Se iba despertando, sin querer despertarse. Una tenue luz gris brillaba en la ventana filtrándose en delgadas capas por los postigos. ¿Por qué estaban cerrados los postigos? Se levantó precipitadamente y atravesó el pasillo hasta llegar a la cocina. No había nadie junto al fuego, nadie tumbado en el suelo. No quedaban rastros de nadie ni de nada. Excepto el pote de té y tres tazones sobre el tablero.
Therru se levantó cuando salió el sol y desayunaron como siempre; mientras ordenaban, la niña preguntó: —¿Qué sucedió? —Cogió una punta del lino mojado que había en la artesa de la despensa. El agua de la artesa tenía vetas y manchas de un rojo pardusco.
—¡Oh!, se me adelantó la regla —dijo Tenar, sorprendida ante la mentira que acababa de decir.
Therru se quedó inmóvil por un momento, oliendo atentamente y con la cabeza quieta, como un animal olfateando un rastro. Luego dejó caer otra vez el lienzo en el agua y salió a darle de comer a los pollos.
Tenar se sentía enferma; le dolían los huesos. Aún hacía frío y se quedó dentro de la casa todo lo que pudo. Trató de que Therru no saliera, pero cuando salió el sol con un viento penetrante y claro, Therru sintió deseos de estar fuera.
—Quédate con Shandy en el huerto —le dijo Tenar.
Therru no dijo nada al salir.
El lado quemado y deforme de su cara había quedado rígido por el daño que habían sufrido los músculos y por la gruesa cicatriz, pero a medida que las cicatrices iban cambiando con el tiempo y que, de tanto mirarlo, Tenar aprendía a no evitarlo como algo deforme sino a verlo como un rostro que empezaba a tener expresiones propias. Cuando Therru tenía miedo, Tenar sentía que el lado quemado y oscuro se «cerraba», se plegaba, se endurecía. Cuando estaba exaltada o atenta, hasta la cuenca del ojo ciego parecía observar, y las cicatrices se enrojecían y ardían al tacto. Cuando había salido tenía un gesto peculiar, como si su rostro no hubiese sido en absoluto humano, sino el rostro de un animal, de una extraña criatura salvaje y de piel dura, con un solo ojo resplandeciente, silenciosa, huidiza.
Y Tenar sabía que, así como ella le había mentido por primera vez, Therru le iba a desobedecer por primera vez. Por primera pero no por última vez.
Se sentó junto al fuego lanzando un suspiro de cansancio, y no hizo nada por un rato.
Un seco golpe en la puerta: Arroyo Claro y Ged —no, tenía que decirle Halcón—, Halcón de pie en el peldaño de la entrada. El viejo Arroyo Claro no dejaba de hablar y de darse importancia. Ged estaba sombrío y silencioso y la sucia pelliza de oveja le daba el aspecto de corpulento. —Entrad —dijo ella—. Bebed un poco de té. ¿Qué hay de nuevo?
—Trataron de escapar, hacia Valmouth, pero los hombres de Kahedanan, los alguaciles, bajaron y los encontraron en el retrete de Cerezo, ahí mismo —anunció Arroyo Claro, blandiendo el puño.
—¿Se escapó?—Tenar se aterrorizó.
—Los otros dos escaparon —dijo Ged—. El no.
—Mira, encontraron el cuerpo en el viejo matadero de la Colina Redonda, hecho pedazos, allá en el viejo matadero, cerca de Kahedanan, así que diez, doce de ellos se nombraron alguaciles ahí mismo y salieron a perseguirlos. Y se pusieron a buscarlos por todas las aldeas anoche; y esta mañana, cuando no había casi luz, los encontraron escondidos en el retrete de Cerezo. Estaban casi congelados.
—¿Está muerto, entonces? —preguntó Tenar perpleja.
Ged se había quitado la pesada pelliza y se había sentado en la silla de bejuco junto a la puerta para desatarse las polainas de cuero. —Él está vivo —dijo con su calma habitual—. Está con Hiedra. Lo llevé esta mañana en la carretilla para acarrear boñiga. Antes de que saliera el sol ya había gente en el camino, buscándolos a los tres. Mataron a una mujer, allá arriba en las colinas.
—¿Qué mujer? —dijo Tenar en un susurro.
Tenía los ojos clavados en Ged. Él inclinó un poco la cabeza.
Arroyo Claro quería adueñarse de la historia y siguió contándola en voz alta: —Hablé con unos hombres de allá arriba y me dijeron que los cuatro habían estado dando vueltas y acampando y vagabundeando cerca de Kahedanan, y que la mujer iba a mendigar a la aldea, toda golpeada y con quemaduras y magulladuras por todas partes. Ellos la mandaban, los hombres, ¿entiendes?, así a mendigar, y después ella volvía con ellos y le contaba a la gente que si volvía sin nada le pegaban más, entonces ellos le preguntaban que para qué volvía. Pero si no volvía, iban a ir a buscarla, eso decía, ¿entiendes?, y siempre andaba con ellos. Pero finalmente se excedieron y la golpearon hasta matarla, y agarraron el cuerpo y lo dejaron en el viejo matadero de allá, donde todavía apesta un poco; ¿sabes?, quizá pensaban que con eso iban a ocultar lo que habían hecho. Y entonces se fueron, vinieron aquí, anoche justamente. ¿Y por qué no gritaste y nos llamaste ayer por la noche, Goha? Halcón dice que estaban aquí mismo, husmeando alrededor de la casa, cuando él les cayó encima. Yo habría oído, seguro, o Shandy, posiblemente ella tenga mejor oído que yo. ¿Ya le contaste a Shandy?
Tenar negó con la cabeza.
—Le voy a ir a contar —dijo el viejo, feliz de ser el primero en llevar las nuevas, y se echó a andar pesadamente por el corral. Desanduvo la mitad del trecho que había recorrido—. Nunca me habría imaginado que sabías manejar tan bien una horquilla —le gritó a Ged, y se golpeó el muslo, riendo, y siguió su camino.
Ged se sacó rápidamente las pesadas polainas, se quitó los zapatos enlodados y los apoyó en el peldaño de la entrada, y se acercó al fuego en calcetas. Pantalones y gabán y camisa de lana rústica; un pastor de cabras gontés, con una expresión sagaz, nariz aguileña y ojos diáfanos, oscuros.
—Pronto empezará a llegar gente —dijo—. A contarte todo lo que sucedió y a escuchar nuevamente lo que ocurrió aquí. Encerraron a los dos que huyeron en una bodega de vinos vacía, y hay quince o veinte hombres custodiándolos, y veinte o treinta niños tratando de echar una ojeada… —Bostezó, movió los hombros y los brazos para aflojarlos y con una rápida mirada le pidió permiso a Tenar para sentarse al lado del fuego.
Ella le señaló la solera del hogar. —Debes de estar agotado —musitó.
—Dormí un poco, aquí, anoche. No pude quedarme despierto. —Volvió a bostezar. Alzó los ojos para mirarla, inquisitivamente, tratando de saber cómo estaba.
—Era la madre de Therru —dijo ella. Su voz era apenas un murmullo.
Él asintió. Se inclinó un poco hacia adelante, con los brazos apoyados en las rodillas, como solía hacer Pedernal, contemplando el fuego. Se parecían mucho y eran absolutamente diferentes, tan diferentes como una piedra enterrada y un pájaro en pleno vuelo. A Tenar le dolía el corazón y le dolían los huesos, se sentía turbada por los presentimientos y el dolor y el recuerdo del dolor y una inquieta liviandad.
—Nuestro hombre está en manos de la bruja —dijo él—. Lo ató, por si acaso se siente animado. Le llenó los agujeros que tiene con telarañas y sortilegios para restañar la sangre. Dice que vivirá hasta que lo cuelguen.
—Lo cuelguen.
—Depende de los Tribunales del Rey, ahora que volverán a reunirse. Lo colgarán o lo condenarán a trabajos forzados.
Ella sacudió la cabeza, frunciendo el entrecejo.
—Tú no permitirías que se marchara sin más, Tenar—dijo él dulcemente, observándola.
—No.
—Hay que castigarlos —dijo él sin dejar de observarla.
—«Castigarlos». Eso es lo que dijo él. Castigar a la niña. Es una niña malvada. Hay que castigarla. Y castigarme a mí, por haberme apoderado de ella. Por ser… —Le costaba hablar.— ¡No quiero castigos!… No debería haber sucedido… ¡Ojalá lo hubieses matado!
—Hice todo lo posible —dijo Ged.
Después de un largo rato, Tenar se echó a reír con un dejo de temblor en la voz. —Sí que lo hiciste.
—Imagínate qué fácil habría sido —dijo él, mirando nuevamente las brasas— cuando era mago. Podría haberles arrojado un sortilegio de atadura, allá arriba en el camino, antes de que alcanzaran a darse cuenta. Podría haberlos llevado directamente a Valmouth, como a un rebaño de ovejas. O anoche, aquí, ¡imagínate los fuegos artificiales que podría haber hecho estallar! Nunca habrían llegado a saber qué les había sucedido.
—Aún no lo saben —dijo ella.
Él le echó una mirada. Un diminuto e incontrolable destello de triunfo le brillaba en los ojos.
—No —dijo él—. No lo saben.
—Eres muy diestro con la horquilla —murmuró Tenar.
Él lanzó un inmenso bostezo.
—¿Por qué no vas adentro y duermes un poco? Es la segunda habitación que da al pasillo. A menos que quieras recibir a las visitas. Allá vienen Alondra y Margarita, y varios niños. —Al oír voces, se puso de pie para mirar por la ventana.
—Eso haré —dijo él y desapareció.
Alondra y su esposo; Margarita, la esposa del herrero, y otros amigos de la aldea se quedaron todo el día a contar y escuchar todo lo que había sucedido, tal como había dicho Ged. Tenar sintió que su compañía la reanimaba, la iba apartando de la constante cercanía del terror de la noche anterior, poco a poco, hasta que comenzó a sentir que era algo que había ocurrido, no algo que aún seguía sucediendo y que siempre tenía que seguirle sucediendo.
Eso era lo que Therru tenía que aprender a hacer también, pensó, pero no con una sola noche sino con toda su vida.
Cuando los demás se hubieron marchado, le dijo a Alondra: —Lo que me enfurece es lo estúpida que fui.
—Te dije que tenías que tener siempre la casa cerrada con cerrojo.
—No… Tal vez… Así es.
—Lo sé —dijo Alondra.
—Lo que quiero decir es que cuando estaban aquí… podría haber salido corriendo y haber ido a buscar a Shandy y Arroyo Claro… Quizá podría haber llevado a Therru conmigo. O podría haber ido al colgadero y haber sacado yo misma la horquilla. O el gancho para sacar manzanas. Tiene siete pies de largo y una hoja como navaja; siempre la dejo como la dejaba Pedernal. ¿Por qué me encerré en la casa y nada más… cuando no servía de nada? Si él…, si Halcón no hubiese estado allí… Lo único que hice fue encerrarme en una trampa y encerrar a Therru. Sí, finalmente fui hasta la puerta y les grité. Estaba medio loca. Pero eso no los habrá hecho huir.
—No sé —dijo Alondra—. Fue una locura, pero quizá… no sé. ¿Qué podías hacer sino echarle cerrojo a las puertas? Pero es como si pasáramos toda la vida echándoles cerrojo a las puertas. Ésa es la casa en que vivimos.
Miraron en torno, los muros de piedra, el suelo empedrado, la chimenea de piedra, la ventana soleada de la cocina de la Granja de los Robles, la casa del granjero Pedernal.
—Esa muchacha, esa mujer a la que mataron —dijo Alondra mirando sagazmente a Tenar—. Era la misma.
Tenar asintió.
—Uno de ellos me dijo que estaba preñada. De cuatro, cinco meses.
Las dos se quedaron en silencio.
—Atrapada —dijo Tenar.
Alondra se acomodó en la silla, con las manos apoyadas en la falda sobre los gruesos muslos, la cabeza derecha, el hermoso rostro quieto. —El miedo —dijo—. ¿A qué le tememos tanto? ¿Por qué permitimos que nos digan que tenemos miedo? ¿A qué le temen ellos? —Cogió la calceta que había estado remendando, la hizo girar en las manos, se quedó en silencio por un rato; al cabo dijo:— ¿Por qué nos temen?
Tenar siguió hilando sin responderle.
Therru entró corriendo y Alondra la saludó diciéndole:
—¡Aquí está mi preciosa! ¡Ven a abrazarme, mi niña preciosa!
Therru la abrazó apresuradamente. —¿Quiénes son los hombres que cogieron? —preguntó en su voz ronca, apagada, mirando primero a Alondra y luego a Tenar.
Tenar detuvo la rueca. Dijo lentamente:
—Uno era Diestro. Otro era un hombre que se llama Greñas. El que quedó herido se llama Merluza. —No apartaba la vista del rostro de Therru; vio la llamarada, la cicatriz que se iba enrojeciendo.— Creo que la mujer que mataron se llamaba Senny.
—Senini —musitó la niña.
Tenar asintió.
—¿La mataron de verdad?
Tenar asintió nuevamente.
—Renacuajo dice que vinieron aquí.
Tenar volvió a asentir.
La niña miró en torno, como habían hecho las mujeres; pero en su mirada había un gesto de profundo rechazo, porque no veía los muros.
—¿Los mataréis?
—Es posible que los cuelguen.
—¿Para que se mueran?
—Sí.
Therru inclinó la cabeza, con cierta indiferencia. Volvió a salir y se unió nuevamente a los niños de Alondra junto a la bodega.
Las dos mujeres no dijeron nada. Se quedaron hilando y remendando, en silencio, junto al fuego, en la casa de Pedernal.
Después de un largo rato, Alondra dijo: —¿Qué pasó con el hombre, el pastor, que los siguió hasta acá? ¿Halcón dijiste que se llama?
—Está durmiendo adentro —dijo Tenar, señalando con la cabeza el fondo de la casa.
—¡Ah! —dijo Alondra. El torno zumbaba.
—Lo conocía de antes.
—¡Ah! De Re Albi, ¿verdad? Tenar asintió. El torno zumbaba.
—Seguir a esos tres y atacarlos en la oscuridad con una horquilla, ¡vamos!, hay que tener valor para hacerlo. Y no es un hombre joven, ¿verdad?
—No. —Al cabo de un rato dijo:— Había estado enfermo y necesitaba trabajo. Por eso le dije que cruzara las montañas y le preguntara a Arroyo Claro si podía darle trabajo. Pero Arroyo Claro piensa que todavía puede seguir haciéndolo todo solo, así que lo mandó más allá de los Manantiales a pastorear durante el verano. Y venía de regreso.
—¿Tienes pensado que se quede, entonces?
—Si quiere… —dijo Tenar.
Otro grupo de aldeanos llegó a la Granja de los Robles, queriendo escuchar la historia de Goha y contar cómo habían participado en la gran captura de los asesinos, y mirar la horquilla y comparar sus cuatro dientes largos con las tres manchas de sangre en las vendas del hombre llamado Merluza, y volver a hablar de lo mismo desde un comienzo. Tenar se alegró cuando empezó a anochecer, y llamó a Therru y cerró la puerta.
Levantó la mano para echarle pestillo. La bajó y se obligó a apartarse de él, dejándolo abierto.
—Gavilán está en tu cuarto —le informó Therru al regresar a la cocina con los huevos que había sacado de la bodega.
—Pensaba decirte que estaba aquí…, lo siento.
—Lo conozco —dijo Therru, mientras se lavaba la cara y las manos en la despensa. Y cuando Ged entró, con los párpados hinchados y desgreñado, se le acercó sin titubear y alzó los brazos.
—Therru —dijo él, y la tomó en brazos y la abrazó. Ella se aferró a él por unos instantes, luego se escabulló.
—Sé el comienzo de La Creación —le dijo.
—¿Me lo vas a cantar? —Mirando una vez más a Tenar para pedirle permiso, se sentó en su lugar ante el hogar.
—Sólo puedo decirlo hablando. Él asintió y esperó, con una expresión más bien severa. La niña dijo:
La creación y la destrucción,
el fin y el comienzo,
¿quién podría distinguirlos con certeza?
Lo que conocemos es la puerta que los
separa,
por la que entramos al marcharnos.
Regresando sin cesar entre todos los seres,
el anciano, el Portero, Segoy…
La voz de la niña parecía un cepillo de metal frotado contra metal, era como hojas secas, como el silbido de llamas ardientes. Siguió hablando hasta el final de la primera estrofa:
Entonces desde la espuma surgió
resplandeciente Ea.
Ged asintió con un gesto de rápida y decidida aprobación. —Bien —dijo.
—Anoche —dijo Tenar—. La aprendió anoche. Parece como si hubiese pasado un año.
—Puedo aprender más —dijo Therru.
—Aprenderás más —le dijo Ged.
—Ahora termina de limpiar la calabaza —dijo Tenar, y la niña obedeció.
—¿Qué puedo hacer? —preguntó Ged. Tenar se quedó en silencio, mirándolo.
—Necesito que alguien llene la tetera y la ponga al fuego.
Él asintió y partió con la tetera a sacar agua.
Prepararon la cena y la comieron y quitaron la mesa.
—Recita otra vez La Creación, todo lo que sabes —le dijo Ged a Therru junto al hogar—, y seguiremos desde ahí.
Therru recitó la segunda estrofa una vez con él, una vez con Tenar y una vez sola.
—A la cama —dijo Tenar.
—No le contaste a Gavilán del rey.
—Cuéntale tú —dijo Tenar, divertida ante ese pretexto para no ir a acostarse todavía.
Therru se volvió hacia Ged. Su rostro, mitad herido y mitad sano, con el ojo que veía y el ojo ciego, tenía una expresión atenta, apasionada. -—El rey vino en un barco. Tenía una espada. Me dio el delfín de hueso. Su barco volaba, pero yo me sentía mal porque Diestro me había tocado. Pero el rey me tocó aquí y la marca desapareció. —Le mostró el brazo redondeado y delgado. Tenar lo miró fijamente. Se había olvidado de la marca.
—Algún día me gustaría ir volando a donde vive. —Le dijo Therru a Ged. Él asintió.— Lo voy a hacer—dijo—. ¿Lo conoces?
—Sí. Lo conozco. Hice un largo viaje con él.
—¿Dónde fueron?
—A donde no sale el sol y las estrellas no se ocultan. Y regresamos de ese lugar.
—¿Volando?
Él negó con la cabeza. —Sólo puedo caminar —dijo
.
La niña se quedó unos instantes pensativa y luego, como si se sintiera satisfecha, dijo: —Buenas noches —y se marchó a su cuarto. Tenar la siguió; pero Therru no quería que le cantara para hacerla dormir—. Puedo recitar La Creación en la oscuridad —dijo—. Las dos estrofas.
Tenar regresó a la cocina y se sentó nuevamente frente a Ged, al otro lado del hogar.
—¡Está cambiando tanto! —dijo—. Demasiado rápido para mí. Estoy vieja para criar a un niño. Y ella… Me obedece, pero sólo porque desea hacerlo.
—Ésa es la única justificación de la obediencia —observó Ged.
—¿Pero qué voy a hacer cuando se le meta en la cabeza la idea de desobedecerme? Hay algo indómito en ella. A veces es mi Therru, a veces es distinta, inalcanzable. Le pregunté a Hiedra si querría enseñarle. Me lo sugirió Haya. Hiedra dijo que no. «¿Por qué no?», le pregunté. «¡Le tengo miedo!», me dijo… Pero tú no le temes. Y ella tampoco te teme. Tú y Lebannen son los únicos hombres a los que les ha permitido tocarla. Yo dejé que ese…, ese Diestro… No puedo hablar de eso. ¡Ay, estoy fatigada! No entiendo nada…
Ged colocó el nudo de un tronco en el fuego para que no ardiera demasiado y se consumiera lentamente, y los dos se quedaron observando los brincos y el parpadeo de fas llamas.
—Me gustaría que te quedaras aquí, Ged —dijo ella—. Si quieres.
Él no le respondió de inmediato. Ella dijo: —Tal vez pienses seguir hacia Havnor…
—No, no. No tengo adonde ir. He estado buscando trabajo.
—Y bien, aquí hay mucho que hacer. Arroyo Claro no lo va a reconocer, pero su artritis no le permite hacer casi nada más que ocuparse del huerto. He estado necesitando alguien que me ayude desde que regresé. Podría haberle dicho al viejo testarudo lo que pensaba de él por haberte mandado así a la montaña, pero no serviría de nada. No me escucharía.
—Me hizo bien —dijo Ged—. Me dio el tiempo que necesitaba.
—¿Estuviste pastoreando ovejas?
—Cabras. En lo alto de las praderas. El muchacho que habían contratado se enfermó y Serry me contrató, me mandó allá arriba el primer día. Dejan a las cabras muy arriba y hasta muy tarde, para que les crezca una lana gruesa. Este último mes estuve casi todo el tiempo solo en las montañas. Serry me mandó esa pelliza y algunas provisiones, y me dijo que mantuviera al rebaño lo más arriba que pudiera y por todo el tiempo que pudiera. Eso hice. Era un lugar hermoso.
—Solitario —dijo ella.
Él asintió con una semisonrisa.
—Siempre has estado solo.
—Sí, siempre he estado solo.
Ella no dijo nada. Él la miró.
—Me gustaría trabajar aquí—dijo.
—No hay más que hablar, entonces —dijo ella. Al cabo de un rato agregó—: Por el invierno, al menos.
Esa noche caía una helada más fuerte. Su mundo estaba sumido en un perfecto silencio que sólo rompía el murmullo del fuego. El silencio era como una presencia entre los dos. Ella alzó la cabeza y lo miró.
—Y bien —dijo—, ¿en qué cama duermo, Ged? ¿En la de la niña o en la tuya?
Él respiró profundamente. Habló en voz baja.
—En la mía, si quieres.
—Sí.
El silencio lo inmovilizaba. Ella se daba cuenta del esfuerzo que hacía para escapar de ese silencio. —Si me tienes paciencia… —dijo él.
—He sido paciente contigo durante veinticinco años —dijo ella. Lo miró y se echó a reír—. Ven, ven, querido… ¡Más vale tarde que nunca! No soy más que una vieja… Nada se pierde, nada se pierde jamás. Tú me lo enseñaste. —Ella se puso de pie y él se levantó; ella extendió las manos y él se las tomó. Se rodearon con los brazos, y se estrecharon. Se abrazaron con tal intensidad, con tal cariño, que todo lo que los rodeaba desapareció. Poco importó en qué lecho hubiesen pretendido dormir. Esa noche se tendieron en las piedras que rodeaban el hogar y allí Tenar le enseñó a Ged el misterio que ni siquiera los hombres más sabios podrían enseñarle.
Él reavivó el fuego una vez y cogió la manta gruesa de la banqueta.
Tenar no se opuso esta vez. La capa de ella y la pelliza de él fueron sus cobijas.
Se despertaron al alba. Una tenue luz plateada brillaba en las ramas oscuras y semidesnudas de los robles, del otro lado de la ventana. Tenar estiró todo el cuerpo para sentir la tibieza de Ged. Al cabo de un rato murmuró: —Aquí estaba él. Merluza. Debajo de donde estamos.
Ged dejó escapar una débil protesta.
—Ahora eres un verdadero hombre —dijo ella—. Primero llenas a otro hombre de agujeros y después te acuestas con una mujer. Supongo que ése es el orden correcto.
—¡Chsss! —murmuró Ged, volviéndose hacia ella y apoyando la cabeza en su hombro—. No hables de eso.
—Sí, Ged. ¡Pobre hombre! No tengo compasión, sólo deseo que se haga justicia. No me enseñaron a sentir compasión. El amor es lo único bueno que tengo. ¡Oh, Ged, no me tengas miedo! ¡Tú eras un hombre cuando te vi por primera vez! Ni un arma ni una mujer pueden hacer de alguien un hombre, y tampoco la magia, ni hay poder alguno que lo haga, nada salvo él mismo.
Se quedaron tendidos, sumidos en la tibieza y en. un dulce silencio.
—Dime algo.
Él asintió con un murmullo, soñoliento.
—¿Cómo llegaste a oír lo que decían? Merluza y Diestro y el otro. ¿Por qué estabas allí precisamente, en ese preciso momento?
Él se apoyó en un hombro para mirarla a la cara. La serenidad y la plenitud y la ternura le daban a su rostro una expresión tan franca y vulnerable que ella sintió el impulso irrefrenable de extender la mano y tocarle la boca, allí donde lo había besado por primera vez, meses antes, y eso lo hizo abrazarla nuevamente y el diálogo no continuó con palabras.
Había que ocuparse de ciertas formalidades. La más importante era decirle a Arroyo Claro y a los demás inquilinos de la Granja de los Robles que ella había sustituido al «viejo amo» por un empleado. Lo hizo rápidamente y sin ambages. No podían hacer nada al respecto y la situación no suponía ninguna amenaza para ellos. Una viuda podía disponer de las propiedades de su esposo siempre que no hubiese un heredero o un hombre que se considerara con derechos sobre ellas. El hijo de Pedernal, el marino, era su heredero, y la viuda de Pedernal se limitaba a conservar la granja para él. Si ella moría, Arroyo Claro conservaría la granja para el heredero; si Chispa no la reclamaba nunca, pasaría a manos de un primo lejano de Pedernal que vivía en Kahedanan. De acuerdo con la costumbre de Gont, ningún hombre que viviera con la viuda, ni siquiera si se casaba con ella, podía expulsar a las dos parejas que no eran dueñas de la tierra pero que tenían derecho a seguir trabajando y recibiendo las ganancias que dejara la granja durante toda su vida; pero Tenar temía que tomasen a mal el que no le hubiese sido fiel a Pedernal, al que después de todo habían conocido por más tiempo que ella. Se tranquilizó al ver que no ponían ninguna objeción. «Halcón» se había granjeado su aceptación con sólo enterrar una horquilla. Además, era razonable que una mujer quisiese tener en casa un hombre que la protegiera. Si se acostaba con él…, y bien, la avidez de las viudas era algo proverbial. Y, después de todo, era una forastera.
La reacción de los aldeanos fue muy parecida. Unas cuantas murmuraciones y risas disimuladas, pero poco más que eso. Aparentemente, ser respetable era más fácil de lo que pensaba Musgo; o tal vez lo que sucedía era que los objetos usados tenían poco valor.
Ella se sintió tan mancillada y rebajada por su aceptación como se habría sentido por su desaprobación.
Alondra era la única que la liberaba de su humillación no dando opiniones ni definiendo lo que observaba con palabras —hombre, mujer, viuda, forastera—, sino simplemente observando, mirandolos a ella y a Halcón con interés, con curiosidad, envidia y generosidad.
Como Alondra no veía a Halcón a través de las palabras pastor, empleado, hombre de la viuda, sino que lo veía a él mismo, observaba muchas cosas que la desconcertaban. Su dignidad y su sencillez no eran más notorias que las de otros hombres que había conocido, pero tenían algo diferente; había algo imponente en él, pensaba, algo que no era su altura ni su corpulencia, naturalmente, sino su alma y su mente. Le dijo a Hiedra: —Ese hombre no ha vivido entre cabras toda la vida. Sabe más del mundo que de una granja.
—Yo diría que es un hechicero al que le echaron una maldición o que perdió sus poderes de alguna manera —dijo la bruja—. A veces sucede.
—¡Ah! —dijo Alondra.
Pero la palabra «archimago» era demasiado importante y solemne como para traerla de pompas y palacios distantes y aplicársela al hombre de ojos oscuros y cabellos canos que vivía en la Granja de los Robles, y nunca lo hizo. De haberlo hecho, nunca se habría sentido tan cómoda con él como se sentía. La sola idea de que hubiese sido un hechicero la inquietaba un poco, la palabra se interponía entre ella y el hombre, hasta que volvió a verlo. Estaba subido a uno de los viejos manzanos que había en el huerto, cortando ramas secas, y la saludó al verla entrar en la granja. El hombre le venía bien, pensó al verlo sentado allá arriba, y lo saludó con la mano y sonrió sin detenerse.
Tenar no había olvidado la pregunta que le había hecho junto al hogar, bajo la pelliza de oveja. Volvió a hacérsela pocos días o meses después; el tiempo transcurría muy dulce y serenamente en la casa de piedra, en la granja rodeada por el invierno. —Nunca me dijiste —le dijo— cómo fue que los oíste hablar en el camino.
—Creo que te lo dije. Me había apartado un poco y estaba oculto, cuando oí que unos hombres venían detrás de mí.
—¿Por qué?
—Estaba solo y sabía que andaban algunas pandillas merodeando.
—Sí, por supuesto… ¿Pero Merluza iba hablando de Therru precisamente cuando pasaron a tu lado?
—Creo que dijo «la Granja de los Robles».
—Es perfectamente posible. Pero parece tan oportuno.
Sabiendo que ella no ponía en duda sus palabras, se recostó, esperando.
—Es el tipo de cosas que les suceden a los magos —dijo ella.
—Y a los demás.
—Tal vez.
—Querida, ¿no estarás tratando de…, de convertirme en mago nuevamente?
—No. No, en absoluto. ¿Seria razonable? ¿Estarías aquí si fueras un mago?
Estaban en la vieja cama de roble, bien cubiertos con pieles de oveja y colchas de plumas, porque la habitación no tenía chimenea y esa noche caía una fuerte helada sobre la nieve.
—Pero lo que quiero saber es esto. ¿Existe algo además de lo que tú llamas poder…, algo que ya exista antes tal vez? ¿O algo que se pueda utilizar de muchas maneras, entre otras con el poder? Como esto. Ogion dijo una vez que incluso antes de recibir ningún conocimiento y ninguna instrucción para llegar a ser mago, ya lo eras. Que habías nacido siendo mago, eso dijo. Por eso me imagino que para tener poder primero hay que tener un espacio para recibir el poder. Un vacío que hay que llenar. Y cuanto más grande sea el vacío mayor es el poder que puede llenarlo. Pero si nunca se tuvo poder, o si alguien fue despojado del poder o si renunció a él… eso sigue existiendo.
—Ese vacío —dijo él.
—Vacío es sólo una manera de llamarlo. Quizá no sea la palabra adecuada.
—¿Capacidad? —dijo él y sacudió la cabeza—. Algo que es capaz de ser…, de transformarse.
—Pienso que por eso estabas en ese camino, precisamente allí y en ese momento… Porque eso es lo que te sucede. No hiciste que sucediera. No lo provocaste. No ocurrió por tu «poder». Te sucedió. Por tu… vacío.
Al cabo de un rato, él dijo: —No hay una gran diferencia entre esto y lo que me enseñaron en Roke cuando era muchacho: que la verdadera magia consiste en hacer solamente lo que se debe hacer. Pero esto iría más allá. No hacer, pero que te hagan…
—No creo que sea eso. Más bien es como aquello de lo que surge la acción justa. ¿No viniste aquí y me salvaste la vida?… ¿No le enterraste una horquilla a Merluza? Eso fue «hacer», ¡bien!, hacer lo que se debe hacer…
Él reflexionó nuevamente y al cabo le preguntó:
—¿Eso es lo que te enseñaron cuando eras Sacerdotisa de las Tumbas?
—No. —Ella se estiró un poco, contemplando la oscuridad.— A Arha le enseñaron que para ser poderosa debía oficiar sacrificios. Sacrificarse y sacrificar a otros. Era un trueque: dar para recibir. Y no podría decir que no es cierto. Pero mi alma no puede vivir en ese espacio limitado: esto por lo otro, diente por diente, muerte por vida… Hay una libertad que va más allá de eso. Más allá del castigo, de la recompensa, de la expiación…, más allá de todos los trueques y los equilibrios, allí hay libertad.
—La puerta que los separa —dijo él muy quedamente.
Esa noche Tenar tuvo un sueño. Soñó que veía la puerta de La Creación de Ea. Era un ventanuco de vidrio rugoso, empañado, grueso, que estaba en la parte baja del muro del poniente de una vieja casa empinada sobre el mar. La ventana estaba cerrada. Le nabían echado cerrojo. Quería abrirla, pero había una palabra o una clave, algo que había olvidado, una palabra, una clave, un nombre; sin eso no podía abrirla. Se puso a buscar en habitaciones de piedra cada vez más pequeñas y oscuras hasta que sintió que Ged la abrazaba, tratando de despertarla y tranquilizarla diciéndole: —No tengas miedo, mi amor, no hay nada que temer.
—¡No puedo escapar! —gritó, aferrándose a Ged.
El la consoló acariciándole los cabellos; se recostaron juntos y él musitó: —Mira.
La vieja luna había salido. Su blanco brillo sobre la nieve se reflejaba en la habitación, porque aunque hacía mucho frío, Tenar nunca cerraba los postigos. Por encima de ellos todo el aire resplandecía. Se quedaron acostados en la sombra, pero parecía que el techo no era más que un velo tendido entre ellos y los infinitos y serenos abismos de luz plateada.
Ese fue un invierno de fuertes nevadas en Gont, y un largo invierno además. La cosecha había sido buena. Había alimentos para la gente y para los animales, y era poco lo que se podía hacer fuera de comer y abrigarse.
Therru había aprendido toda La Creación de Ea. El día del Retorno del Sol recitó el Villancico y La Gesta del Joven Rey. Sabía qué hacer con la masa para pasteles, hilar en el torno y hacer jabón. Conocía el nombre de todas las plantas que asomaban entre la nieve, y sabía muchas otras cosas sobre las hierbas y las palabras que Ged había ido guardando en la memoria durante su corto aprendizaje con Ogion y sus largos años en la Escuela de Roke. Pero él no había sacado las Runas y los Libros del Saber de dónde se hallaban, sobre la repisa de la chimenea, ni le había enseñado a la niña ni una sola palabra de la Lengua de la Creación.
Ged y Tenar lo comentaron. Ella le contó que le había enseñado a Therru una sola palabra, tolk, y que no había seguido enseñándole, porque no le había parecido bien hacerlo, aunque no sabía por qué.
—Se me ocurrió que quizá fuera porque en realidad nunca llegué a hablar esa lengua, nunca la utilicé para hacer magia. Se me ocurrió que tal vez debería enseñársela a alguien que realmente dominara esa lengua.
—Ningún hombre la domina.
—Ninguna mujer la sabe hablar ni siquiera a medias.
—Lo que quise decir es que sólo los dragones la hablan como su lengua materna.
—¿La aprenden?
La pregunta lo impresionó y tardó en responderla, ciertamente recordando todo lo que le habían dicho y todo lo que sabía sobre los dragones. —No sé —dijo al cabo—. ¿Qué sabemos de ellos? ¿Enseñarán acaso como lo hacemos nosotros, de madre a hijo, de anciano a joven? ¿O son como los animales, que enseñan algunas cosas, pero que nacen sabiendo la mayoría de Tas cosas que saben? Ni siquiera eso sabemos. Pero me imagino que los dragones y su lengua son una sola cosa. Un solo ser.
—Y no hablan ninguna otra lengua.
Él asintió. —No aprenden —dijo—. Son.
Therru entró desde la cocina. Una de sus tareas era tener siempre llena la caja de leña y en eso estaba ocupada ahora, abrigada con un gabán de piel de cordero acortado y una gorra, yendo y viniendo rápidamente de la leñera a la cocina. Dejó caer su carga en la caja que había junto al rincón de la chimenea y volvió a salir.
—¿Qué canta? —preguntó Ged.
—¿Therru?
—Cuando está sola.
—Nunca canta. No puede.
—Como canta ella. «Más al oeste que el oeste…»
—¡Ah! —dijo Tenar—. ¡Esa historia! ¿Ogion nunca te habló de la Mujer de Kemay?
—No —dijo él—, cuéntame.
Ella le contó la historia mientras hilaba, y el ronroneo y el susurro del torno acompañaron el relato. Al final de la historia Tenar dijo: —Cuando el Maestro de Vientos me dijo que habían venido a Gont en busca de una mujer, pensé en ella. Pero sin duda ya debe de haber muerto. Y, de todos modos, ¿cómo podría ser archimago una pescadora que era dragón?
—Y bien, el Maestro de las Formas no dijo que una mujer de Gont llegaría a ser archimago. —Estaba remendado un par de pantalones con muchas roturas, sentado en el antepecho de la ventana para aprovechar toda la luz de ese día sombrío. Ya había pasado medio mes desde el Retorno del Sol y hacía más frío que nunca.
—¿Qué dijo, entonces?
—«Una mujer de Gont». Eso me dijiste.
—Pero ellos habían preguntado quién sería el nuevo archimago.
—Y no recibieron respuesta.
—Infinitas son las controversias de los magos —dijo Tenar con cierta sequedad.
Ged cortó el hilo con los dientes y se enrolló el resto en dos dedos.
—Aprendí a jugar un poco con las palabras, en Roke —reconoció—. Pero pienso que éste no es un juego de palabras. «Una mujer de Gont» no puede llegar a ser archimago. Ninguna mujer puede ser archimago. Destruiría lo que ha llegado a ser al convertirse en archimago. Los Magos de Roke son hombres: su poder es el poder de los hombres, sus conocimientos son conocimientos de hombres. La hombría y la magia tienen su base en una misma roca: el poder les pertenece a los hombres. Si las mujeres tuviesen poder, ¿qué serían los hombres sino mujeres que no pueden dar a luz? ¿Y qué serían las mujeres sino hombres que pueden hacerlo?
—¡Ya! —dijo Tenar; y enseguida, con un dejo socarrón—: ¿No ha habido reinas acaso? ¿No eran mujeres que tenían poder?
—Una reina es sólo un rey que es mujer —dijo Ged.
Ella lanzó una carcajada.
—Lo que quiero decir es que los hombres le dan poder. Le permiten usar su poder. Pero el poder no le pertenece, ¿no es así? No es poderosa por ser mujer, sino a pesar de serlo.
Ella asintió. Se estiró, alejándose del torno de hilar y apoyándose en el respaldo la silla. —¿Qué poder tiene una mujer, entonces? —preguntó.
—No creo que lo sepamos.
—¿Cuándo tiene poder una mujer por ser mujer? Con sus hijos, supongo. Por un tiempo…
—En su casa tal vez.
Ella recorrió toda la cocina con la mirada.
—Pero las puertas están cerradas —dijo—, las puertas están con cerrojo.
—Porque sois valiosas.
—Oh sí, somos muy valiosas. Siempre que no tengamos poder… ¡Recuerdo cuando aprendí eso por primera vez! Kossil me amenazó… a mí, la Única Sacerdotisa de las Tumbas. Y me di cuenta de que era débil. Yo tenía el rango; pero ella tenía el poder, el poder que le había dado el Dios-rey, el hombre. ¡Ah, eso me enfureció! Y me aterrorizó… Alondra y yo hablamos de eso una vez. Me dijo: «¿Por qué les temen los hombres a las mujeres?».
—Si tu fuerza depende solamente de la debilidad del otro, vives aterrorizado —dijo Ged.
—Sí; pero parecería que las mujeres le temen a su propia fuerza, que sienten miedo de ellas mismas.
—¿Les enseñan alguna vez a confiar en sí mismas? —preguntó Ged; y mientras hablaba, Therru volvió a entrar siguiendo con su tarea. Tenar y Ged se miraron.
—No —dijo ella—. No nos enseñan a confiar. —Observó cómo la niña amontonaba la leña en la caja.— Si el poder fuese tener confianza… —dijo—. Me gusta esa palabra. Si no existiesen todas esas disposiciones: uno por sobre el otro…, reyes y amos y magos y dueños… Todo parece tan superfluo. El verdadero poder, la verdadera libertad, residiría en la confianza, no en la fuerza.
—De la misma manera en que los niños confían en sus padres… —dijo él.
Se quedaron en silencio.
—Tal como son las cosas —dijo él—, hasta la confianza corrompe. Los hombres de Roke confían en sí mismos y en los demás. Su poder es puro, nada empaña su pureza y entonces creen que esa pureza es sabiduría. No conciben que puedan hacer daño.
Ella alzó los ojos para mirarlo. Nunca había hablado así de Roke, como totalmente ajeno al lugar, libre de él.
—Tal vez necesiten algunas mujeres allí para que les hagan saber que existe esa posibilidad —dijo ella, y él rió.
Ella volvió a hacer andar el torno. —Aún no entiendo por qué no puede haber mujeres archimagos si puede haber reinas.
Therru escuchaba.
—Nieve caliente, agua seca —dijo Ged, repitiendo un refrán gontés—. Los reyes reciben su poder de otros hombres. El poder de un mago es algo que le pertenece…, es él.
—Y es un poder masculino. Porque ni siquiera sabemos qué poder tiene una mujer. Muy bien. Entiendo. Pero de todos modos, ¿por qué no pueden encontrar un archimago…, un archimago hombre?
Ged examinó la costura deshilacliada de los pantalones. —Y bien —dijo—, si el Maestro de las Formas no respondió a la pregunta que le había hecho, entonces respondió a una pregunta que no le habían hecho. Posiblemente lo que tengan que hacer es preguntársela.
—¿Es una adivinanza? —preguntó Therru.
—Sí —dijo Tenar—. Pero no sabemos de qué adivinanza se trata. Sólo conocemos la respuesta. La respuesta es: una mujer de Gont.
—Hay muchas —dijo Therru después de reflexionar un poco. Aparentemente satisfecha con eso, partió a buscar otro montón de leña.
Ged la miró salir. —Todo ha cambiado —dijo—. Todo… A veces pienso, Tenar…, me pregunto si el reinado de Lebannen es sólo el comienzo. Una puerta… Y que él es el portero. Para que nadie la atraviese.
—Se ve tan joven… —dijo Tenar con ternura.
—Es tan joven como era Morred cuando se enfrentó a los Navios Negros. Tan joven como yo cuando… —Se quedó en silencio, mirando por la ventana los campos de labranza grises, congelados, más allá, de los árboles desnudos.— O tú, Tenar, en ese lugar siniestro… ¿Qué es la juventud o la edad? No sé. A veces me siento como si hubiese vivido mil años; a veces siento que mi vida ha sido como una golondrina en pleno vuelo vista a través de una grieta en un muro. He muerto y he vuelto a nacer, en la tierra yerma y aquí bajo el sol, más de una vez. Y La Creación nos dice que todos hemos regresado y regresamos siempre a la fuente y que la fuente es eterna. Sólo en la muerte la vida… Pensaba en eso cuando estaba con las cabras allá en la montaña y los días se hacían eternos y sin embargo no pasaba el tiempo antes de que llegara la noche, y otra vez la mañana… Aprendí la sabiduría de las cabras. Por eso me preguntaba: «¿Por qué Halcón, el pastor de cabras, está enfermo de dolor y de vergüenza por él? ¿De qué tengo que avergonzarme?».
—De nada —dijo Tenar—. ¡De nada, nunca!
—¡Oh, sí! —dijo Ged—. Toda la grandeza de los hombres está basada en la vergüenza, está hecha de vergüenza. Por eso, Halcón, el pastor de cabras, lloró por Ged, el archimago. Y se dedicó a cuidar las cabras, también, todo lo bien que se podía esperar de un muchacho de su edad…
Al cabo de un rato, Tenar sonrió. Un tanto tímidamente dijo: —Musgo dijo que tenías unos quince años.
—Sí, poco más o menos. Ogion me dio mi nombre en el otoño; y el verano siguiente me marché a Roke… ¿Qué era ese muchacho? Un vacío…, una libertad.
—Ged, ¿qué es Therru?
Sólo le respondió cuando ella ya pensaba que no le iba a responder, y entonces dijo: —Por ser como es…, ¿qué libertad puede tener?
—¿Nosotros somos nuestra propia libertad, entonces?
—Eso creo.
—Cuando tenías poder, parecías tener toda la libertad que puede tener un hombre. ¿Pero a qué precio? ¿Qué te liberó? Y yo…, a mí me forjaron, me moldearon como si hubiese sido de arcilla, de acuerdo con los deseos de las mujeres que servían a los Poderes Antiguos o que servían a los hombres que habían creado todos los cultos y los caminos y los lugares, ya no sé a quién. Entonces me liberé, contigo, por un instante, y con Ogion. Pero no era mi libertad. Aunque me dio la posibilidad de elegir; y elegí. Decidí moldearme como si hubiese sido de arcilla para ponerme al servicio de una granja y de un granjero y de nuestros hijos. Me convertí en una vasija. Sé qué forma tiene. Pero no conozco la arcilla. La vida bailó a través de mí. Conozco los bailes. Pero no sé quién los baila.
—Y ella —dijo Ged después de un largo silencio—, si alguna vez llega a bailar…
—Le temerán —dijo Tenar en un susurro. Entonces la niña volvió a entrar en la casa y empezaron a hablar de la masa que iba fermentando dentro de la caja colocada junto al horno. Siguieron hablando así, serena y largamente, pasando de un tema a otro, una y otra vez, durante toda la mitad de ese breve día, muchas veces, hilando y uniendo sus vidas con palabras, los años y los hechos y las ideas que no habían compartido. Luego se quedaban en silencio nuevamente, trabajando y pensando y soñando, y la niña silenciosa los acompañaba.
Así pasó el invierno, hasta que llegó la época en que las ovejas empezaron a parir y hubo mucho trabajo por un tiempo, mientras los días se iban alargando y se hacían más luminosos. Entonces llegaron las golondrinas desde las islas que había bajo el sol, en el Confín Austral, donde brilla la estrella Gobardon en la constelación del Fin; pero ése era sólo el comienzo del parloteo de las golondrinas.