Capítulo 13

– Tía, si Jerome me hubiera amenazado a mí con encerrarme en alguna parte, no andaría husmeando por ahí.

– No estoy husmeando. Sólo especulo. Peter zangoloteó la cabeza y destapó una cerveza. Estaba sentada con él y con Cody en la cocina, un día después del asalto sufrido por Hugh. Acababa de llegar una pizza de jamón y piña, que Cody y yo atacamos mientras el otro vampiro se limitaba a observar.

– ¿Por qué no puedes aceptarlo por lo que es? Jerome dice la verdad. Es un caza vampiros.

– No. Ni hablar. Nada de todo esto tiene sentido. Ni la indiferencia de Jerome y Cárter. Ni el asalto a Hugh. Ni esa puta nota que recibí.

– Pensaba que recibirías extravagantes notas de amor todo el tiempo. «Mi corazón sangra por ti, Georgina.» Escrito con sangre de verdad. Cosas así.

– Ya, nada como automutilarse para poner cachonda a una chica -refunfuñé. Pegué un trago de Mountain Dew y volví a concentrarme en la pizza. La verdad, por lo que a la cafeína y el azúcar respecta, el Mountain Dew era casi tan bueno como cualquiera de mis mocas-. Oye, ¿por qué no comes?

Peter levantó su botella de cerveza a modo de explicación.

– Estoy a régimen.

Me fijé en la etiqueta. Golden Village, cerveza baja en calorías.

Me quedé paralizada, con la boca llena. ¿Baja en calorías?

– Peter… eres un vampiro. ¿Tu dieta no es siempre baja en calorías, por definición?

– Es inútil -se rió Cody, rompiendo el silencio en que había estado sumido hasta ahora-. Ya lo he discutido con él. No quiere escuchar.

– No lo entenderías. -Peter le echó una mirada voraz a nuestra pizza-. Puedes transformar tu cuerpo como te apetezca.

– Ya, pero… -Miré a Cody-. ¿De verdad que puede ganar peso? ¿Los cuerpos inmortales no son, no sé, inmutables? ¿O imperecederos? ¿O algo?

– Sé lo mismo que tú -respondió.

– Comemos otras cosas. -Peter se frotó tímidamente el estómago-. No sólo sangre. Todo se acumula.

Esto tenía que ser la cosa más rara que había oído desde la muerte de Duane.

– Basta ya, Peter. Es ridículo. Luego querrás pedirle a Hugh que te practique una liposucción. Animó la cara.

– ¿Crees que me vendría bien?

– ¡No! Estás estupendo. Tu aspecto es el mismo de siempre.

– No sé yo. Últimamente Cody acapara toda la atención cuando salimos. A lo mejor debería ponerme las puntas más rubias.

Me abstuve de señalar que Peter tenía casi cuarenta años cuando lo convirtieron en vampiro, y que lucía una flagrante alopecia. Cody era muy joven, apenas veinte, y exhibía un aspecto bronceado y leonino. Los inmortales que previamente habían sido humanos se mantenían fijos en la edad y la apariencia con que los había encontrado la inmortalidad. Si los dos vampiros frecuentaban todavía clubes y bares de universitarios, no me extrañaba que Cody tuviera más suerte.

– Estamos perdiendo el tiempo -exclamé, deseosa de apartar a Peter del asunto de su imagen-. Quiero averiguar quién agredió a Hugh.

– Dios, mira que eres monotemática -saltó Peter-. ¿Por qué no esperas y ya?

Buena pregunta. No sabía por qué. Algo en mi interior lampaba por conocer la verdad, por hacer todo lo posible por proteger a mis amigos y a mí misma. No podía quedarme sentada de brazos cruzados.

– Es imposible que fuera un mortal. No a juzgar por la descripción del ataque que me dio Hugh.

– Ya, pero ningún inmortal podría haber matado a Duane. Ya te lo he dicho.

– Ningún inmortal menor -acoté-. Pero uno superior… Peter se rió.

– Oh-ho, ahora sí que te estás pasando de la raya. ¿Crees que hay algún demonio vengativo suelto por ahí?

– Sin duda serían capaces.

– Ya, pero no tienen ningún motivo.

– No hace.

De repente se apoderó de mí un presentimiento extraño, hormigueante y argénteo, delicado. Me trajo a la mente el perfume de las lilas, el tintineo de cascabeles. Miré a los otros de golpe.

– ¿Qué dé…? -empezó Cody, pero Peter ya estaba dirigiéndose a la puerta. La firma que sentíamos todos era parecida a la de Cárter en cierto modo, aunque más dulce y ligera. Menos poderosa.

Un ángel de la guarda.

Peter abrió la puerta y allí apareció Lucinda, primorosa, con los brazos firmemente cruzados alrededor de un libro.

Estuve a punto de atragantarme. Menuda sorpresa. Por norma general, no interactuaba con muchos ángeles de la zona; Cárter constituía una excepción debido a su relación con Jerome. Aun así, sabía quiénes eran los habituales, y conocía a Lucinda. No era un ángel de verdad como Cárter. Los de la guarda eran más bien el equivalente celestial de Hugh: antiguos mortales que servían y hacían recados toda la eternidad.

No me cabía la menor duda de que Lucinda hacía todo tipo de buenas acciones a diario. Seguramente trabajaba en cocinas económicas y leía para los huérfanos en su tiempo libre. Cuando estaba cerca de nosotros, en cambio, se convertía en una zorra engreída. Peter compartía mi opinión.

– ¿Sí? -preguntó con voz glacial.

– Hola, Peter. Tu pelo es muy… interesante hoy -observó ella diplomáticamente, sin moverse del umbral-. ¿Puedo pasar?

Peter frunció el ceño ante el comentario sobre su peinado, pero le habían inculcado demasiados instintos de anfitrión como para no invitarla a entrar. Aunque me tomara el pelo con mis aficiones mortales, el vampiro poseía un meticuloso sentido de la propiedad y la etiqueta que rayaba en el trastorno obsesivo-compulsivo.

El ángel entró, modosita con su falda de espiguilla hasta los tobillos y su jersey de cuello alto. Su cabello rubio y corto se curvaba abajo a lo garçon.

Yo era otra historia. Entre mi vertiginoso escote, mis vaqueros ultra ceñidos y mis tacones de aguja, me sentía como si nadie pudiera extrañarse si me tumbaba de espaldas en el suelo y me abría de piernas. El recatado vistazo que me dedicó implicaba a todas luces que ella opinaba lo mismo.

– Qué encantador volver a verte. -Su tono era seco, formal-. Vengo a entregarte algo de parte del señor Cárter.

– ¿El «señor» Cárter? -Dijo Cody-. ¿Ése es su apellido? Siempre pensé que sería su nombre.

– Me parece que sólo tiene un nombre -especulé-. Como Cher o Madonna.

Lucinda no respondió a nuestra cháchara. En vez de eso, me entregó un libro. Los hombres son de Marte, las mujeres son de Venus: Guía clásica para entender al sexo opuesto.

– ¿Qué diablos es esto? -Exclamó Peter-. Me parece que lo he visto en algún programa de la tele.

Recordé de pronto haber salido del hospital con Cárter, y cómo había afirmado poseer un libro que podría ayudarme con Seth. Lo tiré desinteresadamente encima de la barra.

– El puto sentido del humor de Cárter en acción. Lucinda se puso roja como un tomate.

– ¿Cómo puedes ser tan malhablada? Como si estuvieras… ¡en un vestuario!

Me alisé el top.

– Ni hablar. Nunca llevaría esto puesto en un vestuario.

– Eso, si ni siquiera tiene colores universitarios -dijo Peter. No pude resistirme a jugar con el ángel de la guarda.

– Si estuviera en un vestuario, lo más probable es que llevara puesta una minifalda de animadora. Sin ropa interior. Peter me siguió la corriente.

– Seguro que animabas los ánimos con tu movimiento especial, ¿a que sí? Las manos contra la pared de la ducha y el culo hacia fuera.

– Ésa soy yo -asentí-. Siempre dispuesta a darlo todo por el equipo.

Hasta Cody se ruborizó ante nuestra impudicia. Lucinda estaba prácticamente granate.

– ¡Vosotros… vosotros dos no tenéis ningún sentido de la decencia! ¡Ninguno!

– Lo que tú digas -repuse-. En el club de campo, o dondequiera que os lo montéis tú y el resto de tu pandilla, seguro que os ponéis una versión más corta de esa falda todo el tiempo. Con calcetines hasta la rodilla. Apuesto a que a los demás ángeles les va el rollo colegiala.

Si Lucinda fuese cualquiera de mis amigos, un comentario como ése sólo habría conseguido degenerar en más sarcasmos y comentarios jocosos. El ángel guardián, sin embargo, se limitó a enderezar la espalda y eligió responder esgrimiendo la espada de la moralidad.

– Nosotros -declaró- no nos comportamos de manera tan inapropiada unos con otros. Actuamos con decoro. Nos tratamos con respeto. No nos echamos encima unos de otros.

Esto último vino acompañado de una fugaz mirada de reojo hacia mí.

– ¿A qué viene eso?

Se sacudió la melena, la poca que tenía.

– Creo que ya lo sabes. Todos hemos oído hablar de tus logros como justiciera. Primero ese vampiro, ahora el diablillo. Nada de lo que hagáis me sorprende ya.

Ahora me tocó a mí sonrojarme.

– ¡Chorradas! Hace tiempo que quedé libre de toda sospecha por lo de Duane. Y Hugh… qué estupidez. Es mi amigo.

– ¿Qué significa la amistad para los de tu clase? Él tampoco se salva. Según tengo entendido, se lo pasó bomba contándole a quien quisiera escuchar lo de tu disfraz con el látigo y las alas. Ah, y por cierto, si no te importa que te lo diga, creo que eso debe de ser lo más degradante que he oído en mi vida. Hasta para un súcubo. -Lanzó una mirada de soslayo al libro que yo había dejado en la encimera-. Le diré al señor Cárter que has, eh, recibido el paquete.

Tras lo cual, giró rápidamente sobre los talones y se fue, cerrando la puerta tras ella.

– Zorra santurrona -mascullé-. A ver, ¿pero cuánta gente sabe lo del disfraz de demonio?

– Olvídalo -dijo Peter-. Es una cualquiera. Y un ángel. Son capaces de cualquier cosa.

Fruncí el ceño. Y entonces, se me ocurrió. Era increíble que no lo hubiera pensado antes. A lo mejor Lucinda no era tan mala.

– ¡Ya está!

– ¿Qué está? -farfulló Cody, con la boca llena de pizza ya fría.

– ¡Un ángel mató a Duane y agredió a Hugh! Es perfecto. Teníais razón al decir que un demonio no tendría ningún motivo para eliminar a los de nuestro bando. ¿Pero un ángel? ¿Por qué no? Me refiero a uno de verdad, no uno de la guarda como Lucinda.

Peter sacudió la cabeza.

– Un ángel podría hacer algo así, pero sería demasiado insignificante. La batalla cósmica entre el bien y el mal no se resuelve en combates de uno contra uno. Y tú lo sabes. Eliminar a los agentes del mal de uno en uno sería un desperdicio de recursos.

Cody reflexionó.

– ¿Y si se tratara de un ángel renegado? Alguien que no sigue las reglas del juego.

Peter y yo nos volvimos hacia el más joven de los vampiros, sorprendidos. Se había pasado toda la velada rehuyendo más o menos nuestras especulaciones.

– No existe tal cosa -contrarrestó su mentor-. ¿Verdad, Georgina?

Sentía los ojos de ambos vampiros clavados en mí, aguardando mi opinión.

– Jerome dice que no hay ángeles malos. Una vez se vuelven malos, son demonios, dejan de ser ángeles.

– Bueno, en tal caso eso anula tu teoría. Un ángel que hiciera algo malo caería en desgracia y dejaría de ser un ángel. En tal caso Jerome lo conocería.

Fruncí el ceño, intrigada aún por el uso de la palabra «renegado» en vez de «caído» por parte de Cody.

– A lo mejor los pecados de los ángeles son como los de los humanos… no siempre son «malos» si quien los comete cree estar haciendo algo «bueno». Esto no ha terminado todavía.

Todos nos quedamos pensativos por un momento. Los seres humanos continuamente actúan bajo la falsa premisa de que existe un juego exacto de reglas sobre qué es pecado y qué no, reglas que uno podría romper sin darse cuenta siquiera. En realidad, la mayoría de la gente sabe cuándo hace algo malo. Lo siente. La naturaleza del pecado es más subjetiva que objetiva. En tiempos de los puritanos, corromper almas no suponía ningún problema para un súcubo porque casi todo lo sexual y deseable era inadecuado para aquellas personas. Hoy en día, el sexo antes del matrimonio no tiene nada de malo para muchas personas, por lo que no se considera pecado. Los súcubos nos hemos visto obligados a volvernos más creativos con el tiempo para obtener nuestros chutes de energía y corromper las almas.

Empero, siguiendo esa misma lógica, era posible que un ángel renegado que creyera estar haciendo el bien no entrara en el reino de lo pecaminoso. Si no había pecado, no podía haber caída en desgracia. ¿O sí? Tanta teoría ponía a prueba la mente, y aparentemente Peter pensaba lo mismo.

– ¿Entonces qué diferencia hay? ¿Qué hace que un ángel caiga en desgracia? Nos lo estamos jugando todo con formalismos.

Le habría dado la razón si no se me hubiera ocurrido otra cosa.

– La nota.

– ¿Qué nota? -preguntó Cody.

– La nota que había en mi puerta. Decía que mi belleza podría tentar a caer a los mismos ángeles.

– Bueno, lo cierto es que eres muy mona. -Al verme enarcar una ceja, Peter añadió a regañadientes-: Vale, algo sospechoso sí que es… demasiado sospechoso, casi. ¿Por qué querría nadie dejar una tarjeta de visita?

Cody saltó casi de su asiento.

– Será algún tipo de ángel psicópata al que le van los juegos. Como en esas películas donde los asesinos tatúan pistas en sus víctimas, para ver cómo la policía se vuelve loca.

La imagen me hizo estremecer mientras repasaba lo que sabía sobre los ángeles en general, lo cual en realidad no era nada. Al contrario que nuestro bando, las fuerzas del bien no tienen la misma jerarquía críptica de supervisores y redes geográficas, da igual cuántas historias haya sobre querubines y serafines. Después de todo, éramos nosotros los que habíamos inventado los mandos medios, no ellos. Siempre había tenido la impresión de que la mayoría de los ángeles y pobladores del bien operan como investigadores privados o agentes de campo, completando distintas misiones angelicales de forma muy poco organizada. Semejante modus operandi le daría a cualquiera un amplio margen de maniobra para llevar a cabo sus propios planes.

La implicación angelical explicaría asimismo el subterfugio, reflexionó. Su bando era vergonzoso. Típico de ellos, en realidad. Pocas cosas turbaban a los de nuestro bando a estas alturas. Ellos, sin embargo, sufrirían lo indecible si tuvieran que admitir que uno de ellos se había vuelto loco, y Cárter, con lo embobado que estaba con Jerome, habría convencido al demonio para que guardara silencio sobre todo el asunto. Su sarcasmo y sus intentos de burla eran una mera estrategia para guardar las apariencias.

Cuanto más consideraba esta disparatada teoría, más me gustaba. Algún ángel frustrado, deseoso de heroicidades, había decidido tomarse la justicia por su mano y vengarse de las fuerzas del mal. La teoría del ángel renegado explicaría por qué cualquiera de nosotros podía ser el siguiente objetivo, además de arrojar luz sobre por qué nadie podía presentir a este ser, ya que ahora sabíamos que los inmortales superiores pueden disimular su presencia.

Lo que hizo que me preguntara exactamente por qué estaban enmascarando su presencia también Cárter y Jerome. ¿Esperaban pillar por sorpresa a este ángel? Eso, y…

– Entonces, ¿por qué dejó con vida a Hugh esta persona? -miré de un vampiro a otro-. Un ángel podría eliminarnos a cualquiera de nosotros. Hugh dijo que no llevaba las de ganar, y nadie los interrumpió. El agresor se aburrió y se largó. ¿Por qué? ¿Por qué matar a Duane pero no a Hugh? O a mí, ya puestos, dado que esta persona sabe dónde vivo.

– ¿Porque Duane era un gilipollas? -sugirió Peter.

– Cuestiones de personalidad al margen, todos pesamos lo mismo en la balanza del mal. Quizá Hugh más incluso.

Lo cierto era que Hugh estaba en la flor de la vida, inmortalmente hablando. Ya había dejado atrás la inexperiencia de un novicio como Cody, pero el diablillo aún no se había encallecido y aburrido del mundo como Peter y yo. Hugh sabía lo suficiente como para hacer bien su trabajo, y además le gustaba. Debería haber sido un blanco suculento para cualquier justiciero angelical deseoso de hacer del mundo un sitio mejor.

Cody le dio la razón a Peter.

– Eso. Malvados o no, algunos de nosotros caemos mejor que otros. Quizá un ángel supiera respetar eso.

– Dudo que le caigamos bien a ningún ángel…

Me interrumpí. Había un ángel al que le caíamos bien. Había un ángel que salía mucho con nosotros. Había un ángel que últimamente parecía estar donde estuviera Jerome siempre que se producía un ataque. Había un ángel que nos conocía personalmente, que conocía todas nuestras costumbres y debilidades. ¿Qué mejor manera de seguirnos la pista y estudiarnos que infiltrarse en nuestro grupo de copas y hacerse pasar por un amigo?

La idea era tan peligrosa, tan explosiva, que el mero hecho de dar forma al pensamiento me ponía enferma. Sin duda no podía expresar nada de todo aquello en voz alta. Todavía no. Cody y Peter creían en la teoría del ángel a duras penas. Me extrañaría que se subieran al carro si empezaba a lanzar acusaciones contra Cárter.

– ¿Estás bien, Georgina? -preguntó Cody cuando me quedé callada.

– Sí… sí… bien. -Vi la hora de reojo encima de la estufa y salté de mi silla, con la cabeza aún dándome vueltas-. Mierda. Tengo que volver a Queen Anne.

– ¿Para qué? -preguntó Peter.

– Tengo una cita.

– ¿Con quién? -Cody me dirigió una sonrisa maliciosa que me sacó los colores.

– Con Román.

Peter se volvió hacia su aprendiz.

– ¿Ése quién es?

– El macizo bailarín. Georgina por poco se lo come.

– Mentira. Me gusta demasiado para eso.

Se rieron. Mientras recogía el abrigo, Peter preguntó:

– Oye, ¿podrías hacerme un favor cuando tengas tiempo?

– ¿Qué? -Mi mente seguía enredada en el misterio que nos envolvía. Eso, y Román. Habíamos hablado por teléfono unas cuantas veces desde la última cita, y no dejaba de asombrarme lo bien que nos entendíamos.

– Bueno, ¿conoces esos programas de ordenador que tienen en los salones de belleza, donde te enseñan qué pinta tendrías con distintos colores y peinados? Estaba pensando que podrías ser uno viviente. Podrías transformarte en mí y mostrarme cuál sería mi aspecto con distintos cortes de pelo.

El silencio flotó en la habitación durante un minuto completo mientras Cody y yo lo mirábamos fijamente.

– Peter -le dije, al cabo-, ésa es la idea más estúpida que he oído en mi vida.

– No sé yo. -Cody se rascó la barbilla-. Tratándose de él, no está tan mal.

– En estos momentos tenemos otros asuntos de los que ocuparnos -advertí, sin paciencia ni humor para seguirle la corriente a Peter-. No pienso malgastar energías en tu vanidad.

– Venga -imploró Peter-. Todavía estás pletórica por lo del virgen aquel. Puedes permitirte el lujo.

Sacudí la cabeza y me colgué el bolso del hombro.

– Súcubo 101. Cuanto más se aleje una transformación de mi forma natural, más energía necesitará. Los cambios de género son un grano en el culo; los cambios de especie, peor todavía. Jugar a las muñecas contigo agotaría casi todas mis reservas, y tengo cosas mejores en que emplearlas. -Le lancé una mirada amenazadora-. Amigo, necesitas ayuda profesional con tu imagen física y tus problemas de inseguridad.

Cody me observaba con interés renovado.

– ¿Cambios de especie? ¿Podrías, no sé, transformarte en un monstruo de Gila o… o… un erizo de mar o algo?

– Buenas noches, chicos. Me piro.

Mientras salía, pude oír apenas cómo Peter y Cody debatían qué me costaría más energía, si transformarme en un mamífero realmente pequeño o en un reptil del tamaño de una persona.

Vampiros. En serio, a veces son como niños.

Conduje a casa en un tiempo récord. Me acordé de convertir mis zapatos de tacón en sandalias y llegué a la puerta de mi edificio a la vez que Román.

Al verlo se esfumaron todos mis pensamientos sobre ángeles y conspiraciones.

Me había pedido que me vistiera informalmente para esta velada, y aunque él había hecho lo propio, conseguía que llevar vaqueros y una camiseta de manga larga pareciera el último grito en moda. Aparentemente yo debí de surtir el mismo efecto en él, porque me envolvió en un gigantesco brazo de oso y me dio un beso en la mejilla.

– Hola, preciosa -me murmuró al oído, manteniendo el abrazo un poco más de lo necesario.

– Hola. -Desenredé mi cuerpo del suyo y le sonreí.

– Qué bajita eres -comentó, apoyando una mano en mi mejilla-. Me gusta.

Aquellos ojos amenazaban con engullirme; me apresuré a apartar la mirada de ellos antes de cometer una estupidez.

– Vamos. -Me detuve-. Esto, ¿a dónde vamos?

Me guió hasta su coche, aparcado al final de la calle.

– Como por lo visto te defiendes tan bien con los pies, había pensado que podíamos poner a prueba el resto de tu coordinación corporal.

– ¿En alguna habitación de hotel?

– Maldita sea. ¿Tan transparente soy?

Varios minutos más tarde, aparcó junto a un local destartalado cuyo parpadeante cartel de neón rezaba LA BOLERA DE BURT. Me quedé mirándolo con visible aprensión, incapaz de disimular mis sentimientos.

– ¿Esto es lo que tú entiendes por una cita? ¿Una bolera? Y encima fea.

Román no parecía preocupado por mi falta de entusiasmo.

– ¿Cuándo fue la última vez que jugaste a los bolos? Debía de haber sido allá por los años setenta.

– Hace mucho tiempo.

– Exacto. Verás -empezó tranquilamente mientras entrábamos y nos dirigíamos al mostrador-, te tengo calada. Dices que no quieres nada serio con nadie, pero aun así tengo la impresión de que sales un montón. Cuarenta y cuatro, por favor.

– Treinta y nueve.

La encargada nos entregó sendos pares de zapatos de aspecto repelente, y di gracias por que los gérmenes no supusieran ningún peligro para mí. Román pagó en efectivo, y la mujer nos indicó la pista que se nos había asignado.

– En cualquier caso, como iba diciendo, con independencia de tus intenciones, debes de terminar teniendo bastantes citas. No sé cómo podría ser al contrario, llamando como llamas tanto la atención.

– ¿Eso qué significa? -Me senté junto a nuestra pista y me quité las Birckenstock, observando los zapatos alquilados de reojo.

Román dejó de atarse los cordones y me dedicó una mirada firme e intensa.

– Venga ya, no puedes ser tan ingenua. Los hombres no paran de mirarte. Me doy cuenta siempre que estoy contigo. En los pasillos de la librería, la otra noche en el bar. Incluso aquí, en este sitio. Cuando dejamos la caja, vi por lo menos a tres tipos que dejaban lo que estaban haciendo para mirarte.

– ¿Esto va a parar a alguna parte?

– Enseguida. -Se levantó, y nos acercamos a una estantería de bolas comunes-. Con toda esa atención, deben de pedirte salir todo el tiempo, y tú a veces debes de ceder, como hiciste conmigo. ¿Cierto?

– Supongo.

Dejó de estudiar las bolas y me dedicó otra de sus arrebatadoras y penetrantes miradas.

– Pues háblame de tu última cita.

– ¿Mi última cita? -Pensé que Martin Miller no debía de contar.

– Tú última cita. Me refiero a una cita de verdad, no a salir a tomar cualquier cosa. Una cita en la que el chico hiciera todo lo posible por planear un itinerario que terminaría contigo en su cama.

Comprobé el peso de una bola con espirales fluorescentes naranjas y verdes, escarbando en mi memoria.

– La ópera -dije por fin-. Y cena en Santa Lucía.

– Buena combinación. ¿Y antes de eso?

– Dios, qué curioso. Hm… A ver. Me parece que fue la inauguración de una galería de arte.

– Aderezada sin duda con una cena en algún restaurante donde los camareros dicen sobriamente «gracias» cada vez que eliges algo del menú, ¿verdad?

– Supongo.

– Lo que me imaginaba. -Acunó una bola azul marino en el doblez del codo-. Por eso te resistes tanto a salir, por eso no quieres nada serio con nadie. Estás tan solicitada que las citas de cinco estrellas a todo lujo son tu pan de cada día. Son rutina. Los hombres intentan tirar la casa por la ventana contigo, pero después de un tiempo, te aburres. -Sus ojos brillaron con picardía-. Por consiguiente, voy a distinguirme de ese hatajo de perdedores llevándote a sitios que tus elitistas piecitos no soñaron que tocarían jamás. La sal de la vida. Lo fundamental. Como debería ser una cita: dos personas más preocupadas la una por la otra que por lo deslumbrante de su entorno.

Regresamos a nuestra pista.

– Tanto rollo para decir que crees que lo que me hace falta es un poco de cutrerío.

– ¿Y no es así?

– No.

– ¿Entonces por qué estás conmigo?

Ojeé su fabulosa apariencia y pensé en la conversación sobre lenguas clásicas de la otra noche. Belleza e intelecto. Difícil de superar.

– Yo no diría que eres tan cutre. Me sonrió y cambió de tema.

– ¿Has elegido ya?

Bajé la mirada a la bola de psicodélico estampado.

– Sí. Esta noche se está poniendo ya lo bastante surrealista. Será mejor que aproveche la experiencia al máximo. A lo mejor luego podemos tomarnos un ácido.

Los ojos de Román se rodearon de arruguitas de diversión; ladeó la cabeza hacia la pista.

– A ver qué sabes hacer.

Me adelanté con inseguridad, intentando recordar cómo acostumbraba a hacer esto. A uno y otro lado de la bolera se veían otros jugadores que daban los pasos y tiraban con facilidad. Me encogí de hombros, me puse en la marca, eché el brazo hacia atrás y tiré. La bola salió volando erráticamente, planeó algo más de un metro, golpeó la pista con un sonoro crac, y rodó hasta el canalón. Román se acercó a mi espalda, y nos quedamos contemplando en silencio cómo la bola completaba su recorrido.

– ¿Siempre eres tan dura con las bolas? -preguntó, al cabo.

– Los hombres no suelen quejarse.

– Me lo imagino. Procura tocar el suelo antes de soltarla esta vez. Lo miré con irritación.

– No serás uno de esos tipos a los que les pone enseñarles a las mujeres lo bien que se les dan las cosas, ¿verdad?

– No. Es sólo un consejo de amigo.

La bola regresó, y seguí sus instrucciones. El impacto fue más suave esta vez, pero aun así terminó en el canalón.

– Bueno. A ver qué sabes hacer tú -refunfuñé, sentándome de mala gana en una silla.

Román se acercó a la pista, moviéndose con la gracia y la agilidad de un gato. La bola escapó de su mano fluidamente, como un chorro de agua de su jarra, rodó con precisión y derribó nueve bolos. Cuando regresó, volvió a lanzarla sin esfuerzo y remató el décimo superviviente.

– Va a ser una noche muy larga.

– Alegra esa cara -me levantó la barbilla-. Saldrás de ésta. Inténtalo otra vez, y apunta más a la izquierda. Voy a buscarnos unas cervezas.

Tiré hacia la izquierda según lo indicado, pero sólo conseguí caer en el canalón de ese lado. En mi segundo lanzamiento, intenté moderarme un poco más y logré derribar el bolo del extremo izquierdo. Contra mi voluntad, me descubrí dando saltos de alegría.

– Bien hecho -me felicitó Román, mientras dejaba dos jarras de cerveza barata encima de la mesa. Hacía más de una década que no bebía nada que no hubiera salido de una micro cervecería-. Se trata de ir pasito a pasito.

Lo que se fue confirmando a medida que se desarrollaba la noche. Mi cómputo de bolos aumentó lentamente, aunque pronto caí en la mala costumbre de provocar splits con el primer lanzamiento. Pese a todas las explicaciones de Román, no demostré la menor aptitud a la hora de cazarlos. La verdad sea dicha, sus consejos eran buenos e inofensivos, y también me hizo alguna demostración práctica.

– El brazo va así, y el resto del cuerpo se inclina de esta manera -me explicó, de pie a mi espalda con una mano en mi cadera y otra en mi muñeca. Su contacto me caldeaba la piel, y me pregunté hasta qué punto lo impulsaba realmente el altruismo, y hasta qué punto estaba aprovechando la excusa para ponerme las manos encima. En mi trabajo como súcubo ejercía esas técnicas con frecuencia. Los hombres se volvían locos, y ahora entendía por qué. Estratagema o no, no le pedí que parara. Alcancé mi mejor momento en la segunda partida, donde conseguí incluso un strike, aunque mi actuación declinó en la tercera ronda, cuando la cerveza y el cansancio hicieron mella en mí. Román se percató y dio por concluida nuestra aventura bolística, elogiando mi evolución como sumamente impresionante.

– ¿Ahora tenemos que ir a cenar a algún tugurio para continuar con esta fantasía de cita cutre que has planeado?

Me rodeó con un brazo mientras nos dirigíamos al coche.

– Supongo que eso depende de si has sucumbido a mi maquiavélico encanto o no.

– Si digo que sí, ¿me llevarás a algún sitio decente? A veces los restaurantes elegantes funcionan, ¿sabes?

Terminamos en un japonés refinado, para mi satisfacción. Nos tomamos nuestro tiempo disfrutando de la comida y la conversación, y de nuevo el ingenio y los conocimientos de Román me dejaron impresionada. Esta vez hablamos de temas de actualidad, compartiendo opiniones sobre noticias recientes y cultura, cosas que nos gustaban, cosas que nos volvían locos, etc. Descubrí que Román había viajado bastante, y que tenía las ideas muy claras en cuestión de política y asuntos internacionales.

– Este país está tan pagado de sí mismo -se lamentó mientras pegaba un sorbo de sake-. Es como un espejo gigante. Se pasa el día sentado, mirándose el ombligo. Cuando se molesta en levantar la cabeza, sólo es para decirles a los demás «haced esto» o «sed iguales que yo». Nuestra política militar y económica hostiga a los ciudadanos de fuera de nuestras fronteras, y en el interior, los grupos conservadores se encargan de hostigarnos a nosotros. Lo odio.

Lo escuchaba con interés, intrigada por esta faceta de un tipo por lo general informal y tranquilo.

– Pues haz algo al respecto. O vete.

Sacudió la cabeza.

– Palabras típicas de una ciudadana acomodaticia. La vieja política de «si no te gusta, te puedes largar». Por desgracia, separarse de las raíces de uno es un poco más complicado. -Se reclinó y le quitó hierro a sus palabras con una sonrisita-. Además, de vez en cuando sí que hago algo. Cosas pequeñas. Libro mi propia batalla contra el estatus quo, ¿sabes? Asisto a manifestaciones. Me niego a comprar productos elaborados con mano de obra del tercer mundo.

– ¿No compras pieles? ¿Comes alimentos orgánicos?

– Eso también -se rió.

– Tiene gracia -dije tras un momento de silencio. Se me acababa de ocurrir una idea.

– ¿El qué?

– Todo este tiempo hemos hablado de temas actuales. Sin compartir traumas de la infancia, experiencias universitarias, antiguas parejas, o lo que sea.

– ¿Y qué tiene eso de gracioso?

– Nada, en realidad. Es sólo que el proceso de apareamiento humano parece dictar generalmente que todo el mundo comparta sus historias.

– ¿Quieres hacerlo?

– La verdad, no. -De hecho, detestaba esa parte de las citas. Siempre tenía que manipular mi pasado. Aborrecía mentir, tener que llevar la cuenta de mis historias.

– Creo que el pasado ya nos acosa lo suficiente sin necesidad de enredarlo en nuestro presente. Prefiero mirar adelante, no atrás.

Lo estudié con curiosidad.

– ¿Tu pasado te acosa?

– Mucho. Todos los días lucho para que no me alcance. Unas veces gano yo, otras él.

Sólo Dios sabía que el mío hacía lo mismo. Era curioso hablar con alguien de esto, alguien que opinaba lo mismo. Me pregunté cuánta gente viajaría por el mundo con su equipaje invisible, ocultándoselo a los demás. Aunque acarreara dicho equipaje, lo mantenía escondido en todo momento. Sentía la necesidad imperiosa de mantener las apariencias… de ahí la llamada «buena cara». Sonreía y asentía mientras atravesaba las peores rachas de mi vida, y cuando esa reacción superficial no bastaba, huía… aunque me costara el alma.

Esbocé una ligera sonrisa.

– Bueno, en tal caso me alegra que tú y yo nos atengamos al presente.

Manipuló mis palabras.

– Yo también me alegro. De hecho, mi presente tiene una pinta estupenda ahora mismo. A lo mejor mi futuro también, si sigo minando tu determinación.

– No te pases.

– Oh, venga. Reconócelo. Mi rebelión frente a la autoridad te resulta intrigante. Tal vez erótica, incluso.

– Creo que «divertida» sería una palabra más adecuada. Si quieres saber lo que es rebelión deberías pasar algún tiempo con Doug, mi compañero de trabajo. Tenéis mucho en común. De día se arregla y finge ser un asistente de ventas respetable, pero por la noche canta en una banda atroz para dar rienda suelta a su descontento con la sociedad a través de la música.

Un brillo de interés iluminó los ojos de Román.

– ¿Toca por aquí cerca?

– Sí. Este sábado actúa en la Old Greenlake Brewery. Iré a verlo con otros empleados.

– ¿Sí? ¿A qué hora quieres que te recoja?

– No recuerdo haberte invitado.

– ¿No? Porque juraría que acabas de decirme un día y un sitio. A mí me suena a invitación pasiva. Ya sabes, del tipo donde me tocaría preguntar «¿te importa que vaya?», y tú respondes «claro, sin problemas», y así. Sólo me he saltado unos pocos pasos.

– Qué práctico -observé.

– Entonces… ¿te importa que vaya?

Solté un gemido.

– Román, no podemos seguir viéndonos. Al principio tenía gracia, pero se suponía que iba a ser sólo una cita. Ya hemos superado ese límite. En el trabajo se piensan que eres mi novio. -Casey y Beth me habían felicitado recientemente por el «buen ejemplar» que había pescado.

– ¿Sí? -Parecía encantado con la idea.

– No bromeo. Hablo en serio cuando digo que no quiero empezar nada serio con nadie en estos momentos.

Y sin embargo, no hablaba realmente en serio. No con el corazón. Me había pasado siglos privándome de cualquier clase de relación seria con otra persona, y me dolía. Incluso cuando había cultivado relaciones con tipos decentes en mis días de gloria como súcubo, inmediatamente después del sexo los abandonaba y desaparecía. En cierto modo, mi vida era ahora más dura. Evitaba la culpa que sentía al robar la energía vital de un hombre agradable, pero tampoco conocía nunca el verdadero compañerismo. Nadie se preocupaba exclusivamente por mí. Cierto, tenía amigos, pero ellos vivían su vida, y debía apartar por su propio bien a quienes se acercaban demasiado, como Doug.

– ¿No crees en las citas informales? ¿O en la amistad entre hombres y mujeres?

– No -respondí tajantemente-. No creo en eso.

– ¿Qué hay de los otros hombres en tu vida? ¿Ese Doug? ¿El instructor de baile? ¿Incluso ese escritor? Eres amiga de ellos, ¿no?

– Bueno, sí, pero es distinto. No me siento atraída…

Me mordí la lengua, pero ya era demasiado tarde. La esperanza y el placer florecieron en el gesto de Román. Se inclinó hacia mí, acariciándome la mejilla con la mano.

Tragué saliva, aterrada y electrizada por su proximidad. La cerveza y el sake me habían dejado el cuerpo y la mente temblorosos, y me hice la promesa de no beber la próxima vez que saliéramos. Aunque no íbamos a volver a salir… ¿verdad? El alcohol me nublaba los sentidos, dificultaba el distinguir entre el instinto de alimentación de súcubo y la pura pasión animal. Cualquiera de los dos era peligroso cerca de él.

Y sin embargo… en aquel momento, la lujuria no era realmente el problema. Lo era él. Estar con él. Hablar con él. Volver a tener a alguien en mi vida. Alguien que se preocupaba por mí. Alguien que me comprendía. Alguien a quien acudir. Y con quien estar.

– ¿A qué hora quieres que te recoja? -murmuró.

Agaché la cabeza, acalorada de repente.

– El concierto empieza tarde…

Su mano se deslizó desde mi mejilla a mi nuca, enlazándose en mi cabello e inclinando mi rostro hacia el suyo.

– ¿Te apetece hacer algo antes?

– No deberíamos. -Todas mis palabras sonaban débiles e interminables, como si tuviera la boca pastosa.

Román se agachó y me dio un beso en la oreja.

– Estaré en tu casa a las siete.

– A las siete -repetí.

Sus labios pasaron a besar la parte de mi mejilla pegada a mi oreja, luego el centro de la mejilla, después justo debajo de la boca. Sus labios flotaban rozando los míos; todo mi cuerpo estaba concentrado en esa proximidad. Podía sentir el calor de su boca, como si fuera su propia aura privada. Todo se movía a cámara lenta. Quería que me besara, quería que me consumiera con sus labios y su lengua. Lo quería y lo temía, pero me sentía impotente para actuar en uno u otro sentido.

– ¿Les puedo ofrecer algo más?

La voz ligeramente azorada del camarero hizo añicos mi ensimismamiento, devolviéndome de golpe a la realidad, recordándome qué le ocurriría a Román siquiera con un beso. No demasiado, cierto, pero suficiente. Me zafé de su abrazo y sacudí la cabeza.

– Nada más. La cuenta.

Román y yo hablamos poco después de aquello. Me llevó a casa y no intentó nada cuando me acompañó hasta la puerta; se limitó a sonreír con dulzura mientras volvía a besarme bajo la barbilla y me recordaba que se pasaría a las siete el sábado.

Me fui a la cama nerviosa y ávida de sexo. El alcohol me ayudó a conciliar el sueño con facilidad, pero cuando me desperté por la mañana, aturdida, todavía podía recordar la sensación de sus labios tan cerca de los míos. El abrasador anhelo regresó con más fuerza que nunca.

– Esto no está bien -me quejé para Aubrey mientras rodaba fuera de la cama.

Disponía de tres horas antes de empezar a trabajar y sabía que necesitaba hacer algo aparte de soñar despierta con Román. Al acordarme de que no había vuelto a llamar a Erik, decidí hacerle una visita. La teoría del cazador de vampiros había quedado más o menos obsoleta por lo que a mí respectaba, pero quizá hubiera averiguado algo útil. También podía preguntarle acerca de los ángeles caídos.

Teniendo en cuenta la amenaza del «encierro», probablemente debería sentir más reparos por regresar a Arcana, S.A. Sin embargo, me sentía relativamente a salvo. Una cosa que había aprendido sobre el archidemonio era que no le gustaba madrugar. No necesitaba descansar realmente, claro, pero era un lujo mortal al que se había aficionado. Esperaba que estuviera dormido, dondequiera que estuviese, sin ninguna forma de saber qué me proponía hacer.

Me vestí, desayuné, y pronto tomé la carretera a Lake City. Esta vez encontré la tienda sin problemas, desolada nuevamente por su destartalada fachada y su aparcamiento vacío. Sin embargo, cuando entré, vi una figura inclinada sobre una esquina de libros, demasiado alta para tratarse de Erik. Me recorrió una oleada de placer ante la idea de que Erik tuviera más clientes, hasta que la figura se enderezó y me taladró con sus sarcásticos ojos grises.

– Hola, Georgina.

Tragué saliva.

– Hola, Cárter.

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