual.

Elwood lanzó un suspiro.

– Oye, Tinks, para estar tan decidida a ascender, la verdad es que dedicas mucho tiempo a exponerte al fracaso.

– Cierto -convino ella mientras sacaba las llaves del coche del bolsillo del abrigo-. Soy un cúmulo de contradicciones.

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