La mayoría de los habitantes de Valmouth bajaron a los malecones a ver el barco de Havnor cuando se enteraron de que el rey estaba a bordo, el nuevo rey, el joven rey del que hablaban las nuevas canciones. Aún no conocían las nuevas canciones, pero conocían las antiguas, y el viejo Relli llegó con su arpa y cantó un fragmento de la Gesta de Morred, porque sin duda un rey de Terramar sería el heredero de Morred. Poco después el mismo rey subió a la cubierta, incomparablemente joven y alto y apuesto, y con él un mago de Roke, y una mujer y una niña pequeña cubiertas con viejas capas y que casi parecían mendigos, pero él las trataba como si fuesen una reina y una princesa, de modo que quizá lo fueran. —Tal vez sea su madre —dijo Shinny, tratando de ver algo por sobre las cabezas de los hombres que estaban delante de ella, y entonces su amiga Manzana le apretó el brazo y dijo con una especie de chillido susurrante—. ¡Es…, es madre!
—¿La madre de quién? —dijo Shinny, y Manzana le respondió—: Mi madre. Y ésa es Therru. —Pero no se abrió paso entre la multitud, ni siquiera cuando un oficial del barco bajó a tierra para invitar al viejo Relli a subir a bordo a tocar para el rey. Se quedó esperando con los demás. Vio al rey recibir a los notables de Valmouth y escuchó a Relli cantar para él. Lo vio despedirse de sus huéspedes, porque el barco se haría nuevamente a la mar, decía la gente, antes de que cayera la noche, y regresaría a Havnor. Tenar y Therru fueron las últimas en cruzar la pasarela. El rey las abrazó con formalidad, apoyando la mejilla en las mejillas de ellas, arrodillándose para abrazar a Therru. —¡ Ah! —dijo el gentío en el malecón. Cuando las dos bajaron por la pasarela flanqueada por barandillas, el sol se iba ocultando en medio de una bruma dorada, dejando un largo rastro dorado en la bahía. Tenar cargaba un pesado morral y un bolso; Therru llevaba la cara inclinada y cubierta por los cabellos. Levantaron la pasarela y los marineros saltaron al cordaje y los oficiales gritaron y Delfín enfiló hacia su puerto. Entonces Manzana se abrió paso entre la multitud finalmente.
—¿Cómo estás, madre? —le dijo y Tenar respondió—: ¿Cómo estás, hija? —Se besaron, y Manzana tomó a Therru en brazos y le dijo:— ¡Cómo has crecido! Estás mucho más grande que antes. Ven, ven a casa conmigo.
Pero Manzana se mostró algo reservada con su madre esa noche, en la hermosa casa de su joven esposo, el mercader. La miró varias veces con una expresión reflexiva, casi cautelosa. —Nunca le di ninguna importancia, madre, tú sabes —le dijo en la puerta del cuarto de Tenar—, a todo eso…, a la Runa de la Paz…, a que tú hubieses llevado el Anillo a Havnor. No era más que una de esas canciones. ¡Hace mil años! Pero de veras fuiste tú, ¿verdad?
—Fue una muchacha de Atuan —dijo Tenar—. Hace mil años. Creo que podría dormir por mil años ahora.
—Ve a dormir, entonces. —Manzana se volvió, luego se dio vuelta nuevamente, con la lámpara en la mano.— ¡Besarreyes! —le dijo.
—Vete, vete —dijo Tenar.
Manzana y su joven esposo consiguieron que Tenar se quedara con ellos por un par de días, pero después de eso se mostró decidida a marcharse a la granja. De modo que Manzana subió con ella y Therru a lo largo del plácido y plateado Kaheda. El verano iba dando paso al otoño. El sol aún era cálido, pero el viento era frío. Las hojas de los árboles estaban ajadas, polvorientas, y los campos estaban segados o en plena cosecha.
Manzana comentó que Therru se veía mucho más fuerte y que caminaba con aplomo.
—Ojalá la hubieses visto en Re Albi —dijo Tenar—, antes… —y se detuvo. Había decidido no inquietar a su hija con todo eso.
—¿Qué sucedió? —preguntó Manzana, tan claramente resuelta a saber lo que había sucedido que Tenar se rindió y respondió en voz baja—: Uno de ellos.
Therru caminaba unas pocas yardas más adelante, con las largas piernas asomándole por debajo del vestido que ya le quedaba corto, buscando moras entre los arbustos, sin detenerse.
—¿Su padre? —preguntó Manzana, asqueada ante la idea.
—Alondra dice que el que parecía ser su padre se hacía llamar Merluza. Éste es más joven. Es el que fue a ver a Alondra para decirle. Se llama Diestro. Estaba… merodeando por Re Albi. Y luego, por desgracia, nos cruzamos con él en el Puerto de Gont. Pero el rey lo obligó a marcharse. Y ahora estoy aquí y él está allá, y todo eso se acabó.
—Pero Therru se asustó —dijo Manzana, con un tono algo sombrío.
Tenar asintió.
—¿Pero por qué fuiste al Puerto de Gont?
—Y bien, ese hombre, Diestro, trabajaba para un hombre…, un hechicero de la casa del Señor de Re Albi, que me tomó antipatía… —Trató de acordarse del nombre común del hechicero, pero no lo consiguió; lo único que se le ocurría era Tuaho, el nombre que le daban en kargo a cierto árbol, no podía recordar cuál.
—¿Entonces?
—Y bien…, me pareció que lo mejor era simplemente regresar a casa.
—Pero ¿por qué te tomó antipatía el hechicero?
—Por ser mujer más que nada.
—Corteza de queso rancio.
—Corteza de queso fresco en este caso.
—Peor aún. Y bien, que yo sepa por aquí nadie ha visto a los padres, si se los puede llamar así. Pero si todavía andan merodeando por aquí, no me gusta que te quedes sola en casa.
Es agradable que una hija os cuide como una madre y comportarse como una hija con la propia hija. Tenar dijo con impaciencia: —¡Estaré perfectamente bien!
—Al menos podrías conseguir un perro.
—He pensado en eso. Quizás alguien de la aldea tenga un cachorro. Le preguntaremos a Alondra cuando nos detengamos a verla.
—No un cachorro, madre. Un perro.
—Pero no un perro viejo… Un perro con el que Therru pueda jugar —suplicó.
—Un cachorro amable que se acerque a los ladrones y los bese —dijo Manzana sin dejar de caminar, rolliza y de ojos grises, riéndose de su madre.
Llegaron a la aldea cerca de mediodía.
Alondra las recibió con una fiesta de abrazos, besos, preguntas y cosas para comer. El silencioso esposo de Alondra y otros aldeanos llegaron a saludar a Tenar. Sentía la alegría del regreso al hogar. Alondra y los dos menores de sus siete hijos, un niño y una niña, las acompañaron hasta la granja. Los niños conocían a Therru desde la primera vez que la había llevado a casa, por supuesto, y estaban acostumbrados a ella, aunque la separación de dos meses los hizo mostrarse tímidos al comienzo. Delante de ellos, incluso delante de Alondra, Therru se mantuvo retraída, pasiva, como en los malos tiempos.
—Está fatigada, desconcertada por todos estos ires y venires. Ya se sentirá mejor. Se ha comportado admirablemente —le dijo Tenar a Alondra, pero Manzana no le iba a permitir que dejara de lado el tema tan fácilmente.
—Uno de ellos se apareció, y aterrorizó a Therru y a madre —dijo Manzana. Y poco a poco, entre las dos, la hija y la amiga, hicieron que Tenar les contara la historia esa tarde, mientras abrían la casa fría, mal ventilada, polvorienta, la arreglaban, aireaban la ropa de cama, sacudían la cabeza al encontrar cebollas con brotes, guardaban un poco de comida en la despensa y ponían al fuego una gran marmita con sopa para la cena. Lo que llegaron a saber fue saliendo palabra a palabra. Tenar parecía no poder decirles lo que había hecho el hechicero; un maleficio, dijo vagamente, o tal vez fuera que había mandado a Diestro tras ella. Pero cuando empezó a hablar del rey, las palabras se le atrepellaron en la boca.
—Y entonces apareció él…, ¡el rey!…, como la hoja de una espada… Y Diestro se encogía y temblaba retrocediendo ante él… ¡Y yo creí que era Chispa! De veras, de veras lo creí por un momento, estaba tan…, tan fuera de mí.
—Y bueno —dijo Manzana—, está bien, porque Shinny creyó que tú eras su madre. Cuando estábamos en el malecón mirándote hacer tu entrada majestuosa. Lo besó, imagínate, Tía Alondra. Besó al rey… con toda naturalidad. Yo pensé que a continuación iba a besar al mago. Pero no lo hizo.
—Eso me imagino, ¿a quién se le ocurriría? ¿Qué mago? —preguntó Alondra, con la. cabeza metida en una alacena—. ¿Dónde está el recipiente de la harina, Goha?
—Debajo de tu mano. Un mago de Roke, venía en busca de un nuevo archimago.
—¿Aquí?
—¿Por qué no? —dijo Manzana—. El anterior era de Gont, ¿verdad? Pero no pasaron mucho tiempo buscándolo. Regresaron directamente a Havnor, una vez que se libraron de mamá.
—¡Cómo hablas!
—Dijo que andaba en busca de una mujer —les dijo Tenar—. «Una mujer de Gont.» Pero no parecía muy contento con eso.
—¿Un hechicero andaba buscando a una mujer? Y bien, eso es algo nuevo —dijo Alondra—. Pensaba que esto ya estaría agusanado, pero está perfecto. Voy a hacer una o dos tortillas, ¿os parece bien? ¿Dónde está el aceite?
—Tengo que sacar un poco del cacharro que hay en la cabana de los alimentos. ¡Oh, Shandy! ¡Eres tú! ¿Cómo estás? ¿Cómo está Arroyo Claro? ¿Cómo ha estado todo? ¿Vendisteis los carneros?
Fueron nueve los que se sentaron a cenar. Bajo la luz amarilla del atardecer, en la cocina empedrada, ante la larga mesa de la granja, Therru empezó a alzar un poco la cabeza y habló un par de veces con los otros niños; pero aún estaba recelosa y cuando oscureció más se acomodó para poder vigilar la ventana con el ojo sano.
Sólo después de que Alondra y sus hijos se hubieron marchado a la luz del crepúsculo, y mientras Manzana le cantaba a Therru para hacerla dormir y ella estaba lavando los platos con Shandy, Tenar preguntó por Ged. Por algún motivo no había querido hacerlo delante de Alondra y de Manzana; habría tenido que dar demasiadas explicaciones. Se había olvidado por completo de decirles que Ged había estado en Re Albi. Y ahora no quería volver a hablar de Re Albi. Sus pensamientos parecían ensombrecerse cuando trataba de pensar en eso.
—¿Vino aquí el mes pasado un hombre al que le dije que viniera… para ayudar en la granja?
—¡Oh, se me había borrado de la cabeza! —gritó Shandy—. Hablas de Halcón, ¿verdad?… ¿El que tiene cicatrices en la cara?
—Sí —dijo Tenar—, Halcón.
—Oh, sí, y bien, debe de estar en la Montaña de las Aguas Calientes, más arriba de Lissu, allá arriba con las ovejas, con las ovejas de Serry creo. Vino aquí y nos dijo que tú lo habías enviado y no había ni una migaja de trabajo para él, imagínate, porque Arroyo Claro y yo nos ocupábamos de las ovejas y yo ordeñaba y el viejo Tiff y Sis me ayudaban cuando lo necesitaba, y yo me devanaba los sesos pero Arroyo Claro vino y le dijo: «Ve a preguntarle al hombre de Serry, al capataz de Serry el Granjero allá arriba, cerca de Kahedanan, pregúntale si necesitan pastores en la montaña», eso le dijo y ese Halcón se marchó y eso fue lo que hizo y consiguió que lo tomaran, y ya al otro día había partido. «Ve a preguntarle al hombre de Serry», eso fue lo que le dijo Arroyo Claro, y eso fue lo que hizo y lo tomaron inmediatamente. Así que cuando llegue el otoño volverá con los rebaños, sin duda. Allá está, en Cascadas Altas, más arriba de Lissu, en las praderas de la montaña. Me parece que lo querían para las cabras. Habla bien el hombre. Ovejas o cabras, no me acuerdo. Espero que te parezca bien que no lo hayamos tomado aquí, Goha, pero es verdad que no había ni una migaja de trabajo que darle porque yo y Arroyo Claro y el viejo Tiff y Sis ya habíamos entrado el lino. Y él dijo que había sido pastor de cabras allá, de donde venía, al otro lado de la montaña, en un lugar que queda más allá de Armouth, eso dijo, aunque dijo que nunca había sido pastor de ovejas. Tal vez lo pusieron a cuidar cabras allá arriba.
—Tal vez —dijo Tenar. Se sentía muy aliviada y muy desilusionada. Lo que había querido era saber que estaba bien y que no corría peligro, pero también hubiese querido encontrarlo allí.
Pero ya era suficiente, se dijo, con estar en casa… y quizá fuera mejor que no estuviese allí, que nada de todo aquello estuviese allí, que todas las aflicciones y los sueños y los actos de hechicería y los térrores de Re Albi hubiesen quedado atrás, para siempre. Estaba allí, ahora, y ése era su hogar, esos suelos empedrados y esos muros, esos ventanucos con hojas de vidrio al otro lado de los cuales se alzaban los oscuros robles a la luz de las estrellas; esos cuartos silenciosos, ordenados. Esa noche tardó un rato en dormirse. Su hija durmió en el cuarto contiguo, el cuarto de los niños, con Therru, y Tenar durmió en su propia cama, en la cama de su esposo, sola.
Durmió. Al despertar no recordaba haber soñado.
Después de unos pocos días en la granja, casi dejó de pensar en el verano pasado en el Acantilado. Era un tiempo remoto y un lugar lejano. Aunque Shandy había insistido en que no quedaba ni una migaja de trabajo por hacer en la granja, encontró muchas cosas por hacer: todo lo que no se había hecho durante el verano y todo lo que se debía hacer durante la cosecha en los campos y en el establo. Trabajaba desde el alba hasta el anochecer y si, por casualidad, disponía de una hora para sentarse, se ponía a hilar, o a coser para Therru. Por fin terminó el vestido rojo, un bonito vestido sin duda, con un delantal blanco de adorno y uno de color naranja para todos los días. —¡Mira, estás hermosa! —dijo Tenar con orgullo de costurera cuando Therru se lo puso por primera vez. Therru dio vuelta la cara.
—Eres hermosa —dijo Tenar en otro tono—. Escúchame, Therru. Ven aquí. Tienes cicatrices, cicatrices feas, porque te hicieron algo feo, algo malvado. La gente ve las cicatrices. Pero también te ve a ti y tú no eres esas cicatrices. No eres fea. No eres malvada. Eres Therru y eres hermosa. Eres Therru, que puede trabajar y caminar y correr y bailar, hermosamente, con un vestido rojo.
La niña la escuchaba, con el lado suave y sano de la cara tan inexpresivo como el lado rígido, cubierto de cicatrices.
Therru bajó la vista para mirar las manos de Tenar y luego las tocó con sus deditos. —Es un hermoso vestido —dijo con su voz débil y ronca.
Cuando Tenar quedó a solas, mientras doblaba los restos de tela roja, sintió arder lágrimas en los ojos. Se sentía censurada. Había hecho bien en hacerle el vestido y le había dicho la verdad a la niña. Pero lo correcto y la verdad no eran suficientes. Había una hondonada, un vacío, un abismo, más allá de lo correcto y de la verdad. El amor, el amor que sentía por Therru y el que Therru sentía por ella, levantaban un puente que cruzaba la hondonada, un puente hecho de telaraña, pero el amor no la cubría ni la hacía desaparecer. Nada la cubría ni la hacía desaparecer. Y la niña lo sabía mejor que ella.
Llegó el día del equinoccio, con un brillante sol otoñal que quemaba a través de la niebla. Las primeras pinceladas color bronce cubrían las hojas de los robles. Mientras restregaba las cacerolas para la nata en el establo, con la ventana y la puerta abiertas de par en par al aire fresco, Tenar pensó que el joven rey estaba siendo coronado ese día en Hav-nor. Pensó que los señores y las damas se pasearían en sus ropajes azules y verdes y carmesíes, pero que él se vestiría de blanco. Subiría las gradas de la Torre de la Espada, las gradas por las que ella y Ged habían subido. Le ceñirían la corona de Morred. Él se volvería cuando tocaran las trompetas y se sentaría en el trono que había estado vacío por tantos años, y contemplaría su reino con esos ojos oscuros que sabían lo que era el dolor, lo que era el temor. «Reinad bien, reinad por largo tiempo —pensó—, ¡pobre muchacho!» Y pensó: «Debería haber sido Ged quien le ciñese la corona. Debería haber ido».
Pero Ged estaba pastoreando las ovejas de un hombre acaudalado, o cabras tal vez, en las altas praderas. Era un otoño agradable, seco, dorado, y no harían bajar a los rebaños hasta que nevara en las cumbres.
Cuando fue a la aldea, Tenar se preocupó especialmente de ir a la cabana de Hiedra al final de la Callejuela del Molino. El haber conocido a Musgo en Re Albi la había hecho interesarse por conocer mejor a Hiedra, siempre que alguna vez lograra que la bruja dejase de lado sus sospechas y sus celos. Aunque Alondra estaba allí, extrañaba a Musgo; había aprendido de ella y había llegado a quererla, y Musgo le había dado a ella y a Therru algo que necesitaban. Esperaba encontrar allí a alguien que la sustituyera. Pero aunque Hiedra era mucho más limpia y más digna de confianza que Musgo, no tenía la menor intención de renunciar a la antipatía que sentía por Tenar. Respondió a sus propuestas de amistad con el desprecio que, como Tenar reconocía, probablemente merecieran. —Sigue tu camino que yo seguiré el mío —le dijo la bruja con toda claridad aunque sin palabras; y Tenar obedeció, aunque siguió tratando a Hiedra con notorio respeto cuando se encontraban. La había tratado con desprecio muy a menudo y por mucho tiempo, pensó, y le debía un desagravio. La bruja, que evidentemente estaba de acuerdo, aceptó lo que se le debía con una ira inconmovible.
A mediados del otoño el brujo Haya se internó por el valle, llamado por un acaudalado granjero para que lo curara de la gota. Se quedó por un tiempo en las aldeas del Valle Central, como solía hacer, y pasó una tarde en la Granja de los Robles, observando a Therru y charlando con Tenar. Le interesaba saber todo lo que quisiera contarle de los últimos días de Ogion. Era el pupilo de un pupilo de Ogion y un devoto admirador del mago de Gont. Tenar se dio cuenta de que no le costaba tanto hablar de Ogion como de otras personas de Re Albi, y le contó todo lo que pudo. Cuando hubo terminado, él le preguntó con cierta cautela: —Y el archimago, ¿fue allí?
—Sí —dijo Tenar.
Haya, un hombre de más de cuarenta años, de tez suave y aspecto apacible, con cierta tendencia a engordar, con semicírculos oscuros bajo los ojos que no se avenían con la dulzura de su rostro, le echó una mirada y no preguntó nada.
—Llegó después de la muerte de Ogion. Y se marchó —dijo. Y luego—: Ya no es archimago. ¿Lo sabíais?
Haya asintió.
—¿Ha llegado alguna nueva sobre la elección de un nuevo archimago?
El brujo negó con la cabeza. —No hace mucho llegó un barco de las Enlades, pero sus tripulantes no hablaban sino de la coronación. ¡Era lo único que les importaba! Y parecería que todos los auspicios y los sucesos son favorables. Si la buena voluntad de los magos tiene algún valor, entonces nuestro joven rey es un hombre de fortuna… Y activo al parecer. Antes de que me marchara de Valmouth, desde el Puerto de Gont llegó por tierra la orden de que los nobles y los mercaderes y el alcalde y su concilio se reunieran y se ocuparan de que los alguaciles del distrito fueran hombres respetables y responsables, porque ahora son oficiales del rey, y deben hacer lo que él ordene y hacer cumplir sus leyes. Y bien, ¡podéis imaginaros cómo recibió eso el Señor Heno! —Heno era un famoso protector de piratas, que por largo tiempo había tenido a la mayoría de los alguaciles de tierra y de mar de Gont Sur en el bolsillo.— Pero había hombres dispuestos a enfrentarse con Heno, ahora que el rey los apoyaba. Destituyeron inmediatamente a la vieja pandilla y nombraron a quince nuevos alguaciles, hombres decentes, a quienes se les paga con los fondos de la alcaldía. Heno se enfureció y juró que los aniquilaría. ¡Es una nueva época! No surgió de un momento a otro, por supuesto, pero está comenzando. Cómo desearía que el Maestro Ogion estuviese vivo para verlo.
—Lo vio —dijo Tenar—. Poco antes de morir sonrió y dijo: «¡Todo ha cambiado…!».
Haya reaccionó con serenidad, asintiendo lentamente. —Todo ha cambiado —repitió.
Al cabo de un rato dijo: —La pequeña está muy bien.
—Bastante bien… A veces pienso que no está del todo bien.
—Señora Goha —dijo el brujo—, si yo o cualquier otro brujo u otra bruja o quizás un hechicero la hubiese tomado a su cargo y hecho uso de todo su poder de curación del Arte de la Magia para ayudarla durante todos estos meses desde que sufrió las heridas, no estaría mejor. Habéis hecho todo lo que se puede hacer, señora. Habéis hecho algo prodigioso.
Ella se conmovió ante su sincera alabanza, pero la entristeció; y le dijo por qué: —No es suficiente —dijo—. No puedo curarla. Es… ¿Qué va a hacer? ¿Qué va a ser de ella? —Se le acabó el hilo que había estado enrollando en el huso y dijo:— Tengo miedo.
—Por ella —dijo Haya, en una semipregunta.
—Tengo miedo porque su miedo atrae hacia él, hacia ella, la causa de su miedo. Tengo miedo porque…
Pero no supo cómo decirlo.
—Si vive atemorizada, hará daño —dijo finalmente—. A eso le temo.
El brujo reflexionó. —He pensado —dijo al cabo con su habitual timidez— que tal vez, si tiene el don, como creo, habría que enseñarle algo del Arte. Y como bruja su… apariencia no se volvería tanto en contra suya… posiblemente. —Carraspeó.— Hay brujas que hacen cosas muy loables —dijo.
Tenar se entrelazó una tira de la lana que había hilado entre los dedos para ver si había quedado pareja y resistente. —Ogion me dijo que le enseñara. «Enséñale todo», me dijo y después dijo: «No lo de Roke». No sé qué habrá querido decir.
A Haya no le resultó difícil comprenderlo. —Lo que quiso decir es que las enseñanzas de Roke, las Altas Artes, no eran adecuadas para una niña —le explicó—. Menos aún para una niña tan baldada. Pero si él os dijo que le enseñarais todo salvo esa ciencia, parecería que él también se dio cuenta de que su camino bien podría ser el de las brujas. —Reflexionó una vez más, más animado, por tener de su lado la autoridad de la opinión de Ogion.— En un año, o dos, cuando esté bastante fuerte y haya crecido un poco más, podríais pensar en pedirle a Hiedra que empiece a enseñarle un poco. No mucho, por supuesto, ni siquiera de ese tipo de cosas, hasta que sepa su verdadero nombre.
Tenar sintió una fuerte e inmediata resistencia ante esa sugerencia. No dijo nada, pero Haya era un hombre sensato. —Hiedra es hosca —dijo—. Pero hace con honestidad lo que sabe hacer. Lo que no se puede decir de todas las brujas. Débil como magia de mujer, ya lo sabéis, y ¡maligno como magia de mujer! Pero he conocido a brujas con verdadero poder para curar. El curar es algo propio de la mujer. Algo que le es natural. Y es posible que la niña se sienta atraída a eso… por haber sido malherida.
Su bondad era inocente, pensó Tenar.
Le agradeció, diciéndole que iba a reflexionar en lo que le había dicho. Y de veras lo hizo.
Antes de que acabara el mes, los aldeanos del Valle Central se reunieron en el Corral Redondo de Sodeva para nombrar a sus propios alguaciles y guardias y para imponerse un tributo para pagarles a los alguaciles. Ésas eran las órdenes del rey que habían recibido los alcaldes y los ancianos de las aldeas y que fueron obedecidas sin demora, porque en los caminos seguía habiendo mendigos y ladrones tenaces, y los aldeanos y los granjeros estaban ansiosos por tener orden y seguridad. Corrían algunos rumores desagradables, entre otros que el Señor Heno había organizado un Concilio de Bribones y que estaba reclutando a todos los tunantes que había en los campos para que salieran en pandillas a romperles la cabeza a los magistrados del rey; pero casi todos decían: —¡Dejadlos que lo intenten! —Y regresaban a sus casas comentando que ahora un hombre honesto podía irse a dormir seguro de noche y que el rey estaba arreglando todo lo que antes estaba mal, aunque los tributos eran disparatados y todos se arruinarían para siempre tratando de pagarlos.
Tenar se alegró cuando Alondra le contó todo eso, pero no le prestó mayor atención. Trabajaba afanosamente; y desde que había regresado a casa, casi sin darse cuenta, había resuelto no permitir que el recuerdo de Diestro y de ninguno de esos rufianes la dominara o dominara a Therru. No podía hacer que la niña se quedara con ella en todo momento, reavivando su terror, recordándole constantemente aquello que no podía recordar y seguir viviendo. La niña debía ser libre y saber que era libre, para crecer armoniosamente.
Poco a poco había ido perdiendo su actitud retraída, temerosa, y ya recorría toda la granja y los caminos apartados e incluso llegaba sola hasta la aldea. Tenar no le hacía ninguna advertencia, incluso cuando tenía que hacer un esfuerzo para evitarlo. Therru estaba a salvo en la granja, en la aldea, nadie iba a hacerle daño: eso debía ser algo incuestionable. Y en realidad Tenar no la interrogaba a menudo. Con ella y Shandy y Arroyo Claro siempre cerca, y Sis y Tiff en la casa de abajo y la familia de Alondra en toda la aldea, ¿qué daño podía sufrir la niña en el dulce otoño del Valle Central?
Tenar se había conseguido un perro, también, cuando había oído hablar de uno como el que quería: un gran perro ovejero gris de Gont, de esos con gesto astuto y pelaje rizado en la cabeza.
De tanto en tanto pensaba, como en Re Albi: «¡Debería enseñarle a la niña! Ogion me lo dijo». Pero por algún motivo lo único que al parecer le iba enseñando era a trabajar en la granja e historias, al atardecer, desde que las noches habían empezado a alargarse y habían comenzado a sentarse junto al fuego, en la cocina, después de cenar y antes de acostarse. Quizás Haya tenía razón y habría que enviar a Therru donde una bruja para que aprendiera lo que sabían las brujas. Era mejor que convertirla en aprendiza de un tejedor, como se le había ocurrido hacer a Tenar. Pero no mucho mejor. Y no había crecido bastante; y era muy ignorante para su edad, porque no le habían enseñado nada antes de que llegara a la Granja de los Robles. Había sido como un animalito que apenas sabía hablar y que no había aprendido ningún oficio como los demás seres humanos. Aprendía de prisa y era doblemente obediente y aplicada que las indisciplinadas niñas y los niños risueños y perezosos de Alondra. Era capaz de limpiar y servir a la mesa e hilar, cocinar un poco, coser un poco, cuidar las aves de corral, ir a buscar a las vacas y trabajar muy bien en el establo. Una perfecta granjerita, la llamaba el viejo Tiff, lisonjeándola un poco. Tenar también lo había visto hacer el gesto para conjurar el mal, subrepticiamente, cuando Therru pasaba a su lado. Como la mayoría de la gente, Tiff creía que uno es aquello que le sucede. Los ricos y los poderosos sin duda eran virtuosos; una víctima del mal tenía que ser mala y se la podía castigar con razón.
En ese caso, no habría servido de mucho que Therru se hubiese convertido en la mejor granjerita de Gont. Ni siquiera la prosperidad mitigaría el estigma patente de lo que le habían hecho. De modo que a Haya se le había ocurrido que fuera una bruja, que aceptara y aprovechara ese estigma. ¿Era eso lo que quería decir Ogion cuando había dicho «No lo de Roke»?… Cuando había dicho «Le temerán»? ¿Era eso solamente?
Un día, cuando un calculado azar las hizo encentrarse en la calle de la aldea, Tenar le dijo a Hiedra: —Hay algo que quiero preguntaros, señora Hiedra. Algo relacionado con su oficio.
La bruja la miró. Tenía una mirada severísima.
—¿Con mi oficio? Tenar asintió, resuelta.
—Venid entonces —le dijo, encogiéndose de hombros y adelantándosele por la Callejuela del Molino rumbo a su cabaña.
No era una cueva infame y llena de pollos, como la casa de Musgo, pero era la casa de una bruja, las vigas estaban cubiertas de hierbas secas y puestas a secar, el fuego ardía bajo un montículo de ceniza gris con un carbón minúsculo que parpadeaba como un ojo rojo, un gato ágil, gordo y negro de bigotes blancos dormía sobre un estante, y por doquier había una profusión de cajitas, tiestos, jarras, bandejas y botellas tapadas, todo lleno de aromas, agrios o dulces o extraños.
—¿Qué puedo hacer por vos, señora Goha? —le preguntó Hiedra, muy secamente, una vez que entraron.
—Decidme, si queréis, si Therru, mi pupila, tiene algún don para vuestro arte… Si tiene algo de poder.
—¿Ella? ¡Por supuesto! —dijo la bruja.
Tenar se sintió algo intimidada por la rápida y despectiva respuesta. —Y bien —dijo—. Al parecer, eso pensaba Haya.
—Un murciélago ciego dentro de una cueva sería capaz de verlo —dijo Hiedra—. ¿Eso es todo?
—No. Deseo pediros un consejo. Cuando os haya preguntado, me podréis decir cuál es el precio de la respuesta. ¿Está bien?
—Está bien.
—¿Debería hacer que Therru aprendiera el oficio de bruja cuando sea un poco mayor?
Hiedra se quedó en silencio por un minuto, calculando cuánto cobrar, pensó Tenar. En lugar de decirle cuánto cobraría, respondió la pregunta:
—Yo no la aceptaría —le dijo.
—¿Porqué?
—Tendría miedo —respondió la bruja, mirando súbitamente a Tenar con ojos furibundos.
—¿Miedo? ¿De qué?
—De ella. ¿Qué es?
—Una niña. ¡Una niña de la que han abusado!
—Eso no es todo.
Una cólera maligna se apoderó de Tenar y le dijo: —¿Una aprendiza de bruja debe ser virgen, entonces?
Hiedra la miró fijamente. Al cabo de un instante dijo: —No fue eso lo que quise decir.
—¿Qué quisisteis decir?
—Lo que quiero decir es que no sé qué es. Lo que quiero decir es que cuando me mira con el ojo sano y con el ojo ciego no sé qué ve. Veo que vais por todas partes con ella como si fuese una niña como las demás y me pregunto: «¿Qué son?». «¿Qué fortaleza tiene esa mujer, porque no es insensata, para coger a una llama de la mano, para hilar un remolino de viento?». Dicen, señora, que cuando erais niña vivisteis con los Arcanos, las Potestades Tenebrosas, los Poderes Subterráneos, y que fuisteis reina y sirvienta de esos poderes. Quizá por eso no le temáis a esa niña. No digo, no sé qué poder tiene. Pero no podría enseñarle, lo sé… ¡Ni Haya ni ningún otro brujo o hechicero que conozca! Os daré un consejo, señora, sin cobraros nada. Éste es el consejo: ¡Cuidaos! ¡Cuidaos de ella cuando descubra su fuerza! Eso es todo.
—Os agradezco, señora Hiedra —dijo Tenar con toda la formalidad de la Sacerdotisa de las Tumbas de Atuan, y salió del cuarto cálido al débil y penetrante viento de fines del otoño.
Aún se sentía furiosa. Nadie le ayudaría, pensó. Sabía que ella no podía hacerlo, no tenían que decírselo… pero nadie le ayudaría. Ogion había muerto y la vieja Musgo desvariaba, Hiedra le advertía, Haya se mantenía alejado y Ged —el único que realmente podría haberle ayudado—, Ged había huido. Había huido como un perro apaleado y nunca le había mandado una señal ni un mensaje, nunca pensaba en ella ni en Therru, sólo pensaba en su propia y preciada humillación. La humillación era su criatura, su recién nacido. Era lo único que le importaba. Nunca se había preocupado por ella ni había pensado en ella, sólo le importaba el poder… El poder de ella, el poder de él, cómo podía usarlo, cómo podía aprovechar ese poder para acrecentarlo. Unir el Anillo roto, rehacer la Runa, poner a un rey en el trono. Y después de perder su poder, seguía siendo lo único en que podía pensar: en que se había agotado, había desaparecido, dejándole solamente su ser, su humillación, su vacío.
—No estás siendo justa —le dijo Goha a Tenar.
—¡Justa! —dijo Tenar—. ¿Acaso él se comportó como debía?
—Sí —dijo Goha—. Se comportó como debía. O trató de hacerlo.
—Y bien, entonces, se puede comportar como debe con las cabras que está pastoreando: no me importa en absoluto —dijo Tenar caminando dificultosamente hacia su casa en medio del viento, bajo las primeras gotas de lluvia fina y fría.
—Tal vez nieve esta noche —dijo Tiff, su inquilino, al cruzarse con ella en el camino, junto a las praderas del Kaheda.
—¿Tan pronto? Espero que no.
—Va a helar en todo caso, sin duda.
Y la helada comenzó a caer al ponerse el sol: los charcos que había dejado la lluvia y los canales de riego se cubrieron con una delgada capa de hielo y luego se opacaron; los juncos de las orillas del Kaheda quedaron inmóviles, atrapados por el hielo; el mismo viento se detuvo como si estuviese congelado, sin poder moverse.
Junto al fuego —un fuego más aromático que el de Hiedra, porque los leños provenían de un viejo manzano que habían cortado en el huerto la primavera pasada—, Tenar y Therru se sentaron a hilar y charlar después de sacar los platos de la cena.
—Cuenta la historia de los fantasmas de gatos —dijo Therru con su voz áspera mientras empezaba a hacer girar la rueca para hilar un montón de lana de cabra oscura y sedosa.
—Ésa es una historia para el verano.
Therru alzó la cabeza.
—En invierno hay que contar historias importantes. En el invierno se aprende La Creación de Éa, para cantarla en la Larga Danza cuando llegue el verano. En el invierno se aprende el Villancico y la Gesta del Joven Rey, y en la Festividad del Regreso del Sol, cuando el sol gira hacia el norte para que llegue la primavera, entonces se puede cantar todo eso.
—Yo no puedo cantar —dijo la niña en un susurro.
Tenar iba haciendo un ovillo con la lana hilada que iba sacando de la rueca, con movimientos hábiles y rítmicos.
—No sólo la voz canta —dijo—. La mente canta. La voz más hermosa del mundo no sirve de nada si no se conocen las canciones. —Desató el último trozo de lana, el primero que había sido hilado.— Tienes fuerza, Therru, y la fuerza acompañada de ignorancia es peligrosa.
—Como los que no querían aprender —dijo Therru—. Los salvajes. —Tenar no sabía qué quería decir y la pregunta se le reflejó en la cara.— Los que se quedaron en el oeste —dijo Therru.
—¡Ah!, los dragones de la canción de la Mujer de Kemay. Sí. Exactamente. Por eso… ¿por cuál empezamos?, ¿por cómo sacaron las islas del océano o por cómo el Rey Morred hizo retroceder a los Navios Negros?
—Las islas —musitó Therru. Tenar habría preferido que eligiese la Gesta del Joven Rey, porque el rostro de Lebannen le hacía pensar en Morred; pero la elección de la niña había sido correcta. —Muy bien —dijo. Alzó los ojos para mirar los grandes libros del Saber de Ogion que estaban sobre la repisa de la chimenea, asegurándole que si se olvidaba de algo, podría encontrar las palabras allí; y respiró; y comenzó.
Cuando llegó la hora de que se fuera a acostar, Therru ya sabía cómo Segoy había sacado las primeras islas de los abismos del Tiempo. En lugar de cantarle, Tenar se sentó en la cama después de arroparla y juntas recitaron, lentamente, la primera estrofa de la canción de La Creación.
Tenar llevó de vuelta a la cocina la pequeña lámpara de aceite, escuchando el silencio absoluto. La helada había ceñido al mundo, lo había encerrado. No se veía una sola estrella. La negrura se apretujaba contra la única ventana de la cocina. El frío cubría el piso empedrado.
Regresó junto al fuego, porque aún no tenía sueño. Las grandiosas palabras de la canción la habían conmovido, y aún sentía la cólera y la inquietud que le había provocado su charla con Hiedra. Cogió el atizador para avivar la llamita que ardía en el leño de soporte. Cuando golpeó el leño, el sonido despertó un eco en el fondo de la casa.
Se enderezó y se quedó de pie, escuchando.
Otra vez: un ruido o un golpe, apagado, sordo, fuera de la casa, ¿contra la ventana del establo?
Sosteniendo el atizador en la mano, Tenar atravesó el oscuro pasillo hasta llegar a la puerta que daba a la bodega. El establo estaba del otro lado de la bodega. La casa estaba apegada a una pequeña colina y esos dos cuartos se internaban en la colina como si fuesen sótanos, aunque estaban al mismo nivel que el resto de la casa. La bodega sólo tenía respiraderos; el otro cuarto tenía una puerta y una ventana, baja y ancha como la ventana de la cocina, en uno de sus muros exteriores. Desde la puerta de la bodega, Tenar oyó que alguien forzaba o trataba de abrir con una palanca esa ventana, y voces de hombres que hablaban en voz baja.
Pedernal había sido un dueño de casa metódico. Todas las puertas de la casa salvo una tenían un cerrojo a cada lado, un sólido trozo de hierro forjado que se apoyaba en una corredera. Todos estaban siempre limpios y aceitados; ninguno de ellos se cerraba jamás.
Le echó el cerrojo a la puerta de la bodega. Se deslizó sin hacer ruido, entrando perfectamente en la pesada ranura de hierro de la batiente.
Oyó que alguien abría la puerta exterior del establo. A uno de ellos se le había ocurrido finalmente empujarla, antes de romper la ventana, y había descubierto que no estaba cerrada. Una vez más oyó hablar entre dientes. Luego silencio, un silencio tan largo que sintió el latido del corazón retumbán-dole en los oídos con tanta fuerza que temió no poder escuchar nada más. Sintió que las piernas no dejaban de temblarle, y sintió que el frío del suelo se le deslizaba por debajo de la falda como una mano.
—Está abierta —musitó una voz de hombre cerca de ella y el corazón le dio un vuelco doloroso. Apoyó la mano en el cerrojo, creyendo que estaba abierto… Lo había descorrido en lugar de cerrarlo. Casi había vuelto a cerrarlo cuando oyó crujir la puerta que había entre la bodega y el establo. Conocía el crujido de la bisagra de arriba. También conocía la voz del que había hablado, pero de otra manera—. Es una bodega —dijo Diestro y luego, cuando la puerta en^que estaba apoyado golpeteó contra el cerrojo—: Ésta está cerrada. —Volvió a golpetear. Un tenue rayo de luz, como la hoja de un cuchillo, revoloteó entre la puerta y la jamba. Le dio en el pecho y ella retrocedió como si la hubiese cortado.
La puerta golpeteó una vez más, pero no mucho. Era sólida, estaba bien sujeta por las bisagras y el cerrojo era resistente.
Los hombres hablaban en voz baja al otro lado de la puerta. Sabía que planeaban ir hasta el otro extremo de la casa e intentarlo nuevamente en la puerta de entrada. De pronto se encontró junto a esa.puerta, echando el cerrojo, sin saber cómo había llegado allí. Quizás era una pesadilla. Ya había soñado eso, que trataban de entrar a la casa, que metían a la fuerza delgados cuchillos en las rendijas de las puertas. Las puertas…, ¿había otra puerta por donde pudiesen entrar? Las ventanas…, los postigos de las ventanas de los cuartos… Le costaba tanto respirar que pensó que no podría llegar al cuarto de Therru, pero allí estaba, cubrió el vidrio con los pesados postigos de madera. Las bisagras estaban trabadas e hicieron ruido al abrirse. Ahora ya sabían. Se acercaban. Irían a la ventana del cuarto contiguo, su cuarto. Llegarían allí antes de que alcanzara a cerrar los postigos. Y allí estaban.
Vio los rostros, manchas borrosas que se movían en la oscuridad, afuera, mientras trataba de quitarle el pestillo al postigo de la izquierda. Estaba trabado. No podía moverlo. Una mano tocó el vidrio, aplastándose blanca contra él.
—Allí está.
—Déjanos entrar. No te haremos daño.
—Sólo queremos hablar contigo.
—Sólo quiere ver a su niña.
Soltó el postigo y tiró de él con esfuerzo hasta cubrir la ventana. Pero si rompían el vidrio podrían empujar los postigos y abrirlos desde afuera. El pestillo no era más que un gancho que se zafaría de la madera si lo forzaban.
—Déjanos entrar y no te haremos daño —dijo una de las voces.
Oyó sus pasos en la tierra helada, haciendo crujir las hojas caídas. ¿Therru estaba despierta? El golpe de los postigos al cerrarse podría haberla despertado, pero ella no había hecho ruido. Tenar se quedó en la puerta entre su cuarto y el de Therru. Estaba oscuro como boca de lobo, silencioso. Tenía miedo de tocar a la niña y despertarla. Tenía que quedarse en el cuarto con ella. Tenía que defenderla. Había tenido el atizador en la mano, ¿dónde lo había dejado? Lo había soltado para cerrar los postigos. No podía encontrarlo. Buscó a tientas en la negrura de ese cuarto que parecía no tener muros.
La puerta de entrada, que comunicaaba con la cocina, crujió como si trataran de arrancarla del marco.
Si encontraba el atizador se quedaría allí, lucharía con ellos.
—¡Aquí! —gritó uno de ellos y Tenar comprendió qué había encontrado. El hombre observaba la ventana de la cocina, ancha, sin postigos, accesible.
Se acercó a la puerta del cuarto, aparentemente muy despacio, a tientas. Ahora estaba en el cuarto de Therru. Había sido la habitación de sus hijos. El cuarto de los niños. Por eso no tenía cerrojo por el lado de adentro. Para que los niños no lo cerraran y se alarmaran si el cerrojo se trababa.
Al otro lado de la colina, más allá del huerto, Arroyo Claro y Shandy estarían durmiendo en su cabana. Si les gritaba, quizá Shandy la oiría. Si abría la ventana de la habitación y gritaba… o si despertaba a Therru y salían por la ventana y atravesaban corriendo el huerto… Pero los hombres estaban allí, allí mismo, esperando.
Era más de lo que podía soportar. El terror paralizante que la había inmovilizado se disipó y corrió furiosa a la cocina, que le parecía ser una sola luz incandescente, cogió el largo y afilado cuchillo de cocina del tajo, abrió el cerrojo de golpe y se quedó de pie en la puerta. —¡Entrad ahora! —dijo.
Mientras lo decía oyó un alarido y un profundo jadeo, y un hombre gritó: —¡Cuidado! —Y otro chilló:— ¡Aquí! ¡Aquí!
Luego silencio.
La luz que se escapaba por la puerta abierta brillaba en el hielo negro de las pozas, resplandecía en las ramas negras de los robles y en las hojas de plata caídas, y cuando sus ojos pudieron distinguir con más claridad vio que algo se arrastraba hacia ella por el sendero, una masa negra o un bulto oscuro se arrastraba hacia ella, con un gemido penetrante, sollozante. Detrás de la luz vio una silueta negra que se echaba a correr, moviéndose como una flecha, y vio el brillo de cuchillas negras.
—¡Tenar!
—Detente —dijo ella, alzando el cuchillo.
—¡Tenar! ¡Soy yo…, Halcón, Gavilán!
—Quédate allí—dijo ella.
La silueta negra que se había movido rápidamente se quedó quieta junto a la masa negra tumbada en el sendero. La luz que salía por la puerta se reflejó tenuemente en un cuerpo, un rostro, una horquilla de dientes largos con la punta hacia arriba, como la vara de un hechicero, pensó. —¿Eres tú? —dijo.
Estaba arrodillado junto a la cosa negra que había en el sendero.
—Creo que lo maté —dijo. Miró por sobre el hombro, se puso en pie. No quedaban rastros de los otros hombres.
—¿Dónde están?
—Huyeron. Ayúdame, Tenar.
Tomó el cuchillo en una mano. Con la otra cogió el brazo del hombre que yacía ovillado en el sendero. Ged lo tomó por debajo del hombro y, arrastrándolo, lo colocaron sobre el peldaño y lo entraron en la casa. Estaba tumbado en el piso empedrado de la cocina, y del pecho y el vientre le brotaba la sangre como agua de una jarra. Tenía arriscado el labio superior y sólo se le veía el blanco de los ojos.
—Échale cerrojo a la puerta —dijo Ged, y ella corrió el cerrojo.
—Ropa blanca en el armario —dijo ella, y él sacó una sábana y la rasgó para hacer vendas con las que ella rodeó una y otra vez el vientre y el pecho del hombre, en los que se habían enterrado profundamente tres de los cuatro dientes de la horquilla, abriendo tres agujeros dentados por los que se escapaba y salía a chorros la sangre mientras Ged sujetaba el torso del hombre para que ella pudiera vendarlo.
—¿Qué haces aquí? ¿Viniste con ellos?
—Sí. Pero no lo sabían. Eso es todo lo que puedes hacer, Tenar. —Dejó que el cuerpo del hombre se doblara y se echó hacia atrás, jadeando, secándose la cara con el dorso de la mano ensangrentada.— Creo que lo maté —dijo nuevamente.
—Quizá lo hiciste. —Tenar miró las brillantes manchas rojas que iban extendiéndose lentamente en el grueso trozo de lino que rodeaba el pecho delgado y velludo y el vientre del hombre. Se puso de pie y se tambaleó, muy mareada.— Acércate al fuego —dijo—. Debes de estar muriéndote.
Ella no sabía cómo lo había reconocido en la oscuridad del exterior. Posiblemente por su voz. Llevaba un grueso gabán para pastorear en invierno, hecho con un trozo de vellón con el cuero por fuera, y una gorra de lana para pastorear bien encasquetada; tenía el rostro ajado y curtido por la intemperie, los cabellos largos y color acero. Olía a humo de maderos, y a helada y a ovejas. Tiritaba, todo el cuerpo le temblaba. —Acércate al fuego —le dijo ella nuevamente—. Échale leños.
Él le obedeció. Tenar llenó la tetera y la dejó balanceándose en su asa de hierro sobre las llamas.
Tenía la falda manchada de sangre y cogió un trozo de lino empapado en agua fría para limpiarla. Le pasó el trapo a Ged para que se quitara la sangre de las manos. —¿Qué quieres decir —le preguntó— con eso de que viniste con ellos pero que no lo sabían?
—Venía bajando. De la montaña. Por el camino que baja de los manantiales del Kaheda. —Hablaba en un tono apagado, como sin aliento, y los escalofríos lo hacían farfullar.— Oí a unos hombres que venían más atrás y me hice a un lado. Me interné en el bosque. No quería hablar. No sé. Tenían algo. Me daban miedo.
Ella sacudió la cabeza con impaciencia y se sentó al otro lado del hogar, frente a él, inclinándose para escuchar, con las manos empuñadas en el regazo. Sentía el frío de la falda húmeda en las piernas.
—Oí que uno de ellos decía «la Granja de los Robles» al pasar. Después de eso los seguí. Uno de ellos no dejaba de hablar. De la niña.
—¿Qué dijo?
Él se quedó en silencio. Al cabo dijo: —Que la iba a recuperar. A castigarla, dijo. Y que se iba a vengar de ti. Por haberla robado, dijo. Dijo… —Se detuvo.
—Que me iba a castigar también.
—Todos hablaban. De… de eso.
—Ése no es Diestro. —Señaló con la cabeza al hombre tendido en el suelo.— Es el…
—Dijo que la niña le pertenecía. —Ged también miró al hombre y volvió a mirar el fuego.— Está agonizando. Deberíamos ir a pedir ayuda.
—No se va a morir —dijo Tenar—. En la mañana mandaré a llamar a Hiedra. Los demás están allá afuera todavía…, ¿cuántos son?
—Dos.
—Me da igual que se muera o siga vivo. Ninguno de los dos va a salir de aquí. —Se puso en pie de un salto, en un espasmo de miedo.— ¿Entraste la horquilla, Ged?
Él le mostró la horquilla apoyada en la pared junto a la puerta, con los cuatro dientes relucientes.
Ella se sentó nuevamente en la solera del hogar, pero ahora se sacudía, temblaba de pies a cabeza, como había hecho él antes. Él se estiró por sobre el hogar para tocarle el brazo. —¡No te preocupes! —dijo.
—¿Y si todavía están allá afuera?
—Huyeron.
—Podrían regresar.
—¿Dos contra dos? Y tenemos la horquilla.
Ella bajó la voz para decir en un susurro, aterrorizada: —La podadera y las guadañas están en el colgadero del granero.
Él sacudió la cabeza. —Huyeron. Os vieron… a él… y a ti en la puerta.
—¿Qué hiciste?
—El me atacó. Así que lo ataqué.
—Antes, quiero decir. En el camino.
—Les dio frío, mientras caminaban. Empezó a llover y les dio frío, y empezaron a hablar de venir aquí. Antes de eso era uno solo el que hablaba de la niña y de ti, de enseñarles, de darles un escarmiento… —Se quedó sin voz.— Tengo sed —dijo.
—Yo también. La tetera no está hirviendo todavía. Sigue.
Tomó aliento y trató de contar la historia con coherencia. —Los otros dos no le prestaban mucha atención. Posiblemente ya habían oído todo eso antes. Tenían prisa. Querían llegar a Valmouth. Como si alguien los persiguiera. Como si hubiesen ido huyendo. Pero empezó a hacer frío y él siguió hablando de la Granja de los Robles, y el de la gorra dijo: «Y bien, ¿por qué no vamos allá y pasamos la noche con…?».
—Con la viuda, ¿verdad?
Ged se cubrió la cara con las manos. Ella esperó.
Él contempló el fuego y siguió hablando resueltamente. —Entonces los perdí de vista por un rato. El camino se internó en el valle y no pude seguir por donde venía, por el bosque, poco más atrás que ellos. Tuve que apartarme, ir por los sembrados, por donde no pudieran verme. No conozco estos lugares, sólo el camino. Tenía miedo de perderme, de no ver la casa si tomaba un atajo por los sembrados. Y estaba oscureciendo. Pensé que no había visto la casa, que había pasado rápidamente por un costado. Regresé al camino y casi me crucé con ellos… en ese recodo. Habían visto pasar al viejo. Decidieron esperar hasta que oscureciera y estaban seguros de que nadie más iba a venir. Esperaron en el granero. Me quedé afuera. La pared era lo único que me separaba de ellos.
—Debes de estar congelado —dijo Tenar con voz apagada.
—Hacía frío. —Acercó las manos al fuego como si el solo recuerdo lo hubiese hecho sentir frío nuevamente.— Encontré la horquilla al lado de la puerta del colgadero. Cuando salieron se fueron hacia el fondo de la casa. Podría haber venido hasta la puerta de entrada para advertirte, eso es lo que debería haber hecho, pero en lo único que pensaba era en cogerlos desprevenidos…, sentía que ésa era mi única ventaja, el sorprenderlos… Pensé que la casa estaría cerrada con cerrojos y que tendrían que entrar por la fuerza. Pero entonces los oí entrar, por el fondo, por allí. Entré… al establo…, detrás de ellos. Acababa de salir cuando se acercaron a la puerta que estaba cerrada con cerrojo. —Lanzó una especie de carcajada.— Pasaron a mi lado en la oscuridad. Podría haberles hecho una zancadilla… Uno de ellos tenía un pedernal y un eslabón, quemaba un poco de yesca cuando querían echarle una mirada a un cerrojo. Vinieron hasta la entrada de la casa. Te oí cerrar los postigos; sabía que los habías oído. Dijeron que iban a romper la ventana en la que te habían visto. Entonces el de la gorra vio la ventana…, la ventana… —Señaló con la cabeza la ventana de la cocina con el alto y ancho antepecho en el interior.— Dijo: «Traéme una piedra, la voy a hacer añicos», y los otros se le acercaron y estaban a punto de alzarlo hasta el antepecho. Así que lancé un grito y se dejó caer, y uno de ellos, éste, se abalanzó sobre mí.
—¡Ah, ah! —dijo resollando el hombre tumbado en el suelo, como si estuviese relatando la historia de Ged. Ged se levantó y se inclinó sobre el hombre.
—Creo que está agonizando.
—No, no está agonizando —dijo Tenar. No podía dejar de tiritar del todo, pero lo que tenía ahora era sólo un temblor interno. La tetera silbaba. Hizo un pote de té y apoyó las manos en la gruesa cerámica del pote mientras se hacía la infusión. Sirvió dos tazones y luego un tercero, en el que puso un poco de agua fría—. Está muy caliente —le dijo a Ged—, espera un minuto antes de beberlo. Voy a ver si puede tragarlo. —Se sentó en el suelo junto a la cabeza del hombre, lo apoyó en un brazo, le acercó el tazón de té tibio a la boca, le separó los dientes con el borde del tazón. El líquido caliente le entró en la boca; lo tragó.— No se va a morir —dijo ella—. El suelo está frío como el hielo. Ayúdame a acercarlo al fuego.
Ged se acercó a coger la manta que había en el banco apoyado a lo largo del muro que separaba la chimenea del pasillo. —No uses eso, es un buen tejido —dijo Tenar y fue hasta el armario, y sacó una gastada manta de fieltro que extendió para hacerle una cama al hombre. Arrastraron el cuerpo inerte hasta dejarlo sobre la manta, lo cubrieron con los bordes plegados. Las húmedas manchas rojas que cubrían las vendas no se habían extendido.
Tenar se puso de pie y se quedó inmóvil.
—Therru —dijo.
Ged miró en torno, pero la niña no estaba allí. Tenar salió precipitadamente del cuarto.
El cuarto de los niños, el cuarto de la niña, estaba perfectamente a oscuras y silencioso. Se acercó a tientas a la cama y apoyó la mano en la curva cálida de la manta sobre el hombro de Therru.
—¿Therru?
La niña respiraba serenamente. No se había despertado. Tenar alcanzaba a sentir el calor de su cuerpo, como un resplandor en el cuarto frío.
Al salir, pasó la mano por sobre el baúl y rozó un metal frío: el atizador que había dejado allí al cerrar los postigos. Lo llevó de vuelta a la cocina, pasó por encima del cuerpo del hombre y colgó el atizador en su gancho soore la chimenea. Se quedó contemplando el fuego.
—No podía hacer nada —dijo—. ¿Qué debería haber hecho? Huir… inmediatamente…, gritar y correr hasta la casa de Arroyo Claro y Shandy. No habrían tenido tiempo para hacerle daño a Therru.
—Habrían estado dentro de la casa con ella y tú habrías estado afuera, con los dos viejos. O podrían haberla cogido y haberse marchado con ella. Hiciste lo que pudiste. Hiciste lo que había que hacer. En el momento preciso. La luz de la casa y tú saliendo con el cuchillo y yo allí… Alcanzaron a ver la horquilla en ese momento… y al hombre caído. Por eso echaron a correr.
—Los que pudieron —dijo Tenar. Se volvió y movió un poco la pierna del hombre con la punta del zapato, como si fuese un objeto por el que sentía cierta curiosidad, cierta repugnancia, como una víbora muerta—. Tú hiciste lo que había que hacer —dijo.
—No creo que la haya alcanzado a ver. Tropezó de frente con ella. Fue como… —No dijo cómo había sido. Dijo:— Bébete el té. —Y se sirvió más del pote apoyado sobre los ladrillos del hogar para que no se enfriara.— Está bueno. Siéntate —dijo él, y ella se sentó.
—Cuando era niño —dijo al cabo de un rato— los kargos atacaron mi aldea. Llevaban lanzas… largas, con plumas atadas a la empuñadura…
Ella asintió. —Guerreros de los Hermanos de Dios —dijo.
—Urdí un conjuro tramanieblas. Para confundirlos. Pero algunos de ellos siguieron avanzando. Vi a uno de ellos darse de bruces con una horquilla…, como éste. Sólo que en ese caso lo traspasó de lado a lado. Debajo de la cintura.
—Chocaste con una costilla —dijo Tenar.
Él asintió.
—Fue el único error que cometiste —dijo ella. Ahora le castañeteaban los dientes. Bebió del té—. Ged —dijo—, ¿y si regresan?
—No van a regresar.
—Podrían prenderle fuego a la casa.
—¿A esta casa? —Miró las paredes de piedra que los rodeaban.
—El henil…
—No van a regresar —dijo él obstinadamente.
—No.
Sujetaban los tazones con cuidado, calentándose las manos con ellos.
—Therru no se despertó en ningún momento.
—Menos mal.
—Pero lo verá… aquí… por la mañana. Se miraron fijamente.
—¡Si lo hubiese matado…, si hubiera muerto! —dijo Ged, furioso—. Podría sacarlo de aquí y enterrarlo.
—Hazlo.
Él sólo sacudió la cabeza con enojo.
—¿Qué importa, por qué, por qué no podemos hacerlo? —preguntó Tenar en tono insistente.
—No lo sé.
—Apenas empiece a clarear…
—Lo sacaré de la casa. Una carretilla. El viejo puede ayudarme.
—Ya no puede cargar nada. Yo te ayudaré.
—Como pueda, lo voy a llevar a la aldea en una carretilla. ¿Hay algún tipo de curandero allí?
—Una bruja, Hiedra.
De pronto Tenar se sintió profunda, infinitamente agotada. Apenas podía sostener el tazón en la mano.
—Hay más té —dijo con dificultad.
Él se sirvió otro tazón.
El fuego le bailaba a Tenar ante los ojos. Las llamas flotaban, ardían, se hundían, volvían a resplandecer contra las piedras tiznadas, contra el cielo oscuro, los remolinos de la noche, los abismos de aire y de luz allende el mundo. Llamas amarillas, anaranjadas, rojo anaranjadas, rojas lenguas de fuego, llamaradas, las palabras que no podía pronunciar.
—Tenar.
—Nosotros le decimos Tehanu a esa estrella —dijo ella.
—Tenar, querida. Ven. Ven conmigo…
No estaban junto al fuego. Estaban en medio de la oscuridad…, en el oscuro corredor. El oscuro pasadizo. Ya habían estado allí antes, turnándose para guiar, turnándose para seguir al otro, en la oscuridad subterránea.
—Por aquí —dijo ella.