Capítulo 23

Liska deseó que aquello fuera una pesadilla. El hecho de que su informador fuera un travestí y estuviera en coma, de haberse pasado media noche congelada en un callejón mugriento, de que el coche de Speed estuviera aparcado delante de su casa y su ex se hallara dentro, esperándola…

Aparcó junto al bordillo mientras intentaba recordar las normas en caso de nevadas abundantes y se convencía de que su coche sería arrastrado por las fauces de una máquina quitanieves, lo cual no haría más que granjearle una multa y añadir aún más leña al fuego de su humillación. A tomar por el culo, se dijo al bajar del coche y caminar arrastrando los pies hasta la puerta principal. Al menos así cobraría el seguro y podría comprarse un coche. Tal vez un Chevette usado, teniendo en cuenta el giro que su carrera prometía tomar en un futuro próximo.

La lámpara de la mesilla estaba amortiguada al mínimo, y por televisión daban un infocomercial en el que un tipo prometía autoestima e iluminación espiritual a través del kickboxing. Speed y R. J. estaban dormidos uno junto al otro en el sillón. Eran sin confusión posible padre e hijo; incluso se les alborotaba el pelo en los mismos sitios. R. J. llevaba un pijama de Spiderman con pies y la marioneta de Cartman sujeta bajo el brazo.

Liska se los quedó mirando, furiosa por las emociones que despertaba en ella la escena. Anhelo, pena, necesidad… Qué injusticia tener que enfrentarse a ellas precisamente esa noche, después de todo lo que había sucedido. Se llevó una mano a la boca en un intento de combatir los sentimientos que se arremolinaban en su mente.

Maldita sea. No sabía si había pronunciado las palabras en voz alta o tan solo las había pensado. Tampoco sabía si se maldecía a sí misma o a su ex.

En aquel momento, Speed abrió los ojos, la miró y se volvió un instante hacia su hijo. Con infinito cuidado se levantó del sillón y cubrió a R. J. con una manta echada sobre el sofá.

– ¿Tan mal están las cosas? -preguntó en un murmullo mientras se acercaba a ella.

Se refería al momento, al modo en que Liska lo miraba y cómo se sentía ante su presencia, pero siguiendo el ejemplo de Speed, Liska decidió aplicar la pregunta al caso.

– Mi informador, que es una drag queen, está en la UCI con una cara que solo a Picasso le gustaría. Según dos testigos, a uno de los cuales sorprendí intentando robar los efectos de valor de la víctima, lo atacaron unos ninjas con barras de hierro.

– Los ninjas no usan barras de hierro.

– No te hagas el gracioso, Speed. Ahora mismo no puedo soportarlo.

– Creía que te gustaba cuando me hacía el gracioso. Es una de mis grandes cualidades.

Liska se limitó a desviar la vista.

– Eh, vamos, Nikki. No puede haber ido todo tan mal. Al fin y al cabo, sigues en pie.

– Va peor que mal.

– ¿Quieres hablar de ello?

Traducción: ¿Quieres apoyarte en mí, confiarme tus penas y permitir que te ayude a sobrellevar la carga?

Sí, pero no lo haré.

– Nikki -murmuró Speed, acercándose demasiado.

Le acarició la mejilla con una mano cálida, le deslizó los dedos por el cabello corto y la rodeó con el otro brazo.

– No siempre tienes que hacerte la fuerte.

– No me queda otro remedio.

– Esta noche sí -murmuró mientras le rozaba la sien con los labios.

Un escalofrío la recorrió de pies a cabeza al intentar reprimir el impulso de dejarse llevar y permitir que Speed la sostuviera entre sus brazos.

– ¿Qué es lo peor de todo? -prosiguió su ex.

Saber que al final me defraudarás. Temer equivocarme y que en realidad no me defraudes; pero no te daré ocasión de demostrarlo, porque estoy harta de que me hagas daño.

– Estar convencida de que ha acabado así porque no llegué a tiempo -explicó en cambio mientras luchaba por contener las lágrimas.

– Ese tipo es un informador, Nikki. Le han dado una paliza por eso, no por tu culpa.

– Pero si hubiera estado ahí… -insistió ella.

– Se la habrían dado en otro momento.

– No sé si sobrevivirá. De hecho, no sé si querrá sobrevivir -musitó Liska-. Deberías ver lo que le han hecho, Speed. Es horrible.

– No te culpes, Nikki, sabes que no tiene sentido.

Los policías no tardaban en aprender a no dejarse llevar por esa clase de emociones, pues el camino hacia la locura estaba poblado de sentimientos de culpabilidad. Kovac también se lo había recordado cuando lo llamó para darle la noticia. Sin embargo, costaba horrores no achacarse la culpa de lo sucedido. A fin de cuentas, Ibsen la había estado esperando.

– Creo que le han roto todos los huesos de la cara -refirió-. Le han fracturado el brazo, la clavícula, varias costillas, una rodilla… Y lo han sodomizado con un tubo.

– Dios mío.

Liska respiró hondo antes de proferir la confesión que más la torturaba.

– Y lo peor de todo es que creo que los culpables son policías.

Speed quedó inmóvil. Liska percibía el latido de su corazón bajo la mano.

– Por Dios, Nikki, ¿en qué andas metida? Investigando a otros polis…

– Ojalá no sea cierto -lo atajó Liska-. A decir verdad, no quiero tener nada que ver con ello. Se supone que somos los buenos, y no me apetece nada ser yo quien demuestre lo contrario.

La sola idea le resultaba tan repugnante como un virus que se hubiera apoderado de su sangre, y se estremeció ante semejante intrusión. Speed la abrazó con más fuerza, y no se lo impidió. Se sentía espantosamente sola, tal vez porque era de noche, porque solo sería por un momento, porque su tacto y su olor le resultaban tan familiares, porque cuando Speed se fuera, tendría que volver a cargar sola con todo…

– Es horrible -murmuró, sabedora de que no solo se refería al caso.

Detestaba experimentar aquel anhelo, tener que hacerse siempre la dura, las contradicciones, las lágrimas que le ardían en los ojos y los sentimientos encontrados que le producía estar en brazos de su ex.

– ¿Por qué crees que son policías? -inquirió Speed en voz tan baja como un amante que susurrara palabras apasionadas.

– Por eso me citó el informador, para hablarme de un policía corrupto.

– Tal vez fue un delito aleatorio. Los travestís no son demasiado populares en determinados círculos.

Liska se apartó de él y le dedicó una mirada exasperada.

– Ya, y yo creo en Papá Noel y el conejito de Pascua.

Se alejó unos pasos para arropar mejor a su hijo y apagar el televisor.

– ¿Todo esto tiene que ver con el tipo muerto de Asuntos Internos? -quiso saber Speed.

– En parte -repuso Liska, a punto de lanzar una carcajada-. Se trata de un caso de asesinato cerrado con un culpable convicto, y de un caso de accidente y/o suicidio también cerrado. Es curioso que alguien reciba semejante paliza por algo así, ¿no te parece?

– ¿A quién estás investigando?

– A un agente al que no conoces -respondió ella antes de volverse hacia él y estudiarlo con ojos de policía, observando sus pies descalzos, los vaqueros bajos sobre el vientre plano, la camiseta que permitía adivinar su envidiable forma física-. O puede que sí. Tienes aspecto de haber estado haciendo pesas últimamente, y el tipo al que investigo es de los que se lo toma en serio.

– ¿Va a la comisaría de St. Paul?

– ¿Vas al gimnasio de la comisaría como un poli cualquiera?

– Es gratis, y tengo otras cosas en que gastar mi sueldo.

– Pues no sé en qué -masculló Liska entre dientes-. Desde luego no en nosotros.

Speed abrió la boca para replicar, pero Liska alzó la mano para acallarlo. R. J. estaba ahí mismo. Cierto era que dormía, pero no sabía qué podía penetrar en su subconsciente ni cuan profundamente. Liska procuraba no pelearse con Speed en presencia de los chicos. En muchas ocasiones fracasaba, pero al menos lo intentaba.

– Lo siento -se disculpó-. Eso ha estado fuera de lugar. Es que estoy un poco alterada, ¿sabes? Lo que quería decir es que conozco a muchos policías de ambos departamentos que van al gimnasio que hay en University, Steele's, y he pensado que podías haber visto a ese tipo por allí.

Speed permaneció inmóvil unos instantes mientras se esforzaba por intensificar sus sentimientos heridos. Liska lo veía en su rostro; R. J. hacía exactamente lo mismo cuando se sentía ofendido. Lo veía revivir cada desaire, cada comentario mordaz a fin de reforzar la afrenta.

– He dicho que lo siento -le recordó Liska.

– Hago todo lo que puedo, Nikki -se quejó el mártir agraviado-. Ayudo con los chicos cuando puedo y te prometí que pronto te pasaría dinero…

– Ya lo sé…

– Pero aun así no paras de machacarme. ¿Por qué, Nikki? ¿Realmente me odias tanto o es que tal vez tienes miedo de sentir aún algo por mí?

Has dado en el clavo, pensó Liska.

– La fuerza de la costumbre -dijo en cambio.

– Pues déjalo ya, Nikki -murmuró Speed, mirándola de hito en hito antes de acercarse de nuevo y acariciarle la mejilla-. Me importas mucho, Nikki. No tengo miedo de reconocerlo, a diferencia de ti.

Bajó la cabeza y le rozó los labios en un beso largo, pero delicado. Liska sentía el corazón en la garganta.

– Ten cuidado, Nikki -la instó Speed al apartarse.

¿Con el caso o contigo?, se sintió tentada de preguntar ella.

Ambas cosas, se dijo a renglón seguido.

– Volverte contra los tuyos te granjeará enemigos.

– Si ese tipo es lo que creo, no es de los míos.

Tenía que planteárselo en esos términos, pensó mientras Speed iba al recibidor, se calzaba las botas y se ponía el abrigo. Si Ogden era un asesino, si era la clase de animal capaz de apalizar a un hombre y violarlo con un tubo, entonces el hecho de que llevara placa era la peor de las ofensas.

– ¿Tienes alguna prueba contundente contra él?

– No, solo corazonadas -admitió Liska-. Por lo visto, el travestí tenía información valiosa para mí. Creo que ese poli se dopa con anabolizantes. Cuando menos, podré entregarlo a Narcóticos -observó, dedicándole un atisbo de sonrisa mientras abría la puerta.

– Si toma esteroides debe de ser un tipo de humor imprevisible -señaló Speed-. Eso puede ser peligroso.

– Eso ya lo sé. En fin, gracias por cuidar de los chicos y por preocuparte tanto por mí.

– No es agradecimiento lo que busco -replicó Speed, pillándola desprevenida.

Apenas tuvo tiempo de detectar la expresión de sus ojos antes de encontrarse atenazada entre sus brazos. Speed volvió a besarla, pero esta vez sin la menor delicadeza. Fue un beso hambriento, exigente, apasionado, hasta el punto de que los labios le dolían cuando se separó de ella.

Sin decir nada más, Speed salió de la casa, subió al coche, cerró la portezuela con fuerza y arrancó. Hasta entonces Liska no se llevó dos dedos a los labios.

– Lo que me faltaba -suspiró.

Decidió no despertar a R. J. para llevarlo a la cama, de modo que se limitó a cubrirlo con otra manta, dejó la lámpara al mínimo y se acostó sin grandes esperanzas de lograr conciliar el sueño.


El reloj marcaba las tres y diecinueve cuando sonó el teléfono.

– Diga.

El silencio al otro lado de la línea era más bien un aliento contenido, o quizá era ella quien no se atrevía a respirar.

Y entonces oyó el susurro que le produjo piel de gallina en todo el cuerpo.

– No remuevas las aguas.

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