Capítulo 12

La casa de Andy Fallon era una mancha oscura en el barrio; la única iluminación procedía de las luces del porche del vecino reflejadas en la cinta policial amarilla que sellaba la puerta principal.

Kovac despegó la cinta y abrió con la llave. Siempre se le antojaba una intrusión entrar en una casa que había pasado por la criba de los técnicos forenses. Al menos una docena de desconocidos había examinado, pisoteado y escudriñado toda la vivienda sin el consentimiento de su propietario. Habían tocado efectos personales, violado la santidad de la intimidad. Habían emitido juicios y hecho comentarios, y todo ello permanecía suspendido en el aire como un olor acre. Sin embargo, Kovac siempre intentaba regresar al lugar de los hechos si tenía ocasión, a fin de recorrer las estancias y hacerse una idea acerca de la personalidad de la víctima antes de convertirse en fiambre.

Empezó por el salón, junto al árbol de Navidad, un abeto decorado con pequeñas bombillas transparentes y una guirnalda de cuentas rojas. Era un árbol hermoso que despedía una fragancia a pino artificial. Kovac se arrodilló, inspeccionó las etiquetas de los escasos regalos envueltos y tomó nota de los nombres. Casi todos ellos eran de Andy Fallon para Kirk, Aaron y Jessica… Cotejaría los nombres con las entradas en la agenda de Fallon para intentar determinar un círculo de amistades, y repetiría la operación con las felicitaciones navideñas que llenaban una cesta sobre la mesilla de café.

Se dirigió al rincón que albergaba la televisión y el vídeo para leer los títulos de las cintas. Milagro en la Calle 34, Holiday Inn, Qué bello es vivir… una película que empezaba con un hombre a punto de suicidarse, pero que tenía el típico final almibarado de Hollywood. Ningún ángel llamado Clarence había rescatado a Andy Fallon de su destino. Kovac sabía por experiencia que nunca había un ángel a mano cuando más lo necesitabas.

Cruzó el comedor de camino a la escalera. La estancia parecía estar en desuso, como sucedía con casi todos los comedores.

El baño principal situado al final de la escalera estaba repleto de los típicos artículos que un hombre necesita a diario. No había toallas en la cesta de la colada, aunque quizá se las habían llevado los técnicos para analizarlas en busca de pelos y fluidos corporales que sirvieran para el examen de ADN. Si la muerte de Fallon hubiera sido un asesinato evidente o se hubiera determinado como tal, podría haber ordenado a los técnicos que limpiaran los desagües de los lavabos para ver si encontraban pelos. A lo largo de su carrera, con semejantes pruebas nunca habían conseguido gran cosa, pero los fiscales siempre las acogían con satisfacción. Sin embargo, aquel caso estaba oficialmente cerrado, de modo que nadie se dedicaría a pescar pelos de la bañera de Andy Fallon.

En el botiquín encontró un frasco de Zoloft, un antidepresivo recetado por el doctor Seiros. Kovac anotó toda la información pertinente y volvió a dejar el frasco en el estante. Junto a él había un frasco de analgésicos y otro de melatonina, pero ni rastro de Ambien.

El olor a muerte aún se percibía en el dormitorio pese al ambientador. Habían buscado huellas latentes, por lo que sobre las mesillas de noche y la cómoda se apreciaba una finísima capa de polvo. Por lo demás, la habitación estaba limpia como la de un hotel sin estrenar. La colcha azul aparecía completamente lisa sobre la cama de dosel. Kovac retiró una esquina y vio que las sábanas estaban impecables. A diferencia de su padre, Andy Fallon no tenía montones de ropa sucia en el suelo ni tarros de mermelada con restos de whisky desparramados por todas partes. Su armario estaba muy ordenado; doblaba la ropa interior y guardaba los calcetines emparejados en los cajones de la cómoda.

Sobre la mesilla de noche se veía un libro de tapas duras sobre el viaje malogrado de un joven a los agrestes parajes de Alaska, probablemente lo bastante deprimente para justificar uno o dos Zolofts de más. En el cajón había un walkman, media docena de cintas de relajación y meditación y un par de caramelos para la tos de miel y limón. La mesilla del otro lado contenía una selección de velas chatas de color marfil en un cuenco metálico, cajas de cerillas de distintos restaurantes y bares, así como un frasco de lubricante íntimo.

Kovac cerró el cajón, paseó la mirada por el dormitorio y pensó en Andy Fallon. El buen hijo. Concienzudo. Nunca daba problemas. Siempre deseoso de destacar. Sobre la cómoda estaba la misma fotografía que Mike había destrozado en un arranque de dolor. Andy el día en que se graduó en la academia de policía. La copia de Andy estaba en un rincón, donde no pudiera caer por accidente. Un recuerdo que Andy Fallon había conservado y refrescado cada día de su vida pese a la tensión reinante entre él y su padre.

Una oleada de tristeza recorrió a Kovac, despojándolo de toda energía. Tal vez esa era la razón por la que nunca había intentado en serio ser nada más que un policía. Había visto demasiadas familias desgarradas como trapos viejos, destruidas por culpa de expectativas poco realistas o incumplidas. La gente nunca se conformaba; querer ser más, querer ser mejor, querer lo inalcanzable formaba parte de la naturaleza humana.

Respiró hondo y cuando estaba a punto de salir de la habitación se detuvo en seco, pues acababa de percibir un levísimo olor a tabaco frío. En un principio creyó que procedía de su propia ropa, pero enseguida descartó tal posibilidad. No, era un olor semioculto tras el ambientador con olor a pino, casi imperceptible, pero no del todo.

En la habitación no había ceniceros ni paquetes de cigarrillos medio vacíos. No había hallado en ninguna parte de la casa pruebas que señalaran a un fumador, y los técnicos forenses tenían prohibido fumar mientras trabajaban.

Steve Pierce fumaba. Kovac pensó de nuevo en la impresión de que Pierce ocultaba un secreto importante, y recordó también a la hermosa señorita Daring.

Se volvió una vez más hacia la cama. Hecha a la perfección, con sábanas limpias. Nadie se había sentado sobre ella siquiera. ¿No resultaba un poco extraño? Habían encontrado a Fallon ahorcado a escasa distancia de la cama, de espaldas a ella. Kovac imaginaba que un hombre dispondría el escenario de su suicidio o de un juego sexual, y luego se sentaría a reflexionar sobre los pormenores antes de rodearse el cuello con una soga.

Se situó en el punto sobre el que había colgado el cadáver de Fallon y comprobó la distancia que lo separaba de la cama. Uno o tal vez dos pasos cortos. Miró su rostro ceñudo reflejado en el espejo de cuerpo entero. Lo siento.

Las palabras seguían escritas en el vidrio. Habían encontrado el rotulador que, con toda probabilidad, se había utilizado para escribirlas. No tenía nada de especial; un rotulador indeleble negro marca Sharpie sobre la cómoda. Kovac se propuso llamar al forense para verificar si habían encontrado huellas en él.

El martes habían tomado las huellas de Pierce en la cocina para su eliminación. Era el procedimiento habitual, si bien a Pierce no le había hecho ni pizca de gracia. ¿Tal vez porque sabía que podían encontrar huellas suyas en el dormitorio? ¿O en el cajón de la mesilla de noche que contenía el lubricante? ¿O en uno de los postes del dosel? ¿O en el espejo? ¿O en el rotulador?

No resultaba difícil imaginar la escena. Pierce y Fallon eran amantes en secreto y les gustaban los juegos peligrosos. Aquel juego en particular salió mal, Fallon murió, y Pierce fue presa del pánico. O quizá el asunto no era tan inocente. Fallon pretendía que Pierce se comprometiera y dejara de una vez a su prometida. Quizá Pierce temiera que su cómodo futuro en el seno de Daring-Landis se fuera al garete si Fallon lo delataba. Tal vez Steve Pierce regresara al lugar de los hechos el martes para eliminar todo rastro de su presencia y luego llamara a la policía para convertirse en el amigo desconsolado.

Recorrió por última vez la habitación con la mirada y después bajó la escalera. En la cocina abrió las alacenas en busca de más medicamentos, pero no halló ninguno, como tampoco encontró vasos sucios sobre el mostrador. El lavaplatos había sido puesto en marcha con media carga: tres platos, algunos cubiertos, una selección de vasos y tazas, dos copas de vino. Junto a la cocina había un trastero, donde la lavadora y la secadora quedaban ocultas tras unas puertas de celosía. Dentro de la lavadora había toallas y sábanas casi adheridas a la pared del tambor a causa del centrifugado.

O bien Andy Fallon quería dejar su casa en perfecto orden antes de morir o bien alguien intentó limpiarla después de su muerte, una posibilidad que ponía a Kovac los pelos de punta.

En la planta baja había dos dormitorios, situados en el pasillo que conducía a la escalera. El más pequeño era una habitación de invitados carente de interés, mientras que el más espacioso se había transformado en un despacho, con una mesa modesta, librerías y un par de armarios archivadores. Kovac encendió la lámpara de la mesa y registró los cajones de la mesa, procurando verlo todo, pero sin desordenar nada.

Muchos policías a los que conocía conservaban los expedientes de sus casos pasados. Él mismo tenía el sótano lleno de ellos. Si Dios existía, Andy Fallon habría guardado una copia del expediente relativo a la investigación del asesinato de Curtis. En tal caso, existían bastantes probabilidades de que lo hubiera archivado bajo la letra C como un buen autómata reprimido de Asuntos Internos.

El primer archivador contenía información económica personal y declaraciones de la renta, pero el segundo le proporcionó el premio gordo. Contenía carpetas de cartulina pulcramente ordenadas, con etiquetas sobre las que se veían los apellidos de los sujetos escritos en letra de imprenta negra, seguidos de los ocho dígitos que componían el número de caso. Ninguno de ellos correspondía a Curtis, Ogden ni Springer.

Kovac se sentó en la silla de Andy Fallon y la hizo girar de un lado a otro. Si la investigación de Curtis obsesionaba al chico, el expediente debería estar allí. Los archivadores no estaban cerrados con llave, así que cualquiera podría haber birlado el expediente. Se le ocurría la posibilidad de que hubiera sido Ogden, aunque no le parecía que el subterfugio fuera uno de sus puntos fuertes, a diferencia de destrozar bloques de hormigón con la frente, que sí lo era. En cualquier caso, resultaba imposible saber quién había entrado y salido de la casa entre la muerte de Fallon y el descubrimiento de su cadáver. Había demasiadas horas en la zona oscura, demasiadas personas en aquel barrio que solo se ocupaban de sus propios asuntos.

Barajó distintas posibilidades en un intento de hallar el modo de hacerse con el expediente original de Asuntos Internos, pero no se le ocurrió ninguna idea brillante, pues todos los caminos topaban con la barrera de la hermosa teniente Savard. No podía acceder al expediente sin su ayuda, y ella no tenía la menor intención de ponérselo fácil, en ningún sentido.

La recordaba vívidamente de pie tras la mesa de su despacho, un rostro que parecía sacado de una revista de cine de la era en blanco y negro, de Veronica Lake. Y de algún modo sabía que lo que se ocultaba tras aquel físico era un misterio merecedor de la atención de cualquier gran detective, ya fuera real o de ficción. Eso lo atraía tanto como su belleza. Quería colarse por la puerta secreta y descubrir qué motor la propulsaba.

– Como si tuvieras alguna posibilidad, Kovac -masculló entre dientes, asombrado y avergonzado por sus pensamientos-. Tú y la teniente de Asuntos Internos. Ja, ja, ja.

De repente, mientras perdía el tiempo pensando en una mujer a la que no podía tener, notó que faltaba algo en el despacho de Andy Fallon. No había ordenador. El cable de la impresora, con su ancho conector de puerto, yacía sobre la mesa como una serpiente de cabeza chata, mientras que el otro extremo estaba conectado a una impresora de chorro de tinta. Kovac registró una vez más los cajones y encontró una caja de disquetes vacíos. Al abrir el cajón que contenía los expedientes comprobó que cada uno de ellos incluía un disquete. Se dirigió a la librería y entre la colección de manuales de instrucciones para el teléfono/fax, la impresora y el equipo de música, halló un manual de uso para un ordenador portátil IBM ThinkPad.

– ¿Y dónde está? -se preguntó en voz alta.

Mientras consideraba las distintas alternativas, un sonido penetró en su conciencia. Era un estridente sonido electrónico procedente de otra parte de la casa, un pitido seguido del crujido de un tablón de la tarima que cubría el suelo. Apagó la lámpara de la mesa para sumir la estancia en la oscuridad. Su mano se deslizó automáticamente sobre la Glock que llevaba enfundada en la cintura mientras caminaba hacia la puerta, y salió al pasillo en cuanto sus ojos se habituaron a las tinieblas.

Por la fuerza de la costumbre había apagado la luz de cada habitación después de haberla examinado, a fin de no llamar la atención de los vecinos. La única iluminación de la casa era la escasa luz blanca que se filtraba por los paneles de vidrio de la puerta principal, suficiente para dibujar la silueta de una persona.

Kovac desenfundó la Glock, la sostuvo en la mano derecha y localizó el interruptor de la luz del pasillo con la izquierda.

La figura se llevó una mano al rostro.

Kovac contuvo el aliento, esperando el chasquido del gatillo.

– Sí, soy yo -murmuró una voz masculina-. Estoy en la casa y…

– ¡No se mueva! ¡Policía! -gritó Kovac al tiempo que encendía la luz.

El hombre dio un respingo, profirió un grito, abrió los ojos de par en par, los entornó para protegerse de la luz y se llevó la mano libre al rostro como si pretendiera protegerse de las balas. Del teléfono móvil que sostenía en la mano brotó una voz lejana.

– No, no sucede nada, capitán Wyatt -lo tranquilizó el hombre, bajando muy despacio la mano libre y sin apartarse el móvil del oído-. Solo es uno de los detectives estrella de la ciudad haciendo su trabajo…

– Cuelgue el teléfono -ordenó Kovac, ceñudo.

Kovac estudió con detenimiento al hombre que tenía ante sí, sin guardar la Glock porque estaba cabreado y quería demostrarlo. De inmediato lo reconoció de la fiesta. Era el guaperas de cabello negro y olor a culo de Ace Wyatt.

El guaperas se lo quedó mirando.

– Pero es…

– Cuelgue el puto teléfono, listillo. ¿Qué coño está haciendo aquí? La casa está sellada.

El hombre de Wyatt cerró la pestaña del teléfono y se lo guardó en el bolsillo interior del caro abrigo color carbón que llevaba.

– El capitán Wyatt me pidió que me reuniera con él aquí. Razón más que suficiente para…

– ¿Para qué, listillo? -lo atajó Kovac, avanzando hacia él pistola en ristre-. Podría haberle volado la cabeza. ¿Nunca ha oído hablar del invento del timbre?

– ¿Por qué iba a llamar a la puerta de un muerto?

– ¿Por qué ha venido?

– El capitán Wyatt viene para aquí con Mike Fallon. El señor Fallon tiene que elegir el atuendo funerario para su hijo -explicó en el tono que se emplea para hablar con un retrasado-. Yo trabajo para el capitán Wyatt. Me llamo Gavin Gaines, por si se cansa de llamarme listillo.

Exhibía una sonrisa demasiado autocomplaciente, se dijo. Kovac. Detestaba profundamente a los cabrones con licenciatura.

– ¿Va a esposarme? -preguntó Gaines, extendiendo las manos.

Fuera se oyó el golpe de una puerta de coche al cerrarse.

– No se ponga chulo -advirtió Kovac mientras enfundaba de nuevo la Glock -. Claro que eso no puede evitarlo. ¿Le importaría explicarme qué función desempeña exactamente a las órdenes del capitán América?

– Asistente personal, relaciones públicas, enlace con la prensa… Lo que necesite.

Es decir, recadero y chupapollas.

– Pues ahora lo necesita para que le ayude a entrar al señor Fallon en la casa -anunció Kovac antes de abrir la puerta principal-. ¿O estropeará eso su imagen?

Gaines rechinó los perfectos dientes.

– Como ya le he dicho, estoy aquí para lo que el capitán necesite. Vivo para servir.

Tuvieron que subir a Fallon entre los dos, pues el ex policía colgaba de ellos como un peso muerto. Peor que cuando estaba borracho, pensó Kovac. De algún modo, el dolor había incrementado su masa corporal, y la desesperación lo había despojado de todas sus fuerzas. Ace Wyatt llevaba la silla de ruedas.

– Sam, tengo entendido que has estado a punto de acabar con mi mano derecha -lo saludó Wyatt, rey de la afabilidad.

– Si le pagas por neurona, me parece que te debe algo -comentó Kovac-. Anda un poco justo de sentido común.

– ¿Por qué lo dices? Gavin no ha irrumpido en el escenario de un crimen, de modo que no tenía por qué esperar encontrarse a nadie. ¿A qué has venido tú, por cierto?

– A echar un vistazo, lo de siempre -repuso Kovac-. En busca de piezas.

– Ya sabes que la muerte de Andy fue declarada accidental -murmuró Wyatt en voz baja, mirando a Mike Fallon, que estaba sentado de nuevo en la silla.

Gavin se encontraba a cierta distancia, esperando con las manos entrelazadas ante él y la mirada perdida en el árbol de Navidad, una mirada que a buen seguro había copiado de los actores que representaban a agentes del Servicio Secreto en las películas.

– Eso he oído -espetó Kovac-. Qué amable por tu parte acelerar el proceso.

– ¿Por qué prolongar la agonía de Mike? -comentó Wyatt, sin percatarse del sarcasmo-. No beneficiaba a nadie considerar que fue un suicidio.

– Bueno, sí, a la aseguradora, pero que le den.

– Mike lo dio todo por el departamento -recitó Wyatt-. Dio sus piernas, a su hijo… Lo mínimo que pueden hacer es pagar el seguro e intentar paliar el golpe.

– Y tú te has encargado de que sea así.

– Mi última buena acción como capitán.

Dicho aquello, Wyatt esbozó una versión cansina de su famosa sonrisa. Su piel ofrecía un aspecto algo amarillento a la luz del pasillo, y las arrugas que le rodeaban los ojos parecían más profundas que dos noches atrás. No llevaba maquillaje.

Su última buena acción. Encajaba como anillo al dedo, pensó Kovac, teniendo en cuenta que el caso que había impulsado a Ace Wyatt al estrellato había sido el que acabó con la carrera de Mike Fallon.

– ¿Dónde está mi chico? -rugió Mike.

Kovac se acuclilló junto a la silla.

– No está, Mikey, ¿recuerdas que te lo dije?

Fallon se lo quedó mirando con el rostro impávido, pero lo sabía. Sabía que su hijo ya no estaba, sabía que debería enfrentarse a ello y seguir adelante. Pero si podía seguir fingiendo un poquito más… Los viejos tenían derecho a eso.

– Si quiere puedo ocuparme de escoger la ropa, capitán -se ofreció Gaines, caminando hacia la escalera.

– ¿Es eso lo que quieres tú, Mike? -terció Kovac-. ¿Que un desconocido elija la ropa que llevará tu chico durante toda la eternidad?

– No tendrá vida eterna -masculló Fallon en tono lúgubre-. Se quitó la vida, y eso es un pecado mortal.

– No lo sabes, Mikey. Puede que fuera un accidente, como dice el forense.

Fallon se lo quedó mirando unos instantes.

– Sí que lo sé. Sé lo que era y sé lo que hizo. -Sus ojos se llenaron de lágrimas, y empezó a temblar-. No puedo perdonarlo, Sam -musitó, asiéndolo del brazo-. Que Dios me ayude… No puedo perdonarlo. Lo odiaba. ¡Lo odiaba por lo que hacía!

– No hables así, Mike -intervino Wyatt-. No lo dices en serio.

– Deja que se desahogue -ordenó Kovac con sequedad-. Solo él sabe lo que dice en serio.

– ¿Por qué no se limitó a hacer lo que le decía yo? -masculló Fallon entre dientes, hablando consigo mismo o con su Dios, el Dios que tenía a un gorila en la puerta del cielo para impedir el paso a homosexuales, suicidas y cualquier otro ser que no cupiera en los estrechos confines de la mente de Mike Fallon-. ¿Por qué?

Kovac le apoyó una mano en la cabeza, una bendición de policía a policía.

– Vamos, Mike, hagámoslo de una vez.

Dejaron la silla de ruedas al pie de la escalera, y una vez más, Kovac y Gaines llevaron a Fallon escalera arriba, seguidos de Wyatt. Sentaron al anciano en el borde de la cama, de espaldas al espejo en el que se veía la disculpa por la muerte de su hijo. Sin embargo, nada podía hacerse respecto al olor, un olor que todo policía conocía a la perfección.

Mike Fallon bajó la cabeza y rompió a llorar en silencio, absorto en el tormento de preguntarse qué había salido mal con su hijo. Gaines fue a mirar por la ventana. Wyatt se quedó al pie del lecho, contemplando el espejo con el ceño fruncido.

Kovac fue al vestidor y sacó un par de trajes de Andy Fallon, preguntándose quién se ocuparía de aquellos detalles cuando le llegara la hora a él.

– ¿Te gusta alguno de estos dos, Mike? -inquirió al salir con un traje azul en una mano y uno gris oscuro en la otra.

Fallon no respondió. Tenía la mirada fija en la fotografía de la cómoda, la de Andy el día de su graduación. Una fracción de segundo de orgullo y felicidad.

– Los padres no deberían sobrevivir a los hijos -murmuró-. Deberían morir antes de que los hijos les rompan el corazón.

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