Capítulo 21

Ken Ibsen no lograba desterrar la sensación de que alguien lo observaba, aunque por otro lado, eso no sería ninguna novedad. Desde que se metiera en aquel lío percibía constantemente una especie de gigantesco ojo malévolo que seguía cada uno de sus movimientos. Y lo peor de todo era que le parecía absurdo. Había hecho cuanto estaba en su mano para portarse como un ciudadano concienzudo y un buen amigo, pero todo lo que había conseguido era que lo acosaran y lo pusieran en ridículo. Eric seguía igual de muerto que antes, habían encerrado al hombre equivocado por su asesinato, y a nadie le importaba quién era el culpable, incluyendo, por lo visto, al convicto. El mundo se había vuelto loco de remate.

Andy Fallon había sido el único interesado en descubrir qué le había sucedido a Eric, y ahora estaba muerto. Ken se consideraba afortunado por seguir vivo. Tal vez no fuera tan terrible que la gente lo considerara un chalado por las teorías de la conspiración.

Pero Liska también parecía interesada en llegar al fondo del asunto.

En tal caso, ¿dónde se había metido?

Habían quedado a las diez y media, después de su primer número. Debía subir de nuevo al escenario a las once y media. Miró el delicado reloj que llevaba sobre el guante de gamuza blanca y exhaló una delicada bocanada de humo. Las once menos cinco. Tardaría cinco minutos en regresar al club, y con el frío que hacía. Además, tendría que retocarse los labios…Ojalá hubiera quedado con ella entre bastidores, pero no quería que según quién escuchara su conversación. Y el aparcamiento situado detrás del Boys Will Be Girls era un hervidero de transacciones clandestinas, aun con el frío que hacía. No quería que Liska oyera cómo al tipo del coche contiguo le hacían una mamada mientras él intentaba hablarle de la homofobia organizada en el departamento de policía de Minneapolis. La credibilidad revestía gran importancia, y ya era bastante espantoso tener que hablar con ella vestido de mujer. Esperaba que no se fijara demasiado en el maquillaje, pero ese era precisamente el problema de la gente, ¿no? Que demasiado a menudo basaban sus juicios en las apariencias y los estereotipos. Casi todas las personas que lo vieran sentado en aquel café vestido de mujer habrían decidido que era travestí o transexual, dos términos indistinguibles para el heterosexual medio. Pero Ken no era ninguna de las dos cosas. La gente, sin embargo, tenía ideas preconcebidas sobre su modo de andar, de hablar, sus gustos, sus odios, sus aficiones. En algunos casos acertarían, pero en la mayoría no.

Ken era un homosexual de voz excepcional y talento para la imitación Era un actor serio que tenía un trabajo ridículo porque le pagaban bien. Le gustaba jugar al billar y llevar tejanos. Tenía un perro de raza Weimar, al que nunca disfrazaba, le gustaba más el bistec que la quiche y no soportaba a Bette Midler.

Casi todas las personas van más allá de sus estereotipos. Tomó un poco de café y cruzó las piernas, devolviendo la mirada al hombre entrado en años que lo observaba desde la otra punta del establecimiento. Solo por ser desagradable, frunció los labios y le mandó un beso al viejo pedorro.

En lugar de sentirse incómodo en su disfraz de Marilyn Monroe, Ken se sentía seguro oculto tras la máscara rubio platino y el espeso maquillaje de escena. Había entrado en el café por la puerta trasera y ocupado una mesa apartada para no atraer la atención de los clientes. No había muchos, pues hacía demasiado frío para molestarse en estar una noche de entre semana, y a Ken le parecía perfecto encontrarse en un lugar público con escaso público.

Ahora solo faltaba que llegara Liska.

Tomó otro sorbo de café y se quedó mirando la puerta.


Liska juró entre dientes mientras esperaba que cambiara el enésimo semáforo rojo con que se topaba. Llegaba tarde. Estaba conmocionada. Estaba furiosa. Precisamente aquella noche no había encontrado a ninguna canguro que pudiera quedarse hasta tarde.

Había pasado hora y media colgada del teléfono, llamando a cuantas personas se le habían ocurrido mientras Kyle se quejaba de que le había prometido ayudarle con los deberes de matemáticas y R. J. expresaba su disgusto conversando en el comedor con sus muñecos de acción antes de arrojarlos al suelo con ademán melodramático.

Por fin había llamado a Speed. A regañadientes. Muy a regañadientes. Nada detestaba más que tener que contar con él para algo, sobre todo cuando se trataba de los chicos. Se suponía que era una mujer autosuficiente, y lo era. Pero en realidad se sentía una idiota fracasada y mala madre. La exasperaba saber que, de haberse invertido los papeles, Speed habría hecho exactamente lo mismo sin pestañear. No se habría molestado en llamar primero a todas las canguros del mundo y no se habría sentido idiota.

Se le hizo un nudo de emociones en la garganta, y las lágrimas le escocieron los ojos. Lo había localizado en el móvil, pues estaba en el gimnasio con todos los demás musculitos/marmolillos del departamento, y se había quejado de que le hiciera interrumpir su sesión de ejercicio. Liska dudaba de que se hubiera dado demasiada prisa en la ducha, porque había tardado un huevo en llegar. Maldito cabrón. Por su culpa llegaría tarde a la cita.

El semáforo cambió a verde, y Liska pisó el acelerador a fondo para adelantar a un Cadillac y torcer a la izquierda. No sabía cuánto tiempo esperaría Ibsen. Como buena reinona melodramática, se había negado a contarle nada por teléfono para hacerse el interesante, insistiendo en quedar con ella en persona. Liska quería creer que poseía información valiosa para ella, pero con el humor de perros que llevaba encima, se inclinaba más bien por creer que el tipo sería exactamente tal como se lo había descrito Dungen, y ella habría soportado aquella nochecita y puesto en peligro su carrera para luego quedar como una imbécil.

Sin embargo, bajo la capa de cinismo que mostraba, Liska estaba convencida de que había dado con un avispero, y que Ken Ibsen, fuera lo que fuese, formaba parte de él. Si la esperaba cinco minutos más, tal vez llegara a descubrir qué papel desempeñaba en el drama.


La detective no vendría. Ibsen se lo había repetido cada dos minutos durante los últimos diez, mientras se entretenía dibujando una caricatura suya y garabateando notas sobre una servilleta.

Tal vez no lo creía. Quizá había hablado con aquella víbora de David Dungen, y este le había envenenado la mente con mentiras. Dungen, maldito traidor. Dungen, marioneta de los peces gordos del departamento. No era más que un capullín, un cuerpo homosexual calentito dispuesto a ocupar el puesto simbólico de enlace. Al departamento de policía de Minneapolis le importaba un comino el bienestar de sus agentes homosexuales.

Por supuesto, Ken no lo sabía de primera mano, pero estaba convencido de ello, porque Eric se lo había insinuado. El puesto de enlace se había creado para fingir interés por la causa de los homosexuales. Por ello, el departamento no se había tomado realmente en serio el acoso de que Eric había sido víctima. Por ello, el departamento había fomentado el ambiente de odio que había propiciado la muerte de Eric. Por ello, escribió y subrayó Ken sobre la servilleta, el departamento debería afrontar una demanda por negligencia con resultado de muerte.

Si el tribunal reconociera su derecho a presentar la demanda… Pero no le unía ningún vínculo de sangre con Eric; no estaban casados, porque el matrimonio homosexual era ilegal, por inconstitucional que ello le pareciera. Por tanto, el tribunal no le hacía ni caso.

Al tribunal le parecía perfecto que unos policías primitivos dieran palizas a la gente por sus preferencias sexuales, pero en cambio, permitir que dos personas expresasen su amor… Claro que él y Eric no estaban enamorados. Eran amigos. Bueno, conocidos más bien… con buenas posibilidades de convertirse en amigos. Quién sabía qué habría podido llegar a suceder entre ellos.

En aquel momento sonó la campanilla instalada sobre la puerta del café. Ken alzó la vista con aire esperanzado, pero sufrió una decepción. El recién llegado era un tipo de aspecto desaliñado que vestía una vieja chaqueta militar.

No vendría.

Las once y cuarto.

Apagó el cigarrillo, se guardó la servilleta garabateada en el bolsillo del abrigo de leopardo de imitación y salió por la puerta trasera.

A decir verdad, no le gustaban los callejones. Siempre estaban atestados de borrachos, drogadictos e indigentes que rehuían a la policía, razón por la que también él los recorría. La policía lo había acosado más de una vez por ir vestido de aquella forma por la calle. Como si cualquier puta callejera pudiera hacer su trabajo. Mira que llegaban a ser idiotas. Y por supuesto, presuponían que cualquier hombre con vestido y peluca rubia se dedicaba a la prostitución. Además, no se había granjeado demasiadas amistades precisamente con sus esfuerzos por descubrir la verdad acerca de la muerte de Eric.

El callejón estaba a oscuras y le producía escalofríos. Los edificios que lo flanqueaban formaban un siniestro cañón de cemento. Lo único que quebraba las tinieblas eran las mortecinas bombillas instaladas sobre las puertas traseras de varios establecimientos turbios. Cada contenedor, cada caja vacía era un potencial escondrijo para cualquier clase de predador.

Como si sus pensamientos hubieran invocado al diablo, de pronto se materializó una silueta a unos diez metros de distancia. A la altura de la cabeza brillaba la punta de un cigarrillo encendido cual ojo malvado en la oscuridad.

Ken dio un traspié, resbaló a causa del hielo y tuvo que apoyarse en la pared para no perder el equilibrio. Masculló un juramento entre dientes al darse cuenta de que una de las uñas falsas se le rompía en el proceso. Se vería obligado a llevar guantes en el siguiente pase.

La silueta permaneció inmóvil. El establecimiento que se hallaba a su espalda era un estudio de tatuaje, la clase de lugar donde uno contraía el sida y la hepatitis a causa de las agujas.

Ken buscó en el bolsillo su aerosol de pimienta y permaneció lo más pegado posible al otro lado del callejón. El club se encontraba a dos manzanas de distancia.

Contenía el aliento a cada paso. Corría cada día para mantenerse en forma, y caminar con tacones se le daba mejor que a casi todas las mujeres, pero no le apetecía tener que echar una carrera con ellos.

Percibía la mirada del espectro clavada en él. Casi esperaba que sus ojos relucieran rojos como los de un lobo.

Llegó a la altura del estudio de tatuaje, listo para echar a correr, aferrando con mano sudorosa el aerosol. El corazón le latía desbocado tras los pechos falsos.

Dios, no quería morir vestido de mujer. Mentalmente ya veía las fotografías del escenario del crimen, oía los comentarios burlones de los policías. Tal vez, si sobrevivía a aquella noche, debería hacerse un tatuaje que dijera: No soy un travestí.

El espectro arrojó el cigarrillo al suelo, creando un arco de luz anaranjada, y de repente se lanzó corriendo hacia él. Ken salió disparado y oyó una carcajada ronca mientras avanzaba dando tumbos y resbalando sobre el hielo. De repente, el tobillo derecho cedió bajo su peso y cayó cuan largo era. El dolor lo asaltó como una batería de martillos en ambas rodillas, en el codo, la cadera y el mentón. Profirió un grito débil y desesperado que fue a morir en los ladrillos y el hormigón del suelo.

Intentó incorporarse, aferrándose a cualquier cosa para darse impulso. Por fin pudo asir el canto de un contenedor y consiguió levantarse a duras penas. Tenía las medias destrozadas, y el frío y la humedad le atacaban la piel desnuda de las piernas. De pronto oyó el chasquido de las costuras de su vestido al rasgarse.

Volvió la cabeza con brusquedad. Sin dejar de reír, el espectro giró sobre sus talones y volvió a entrar en el estudio de tatuaje.

Jadeante, Ken se apoyó contra el contenedor, sintiendo punzadas de aire helado en los pulmones.

Maldita Liska. Le entraban ganas de mandarle la factura de la tintorería.

Echó a andar cojeando. Había perdido uno de los tacones, y le parecía que se había hecho un esguince en el tobillo. Se llevó una mano enguantada a la boca y al retirarla vio el guante blanco manchado de sangre. Joder. Si tenían que ponerle puntos, a su jefe le daría un síncope. De repente, dos manzanas se le antojaban una distancia mucho mayor que al inicio de la velada, y con lo que tardaría en reparar los daños ocasionados a su indumentaria, a buen seguro no estaría listo para el último pase.

Se acercaba a la boca del callejón. No había tráfico en la calle lateral, tan solo un coche solitario y oscuro aparcado junto al bordillo más próximo. No se fijó en él hasta una fracción de segundo antes de que una enorme silueta oscureciera la boca del callejón. Una espantosa premonición lo asaltó en aquel mismo instante.

Voy a morir esta noche.

El maletero del coche se abrió, y la bombilla interior alumbró un rostro cubierto con un pasamontañas oscuro. El hombre metió la mano en el maletero y al sacarlo llevaba una barra de hierro.

Ken Ibsen se detuvo, acometido por una sensación de irrealidad. Al cabo de unos segundos se giró lentamente, pensando en volver sobre sus pasos. El menor de los males. Sin embargo, no había vuelta atrás ni mal menor. Otra silueta sin rostro le cortaba la huida por el otro lado. Una silueta que también llevaba algo en la mano.

Percibió el mal que manaba de ellos mientras se acercaban a él. El terror lo asaltó como un relámpago. Profirió un grito desgarrador, sacó el aerosol e intentó apretar la válvula. El atacante hizo un movimiento rápido, y el brazo de Ken cayó a un lado, roto e inutilizado. El aerosol se estrelló contra el suelo con un golpe metálico. Estaba planteándose echar a correr cuando la barra lo alcanzó en la rodilla y el hueso se quebró como cristal.

Quiso gritar, pero el atacante le hizo añicos la mandíbula, y empezó a escupir dientes.

Una vez más pensó que no quería morir vestido de mujer, y entonces se hizo la oscuridad.


Liska aparcó el coche en zona prohibida a escasa distancia del café en el que Ibsen la había citado. Llegaba con muchísimo retraso. Maldito fuera Speed por tardar tanto.

Los pocos clientes que quedaban se sentaban en grupos de dos o tres, tan alejados los unos de los otros como era posible, absortos en sus respectivas conversaciones. Nadie alzó la mirada cuando Liska entró. Fue derecha a la barra, donde el único empleado visible tenía la nariz metida en un libro más voluminoso que las páginas amarillas.

– ¿Qué estudia? -le preguntó mientras sacaba la placa del bolso.

El camarero la miró a través de unas gafas modernas. Tenía hermosos ojos castaños y la clase de rostro fino y elegante que los pintores solían atribuir a Jesucristo.

– Estudio el fenómeno de que mi padre se está gastando un montón de pasta para que yo pueda aprender a hacer unos capucemos de la hostia -bromeó, echando un vistazo a la placa-. ¿Y usted ha venido a detenerme por hacerme pasar por estudiante de medicina?

– No. Había quedado con alguien aquí, pero me he retrasado. Es un tipo bajito y delgado con el pelo de color platino.

El estudiante de medicina denegó con la cabeza.

– No he visto a nadie con esa pinta. Eso sí, había un travestí vestido de Marilyn Monroe. Parecía estar esperando a alguien, pero se fue hace un rato. Espero que no se tratara de una cita a ciegas.

– No. ¿Cuánto hace que se fue?

– Diez o quince minutos. Salió por la puerta trasera. Trabaja en el Boys Will Be Girls. A veces los currantes vienen a tomar algo entre pase y pase; de lo contrario no lo sabría -se apresuró a añadir.

– Un travestí -masculló Liska entre dientes-. La cosa se pone cada vez más interesante.

Su gran informador iba por el mundo vestido de Marilyn Monroe. Claro que los curas y los banqueros no solían acabar como informadores de la policía, se recordó, y si lo hacían era porque en realidad eran unos pervertidos o unos ladrones.

Y su madre se preguntaba por qué no salía con más hombres.

Recorrió el pasillo, pasó delante de los servicios y llegó a la puerta trasera del café. El estudiante de medicina la seguía como un cachorrillo.

– ¿No conocerá a nadie en el depósito de cadáveres? -preguntó el joven-. Porque tal como está el patio, puede que sea la mejor opción. Al menos nunca te denuncian por negligencia profesional.

– Sí, conozco a bastante gente -asintió Liska-. No es un mal trabajo si soportas el olor.

Abrió la puerta y se asomó al callejón oscuro, húmedo y sucio. Debería haber ratas y unos cuantos huérfanos harapientos para completar el cuadro, pensó justo antes de divisar a un hombre inclinado sobre algo a unos diez metros de distancia. La figura estaba de pie en el pequeño círculo de luz que proporcionaba una bombilla colocada, sobre una puerta. Al oír a Liska dio un respingo y la miró como un coyote sorprendido rebuscando entre la basura, tentado de salir huyendo, pero reacio a soltar el botín. Se movió lo suficiente para que la luz mortecina iluminara su presa, y Liska empezó a comprender lo que veía: un zapato de mujer, una pierna desnuda, un mechón de cabello claro.

– ¡Eh, usted! -gritó al tiempo que desenfundaba el arma y se protegía tras un contenedor-. ¡Policía! ¡Apártese del cuerpo! ¡Llame a la policía y pida una ambulancia! -ordenó al estudiante-. Dígales que se ha producido un asalto. ¡Deprisa!

El coyote echó a correr. Liska salió en su pos gritando y apuntándolo con el arma mientras se preguntaba si tendría un arma, y en tal caso, si se volvería para disparar contra ella. En aquel momento, el hombre dio un traspié y perdió unos instantes preciosos en su intento de recobrar el equilibrio. Liska lo alcanzó, se abalanzó sobre él, lo derribó y lo inmovilizó con la rodilla al tiempo que con la mano lo asía del cuello del abrigo y el cabello grasiento, y con la izquierda lo apuntaba con el arma.

– ¡Queda detenido, cabrón! ¡No se mueva!

– ¡No he hecho nada!

El tipo despedía un hedor nauseabundo a whisky barato y diarrea. Intentó incorporarse, pero Liska lo golpeó en la cabeza con la culata de la Sig.

– ¡Le he dicho que no se mueva!

– ¡Pero si no he hecho nada!

– Si me dieran un dólar por cada capullo que dice eso, tendría una mansión y un criado llamado Raoul.

– ¡Pregúntele a Beano! ¡Fueron otros tipos!

– ¡Silencio!

Otros tipos.

Liska miró a la víctima por encima del hombro. No distinguía sus facciones ni si respiraba. Esposó al coyote con las manos a la espalda.

– Quédese aquí. No se levante ni se mueva.

– Pero no he sido yo -gimoteó el tipo.

– Si vuelve a decir eso, le pego un tiro. ¡Cierre el pico de una puta vez!

El hombre rompió a llorar cuando Liska se apartó de él para examinar a la víctima.

– ¿Está usted bien, señora? -inquirió.

Una pregunta estúpida para obtener una respuesta, cualquier respuesta, un gemido, un gruñido, lo que fuera.

Se acuclilló junto al cuerpo y deslizó la mano bajo el cabello rubio apelmazado para comprobarle el pulso en el cuello. En un primer momento creyó estar ante la parte posterior de la cabeza, una masa ensangrentada de huesos aplastados sin facciones. Pero de repente, la víctima aspiró una brevísima bocanada de aire con un espantoso sonido de succión, y Liska vio burbujas de sangre brotar de lo que debía de haber sido la boca.

– Dios mío -musitó al localizar con dedos temblorosos el pulso débil e irregular.

Con la otra mano apartó cuidadosamente la melena. Era una peluca que se apartó con facilidad al tacto, dejando al descubierto el cabello corto de color platino ensangrentado a causa de la fractura craneal. Ken Ibsen.

El hombre yacía en el suelo como una muñeca rota, las extremidades dobladas en ángulos imposibles. En una mano aferraba un pedazo de papel, una servilleta. Liska se la quitó de entre los dedos espasmódicos y la sostuvo a la débil luz de la bombilla. Garabatos. Probablemente lo que había estado haciendo mientras la esperaba en el café. Palabras casuales y algunos dibujos. Se fijó en unas palabras: «Negligencia con resultado de muerte».

En aquel momento, el estudiante de medicina volvió casi sin resuello.

– Están en camino -jadeó, y en aquel momento se oyó el aullido distante de una sirena-. He traído una linterna -añadió antes de alumbrar con ella el rostro de la víctima.

De repente, la linterna cayó al suelo. El estudiante de medicina se volvió y vomitó, empezando a replantearse su futuro en el campo de la medicina.

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