Capítulo 18

– Neil Fallon tiene antecedentes.

Kovac quedó paralizado con el abrigo a medio quitar.

– Vaya, qué rapidez.

– A tu servicio -intervino Elwood, asomando la cabeza por encima del tabique divisorio.

Liska estaba sentada en su silla con una expresión radiante que iluminaba su carita de duende. Era la hostia cuando encontraba una pista, pensó Kovac, como una adicta ante la mejor droga. Le producía una excitación tan intensa que casi era sexual. Kovac no recordaba haber experimentado semejante sensación en ningún momento de su carrera, y eso que el trabajo era el amor de su vida. Tal vez le conviniera someterse a un tratamiento hormonal.

– Tiene antecedentes como menor, un expediente sellado, por supuesto, aunque he presentado una solicitud para echar un vistazo -explicó Liska-. Pasó siete años en el ejército, y también he pedido su expediente militar. El año que salió lo metieron en la cárcel por asalto. Le cayeron de tres a cinco años, pero solo cumplió dieciocho meses.

– ¿Qué hizo?

– Se metió en una pelea en un bar, y el otro estuvo una semana en coma.

– Vaya, Neil, qué carácter.

Kovac acabó de quitarse el abrigo y lo colgó del perchero sin dejar de pensar. La oficina era el típico hervidero de actividad discreta. Sonaban los teléfonos, de vez en cuando se oía una carcajada. Dos agentes llevaban esposado a un desgraciado de veintitantos años con tropecientos piercings, el pelo en punta decolorado y los pantalones colgándole culo abajo hacia una sala de interrogatorios. En tiempos de Mike Fallon, alguien le habría propinado una paliza por su aspecto.

– ¿Y cómo consiguió una licencia para vender bebidas alcohólicas si tenía antecedentes? -preguntó Kovac mientras se dejaba caer en su silla.

– No la consiguió -repuso Elwood.

– ¿Quieres hacer el favor de venir, Elwood? -refunfuñó Kovac-. Me va a dar un ataque de tortícolis.

Liska sonrió y empujó su silla con la puntera de la bota.

– Deberías estar agradecido por la sensación -comentó.

– Muy graciosa.

Elwood rodeó el tabique con un fax en la mano.

– El ayuntamiento de Excelsior expidió la licencia a nombre de Cheryl Brewster, que al cabo de unos meses se convirtió en Cheryl Fallon.

– Ah, la esposa ausente -comentó Kovac.

– La futura ex esposa -corrigió Liska-. La llamé a su casa. Es enfermera y trabaja de noche en Fairview Ridgedale. Dice que va a divorciarse de él y que cuanto antes mejor. Bebe demasiado, es un cabrón… por mencionar dos de los encantadores piropos que le echó.

– Vaya, y a mí que me parecía un tipo tan agradable -suspiró Kovac-. En fin, así que es la mujer quien tiene la licencia. ¿Y qué pasó cuando dejó a Neil?

– Neil es un desgraciado -sentenció Liska-. Pueden vender el bar con la licencia, quedando pendiente que el ayuntamiento de Excelsior dé su aprobación al nuevo propietario. Neil podría buscarse otro hombre de paja, pero de momento no tiene a nadie. Cheryl dice que está intentando comprar el resto del negocio y pasar de la licencia, pero por lo visto tampoco consigue reunir pasta suficiente para eso. Aun cuando pudiera, Cheryl dice que no podría vivir del establecimiento sin el bar, así que… Le pregunté si creía que intentaría pedir prestado dinero a su familia. Se echó a reír y me dijo que Mike no daría a Neil ni cambio de diez centavos, por no hablar de dinero suficiente para comprar el negocio, aunque afirma saber que Mike tenía mucha pasta.

– En nuestra profesión, esto recibe el nombre de móvil -terció Elwood.

– Me gustaría saber si tanteó a Andy -murmuró Kovac.

– Le había dicho a Cheryl que preguntaría a Andy si quería invertir, pero no sabía si lo había hecho -prosiguió Liska-. Podemos preguntárselo a Pierce. Lo más probable es que asesorara financieramente a Andy.

– Pero si Pierce creyera que el hermano de Andy está implicado en su muerte, ¿por qué no lo ha dicho? -se extrañó Elwood.

– Exacto -convino Kovac-. ¿Por qué no señalar con el dedo a otro en lugar de comportarse como si la responsabilidad fuera suya? Revisemos las notas sobre los interrogatorios a los vecinos de Fallon. Debemos comprobar si hemos pasado por alto a alguien y hacer algunas llamadas de seguimiento. Puede que alguien reconozca un coche o sepa si Andy salía con alguien. Elwood, ¿tienes tiempo de repasar la agenda de Fallon y ponerte en contacto con sus amigos?

– Lo haré.

– De todos modos, tenemos que volver a interrogar a bastantes de los vecinos -terció Liska.

– ¿Por qué?

– Porque la primera vez, dos de nuestros muchachos eran ni más ni menos que Ogden y Rubel.

– Genial -refunfuñó Kovac-. Lo que nos faltaba, que Ogden haya ido por ahí diciéndole a todo el mundo que nadie ha visto nada.

– Si algún testigo vio a alguien aparte de él y Rubel, como Neil Fallon o Pierce, incluso Ogden tendría cerebro suficiente para decírnoslo -señaló Liska.

– O sea que solo nos cabe esperar que los agentes uniformados no vieran a ese alguien.

– ¿Que quién no viera a quién? -preguntó Leonard, deteniéndose bruscamente ante el cubículo.

Kovac fingió buscar un expediente sobre su mesa mientras cubría las notas que había tomado sobre la muerte de Andy Fallon.

– Hablábamos del tipo que apaleó a Nixon -mintió-. El gorila de Deene Combs. Esperemos que su gente no metiera el miedo en el cuerpo a alguien que sepa algo sobre el asunto.

– ¿Habéis vuelto a hablar con esa mujer, la que el taxista vio entrar en el edificio cuando el asaltante salió huyendo?

– Cinco veces.

– Pues volved a hablar con ella. Es la clave; sabemos que sabe algo.

– Es un callejón sin salida -aseguró Kovac-. Se llevará el secreto a la tumba.

– Si Nixon no delata a ese tipo, Chamiqua Jones no lo hará en su lugar -observó Liska.

Leonard la miró con el ceño fruncido.

– Volved a hablar con ella. Id hoy mismo a donde trabaja. No quiero que esos chorizos crean que pueden salirse con la suya.

Kovac se volvió hacia Liska, que con la mirada fija en el suelo se puso bizca. La conclusión lógica a extraer del caso Nixon era que Wyan Nixon había estafado a su jefe, Deene Combs, en una transacción de drogas de poca monta, y que dicho jefe había ordenado que le propinaran una paliza para que sirviera de ejemplo a los demás, pero nadie estaba dispuesto a soltar prenda, ni siquiera el propio Nixon. El fiscal del condado, deseoso de aplicar una línea más dura contra los traficantes, había prometido que el condado presentaría cargos si Nixon no lo hacía, pero sin testigos no había caso, y el taxista no había visto lo suficiente para proporcionar una descripción detallada del asaltante.

– Es un agujero negro -insistió Kovac-. Nadie va a testificar, así que, ¿para qué seguir adelante?

Leonard volvió a fruncir el ceño.

– Es tu trabajo, Kovac.

– Ya sé cuál es mi trabajo.

– ¿En serio? Tengo la sensación de que te has dedicado a redefinir sus parámetros.

– No sé de qué me hablas.

– El caso Fallon está cerrado, así que déjalo.

– ¿Sabes lo de Mike?

Kovac lanzó la pelota con efecto al tiempo que se preguntaba quién lo habría delatado a Leonard. Apostaba a que había sido Savard. La teniente no quería ni verlo, no quería que se acercara demasiado a ella, amenazando con derribar los muros que con tanto cuidado había construido a su alrededor. A Wyatt le importaba un comino lo que sucedía en el pequeño mundo de Kovac; lo único que le importaba era llegar a tiempo a su siguiente aparición pública.

– ¿Lo de su suicidio? -replicó Leonard con expresión desconcertada.

– No sé si se ha suicidado.

– Se pegó un tiro en la boca.

– Eso parece.

– Hay algunos puntos oscuros, teniente -terció Liska-. La posición del cadáver, por ejemplo.

– ¿Insinúa que es un asesinato disfrazado de suicidio?

– Quizá no disfrazado, pero sí es una situación un poco extraña. Además, no dejó ninguna nota.

– Eso no significa nada. Muchos suicidas no dejan nota.

– El hijo mayor está lleno de resentimiento… y tiene antecedentes.

– Quiero indagar un poco -anunció Kovac-. Puede que Mike se suicidara, pero ¿y si no es así? No se merece que dejemos correr el asunto porque el suicidio es la respuesta más sencilla.

– A ver qué dice el forense -accedió Leonard a regañadientes.

No le hacía ni pizca de gracia la posibilidad de que un caso claro se convirtiera en un rompecabezas, sobre todo aquel caso, al que Wyatt y los demás peces gordos prestaban especial atención.

– Entretanto, id a ver a Chamiqua Jones. Hoy mismo. Quiero que el fiscal del distrito deje de presionarme por lo de Nixon.


– Preferiría que me marcaran con un hierro candente a ir al Mall of América en la época navideña.

Kovac miró un momento a Liska mientras conducía el Caprice entre el tráfico que llenaba la 494 en dirección este.

– ¿Qué se ha hecho de tu espíritu consumista?

– Agonizando por falta de oxígeno en las profundidades de mi cuenta bancaria. ¿Tienes idea de lo que los chavales de hoy en día piden por Navidad?

– ¿Armas semiautomáticas?

– R. J. me ha dado una lista que parece el inventario de Toys R'Us

– Mira el lado bueno; al menos no te la ha enviado desde el reformatorio.

– El que dijo que cuesta un millón de dólares criar a un hijo hasta que acaba la universidad no tuvo en cuenta la Navidad.

Kovac cambió de carril para adelantar a un Geo de color verde moco que iba a ochenta, conducido por un tipo medio calvo con los nudillos blancos de tanto apretar el volante. Tenía matrícula de Iowa.

– Granjeros -refunfuñó Kovac-. No saben conducir si no es en carreteras rodeadas de campos de maíz.

Acto seguido cruzó dos carriles a toda velocidad para tomar la salida que quería. Por lo general, su forma de conducir provocaba mordaces comentarios de Liska, pero en ese momento guardó silencio, por lo visto absorta en pensamientos sobre las fiestas que se avecinaban.

Kovac recordaba la primera Navidad después de que su primera mujer lo dejara. Había enviado regalos a su hija. Peluches, una muñeca de trapo, cosas así, regalos que esperaba gustaran a una niña pequeña. Sin embargo, las cajas le habían sido devueltas sin abrir Llevó los regalos a Toys for Tots para la campaña de donación de juguetes y luego salió a emborracharse para olvidar. Acabó enzarzado en una pelea con un Papá Noel del Ejército de Salvación delante del ayuntamiento, por lo que lo suspendieron durante treinta días sin sueldo.

– Es tu hijo -dijo a Liska-. Regálale algo que le haga muchísima ilusión y deja de quejarte. No es más que dinero.

Liska lo miró con fijeza.

– ¿Qué es lo que más ilusión le hace? -preguntó Kovac, incómodo por el escrutinio de su compañera.

– Que Speed y yo volvamos a estar juntos.

– Joder, ¿y hay alguna posibilidad de que eso pase?

Liska hizo una pausa un poco demasiado larga mientras enfilaban la rampa este del inmenso centro comercial. Kovac se volvió hacia ella.

– ¿Acaso se ha congelado el infierno? -espetó Liska a la defensiva-. ¿Me he perdido algo durante estos años?

– Es un capullo.

– Eso ya lo sé.

– Solo te lo recuerdo.

Kovac aparcó y memorizó la planta y el número de fila. Su coche ocupaba una de las 12.750 plazas del centro, de modo que no era cuestión de perderse al volver.

El Mall of América era un laberinto de ratas gigantesco y elegante de cuatro plantas, cuyos amplísimos pasillos se llenaban de seres humanos frenéticos que iban de tienda en tienda. Es el centro comercial más grande de Estados Unidos, con quinientas tiendas y 232.000 metros cuadrados de superficie comercial, pero aun así no hay suficientes establecimientos para que todo el mundo encontrara el regalo perfecto y pudiera devolverlo dos días después de Navidad. Cosas de la naturaleza humana.

El estruendo procedente del parque de atracciones que ocupa el corazón del centro comercial era incesante. El retumbar sordo de la montaña rusa, el rugido de la cascada de agua aderezado con los chillidos de los clientes. Un coro de instituto montaba gradas delante de los grandes almacenes Macy's. Los chicos trabajaban mientras las chicas se escapaban a mirar el escaparate de Lerner's sin hacer caso de las órdenes de su directora.

Pasaron ante el Imagination Center de Lego, una tienda de tres pisos con un campanario de ocho metros construido con piezas de Lego, un inmenso dinosaurio Lego, una estación espacial Lego y un globo Lego creado con 138.240 piezas de Lego suspendido del techo.

Kovac entró en Old Navy y contempló escéptico la exposición de pantalones de chándal, camisetas y espantosos chalecos acolchados.

– Mira esto -resopló.

– Moda de los setenta -comentó Liska-. Camisetas estilo «toda mi ropa ha encogido al lavarla pero la llevo igualmente».

La dependienta a la que Kovac mostró su placa era una chica que llevaba un anillo en el labio, gafas de montura gatuna y el cabello granate cortado como si un crío de cinco años se hubiera ensañado en él con unas tijeras de recortar papel.

– ¿Está el encargado?

– Soy yo. ¿Vienen por lo del tío que siempre se esconde en los pasillos y enseña su cosa a las clientas?

– No.

– Pues deberían hacer algo al respecto.

– Lo pondré en mi lista de prioridades. ¿Está trabajando Chamiqua Jones?

– Sí -asintió la chica con los ojos muy abiertos-. ¿Qué ha hecho? Nunca le ha enseñado un pene a nadie.

– Tenemos que hacerle algunas preguntas -explicó Liska-, pero no está metida en ningún lío.

Ojos de Gato les dedicó una mirada escéptica, pero no hizo comentario alguno mientras los conducía hacia los probadores.

Chamiqua Jones era una joven de veintitantos años, aunque aparentaba cuarenta y tantos. Tenía constitución de barrilete, un voluminoso peinado crespado, y montaba guardia en los probadores, dirigiendo el tráfico de potenciales clientes y ladrones.

– Por allí, cariño -indicó a una mujer antes de sacudir la cabeza y mascullar entre dientes en cuanto se alejó-: Que te crees tú que te va a caber ese culo gordo que tienes en esos pantalones.

Miró a Kovac y Liska, y de inmediato entró en uno de los probadores para recoger un montón de vaqueros que alguien había dejado ahí tirados.

– Otra vez ustedes.

– Hola, Chamiqua.

– ¿Por qué viene a tocarme las narices en el trabajo, Kovac?

– Con lo que te he echado de menos, ¿y me recibes así? Pero si tengo la impresión de que ya somos viejos amigos.

– Lo único que conseguirá es que me maten -declaró Jones sin sonreír.

– ¿Sigues sin tener nada que decir sobre Nixon? -inquirió Liska.

– ¿El presidente? Pues no, nada. En aquella época ni siquiera había nacido. Tengo entendido que era un criminal, pero todos lo son, ¿no?

– Unos testigos te vieron en el lugar del asalto, Chamiqua.

– ¿Se refiere al idiota del taxista? -replicó mientras llevaba los vaqueros a una mesa-. Miente. En mi vida he visto un asalto, ya se lo dije la última vez.

– ¿No viste a un hombre abalanzarse sobre Nixon y atizarle con una barra de hierro?

– No, señora. Lo único que sé de Wyan Nixon es que da muy mal rollo, sobre todo a mí.

Dobló los vaqueros con movimientos rápidos y seguros. Tenía manos pequeñas, de dedos cortos y piel tensa que recordaban a Kovac aquellos globos con forma de animales. Desvió la mirada hacia un joven bajo y fornido tocado con una ceñida gorra de spandex que más bien parecía un condón para la cabeza. Kovac no lo había visto antes, pero era evidente que era un saco de músculos, noventa kilos de mala leche sociopática. Debía de contar dieciséis o diecisiete años, aunque no era un niño. Estaba de pie junto a un expositor de forros polares, haciéndolo girar sin ver nada, pues no perdía de vista a Chanuqua Jones.

– Estoy muy ocupada -dijo la chica antes de abrir un probador con una llave que llevaba colgada de una pulsera verde fosforito en la muñeca.

Kovac dio la espalda al musculitos.

– Podemos darte protección -aseguró.

– ¿Protección? -bufó Chamiqua-. ¿Piensa enviarme a una mierda de motel en Gary, Indiana? ¿Esconderme allí? -Meneó la cabeza al tiempo que se dirigía a la mesa para recoger otro montón de prendas-. Soy una persona decente, Kovac. Tengo tres trabajos, estoy criando a tres niños muy buenos, y quiero vivir al menos hasta que acaben la escuela, si no le importa. Que Wyan Nixon se las arregle como pueda, que yo haré lo mismo.

– Si se lo propone, el fiscal del distrito puede acusarte de complicidad -advirtió Liska para ver si pescaba algo-. Obstrucción a la justicia, negativa a cooperar…

Jones extendió las manos y echó otro rápido vistazo a Cabeza Condón.

– Pues espóseme y sáqueme de aquí. No tengo nada que decir sobre Wyan Nixon ni Deene Combs. No vi nada.

– Otro día será -denegó Kovac-. Hasta la vista, Chamiqua.

– Espero que no.

– Nadie me quiere hoy -se quejó Kovac.

Liska sacó una tarjeta y la dejó sobre el montón de vaqueros doblados.

– Llámanos si cambias de opinión.

Jones rompió la tarjeta mientras se alejaban.

– No se lo reprocho -masculló Kovac entre dientes al tiempo que lanzaba una mirada furiosa a Cabeza Condón.

– Intenta proteger a sus hijos -añadió Liska-. Yo haría lo mismo. De todos modos, no podría encerrar a Deene Combs. Sabes perfectamente que no apaleó personalmente a Nixon. Aunque solo delatara a un capullo como ese que la vigila, se la cargarían, ¿y de qué serviría? Hay muchos más como él haciendo cola.

– Exacto. En fin, dejémoslo. No es más que un cabrón que ha dado una paliza a otro cabrón, así que, un cabrón menos en la calle durante un tiempo. ¿A quién le importa? A nadie.

– A alguien le tiene que importar -puntualizó Liska-. A nosotros.

Kovac la miró.

– ¿Porque somos lo único que se interpone entre la sociedad y el caos?

– Por favor -espetó Liska con una mueca-. Porque nuestro índice de resolución de casos cuenta mucho a la hora de ascender. Que le den por el culo a la sociedad. Tengo dos hijos que mantener.

Kovac lanzó una carcajada.

– Liska, siempre consigues poner las cosas en su justa perspectiva.

– Alguien tiene que evitar que te pongas taciturno.

– Nunca me pongo taciturno.

– Siempre te pones taciturno.

– No me pongo taciturno, es que soy un amargado -la corrigió Kovac.

En aquel momento pasaban delante del Rainforest Cafe, cuyos altavoces emitían sonidos de rayos y truenos, mientras uno de los loros vivos que tenían chillaba como un poseso en su jaula. La gente hacía cola para verlo.

– No es lo mismo -aseguró Kovac-. Las personas taciturnas son pasivas, mientras que los amargados somos muy activos. Es como tener un hobby.

– Todo el mundo necesita un hobby -convino Liska-. El mío es ser una mercenaria en busca del dinero fácil.

Giró hacia la entrada de Sam Goody, donde un Ace Wyatt de cartón de tamaño casi natural rodeaba con un brazo protector una caja llena de cintas de vídeo que llevaban por título Acción positiva: consejos profesionales de un policía para no convertirse en una víctima. Liska se puso las gafas de sol y posó junto a la imagen del capitán.

– ¿Qué te parece? ¿Quedamos bien juntos? -preguntó con una sonrisa de oreja a oreja-. ¿No crees que necesita una compañera más joven para ampliar su audiencia? Incluso me pondría biquini si hiciera falta.

Kovac contempló enfurruñado al capitán de cartón.

– ¿Por qué no te limitas a pedir trabajo en el topless de la tercera planta? O también podrías dedicarte a hacer la calle en Hennepin Avenue.

– Soy mercenaria, no prostituta. Hay una gran diferencia.

– No, señora.

– Sí, señor, porque los mercenarios no usan vagina.

– Joder, Tinks -masculló Kovac, sintiendo que se ruborizaba-. Lo tuyo no tiene nombre.

– ¿A qué te refieres? -preguntó Liska con una carcajada-. ¿A mi lengua o a mi batalla en apariencia infatigable por progresar?

– A mí me enseñaron a no hablar de… de estas…

Kovac se ruborizó aún más mientras echaban a andar de nuevo.

– ¿De vaginas?

Kovac la fulminó con la mirada cuando un grupo de personas se volvió para mirarlos.

– Eso explica por qué no tienes ninguna a tu disposición -continuó Liska-. Tienes que soltarte un poco, Sam, entrar en contacto con tu lado femenino.

– Si pudiera entrar en contacto con mi lado femenino, no necesitaría ninguna de esas… de esas… a mi disposición.

– Buena observación. Y además podrías tener tu propio programa de televisión, titulado El detective hermafrodita. Imagina los índices de audiencia. Podrías dejar de estar celoso de Ace Wyatt.

– No estoy celoso de Ace Wyatt.

– Ya, y yo soy Beethoven.

– A ti lo que te pasa es que te va el asistente -la pinchó Kovac.

– ¿Gaines? -exclamó Liska-. Por el amor de Dios, pero si es homosexual.

– ¿Es homosexual o es que no está interesado en ti?

– Es lo mismo.

Kovac se echó a reír.

– Tinks, eres demasiada mujer para él, en cualquier caso. Ese tipo es un capullo, y Ace Wyatt otro. Se merecen la mutua compañía.

– Claro, siempre prestando servicios sociales, ayudando a la gente, trabajando con las víctimas… Qué cabrón.

– Siempre rodeado de publicidad, siempre con promociones, todo ese dinero de Hollywood -replicó Kovac, ceñudo-. Ace Wyatt nunca ha hecho nada que no fuera en beneficio de Ace Wyatt.

– Salvó la vida a Mike Fallon.

– Y se convirtió en una leyenda.

– Claro, seguro que fue premeditado.

Kovac hizo una mueca de disgusto.

– Vale, hizo una cosa decente y desinteresada en su vida -concedió cuando salían al exterior helado e impregnado por el humo de los tubos de escape-, pero eso no significa que no sea un cabrón.

– Los seres humanos son muy complejos.

– Sí -asintió Kovac-, por eso los detesto tanto. Al menos con los psicópatas sabes a qué atenerte.

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