Capítulo 4

– Andy Fallon ha muerto.

Liska dio la noticia a Kovac junto a la entrada de las oficinas del Departamento de Investigación Criminal.

Kovac se quedó sin aliento.

– ¿Qué?

– Andy Fallon ha muerto. Un amigo lo encontró esta mañana. Parece un suicidio.

– Dios mío -masculló Kovac, tan desorientado como aquella mañana, al levantarse de la cama con rapidez excesiva para su cabeza dolorida.

Recordó a Mike Fallon, frágil y pálido, recordó sus palabras. Para mí ha muerto.

– Dios mío -repitió.

Liska lo miraba con expresión expectante.

Kovac procuró recobrar la compostura.

– ¿Quién lo lleva?

– Springer y Copeland -repuso su compañera, mirando a su alrededor para asegurarse de que nadie la oía-. Bueno, lo llevaban, porque he creído que te interesaría y me he hecho con el asunto.

– No sé si darte las gracias o desear que tus padres hubieran tomado más medidas anticonceptivas -refunfuñó Kovac mientras echaba a andar hacia su cubículo.

– ¿Conocías a Andy?

– A decir verdad, no. Lo había visto un par de veces… Suicidio… Dios, yo no quiero decírselo a Mike.

– ¿Prefieres que se lo diga algún agente de uniforme? ¿O alguien de la oficina del forense? -replicó Liska, desaprobadora.

Kovac lanzó un resoplido y cerró los ojos en un intento de aliviar la carga que acababa de asentarse sobre sus hombros.

– No.

El destino lo había vinculado a Iron Mike muchos años antes y de nuevo la noche anterior. Lo menos que podía hacer era garantizar cierta continuidad al anciano, garantizar que una cara familiar le diera la noticia.

– ¿No crees que deberíamos ocuparnos del tema? -sugirió Liska mientras buscaba con la mirada a Copeland y Springer-. Deberíamos mantener el asunto bajo control, teniendo en cuenta que Andy pertenecía al cuerpo y esas cosas.

– Tienes razón -convino Kovac, observando que la luz del contestador de su teléfono parpadeaba-. Larguémonos antes de que Leonard nos cargue otro de sus asesinatos de mañana.


Andy Fallon vivía en una casa de planta baja y desván al norte del barrio de moda, que recibía el nombre de Zona Alta. La Zona Alta, morada de trepas y gentes a la última, se hallaba al sur del centro, lo cual nunca había tenido sentido para Kovac. Suponía que el concepto de «Zona Alta» era demasiado elegante para tipos de su calaña. El centro comercial era un cúmulo de edificios restaurados y reformados que albergaban cafés, restaurantes finos y cines de arte y ensayo. Las casas situadas en la parte occidental, cerca del lago de las Islas y el lago Calhoun, se vendían a precios exorbitantes. Fallon vivía a suficiente distancia al norte y al este del lugar para poder permitirse el precio de una vivienda con sus ingresos de policía soltero.

Ante la casa vieron aparcados dos coches patrulla. Liska caminaba delante de él, siempre ansiosa por investigar un nuevo caso. Kovac la seguía casi a regañadientes, pues aquel asunto no le hacía ni pizca de gracia.

– Esperen a ver esto -les advirtió el agente uniformado que los recibió en la puerta-. Es de antología.

Hablaba en tono casi sarcástico. Llevaba tanto tiempo trabajando como policía, se había embrutecido de tal modo por la cantidad de cadáveres que había visto a lo largo de su carrera, que aquellos cadáveres ya no eran personas para él, sino tan solo cuerpos. Todos los policías acababan igual, o se apartaban de las calles antes de perder el juicio. La muerte no podía afectarlos de manera personal cada vez que se topaban con ella. Kovac sabía que tampoco él era una excepción, pero aquel caso sería distinto. De hecho, ya lo era.

Liska lanzó al policía la mirada vacua que todos los detectives aprenden a utilizar al inicio de su carrera.

– ¿Dónde está el cadáver?

– En el dormitorio, arriba.

– ¿Quién lo encontró?

– Un «amigo» -repuso el agente, marcando las comillas con los dedos-. Está llorando en la cocina.

Kovac se acercó mucho a él y echó un vistazo a su placa identificativa.

– ¿Se llama usted Burgess?

– Sí -asintió el policía, resistiéndose visiblemente a retroceder ante el acoso.

Liska garabateó su nombre y número de placa en el cuaderno.

– ¿Fue usted el primero en llegar? -preguntó Kovac.

– Sí.

– ¿Y usó esa boquita para hablar con el hombre que encontró el cadáver?

Burgess frunció el ceño con suspicacia.

– Sí…

Kovac se adentró un paso más en el espacio del agente.

– Burgess, ¿es usted siempre tan cretino o solo hoy?

El agente se ruborizó, y sus facciones se tensaron.

– Haga el favor de tener cuidado con lo que dice -ordenó Kovac-. La víctima era policía, al igual que su padre, de modo que un poco de respeto.

Burgess apretó los labios y por fin retrocedió un paso con expresión gélida.

– Sí, señor.

– No quiero que entre nadie a menos que lleve placa o sea de la oficina del forense, ¿queda claro?

– Sí, señor.

– Y quiero un registro del nombre, número de placa, hora de entrada y hora de salida de todas las personas que vengan. ¿Podrá hacerse cargo de eso?

– Sí, señor.

– Huy, huy, eso no le ha gustado nada -murmuró Liska con alegría malsana cuando dejaron a Burgess en la entrada y se dirigieron a la parte posterior de la casa.

– ¿Tú crees? Pues que se joda-replicó Kovac-. ¿Andy Fallon era marica?

– Se dice homosexual -puntualizó Liska-. ¿Y yo qué sé? No me mezclo con esas ratas de Asuntos Internos. ¿Por quién me has tomado?

– ¿De verdad quieres que te lo diga? -bromeó Kovac-. ¿Trabajaba en Asuntos Internos? No me extraña que Mike dijera que el chico estaba muerto para él.

La cocina era de color verde oliva con inmaculados muebles de madera blanca, y en ella reinaba un perfecto orden. Era la cocina de una persona que sabía hacer algo más que poner el microondas. Buen fogón, cacerolas colgadas de una barra de hierro sobre la isleta con mostrador de granito llena de grandes cuchillos en su soporte…

En el extremo más alejado de la estancia, sentado a una mesa redonda situada junto a una ventana con saledizo, estaba el «amigo» con el rostro sepultado entre las manos. Era un tipo apuesto ataviado con traje oscuro, cabello rojo cortado a la moda, cara rectangular toda ángulos y pecas que en ese momento destacaban la palidez cenicienta de la piel, acentuada por la fría luz grisácea que entraba por las ventanas. Apenas alzó la vista cuando los dos detectives entraron en la cocina.

Liska le mostró la placa y presentó a ambos.

– Tenemos entendido que usted encontró el cadáver, señor…

– Pierce -repuso el hombre con voz ronca antes de sorber por la nariz-. Steve Pierce. Sí, yo… lo encontré.

– Sabemos que ha sido un duro golpe para usted, señor Pierce, pero tendremos que hablar con usted cuando terminemos. ¿Lo comprende?

– No -denegó el hombre-. No comprendo nada. No puedo creerlo. No puedo creerlo.

– Lo acompañamos en el sentimiento -recitó Liska automáticamente.

– Andy no haría una cosa así -farfulló el hombre con la mirada clavada en la mesa-. Nunca haría una cosa así. Es imposible.

Kovac guardó silencio. Al subir la escalera sintió que un puño de temor le oprimía el pecho.

– Este asunto me da mala espina, Tinks -masculló mientras se ponía los guantes de látex-. O eso o estoy sufriendo un ataque al corazón. Eso sí que sería irónico. Por fin dejo de fumar y voy y la palmo de un ataque al corazón.

– Bueno, no te mueras aquí -advirtió Liska con sequedad-. El papeleo sería un coñazo.

– Eres un dechado de compasión.

– Prefiero no decirte de qué eres tú un dechado. No estás sufriendo un ataque al corazón.

La primera planta de la casa tenía aspecto de haber sido en su momento una buhardilla abierta, pero la habían convertido en una hermosa suite con vigas vistas que le conferían aspecto de loft. Un precioso y acogedor rincón para morir, se dijo Kovac mientras examinaba los detalles.

El cadáver pendía de una soga anudada al modo tradicional a apenas un metro de distancia de la cama con dosel. La soga estaba echada sobre una viga del techo y atada al cabezal del lecho, si bien el lugar exacto quedaba oculto por la ropa de cama. La cama estaba hecha con gran pulcritud. Nadie había dormido en ella ni se había sentado siquiera sobre ella. Kovac advirtió aquellos pormenores de forma casi inconsciente, pues su concentración consciente se centraba en la víctima. Recordó las fotografías que había visto en el tocador del dormitorio de Mike Fallon la noche anterior: el joven apuesto, el deportista estrella, el flamante policía junto a un Mike radiante. Vio la misma fotografía de graduación sobre la cómoda de Andy Fallon. Recordaba haber pensado que era un chaval guapo.

El atractivo rostro aparecía descolorido, distorsionado, lívido e hinchado. La boca estaba ladeada en una especie de mueca sardónica, los ojos, vacuos y vidriosos. Llevaba un tiempo ahí, al menos un día, dedujo Kovac por la aparente ausencia de rigor mortis, la cualidad tensa de la piel y el hedor, compuesto del nauseabundo olor dulzón de la carne en descomposición, por un lado, y el aroma penetrante a orina y heces. En el momento de la muerte, los músculos, se habían relajado tanto que la vejiga y los intestinos se habían vaciado por completo.

El cadáver estaba desnudo. Los brazos pendían a los lados, con las manos semicerradas un poco por delante de las caderas. Manchas oscuras salpicaban los nudillos; era la lividez, la sangre que se acumulaba en la parte inferior de las extremidades. Los pies, suspendidos a escasa distancia del suelo, aparecían hinchados y amoratados.

Un espejo de cuerpo entero con marco de roble se apoyaba contra la pared a unos tres metros del cadáver. El espejo reflejaba todo el cadáver, aunque de forma distorsionada a causa del ángulo. Sobre el vidrio se veían escritas dos palabras con alguna sustancia oscura: «Lo siento».

– Siempre me ha parecido que los tipos de Asuntos Internos son unos raritos.

Kovac se volvió hacia los dos agentes uniformados que miraban el espejo con sendas sonrisas irónicas. Eran los típicos polis con pinta de gárrulos, el más corpulento de los cuales tenía una cabeza que más bien parecía un bloque de hormigón. En sus placas identificativas leyó los nombres Rubel y Ogden.

– Eh, atontados -espetó-. Largo de aquí. Pero ¿qué coño os pasa? Estáis pisoteando todas las pruebas.

– Pero si se ha suicidado -replicó el más feo, como si eso tuviera alguna importancia.

Kovac percibió que enrojecía de rabia.

– Cierra el pico, capullo. No tienes ni idea de nada. Puede que dentro de veinte años te hayas ganado el derecho a expresar una opinión, pero de momento, fuera de aquí. Bajad y acordonad la zona. No quiero que nadie entre en la casa. Y mantened la puta boca cerrada. Donde hay un cadáver, hay periodistas. Si leo una sola palabra sobre esto -advirtió, señalando el espejo-, rodarán cabezas, os lo aseguro. ¿Entendido?

Los agentes se miraron malhumorados y por fin se volvieron para bajar la escalera.

– Un tipo de Asuntos Internos que se ha suicidado -masculló el feo entre dientes-. Como si fuera un delito. Por lo que a mí respecta, le ha hecho un favor al mundo.

Kovac se concentró de nuevo en el cadáver. Liska se paseaba por la habitación, tomando nota de cada detalle, dibujando un tosco plano con la ubicación de los muebles y cualquier otro pormenor que pudiera considerarse significativo. Se turnaban en la tarea de tomar notas, y en esa ocasión le tocaba a él sacar las primeras fotos.

Empezó por la habitación y fue acercándose al cadáver para fotografiarlo desde todos los ángulos. Cada destello del flash grababa una imagen en su memoria de esa cosa muerta que había sido el hijo de Mike Fallon. La viga de la que colgaba la soga, la máquina de steps Reebok situada detrás del cadáver, lo bastante cerca para ser el objeto que Andy Fallon había utilizado para dar el paso hacia el más allá, el espejo… Lo siento.

Lo siento.

¿Lo sentía Andy Fallon? ¿Qué era lo que había sentido? ¿O tal vez otra persona había escrito aquellas palabras?

En aquel instante se puso en marcha el automático de la calefacción, y el cadáver empezó a oscilar levemente corno una piñata gigantesca en descomposición. El reflejo en el espejo era su macabra pareja de baile.

– Nunca he entendido a la gente que se desnuda para suicidarse -comentó Liska.

– Es simbólico. Se despojan de su piel terrena.

– Yo no lo haría.

– Puede que no se suicidara -aventuró Kovac.

– ¿Crees que esto se lo hizo otra persona? ¿O que alguien lo obligó a hacerlo? El asesinato por ahorcamiento es muy poco frecuente.

– ¿Qué me dices del espejo? -inquirió Kovac, aunque era una pregunta retórica.

Liska observó un instante el cadáver desnudo y a continuación se volvió hacia el espejo, captando una parte de su reflejo junto al de Andy Fallon.

– Dios mío -musitó-. ¿Un accidente autoerótico? Nunca me había topado con ninguno.

Kovac guardó silencio e intentó imaginar qué le diría a Mike. Ya era difícil explicar a los profanos el tema de la asfixia autoerótica, con la que había tropezado un par de veces a lo largo de su carrera, pero ¿cómo decirle a un policía duro de la vieja escuela que su hijo había intentado alcanzar un orgasmo interrumpiendo el suministro de oxígeno y que había muerto en el proceso?

– Pero ¿y el mensaje? -se preguntó Liska en voz alta-. Escribir «Lo siento» indica suicidio, en mi opinión. ¿Por qué escribir «Lo siento» si lo que quería era correrse?

Kovac se llevó una mano a la coronilla de su cabeza dolorida e hizo una mueca.

– ¿Sabes una cosa? Hay días en que no merece la pena levantarse de la cama.

– Ya, en fin… ahí tienes una alternativa -repuso Liska, señalando el cadáver-. Aunque a mí no me parece ninguna maravilla. Siempre he creído que es mejor un mal día en vida que cualquier día muerta.

– Hay que joderse -masculló Kovac.

Liska se puso en cuclillas delante del espejo para examinar de cerca las palabras escritas y miró al reflejo de Kovac.

– No delante de un cadáver, Sam. No soy de esas.

– Ya sabes lo que quiero decir.

– Sí.

Liska se incorporó despacio, adoptó una expresión seria y le apoyó una mano en el brazo.

– Lo siento, Sam. Como si el viejo Iron Mike no tuviera ya bastantes problemas.

Kovac se la quedó mirando un instante, luego se volvió hacia la pequeña mano apoyada en la manga de su abrigo y por un instante contempló la posibilidad de asirla, aunque solo fuera por experimentar el consuelo del contacto con otro ser humano. No llevaba anillos a fin de no ahuyentar a posibles pretendientes, según afirmaba. Tenía las uñas cortas y sin pintar.

– Exacto -murmuró.

De repente les llegó de la planta baja un grito seguido de un fuerte golpe y más gritos. Liska corrió escalera abajo como una cabra montesa. Kovac le pisaba los talones.

Rubel intentaba apartar a Steve Pierce de Ogden, que estaba tendido en el suelo.

– ¡Apártate! -gritó Rubel.

Presa de furia, Pierce se zafó de él y asestó un puñetazo a Ogden, certero a juzgar por el sonido y el gruñido de dolor del agente. Rubel agarró de nuevo a Pierce, le rodeó el cuello con el grueso brazo y tiró de él hacia arriba.

– ¡He dicho que te apartes! -chilló.

Al intentar incorporarse, Ogden resbaló en el suelo de tarima pulida. Fragmentos de vidrio y porcelana rotos quedaron aplastados bajo sus zapatos de suela gruesa. Se aferró al canto de la vitrina contra la que habían chocado y empleó todas sus fuerzas para erguirse. Tenía el rostro lívido, y le sangraba la nariz. Se enjugó la sangre con una mano y abrió los ojos como platos con expresión incrédula. Sin duda pesaba veinte kilos más que Steve Pierce.

– ¡Quedas detenido, cabrón! -aulló, señalando a Pierce con un dedo ensangrentado.

– ¡Suéltalo! -ordenó Liska a Rubel.

El rostro de Pierce había adquirido un matiz violáceo por la presión del brazo del agente. Rubel lo soltó, y Pierce cayó de rodillas, jadeante, mirando a Ogden con ojos asesinos.

– ¡Hijo de puta! -lo insultó.

– Nadie queda detenido -declaró Kovac al tiempo que se interponía entre ambos.

– ¡Quiero que se larguen! -exigió Pierce con voz ronca mientras intentaba incorporarse, los ojos brillantes de furia y lágrimas-. ¡Largo de aquí!

– Eres un… -empezó Ogden.

Kovac lo golpeó en el pecho con el dorso de la mano. Fue como golpear un bloque de granito

– ¡Cierra el pico y largo de aquí!

Rubel echó a andar con paso furioso seguido de Ogden. Kovac fue con ellos hasta el salón.

– ¿Qué coño le has dicho?

– Nada -repuso Rubel.

– Estoy hablando con tu compañero. Le has dicho alguna tontería, ¿verdad? ¡Vaya pregunta! Es como preguntar si la mierda es marrón -espetó Kovac, asqueado.

– Me ha atacado -se quejó Ogden, indignado-. Ha atacado a un agente.

– ¿Ah, sí? -siseó Kovac, acercándose mucho a él-. ¿Qué, Ogden? ¿Te apetece escribir un informe sobre el incidente? ¿Te apetece que el señor Pierce preste declaración? ¿Te apetece que tu supervisor averigüe lo capullo que eres?

Con expresión malhumorada, el agente se sacó un pañuelo sucio del bolsillo y se taponó la nariz.

– Tendrás suerte si no acude a la oficina del ciudadano para demandar al departamento -prosiguió Kovac-. Ahora largaos de aquí y haced vuestro trabajo.

Rubel se dirigió a la puerta principal con los dientes apretados y los ojos entornados. Ogden lo siguió a la calle, sosteniendo con una mano el pañuelo ensangrentado para detener la hemorragia y gesticulando con la otra para explicar algo a su compañero, que no le hacía caso.

La furgoneta de los técnicos forenses estacionó tras el coche patrulla. Un par de coches pequeños y destartalados se acercaron desde direcciones opuestas como buitres. Periodistas. Kovac percibió que se le encogía el estómago. Entró de nuevo en la casa y sorprendió a Burgess a punto de coger un montón de cintas de vídeo colocadas junto al televisor.

– ¡No toques nada! -ordenó-. Sal al jardín y mantén alejados a los periodistas. Di «Sin comentarios». ¿Te ves capaz de hacerlo o tiene demasiadas sílabas?

Burgess bajó la cabeza.

– Y quiero que anotes y hagas verificar las matrículas de todos los coches aparcados en la manzana, ¿entendido?

– Sí, señor -masculló el policía entre dientes antes de salir.

– ¿De dónde sacan a estos tipos? -se preguntó Kovac al volver a la cocina.

– Los crían en el norte como animales de carga -explicó Liska desde el umbral abovedado-. Ogden dijo algo de que ahora quedaba un maricón menos en el mundo, y Pierce perdió el control. No lo culpo.

– Genial -suspiró Kovac-. Esperemos que no decida armar un escándalo. Bastante malo es ya que Andy Fallon haya muerto para que encima salga en todas las televisiones del área metropolitana que se lo hacía con tíos.

En aquel momento pasaron por allí los técnicos forenses cargados con cámaras y cajas para volver a fotografiar y grabar en vídeo el escenario de la muerte. Asimismo, buscarían huellas en toda la zona, y si localizaban alguna prueba, la fotografiarían, medirían su posición exacta y la anotarían. Luego la registrarían, etiquetarían y guardarían con gran cuidado a fin de controlar cada paso del proceso y evitar que se traspapelara. Durante todo ese tiempo, el cadáver de Andy Fallon seguiría colgado en el dormitorio, aguardando la llegada del médico forense.

Kovac puso en antecedentes al criminalista y envió al equipo a la planta superior.

Liska había llevado a Steve Pierce de vuelta a la mesa de la cocina. Masajeándose el cuello, el hombre se sentó en el borde de la silla como dispuesto a levantarse de un salto en cualquier momento. La sangre de Ogden le manchaba los nudillos. Se había aflojado la corbata y desabrochado el botón superior de la camisa. Su traje negro aparecía arrugado y un poco polvoriento.

– ¿Le importa que nos sentemos, Steve? -preguntó Kovac.

Pierce no contestó, pero se sentaron de todos modos. Kovac sacó una minigrabadora del bolsillo, la encendió y la dejó sobre la mesa.

– Vamos a grabar la conversación, Steve -anunció como quien no quiere la cosa-. Así nos aseguraremos de tener todos los detalles cuando volvamos a comisaría para redactar los informes. ¿Le parece bien?

Pierce asintió con ademán cansino mientras se mesaba el cabello.

– Necesito que responda en voz alta, Steve.

– Sí, bueno, vale, perfecto -farfulló Steve antes de carraspear.

La tensión había dibujado finas arrugas junto a su boca.

– ¿Van a… van a… bajarlo? -preguntó, apenas capaz de pronunciar la última palabra.

– Lo harán los de la oficina del forense -explicó Liska.

Pierce se la quedó mirando como si acabara de ocurrírsele que practicarían la autopsia a su amigo. De nuevo se le llenaron los ojos de lágrimas, y se volvió para contemplar por la ventana la nieve que caía en el jardín trasero, intentando recobrar la compostura.

– ¿A qué se dedica, Steve? -inquirió Kovac.

– Inversiones. Trabajo en Daring-Landis.

– ¿Vive usted aquí? ¿En esta casa?

– No.

– ¿Por qué vino esta mañana?

– Había quedado ayer con Andy para tomar un café en el Uptown Caribou. Quería comentarme algo, pero no se presentó ni contestó a mis llamadas. Me preocupé un poco, de modo que decidí pasar por aquí esta mañana.

– ¿Qué relación tenía con Andy Fallon?

– Somos amigos -repuso Pierce en presente-. De la universidad, ya sabe.

– No, no sé. ¿Por qué no me lo explica? -insistió Kovac.

Pierce frunció el ceño antes de responder.

– Bueno, pues salíamos de vez en cuando a comer una pizza y a tomar unas cervezas, a veces íbamos a algún partido de baloncesto, quedábamos para ver el partido de fútbol de los lunes… Las típicas cosas de tíos.

– ¿Nada más… íntimo?

Kovac observó detenidamente el rostro de Pierce, que se ruborizó hasta la raíz de los cabellos.

– ¿Qué insinúa, detective?

– Le estoy preguntando si mantenían ustedes relaciones sexuales -replicó Kovac con toda serenidad.

Pierce parecía a punto de estallar.

– Aunque no es asunto suyo, le diré que soy heterosexual.

– Hay un cadáver ahorcado en el dormitorio -señaló Kovac-, así que todo es asunto mío. ¿Qué me dice del señor Fallon?

– Andy es homosexual -admitió Pierce con amargo resentimiento-. ¿Convierte eso su muerte en un hecho justificable?

Kovac extendió los brazos.

– Oiga, a mí me trae sin cuidado quién la mete dónde, pero necesito un marco de referencia para mi investigación.

– Es usted de lo más elocuente, detective.

– Dice que Andy quería comentarle un asunto -intervino Liska para distraer la atención de Pierce y así permitir que Kovac observara sus tics faciales-. ¿Sabe de qué se trataba?

– No, no me dijo nada por teléfono.

– ¿Cuándo habló con él por última vez? -quiso saber Kovac.

Pierce lo miró de soslayo, aún resentido.

– Esto… creo que fue el viernes. Esa noche, mi prometida tenía otros planes, de modo que pasé a ver a Andy. Hacía bastante que no nos veíamos, de modo que le propuse que quedáramos para tomar un café o algo así. Para charlar un rato.

– Así que quedaron para ayer, pero Andy no se presentó.

– Llamé un par de veces, pero me saltó el contestador, y no me devolvió las llamadas. Decidí pasar por aquí para asegurarme de que todo iba bien.

– ¿Y no se le ocurrió pensar que sencillamente estaba muy ocupado? Tal vez había tenido que ir a trabajar más temprano de lo habitual.

Pierce le lanzó una mirada furiosa.

– Perdóneme por preocuparme por mis amigos. Supongo que más me valdría ser un capullo como usted. Ahora mismo estaría sentado en mi despacho en lugar de aquí, y me habría ahorrado…

Se detuvo en seco al rememorar de nuevo la imagen. Su rostro seguía enrojecido, pero presentaba cierto matiz ceniciento cuando se volvió para mirar de nuevo por la ventana, como si la nieve, blanca y serena, pudiera apaciguarlo.

– ¿Cómo entró en la casa? -preguntó Kovac-. ¿Tiene usted llave?

– La puerta estaba abierta.

– ¿Había hablado Andy de suicidio? ¿Parecía deprimido?

– Parecía más bien… frustrado. Un poco bajo de moral, eso sí, pero no hasta el extremo de suicidarse. No me lo trago. Nunca habría hecho una cosa así sin intentar antes recurrir a alguien.

Era lo que los supervivientes siempre querían creer al principio, según sabía Kovac por experiencia. Siempre querían creer que el ser amado habría pedido ayuda antes de dar el paso definitivo. Nunca querían reconocer que tal vez habían pasado por alto algún indicio. Si resultaba que Andy Fallon en efecto se había suicidado, en algún momento dado, Steve Pierce empezaría a preguntarse si tal vez no habría mostrado docenas de indicios que él, en su egoísmo, temor o ceguera, no había advertido.

– ¿Bajo de moral por qué?

Pierce hizo un gesto de impotencia.

– No lo sé… El trabajo, tal vez, o la familia. Sé que tenía ciertos problemas con su padre.

– ¿Qué me dice de otras relaciones? -terció Liska-. ¿Salía con alguien?

– No.

– ¿Cómo lo sabe? -persistió Kovac-. No vivía usted aquí, y últimamente se habían visto poco. Usted mismo ha dicho que solo quedaban de vez en cuando.

– Éramos amigos.

– Pero no sabe qué le preocupaba. No sabe hasta qué punto estaba deprimido.

– Conocía a Andy y sé que no se habría suicidado -aseguró Pierce, a punto de perder la paciencia.

– Aparte de que la puerta no estaba cerrada con llave, ¿recuerda algún otro detalle inusual? -inquirió Liska.

– No noté nada, claro que tampoco me fijé. Quería ver a Andy.

– Steve, ¿sabe si Andy practicaba alguna clase de ritual sexual poco habitual?

Pierce se levantó de un salto con tal brusquedad que la silla patinó hacia atrás.

– ¡No me lo puedo creer! -gritó mientras miraba a su alrededor como si buscara un testigo o tal vez un arma.

Kovac recordó los cuchillos y la furia que había visto en los ojos de Pierce mientras golpeaba a Ogden. Se levantó y se interpuso entre el hombre y el soporte de los cuchillos.

– No es nada personal, Steve, solo nuestro trabajo -aseguró-. Necesitamos hacernos una idea lo más precisa posible.

– ¡Son ustedes unos putos sádicos! -chilló Pierce-. Mi amigo está muerto y…

– Y yo no lo conozco de nada, Steve -lo interrumpió Kovac en tono razonable-. Y tampoco a usted lo conozco de nada. Podría haber matado a Andy, y yo sin enterarme.

– ¡Eso es absurdo!

– ¿Y sabe otra cosa? -prosiguió Kovac-. Cuando encuentro a un tipo desnudo ahorcado delante del espejo… pues mire, le pareceré un mojigato, pero me resulta extraño. Se me ocurre que tal vez le gustaban cosas un poco raras, y puede que a usted también, y por eso ni se inmuta. Yo qué sé… Puede que se asfixie usted un poco cada día para correrse. Puede que le vaya que le fustiguen con una vara. En tal caso, si usted y Fallon estaban metidos en algo así juntos, será mejor que nos lo diga ahora, Steve.

Pierce estaba llorando. Las lágrimas le rodaban imparables por las mejillas, y los músculos de su rostro se habían tensado como si quisiera contener todas las emociones que se acumulaban en su interior.

– No.

– ¿No en el sentido de que no andaban metidos en nada raro, o no en el sentido de que no quiere responder? -pinchó Kovac.

Pierce cerró los ojos y bajó la cabeza.

– Dios mío, no puedo creer que esté pasando todo esto.

De repente, la carga se le hizo demasiado pesada; cayó de rodillas al suelo, se inclinó hacia delante y sepultó el rostro entre las manos.

– ¿Por qué está pasando todo esto?

Kovac lo observaba, acometido por aquellos remordimientos cansinos que tan familiares le resultaban. Se puso en cuclillas junto a Pierce y le apoyó una mano en el hombro.

– Eso es lo que pretendemos averiguar, Steve -musitó-. Puede que no siempre le gusten nuestros métodos ni le haga gracia lo que descubramos. Pero en última instancia, lo único que buscamos es la verdad.

Mientras pronunciaba esas palabras, Kovac supo que, cuando hallaran la verdad, nadie la querría. Sencillamente, jamás hallarían una buena razón para la muerte de Andy Fallon.

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