Sólo en el silencio la palabra,
sólo en la oscuridad fa luz,
sólo en la muerte la vida;
el vuelo del halcón
brilla en el cielo vacío.
Después de la muerte del granjero Pedernal del Valle Central, su viuda se quedó en la casa de la granja. Su hijo se había hecho marinero y su hija se había casado con un mercader de Valmouth, de modo que se quedó sola en la Granja de los Robles. La gente decía que había sido un personaje importante en la tierra de donde venía, y de hecho el mago Ogion solía detenerse en la Granja de los Robles para verla; pero eso no era muy importante, porque Ogion visitaba a todo tipo de personas insignificantes.
Tenía un nombre extranjero, pero Pedernal la llamaba Goha, el nombre que le daban en Gont a una pequeña araña blanca tejedora. El nombre le venía bien, porque era de tez blanca y menuda, y una buena tejedora de lana de cabra y de oveja. De modo que ahora era la viuda de Pedernal, Goha, la dueña de un rebaño de cabras y de la tierra donde pastoreaban, cuatro campos de labranza, un huerto de perales, dos casas de inquilinos, la vieja casa de piedra bajo los robles y el cementerio de la familia sobre la colina, donde yacía Pedernal, tierra de su tierra.
—He vivido casi toda mi vida cerca de tumbas —le dijo a su hija.
—¡Madre, madre, ven al pueblo a vivir con nosotros! —le dijo Manzana, pero la viuda no quería renunciar a su soledad.
—Quizá más adelante, cuando lleguen los niños y necesites ayuda —le dijo, mirando complacida a su hija, de ojos grises—. Pero ahora no. Ahora no me necesitas. Y este lugar me gusta.
Cuando Manzana regresó junto a su joven esposo, la viuda cerró la puerta y se quedó de pie en el piso empedrado de la cocina de la casa. Había oscurecido, pero no encendió la lámpara, recordando cómo la encendía su esposo: las manos, la chispa, el rostro oscuro y atento bajo la luz recién encendida. La casa estaba en silencio.
«En otro tiempo viví en una casa silenciosa, sola —pensó—. Volveré a vivir así.» Encendió la lámpara.
Al caer la tarde de uno de los primeros días cálidos, Alondra, la vieja amiga de la viuda, llegó desde la aldea luego de atravesar presurosa el sendero polvoriento. —Goha —le dijo mientras la miraba arrancar malezas del sembrado de habichuelas—, Goha, ha ocurrido algo terrible. Algo espantoso. ¿Puedes venir?
—Sí —dijo la viuda—. ¿Qué sucede?
Alondra recobró el aliento. Era una mujer gruesa, simple, madura, cuyo nombre ya no estaba de acuerdo con su cuerpo. Pero en otra época había sido una muchacha delgada y hermosa, y se había hecho amiga de Goha, ignorando a los aldeanos que murmuraban sobre la karga de tez blanca que Pedernal había llevado a casa; y habían sido amigas desde entonces.
—Una niña quemada —le dijo.
—¿De quién es la niña?
—De vagabundos.
Goha cerró la puerta de la casa, y echaron a andar por el sendero, mientras Alondra no dejaba de hablar. Jadeaba y transpiraba. Las pequeñas semillas de la tupida hierba que crecía junto al sendero se le pegaban a las mejillas y la frente, y ella se las iba quitando mientras hablaba. —Han estado viviendo todo el mes en los prados del río. Un hombre que se hace pasar por calderero pero que es un ladrón, y una mujer que anda con él. Y otro hombre, más joven, que andaba casi todo el tiempo con ellos. No trabajan, ninguno de los dos trabaja. Roban y mendigan, y explotan a la mujer. Unos muchachos de río abajo les llevaban cosas de las granjas para estar con la mujer. Tú sabes cómo es ahora, ese tipo de cosas. Y hay pandillas en los caminos y gente merodeando por las granjas. Si estuviera en tu lugar, le echaría cerrojo a la puerta. Así que ese hombre, el más joven, llega a la aldea cuando yo estaba delante de la casa, y me dice: «La niña no está bien». Yo apenas había visto a la niña, una cosita escurridiza, desaparecía tan rápido que no estaba segura de haberla visto. Entonces yo le dije: «¿Así que no está bien? ¿Tiene fiebre?». Y el hombre me dice: «Se hizo daño al encender el fuego», y entonces, cuando me estaba preparando para acompañarlo, se marchó. Desapareció. Y cuando llegué allá, al lado del río, los otros dos habían desaparecido también. Sin dejar rastros. No había nadie. Todas sus trampas y sus porquerías habían desaparecido también. Sólo había una hoguera, humeante todavía, y al lado del fuego… con medio cuerpo en las llamas… en la tierra…
Alondra dejó de hablar por un par de pasos. No miraba a Goha, miraba hacia adelante.
—Ni siquiera la habían cubierto con una manta —dijo.
Siguió avanzando a trancos largos.
—La arrojaron al fuego cuando aún estaba encendido —dijo. Tragó saliva y se quitó las semillas que se le pegaban a la cara ardiente—. Tal vez se cayó, pero si hubiera estado despierta habría tratado de escapar. Supongo que la golpearon y creyeron que la habían matado, y querían ocultar lo que habían hecho, así que…
Se detuvo nuevamente, siguió hablando.
—Quizá no haya sido él. Quizás él la haya sacado del fuego. Después de todo, vino a pedir que la ayudaran. Debe de haber sido el padre. No sé. No importa. ¿Quién puede saberlo? ¿Quién la va a cuidar? ¿Quién se va a ocupar de la niña? ¿Por qué hacemos lo que hacemos?
Goha preguntó en voz baja: —¿Sobrevivirá?
—Es posible —dijo Alondra—. Es muy posible que sobreviva.
Al cabo de un rato, ya cerca de la aldea, Alondra dijo: —No sé por qué vine a buscarte. Allá está Hiedra. No hay nada que hacer.
—Podría ir a Valmouth, a buscar a Haya.
—No podría hacer nada. No tiene…, no tiene remedio. La abrigué. Hiedra le dio una poción y echó un sortilegio para que se durmiera. La llevé a casa. Debe de tener seis o siete años, pero no pesa más que un niño de dos. En realidad, no se ha despertado. Pero es como si jadeara… Sé que no hay nada que puedas hacer. Pero te necesitaba.
—Quiero ir —dijo Goha. Pero antes de entrar en la casa de Alondra, cerró los ojos y contuvo el aliento por un instante, atemorizada.
Habían hecho salir a los niños de Alondra y la casa estaba en silencio. La niña yacía inconsciente en la cama de Alondra. Hiedra, la bruja de la aldea, le había frotado un ungüento de hamamelis y ruda en las quemaduras menos graves, pero no le había tocado el lado derecho de la cara y de la cabeza ni la mano derecha, que se habían carbonizado hasta los huesos. Había dibujado la runa Pirr sobre la cama, y no había hecho nada más.
—¿Puedes hacer algo? —le preguntó Alondra en un susurro.
Goha se quedó de pie mirando a la niña quemada. No movió las manos. Sacudió la cabeza.
—Aprendiste a curar, allá en la montaña, ¿no es así?
En las palabras de Alondra había dolor y cólera y vergüenza, una súplica de ayuda.
—Ni siquiera Ogion podría curar esto —dijo la viuda.
Alondra se dio vuelta, mordiéndose los labios, y se echó a llorar. Goha la abrazó y le acarició los cabellos grises. Se abrazaron.
La bruja Hiedra salió de la cocina, frunciendo el entrecejo al ver a Goha. Aunque la viuda no hacía hechicerías ni urdía sortilegios, se decía que cuando había llegado a Gont había vivido en Re Albi como pupila del mago, y que conocía al Archimago de Roke, y sin duda tenía extraños y misteriosos poderes. Celosa de su prerrogativa, la bruja se acercó al lecho y empezó a moverse afanosamente a su lado, haciendo un montículo con algo en un plato y prendiéndole fuego, de modo que comenzó a despedir humo y un vaho fétido mientras musitaba una y otra vez un sortilegio de curación. Con el humo espeso de la hierba, la niña quemada comenzó a toser y se incorporó a medias, respirando con sonidos bruscos, cortos, arrastrados. Parecía mirar a Goha con el ojo sano.
Goha se acercó y cogió la mano izquierda de la niña entre las suyas. Hablando en su propia lengua dijo: —Los serví y los abandoné. No permitiré que se apoderen de ti.
La niña la miró o miró al vacío, tratando de respirar, y tratando de respirar, y tratando de respirar.