El teléfono me despertó de golpe a la mañana siguiente. Una luz tenue y turbia se filtraba por las cortinas transparentes, indicando una hora indecentemente temprana. Donde yo vivo, sin embargo, esa cantidad de luz podía significar cualquier cosa entre el amanecer y la medianoche. Después de cuatro timbrazos, por fin me digné contestar, tirando sin querer a Aubrey de la cama. Aterrizó con un miau indignado y se alejó altanera para acicalarse. ¿Diga?
– Hey, ¿Kincaid?
– No. -Mi respuesta fue rápida y segura-. No voy a ir.
– Ni siquiera sabes si es eso lo que quiero preguntarte.
– Por supuesto que lo sé. No me llamarías a estas horas por ningún otro motivo, y no pienso hacerlo. Es mi día libre, Doug.
Doug, el otro auxiliar de ventas de mi empleo diurno, era un tipo bastante majo, pero no sabría poner cara (o voz) de póquer ni aunque le fuese la vida en ello. Su actitud relajada pronto dio paso a la desesperación.
– Todo el mundo está de baja por enfermedad hoy, y ya no nos queda nadie más. Tienes que hacerlo.
– Bueno, yo también estoy enferma. Créeme, será mejor que no aparezca por ahí.
Vale, no estaba exactamente enferma, pero seguía luciendo un resplandor residual por haber estado con Martin. Los mortales no podían «verlo» "como Duane por sí solo, pero lo presentían y se sentían atraídos hacia él, hombres y mujeres por igual, sin saber ni siquiera por qué. Mi confinamiento de hoy prevendría cualquier posible temeridad romántica. En realidad les estaba haciendo un favor a todos.
– Embustera. Tú nunca te pones mala.
– Doug, ya tenía planeado volver esta noche para la firma. Si encima trabajo un turno, me habré pasado el día entero ahí encerrada. Eso es retorcido y perverso.
– Bienvenida a mi mundo, guapa. No tenemos alternativa, no si verdaderamente te importa el destino de la tienda, no si verdaderamente te importan nuestros clientes y su felicidad…
– Me estás perdiendo, vaquero.
– Bueno -continuó-, la cuestión es, ¿vas a venir voluntariamente o tendré que ir hasta ahí y sacarte a rastras de la cama con mis propias manos? La verdad, esto último tampoco me importaría.
Puse los ojos en blanco mentalmente, regañándome por enésima vez por vivir a dos manzanas del trabajo. Su perorata sobre el sufrimiento de la librería había sido eficaz, como él sabía que ocurriría. Operaba bajo la errónea creencia de que el sitio no podía sobrevivir sin mí.
– Bueno, si no quiero arriesgarme a padecer más intentos de ingeniosas insinuaciones sexuales por tu parte, supongo que tendré que acercarme. Pero Doug… -Mi voz se endureció.
– ¿Sí?
– No me pongas detrás de la caja ni nada de eso. Percibí vacilación al otro lado de la línea.
– ¿Doug? Hablo en serio. Detrás de la caja principal no. No quiero estar rodeada de un montón de clientes.
– Vale -dijo al final-. La caja principal no.
– ¿Me lo prometes?
– Te lo prometo.
Media hora más tarde, salí por la puerta para caminar las dos manzanas hasta la tienda. Unas nubes alargadas colgaban bajas, oscureciendo el cielo, y un tenue helor teñía el aire, obligando a algunos de mis colegas peatones a ponerse el abrigo. Yo había optado por prescindir de él, encontrando más que suficientes mis pantalones caquis holgados y mi jersey marrón de felpilla. La ropa, igual que el brillo de labios y el lápiz de ojos que cuidadosamente me había aplicado esta mañana, era real; no la había producido mediante ningún cambio de forma. Disfrutaba de la naturaleza rutinaria de aplicarse el maquillaje y elegir prendas de vestir a juego, aunque Hugh habría dicho que tan sólo volvía a estar comportándome como una rara.
La Librería y Cafetería de Emerald City era un establecimiento enorme que ocupaba un bloque casi entero del barrio de Queen Anne en Seattle. Tenía dos plantas de altura, con la porción destinada a la cafetería dominando una esquina del segundo piso con vistas a la Space Needle. Un alegre toldo de color verde colgaba sobre la entrada principal, resguardando a aquellos clientes que esperaban a que se abrieran las puertas. Los rodeé y entré por una puerta lateral, usando mi llave de empleada.
Doug me asaltó antes de que hubiera dado dos pasos.
– Ya era hora. Estamos… -se interrumpió y me miró de arriba abajo, reexaminándome-. Guau. Estás… radiante de verdad hoy. ¿Te has hecho algo?
Nada más que tirarme a un virgen de treinta y cuatro años, pensé.
– Te imaginas cosas por lo mucho que te alegras de que haya venido para resolver tus problemas de personal. ¿Qué quieres que haga? ¿Inventario?
– Eh… no. -Doug se esforzaba por salir de su estupor, sin dejar de mirarme de la cabeza a los pies de un modo que me resultaba desconcertante. Su interés por salir conmigo no era ningún secreto, como tampoco lo eran mis continuas negativas-. Ven, te lo enseño.
– Ya te he dicho…
– No es la caja principal -me aseguró.
Lo que resultó ser fue el mostrador de la cafetería del piso de arriba. El personal de la librería rara vez se pluriempleaba allí, pero tampoco era algo inaudito.
Bruce, el gerente de la cafetería, se levantó como un resorte de donde estaba arrodillado tras la barra. A menudo pensaba que Doug y Bruce podrían ser gemelos de razas distintas si existieran las realidades alternativas. Los dos llevaban el pelo recogido en largas coletas finuchas, y ambos vestían de franela en honor a la era grunge de la que ninguno de los dos se había recuperado totalmente. Doug era americano-japonés, tenía el cabello negro y la piel inmaculada; Bruce era el Míster Nación Aria arquetípico, todo rubio con los ojos azules.
– Hola, Doug, Georgina -nos saludó Bruce. Abrió los ojos como platos al fijarse mejor en mí-. Hala, hoy estás estupenda.
– ¡Doug! Esto es todavía peor. Te dije que no quería ningún cliente.
– Me dijiste que no querías trabajar en la caja registradora principal. No dijiste nada de ésta.
Abrí la boca para protestar, pero Bruce me interrumpió.
– Venga, Georgina, Alex ha llamado para decir que no venía por motivos de salud, y Cindy hasta se ha despedido. -Al ver mi expresión pétrea, se apresuró a añadir-: Nuestras registradoras son casi idénticas a las vuestras. Será fácil.
– Además -Doug levantó la voz para imitar bastante decentemente la de nuestro jefe-, «los ayudantes de dirección deben ser capaces de suplir a cualquiera en nuestro establecimiento».
– Ya, pero es que la cafetería…
– …sigue formando parte del establecimiento. Mira, tengo que ir a abrir. Bruce te enseñará lo que necesites saber. No te preocupes, que no va a pasar nada. -Se alejó corriendo antes de que pudiera ponerle más objeciones.
– ¡Cobarde! -le grité a la espalda.
– Ya verás cómo no es tan complicado -reiteró Bruce, sin comprender mi dilema-. Tú limítate a cobrar, que yo haré los cafés. Practiquemos un poco contigo. ¿Te apetece un moca con chocolate blanco?
– Claro -claudiqué. Todos mis compañeros de trabajo estaban al corriente de ese vicio en particular. Por lo general me ventilaba dos o tres al día. Mocas, quiero decir, no compañeros de trabajo.
Bruce me guió por los pasos necesarios, enseñándome a identificar las tazas y a encontrar lo que hacía falta pulsar en la interfaz de la pantalla táctil de la registradora. Tenía razón. No era tan complicado.
– Naciste para esto -me aseguró un rato después, mientras me servía mi moca.
Gruñí a modo de respuesta y consumí mi cafeína, pensando que podría apañármelas mientras no se cortara el suministro de mocas. Además, en realidad esto no podía ser peor que la caja principal. La cafetería seguramente estaría desierta a esta hora del día.
Qué equivocada estaba. Minutos después de que se abrieran las puertas ya teníamos una cola de cinco personas.
– Grande con leche -le repetí a mi primera dienta, introduciendo la información con cuidado.
– Listo -me dijo Bruce, empezando a prepararlo antes incluso de que me diera tiempo a etiquetar la taza. Acepté encantada el dinero de la mujer y pasé al siguiente pedido.
– Un moca grande sin.
– «Sin» es otra forma de decir «sin crema», Georgina.
Garabateé SC en la taza. No pasaba nada. Podíamos apañárnoslas.
La siguiente dienta se acercó y se me quedó mirando fijamente, embobada por un momento. Volvió en sí, sacudió la cabeza y disparó una ráfaga de pedidos.
– Quería uno pequeño, uno grande con leche y vainilla sin crema, un capuchino doble pequeño y un descafeinado grande.
Ahora era yo la que se sentía embobada. ¿Cómo podía acordarse de tantas cosas? Y, francamente, ¿quién seguía pidiendo «pequeños»?
Así transcurrió la mañana, y pese a mis malos presentimientos, pronto me descubrí animándome y disfrutando de la experiencia. No podía evitarlo. Ésa era mi forma de trabajar, mi forma de ir por la vida. Me gustaba probar cosas nuevas… aunque fuera algo tan trivial como etiquetar expresos. La gente podía ponerse tonta, sin duda, pero la mayor parte del tiempo era un placer trabajar de cara al público. Por eso había terminado en atención al cliente.
Y una vez se me pasó el sopor, mi carisma innato de súcubo entró en acción. Me convertí en la estrella de mi propio espectáculo, conversando y coqueteando con fluidez. Eso, combinado con el glamour inducido por Martin, me volvía literalmente irresistible. Si bien esto propiciaba numerosas propuestas de citas e intentos de ligoteo, también me libraba de las repercusiones de cualquier posible error. Los clientes no podían enfadarse conmigo.
– Está bien así, guapa -me aseguró una señora mayor al descubrir que le había pedido por accidente un moca grande con canela en vez de su descafeinado sin crema-. La verdad es que me hacía falta variar un poco en cuestión de bebidas.
Respondí con una sonrisa radiante, esperando que no fuera diabética.
Más tarde, apareció un tipo con una copia de El pacto de Glasgow, la novela de Seth Mortensen. Era el primer indicio que veía del gran momento de la noche.
– ¿Vas a ir a la firma? -le pregunté mientras encargaba su té. Puaj. Sin cafeína.
Me estudió prolongadamente, y me preparé para que me tirara los tejos.
En vez de eso el tipo se limitó a decir:
– Sí, allí estaré.
– Pues asegúrate de planear bien tus preguntas. No querrás hacerle las mismas que todos los demás.
– ¿A qué te refieres?
– Bueno, ya sabes, lo típico: «¿De dónde sacas las ideas?», y «¿Terminarán juntos alguna vez Cady y O'Neill?»
El tipo pensó en ello mientras preparaba su cambio. Era mono, a su desaliñada manera. Tenía el pelo castaño con destellos entre rojizos y dorados, más perceptibles en la sombra de vello facial que le cubría la parte inferior del rostro. No logré decidir si se estaba dejando barba intencionadamente o si se le había olvidado afeitarse. En cualquier caso, le crecía más o menos igualada y, combinada con la camiseta de Pink Floyd que llevaba puesta, presentaba la imagen de una especie de hippie leñador.
– No que las preguntas de siempre tengan menos sentido para quien las hace -decidió al final, contradiciéndome con aparente timidez-. Para el aficionado, cada pregunta es nueva y exclusiva.
Se hizo a un lado para que yo pudiera atender al siguiente cliente. Continué la conversación mientras preparaba el próximo pedido, resistiéndome a dejar escapar la oportunidad de tener una discusión inteligente sobre Seth Mortensen.
– Olvídate de los aficionados. ¿Qué hay del pobre Seth Mortensen? Seguro que le dan ganas de empalarse cada vez que escucha una de ésas.
– «Empalarse» es una palabra un poco fuerte, ¿no te parece?
– En absoluto. Ese tío es un genio. Oír preguntas idiotas debe de matarlo de aburrimiento.
Una sonrisa divertida aleteó en los labios del hombre, y sus firmes ojos castaños me sopesaron calculadoramente. Cuando se dio cuenta de que estaba mirándome con tanta fijeza, apartó la vista, azorado.
– No. Si está de gira es porque le importan los fans. No le importan las preguntas repetitivas.
– No está de gira por altruismo. Está de gira porque eso es lo que quieren los publicistas de su casa editorial -repliqué-. Lo cual no deja de ser una pérdida de tiempo, por cierto.
Se atrevió a volver a mirarme.
– ¿Salir de gira? ¿Es que no quieres conocerlo en persona?
– Yo… bueno, sí, por supuesto. Es sólo que… vale. Mira, no me malinterpretes. Yo beso el suelo que pisa este tío. Me emociona saber que voy a verlo esta noche. Me muero por verlo esta noche. Si quisiera secuestrarme y convertirme en su esclava sexual, se lo consentiría, siempre y cuando así pudiera conseguir copias de avance de sus libros. Pero esto de las giras… lleva su tiempo. Tiempo que podría estar empleando en escribir la siguiente novela. Quiero decir, ¿no has visto cuánto tardan en salir sus obras?
– Sí. Me he fijado.
Justo entonces regresó un cliente anterior, quejándose de que le habíamos echado sirope de caramelo en vez de salsa de caramelo. Significara lo que significase eso. Le ofrecí unas cuantas sonrisas y disculpas solícitas, y pronto dejó de importarle la salsa de caramelo y cualquier otra cosa. Cuando se apartó de la caja, el tipo que era fan de Mortensen también se había largado.
Doug vino a verme al término de mi turno, sobre las cinco.
– He oído cosas interesantes sobre tu actuación aquí arriba.
– Yo también oigo cosas interesantes sobre tu «actuación» todo el rato, Doug, pero no me verás hacer chistes al respecto.
Me dio un poco más de coba antes de dejarme libre por fin para asistir a la firma, pero no antes de que le hiciera reconocer humildemente cuánto me debía por mi amabilidad de hoy. Entre Hugh y él estaba acumulando favores para dar y tomar.
Corrí prácticamente las dos manzanas hasta casa, ansiosa por cenar algo y planificar lo que quería ponerme. Tenía los nervios a flor de piel. Dentro de una hora aproximadamente iba a conocer a mi escritor preferido de todos los tiempos. ¿Qué más se le podía pedir a la vida? Tarareando, subí las escaleras de dos en dos y saqué las llaves con una floritura que sólo yo vi o aprecié.
Al abrir la puerta, una mano me agarró de repente y tiró de mí sin miramientos hacia la oscuridad del apartamento. Se me escapó un gritito de sorpresa y temor cuando me estrellaron contra la puerta, cerrándola de golpe. Las luces se encendieron de pronto y sin previo aviso, y un ligero olor a azufre impregnó el aire. Aunque el resplandor me hizo guiñar los ojos, podía ver lo bastante bien como para reconocer qué estaba pasando.
No hay furia más temible en el infierno que la de un demonio cabreado.