Cárter cogió un libro y lo hojeó distraídamente. Llevaba el lacio pelo rubio recogido bajo una gorra de béisbol puesta del revés, y su camisa de franela parecía haber visto días mejores.
– ¿Buscas repuestos para el altar? -Me preguntó sin levantar la cabeza-. ¿O venías a desempolvar tus conocimientos de astrología?
– Lo que haga aquí no es de tu incumbencia -le espeté, demasiado conmocionada por su aparición como para pensar en algo gracioso o incluso plausible.
Aquellos ojos grises volvieron a posarse en mí.
– ¿Sabe Jerome que estás aquí?
– Tampoco es de su incumbencia. ¿Por qué? ¿Te vas a chivar?
Las palabras sonaron desafiantes, aunque una parte de mí no dejaba de pensar que si realmente era Cárter quien estaba detrás de los ataques, el enfado de Jerome sería la menor de mis preocupaciones.
– A lo mejor. -Cerró el libro y lo sostuvo entre las palmas-. Aunque sospecho que, a largo plazo, me reiré más si espero y dejo que tus planes prosigan sin interrupciones.
– No sé de qué «planes» me hablas. ¿Es que no puede una ir de compras sin que le apliquen el tercer grado? Mira cómo yo no te pregunto qué haces tú aquí.
Lo cierto era que me moría por saber qué estaba haciendo allí.
No me sorprendía que conociera a Erik, todos lo conocíamos, pero encontrarlo aquí después de todo lo que había pasado últimamente no hacía sino aumentar mis sospechas.
– ¿Yo? -Levantó el libro que había estado hojeando. Aprende brujería en 30 días o menos-. Tengo que recuperar el tiempo perdido.
– Qué mono.
– Cumplidos de una maestra. Me siento halagado. ¿Has tenido ya tiempo suficiente para inventarte una coartada igualmente «mona»? -Posó el libro.
– Señorita Kincaid. -Erik entró en la estancia antes de que yo pudiera responder nada-. Cuánto me alegro de verla. Mi amigo acaba de dejar los pendientes que me pidió.
Me quedé mirándolo fijamente, aturdida por un momento, hasta que recordé la gargantilla de perlas, además de los pendientes que tan impulsivamente le había pedido.
– Me alegra que haya podido hacerlos tan deprisa.
– Buena finta -reconoció Cárter en voz baja.
No le hice caso.
Erik abrió una cajita para mí, y me asomé a su interior. Tres diminutas ristras de perlas de agua dulce, idénticas a las del collar, colgaban de los delicados alambres de cobre de cada pendiente.
– Son preciosos -le dije. Hablaba en serio-. Dale las gracias a tu amigo. Tengo un vestido al que le sentarán de maravilla.
– Debe de ser un alivio -comentó Cárter, viendo cómo Erik llevaba los pendientes al mostrador-. Disponer de los accesorios adecuados, digo. Cody dice que estás teniendo muchas citas últimamente. Supongo que no habrás tenido tiempo de leer el libro que te mandé.
Le di mi tarjeta de crédito a Erik. Cody había visto mi séquito masculino en la clase de baile, pero hasta ayer no le había dicho nada de mi consiguiente cita con Román.
– ¿Cuándo has hablado con Cody?
– Anoche.
– Tiene gracia, también yo. Y aquí estás hoy. ¿Me estás siguiendo? Un brillo de diversión iluminó los ojos de Cárter.
– Yo he llegado primero. A lo mejor eres tú la que me sigue. A lo mejor estás cogiéndole gusto a esto de las citas e intentas encontrar la manera de pedirme una.
Firmé el recibo de la tarjeta de crédito y se lo devolví a un callado y atento Erik.
– Lo siento. Me gustan los hombres con un poco más de vida.
Cárter soltó una risita ante mi chiste. El sexo con otros inmortales no me reportaba ninguna energía.
– Georgina, a veces pienso que merecería la pena seguirte, tan sólo para ver qué dices a continuación.
Erik levantó la cabeza. Si se sentía incómodo en medio del fuego cruzado de dos inmortales, no daba muestras de ello.
– ¿Le apetece tomar el té con nosotros, señor Cárter? Iba usted a quedarse, ¿verdad, señorita Kincaid?
Le dediqué a Erik una de mis mejores sonrisas.
– Sí, por supuesto.
– ¿Señor Cárter?
– Gracias, pero no. Tengo cosas que hacer, y según tengo entendido, Georgina opera mejor con los hombres de uno en uno. Ha sido un placer volver a verte, Erik, como siempre. Gracias por la conversación. En cuanto a ti, Georgina… bueno, seguro que nos volvemos a encontrar pronto.
Había algo en aquellas palabras que me provocó un escalofrío. Me hizo falta hasta el último ápice de resolución para aparentar calma cuando lo llamé:
– ¿Cárter?
Sus manos tocaron la puerta. Hizo una pausa, me miró por encima del hombro y enarcó una ceja a modo de interrogación.
– ¿Sabe Jerome que estás aquí?
Una sonrisa taimada se extendió lentamente por el rostro del ángel.
– ¿Ahora te pones a darme coba, Georgina? Y yo que pensaba que estábamos haciendo progresos. Tendríamos que haber estirado la charla un poco más. Podrías haberme preguntado si el tiempo va a cambiar pronto, yo podría haber comentado lo guapa que estás hoy, etcétera, etcétera. Ya sabes cómo funciona.
Parpadeé. Esta vez sus palabras invocaron la nota de mi puerta.
Eres una mujer hermosa, Georgina. Lo suficientemente hermosa, creo, como para tentar incluso a los ángeles…
¿Estaría dándome más pistas? ¿Jugando conmigo tal y como había sugerido Cody? ¿O estaría yo dándole demasiadas vueltas a todo esto? ¿Seguiría siendo sencillamente el insoportable Cárter, azote de mi existencia, atormentándome como siempre? Sinceramente, no lo sabía, pero aún creía que de todos los ángeles que pudieran estar eliminando inmortales en la ciudad, Cárter era el que más papeletas tenía.
– Así que estoy guapa. -Dije, con un nudo en la garganta-. ¿Tanto como para tentar a los ángeles?
Sus labios temblaron.
– Sabía que estabas tirándome los tejos. Hasta luego, Georgina, Erik. -Abrió la puerta y se fue.
Me quedé allí plantada, viendo cómo se alejaba su figura.
– ¿Qué estaba haciendo aquí?
Erik dejó una bandeja con dos tazas encima de la mesita.
– Vamos, señorita Kincaid. Yo guardo sus secretos. No esperará que haga menos por él.
– No, supongo que no.
Mientras el anciano iba en busca de la tetera, pensé que tampoco quería arriesgarme a ponerlo en peligro envolviéndolo en asuntos inmortales. Bueno, al menos envolviéndolo más de lo que ya estaba.
Regresó enseguida y llenó las tazas.
– Acababa de poner esto al fuego cuando llegó usted. Me alegra que esté aquí para compartirlo.
Lo probé. Otra mezcla de hierbas.
– ¿Cómo se llama?
– Deseo.
– Qué apropiado -observé. Ángeles y conspiraciones al margen, ardía aún de deseo por Román-. ¿Has descubierto algo?
– Me temo que no. He preguntado por ahí, pero no he averiguado nada más sobre los cazadores de vampiros, ni he descubierto nada que indique la presencia de uno en la zona.
– Eso no me sorprende. -Bebí un poco de té-. Creo que se trata de otra cosa.
Erik no dijo nada, tan prudente como siempre.
– Sé que no vas a decirme qué hacía aquí, lo entiendo… -Dejé la frase sin terminar, intentando decidir la mejor manera de formular mi pregunta-. Pero, ¿qué… qué opinas de él? Me refiero a Cárter. ¿Ha hecho algo raro o parecía, no sé, sospechoso? ¿Misterioso?
Erik me dedicó una mirada impávida.
– Con el debido respeto, tengo muchos clientes… incluida usted… que encajan con esa descripción. Sin duda eso era quedarse cortos.
– Bueno, entonces, no sé. ¿Confías en él?
– ¿En el señor Cárter? -La sorpresa se reflejó en sus rasgos-. Lo conozco desde hace más tiempo que a usted. Si se puede confiar en alguno de esos clientes «sospechosos y misteriosos», sin duda él es el primero. Pondría mi vida en sus manos.
No era de extrañar. Si Cárter podía engañar a Jerome, le costaría menos sin duda engañar a un mortal.
Cambié de táctica y pregunté:
– ¿Sabes algo acerca de los ángeles caídos?
– Diría que usted ya debería estar familiarizada con ese tema, señorita Kincaid.
Me pregunté si se refería a las compañías de que me rodeaba o al antiguo mito de que los súcubos eran demonios. Para que conste en acta, no lo somos.
– No le preguntes nunca a un practicante si quieres averiguar algo sobre la historia de la religión. Reserva esas preguntas para los estudiosos ateos.
– Muy cierto. -Sonrió, pensativo mientras se acercaba la taza a los labios-. Bueno. Sin duda sabe usted ya que los demonios son ángeles que le volvieron la espalda a la voluntad divina. Se rebelaron o, como suele decirse comúnmente, «cayeron» en desgracia. Por lo general se acredita a Lucifer como el primero de todos, y otros se fueron con él.
– Pero eso fue al principio, ¿verdad? La migración en masa al otro bando. -Fruncí el ceño, preguntándome aún cuáles eran los requisitos exactos que debía cumplir un ángel para caer-. ¿Y luego? ¿Fue ésa la única vez que ocurrió? ¿Sólo ese caso?
Erik sacudió la cabeza.
– Opino que todavía puede ocurrir, y que así ha sido en el pasado. Existen documentos incluso que sugieren…
Se abrió la puerta, y entró una pareja de jóvenes. Erik se levantó con una sonrisa.
– ¿Tiene libros sobre el tarot? -Preguntó la chica-. ¿Para principiantes?
Que si tenía. Había una pared cubierta de ellos. La interrupción era frustrante, pero no quería privarle de la oportunidad de hacer alguna venta. Le indiqué que fuera con la pareja, mientras apuraba el resto del té. Los guió a la sección apropiada, explicando animadamente ciertos títulos e interesándose por sus necesidades con más detalle.
Cogí el abrigo y el bolso, más una caja de Deseo. Erik me vio dejar un billete de diez dólares encima del mostrador.
– Quédate el cambio -le dije.
Hizo un alto en la conversación con la pareja para decirme:
– Compruebe… veamos, creo que está al principio del Génesis 6… Versículo 2, ¿o quizá 4? Ahí podría haber algo que le interese.
– ¿El Génesis? ¿En la Biblia? -Asintió con la cabeza, y miré alrededor de las estanterías llenas de libros-. ¿Dónde está?
– No la tengo, señorita Kincaid. Sospecho que sus propios recursos serán más que adecuados.
Regresó con sus clientes, y me fui maravillada por aquel hombre, capaz de citar versículos bíblicos de memoria pero no de tener una copia a mano. En cualquier caso, no se equivocaba al decir que yo disponía de amplios recursos, y además mi turno empezaría enseguida.
Conduje de regreso a Queen Anne para descubrir que todos los aparcamientos estaban ocupados en la calle. Saqué mi permiso de la guantera, lo colgué del retrovisor y entré en el diminuto aparcamiento privado que lindaba con un callejón detrás de la librería. Eran tantos los empleados que querían usarlo, que generalmente intentaba evitarlo cuando podía.
Mientras caminaba hacia la tienda, divisé dos coches estacionados frente a frente, y una figura pelirroja inclinada sobre ellos. Tammi. Me caía bien la adolescente, pero también tenía la costumbre de parlotear. Puesto que no quería posponer mi búsqueda bíblica, me guarecí en las sombras y me transformé en un hombre anodino que no reconocería. A continuación pasé junto a ella, recibiendo apenas un vistazo mientras Tammi montaba en el coche.
Recuperé mi cuerpo normal cuando volví a perderla de vista. Me asaltó una momentánea sensación de fatiga, que desapareció tan deprisa como había llegado. El cambio de forma entre géneros siempre me pasaba factura, motivo por el cual me había resistido a la ridícula sugerencia de hacer de maniquí para Peter. Seguramente acababa de perder unos cuantos días de la energía acumulada gracias a Martin. Eso me dejaba con un par de semanas al menos, pero noté cómo el hambre de súcubo se revolvía ligeramente en mi interior, agitada sin duda por el perpetuo deseo que sentía por Román.
La librería vibraba con la actividad de entresemana habitual cuando llegué. Busqué inmediatamente la sección de religión. Le había indicado el camino a la gente en numerosas ocasiones; yo misma había sacado algunos títulos selectos de allí. Lo que no había hecho era fijarme en la cantidad de Biblias que había.
– Jesús -musité, contemplando fijamente las distintas traducciones. Había Biblias para hombres y mujeres respectivamente, Biblias para adolescentes, Biblias ilustradas, Biblias impresas en grandes caracteres, Biblias con grabados de oro. Encontré por fin la versión del Rey James. Sabía poco sobre ella, pero al menos reconocía el título.
La saqué de la balda, busqué el Génesis 6 y leí el pasaje de Erik:
Cuando los hombres comenzaron a multiplicarse sobre la Tierra y les nacieron hijas, los hijos de Dios vieron que las hijas de los hombres eran hermosas, y tomaron por esposas las que más les gustaron.
El Señor dijo: «Mi espíritu no permanecerá por siempre en el hombre, porque es de carne. Sus días serán ciento veinte años.»
En aquel entonces había gigantes en la Tierra (y también después), cuando los hijos de Dios se unieron a las hijas de los hombres, y ellas les daban hijos. Éstos son los héroes de antaño, hombres famosos.
En fin. Eso lo explicaba todo.
Releí el pasaje varias veces, con la esperanza de sacar algo más de él. Al final decidí que Erik debía de haberme dado el número de capítulo equivocado. Después de todo, estaba distraído. Este pasaje, en mi opinión, no tenía nada que ver con ángeles, ni con caídas, ni siquiera con la batalla cósmica entre el bien y el mal. En cambio, parecía tratar el tema de la procreación humana. No hacía falta ser un erudito bíblico para deducir qué significaba lo de que «los hijos de Dios se unieron a las hijas de los hombres», sobre todo cuando se mencionaba su descendencia en la frase siguiente. El sexo había vendido libros en el pasado, igual que los vendía ahora. Me pregunté si Erik habría querido bromear dándome el número de aquel pasaje.
– ¿Has encontrado la fe?
Vi primero la camiseta de PacMan, el rostro inquisitivo de Seth después.
– La encontré y la perdí hace mucho tiempo, me temo. -Cerré el libro cuando se arrodilló junto a mí-. Sólo estaba mirando una cosa. ¿Cómo les va hoy a Cady y O'Neill?
– Están avanzando en su último caso. -Esbozó una sonrisa sincera, y me descubrí estudiando el castaño ambarino de sus ojos. Había cruzado unos cuantos correos electrónicos más con él en los últimos días y disfrutaba con nuestras mini novelas, aunque la conversación en persona había mejorado poco-. Acabo de terminar un capítulo y necesitaba un respiro. Pasear, tomar algo.
– Nada de cafeína, supongo. -Había descubierto que Seth no consumía bebidas con cafeína, lo que me parecía aterrador y antinatural.
– No. Nada de cafeína.
– No deberías despreciarla. A lo mejor aumenta tu volumen de palabras.
– Ah, sí, cierto. Crees que mis libros no salen a la venta lo bastante rápido.
Solté un gemido, acordándome del día en que nos conocimos.
– Creo que mis propias palabras salieron demasiado rápido aquella vez.
– De eso nada. Estuviste brillante. Nunca lo olvidaré.
Su máscara de socarronería se cayó fugazmente, igual que había ocurrido durante la clase de baile, y una vez más vi una sombra de interés y estima masculinos en sus rasgos. En cuclillas junto a él, experimenté una pasajera sensación de naturalidad, como ocurría normalmente cuando estaba con Doug o alguno de los inmortales. Algo amigable y tranquilizador. Como si Seth y yo nos conociéramos desde siempre. Puede que fuera ése el caso, por así decirlo, a través de sus libros.
Y sin embargo, al mismo tiempo, estar tan cerca de él resultaba ser desconcertante también. Turbador. Empecé a fijarme en cosas como los músculos fibrosos de sus brazos y la revuelta mata de pelo que le enmarcaba el rostro. Incluso la pátina dorada de luz reflejada en su vello facial y la forma de sus labios capturaron mi atención. Al darme la vuelta, sentí revolverse en mi interior la sed animal de energía vital, y reprimí el impulso de estirar el brazo y tocarle la cara. El cambio de forma realizado en la calle me había hecho más daño de lo que pensaba. Seguía sin necesitar una verdadera recarga completa, pero el instinto de súcubo comenzaba a volverse irritante. Tendría que aplacarlo pronto, pero sin duda no con Seth.
Me levanté apresuradamente, con la Biblia aún en las manos, deseosa de alejarme de él. Se incorporó conmigo.
– Bueno -empecé con torpeza cuando transcurrió un momento sin que ninguno de los dos dijera nada-, habrá que ponerse a trabajar por aquí.
Asintió con la cabeza; el interés de su gesto dio paso a la aprensión.
– Me…
– ¿Hmmm?
Tragó saliva, apartó la mirada fugazmente y la volvió de nuevo hacia mí, con un brillo de determinación en los ojos.
– Pues, voy a ir a una fiesta el domingo, y me preguntaba si a lo mejor… si a lo mejor no estás ocupada ni tienes que trabajar, podrías, quiero decir, a lo mejor te gustaría venir conmigo.
Me quedé mirándolo, sin habla. ¿Seth Mortensen acababa de pedirme una cita? ¿Y… y no acabábamos de mantener una conversación coherente, para variar? Eso, combinado con el hecho de que me había fijado de repente en lo atractivo que era, hizo que el mundo pareciera volverse del revés. Peor aún, quería aceptar. Había algo en Seth que de improviso parecía natural y adecuado, aunque no se pareciera a la vertiginosa emoción que me invadía cuando estaba con Román. En algún momento de esta relación tan torpe y extraña, había llegado a apreciar realmente al escritor con independencia de sus novelas.
Pero no podía aceptar. Sabía que no podía hacerlo. Me maldije por haber sido la primera en coquetear; aparentemente le había afectado, pese a todos mis intentos por desdecirme y dejarlo en el ámbito de lo platónico. Una parte de mí se sentía desolada, otra complacida. Todo mi ser sabía lo que tenía que hacer.
– No -respondí de sopetón, aturdida todavía.
– Oh.
No tenía elección. De ninguna manera podía permitir que Seth se sintiera atraído por mí. De ninguna manera podía arriesgarme a tener algo más que una amistad distante con el creador de mis libros favoritos.
Al darme cuenta de lo grosera que había sonado, me apresuré a arreglarlo. Debería haber dicho simplemente que tenía trabajo pendiente, pero en vez de eso me descubrí balbuciendo una variante de lo que llevaba años empleando con Doug.
– Verás… en estos momentos no me interesa salir ni implicarme con nadie. Así que, no es nada personal, quiero decir, lo de la fiesta suena estupendo y eso, pero es que no puedo aceptar. Nunca acepto cosas así, de hecho. Como te decía, no es nada personal. Sólo que es más fácil no implicarse. No tener citas. Esto, nunca.
Seth me estudió largo rato, pensativo, y de repente recordé aquella primera noche, cuando puso una cara muy parecida mientras le explicaba mis cinco páginas de reglas con sus libros.
Al final dijo:
– Oh. Bueno. Pero… ¿no estás saliendo con ese tipo? ¿El alto de pelo negro?
– No. No estamos saliendo. En realidad no. Sólo somos, esto, amigos. Más o menos.
– Oh -repitió Seth-. Entonces, ¿los amigos no van juntos a las fiestas?
– No. -Vacilé, deseando de repente haber respondido algo distinto-. A lo mejor a veces pueden tomar café juntos. Aquí, en la librería.
– Yo no bebo café.
Había aspereza en su voz. Me sentí como si acabaran de abofetearme. Nos quedamos allí plantados durante lo que era posiblemente uno de los cinco momentos más incómodos de mi vida. El silencio se agrandó entre nosotros. Al cabo, repetí mi última excusa:
– Tengo que volver al trabajo.
– Está bien. Nos vemos.
Amigos, nada más que amigos. ¿Cuántas veces había empleado esa línea? ¿Cuántas veces había sido más fácil mentir que afrontar la verdad? La había empleado incluso con mi marido hacía tanto tiempo, ocultándome de nuevo de la realidad de un asunto que no quería admitir cuando las cosas entre nosotros se habían agriado.
– ¿Nada más que amigos? -había repetido Kyriakos, fijos en mí sus ojos oscuros.
– Claro. También es amigo tuyo, ¿sabes? Sólo me hace compañía cuando tú no estás, eso es todo. Me siento muy sola sin ti.
Lo que nunca le había contado a mi marido era cuan a menudo venía a visitarme su amigo Aristón, ni cómo parecía que siempre estuviéramos buscando alguna excusa para tocarnos. Un roce accidental de vez en cuando. Su mano para ayudarme a levantarme. O aquel día que ardía aún en mi recuerdo, cuando había estirado el brazo para coger una botella y me rozó un pecho con la mano. Me arrancó un jadeo involuntario mientras se demoraba por espacio de un latido antes de continuar la acción.
Tampoco le había dicho a Kyriakos que Aristón me hacía sentir como en los primeros días de mi matrimonio, inteligente, hermosa y deseable. Aristón me dispensaba todas las atenciones que antes me había dedicado Kyriakos; Aristón amaba el ingenio que en tantos problemas me había metido cuando era una doncella soltera.
En cuanto a Kyriakos… en fin, seguramente él también amaba esas cosas, pero ya no lo manifestaba tanto como antes. Su padre le obligaba a trabajar cada vez más horas, y cuando por fin llegaba a casa era para desplomarse en la cama o para buscar el solaz de su flauta. Cómo odiaba aquella flauta… la odiaba y me encantaba. Detestaba que pareciera atraer su atención más que yo. Sin embargo, algunas noches, cuando estaba sentada en la calle y le oía tocar, me impresionaban su talento y su habilidad para crear tanta dulzura.
Aquello, sin embargo, no cambiaba el hecho de que la mayoría de las noches me durmiera intacta. Cuando le decía que así jamás iba a quedarme embarazada, se reía y respondía que teníamos todo el tiempo del mundo para engendrar descendencia. Esto me preocupaba porque creía, sincera e irracionalmente, que tener un hijo lo arreglaría todo entre nosotros, de alguna manera. Anhelaba uno, añoraba la sensación de sostener a mis hermanas en brazos. Adoraba la honestidad y la inocencia de los niños, y me gustaba pensar que podría ayudar a alguno a convertirse en una persona de provecho. Por aquel entonces nada me parecía más dulce que limpiar rasguños, sostener manitas, y contar cuentos. Más aún, había llegado a un punto en el que necesitaba saber que podía engendrar. Tres años de matrimonio sin descendencia era mucho tiempo por aquel entonces, y había visto la forma en que los demás comenzaban a susurrar que la pobre Letha podría ser yerma. Aborrecía sus lamentaciones y su enfermiza conmiseración edulcorada.
Debería haberle contado a Kyriakos todo lo que me ocupaba la cabeza, hasta el último detalle. Pero era tan dulce y trabajaba tanto para que no nos faltara de nada, que no podía soportarlo. No quería revolver la satisfacción que ostensiblemente llenaba nuestro hogar tan sólo por mi gratificación personal y mi necesidad de atención. Además, tampoco es que Kyriakos descuidara siempre mi cuerpo. Con un poco de incentivo por mi parte, a veces lograba que respondiera a mi deseo. En ocasiones así nos fundíamos en plena noche, moviéndose su cuerpo dentro del mío con la misma pasión que volcaba en su música.
No obstante, al mirar a Aristón algunos días, me daba la impresión de que él no necesitaría ningún incentivo. Y conforme se sucedían los días vacíos sin Kyriakos, aquello empezó a significar algo.
Amigos, nada más que amigos. Allí de pie en la librería, viendo cómo se alejaba Seth, medio me pregunté cómo podía seguir utilizando nadie esa excusa. Pero ya conocía la respuesta, naturalmente. Se utilizaba porque la gente aún creía en ella. O al menos quería hacerlo.
Cuando volví abajo, sintiéndome triste, enfadada e idiota todo a la vez, me topé con una escena que prometía volver el día aún más extraño: Helena de Krystal Starz estaba enfrente del mostrador principal, haciéndoles gestos salvajes a las cajeras.
Helena, aquí. En mi terreno.
Tragándome mi confusión sobre Seth, me acerqué dando zancadas con mi mejor porte profesional, portando aún la Biblia.
– ¿Te puedo ayudar en algo?
Helena giró sobre sus talones, haciendo que los cristales que le rodeaban el cuello tintinearan al chocar unos con otros.
– Es ella… ésta es. La que me ha robado el personal.
Miré de soslayo detrás del mostrador. Allí estaban Casey y Beth, con cara de alivio al verme. Tammi y su amiga Janice debían de encontrarse en otra parte de la tienda, por lo que di gracias. Mejor que no se mezclaran en esto. Mantuve la voz fría, plenamente consciente de los clientes que estaban observándonos.
– Te aseguro que no sé a qué te refieres.
– ¡No me vengas con ésas! Sabes perfectamente a qué me refiero. Entraste en mi tienda, montaste una escena y engatusaste a mis trabajadoras. ¡Se fueron sin decir nada!
– Algunas personas han presentado su currículo aquí recientemente -respondí sin inmutarme-. La verdad, no puedo seguir la pista de sus anteriores lugares de trabajo. Como subdirectora, sin embargo, entiendo el inconveniente que puede suponer el que los empleados se vayan sin avisar.
– ¡No sigas! -Exclamó Helena, que no guardaba la menor similitud con la diva fría y distante de la semana pasada-. ¿Te crees que no sé qué mientes? ¡Caminas en las tinieblas, tu aura está envuelta en llamas!
– ¿Qué está en llamas?
Aparecieron Doug y Warren, evidentemente atraídos por el creciente espectáculo.
– Ella -proclamó Helena, señalándome, usando su voz new age más ronca.
Warren me miró con curiosidad, como si realmente estuviera buscando indicios de fuego.
– ¿Georgina?
– Me ha robado las empleadas. Se presentó sin más y se las llevó como si tal cosa. Podría presentar una demanda, ¿sabes? Cuando se lo diga a mis abogados…
– ¿Qué empleadas?
– Tammi y Janice.
Me encogí y esperé a ver qué desencadenaba este nuevo giro. Pese a sus muchos defectos, Warren poseía un fuerte sentido del servicio al cliente y la profesionalidad. Me preocupaba lo que pudiera ocurrir si se investigaba detenidamente mi caza furtiva.
Warren frunció el ceño, aparentemente intentando ponerles caras a los nombres.
– Espera… ¿una de ellas no me ha arreglado hoy el coche?
– Ésa fue Tammi.
Soltó un bufido de desdén.
– No vamos a devolverlas.
Helena se puso como un tomate.
– No puedes…
– Señora, lamento las molestias, pero no puedo devolver unas empleadas que han firmado un contrato con nosotros y no están dispuestas a seguir trabajando para usted. Siempre hay gente esperando una oportunidad. Seguro que encuentra a alguien enseguida.
Helena se giró hacia mí, esgrimiendo aún el dedo.
– No me olvidaré de esto. Aunque no pueda hacerte pagar por esto, el universo castigará tu naturaleza cruel y retorcida. Morirás miserable y sola. Sin amor. Sin amigos. Sin hijos. Tu vida no habrá servido de nada.
Vaya con el amor y la bondad de la nueva era. Sus comentarios sobre mi muerte no me afectaban, pero el resto de adjetivos escocían un poco. Sin amor. Sin amigos. Sin hijos.
Warren, sin embargo, no compartía la misma opinión sobre mí.
– Señora, Georgina es la última persona a la que yo acusaría de poseer una naturaleza «cruel» o llevar una vida sin sentido. Mantiene este sitio de una pieza, y confío en su buen juicio sin reservas… incluida la contratación de sus antiguas empleadas. Ahora, a menos que desee comprar algo, debo pedirle que se marche antes de que me vea obligado a llamar a las autoridades.
Helena nos lanzó otro puñado de maldiciones y malos augurios, para indudable disfrute de los clientes que hacían cola frente a la caja. Para mi sorpresa, Warren se mantuvo en sus trece. Generalmente se desvivía por limar asperezas con los clientes y daba siempre el brazo a torcer, incluso a expensas de sus empleados. Hoy no parecía tener ganas de complacer a nadie. Era una novedad agradable.
Cuando Helena se fue, Warren se retiró a su despacho sin añadir nada más, y Doug y yo nos quedamos allí plantados, con el asombro dando paso rápidamente a la diversión.
– En qué líos te metes, Kincaid.
– ¿Qué? No me cargues este muerto.
– ¿Me tomas el pelo? La bruja ésa rara no había puesto el pie en la tienda hasta que empezaste a trabajar aquí.
– ¿Qué sabrás tú? Llevo más tiempo que tú. -Consulté el reloj, pensativa-. Todavía te queda un rato hoy, ¿verdad?
– Sí. Suerte que tienes. ¿Por qué?
– Por nada. -Lo dejé en el sitio y me dirigí a las oficinas de la trastienda. En vez de girar a la izquierda camino de mi despacho, sin embargo, torcí a la derecha en dirección al de Warren.
Estaba sentado a su mesa, llenando su maletín, preparándose a salir ahora que su coche estaba listo.
– No me digas que ha vuelto.
– No. -Cerré la puerta detrás de mí. Esto le hizo levantar la cabeza-. Sólo quería darte las gracias. Warren me miró con desconfianza.
– Echar a los clientes irracionales forma parte de mi trabajo.
– Ya, pero la última vez no recibí ningún cumplido. Tuve que disculparme.
Se encogió de hombros, pensando en un incidente ocurrido hacía un año.
– Bueno, eso era distinto. Llamaste hipócrita neófita nazi patológica a una anciana.
– Lo era.
– Si tú lo dices. -Sus ojos estaban pendientes del menor de mis movimientos.
Me acerqué a él y dejé la Biblia encima de su escritorio. Encaramándome a su silla, me senté a horcajadas en su regazo, provocando que mi ceñida falda roja se subiera considerablemente y revelara las gomas cubiertas de encaje de mis medias negras hasta los muslos. Me incliné sobre él para besarlo, al principio pasando tan sólo los dientes tentadoramente sobre sus labios, y después apretando la boca de repente con fuerza. Me devolvió el beso con el mismo fervor, deslizándose automáticamente sus manos por mis muslos hasta las nalgas.
– Dios -exhaló cuando nos separamos ligeramente. Una de sus manos subió hasta mi rostro mientras la otra jugaba con el tanga bajo mi falda. Sus dedos trazaron el borde de encaje antes de introducirse en mi interior, tanteando con delicadeza al principio, para luego penetrar hasta el fondo. Una repentina oleada de deseo ya me había puesto húmeda; jadeé profundamente mientras saboreaba sus caricias, suaves y prolongadas. Warren me observaba con aprobación-. ¿A qué viene esto?
– ¿A qué viene qué? Lo hacemos todo el tiempo.
– Nunca empiezas tú.
– Ya te lo he dicho, me siento agradecida.
Era cierto, de hecho. Su defensa me había parecido realmente atractiva. Además, ardiendo aún de deseo por Román y ahora puede que también por Seth, Warren resultaba oportuno para paliar mi desabrida hambre de súcubo.
La mano en mi rostro enrolló un mechón de cabello, y se volvió pensativo, aunque no dejó de hacer lo que estaba haciendo entre mis piernas.
– Georgina… espero… espero que sepas que lo que hacemos aquí no afecta de ninguna manera a tu puesto. No tienes ninguna obligación… no corres ningún peligro de perder tu trabajo aquí si…
Me reí de sopetón, sorprendida por este ataque de consideración.
– Eso ya lo sé.
– Hablo en serio…
– Lo sé -repetí, mordiéndole el labio inferior-. No te pongas blando conmigo de repente -gruñí-. No he venido por eso.
No volvió a interrumpirme, y me dejé sumergir en el placer del contacto. La sensación de su lengua en mi boca, sus manos explorando descaradamente mi cuerpo. Tras una larga mañana de frustración sexual, necesitaba estar con alguien… con cualquiera. Me desabrochó la blusa y la tiró al suelo, donde cayó hecha una sedosa maraña negra. La siguieron mi falda y el tanga, dejándome sólo con las medias hasta los muslos, el sujetador y los zapatos de tacón. Todo negro.
Cambió de postura, aún en la silla, para que pudiera quitarle los pantalones. Verlo allí… grande, recto y duro… me hizo apartarle la mano de mi interior. Los dedos no podían seguir satisfaciéndome. Enlacé las piernas con más intensidad alrededor de sus caderas, lo máximo que me permitió la silla. A continuación, sin más preámbulos, impulsé el cuerpo hacia abajo, ensartándome en él. Arqueé el cuerpo para acogerlo hasta el fondo y me moví en una serie de embestidas firmes y repetidas. Al bajar la mirada podía verlo entrando y saliendo de mí. En la habitación sólo se oía el sonido de la carne contra la carne y nuestra pesada respiración.
La penetración trajo consigo un torrente de sentimientos y sensaciones procedentes de él, distintos de los físicos. Como alma menos noble, su energía y su presencia no me arrojaron al otro lado del cuarto como habían hecho las de Martin. La absorción de súcubo dependía del carácter de la víctima. Las almas fuertes y morales le reportaban más al súcubo y le pasaban una factura mayor al sujeto. Los hombres corruptos perdían menos y, por consiguiente, rendían menos. Con independencia de su energía o catadura moral, percibí destellos de los pensamientos y emociones de Warren mientras lo montaba. Era normal. Viajaban con su fuerza vital.
El deseo sin duda ocupaba un lugar privilegiado en su mente. Orgullo por estar con una mujer atractiva, más joven. Excitación. Sorpresa. Sentía pocos remordimientos por engañar a su esposa, lo que contribuía a reducir la cesión de energía, y aun el breve afecto que había exhibido por mí antes sucumbía a la pasión animal. Qué cachonda, joder. Está chorreando. Es genial cómo me folla. Espero que se corra, y que lo haga encima de mí…
Lo hice, así las cosas. Mis movimientos se volvieron más duros y feroces mientras nuestros cuerpos entrechocaban. Los músculos de mis piernas se contrajeron. Arqueé nuevamente la nuca. Sentía los pechos calientes y sudorosos allí donde me los había apretado. El orgasmo reverberaba en mi interior. Los espasmos del placer fueron volviéndose cada vez más débiles conforme mi respiración recuperaba lentamente la normalidad.
Y el chute de energía tampoco estaba nada mal. Se había filtrado dentro de mí ser poco a poco en el transcurso de nuestra creciente pasión, comenzando como finos hilos brillantes. Al final, sin embargo, se había vuelto potente y cegador, inundándome, revigorizando mi vida, alimentando mi inmortalidad en un clímax glorioso que rivalizaba con el físico.
Cuando los dos nos hubimos vestido de nuevo, me preparé para salir. Por pequeña que fuera la pérdida de energía, Warren siempre se sentía agotado y rendido después de estar juntos. Creía que era el resultado de su edad frente a una mujer más joven y activa. Yo no hacía nada por corregirlo, pero generalmente intentaba marcharme con discreción, para que no se sintiera avergonzado por su fatiga en mi presencia. Sabía que le preocupaba pensar que no podía seguir mi ritmo.
– ¿Georgina? -Me llamó cuando me dirigía a la puerta-. ¿Por qué llevas una Biblia encima? No estarás intentando convertir a los clientes, ¿verdad?
– Ah. Eso. Sólo estaba buscando algo para un amigo. Está relacionado, de hecho. Va todo de sexo.
Se enjugó el sudor de la frente.
– Tras años y más años de iglesia, creo que lo recordaría si hubiera alguna escena de sexo decente.
– Bueno, más que una escena se trata de una descripción clínica de la procreación.
– Ah. De ésas hay muchas.
Llevada por el impulso, me acerqué a él y abrí el libro por el Génesis 6.
– ¿Lo ves? -Señalé los versículos apropiados-. Todas estas menciones de hombres llevándose a las mujeres. Lo dicen, no sé, como tres veces.
Warren estudió el libro con el ceño fruncido, y recordé que no había abierto este sitio sin un considerable historial de estudios literarios.
– Bueno… se repite porque aquí, cuando dice que «los hombres comenzaron a multiplicarse sobre la Tierra», se refiere a los hombres humanos.
Lo miré de repente.
– ¿A qué te refieres con «humanos»?
– Aquí. Los «hijos de Dios» no son seres humanos. Son ángeles.
– ¿Qué? -Si el libro hubiera estado en mis manos, se me habría caído-. ¿Estás seguro?
– Segurísimo. Lo dicho, años de servicios religiosos. Usan este término a lo largo de toda la Biblia. -Pasó las hojas hasta Job-. ¿Lo ves? Aquí está de nuevo. «Otro día en que los hijos de Dios fueron a presentarse ante el Señor, se presentó también entre ellos Satán.» Se refiere a los ángeles… ángeles caídos, en este caso.
Tragué saliva.
– ¿Qué… qué estaban haciendo en el Génesis, entonces? ¿Con las «hijas de los hombres»? ¿Los ángeles tenían… tenían sexo con mujeres humanas?
– Bueno, dice que las mujeres eran «hermosas». Es difícil culparlos, ¿no? -Me devoró con los ojos mientras hablaba-. No sé. Este punto no se comenta mucho en la iglesia, como te puedes imaginar. Más que nada se hacía hincapié en el pecado y la culpa, pero yo no hacía mucho caso.
Seguí mirando el libro fijamente, desconcertada, pero invadida de repente de teorías e ideas. Warren me ojeó con curiosidad al ver que no respondía a su broma.
– ¿Te sirve de algo?
– Sí -dije, recuperándome-. Me ayuda un montón. Le sorprendí con un suave beso en los labios, cogí la Biblia y me fui.