Alrededor de las diez de la mañana, el teléfono me arrancó de un sueño poblado de medusas y helados de menta y chocolate con trocitos de galleta. Rodé sobre un costado y descolgué, descubriendo en el proceso que me sentía mucho menos dolorida que antes de acostarme. El factor curativo inmortal en acción. ¿Diga?
– Hola, soy Seth.
¡Seth! Los acontecimientos del día anterior regresaron en tromba a mi memoria. La fiesta de cumpleaños. El helado. El perfume. Me pregunté de nuevo con quién se habría visto después de dejarme en la librería.
– Hola -respondí, zalamera, mientras me sentaba-. ¿Qué tal?
– No muy mal. Me, esto, he venido a Emerald City, y no te vi… dicen que es tu día libre.
– Sí, volveré mañana.
– Vale. Entonces, hum, a lo mejor te apetece hacer algo hoy. ¿Comer? ¿Tal vez una película? A menos que tengas otros planes…
– No… No exactamente… -Me mordí el labio, silenciando la aceptación inmediata que quería escapar de ellos.
Todavía sentía esa atracción extraña e inexplicable, una suerte de confortable familiaridad con Seth. Me hubiera gustado pasar más tiempo con él, pero ya había intentado caminar por la cuerda floja de la amistad y las citas con Román, tan sólo para precipitarme al vacío. Sería mucho mejor no empezar nada con Seth, por mucho que lo anhelara. Además, no me había olvidado de mi angelical guardaespaldas; no me apetecía tenerlo de carabina. Lo mejor sería mantener a Cárter bajo techo todo el tiempo posible.
– Pero estoy enferma.
– ¿En serio? Lo siento.
– Sí, ya sabes… esa sensación de estar hecha polvo. -No era mentira del todo-. La verdad es que no me apetece salir hoy.
– Ah. Bueno. ¿Necesitas alguna cosa? ¿Quieres que te lleve algo de comer, a lo mejor?
– No… No -me apresuré a tranquilizarlo, desterrando de mi imaginación las imágenes de Seth dándome caldo de pollo mientras yo haraganeaba en mi pijama más mono. Dios. Esto iba a ser más difícil de lo que esperaba-. No quiero que estés siempre cuidando de mí. Pero gracias.
– Da igual. Quiero decir, no pasa nada.
– Debería entrar a trabajar mañana, si esto no empeora… así que te veré entonces. A lo mejor podemos tomar un café. O mejor dicho, yo me tomaré el café y tú puedes… tomar algo que no sea café.
– Vale. Me gustaría. No tomar café, quiero decir. ¿Te importaría… quiero decir, puedo llamarte más tarde? ¿Para ver qué tal vas?
– Claro. -El teléfono era seguro.
– De acuerdo. Si necesitas cualquier cosa antes…
– Sé dónde encontrarte.
Nos dijimos adiós y colgamos, y me levanté de la cama para ver qué tramaba Cárter esta mañana. Descubrí al ángel sentado en un taburete junto a la encimera de la cocina, dándole pedazos de salchicha a Aubrey con una mano mientras sostenía algún tipo de bocadillo de desayuno con la otra. Una enorme bolsa de McDonald's descansaba en el mostrador a su lado.
– El desayuno está listo -me dijo, sin dejar de mirar a Aubrey.
– No le des eso -le regañé-. No le sienta bien.
– Los gatos no comen bolitas de pienso en libertad.
– Aubrey no podría sobrevivir en libertad.
Le rasqué la cabeza, pero la gata parecía más interesada en lamerse la grasa de los bigotes. Al abrir la bolsa, descubrí toda una gama de bocadillos y pasteles de chocolate.
– No sabía qué te apetecería -me explicó Cárter mientras sacaba un emparedado de beicon con huevo y queso.
Le pegué un bocado, derritiéndome de placer ante aquella delicia, agradecida por que el aumento de peso y el colesterol fueran irrelevantes para mí.
– Oye, espera. ¿En serio has ido a McDonald's?
– Sí.
Tragué el bocado.
– ¿Has salido? ¿Hace poco?
– Sí.
– ¿Qué clase de guardaespaldas estás hecho? ¿Y si llega a venir el nefilim para atacarme?
Me miró y se encogió de hombros.
– Tienes pinta de estar ilesa.
– Esto no se te da muy bien.
– ¿Quién ha llamado?
– Seth.
– ¿El escritor?
– Sí. Quería salir hoy. Le he dicho que estoy enferma.
– Pobre. Le romperás el corazón.
– Mejor eso que otra cosa. -Terminé el bocadillo y cogí un segundo. Aubrey me miró esperanzada.
– ¿Qué vas a hacer hoy?
– Nada. No voy a salir, al menos, si te refieres a eso.
– Así no vas a llamar la atención de ningún nefilim. -Miró alrededor de mi apartamento e hizo una mueca ante mi silencio-. Pues va a ser un día muy largo. Por lo menos espero que tengas cable.
Nos pasamos el resto de la mañana procurando no cruzarnos el uno en el camino del otro. Le dejé usar mi portátil, y se quedó enganchado navegando por eBay. Qué podía estar buscando, ni idea. En cuanto a mí, me quedé en pijama después de todo, echándome una bata por encima y considerando que así estaba bien. Intenté llamar a Román una vez, a sabiendas de que tendría que enfrentarme a él tarde o temprano, pero sólo conseguí dejarle un mensaje en el contestador. Colgué con un suspiro y decidí acurrucarme en el diván con un libro que me había recomendado Seth en uno de sus correos.
Justo cuando empezaba a pensar que me había recuperado del pesado desayuno y necesitaba almorzar, Cárter asomó la cabeza por encima del monitor del portátil de repente, como un perro venteando su presa.
– Tengo que salir -dijo de improviso, poniéndose de pie.
– ¿Cómo? ¿Qué quieres decir?
– Firma de nefilim.
Abandoné mi relajada postura inmediatamente.
– ¿Qué? ¿Dónde?
– No aquí.
Dicho lo cual, se esfumó.
Me quedé allí sentada, mirando nerviosamente a mí alrededor. Si bien antes me enervaba su presencia, su repentina desaparición había dejado un vacío en mi entorno. Me sentía expuesta. Vulnerable. Al ver que no regresaba al cabo de unos minutos, intenté sin éxito concentrarme en el libro, para rendirme por fin tras releer la misma frase cinco veces.
Hambrienta todavía, llamé y encargué una pizza, asegurándome de incluir cantidad suficiente para Cárter. Ésta no fue la mejor de las ideas por mi parte, puesto que significaba que tarde o temprano debería abrir la puerta. Cuando lo hice, esperaba encontrarme por lo menos un ejército entero de nefilim en el rellano. En vez de eso, sólo encontré un repartidor de pizzas con cara de aburrimiento que quería sus 15,07$.
Mordisqueé la pizza e intenté ver la tele, con escaso éxito. Me dirigí al portátil, miré el correo y descubrí que Seth me había enviado una carta muy graciosa, mucho más elocuente que nuestra conversación anterior, como de costumbre. Sólo me distrajo temporalmente, sin embargo, y ya estaba al borde de abrir el kit de colorear cuando Cárter se materializó en mi sala de estar.
– ¿A qué diablos venía eso? ¿Dónde te habías metido?
El ángel me observó sin inmutarse, sonriendo tranquilamente.
– Tranquila, ¿no has oído hablar de respetar los límites en una relación? Lo dice ese libro que tanta prisa te diste por ignorar.
– Al grano. No puedes decir «firma de nefilim» y desaparecer de buenas a primeras.
– En realidad sí que puedo. Y debo. -Descubrió la pizza fría en mi encimera y le dio un mordisco. Tragó y continuó-: Este nefilim tiene un sentido del humor muy retorcido. De vez en cuando le gusta desenmascararse… provocarnos, por así decirlo. Esta vez fue en West Seattle.
– ¿Puedes detectarlo a tanta distancia?
– Jerome y yo podemos. Nunca hemos conseguido pillar al muy desgraciado, pero tenemos que intentarlo de todos modos. Nos hace jugar al gato y al ratón.
Lo que esto implicaba me parecía obvio.
– ¿Así que me dejas? ¿Y si es una trampa? ¿Y si os hace ir hasta allí y viene a por mí mientras todo el mundo tiene la atención puesta en otra parte?
– No puede teletransportarse de un sitio a otro. Los nefilim no se desplazan como los inmortales superiores; sufren las mismas limitaciones que tú, por suerte. Éste tendría que montar en un coche y conducir hasta aquí, como cualquier otro, proceso que no se puede calificar de rápido. Te protegen kilómetros de retenciones de tráfico.
– Qué raro.
– Como dije antes, son impredecibles. Les gusta romper las reglas, subvertir el estatus quo tan sólo para ver cómo reaccionamos.
– Qué raro -repetí-. ¿Sabe que estás aquí? ¿Qué te está haciendo dejarlo todo corriendo para ir a por él?
– Si el nefilim está lo bastante cerca, podría presentir el teletransporte, pero nada más aparte de eso. Mientras estemos enmascarados, nuestra identidad, fuerza y demás permanecerán ocultas. De modo que, si está al acecho, sabrá que dos inmortales superiores han ido a investigar, pero poco más.
– Así que se limita a observar y esperar -concluí-. Qué retorcido. Dios, estos bichos son un grano en el culo.
– Dímelo a mí. No son de los que «se dejan llevar suavemente a la buena noche».
La referencia poética me hizo parpadear.
– Espera… ¿eso es lo que va a ocurrir? ¿Vais a matar… esto, destruirlo o algo?
Cárter ladeó la cabeza y me observó con curiosidad.
– ¿Qué creías que iba a pasarle? ¿Diez años y libertad bajo fianza?
– Yo… no lo sé. Pensaba… guau. No lo sé. ¿Te parece bien eso? ¿La aniquilación? Quiero decir, me imagino que os pasáis todos los días erradicando el mal, ¿no?
– Aniquilamos, como tú lo llamas, cuando tenemos que hacerlo. Los demonios suelen estar más a favor de eso que nosotros. De hecho, Nanette se ofreció incluso a venir y encargarse de este nefilim -dijo, refiriéndose al archidemonio de Portland-. Pero le dije que ya me estaba ayudando Jerome.
– ¿No querría encargarse Jerome personalmente?
– ¿Rechazarías la ayuda que te ofrecieran? -repuso, respondiendo a mi pregunta con otra que, en realidad, no era ninguna respuesta. Pensó en lo que acababa de decir y se rió por lo bajo-. Naturalmente, se me olvidaba, Georgina se adentra en terrenos que los ángeles no se atreven a pisar.
– Bueno, bueno, ya conozco esa cita. -Me levanté y me desperecé-. En fin, si la emoción se ha terminado, creo que voy a darme un baño.
– Guau. La dura vida del súcubo. Ojalá tuviera tu trabajo.
– Oye, nuestro bando siempre está reclutando. Tendrías que ser un poco más guapo para optar a súcubo, sin embargo. Y un poco más encantador.
– Falso. A las mujeres mortales les gustan los capullos. Lo veo todos los días.
– Touché.
Lo dejé solo y me bañé, tras lo que por fin cambié el pijama por unos vaqueros y una camiseta. Regresé al salón, encendí el televisor y descubrí que acababa de empezar La reina de África. Cárter cerró el portátil y vio la película conmigo. Siempre me había gustado Katherine Hepburn, pero no podía dejar de pensar en el día tan aburrido que estaba teniendo. Evitar salir a la calle no me serviría de nada, a la larga, puesto que de todas maneras tendría que cargar con Cárter mañana cuando fuera al trabajo. Mi encierro auto impuesto de hoy sólo prolongaba lo inevitable. A tenor de esto, consideré la posibilidad de poner punto final a nuestro ostracismo preguntándole si le apetecía ir a cenar después de la película. Se levantó de golpe antes de que yo pudiera abrir la boca, presintiendo nuevamente una firma de nefilim.
– ¿Dos veces en el mismo día?
– A veces pasa.
– ¿Ahora dónde?
– Lynnwood.
– Qué vueltas da este tío.
Pero estaba hablándole a la pared; Cárter se había esfumado. Suspiré y volví a concentrarme en la película, sintiéndome un poco más tranquila tras las explicaciones del ángel. El nefilim estaba en Lynnwood, intentando incordiar a Jerome y a Cárter. Faltaba poco para la hora punta, y Lynnwood no estaba precisamente al doblar la esquina. Ningún nefilim llegaría aquí antes que el ángel. Tal y como Cárter había observado, estaba a salvo por ahora. No tenía nada que temer.
Sin embargo, estuve a punto de sufrir un infarto cuando sonó el teléfono, escasos minutos más tarde. Nerviosa, descolgué el auricular, esperando que brotara un nefilim de él.
– ¿Diga?
– Hola. Soy yo otra vez.
– Seth. Hola.
– Espero no molestarte. Sólo quería ver cómo estabas…
– Mejor -respondí con franqueza-. Me ha gustado mucho tu correo.
– ¿Sí? Guay.
Se hizo el silencio habitual entre nosotros.
– Esto… ¿has escrito mucho hoy?
– De hecho, sí. Como diez páginas. Nunca parece gran cosa, pero unos nudillos golpearon la puerta, y un escalofrío se deslizó por mi espalda.
– ¿P-puedes esperar un momento?
– Claro.
Vacilante, me dirigí a la puerta caminando de puntillas como una ladrona de guante blanco, como si moverse despacio y sin hacer ruido pudiera servir de algo contra un ser sobrenatural demencialmente poderoso. Al llegar a la puerta, me asomé con cuidado a la mirilla.
Román.
Exhalé aliviada y abrí la puerta, resistiendo el impulso de colgarme de su cuello.
– Hola.
– ¿Hablas conmigo? -preguntó Seth al otro lado de la línea.
– Hola -dijo Román, con aspecto de sentirse igual de inseguro que yo-. ¿Puedo… pasar?
– Er, no, quiero decir, sí que puedes, y sí que estoy hablando contigo ahora. -Me hice a un lado para franquearle el paso a Román-. Mira, Seth, esto, ¿puedo llamarte luego? O si no… Nos vemos mañana, ¿de acuerdo?
– Eh, claro. Supongo. ¿Va todo bien?
– Sí. Gracias por llamar.
Colgamos, y dirigí toda mi atención sobre Román.
– ¿Seth Mortensen, el famoso escritor?
– He estado mala hoy -le expliqué, empleando la misma excusa que le había dado a Seth-. Sólo quería saber cómo estaba.
– Tremendamente considerado. -Román metió las manos en los bolsillos y deambuló de un lado a otro.
– Sólo somos amigos.
– Claro. Porque no aceptas citas con nadie, ¿verdad?
– Román… -Reprimí la réplica que quería escapar de mis labios y opté por llevar la conversación por cauces más seguros-. ¿Quieres tomar algo? ¿Soda? ¿Café?
– No puedo quedarme. Pasaba por aquí y recibí tu mensaje. Pensé que… no sé en qué estaba pensando. Ha sido una estupidez.
Se dio la vuelta como si se dispusiera a marcharse. Desesperada, alargué la mano y le agarré el brazo.
– Espera. No. Por favor.
Se giró para mirarme desde arriba, serio hoy su rostro generalmente risueño. Combatiendo la reacción natural que me inspiraba su proximidad, me sorprendí cuando su expresión se suavizó y dijo, ligeramente sorprendido:
– Es verdad que no te encuentras bien.
– ¿Q-qué te hace decir eso? -Había cambiado de forma mis magulladuras, tal y como sugirió Jerome, y cualquier posible dolor residual que sintiese no era visible.
Dubitativo, estiró el brazo y me acarició la mejilla, cada vez menos tímidos sus dedos.
– No lo sé… es sólo que… estás un poco pálida, supongo.
Quise replicar que no me había puesto maquillaje, pero recordé que me interesaba aparentar malestar.
– Será un resfriado.
Bajó la mano.
– ¿Puedo hacer algo por ti? No me gusta… verte así… Dios, ¿tan mal aspecto tenía?
– No debería haberte empujado…
Me lo quedé mirando, asombrada.
– Tú no hiciste nada. Fui yo. Yo me puse como una loca. Yo fui la que no supo controlar las cosas.
– No, fue culpa mía. Sabía lo que pensabas sobre ir en serio, y aun así te besé.
– También yo te besé. No fue ése el problema. El problema fue mi salida de tono. Estaba borracha y atontada. No debería haberte hecho eso.
– No fue nada. En serio. Me alegra ver que estás bien. -Una ligera sonrisa rutiló en sus rasgos apuestos, y recordé lo que había dicho Seth sobre que era fácil perdonarme-. Mira, puesto que los dos nos consideramos culpables, a lo mejor podemos compensarnos mutuamente. Ir a algún sitio este fin de semana y…
– No. -La calma y certidumbre de mi voz nos sobresaltó a los dos.
– Georgina…
– No. Román, no vamos a seguir saliendo… y tampoco creo que podamos ser simplemente amigos. -Tragué saliva-. Lo mejor sería cortar de raíz…
– Georgina -exclamó, con los ojos como platos-. No lo dirás en serio. Tú y yo…
– Lo sé. Ya lo sé. Pero no puedo hacer esto. Ahora no.
– Estás rompiendo conmigo.
– Bueno, nunca salimos realmente…
– ¿Qué te ha pasado? -preguntó-. ¿Qué fue lo que te pasó en algún momento de tu vida para que te aterre tanto estar cerca de otra persona? ¿Qué te hace huir así? ¿Quién te hizo daño?
– Mira, es complicado. Y no tiene importancia. Lo pasado, pasado está, ¿recuerdas? Es sólo que no puedo salir contigo ahora, ¿vale? -¿Hay otra persona? ¿Doug? ¿O Seth?
– ¡No! No hay nadie. Sencillamente no puedo estar contigo. Seguimos dándole vueltas y más vueltas, reformulando las mismas frases de distinta manera, cada vez más inflamadas nuestras emociones. Me pareció una eternidad, aunque en realidad sólo transcurrieron unos minutos de tira y afloja. En ningún momento se enfadó ni se volvió agresivo, pero su desolación era evidente, y estaba segura de que rompería a llorar en cuanto se fuera.
Al final, tras consultar la hora de reojo, se pasó una mano con gesto pesaroso por el cabello moreno, brillantes de contrariedad sus ojos turquesa.
– Me tengo que ir. Quiero hablar contigo más…
– No. Creo que no deberíamos. Así es mejor. Me ha gustado de veras estar contigo…
Se rió roncamente mientras caminaba hacia la puerta.
– No lo digas. No me dores la pastilla.
– Román… -me sentía fatal. Todo su rostro era un poema de rabia y dolor-. Por favor, entiéndelo…
– Nos vemos, Georgina. O a lo mejor no. No había terminado de salir dando un portazo cuando las primeras lágrimas rodaron por mis mejillas. Fui al dormitorio y me eché en la cama, lista para el llanto reparador que no llegaba. No caían más lágrimas, pese al torbellino mezcla de desolación y alivio que me azotaba. Una parte de mí quería llamar a Román ahora mismo, pedirle que volviera conmigo; la otra parte me advertía fríamente de que ahora tenía buenos motivos para cortar de raíz con Seth lo antes posible, antes de que las aguas se salieran de su cauce.
Dios santo, ¿por qué parecía que siempre tuviera que hacer daño a las personas que me importaban? ¿Qué era lo que me hacía repetir este ciclo una y otra vez? El semblante devastado de Román flotaba aún en mi mente, pero me consolaba el hecho de que no se hubiera traumatizado tanto como Kyriakos. Ni de lejos.
El descubrimiento de mi aventura con Aristón había desembocado en el repudio de nuestras familias y en un inminente divorcio al que se sumaba la pérdida de mi dote. Creo que habría sido capaz de soportar el desprecio, incluso las miradas de odio. Lo que no podía soportar era la forma en que Kyriakos había quedado privado de toda vida e interés. Casi deseaba que se enfadara y la emprendiera conmigo, pero no queda nada parecido dentro de él. Nada en absoluto. Lo había destruido.
Tras varios días de separación, lo descubrí sentado en uno de los salientes rocosos con vistas al agua. Intenté entablar conversación con él varias veces, pero no respondía. Se limitaba a dejar vagar la mirada por aquella extensión azul, muerto e inexpresivo el semblante.
De pie junto a él, mis emociones se arremolinaban en mi interior. Había disfrutado siendo un objeto de deseo prohibido para Aristón, pero también quería serlo de amor para Kyriakos. Aparentemente no podía tener las dos cosas.
Estiré el brazo para secarle las lágrimas de las mejillas, y me apartó la mano. Era lo más cerca de golpearme que había estado nunca.
– No -me advirtió, poniéndose en pie de un salto-. No se te ocurra volver a tocarme. Me das asco.
Sentí ahora mis propias lágrimas, aunque su rabia significaba que todavía estaba vivo.
– Por favor… ha sido un error. No sé cómo pudo pasar.
Se rió con voz rota; un sonido espantoso, desprovisto de humor.
– ¿No? Parecías saberlo perfectamente en todo momento. Igual que él.
– Fue un error.
Me dio la espalda y se acercó al filo del precipicio, con la mirada perdida en el mar. Extendió los brazos en cruz y echó la cabeza hacia atrás, dejando que el viento lo azotara. Las gaviotas gritaban no muy lejos.
– ¿Q-qué haces?
– Estoy volando -me dijo-. Si sigo volando… más allá de este borde, volveré a ser feliz. O mejor aún, no sentiré absolutamente nada. No volveré a pensar en ti. No pensaré en tu cara, ni en tus ojos, ni en tu sonrisa, ni en tu olor. No volveré a amarte. No volveré a sufrir.
Me acerqué a él, temerosa de que mi presencia lo impulsara a saltar.
– Para. Me estás asustando. No hablas en serio. ¿No?
Me miró, desaparecida la rabia o el cinismo. Sólo quedaba la pena. La tristeza. La desesperación. Una depresión más negra que la noche sin luna. Era terrible y aterrador. Quería que volviera a arremeter contra mí, que me gritara. Le hubiera permitido incluso que me golpeara, siquiera para sentir algo de calor proveniente de él. No había nada de eso, sin embargo. Sólo oscuridad.
Me dirigió una sonrisa triste y apagada. La sonrisa de quien ya está muerto.
– Nunca te olvidaré.
– Por favor…
– Eras mi vida, Letha… pero se acabó. Se acabó. Ya no tengo vida.
Se alejó, y aunque me rompía el corazón, suspiré aliviada al ver que se apartaba del acantilado. Quise salir corriendo detrás de él, pero en vez de eso me aparté a un lado. Me senté en su rincón, recogí las rodillas y enterré el rostro en ellas, deseando casi estar muerta.
– Volverá aquí, ¿sabes? -dijo de improviso una voz a mi espalda-. La atracción es demasiado poderosa. Y la próxima, es posible que salte.
Levanté la cabeza de golpe, sobresaltada. No había oído acercarse a nadie. No reconocí al hombre que vi ahora de pie allí, cosa extraña en una ciudad donde todo el mundo se conocía. Era delgado y atildado, cubierto con ropas más elegantes de las que solía ver en los alrededores.
– ¿Quién eres?
– Me llaman Nifón -se anunció con una ligera reverencia-. Y tú eres Letha, hija de Marthanes, antigua esposa de Kyriakos.
– Sigo siendo su esposa. -Pero no por mucho tiempo. Aparté la mirada.
– ¿Qué quieres?
– Quiero ayudarte, Letha. Me gustaría arreglar el enredo en el que te has metido.
– Nadie puede ayudarme. A menos que puedas deshacer el pasado.
– No. Nadie puede deshacer el pasado. Puedo hacer que la gente lo olvide, no obstante.
Giré la cabeza de nuevo hacia él, lentamente, estudiando sus ojos brillantes y su porte atildado.
– No bromees. No estoy de humor.
– Te aseguro que hablo completamente en serio.
Mientras lo miraba fijamente, supe de alguna manera que estaba diciéndome la verdad, por imposible de creer que fuera. Más tarde descubriría que Nifón era un diablillo, pero entonces sólo presentía que lo rodeaba un aura extraña, un susurro de poder que prometía que era capaz de hacer lo que decía.
– ¿Cómo?
Sus ojos resplandecieron, igual que los de Hugh cuando estaba a punto de cerrar un trato ventajoso.
– Borrar el recuerdo de lo que has hecho no es ninguna minucia. Conlleva un precio.
– ¿Puedes hacerme olvidar también a mí?
– No. Pero puedo conseguir que todos los demás lo olviden. Tu familia, tus amigos, la ciudad. Él.
– No sé… no creo que pudiera regresar con ellos entonces. Aunque ellos no se acordaran, yo sí lo haría. No podría mirar a Kyriakos a la cara. A menos… -Vacilé, preguntándome si no sería mejor no volver a tener contacto con ellos-. ¿Puedes hacer que me olviden por completo? ¿Como si jamás hubiera nacido? Nifón inspiró hondo, agitado.
– Sí, oh sí. Pero semejante favor… un favor como ese comportaría un precio aún mayor…
Fue entonces cuando me explicó qué era a lo que tendría que renunciar si quería borrarme completamente del pensamiento de todas las personas que me conocían. Dejaría mi alma en prenda. La conservaría mientras caminase sobre la Tierra, pero sería de prestado, por así decirlo. Ése era el precio estándar de cualquier pacto infernal. Pero el infierno quería algo más de mí: mi servicio eterno en la corrupción de almas. Pasaría el resto de mis días seduciendo a los hombres, haciendo realidad sus fantasías en beneficio propio y de aquellos a quienes servía. Era un destino irónico, habida cuenta de lo que me había llevado a esta situación.
Para ayudarme, obtendría la habilidad de asumir cualquier forma que deseara, así como el poder de aumentar mi atractivo. Y, naturalmente, gozaría de vida eterna. Inmortalidad e invulnerabilidad. Para algunos, esto de por sí habría sido beneficio suficiente.
– Serías buena. Una de las mejores. Lo presiento. -Los diablillos tenían el don de percibir el alma y la naturaleza de una persona-. La mayoría de la gente cree que el deseo está sólo en el alma, pero también se encuentra aquí. -Me tocó la frente-. Y no morirías jamás. Serías joven y bella para siempre, hasta que perezca la Tierra.
– ¿Y después de eso?
Sonrió.
– Falta mucho aún, Letha, mientras que la vida de tu marido está en juego ahora.
Fue eso lo que me convenció. Saber que podía salvar a Kyriakos y concederle nueva vida, una vida sin mí en la que tendría la oportunidad de volver a ser feliz. Una vida donde poder ocultarme de mi vergüenza y quizá incluso cumplir la pena que me merecía. Mi alma, la cual apenas entendía de todos modos, me parecía un precio pequeño. Acepté el trato, primero con un apretón de manos, y luego dejando mi impronta en un documento que no pude leer. Nifón me dejó, y yo regresé a la ciudad. Era asombrosamente sencillo.
A mi vuelta, fue exactamente tal y como se me había prometido. El deseo se había cumplido. Nadie me conocía. Al cruzarme con ellas, personas que había conocido toda mi vida me dirigían las miradas reservadas para los forasteros. Mis propias hermanas pasaron de largo sin reconocerme. Quería buscar a Kyriakos, ver si ocurría lo mismo con él, pero fui incapaz de reunir el valor necesario. No quería que viera mi rostro, nunca jamás, aunque no pudiera reconocerlo. De modo que pasé el día deambulando sin rumbo, intentando aceptar el hecho de que había dejado de existir para aquellas personas. Era más difícil de lo que había pensado. Y más triste.
Al caer la noche, volví a retirarme a las afueras de la ciudad. No tenía dónde quedarme, después de todo. Ni familia ni amigos. En vez de eso me senté en la oscuridad, contemplando la luna y las estrellas, preguntándome qué se suponía que debía hacer ahora. La respuesta no tardó en llegar.
Surgió del suelo, al principio nada más que una sombra, adoptando gradualmente la forma de una mujer. El aire vibraba de poder alrededor de ella, y sentí que me faltaba el aliento de repente. Retrocedí, atenazado por el terror todo mí ser, incapaces de llenarse de aire mis pulmones. Empezó a soplar un viento proveniente de ninguna parte, alborotándome el pelo y aplastando la hierba a mí alrededor.
Finalmente se irguió ante mí, y la noche recuperó la calma. Lilith. Reina de los súcubos. Señora de la noche. La primera mujer.
Me bañó una oleada de temor como no había experimentado jamás… y de deseo. Jamás me había sentido atraída por una mujer, pero Lilith tiene ese efecto sobre todo el mundo. Es inherente a su ser. Nadie puede resistirse a ella.
Aquella noche lucía una figura alta y esbelta, cimbreña e irresistible. Su piel mostraba la palidez propia de la aristocracia de la época, una blancura inalcanzable para quienes trabajábamos al aire libre con regularidad. Su cabello, negro como ala de cuervo, le caía en lustrosas ondas hasta los tobillos. Y sus ojos… en fin, digamos que hay un motivo por el que las leyendas describen a los súcubos como «seres de ojos de fuego». Sus ojos, hermosos y letales, contenían la promesa de todo cuanto se pudiera querer o desear con tan sólo permitir que ella te ayudara a conseguirlo. Sigo sin poder recordar de qué color eran, pero aquella noche no podía dejar de mirarlos.
– Letha -arrulló, acercándose a mí. El aire tremolaba a su alrededor, y yo temblaba ya de deseo. Quería salir corriendo pero en vez de eso caí de rodillas, empujada tanto por el respeto como por mi incapacidad para tenerme en pie. Se acercó a mí y me levantó la barbilla para obligarme a mirarla a los ojos de nuevo. Sus uñas, afiladas y negras, se hundieron dolorosamente en mi piel; la sensación era maravillosa-. A partir de ahora serás mi hija, sembrarás la discordia y la pasión hasta el fin de tus días. Serás al mismo tiempo juez y verdugo, una criatura de ensueño y pesadilla. Los mortales harán cualquier cosa por ti, con tal de conseguir siquiera un roce tuyo. Serás amada y deseada hasta que sólo quede polvo de este planeta.
Su proximidad me arrancó un gemido; se acercó más aún, levantándome hasta dejarme en pie ante ella. Aquellos labios gloriosos se pegaron a los míos, y su beso desató una oleada de placer orgásmico que me bañó de pies a cabeza. Cerré los ojos, incapaz de mirarla e incapaz de apartarme de ella. Estaba saturada de aquel éxtasis que hacía que todo mi ser palpitara. Y sin embargo, mientras permitía que aquel goce me consumiera, ocurrió también algo más. Estaba despojándome de mi mortalidad. Era como desintegrarse, como convertirse en ceniza al viento. Me pregunté si sería eso lo que sentía al morir. Como si una no fuera nada. Como si no existiera. Entonces, igual de inesperadamente, mis partes se recompusieron, volvía a ser yo. Pero ahora podía sentir el poder que ardía en mis venas, tan distinto de la vitalidad que animaba a los humanos. Mi inmortalidad resplandecía como una estrella en la noche, fría y pura. Atrás quedaba la amenaza de la vejez, el acecho de la enfermedad. Nunca más impulsaría mi carne el saber que el tiempo era oro, que debía dejar mi huella en el mundo. Que debía perpetuar mi linaje.
Abrí los ojos, y el asalto de placer desapareció. Igual que Lilith. Estaba a solas en la oscuridad, estremecida por mi nuevo poder. Y con ese poder, podía sentir algo más: un hormigueo en la piel. Un cosquilleo que me decía que esa piel podía transformarse en todo lo que quisiera con sólo pensarlo. Había vuelto a nacer. Estaba vigorizada. Y tenía hambre.
– ¿Qué ocurre?
Pestañeé para ahuyentar las lágrimas y miré a Cárter. Estaba en la puerta de mi dormitorio, apartándose un mechón de los ojos, con expresión preocupada.
– Nada -murmuré, enterrando el rostro en la almohada-. ¿Ningún nefilim?
– Ningún nefilim. -Se hizo un silencio incómodo-. Mira… ¿seguro que no te pasa nada? Porque no tienes buen aspecto.
– Estoy bien. ¿No me has oído? Pero no se rindió.
– Sé que no estamos tan unidos, pero si necesitas hablar…
– Como si pudieras entenderlo -lo interrumpí, destilando veneno-. Nunca has tenido corazón. No sabes lo que se siente, así que deja de fingir.
– Georgina.
– Vete. Márchate. Por favor.
Volví a hundir el rostro en la almohada, aguardando otra protesta, pero ésta no llegó. Cuando me atreví a mirar, el ángel se había ido.