Capítulo 11

Los hospitales son espeluznantes, fríos y estériles. Un auténtico recordatorio de la tenue naturaleza de la mortalidad. Pensar que Hugh estuviera aquí me ponía enferma, pero reprimí mis sentimientos lo mejor que pude mientras corría por los pasillos hasta la habitación indicada por Samantha.

Al llegar encontré a Hugh plácidamente tendido en la cama, ceñido su corpachón por una bata, magullada y vendada la piel. Una figura rubia estaba sentada junto a la cama, a su lado, sosteniéndole la mano. Se giró sorprendida cuando irrumpí en el cuarto.

– Georgina -dijo Hugh, dedicándome una débil sonrisa-. Eres muy amable dejándote caer.

La rubia, presumiblemente Samantha, me estudió con nerviosismo. Esbelta y con ojos de gacela, afianzó su presa sobre la mano de Hugh; supuse que ésta debía de ser la veinteañera del trabajo. Así lo atestiguaban sus pechos artificiales.

– Está bien -la tranquilizó Hugh-. Ésta es mi amiga Georgina. Georgina, Samantha.

– Hola -le dije, tendiéndole la mano. Me la estrechó. La suya estaba helada, y comprendí entonces que su nerviosismo no obedecía tanto al hecho de conocerme como a la preocupación generalizada por lo que le había sucedido a Hugh. Conmovedor.

– Cariño, ¿nos disculpas un momento a Georgina y a mí? ¿Por qué no bajas a la cafetería y te tomas algo? -Hugh se dirigía a ella con delicadeza y amabilidad, en un tono que rara vez empleaba con el resto de nosotros en nuestras noches de pubs.

Samantha se volvió hacia él, indecisa.

– No quiero dejarte solo.

– No estaré solo. Georgina y yo tenemos que hablar. Además, es… esto… cinturón negro; no me pasará nada.

Hice un mohín en dirección a Hugh a espaldas de Samantha, mientras ésta se lo pensaba.

– Supongo que está bien… llámame al móvil si me necesitas, ¿vale? Enseguida vuelvo.

– Claro -prometió Hugh, besándole la mano.

– Te echaré de menos.

– Yo a ti más.

Samantha se levantó, me echó otro vistazo dubitativo, y se retiró.

La vi salir un momento antes de ocupar la silla junto a Hugh.

– Qué dulzura. Creo que me van a salir caries.

– No hace falta ponerse sarcástico. Sólo porque tú seas incapaz de establecer lazos serios con los mortales.

Su puya me hizo más daño del que seguramente debería, claro que, todavía estaba pensando en Román.

– Además -continuó-, está un poco preocupada por lo de hoy.

– Ya, me lo imagino. Jesús. Mírate.

Examiné sus heridas con detenimiento. Bajo algunas de las vendas se atisbaban series de puntos, y aquí y allá florecían hinchazones moradas.

– Podría ser peor.

– ¿Sí? -repuse bruscamente. Nunca había visto un inmortal tan lastimado.

– Claro. Para empezar, podría estar muerto, y no es así. Además, me curo igual que tú. Deberías haberme visto esta tarde, cuando me trajeron. Lo peliagudo será largarme de aquí antes de que alguien se fije en lo deprisa que me estoy recuperando.

– ¿Lo sabe Jerome?

– Por supuesto. Lo llamé antes, pero ya lo había presentido. Supongo que aparecerá de un momento a otro. ¿Te ha avisado él?

– No exactamente -reconocí, remisa a mencionar la nota todavía-. ¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde te atacaron?

– No recuerdo gran cosa. -Hugh se encogió ligeramente de hombros, maniobra complicada para quien está tumbado de espaldas. Sospechaba que ya les había contado esta historia a varias personas-. Salí a tomar un café. Estaba solo en el aparcamiento, y cuando regresaba al coche, este… tipo, supongo, se me echó encima y me agredió. Sin previo aviso.

– ¿Supones?

Frunció el ceño.

– Lo cierto es que no pude verlo bien. Era grande, eso sí, hasta ahí pude fijarme. Y fuerte… realmente fuerte. Mucho más de lo que hubiera creído posible.

El propio Hugh no era ningún alfeñique. Cierto, no levantaba pesas ni se cuidaba mucho el cuerpo, pero tenía buena percha y carne de sobra colgando de ella.

– ¿Por qué paró? -pregunté-. ¿Os vio alguien?

– No, no sé por qué se detuvo. El tipo dejó de aporrearme y cortarme sin previo aviso. Pasaron quince minutos antes de que apareciera alguien y me echara una mano.

– Sigues refiriéndote a él como «el tipo». ¿Seguro que era un hombre?

Intentó encogerse de hombros de nuevo.

– La verdad, no lo sé. Es sólo la impresión que me dio. Lo mismo podría haber sido una rubia maciza.

– ¿Sí? ¿Quieres que interrogue a Samantha?

– No deberías interrogar a nadie, según Jerome. ¿Llegaste a hablar con Erik?

– Sí… me está mirando unas cosas. También corroboró que los cazadores de vampiros no pueden matarnos ni a ti ni a mí, ni ha oído hablar nunca de alguien que pueda.

Hugh adoptó una expresión pensativa.

– Esta persona no me ha matado.

– ¿Crees que estaba intentándolo?

– Sin duda intentaba hacer algo. Creo que si pudiera haberme matado, lo habría hecho.

– Pero no podía -señaló una voz a mi espalda-, porque, como ya he dicho antes, los caza vampiros sólo pueden molestarnos, no matarnos.

Me giré, sobresaltada por la voz de Jerome. Más aún me sobresaltó ver a Cárter con él.

– Qué bien se le da a Jerome hacer de abogado del diablo -bromeó el ángel.

– ¿Qué haces aquí, Georgina? -preguntó con voz glacial el demonio.

Me quedé boquiabierta, y tardé un momento en responder:

– ¿Cómo… cómo has hecho eso?

Cárter se había presentado tan desaliñado como siempre. Si Doug y Bruce parecían los integrantes de una banda de grunge, el ángel tenía pinta de que lo hubieran echado del grupo. Me dedicó una sonrisa torcida.

– ¿Hacer qué? ¿Aparecer con un comentario ingenioso relacionado con el estatus demoniaco de Jerome? La verdad es que suelo tener un puñado de ellos a mano…

– No. Eso no. No puedo sentirte… no puedo percibirte… -Podía ver a Cárter, pero no sentía esa firma de poder, o aura, o lo que fuera, que irradian normalmente los inmortales. Me volví hacia Jerome de repente; lo mismo-. Ni a ti. No puedo sentiros a ninguno de los dos. La otra noche tampoco pude.

El ángel y el demonio cruzaron la mirada por encima de mi cabeza.

– Podemos enmascararlo -dijo por fin Cárter.

– ¿Qué, como apretar un botón o algo? ¿Podéis encenderlo y apagarlo?

– Es un poco más complicado.

– Vaya, esto es nuevo para mí. ¿Podemos hacerlo nosotros? ¿Hugh y yo?

– No -respondieron al unísono Cárter y Jerome. Este último añadió:

– Sólo los inmortales superiores pueden hacerlo. Hugh intentó sentarse, sin fuerzas.

– ¿Por qué… lo hacéis?

– No has respondido a mi pregunta, Georgina -señaló Jerome, cambiando de tema sin disimulo. Miró de reojo al diablillo-. Te dije que no contactaras con los otros.

– Y no lo hice. Se ha presentado sola.

Jerome volvió a fijarse en mí, y saqué la misteriosa nota del bolso. Se la entregué, y el demonio la leyó inexpresivamente antes de pasársela a Cárter. Cuando el ángel hubo terminado, Jerome y él volvieron a cruzar la mirada a su irritante manera. Jerome depositó la nota en un bolsillo interior de su chaqueta.

– Hey, que es mía.

– Ya no.

– No me digas que vas a seguir insistiendo en tu teoría sobre el caza vampiros -repuse.

Jerome entornó los ojos oscuros.

– ¿Por qué no? Esta persona confundió a Hugh con un vampiro, pero como ya has observado, Nancy Drew, no pudo matarlo.

– Creo que esta persona sabía que Hugh no era un vampiro.

– ¿Sí? ¿Y qué te hace creer eso?

– La nota. La persona que la escribió menciona mi cambio de forma. Sabe que soy un súcubo. Seguramente sabe también que Hugh es un diablillo.

– Que sepa que eres un súcubo explica por qué no te ha atacado. Sabía que no podría matarte. Con Hugh no estaba tan seguro, sin embargo, y corrió el riesgo.

– Con un cuchillo. -Recordé de nuevo: ¿Cómo se sabe cuándo miente un demonio? Cuando mueve los labios-. Creía que la versión oficial era que se trata de un cazador de vampiros aficionado que va corriendo detrás de cualquiera con una estaca porque no tiene ni idea. En vez de eso, resulta que esta persona me conoce y ha agredido a Hugh con un cuchillo.

Cárter reprimió un bostezo y se puso de parte de Jerome.

– A lo mejor esta persona está aprendiendo. Ya sabes, aumentando su colección de armas. Al fin y al cabo, nadie es un aficionado eternamente. Hasta los caza vampiros novatos terminan por aprender algún día.

Abordé el detalle que nadie había comentado aún.

– E incluso los niños saben que los vampiros no salen de día. ¿A qué hora te atacó, Hugh?

Una expresión extraña cruzó los rasgos del diablillo.

– Por la tarde. Cuando el sol estaba en lo alto.

Me encaré con Jerome, exultante.

– Esta persona sabía que Hugh no era un vampiro.

Jerome se apoyó en la pared, sin inmutarse, mientras se pellizcaba unas inexistentes motas de polvo de los pantalones. Hoy se parecía más que nunca a John Cusack.

– ¿Y? Los inmortales sufren delirios de grandeza. Mata un vampiro y decide hacer lo propio con el resto de las fuerzas del mal que viven en la ciudad. Eso no cambia nada.

– No creo que fuera un mortal.

Jerome y Cárter, con la mirada perdida en la habitación, giraron la cabeza hacia mí de golpe. ¿Oh?

Tragué saliva, ligeramente aturullada por el escrutinio.

– Quiero decir… vosotros sois la prueba de que los inmortales superiores pueden pasearse por ahí sin ser detectados, y nadie ha sido capaz de sentir nada en este tipo. Además, fijaos en los daños de Hugh. Erik dice que los mortales no pueden herir sustancialmente… -Me mordí la lengua, comprendiendo mi error.

Cárter se rió en voz baja.

– Maldita sea, Georgie. -Jerome se enderezó como un látigo-. Te pedí que dejaras esto en nuestras manos. ¿Con quién más has hablado?

Cualquiera que fuese la pantalla de Jerome se desvaneció, y fui súbitamente consciente del poder que crepitaba a su alrededor. Me recordó una de esas películas de ciencia-ficción en que se abre una puerta al espacio, y todos los objetos se ven absorbidos a causa del vacío. Todas las cosas de la habitación parecían ser atraídas hacia Jerome, hacia su asombrosa fuerza y majestuosidad. Ante mis sentidos inmortales, se transformó en una cegadora hoguera de terror y energía.

Me encogí contra la cama de Hugh, resistiendo el impulso de cubrirme los ojos. El diablillo me puso una mano en el brazo, no sé si para mi tranquilidad o para la suya.

– Con nadie. Lo juro, con nadie más. Sólo le hice una pregunta a Erik…

Cárter avanzó un paso hacia el enfurecido demonio, angelicalmente sereno su rostro.

– Calma. Eres como un faro para cualquier inmortal en un radio de quince kilómetros.

Los ojos de Jerome permanecían fijos en mí, y sentí verdadero pavor por primera vez en siglos al ser el foco de toda aquella intensidad. Entonces, como si alguien hubiera pulsado el botón sobre el que había bromeado antes, todo desapareció. Así de fácil, Jerome estaba ante mí completamente de incógnito a efectos e intenciones arcanas. Como un mortal. Exhaló pesadamente y se frotó un punto entre los ojos.

– Georgina -dijo por fin-. Aunque pienses lo contrario, todo esto no forma parte de ningún enrevesado intento por humillarte. Por favor, deja de oponerte a mí. Hacemos lo que hacemos por un motivo. Créeme, es por tu propio bien.

Mi naturaleza respondona me urgió a preguntarle qué sabría él lo que me convenía, pero se me ocurrió otra idea más apremiante.

– ¿A qué viene el plural? Supongo que te refieres a él. -Asentí en dirección a Cárter-. ¿Qué podría implicar a un demonio y un ángel, y hacer que vayan a hurtadillas por ahí, ocultando su presencia? ¿Tenéis miedo de algo?

– ¿A hurtadillas? -Cárter sonó jovialmente indignado.

– Por favor, Georgie -entonó Jerome, con su paciencia visiblemente puesta a prueba-, déjalo correr. Si de verdad quieres hacer algo útil, evita cualquier situación peligrosa como ya te había aconsejado. No puedo obligarte a estar protegida en compañía, pero si insistes en ser una molestia, puedo buscar un sitio conveniente donde encerrarte hasta que pase la tormenta. No es un asunto de «bandos», y te arriesgas a empeorar una situación que no entiendes.

Apreté inconscientemente la mano de Hugh en busca de apoyo. No quería pensar en la clase de «sitio conveniente» que se le habría pasado a Jerome por la cabeza.

– ¿Entendido? -preguntó suavemente el demonio. Asentí.

– Bien. Lo mejor que puedes hacer para ser de utilidad es mantenerte a salvo. Ya tengo suficientes problemas sin necesidad de tener que añadirte a la lista.

Asentí otra vez, sin atreverme a decir lo que pensaba. Su pequeña exhibición había conseguido acobardarme temporalmente, pero una insistente parte de mí sabía que sería incapaz de «dejarlo correr» en cuanto saliera de allí. Sería mejor reservarme esa información.

– Eso es todo, Georgie -añadió Jerome. Capté la indirecta.

– Te acompaño -se ofreció Cárter.

– No, gracias -pero el ángel salió tras mis pasos de todos modos.

– ¿Qué tal te fue con Seth Mortensen?

– Bien.

– ¿Sólo bien?

– Sólo bien.

– Tengo entendido que ahora vive aquí. Y que pasa mucho tiempo en Emerald City. Lo miré de soslayo.

– ¿Dónde has oído eso? Se limitó a sonreír.

– ¿Y bien? Cuenta.

– No hay nada que contar -le espeté, sin saber muy bien por qué estábamos discutiendo este tema-. He hablado con él un par de veces, le he dado una vuelta por la ciudad. No sintonizamos. No podemos comunicarnos.

– ¿Por qué no? -quiso saber Cárter.

– Es un introvertido sin remisión. No habla. Sólo observa. Además, no quiero darle esperanzas.

– Así que contribuyes a su silencio.

Me encogí de hombros y pulsé el botón del ascensor.

– Creo que conozco un libro que podría ayudarte. Si lo encuentro te lo presto.

– No, gracias.

– No lo desprecies. Mejorará tus facultades comunicativas con Seth. Lo vi en un programa de debate en la tele.

– ¿Me estás escuchando? No quiero mejorar nada.

– Ah -dijo Cárter, caviloso-. No te van los introvertidos.

– Que… no, no es eso. No tengo ningún problema con los introvertidos.

– ¿Entonces por qué no te gusta Seth?

– ¡Que sí me gusta! Maldita sea, déjalo. El ángel esbozó una sonrisita maliciosa.

– No tiene nada de malo sentirse así. O sea, existen precedentes que demuestran que te van los tipos ostentosos y coquetos.

– ¿Qué quieres decir con eso? -pensé de inmediato en la atracción que sentía por Román.

Un brillo perverso centelleó en los ojos de Cárter. Habíamos llegado ya a la salida del hospital.

– No sé. Dímelo tú, Letha.

Ya casi había cruzado la puerta, pero su comentario me hizo dar la vuelta. Giré tan deprisa que mi pelo restalló y me pegó en la cara.

– ¡¿Dónde has oído ese nombre?!

– Tengo mis fuentes.

Una inmensa sensación nebulosa creció en mi pecho, algo que no podía identificar por completo. Estaba a medio camino entre el odio y la desesperación, sin pertenecer realmente a ninguno de los dos. Su calor me abrasaba, dándome ganas de gritarle a Cárter y su irritante expresión de sabiondo. De golpearlo con los puños o transformarme en algo horrendo. No sabía de dónde había sacado ese nombre, pero había despertado una especie de monstruo dormido en mi interior, algo fuertemente enroscado sobre sí mismo.

Seguía observándome fríamente, leyéndome sin duda el pensamiento.

Poco a poco, recuperé el sentido de mi entorno. Los pasillos inhóspitos. Las visitas nerviosas. El personal pragmático. Respiré hondo y fulminé al ángel con la mirada.

– No vuelvas a llamarme así. Nunca.

Se encogió de hombros, sin perder la sonrisa.

– Fallo mío.

Giré sobre los talones como un torbellino y lo dejé allí plantado. Subí al coche hecha una furia y ni siquiera me di cuenta de que estaba conduciendo hasta haber llegado a la mitad del puente, con las comisuras de los ojos anegadas de lágrimas.

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