Las estadísticas demuestran que la mayoría de los mortales venden su alma por cinco motivos: sexo, dinero, poder, venganza y amor. En ese orden.
Supongo que debería tranquilizarme, entonces, el hecho de estar aquí para ayudar con el «número uno», pero lo cierto era que toda esta situación me hacía sentir sencillamente… en fin, sucia. Y viniendo de mí, eso no era moco de pavo.
A lo mejor es tan sólo que ya no logro sentirme identificada, reflexioné. Ha pasado mucho tiempo. Cuando era virgen, la gente todavía creía que los cisnes podían dejar embarazadas a las chicas.
No muy lejos, Hugh esperaba pacientemente a que yo venciera mi reticencia. Metió las manos en los bolsillos de sus pantalones kakis, impecablemente planchados, con el cuerpo fornido apoyado en su Lexus.
– No entiendo por qué le das tantas vueltas. Si esto es el pan tuyo de cada día.
No era exactamente verdad, pero los dos sabíamos lo que quería decir. Hice oídos sordos a sus palabras y fingí estudiar los alrededores, sin que eso contribuyera a levantarme el ánimo. Los suburbios siempre me deprimían. Todas las casas idénticas. Los céspedes perfectos. Demasiados utilitarios deportivos. En alguna parte, un perro se negaba a dejar de ladrarle a la luna.
– «Esto» no es el pan mío de cada día -dije al final-. Hasta yo tengo valores.
Hugh resopló, expresando así la opinión que le merecían mis valores.
– De acuerdo, si así te sientes mejor, no pienses en esto en términos de condena. Considéralo una obra de caridad.
– ¿Una obra de caridad?
– Claro.
Sacó su Pocket PC y adoptó un aire de pulcro hombre de negocios, pese a lo poco apropiado del escenario. No sé de qué me extrañaba. Hugh era un diablillo profesional, especializado en conseguir que los mortales le vendieran sus almas, un experto en contratos y triquiñuelas legales con la capacidad de hacer que cualquier abogado se pusiera verde de envidia.
También era mi amigo. Le daba un nuevo significado al dicho de «con amigos como éstos…».
– Presta atención a los datos -continuó-. Martin Miller. Varón, por supuesto. Caucásico. Luterano no practicante. Trabaja en una tienda de juegos del centro comercial. Vive en el sótano aquí… en la casa de sus padres.
– Jesús.
– Te avisé.
– Con obra de caridad o sin ella, me sigue pareciendo algo… exagerado. ¿Cuántos años dices que tiene?
– Treinta y cuatro.
– Caray.
– Exacto. Si tú tuvieras esa edad y no lo hubieras hecho nunca, a lo mejor también tomarías medidas desesperadas -consultó su reloj de reojo-. Bueno, ¿lo vas a hacer o no? -sin duda por mi culpa Hugh llegaba tarde a su cita con alguna tía despampanante con la mitad de años que él; con lo que me refiero, naturalmente, a la edad que aparentaba. En realidad iba ya para el siglo.
Dejé mi bolso en el suelo y le lancé una mirada de advertencia.
– Me debes una.
– Hecho -reconoció. Esta clase de encargos no eran corrientes, gracias al cielo. El diablillo normalmente «subcontrataba» este tipo de cosas, pero esta noche había tropezado con algún problema de horarios. No lograba imaginarme quiénes se encargarían habitualmente de esto.
Empecé a caminar hacia la casa, pero me detuvo.
– ¿Georgina?
– ¿Sí?
– Hay… otra cosa…
Me di la vuelta, sin que me gustara el tono de su voz.
– ¿Sí?
– El caso es que, en fin, que ha pedido algo especial.
Enarqué una ceja y me quedé esperando.
– Verás, eh, está muy metido en todo este tema de, esto, del ocultismo. Ya sabes, opina que puesto que le ha vendido el alma al diablo… por así decirlo… debería perder la virginidad con, qué sé yo, con un demonio o algo.
Juro que hasta el perro dejó de ladrar después de aquello.
– Me tomas el pelo.
Hugh no respondió.
– Yo no soy ningún… no. De ninguna manera pienso…
– Venga, Georgina. Pero si no es nada. Florituras. Puro artificio. Por favor. ¿Querrías hacerlo por mí? -se puso tierno, engatusador. Irresistible. Como dije antes, era bueno en su trabajo-. Estoy en un auténtico atolladero… si pudieras echarme una mano… significaría tanto Solté un gemido, incapaz de permanecer impasible ante la patética expresión de su rostro redondeado.
– Como alguien se entere de esto…
– Mis labios están sellados -tuvo incluso la desfachatez de hacer como que se cerraba los labios con una cremallera.
Me agaché, resignada, y me desaté los cordones de los zapatos.
– ¿Qué haces? -preguntó.
– Estos son mis Bruno Maglis favoritos. No quiero que el cambio los absorba.
– Ya, pero… si luego puedes descambiarlos de forma.
– No serían iguales.
– Sí que lo serían. Puedes hacer cualquier cosa que te propongas. Qué tontería.
– Mira -le espeté-, ¿quieres quedarte aquí fuera discutiendo por unos zapatos, o prefieres que vaya y haga hombre a tu virgen?
Hugh cerró la boca de golpe y señaló con un gesto en dirección a la casa.
La hierba me hizo cosquillas en los pies descalzos cuando crucé el césped. El patio trasero que comunicaba con el sótano estaba abierto, tal y como había prometido Hugh. Me colé en la casa dormida, esperando que no tuvieran ningún perro, preguntándome distraídamente cómo era posible que mi existencia hubiera tocado fondo de esa manera. Mis ojos se acostumbraron a la oscuridad y no tardaron en discernir los rasgos de una cómoda habitación familiar de clase media: sofá, televisor, estanterías cargadas de libros. A la izquierda subía una escalera, y un pasillo se curvaba a la derecha.
Seguí este último mientras dejaba que mi apariencia cambiara sobre la marcha. La sensación era tan conocida como una segunda naturaleza para mí, que ni siquiera me hacía falta ver mi exterior para saber lo que estaba ocurriendo. Mi porte menudo se hizo más alto, la constitución esbelta permaneció así, aunque adoptando un matiz más adusto y enjuto. Mi piel palideció hasta adquirir tintes cadavéricos, sin dejar ni rastro de su ligero bronceado. El cabello, que me llegaba ya a la mitad de la espalda, conservó su longitud pero se oscureció hasta volverse negro cobalto, alisándose y embasteciéndose el suave ondulado. Mi busto, impresionante ya de por sí, se agrandó más todavía, hasta convertirse en digno rival de los de las heroínas de tebeo con las que seguramente se había criado este tipo.
En cuanto a mi atuendo… bueno, adiós a los modositos pantalones y a la blusa de Banana Republic. Unas ceñidas botas de cuero negro hasta los muslos me enfundaban ahora las piernas, conjuntadas con un top a juego y una falda con la que no se me ocurriría agacharme ni loca. Las alas de murciélago, los cuernos y el látigo completaban el lote.
– Ay, cielos -musité al atisbar accidentalmente el conjunto en un pequeño espejo decorativo. Esperaba que ninguna de las diablesas de la zona se enterara nunca de esto. Con lo elegantes que eran ellas en realidad.
Le di la espalda al provocativo espejo y continué por el pasillo hacia mi destino: una puerta cerrada con un cartel amarillo que rezaba EN OBRAS. Me pareció oír los amortiguados pitidos de un videojuego al otro lado, ruiditos que se silenciaron inmediatamente cuando llamé con los nudillos.
Un momento después se abrió la puerta y me encontré de cara con un tipo de un metro setenta de altura y el pelo rubio, sucio y largo hasta los hombros, con pronunciadas entradas en la frente. Una enorme barriga peluda asomaba por debajo de su camiseta de Homer Simpson; sostenía una bolsa de patatas fritas con una mano.
La bolsa se le cayó al suelo cuando me vio.
– ¿Martin Miller?
– S-sí -tartamudeó, sin aliento.
Hice restallar el látigo.
– ¿Listo para jugar conmigo?
Abandoné la residencia de los Miller exactamente seis minutos más tarde. Al parecer, treinta y cuatro años de abstinencia no contribuyen a mejorar la resistencia de uno.
– Guau, qué rapidez -observó Hugh al verme cruzar el patio delantero. Volvía a estar apoyado en el coche, fumando un cigarro.
– No me fastidies. ¿Tienes otro de ésos?
Sonrió y me ofreció el suyo mientras me miraba de arriba abajo.
– ¿Te ofenderías si te digo que esas alas como que me ponen?
Cogí el cigarro y entorné los ojos hacia él mientras aspiraba el humo. Un rápido vistazo para comprobar que no había nadie en los alrededores y cambié a mi forma habitual.
– Me debes una bien gorda -le recordé mientras volvía a ponerme los zapatos.
– Ya lo sé. Claro que hay quien diría que eres tú la que está en deuda conmigo. Vas a sacar un buen pellizco con esto. Más de lo que acostumbras.
Eso era innegable, pero tampoco tenía por qué sentirme bien al respecto. Pobre Martin. Geek o no, entregar su alma a la condenación eterna era un precio terrible a cambio de seis minutos.
– ¿Te apetece un trago? -me ofreció Hugh.
– No, ya es muy tarde. Me voy a casa. Tengo un libro que leer.
– Ah, por supuesto. ¿Cuándo es el gran día?
– Mañana -proclamé.
El diablillo se rió de la adoración que le profesaba a mi héroe.
– Sólo escribe narrativa para las masas, ¿sabes? Tampoco es que sea Nietzsche ni Thoreau.
– Oye, que no hace falta ponerse surrealista ni trascendental para ser un gran escritor. Lo sé bien; he visto unos cuantos en el transcurso de los años.
Mi aire imperioso hizo gruñir a Hugh, que me dedicó una reverencia burlona.
– Nada más lejos de mi intención que discutir con una dama de su edad.
Le di un beso rápido en la mejilla y caminé las dos manzanas que me separaban del lugar donde había aparcado. Estaba abriendo la puerta del coche cuando lo sentí: el cálido hormigueo que indicaba la presencia de otro inmortal en las proximidades. Vampiro, pensé, tan sólo un milisegundo antes de que apareciera a mi lado. Maldición, qué rápidos eran.
– Georgina, bella mía, dulce súcubo, mi diosa del placer -entonó, con las manos dramáticamente plantadas sobre el corazón.
Estupendo. Justo lo que necesitaba. Duane era posiblemente el inmortal más odioso que había conocido nunca. Llevaba el pelo rubio rapado casi al cero y, como de costumbre, hacía gala de un gusto espantoso a la hora de elegir atuendo y desodorante.
– Lárgate, Duane. No tenemos nada que decirnos.
– Oh, venga ya -arrulló, alargando la mano para sostener la puerta cuando intenté abrirla-. Ni siquiera tú puedes hacerte la recatada esta vez. Mírate. Estás radiante. Buena caza, ¿eh?
La referencia a la energía vital de Martin me hizo fruncir el ceño, consciente de que debía de estar envolviéndome. Obstinadamente, intenté abrir la puerta pese a la oposición de Duane. No hubo suerte.
– Estará fuera de combate durante días, según parece-añadió el vampiro, escudriñándome atentamente-. Sin embargo, me imagino que quienquiera que sea habrá disfrutado del viaje… en tus brazos y al infierno -me dedicó una sonrisa lánguida, revelando apenas sus dientes puntiagudos-. Habrá estado muy bien para que tengas ahora este aspecto tan caliente. ¿Qué pasó? Pensaba que sólo jodías con la escoria del mundo. Con los auténticos capullos.
– Cambio de política. No quería darte falsas esperanzas.
Sacudió la cabeza con admiración.
– Ay, Georgina, nunca me decepcionas… tú y tus agudezas. Claro que todavía estoy por conocer a la puta que no sepa usar bien la lengua, tanto en horas de trabajo como fuera.
– Déjame -le espeté, tirando con más fuerza de la puerta.
– ¿A qué viene tanta prisa? Tengo derecho a saber qué estabais haciendo aquí el diablillo y tú. El Eastside es mi territorio.
– No tenemos por qué acatar vuestras normas territoriales, y tú lo sabes.
– Aun así, la simple cortesía dicta que si estás en el vecindario… literalmente, como en este caso… deberías saludar por lo menos. Además, ¿cómo es que nunca hacemos nada juntos? Me debes un buen rato. Bastante tiempo pasas con esos otros perdedores.
Los perdedores a los que se refería eran amigos míos y los únicos vampiros decentes que conocía. La mayoría de ellos, como Duane, eran arrogantes, carecían de aptitudes sociales y estaban obsesionados con la territorialidad. En eso se parecían a casi todos los mortales con los que me había relacionado.
– Como no dejes que me vaya, te voy a enseñar una nueva definición de «simple cortesía».
Vale, era una frasecita estúpida digna de cualquier película de acción de segunda categoría, pero no se me ocurrió nada mejor en aquel momento. Intenté que mi voz sonara lo más amenazadora posible, pero era pura bravuconería, y él lo sabía. Los súcubos gozaban del don del carisma y el cambio de forma; los vampiros tenían superfuerza y velocidad. Lo que esto significaba era que mientras que uno de nosotros podía integrarse mejor en las fiestas, el otro era capaz de romperle la muñeca a un hombre con un simple apretón de manos.
– ¿Estás amenazándome en serio? -me acarició la mejilla juguetonamente con una mano, consiguiendo erizarme el vello de la nuca… no de forma placentera. Me revolví-. Eso sí que es adorable. Y enardecedor. De hecho, creo que me gustaría verte a la ofensiva. Quizá si te comportaras como una niña buena… ¡ay! ¡Zorra!
Aproveché el resquicio de oportunidad que me brindaban sus manos ocupadas. Un rápido estallido de cambio de forma y aparecieron unas afiladas garras de siete centímetros en los dedos de mi mano derecha, con las que le crucé la mejilla. Sus reflejos superiores me impidieron llegar muy lejos con el gesto, pero conseguí hacerle sangre antes de que me apresara la muñeca y me la aplastara contra el coche.
– ¿Qué ocurre? ¿Te parece poca ofensiva? -conseguí preguntar pese al dolor. Más líneas de guión de película mala.
– Qué graciosa, Georgina. Muy graciosa. A ver si sigues teniendo ganas de bromear cuando te…
Unos faros destellaron en la noche cuando un coche dobló la esquina del bloque adyacente y se dirigió hacia nosotros. En esa fracción de segundo, pude ver la indecisión en el rostro de Duane. Nuestro téte á téte sin duda no pasaría desapercibido para el conductor. Mientras que Duane podía matar fácilmente a cualquier mortal entrometido (diablos, si eso era lo que hacía para ganarse la vida), sus superiores no verían con buenos ojos que la muerte estuviera conectada con su acoso hacia mi persona. Hasta un gilipollas como Duane se lo pensaría dos veces antes de buscarse esa clase de embrollo.
– No hemos terminado -siseó, soltándome la muñeca.
Yo creo que sí -podía sentirme más valiente ahora que la salvación estaba en camino-. La próxima vez que te acerques a mí será la última.
– Mira cómo tiemblo -sonrió con afectación. Sus ojos brillaron una vez en la oscuridad, y desapareció, perdiéndose de vista en la noche al mismo tiempo que el coche pasaba por nuestro lado. Gracias a Dios por cualquiera que fuese la aventura o la escapada a comprar helado que habían sacado al conductor de casa esta noche.
Sin más dilación monté en el coche y me alejé, ansiosa por regresar a la ciudad. Intenté ignorar el temblor de mis manos sobre el volante, pero lo cierto era que Duane me aterraba. Me lo había sacudido de encima un montón de veces en presencia de mis amigos inmortales, pero plantarle cara a solas en una calle oscura era harina de otro costal, sobre todo porque todas mis amenazas carecían de fundamento.
Lo cierto era que aborrecía la violencia en todas sus formas. Supongo que esto se debía al hecho de haber vivido periodos de la historia cuyos niveles de crueldad y brutalidad no podría comprender jamás ninguno de los habitantes del mundo moderno. La gente dice que corren tiempos violentos ahora, pero no tienen ni idea. Claro que, hace siglos, me producía cierta satisfacción ver a un violador castrado sin el menor reparo por sus crímenes, sin interminables dramas en los juzgados ni puestas en libertad anticipadas por «buena conducta». Lamentablemente, quienes se entregan a la venganza y se toman la justicia por su mano rara vez saben dónde está el límite, de modo que me quedo con la burocracia del sistema judicial actual sin dudarlo.
Al recordar cómo había presumido que el conductor fortuito podía haber salido a comprar helado, decidí que un poco de postre tampoco me vendría mal. Una vez sana y salva de regreso en Seattle, me detuve en una tienda de comestibles que abría las veinticuatro horas y descubrí que algún genio de la mercadotecnia había inventado el helado con sabor a tiramisú. Tiramisú y helado. La creatividad de los mortales siempre conseguía asombrarme.
Cuando me disponía a pagar, pasé por delante de un expositor de flores. Eran baratas y estaban un poco mustias, pero vi cómo un joven entraba y las examinaba con gesto nervioso. Al final seleccionó unos crisantemos de matices otoñales y se los llevó. Lo seguí soñadoramente con la mirada, algo celosa de cualquiera que fuese la chica a quien estaban destinados.
Tal y como había observado Duane, generalmente me alimentaba de perdedores, de tipos a los que hacerles daño o dejarlos inconscientes durante días no me provocaba ningún reparo. Los de su calaña no enviaban flores y solían evitar directamente casi cualquier gesto romántico. En cuanto a los tipos que sí enviaban flores, en fin, a ésos los evitaba yo. Por su propio bien. Era impropio de un súcubo, pero tenía demasiadas tablas como para seguir dejando que los convencionalismos me quitaran el sueño.
Sintiéndome triste y sola, escogí un ramo de claveles rojos para mí y lo pagué junto con el helado.
Cuando llegué a casa estaba sonando el teléfono. Solté las compras y comprobé la identidad de la llamada. Desconocida.
– Mi amo y señor -respondí-. Qué final tan apropiado para una noche perfecta.
– Ahórrate los sarcasmos, Georgie. ¿Qué hacías jodiendo con Duane?
– Jerome, yo… ¿qué?
– Acaba de llamar. Dice que estabas haciéndole propuestas indecentes.
– ¿Propuestas…? ¿A él? -Sentí crecer la indignación en mi interior-. ¡Pero si empezó él! Se me acercó y…
– ¿Lo golpeaste?
– Yo…
– ¿Lo hiciste?
Suspiré. Jerome era el archidemonio de la principal jerarquía del mal de Seattle, además de mi supervisor. Su labor consistía en controlarnos a todos, asegurarse de que cumplíamos con nuestro deber y mantenernos a raya. Como cualquier otro demonio holgazán, sin embargo, prefería que le diéramos el menor trabajo posible. Su enfado era casi palpable al otro lado de la línea.
– Técnicamente sí. En realidad, fue más bien un sopapo.
– Entiendo. Un sopapo. ¿Y lo amenazaste también?
– Bueno, sí, supongo, si quieres llamarlo así. ¡Pero Jerome, venga ya! Es un vampiro. No puedo tocarlo. Y tú lo sabes.
El archidemonio vaciló, considerando aparentemente el resultado de un enfrentamiento entre Duane y yo. Debí de perder la hipotética batalla, porque oí cómo Jerome exhalaba un momento después.
– Sí. Supongo. Pero no vuelvas a provocarlo. Bastante trabajo tengo ya sin vuestras riñas de críos.
– ¿Tú desde cuándo trabajas?
– «críos», lo que faltaba.
– Buenas noches, Georgie. No te metas con Duane otra vez.
Se cortó la llamada. Los demonios no eran grandes conversadores.
Colgué, sintiéndome ligeramente ofendida. No me podía creer que Duane se hubiera chivado de mí y me hubiera hecho quedar de mala. Lo peor era que Jerome parecía habérselo tragado. Por lo menos al principio. Probablemente eso era lo que más me dolía de todo porque, vicios de súcubo haragán aparte, siempre había disfrutado de cierta indulgencia con el archidemonio, como la alumna predilecta del profesor. Necesitada de consuelo, me llevé el helado al dormitorio y cambié mi atuendo por una holgada camisa de dormir. Aubrey, mi gata, se levantó de donde estaba durmiendo al pie de la cama y se estiró. Completamente blanca salvo por unas manchitas negras en la frente, me guiñó los ojos verdes a modo de saludo.
– No puedo acostarme -le dije, sofocando un bostezo-. Antes tengo que leer.
Me acurruqué con la tarrina y el libro, recordando otra vez cómo iba a conocer por fin a mi autor favorito en la firma de mañana. La obra de Seth Mortensen siempre me emocionaba, despertaba dentro de mí algo que ni siquiera sabía que estuviera latente. Su última novela, El pacto de Glasgow, no podía mitigar la culpa que me producía lo ocurrido con Martin, pero aun así consiguió llenar un doloroso vacío en mi interior. Me asombraba que los mortales, con tan poco tiempo como vivían, fueran capaces de crear cosas tan maravillosas.
– Yo nunca creé nada cuando era mortal -le dije a Aubrey después de terminar las cinco páginas que me faltaban.
Se restregó contra mí, ronroneando comprensivamente, y tuve la suficiente presencia de ánimo como para apartar el helado antes de desplomarme en la cama y quedarme dormida.