Capítulo 6

Al día siguiente me desperté decidida a ir a ver a Erik y descubrir la verdad sobre los cazadores de vampiros. Entonces, mientras me cepillaba los dientes, recordé la otra crisis del día anterior.

Seth Mortensen.

Terminé en el cuarto de baño con una sarta de blasfemias, ganándome una mirada de reproche de Aubrey por mi vulgaridad. No había manera de saber cuánto tiempo duraría esta visita turística con él. Quizá debiera esperar hasta mañana para ver a Erik, y para entonces, este caza vampiros o lo que fuera podría haber actuado de nuevo.

Me dirigí a Emerald City vestida con el conjunto menos atractivo que pude encontrar: vaqueros y jersey de cuello alto, con el pelo severamente recogido en la nuca. Paige, toda sonrisas, se acercó a mí mientras esperaba a Seth en la cafetería.

– Deberías enseñarle Audiolibros de Foster y Puget cuando salgáis -me dijo en tono conspirador.

Despertándome todavía, probé un sorbo del moca que acababa de prepararme Bruce e intenté encontrarle sentido a su lógica. Audiolibros de Foster y Puget pertenecía a la competencia, aunque no era de las más importantes.

– Ese sitio es un antro.

– Precisamente -su sonrisa dejaba al descubierto sus dientes, blancos e iguales-. Enséñaselo, y se convencerá de que nuestra librería es la más adecuada para escribir.

La estudié, sintiéndome seriamente descolocada. O puede que siguiera distraída por el asunto de Duane. A uno no le revocaban la inmortalidad todos los días.

– ¿Por qué… querría escribir aquí?

– Porque le gusta coger el portátil y escribir en cafeterías.

– Ya, pero vive en Chicago.

Paige sacudió la cabeza.

– Ya no. ¿Dónde estabas anoche? Piensa trasladarse aquí para estar más cerca de su familia.

Recordé que Seth había mencionado a su hermano, pero yo estaba demasiado absorta en mi mortificación como para prestarle mucha atención.

– ¿Cuándo?

– Ahora, que yo sepa. Porque ésta era la última parada de su gira. Va a quedarse con su hermano pero planea instalarse pronto por su cuenta. -Se agachó sobre mí con un brillo depredador en la mirada-. Georgina, un escritor famoso que se deje caer por aquí con regularidad nos dará buena prensa.

Sinceramente, mi preocupación más inmediata no era dónde iba a escribir Seth. Lo que me sacaba de quicio era que no pensara largarse a otra franja horaria a corto plazo, una franja horaria donde podría olvidarse de mí y dejar que los dos siguiéramos con nuestras vidas. Ahora podría tropezarme con él cualquier día. Literalmente, si se cumplían los deseos de Paige.

– ¿No será una distracción para él si todo el mundo sabe dónde escribe? ¿Fans entrometidos y tal?

– No permitiremos que eso sea un problema. Le sacaremos el máximo partido sin dejar de respetar su intimidad. Cuidado, que viene.

Bebí un poco más de moca, maravillándome por el modo en que funcionaba la mente de Paige. Se le ocurrían ideas promocionales que a mí jamás me habrían pasado por la cabeza. Puede que Warren fuera el que invertía su capital en este sitio, pero su éxito se debía al genio mercadotécnico de Paige.

– Buenos días -nos saludó Seth. Llevaba puestos unos vaqueros, una camiseta de Def Leppard y una chaqueta de pana marrón. La pinta de su pelo no me convenció de que se hubiera peinado esa mañana.

Paige me lanzó una miradita cargada de intención, y yo suspiré.

– En marcha.

Seth me siguió en silencio afuera, con esa sensación de torpeza creciendo entre nosotros como una barrera palpable. Él no me miraba; yo no lo miraba a él. Sólo cuando nos encontramos en Queen Anne Avenue y comprendí que no tenía ningún plan para hoy surgió la conversación.

– ¿Por dónde empezar? Seattle, al contrario que la Galia, no se divide sólo en tres partes.

Hice la broma más bien para mí misma, pero Seth se rió de repente.

– Seattle península est -observó, ampliando mi comentario.

– No exactamente. Además, eso es Beda, no César.

– Lo sé. Pero el latín no es mi fuerte. -Esbozó aquella sonrisita tan peculiar que parecía ser su expresión característica-. ¿Y tú?

– Regular. -Me pregunté cómo reaccionaría si mencionara mi dominio de los dialectos latinos de distintas etapas del imperio romano. Debió de interpretar mi vaga respuesta como falta de interés porque apartó la mirada y volvió a hacerse el silencio-. ¿Quieres ver algo en concreto?

– No especialmente.

No especialmente. Vale. Bien. Cuanto antes empezáramos con esto, antes terminaríamos y podría ir a ver a Erik.

– Sígueme.

Mientras conducía, esperaba que entabláramos algún tipo de conversación interesante de forma natural, a pesar de nuestro comienzo con mal pie del día anterior. Sin embargo, conforme se sucedían los kilómetros, quedó claro que Seth no tenía la menor intención de enfrascarse en ningún tipo de discurso. Recordé su nerviosismo enfrente de la multitud ayer e incluso con algunos de los empleados de la tienda. Este tipo tenía serias fobias sociales, comprendí, aunque había hecho un valiente esfuerzo por desembarazarse de ellas durante nuestros coqueteos iníciales. Luego yo había ido y activado las malas vibraciones, sin duda asustándolo de por vida y desbaratando cualquier posible progreso que hubiera hecho él. Bien por ti, Georgina.

Quizá si abordara algún tema sugerente, recuperaría su anterior confianza y podríamos reanudar nuestra relación… a su platónica manera, naturalmente. Intenté rememorar mis preguntas profundas de la noche previa. Y una vez más, me eludieron, así que recurrí a las triviales.

– ¿De modo que tu hermano vive por aquí?

– Sip.

– ¿En qué parte?

– Lake Foresta Park.

– Bonita zona. ¿Vas a buscar un sitio por allí?

– Probablemente no.

– ¿Tienes otro sitio en mente?

– No especialmente.

Vale, esto no iba a ninguna parte. Enojada por cómo este maestro de la palabra escrita podía ser tan parco a la hora de hablar, decidí finalmente cortar toda conversación. Conseguir que se implicara costaba demasiado trabajo. En vez de eso, seguí charlando amigablemente sin él, señalando los lugares más conocidos: Pioneer Square, Pike Place Market, el Trol de Fremont. Le enseñé incluso los ejemplos más cochambrosos de nuestra competencia, siguiendo las instrucciones de Paige. Sin embargo, no le dediqué más que un mero ademán con la cabeza a la Space Needle. Sin duda ya la había visto desde las ventanas de Emerald City y podría pagar el exorbitante precio que costaba visitarla de cerca si realmente necesitaba esa experiencia turística.

Almorzamos en el Distrito U. Me siguió sin rechistar ni hacer comentario alguno a mi restaurante vietnamita favorito. La comida transcurrió en silencio cuando dejé de hablar, con los dos degustando fideos y contemplando el bullicio de estudiantes y coches por la ventana más cercana.

– Se está bien aquí.

Era la frase más larga que había dicho Seth en un buen rato, y el sonido de su voz estuvo a punto de hacerme dar un respingo.

– Sí. El sitio no parece gran cosa, pero preparan un pho para chuparse los dedos.

– No, me refería a ahí fuera. Esta zona.

Seguí su gesto hacia University Way, sin ver nada al principio más que estudiantes malhumorados cargados con mochilas. Luego, al expandir mi búsqueda, reparé en los otros pequeños restaurantes especializados, las cafeterías y las librerías de segunda mano. Era una mezcla ecléctica, algo deshilachada en los bordes, pero tenía mucho que ofrecer a los tipos estrafalarios e intelectuales… escritores famosos introvertidos incluidos.

Miré a Seth, que me devolvió la mirada con expectación. Era la primera vez que nos mirábamos a los ojos en todo el día.

– ¿Se puede vivir por aquí?

– Claro. Si te apetece compartir piso con un puñado de universitarios. -Hice una pausa, pensando que esa opción quizá no estuviera tan exenta de atractivo para un chico-. Si quieres algo más sustancial en esta zona, te costará dinero. Supongo que Cady y O'Neill se encargan de que eso no sea un problema, ¿eh? Podemos dar una vuelta y mirar, si quieres.

– A lo mejor. Sinceramente, antes me gustaría ir ahí. -Señaló al otro lado de la calle, a una de las librerías de segunda mano. Sus ojos se posaron en mí de nuevo, inseguros-. Si a ti no te importa.

– Vamos.

Me encantaban las librerías de segunda mano, pero siempre que entraba en una me sentía un poco culpable. Era como ser infiel. Después de todo, trabajaba rodeada de libros impolutos y relucientes todo el tiempo. Podía conseguir una reimpresión de casi cualquier título que quisiera, nuevecito. Me sentía mal disfrutando tanto al estar rodeada de libros antiguos, del olor a papel viejo, a polvo y moho. Aquellas colecciones de conocimientos, algunas muy antiguas, siempre me recordaban épocas pretéritas y lugares que ya había visto, desencadenando una oleada de nostalgia. Estas emociones me hacían sentir vieja y joven al mismo tiempo. Los libros envejecían, pero yo no.

Una gata gris se estiró y parpadeó en nuestra dirección desde el mostrador cuando entramos. Le acaricié el lomo y saludé al anciano que había a su lado. El hombre levantó fugazmente la mirada de los libros que estaba ordenando, nos sonrió y regresó a su tarea. Seth miró alrededor de las grandes estanterías que nos rodeaban, con una expresión de felicidad en el rostro, y pronto desapareció entre ellas.

Yo me acerqué a la sección de literatura no novelesca, con la intención de ojear los libros de cocina. Me había criado preparando la comida sin microondas ni procesadores de alimentos y decidí que ya iba siendo hora de dejar que mis conocimientos culinarios se expandieran a este siglo.

Tras decantarme por un libro de recetas griegas con montones de fotos a color, salí de mi ensimismamiento media hora más tarde y busqué a Seth. Lo encontré en la sección infantil, de rodillas junto a una pila de libros, completamente ensimismado.

Me acuclillé a su lado.

– ¿Qué miras?

Se encogió ligeramente, sobresaltado por mi proximidad, y apartó la vista de su hallazgo para mirarme. De cerca, podía ver que sus ojos realmente tenían un tono castaño más dorado ambarino; sus largas pestañas serían la envidia de cualquier muchacha.

– Los cuentos de hadas de Andrew Lang. -Me enseñó un ejemplar de bolsillo titulado El libro azul de las hadas. En lo alto del montón junto a él había otro llamado El libro naranja de las hadas, y no pude sino asumir que el resto seguiría el mismo código de colores. Seth, radiante y embriagado de literatura, se olvidó de la reticencia que le inspiraba mi compañía-. Las reimpresiones de los años sesenta. No tan valiosas como, digamos, las ediciones del siglo XIX, pero éstos son los que tenía mi padre, los que solía leernos. Sólo poseía un par, sin embargo; ésta es la colección entera. Los voy a comprar para leérselos a mis sobrinas.

Mientras pasaba las páginas del Libro rojo de las hadas, reconocí los títulos de muchas historias familiares, algunas de las cuales desconocía que existieran aún. Le di la vuelta al libro y miré al dorso de la cubierta, pero no encontré ningún precio.

– ¿Cuánto cuestan?

Seth señaló un cartelito que había junto a la estantería de donde los había sacado.

– ¿Es un precio razonable? -pregunté.

– Un poco alto, pero me parece justo por poder llevármelos todos a la vez.

– Ni hablar. -Recogí parte de los libros y me levanté-. Regatearemos con él.

– ¿Regatear cómo?

Mis labios se curvaron en una sonrisa.

– Con palabras.

Seth no parecía muy convencido, pero el librero resultó ser presa fácil. La mayoría de los hombres terminaban rindiéndose ante una mujer atractiva con carisma… por no hablar de un súcubo que aún lucía un fulgor de fuerza vital residual. Además, había aprendido a regatear a la vera de mi madre. El tipo detrás del mostrador no tenía la menor oportunidad. Cuando acabé con él, estaba encantado de haber reducido el precio un 25% e incluir mi libro de recetas sin coste añadido.

Mientras regresábamos al coche, cargados de libros, Seth no dejaba de lanzarme suspicaces miraditas de reojo.

– ¿Cómo lo has conseguido? No he visto nada igual en mi vida.

– Con mucha práctica. -Respuesta vaga digna de cualquiera de las suyas.

– Gracias. Ojalá pudiera devolverte el favor.

– No te preocupes… Hey, en realidad sí que puedes. ¿Te importaría hacer un recado conmigo? Es en una librería, pero una librería espeluznante.

– ¿Espeluznante cómo?

Cinco minutos después íbamos camino de ver a mi viejo amigo Erik Lancaster. Erik llevaba enclaustrado en la zona de Seattle más tiempo que yo, y era una figura bien conocida para casi todas las entidades inmortales de los alrededores. Versado en mitología y saber sobrenatural, demostraba con regularidad ser una excelente fuente de recursos para todo lo que tuviera que ver con lo paranormal. Si se había dado cuenta de que algunos de sus clientes nunca envejecían, sabiamente se abstenía de hacer comentarios al respecto.

Lo único que tenía de molesto visitar a Erik era que para ello había que visitar Krystal Starz, un ejemplo perfecto de espiritualidad de la nueva era echada a perder. No dudaba que el lugar pudiera tener buenas intenciones cuando abrió allá por los años ochenta, pero la librería exhibía ahora una colección de coloridas fruslerías comerciales más cargadas de precio que de valor místico. Erik, según mis estimaciones, era el único empleado genuinamente preocupado y entendido en asuntos esotéricos. Los mejores de sus compañeros de trabajo eran sencillamente apáticos; los peores, fanáticos y timadores profesionales.

Al entrar en el aparcamiento de la tienda, me sorprendió de inmediato la cantidad de coches que había. Tanta gente en Emerald City significaría que había alguna sesión de firmas, pero esa clase de acontecimiento parecía poco probable en mitad de la jornada laboral.

Una pesada oleada de incienso nos bañó cuando entramos, y Seth pareció sorprenderse tanto como yo al ver a toda aquella gente y actividad.

– Podría tardar un rato -le dije-. Echa un vistazo por ahí. Tampoco hay mucho que ver.

Se esfumó, y yo volví mi atención hacia un joven de ojos brillantes que estaba de pie junto a la puerta, dirigiendo a la multitud.

– ¿Vienes a la reunión?

– Hm, no -respondí-. Venía a ver a Erik.

– ¿Qué Erik?

– ¿Lancaster? ¿Mayor? ¿Afroamericano? Trabaja aquí. El joven lacayo sacudió la cabeza.

– Aquí no hay ningún Erik. No en el tiempo que llevo trabajando. -Hablaba como si hubiera fundado el local.

– ¿Cuánto hace de eso?

– Dos meses.

Puse los ojos en blanco. Un auténtico veterano.

– ¿Podría hablar con algún encargado?

– Bueno, Helena está por ahí, pero va a… ah, ahí está. -Indicó al fondo de la tienda, donde la mujer en cuestión había aparecido como si la hubieran invocado.

Ah, sí, Helena. Ella y yo ya nos habíamos cruzado antes. Pelo rubio pajizo, el cuello cargado de cristales y otros símbolos arcanos; estaba delante de una puerta designada SALA DE REUNIONES. Un chal de cerceta le cubría los hombros enjutos, y como siempre, me pregunté cuántos años tendría. Aparentaba treinta y pocos, pero había algo en su porte que siempre me hacía pensar que era mayor. Quizá se hubiera hecho un montón de cirugía plástica. Le pegaría, la verdad, considerando el resto de su rimbombante y artificial personalidad.

– ¿Todos? ¿Estamos ya todos? -hablaba con voz atiplada, evidentemente impostada, que pretendía sonar como un susurro, si bien un susurro capaz de alcanzar timbres atronadores. Por lo que básicamente sonaba cascada, como si estuviera resfriada-. Es hora de empezar.

La muchedumbre (unas treinta personas, diría) se dirigió a la sala de reuniones, y yo la seguí, fundiéndome con el gentío. Algunos de los que me rodeaban se parecían a Helena: vestidos de forma temática, todo de negro o en tonos vibrantes, con una plétora de pentagramas, cristales y oms a la vista. Otros parecían gente normal, vestidos de forma muy parecida a mí con mi ropa de faena, dejándose arrastrar por curiosidad morbosa.

Con una sonrisa falsa congelada en el rostro, Helena nos animaba a entrar en la sala, murmurando:

– Bienvenido, bienvenido. Siente la energía. -La sonrisa flaqueó cuando pasé por delante de ella-. A ti te conozco.

– Sí.

Su sonrisa menguó todavía más.

– Tú eres ésa que trabaja en esa librería tan grande… tan grande y comercial. -Unas pocas personas se pararon a escuchar nuestro intercambio, sin duda el motivo por el cual se abstuvo de señalar que la última vez que estuvo allí, la había tildado de hipócrita vendedora de chorradas inservibles.

En comparación con algunas cadenas nacionales, no consideraba que Emerald City fuera tan comercial. Sin embargo, le di la razón con un encogimiento de hombros.

– Sí, qué puedo decir, somos parte del problema de la América corporativa. Sin embargo, vendemos los mismos libros y barajas del tarot que vosotros, y a menudo ofrecemos descuentos si eres miembro del Programa de Lectores Frecuentes de Emerald City. -Esta última parte la mencioné en voz alta. Un poco de publicidad extra nunca hace daño.

La tambaleante sonrisa de Helena desapareció por completo, al igual que un poco de su voz ronca.

– ¿Puedo ayudarte en algo?

– Estoy buscando a Erik.

– Erik ya no trabaja aquí.

– ¿Adonde ha ido?

– No estoy autorizada a divulgar esa información.

– ¿Por qué? ¿Temes que me lleve mi negocio a otra parte? Créeme, nunca has corrido peligro de tenerlo.

Se llevó los delicados dedos a la frente y me estudió seriamente, bizqueando casi.

– Siento mucha oscuridad en tu aura. Negro y rojo. -Levantó la voz, atrayendo la atención de sus acólitos-. Te vendría bien un poco de purificación. Un cuarzo ahumado o rutilado también te ayudaría. Tenemos excelentes ejemplos de los dos a la venta. Cualquiera de ellos aclararía tu aura.

No pude evitar una sonrisita. Creía en las auras, sabía que eran perfectamente reales. También sabía, sin embargo, que la mía no se parecía en nada a las de los mortales, y que alguien como Helena sería incapaz de verla. En realidad, un verdadero adepto humano, capaz de percibir cosas así, se daría cuenta de que en medio de un grupo de humanos, yo sería la única persona sin un aura discernible. Sería invisible para todos, salvo para alguien como Jerome o Cárter, aunque un mortal particularmente dotado podría ser capaz de presentir su fuerza y se mostraría comprensiblemente cauto. Erik era uno de esos mortales, motivo por el cual siempre me trataba con tanto respeto. No como Helena.

– Guau -silbé-. Es increíble que hayas podido deducir todo eso sin tu cámara áurea. -Krystal Starz alardeaba orgullosamente de tener una cámara que podía fotografiar tu aura por 9,95$-. ¿Te debo algo ahora?

Resopló.

– No necesito ninguna cámara para ver las auras de los demás. Soy una maestra. Además, los espíritus que se han reunido para esta reunión me dicen muchas cosas sobre ti.

Mi sonrisa se ensanchó.

– ¿Y qué es lo que te dicen? -Había tenido pocas experiencias con espíritus u otros seres etéreos en mi larga vida, pero si había alguno presente lo percibiría.

Cerró los ojos, manos en la frente de nuevo, arrugas de concentración en el rostro. Los curiosos la observaban maravillados.

– Me dicen que tienes muchas preocupaciones. Que la indecisión y la monotonía de tu vida te obligan a rebelarte, y que mientras elijas la senda de la oscuridad y la desconfianza, nunca encontrarás la paz ni la luz. -Sus ojos azules se abrieron, absortos en su sobrenatural éxtasis particular-. Quieren que te unas a nosotros. Siéntate en nuestro círculo, siente su energía curativa. Los espíritus te ayudarán a tener una vida mejor.

– ¿Igual que te ayudaron a ti a salir de la industria del porno? Se quedó petrificada, pálida, y casi me sentí mal por un momento. Los adeptos como Erik no eran los únicos con renombre en la comunidad inmortal. Las chifladas como Helena también eran conocidas de sobra. Alguien que aparentemente había sido fan suyo en su día la había reconocido en una película antigua y compartido sus trapos sucios con el resto de nosotros.

– No sé a qué te refieres -dijo por fin, esforzándose por controlar la expresión delante de sus esbirros.

– Fallo mío. Me recuerdas a alguien llamada Moana Licka. Frotas esos cristales igual que ella frotaba… bueno, ya captas la idea.

– Te equivocas -dijo Helena, a punto de perder el control de su voz-. Erik ya no trabaja aquí. Haz el favor de marcharte.

Afloró a mis labios otra respuesta, pero entonces, detrás de ella, vi a Seth. Se había acercado al filo de la multitud, observando el espectáculo con los otros. Al verlo, me sentí ridícula de repente, superficial y vulgar el placer de humillar a Helena. Avergonzada, conseguí mantener la cabeza alta mientras ponía rienda a mis comentarios y me alejaba de ella. Seth se situó a mi lado.

– Déjame adivinar -dije secamente-. Algunos escriben las historias, y otros las viven.

– Creo que no puedes evitar causar revuelo dondequiera que estés.

Supuse que estaba siendo sarcástico. Luego, miré de reojo y vi su franca expresión, sin censura ni sarcasmo. Su sinceridad era tan inesperada que di un ligero traspié, prestándole más atención a él que adónde iba. Haciendo gala de mi merecida reputación de grácil, me recuperé casi inmediatamente. Seth, sin embargo, alargó una mano instintivamente para sujetarme.

Al hacerlo, experimenté un repentino destello de… algo. Como aquel momento de conexión en el pasillo de los mapas. O la oleada de satisfacción que me producían sus libros. Fue breve, efímero, como si tal vez no hubiera sucedido nada en absoluto. Él parecía tan sorprendido como yo y me soltó el brazo tentativamente, casi con vacilación. Un momento después, una voz a mi espalda rompió por completo el hechizo.

– ¿Disculpa? -Al girarme, vi a una adolescente delgada con el pelo rojo rapado y las orejas cargadas de anillos-. Estabas buscando a Erik, ¿verdad?

– Sí…

– Te puedo decir dónde está. Se fue hará unos cinco meses para abrir su propia tienda. Está en Lake City… no recuerdo el nombre. Es un sitio animado, con una tienda de comestibles y un gran restaurante mexicano. Asentí con la cabeza.

– Conozco esa zona. La encontraré. Gracias. -La observé con curiosidad-. ¿Trabajas aquí?

– Sí. Erik siempre se portó bien conmigo, así que me alegraré si el negocio le va mejor que aquí. Me habría ido con él, pero en realidad no necesita más ayuda, así que estoy aquí atrapada con esa loca. -Apuntó con el pulgar en dirección a Helena.

La chica tenía un aspecto serio y práctico que la distinguía de la mayoría de los empleados de la tienda. Recordé entonces que la había visto ayudando a los clientes cuando entré.

– ¿Por qué trabajas aquí si no te gusta?

– No lo sé. Me gustan los libros, y me hace falta el dinero.

Escarbé en mi bolso, buscando una de las tarjetas de visita que rara vez utilizaba.

– Ten. Si quieres otro empleo, ven a verme algún día. Cogió la tarjeta y la leyó, con expresión sorprendida.

– Gracias… creo.

– Gracias por la información sobre Erik.

Hice una pausa, me lo pensé un poco más, y saqué otra tarjeta.

– Si tienes más amigos… otras personas que trabajen aquí y sean como tú… dales esto también.

– ¿Eso es legal? -me preguntó Seth más tarde.

– No sé. Pero estamos faltos de personal en Emerald City.

Me imaginé que una tienda especializada como la de Erik debía de estar cerrada a esas horas, de modo que puse rumbo a Lake Forest Park para llevar a Seth al hogar de su hermano. Confieso que me sentía inundada de alivio. Estar con el héroe de una era agotador, por no mencionar que cualquier interacción entre nosotros oscilaba entre polos diametralmente opuestos. Probablemente lo más seguro sería limitar nuestra relación a la lectura de sus libros por mi parte.

Lo dejé delante de una bonita casa suburbana, con el patio atestado de juguetes. No vi ni rastro de los niños, para mi decepción. Seth recogió su cargamento de libros, me dedicó otra sonrisa evanescente mientras me daba las gracias, y desapareció dentro del edificio. Ya casi había regresado a Queen Anne cuando me di cuenta de que se me había olvidado pedirle mi ejemplar de El pacto de Glasgow.

Enfadada, entré en mi edificio e inmediatamente oí al conserje que me llamaba.

– ¿Señorita Kincaid?

Me acerqué a él, y me entregó un jarrón con flores que bullían en tonos de púrpura y rosa oscuro.

– Han llegado éstas para usted hoy.

Acepté el jarrón entusiasmada, aspirando las fragancias entremezcladas de las rosas, los iris y las azucenas. No había ninguna tarjeta. Típico.

– ¿Quién las ha traído? Hizo un gesto a mi espalda.

– Ese hombre de ahí.

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