Capítulo 11

El aparcamiento llevaba el nombre de un policía asesinado a sangre fría en una pizzería de Lake Street. Liska lo recordaba cada vez que era tarde e iba sola en busca de su coche, o bien cuando estaba cansada y miraba el futuro con ojos inyectados en sangre. Esa noche sumaba todos los puntos. Había pasado la hora punta, la rampa aparecía desierta y ella se hallaba en un estado de ánimo sombrío. Kovac había regresado a comisaría para recoger la llave de la casa de Fallon, y Liska había declinado su ofrecimiento de acompañarla al coche.

Se le erizaron los pelos de la nuca. De pronto se detuvo en seco y giró sobre sus talones. El sonido rebotaba y resonaba en aquel laberinto de hormigón, lo cual dificultaba distinguir su origen. Un portazo podía proceder de la planta superior o inferior. Una pisada podía causarla una persona al otro extremo de la hilera… o detrás de ti. Las rampas de los aparcamientos eran los lugares predilectos de atracadores y violadores. A los indigentes, en su mayoría borrachos o enfermos mentales, les gustaba buscar cobijo en las rampas y usarlas como lavabo cuando los echaban de lugares como la biblioteca pública del centro.

Liska respiraba con cierta dificultad mientras esperaba y observaba, deslizando la mano en el interior del abrigo para asir la culata de la pistola que llevaba a la cintura.

No vio a nadie ni oyó nada significativo. Tal vez solo estaba nerviosa, pero tenía motivos. A fin de cuentas, había pasado el día indagando la muerte de dos policías. Se sentía como si alguien le hubiera echado una almohada sobre la cabeza y la hubiera golpeado con una barra de hierro. Quería ir a su casa, ver a los chicos, tener algunas horas para olvidar el hecho de que se había ofrecido voluntaria para remover una pila de mierda de Asuntos Internos.

– Una idea genial -masculló entre dientes mientras quitaba el seguro del arma y sacaba las llaves del bolsillo del abrigo.

Ahora tenía que buscar el modo de sonsacar información a Cal Springer, y eso sin vomitar. De puta madre.

Costaba imaginar a Cal Springer metido en algo turbio. Casi nunca lo invitaban a comer, de modo que resultaba difícil imaginar que lo invitaran a formar parte de una conspiración, pero por otro lado no podía pasarse por alto el hedor a miedo que despedía, un hedor que le recordaba a su padre y que odiaba con todas sus fuerzas.

– ¿Por qué no haría caso a mi madre? -masculló-. «Aprende un oficio, Nikki. Hazte esteticista, monta un catering, apunta alto, búscate un trabajo para el que puedas ponerte faldas bonitas, conoce al hombre de tus sueños…»

El Saturn azul marino que hacía las veces de despacho con ruedas y taxi estaba aparcado al final de la fila, junto a la pared, en un rincón demasiado oscuro para su gusto ahora que era de noche. Al menos había aparcado de culo, lista para huir a toda pastilla. Pulsó el botón del cierre centralizado y masculló un juramento. Nada. Las portezuelas no se abrieron. Los intermitentes no parpadearon. Ese trasto llevaba varias semanas haciendo el tonto, funcionando unas veces y otras no. Por otro lado, Liska trabajaba sin descanso, por lo que nunca tenía tiempo de llevarlo al taller. Le parecía una avería demasiado insignificante para molestarse… pero ahora estaba sola en un aparcamiento oscuro.

Un golpe y una especie de arañazo la hicieron detenerse de nuevo. De otra planta le llegó el chirrido de protesta de un árbol de dirección forzado en exceso en un sentido. En su propia planta percibió una presencia humana que disparó las alarmas de todas sus terminaciones nerviosas. No se paró en las estúpidas racionalizaciones a las que solían recurrir las mujeres en tales situaciones. Había que confiar en el instinto por encima de las enseñanzas de una sociedad en apariencia cortés. Si tenía la sensación de que algo andaba mal, entonces es que probablemente así era.

– Eh, ¿quién está ahí? -gritó, volviéndose despacio.

La tía dura. La voz que desafiaba a cualquier merodeador a acercarse a ella. El pulso se le aceleró considerablemente.

Caminó hacia el coche, llave en la mano izquierda, la derecha camino del arma, desenfundándola. Con la punta de la llave buscó a tientas la cerradura, fallando una vez y otra. Mantuvo la vista alta, mirando de izquierda a derecha, viendo… algo, a alguien. La cara en sombras de una columna de hormigón que parecía un poco demasiado gruesa, un poco distorsionada.

Liska parpadeó e intentó aguzar la vista. Demasiado oscuro. Puede que allí no hubiera nada.

La llave entró en la cerradura. Se sentó al volante, cerró la puerta y pulsó el botón del cierre centralizado, pero no pasó nada. Maldijo el coche, arrancó el motor y volvió a pulsar el botón. Esta vez se vio recompensada por el chasquido de los seguros al bajar. Seguía con la mirada clavada en aquella columna situada a quince metros de distancia. No detectó movimiento alguno, pero la sensación de aquella otra presencia humana no la abandonaba.

Hora de marcharse.

Arrojó el maletín sobre el asiento del acompañante, entre los trastos propios de una madre trabajadora, un desorden que le parecía peor que nunca y se extendía hasta el suelo. Correo comercial, una bolsa de Burger King, un par de revistas, la zapatilla deportiva de uno de los chicos, algunas figuras de acción… Y muchos vidrios rotos.

El pulso volvió a acelerársele.

La ventanilla derecha había quedado reducida a mil fragmentos que yacían desparramados sobre el asiento y en el suelo, mezclados con el correo comercial, la bolsa de Burger King, la zapatilla de R. J., las revistas y los muñecos de acción. Probablemente había sido algún yonqui, intentó convencerse Liska. El fantasma entre las sombras, que ahora se ocultaba, esperando a que se marchara para poder romper otra ventanilla en busca de objetos de valor. Era la explicación más plausible.

Puso primera. Conduciría hasta la planta baja y pediría un coche patrulla desde la zona bien iluminada de la caja.

En el salpicadero se encendió una luz roja que le indicaba que debía llevar el coche al taller.

– Sí, ¿y a mí quién me lleva al taller? -suspiró mientras salía del hueco.

La luz de los faros del coche cayó sobre la columna. Nada. Nadie. Intentó desterrar de su mente toda sospecha mientras respiraba hondo, pero la tensión no desapareció.

Al pasar junto al pilar miró por el retrovisor y entrevió algo. Media silueta de hombre de pie junto a un coche de tres volúmenes muy cerca del lugar donde había estado aparcado su Saturn.

No tenía nada de raro ver a una persona en un aparcamiento. Todos los coches tenían dueños que por lo general abrían puertas y encendían faros. Pero aquel no; aquel se limitó a ocultarse entre las sombras. Liska descartó el retrovisor y miró por encima del hombro izquierdo mientras en la mano derecha mantenía sujeta el arma, una pequeña y bonita Sig Sauer, ideal para su mano diminuta y aun así capaz de acabar con cualquier toro que la embistiera.

¿De dónde había salido aquel tipo? Había aguzado al máximo la vista y el oído. Desde luego, nadie había avanzado tanto por la rampa sin que ella se diera cuenta.

– ¡Eh!

La voz la golpeó como una bala. Liska giró la cabeza hacia la derecha y vio a un hombre abalanzarse sobre su coche, la cabeza y el torso irrumpiendo en el interior por la ventanilla rota.

– ¡Eh! -gritó de nuevo aquel rostro que parecía tallado a partir de un tronco con un abrecartas, curtido, sucio, de dientes amarillentos, barba mugrienta, ojos oscuros y enloquecidos-. ¡Dame cinco dólares!

Liska pisó el acelerador a fondo. Los neumáticos chirriaron sobre el hormigón. El hombre profirió un grito furioso y se aferró con sus manos maltratadas a los soportes del reposacabezas del acompañante. Liska levantó la Sig y le apuntó a la cara.

– ¡Fuera de mi coche! ¡Soy policía!

El hombre abrió la boca de par en par y lanzó otro grito, que brotó acompañado de una bocanada de aliento fétido. Liska le acercó el arma a la boca.

– ¡Fuera, cabrón!

Con una mano giró el volante a la izquierda y pisó el freno para hacer patinar el Saturn. La parte posterior chocó contra un monovolumen. El borracho se soltó y salió despedido. Liska puso el freno de mano, bajó del coche y lo rodeó con la Sig en alto. El borracho yacía hecho un ovillo cerca de la puerta trasera de un Cadillac muy sucio de los setenta, inmóvil como la muerte, con los ojos cerrados. Joder, lo que le faltaba, haberse cargado a un tío. El empleado del parking subió corriendo la rampa desde el nivel inferior; era un tipo gordo embutido en un uniforme barato y una parka demasiado pequeña que dejaba al descubierto una panza enorme.

– ¡Madre mía, señora! -jadeó sin resuello.

Hacía cinco grados bajo cero, pero sudaba como un cerdo, y el cabello castaño se le pegaba lacio a la voluminosa cabeza. Al ver el arma abrió los ojos como platos y levantó los brazos.

– Soy policía -anunció Liska-. Este hombre queda detenido. ¿Hay algún guardia de seguridad de servicio?

– Esto… ahora tiene descanso.

– Ya, o sea que está en el puticlub de la esquina.

El empleado abrió y cerró la boca como un pez. Liska examinó al borracho en busca de algún indicio de que seguía vivo. Respiraba con regularidad, y su pulso era firme. No vio rastro de sangre, de modo que sacó las esposas del abrigo y le esposó una muñeca.

– ¿Lleva móvil? -preguntó al empleado.

– Sí, señora.

– Llame a la policía y pida una ambulancia.

El hombre parecía a punto de salir despavorido.

– Sí, señora, creía que usted era policía.

– Llame.

En aquel momento, el borracho entreabrió un ojo inyectado en sangre e intentó enfocarlo en ella.

– Venga, tía -declaró-. Dame cinco dólares.

Liska lo fulminó con la mirada.

– Tienes derecho a permanecer en silencio. Ejércelo.

Cerró la otra esposa en torno a la manilla de la portezuela trasera del Cadillac, volvió al Saturn y sacó una linterna enorme de la guantera. Aquel trasto pesaba kilo y medio y también hacía las veces de porra. El empleado seguía inmóvil y con las manos en alto cuando bajó del coche.

– ¿Por qué no ha llamado?

– No quería hacer ningún movimiento brusco.

– Joder.

Encendió la linterna con la mano izquierda, sacó la Sig del bolsillo y empezó a subir la rampa.

– ¿Adonde va? -preguntó el empleado.

– A buscar al hombre del saco. Llame a la policía de una puta vez.


Eran casi las diez cuando Liska llegó a su casa, exhausta y asqueada, sobre todo al ver que el coche de Speed le impedía entrar en el garaje. No importaba que de todos modos no pudiera aparcar en el garaje a causa de la mierda acumulada en él. Era cuestión de principios. Permaneció sentada en el Saturn, congelándose, pues la calefacción no podía competir con el frío que entraba por la ventanilla rota. No había hallado rastro del fantasma en el aparcamiento. Unos agentes uniformados se habían hecho cargo del borracho, Edward Gedes, y seguido a la ambulancia hasta el hospital del condado de Hennepin, donde matarían el tiempo tomando café y ligando con las enfermeras de urgencias mientras esperaban a que Edward fuera examinado. No había mucho de que acusarle a menos que pudieran demostrar que él había roto la ventanilla, y Liska no lo creía posible.

De hecho, el instinto le decía que no solo no se podría demostrar, sino que no había sido él. Cabía la posibilidad de que Gedes hubiera destrozado la ventanilla y luego la hubiera esperado para abalanzarse sobre ella, pero no lo creía.

En el coche no faltaba nada, aunque tampoco es que guardara en él nada de valor. Desde luego, nadie había roto la ventanilla para robar el muñeco de Jesse Ventura de R. J. No habían registrado la guantera ni tocado el equipo de música, cosa que incluso la habría tranquilizado, ya que el móvil del robo habría conferido sentido al vidrio roto. Lo único que habían tocado era la pila de correo comercial; una persona dispuesta a colarse en su coche estaba ahora en posesión de su dirección.

El fantasma entre las sombras.

¿Por qué su coche de entre todos los del aparcamiento?

Recogió sus cosas y se dirigió a la casa. Nadie reparó en su llegada. En el salón se libraba una batalla campal. En un rincón habían levantado una tienda improvisada con una manta. Las sillas del comedor aparecían boca abajo para hacer un fuerte en las inmediaciones del árbol de Navidad. Con los rostros pintarrajeados, los chicos corrían de un lado a otro en pijama, blandiendo sables luminosos de plástico y armando suficiente ruido para despertar a los muertos. Su ex marido estaba agazapado detrás del sillón reclinable, con una bata sobre la ropa, un pañuelo negro atado a la cabeza y una espada fosforescente de samurai en la mano.

– Bienvenida a casa, mamá -canturreó mientras dejaba el bolso sobre la mesa del comedor-. ¿Has tenido un buen día? La verdad es que no -se respondió a sí misma-, pero gracias por tu interés. Estoy encantada de estar en casa, donde reina la paz y el orden, y me siento arropada por el amor de todos.

Kyle fue el primero en reaccionar. Se detuvo en seco, y la sonrisa se borró de su rostro mientras miraba alternativamente a sus padres. Contaba dos años más que R. J., por lo que recordaba la hostilidad reinante al final de su matrimonio, y era muy sensible a la tensión suspendida entre ellos.

– Hola, mamá -saludó, mirando el juguete que tenía en la mano antes de dejarlo en el suelo, como si le diera vergüenza que lo hubieran sorprendido en plena diversión.

Poseía la apostura de su padre, pero en sus facciones se advertía una seriedad de la que carecía Speed.

– Hola, grandullón -dijo Liska.

Se acercó a él, le alborotó el cabello y lo besó en la frente. Kyle clavó la mirada en el suelo.

R. J. chilló como un cerdo y echó a correr en círculos sin dejar de blandir el sable, negándose obstinado a tomar nota de la presencia de su madre. Una conocida oleada de furia la inundó al mirar a su ex.

– Hola, Speed, cuánto me alegro de verte. Otra vez. Te comportas casi como un padre o algo parecido. ¿Dónde está Heather?

– La he enviado a casa -repuso Speed al incorporarse-. ¿Por qué pagar a la canguro si no hace falta? Hoy tenía un poco de tiempo y he venido.

– Qué considerado al preocuparte por mi situación económica -se mofó Liska, deseosa de añadir «sobre todo teniendo en cuenta que nunca te has molestado en contribuir a la causa», aunque contuvo la lengua por el bien de los chicos-. Es hora de irse a la cama, chicos -añadió, jugando de nuevo a ser la mala y detestando a Speed por obligarla a ello-. Id a lavaros la cara y cepillaros los dientes, por favor.

Kyle se dispuso a salir del salón. R, J. se la quedó mirando con los ojos muy abiertos y de repente profirió un espeluznante grito de guerra mientras daba un salto y agitaba los brazos como un auténtico ninja.

Kyle se acercó a él y lo asió del brazo.

– Basta, tonto -espetó con voz severa.

Liska no lo reprendió.

– Ya sé que estás acostumbrado a hacer lo que te sale de las narices -dijo a Speed en cuanto sus hijos se fueron-, pero los chicos van a la escuela y para ello necesitan ciertas horas de sueño.

– Por una vez que se acuesten tarde no pasa nada, Nikki.

– No.

Pero ¿por qué precisamente aquella noche?, quiso preguntarle, aunque calló por temor a romper a llorar si lo hacía. Estaba demasiado agotada para aguantar a Speed, y de la hamburguesa de Kovac ya hacía horas. Se restregó el rostro con las manos y se alejó de él en dirección a la cocina, donde empezó a rebuscar en una de las alacenas bajas.

Vio que Speed adoptaba una de sus poses en la puerta. Se había quitado el albornoz y dejado al descubierto una camiseta negra de Aerosmith que se tensaba sobre el pecho y el vientre plano. Las mangas apenas contenían los músculos bien definidos de sus brazos; tenía aspecto de haber hecho muchas pesas últimamente. Se quitó el pañuelo de la cabeza y se alborotó el cabello corto, que no tardó en despeinarse en todas direcciones.

– ¿Quieres hablar de ello? -preguntó.

– ¿Desde cuándo hablamos?

– Empecemos hoy -sugirió Speed con un encogimiento de hombros.

Sacó una caja de bolsas de basura azul semitransparentes de una alacena y comprobó la resistencia de una de ellas.

– De momento servirá.

– ¿Para qué?

– Alguien me ha roto la ventanilla del coche, y la verdad es que se pasa bastante frío.

– Malditos yonquis -masculló Speed-. ¿Te han robado algo?

– No.

– ¿Solo te han roto la ventanilla?

– Y han revuelto el correo comercial que tenía acumulado.

– ¿Seguro que solo era correo comercial? ¿No había recibos de la tarjeta de crédito ni nada parecido? ¿Facturas del móvil quizá?

– No.

– Y no se han llevado el equipo de música.

– Ya ves, ¿quién iba a querer la radio de un Saturn?

– No me hace gracia que no se llevaran nada -comentó Speed con el ceño fruncido.

– A mí tampoco -convino Liska mientras abría el cajón de los trastos en busca de un rollo de cinta adhesiva-. Ojalá se hubieran llevado el coche. Se me ha encendido la luz del motor. Con un poco de suerte, el pobre sufre alguna enfermedad terminal.

– ¿Estás trabajando en algo que pueda haber molestado a alguien? -inquirió su ex, rodeando el mostrador hasta donde Liska estaba doblando compulsivamente la bolsa de basura para dejarla reducida al cuadrado más pequeño posible.

Liska pensó en Fosforito, Cal Springer, Asuntos Internos, Ogden y los dos policías muertos. Meneó la cabeza con la mirada clavada en la bolsa.

– Nada en especial.

Está demasiado cerca, pensó. No quiero que se acerque tanto; esta noche no.

– Tengo entendido que el forense ya ha presentado su informe sobre el tipo de Asuntos Internos -señaló Speed-. Accidente, ¿eh?

Liska se encogió de hombros y tocó un rollo de cinta.

– De esa forma se puede cobrar el seguro.

– ¿No estás de acuerdo?

– Eso da igual. Leonard dice que el caso está cerrado.

– No da igual si vas a seguir investigando. ¿Qué piensas? ¿Que la palmó por culpa de una investigación? ¿Crees que algún poli corrupto lo linchó? Eso es muy descabellado, Nikki ¿Qué podría estar sucediendo en el departamento de policía de Minneapolis para que alguien se la jugara tanto?

– No pienso nada -aseguró Liska, impaciente-. Y no sé qué pasa en Asuntos Internos. En cualquier caso, no importa. El teniente ha cerrado el caso.

– Muy bien, está cerrado Estás fuera. Deberías de estar aliviada.

– Claro -suspiró Liska sin convicción alguna, sabedora de que Speed la observaba, a la espera de oír lo que callaba.

– Nikki…

En la voz de Speed se detectaba frustración y tal vez cierto anhelo… o algo más. O quizá era lo que Liska quería creer. Speed le rozó la barbilla, y ella alzó la mirada hacia él, conteniendo el aliento.

Muchos aspectos de su relación se habían ido al garete en los últimos años, pero no el físico. Speed siempre la había excitado, y para su eterna desesperación, siempre la excitaría probablemente. A la química se le daban un ardite los celos, las rivalidades y la infidelidad.

– ¿Os vais a besar?

– R. J. -dijo Liska mientras Speed lanzaba un suspiro-. Esas cosas no se preguntan. Es de mala educación.

– ¿Y?

El chiquillo no se había limpiado toda la pintura de la cara. Liska se inclinó y le besó una mancha de la frente.

– Y nada, que te quiero y que te vayas a la cama.

– Pero papá…

– Papá ya se iba -lo atajó Liska, lanzando una mirada significativa a Speed.

R. J. adoptó una expresión mohína.

– Siempre haces que se vaya

– Vamos, Rocket -dijo Speed antes de levantar a su hijo sobre el hombro-. Te arroparé y te contaré lo de aquella vez, cuando detuve a Big Ass Baxter.

Liska los siguió con la mirada, en parte deseosa de seguirlos, no porque pretendiera dar la impresión de que llevaba una vida familiar normal, sino porque estaba celosa de la relación que Speed mantenía con los chicos. No obstante, no le parecía una actitud saludable, como tampoco se lo parecía su necesidad de contacto con su ex.

Cogió la cinta adhesiva y la bolsa de basura, y salió por la puerta de la cocina, contenta al percibir el golpe de aire frío.

– Qué bonito queda -masculló al fijar la bolsa de basura a la ventanilla rota.

No había nada como un buen pedazo de cinta adhesiva para embellecer un coche.

El barrio estaba en silencio. Era una noche clara y fría, con un cielo salpicado de más estrellas de las que ella podía ver desde aquella zona de la ciudad. Su vecino trabajaba para United Way. Los del otro lado, un matrimonio, habían trabajado treinta y pico años juntos en 3M. Ninguno de ellos había visto jamás un cadáver ahorcado de una viga.

En medio de aquel barrio, de repente Liska se sintió muy sola, aislada de los seres humanos normales por culpa de las experiencias que había vivido y viviría. Aislada por la violencia de que había sido objeto.

Alguien a quien no conocía y no podía identificar tenía su dirección. Se volvió hacia la calle. Cualquier coche que pasara por allí… Cualquier par de ojos que la vigilara entre las sombras… Cualquier sonido inesperado delante de la ventana de su habitación…

La vulnerabilidad no era una sensación conocida ni agradable para ella, pero en aquel instante la acometió como un escalofrío de fiebre. La anticipación del miedo. Debilidad. Sensación de impotencia, de aislamiento.

Sintió deseos de pegar a alguien.

– Al fin solos.

Con un sobresalto, Liska giró sobre sus talones, reconociendo la voz una fracción de segundo antes de ver el rostro que la acompañaba.

– ¡Maldita sea, Speed! ¡No entiendo cómo aún sigues vivo a estas alturas!

– Yo tampoco. La verdad es que creía que me matarías mucho antes -repuso su ex con una sonrisa que relució en la oscuridad.

– Tienes suerte de que no llevara la pistola -refunfuñó Liska.

– Si la llevaras, aún estarías a tiempo de usarla.

Embutió las manos en los bolsillos de la vieja chaqueta que llevaba, sacó un paquete de Marlboro y encendió uno.

– No te dispararía ahora por nada del mundo -aseguró Liska-. Quiero que esta noche acabe cuanto antes, y si te disparara, me pasaría toda la noche en vela porque me detendrían, me ficharían y todo el rollo. No merece la pena.

– Vaya, muchas gracias.

– Estoy cansada, Speed. ¿Te importaría marcharte?

Speed dio una larga chupada al cigarrillo, exhaló el humo y contempló la calle mientras un sedán oscuro anodino pasaba de largo a escasa velocidad. Liska lo miró por el rabillo del ojo y se arrebujó en su abrigo.

– ¿Llamarás al taller mañana para que te arreglen la ventanilla? -quiso saber Speed, señalando el coche con el cigarrillo.

– No veo el momento de coger el teléfono.

– Porque lo de la bolsa de basura queda cutrísimo.

– Gracias por preocuparte tanto por mi seguridad.

– Eres la madre de mis hijos.

– Lo cual no habla precisamente a favor de mi buen juicio.

– Eh, no me dirás que te arrepientes de haberlos tenido -espetó Speed al tiempo que arrojaba la colilla a la nieve y la miraba de hito en hito.

– No me arrepiento de haber tenido a los chicos -repuso Liska, sosteniendo su mirada-. No me arrepiento en absoluto.

– Pero te arrepientes de lo nuestro.

– ¿Por qué me haces esto? -suspiró Liska, exhausta-. Me parece que es un poco tarde para lamentos y negociaciones, Speed. Nuestro matrimonio lleva mucho tiempo muerto.

Speed sacó las llaves del bolsillo y seleccionó la que necesitaba.

– Lamentarse es una pérdida de tiempo. Vive el momento; nunca se sabe cuál será el último.

– Y después de tan alegres palabras… -se burló Liska, volviéndose hacia la casa.

Speed la asió del brazo al pasar. Estaba contemplando la posibilidad de besarla, Liska lo veía en su mirada y lo percibía en la tensión de su cuerpo. Sin embargo, ella no quería y suponía que su ex se daba cuenta de ello.

– Cuídate, Nikki -dijo por fin en voz baja-. Eres demasiado valiente.

– Soy lo que necesito ser -replicó ella. Speed esbozó una sonrisa triste y la soltó.

– Lástima que yo nunca fuera lo que necesitabas.

– Yo no diría que nunca -puntualizó Liska, si bien mantuvo la mirada clavada en el suelo.

No lo siguió con la mirada mientras se alejaba, pero sí cuando subió al coche y dio marcha atrás para salir de la entrada. Permaneció inmóvil delante de su casa hasta que los faros posteriores no fueron más que un vago recuerdo. Y entonces estuvo de nuevo sola, se dijo mientras miraba la ventanilla remendada. O al menos eso esperaba.

Entró en la casa por la puerta trasera, cerró con llave y encendió la luz. Cuando se retiró al dormitorio, sola, un sedán oscuro pasó por delante de su casa… por segunda vez.

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