Capítulo 20

– Hola, Pelirroja, tengo un par de preguntas sobre la asfixia autoerótica.

Kate Conlan lo miró con fijeza. Rene Russo podría llegar a tener ese aspecto en su mejor día, pensó Kovac. Kate se peinó un mechón de cabello detrás de la oreja mientras una sonrisa asomaba a sus sensuales labios.

– Me halaga que hayas pensado en mí, Sam. Pasa -lo invitó, apartándose de la mesa-. John y yo estábamos comentando la posibilidad de probar algún juego sexual estrafalario.

– No necesitaba tantos detalles.

– Pues no haber llamado a la puerta. Dame tu abrigo.

Kovac entró en el recibidor y se limpió los zapatos en el felpudo.

– La casa tiene un aspecto estupendo.

– Gracias. Me gusta mucho vivir en las afueras. Es estupendo disponer de tanto espacio -comentó Kate-, y además tiene la ventaja de que aquí nadie ha intentado asesinarme ni ha sufrido una muerte espeluznante en el sótano.

Pronunció aquella frase como si observara que le encantaba no tener termitas. Mira que son pesados esos asesinos en serie. A decir verdad, había estado demasiado cerca de convertirse en una víctima en lugar de una asesora de víctimas, que era su trabajo. Kovac había acudido al escenario del crimen aquel día junto con John Quinn. Kovac acabó con una intoxicación por inhalación de humo, y John acabó enrollándose con la chica. La historia de mi vida.

– Eres la hostia, Pelirroja.

– Sígueme al santuario -ofreció mientras echaba a andar por un amplio pasillo con suelo de tarima cubierto de alfombras orientales rojas. Sobre una mesa yacía un enorme gato peludo que alargó la pata para rozar a Kovac cuando este pasó a su lado.

– Hola, Thor.

El gato emitió un sonido que recordaba a un patito de goma, saltó al suelo con un golpe sordo y salió corriendo ante ellos con la voluminosa cola muy tiesa.

Kovac y Kate entraron en una sala con parte de las paredes revestidas de pino claro y el resto pintado de verde oscuro. Junto a las puertas vidrieras que daban al jardín se alzaba un árbol de Navidad. En la chimenea de piedra chisporroteaba un fuego. Cerca del hogar, un corpulento cachorro de labrador dormía a pierna suelta sobre un almohadón. Thor se acercó al perro y lo contempló con suspicacia y desdén.

A un lado de la habitación se veían dos mesas colocadas de espaldas, cada una de ellas equipada con ordenador, teléfono-fax y demás material de oficina. John Quinn estaba sentado a una de ellas, muy concentrado en la pantalla.

– Mira lo que ha traído el gato -anunció Kate.

Quinn se volvió y sonrió al tiempo que se quitaba las gafas de lectura.

– Vaya, Sam, me alegro de verte.

– No te alegres tanto-advirtió Kate con sequedad-. Ha venido a hablar de su vida sexual, de los gozos de las aventuras autoeróticas.

– No estoy tan desesperado -masculló Kovac, ruborizado.

Quinn se acercó a él y le estrechó la mano. De aspecto vigoroso y atlético, parecía más joven que cuando Kovac lo conoció, durante el caso del Incinerador, hacía ya más de un año. En su actitud se advertía una serenidad que no poseía por aquel entonces, y de sus ojos había desaparecido aquella mirada atormentada. Por lo visto, era lo que el amor y la felicidad podían conseguir.

Al quedar cerrado el caso del Incinerador, Quinn dejó el FBI, donde había sido el psicólogo criminalista estrella. El exceso de casos, muerte y estrés habían hecho estragos en él. El FBI tenía fama de quemar a los mejores y eso había hecho con Quinn… eso sí, con la participación y el consentimiento de este. Sin embargo, estar a punto de perder a Kate a manos de un asesino en serie había sido el toque de atención que necesitaba. Quinn había dejado su trabajo para dedicarse a la consultoría privada, a la enseñanza… y la vida con Kate. Una operación redonda, sin lugar a dudas.

– Siéntate -indicó al tiempo que señalaba los dos mullidos sofás instalados ante la chimenea-. ¿En qué estás trabajando, Sam?

– En un supuesto suicidio que el forense declaró accidente y que podría ser otra cosa bien distinta.

– ¿Te refieres al tipo de Asuntos Internos? -preguntó Kate, alargándole un vaso de whisky escocés antes de sentarse muy cerca de Quinn y apoyar los pies descalzos sobre la mesa de café.

– Exacto.

– Lo encontraron ahorcado, ¿verdad? -inquirió Quinn-. ¿Estaba desnudo?

– Sí.

– ¿Algún indicio de que se hubiera masturbado?

– No.

– ¿Fantasías, juegos de rol, sadomasoquismo?

– No, pero estaba colgado delante de un espejo de cuerpo entero que permitía ver todo el reflejo -explicó Kovac-. Y alguien había escrito las palabras «Lo siento» en el espejo con rotulador.

Quinn frunció el ceño.

– ¿Llevaba algún tipo de protección entre la soga y el cuello? -intervino Kate.

También ella había trabajado para el FBI en la unidad de ciencias del comportamiento… en otra vida, como ella misma afirmaba siempre.

– No.

Ahora le tocó a ella el turno de fruncir el ceño. Quinn se levantó del sofá y se acercó a una librería instalada tras el extremo más alejado de su mesa.

– La mayoría de los practicantes de asfixiofilia autoerótica, sobre todo los más sofisticados y experimentados, no se arriesgan a que la soga les deje marcas en el cuello -comentó Kate-. ¿Cómo explicarían su presencia a compañeros de trabajo, familiares, amigos, etcétera?

Kovac introdujo la mano en el bolsillo de la pechera de su americana.

– He traído algunas Polaroid.

Las extendió sobre la mesita. Kate las examinó sin inmutarse, tomando de vez en cuando un sorbo de gin-tónic.

– ¿Encontrasteis alguna cinta de vídeo de contenido sexual? -preguntó Quinn al volver al sofá con un par de libros y un vídeo.

– Holiday Inn -repuso Kovac-. Supongo que algunos dirán que está llena de subtexto homosexual latente o tonterías por el estilo.

– Estaba pensando en algo menos sutil.

Quinn encendió el televisor y el vídeo, e insertó la cinta.

– Nada de pornografía, ni homosexual, ni heterosexual ni nada. Por cierto, la víctima era homosexual, por si tiene alguna importancia.

– No; no existen datos que avalen que la parafilia sea una afición más propia de homosexuales que de heterosexuales -denegó Quinn-. La razón por la que te he preguntado lo de la cinta es porque muchas personas aficionadas a esas actividades se graban en vídeo para luego poder revivir la escenita.

Se sentó de nuevo junto a Kate y pulsó el botón del mando a distancia. Kovac se inclinó hacia delante con los antebrazos apoyados sobre los muslos y la mirada fija en la pantalla, eludiendo mirar la mano que Kate había posado sobre el vientre de su marido.

El espectáculo que mostraba la cinta era sórdido, triste y patético, el vídeo doméstico de un hombre que había grabado su propia muerte accidental. Era un tipo regordete, medio calvo y demasiado velludo que llevaba un arnés sadomasoquista. En la cinta preparaba con gran meticulosidad el escenario, comprobando el complicado nudo de la soga, suspendida del techo de lo que parecía ser un garaje o un cobertizo. El hombre había cubierto el trasfondo de la imagen con tela blanca y colocado estratégicamente tres maniquíes vestidas de amas sádicas. De fondo, INXS tocaba Need You Tonight.

Una vez satisfecho con la disposición del attrezzo, el hombre se encaminaba hacia un espejo de cuerpo entero y empezaba el numerito, que incluía diálogo. Se condenaba a sí mismo a ser castigado, se ponía una capucha sadomasoquista y se envolvía el cuello con varias vueltas de una larga bufanda de seda negra. A continuación se alejaba bailando del espejo en dirección al cadalso de fabricación casera, acariciándose el pene mientras se presentaba a las maniquíes. Por fin se encaramaba al taburete y se colocaba la soga alrededor del cuello. Sin dejar de masturbarse, bajaba primero un pie y luego el otro del taburete.

Los dedos de sus pies rozaban el suelo, una postura que no podía mantener durante mucho rato. El nudo empezaba a ceñirse, pero el hombre aún no era consciente de que estaba en apuros; seguía desarrollando su fantasía. De repente estaba a punto de perder el equilibrio y extendía el pie para volver a subir al taburete. El taburete patinaba hacia atrás, y el nudo seguía tensándose cuando el hombre intentaba arquear la espalda para alcanzarlo con el pie. Se soltaba el pene para asir la cuerda de seguridad, pero se había desplazado a un lado en un esfuerzo por llegar al taburete y ya no lograba alcanzarla.

Y entonces ya era demasiado tarde. Así de rápido. En cuestión de segundos, su danza se había trocado en una sucesión de contorsiones propias de una película de terror.

– ¿Te das cuenta de lo fácil que es que las cosas salgan mal? -observó Quinn-. Un par de segundos de más, un levísimo error de cálculo, y se acabó.

– Joder -masculló Kovac-. Más vale que no la devuelvas al Blockbuster por error.

Aunque Kovac sabía que aquella cinta pertenecía a la videoteca de Quinn, cuya especialidad era el asesinato sexual.

Permanecieron sentados, presenciando la muerte de un hombre como quien mira el vídeo de las vacaciones del vecino. Cuando el hombre dejó de dar coces y echó por última vez los brazos hacia atrás, Quinn paró la cinta. De principio a fin, el ahorcamiento había durado menos de cuatro minutos.

– No siempre es tan ceremonioso -puntualizó Quinn-, pero tampoco es infrecuente. Claro que nada de esto es frecuente que digamos. Grosso modo se producen unas mil muertes confirmadas por actividades autoeróticas al año, y tal vez dos o tres veces más llamadas no atendidas que acaban por declararse suicidio u otra cosa.

– Pero esas solo son las personas que calculan mal y no logran escapar del artilugio que diseñan -añadió Kate-. ¿Quién sabe cuántas personas practican la parafilia sin cagarla? ¿No has encontrado a ningún familiar ni amigo que sugiriera que tal vez le iban esas cosas?

– Su hermano dice que cuando eran pequeños jugaban al ahorcado, pero ya sabéis, eran juegos de vaqueros o bélicos, cosas así. Nada raro. Pero ¿qué me decís de eso? ¿Os habéis encontrado alguna vez a dos familiares metidos juntos en algo así?

– Lo he visto casi todo, Sam -repuso Quinn-. Eso en concreto no, pero podría suceder. Nunca digo nunca, porque cada vez que creo que nada puede escandalizarme, a alguien se le ocurre algo mucho peor que cualquier cosa que yo haya imaginado. ¿Qué opinión te merece el hermano?

– Es más bien un palurdo. No creo que le vaya el sexo raro, pero podría equivocarme. En cualquier caso, estaba muy resentido con su hermano menor.

– ¿Y los amigos? -preguntó Kate.

– Su mejor amigo dice que no, que a Fallon no le iban las cosas raras, pero estoy convencido de que oculta algo.

– Así que su mejor amigo es un hombre -dijo Kate.

– Hombre, según él mismo heterosexual y prometido a una mujer de familia importante. La víctima, como ya os he dicho, era homosexual y acababa de confesárselo a su familia.

– Y crees que quizá eran amantes -constató Quinn.

– Puede ser. Eso explicaría la nota del espejo. La cosa se salió de madre, el amigo fue presa del pánico…

Kate meneó la cabeza sin dejar de examinar las fotos.

– Esto no me parece un juego. Sigo diciendo que en tal caso se habría protegido el cuello. Más bien parece un suicidio.

– Entonces, ¿por qué delante del espejo? -la desafió Quinn.

– Para humillarse.

Mientras discutían pormenores a los que él ya había dado mil vueltas, Kovac hojeó los libros que había traído Quinn. Eran DSM-IV, Psicología anómala y vida moderna, Manual de sexología forense y Muertes autoeroticas. Un poco de lectura ligera. Ya había estudiado las fotografías del capítulo «Formas de morir» de Investigación práctica de homicidios, en las que se veía a un desgraciado tras otro muerto por causa de algún complicado invento confeccionado a base de sogas, poleas, tubos de aspiradora o bolsas de basura, artilugios diseñados para alcanzar orgasmos mejores y más intensos. Personas de escasas neuronas, rodeadas de estrafalarios juguetes sexuales y pornografía repugnante. Personas que vivían en sótanos carentes de ventanas. Perdedores, en suma.

– No parece encajar en este tipo de perfil -comentó.

– En estos libros nunca salen los Rockefeller ni los Kennedy -replicó Kate-, pero eso no significa que no puedan estar tan enfermos como cualquiera; solo significa que son ricos.

Quinn asintió.

– Los estudios muestran que este comportamiento se da en todas las clases sociales. Pero por otro lado, tienes razón, Sam. La escena no parece propia de un acto de asfixia autoerótica. Es demasiado pulcra, y además, la ausencia de parafernalia… No encaja. ¿Tienes algún motivo para creer que no fue un suicidio?

– Montones de motivos y montones de sospechosos.

– El asesinato por ahorcamiento es muy infrecuente -le recordó Quinn-. Y muy difícil de perpetrar sin dejar pistas. ¿Alguna señal de lucha en manos o brazos?

– No.

– ¿Contusiones en la cabeza?

– No. Aún no tengo el informe definitivo de la autopsia, pero la forense no ha mencionado nada a Liska de heridas en la cabeza -explicó Kovac-. Lo que sí tenemos es el informe de toxicología. Había tomado una copa y un par de somníferos, pero ni mucho menos suficientes para una sobredosis.

– Suena a suicidio.

– Pero no hemos encontrado rastro del frasco de somníferos en su casa. Si tenía una receta, no compraba el medicamento en su farmacia habitual, y desde luego no la había emitido su terapeuta.

– ¿Iba al psiquiatra?

– Sufría una depresión leve. Encontré un frasco de Zoloft en su botiquín, y esta tarde he hablado con el médico.

– ¿Lo consideraba el médico proclive al suicidio? -quiso saber Kate.

– No, pero tampoco le sorprendió del todo.

– O sea que te enfrentas a un auténtico rompecabezas -comentó Quinn.

– Por desgracia, nadie quiere saber nada. El caso está cerrado, así que me estoy rompiendo los cuernos por una víctima a la que todo el mundo quiere enterrar. De hecho, ya estaría bajo tierra si no hiciera tanto frío.

Recogió las fotografías, se las guardó de nuevo en el bolsillo y dedicó una sonrisa tristona a la pareja que tenía frente a él.

– Pero en fin, como no tengo nada mejor que hacer… No tengo vida privada ni nada.

– Pues te la recomiendo -repuso Quinn, guiñando el ojo a Kate, quien le respondió con una mirada cálida y llena de amor.

Kovac se levantó.

– Bueno, me largo antes de que os pongáis en una situación incómoda -exclamó.

– Me parece que el que está incómodo eres tú, Sam -señaló Kate, incorporándose.

– Eso también.

Quinn y Kate lo acompañaron a la puerta. La última imagen que vio antes de que la puerta se cerrara tras él fue la de ambos entrando de nuevo en su hermosa casa abrazados, y aquello dolía, maldita sea, pensó mientras ponía en marcha el coche.

Odiaba reconocerlo y habría deseado poder mentirse a sí mismo, pero lo cierto era que había estado medio enamorado de Kate Conlan durante casi cinco años, y nunca había hecho nada al respecto, porque nunca se había permitido intentarlo. Quien nada arriesga, nada pierde. ¿Qué habría visto una mujer como ella en un tipo como él?

Nunca lo sabría, y esa realidad era como un puñal clavado en lo más hondo de su alma. No había forma de rehuirla ahí sentado en la oscuridad. Nunca se había sentido tan solo.

Sin previo aviso acudió a su mente el rostro de Amanda Savard. Hermosa, magullada, atormentada por algo que no podía ni empezar a imaginar… Quería convencerse de que no era más que una pieza del rompecabezas, que solo era eso lo que le interesaba de ella, pero aquella noche no le quedaban mentiras. La verdad estaba expuesta ante él: la deseaba.

En las afueras, la noche parecía más próxima a la tierra que en la ciudad. En teoría, la casa de Kate y Quinn pertenecía al municipio de Plymouth, pero estaba más en el campo que en el suburbio. Se accedía a ella por una ignota carretera secundaria, y un pequeño lago rozaba su propiedad. Poca luz, aún menos tráfico… No había distracción alguna que le permitiera escapar de los sentimientos que experimentaba aquella noche, sentado a oscuras en su coche.

A fin de cuentas, quizá tenía alguna ventaja que su vecino iluminara su jardín como un hotel barato de Las Vegas.

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