6. Las cosas empeoran

Había transcurrido mucho más de un mes desde el solsticio, pero los atardeceres seguían siendo largos en el Acantilado que daba al poniente. Therru había regresado tarde, después de pasar todo el día buscando hierbas con Tía Musgo, demasiado cansada para comer. Tenar la acostó y se sentó a su lado, cantándole. Cuando la niña estaba muy cansada no conseguía dormirse, sino que se acurrucaba en el lecho como un animal paralizado, contemplando alucinaciones hasta quedar sumida en una pesadilla, ni dormida ni despierta, y distante. Tenar había descubierto que podía evitar que eso ocurriera si la abrazaba y le cantaba hasta hacerla dormir. Cuando agotaba todas las canciones que había aprendido cuando era la esposa de un granjero en el Valle Central, cantaba interminables canciones kargas que había aprendido cuando era una niña sacerdotisa en las Tumbas de Atuan, arrullando a Therru con el zumbante y dulce plañido de las ofrendas a los Poderes Sin Nombre y al Trono Vacío que ahora cubrían el polvo y los escombros del terremoto. Sentía que el único poder de esas canciones eran el canto mismo; y le gustaba cantar en su lengua, aunque no conocía las canciones que una madre le cantaría a un niño en Atuan, las canciones que su madre le había cantado.

Al cabo Therru se quedó profundamente dormida. Tenar la hizo pasar suavemente de su regazo a la cama y esperó un instante para estar segura de que seguía durmiendo. Luego, después de mirar rápidamente en torno para asegurarse de que estaba a solas, con una prisa casi culpable pero con un ceremonioso deleite, con gran placer, apoyó la mano delgada y blanca en el costado de la cara de la niña en el que las llamas habían devorado el ojo y la mejilla, dejando una cicatriz laminada y al descubierto. Todo eso desapareció al rozarlo. Vio la carne intacta, el rostro redondeado, suave y dormido de una niña. Era como si su contacto hubiera hecho renacer el verdadero rostro.

Suavemente, con desgana, apartó la palma y vio la irreparable pérdida, aquello que jamás se curaría del todo.

Se inclinó y besó la cicatriz, se irguió de prisa y salió de la casa.

El sol se ocultaba tras una bruma vasta, nacarada. No había nadie en torno. Probablemente Gavilán estaba en el bosque. Había comenzado a visitar la tumba de Ogion y pasaba horas de horas en ese tranquilo lugar bajo el haya, y a medida que había ido recuperando sus fuerzas se había acostumbrado a subir por los senderos que a Ogion tanto le gustaban. Evidentemente la comida no le interesaba; Tenar tenía que pedirle que comiera. Evitaba la compañía, lo único que quería era estar a solas. Therru estaba dispuesta a seguirlo a donde fuera y, por ser tan silenciosa como él, no lo importunaba, pero él era incansable y rápidamente mandaba a la niña de vuelta a casa y seguía caminando solo, más lejos, Tenar no sabía hasta dónde. Regresaba tarde, se echaba a dormir y a menudo salía antes de que ella y la niña despertaran. Tenar le dejaba pan y carne para que se llevara.

Ahora lo vio acercarse por el sendero del prado que le había parecido tan largo y arduo cuando había ayudado a Ogion a recorrerlo por última vez. El atravesó el aire radiante, la hierba arqueada por el viento, caminando firme y resueltamente, encerrado en su obstinado sufrimiento, duro como una piedra.

—¿Te quedarás cerca de la casa? —le preguntó desde lejos—. Therru duerme. Quiero caminar un poco.

—Sí. Ve —le dijo y ella se echó a andar, meditando en la indiferencia de un hombre ante las exigencias que regían a una mujer: que hubiera alguien cerca de un niño dormido, que la libertad de uno supusiera la falta de libertad de otro, a menos que se llegara a un equilibrio en perpetuo cambio, en perpetuo movimiento, como el equilibrio de un cuerpo que avanza, como avanzaba ella ahora, con las dos piernas, primero una, luego la otra, en la práctica de ese arte extraordinario, el caminar… Entonces, los colores cada vez más oscuros y el suave empuje del viento se apoderaron de sus pensamientos. Siguió caminando, sin metáforas, hasta llegar a los riscos de arenisca. Allí se detuvo y miró hundirse el sol en la bruma serena, rosácea.

Se arrodilló y primero vio y luego palpó con la punta de los dedos una grieta alargada, poco profunda, casi perdida en la roca, que llegaba hasta la misma orilla del precipicio: la huella de la cola de Kalessin. La recorrió una y otra vez con los dedos, contemplando fijamente los remolinos del crepúsculo, en una ensoñación. Dijo una sola palabra. Esta vez el nombre no surgió de su boca como una llamarada, aunque silbó y se escapó arrastrándose de sus labios: «Kalessin…».

Miró hacia el este. Las cumbres de la Montaña de Gont que se elevaban por encima de los bosques estaban rojas, llenas de esa luz que ya había desaparecido allí abajo. El color se fue apagando mientras contemplaba. Desvió la mirada y cuando volvió a mirar las cumbres estaban grises, sombrías, las laderas boscosas oscuras.

Esperó a que apareciera el lucero de la tarde. Cuando comenzó a brillar por sobre la bruma, se echó a andar lentamente hacia la casa.

Era su hogar y no lo era. ¿Por qué estaba allí, en la casa de Ogion, en lugar de estar en su propia casa, cuidando las cabras y las cebollas de Ogion en lugar de cuidar su propio huerto y su rebaño? «Espera», le había dicho él y ella había esperado; y había llegado el dragón; y Ged estaba bien ahora…, bastante bien. Había hecho lo que debía hacer. Había cuidado la casa. Ya no era necesaria. Había llegado la hora de marcharse.

Sin embargo, no podía pensar en alejarse de ese alto promontorio, de ese nido de halcones, y regresar a las tierras bajas, a las serenas tierras de labranza, a las tierras del interior donde no soplaba el viento; no podía pensar en eso sin que su corazón se abatiera y ensombreciera. ¿Qué había sucedido con el sueño que había tenido allí, bajo el ventanuco que miraba al oeste? ¿Qué había sucedido con el dragón que se le había aparecido en ese sitio?

La puerta de la casa estaba abierta como de costumbre para dejar entrar la luz y el aire. Gavilán estaba sentado en una banqueta junto al hogar vacío, sin la luz de una lámpara ni la luz de las llamas. Solía sentarse allí. Tenar pensaba que ése había sido su lugar cuando había vivido allí de niño, en su breve estancia como pupilo de Ogion. Había sido el lugar de ella, en los días de invierno, cuando era pupila de Ogion.

El la miró entrar, pero no había estado mirando la puerta sino lo que había a su lado, a la derecha, el rincón oscuro detrás de ella. Allí estaba la vara de Ogion, una rama de roble, pesada, gastada hasta volverse suave en la empuñadura, tan alta como él. Therru había apoyado a su lado la varilla de avellano y la rama de aliso que Tenar había cortado para las dos en el camino a Re Albi.

Tenar pensó: «Su vara, su vara de hechicero, de madera de tejo, Ogion se la dio… ¿Dónde está?…». Y, a la vez: «¿Por qué no había pensado en eso hasta ahora?».

La casa estaba a oscuras y parecía estar mal ventilada. Se sentía abrumada. Había deseado que él se quedara a hablar con ella, pero ahora que estaba sentado allí no tenía nada que decirle, ni él a ella.

—He estado pensando —dijo ella finalmente, ordenando los cuatro platos en el aparador de roble—, que ya es hora de que regrese a mi granja.

Él no dijo nada. Posiblemente asintió, pero ella estaba vuelta de espaldas.

De pronto se sintió agotada, con deseos de acostarse; pero él estaba sentado cerca de la entrada de la casa y todavía no había oscurecido del todo; no podía quitarse la ropa delante de él. Le molestó sentir vergüenza. Estaba a punto de pedirle que saliera por un rato cuando él comenzó a hablar, carraspeando, vacilante.

—Los libros. Los libros de Ogion. Las Runas y los dos libros del Saber. ¿Te los llevarás contigo?

—¿Conmigo?

—Tú fuiste su última alumna.

Ella se acercó al hogar y se sentó frente a él en la silla de tres patas de Ogion.

—Aprendí a escribir las Runas Hárdicas, pero he olvidado casi todo, sin duda. Me enseñó algo de la lengua de los dragones. Recuerdo algo de eso. Pero nada más. No llegué a ser su discípula, una hechicera. Como sabes, me casé. ¿Ogion le habría dejado sus libros sabios a la esposa de un granjero?

Después de una pausa, él dijo en tono impasible: —¿No se los dejó a alguien, entonces?

—A ti, sin duda. Gavilán no dijo nada.

—Tú fuiste su último pupilo, y su orgullo, y su amigo. Nunca lo dijo, pero ciertamente te pertenecen.

—¿Qué debo hacer con ellos?

Ella lo miró fijamente en la oscuridad. En el otro extremo de la habitación, la ventana del oeste despedía una luz tenue. La cólera obstinada, implacable y misteriosa que había en la voz de Ged la enfureció.

—¿Tú, el Archimago, me preguntas a mí? ¿Por qué me haces parecer más tonta de lo que soy, Ged?

Él se puso de pie. Le temblaba la voz. —¿Pero no ves…, no puedes ver…, que todo se ha acabado…, ha desaparecido?

Ella se quedó sentada con la mirada fija, tratando de verle la cara.

—No tengo poder, no tengo nada. Lo entregué, lo consumí…, todo lo que tenía. Para cerrar…, de modo que… ya está, se ha acabado.

Ella trató de negar lo que él decía, pero no pudo.

—Como echar un poco de agua —dijo él—, un vaso de agua en la arena. En la tierra yerma. Tenía que hacerlo. Pero ahora no me queda nada para beber. ¿Y de qué sirve, de qué sirvió un vaso de agua en todo el desierto? ¿Ha desaparecido el desierto acaso?… ¡Ah! ¡Escucha!… Solía susurrarme eso del otro lado de esa puerta: ¡Escucha, escucha! Y me marché a la tierra yerma cuando era joven. Y la encontré allí, me convertí en ella, desposé a mi muerte. Me dio vida. Agua, el agua de la vida. Yo era una fuente, un manantial vivo, generoso. Pero las fuentes están secas allí. Al final todo lo que me quedaba era un vaso de agua y tuve que vaciarlo en la arena, en el lecho del río seco, sobre las rocas en la oscuridad. De modo que ha desaparecido. Se ha acabado. Ya está hecho.

Había aprendido bastante, de Ogion y del mismo Ged, como para saber a qué tierra se refería y aunque hablaba en imágenes esas imágenes no eran máscaras que ocultaran la verdad sino la verdad misma como él la había visto. Sabía también que debía negar lo que él le decía, aunque fuese cierto. —No te das tiempo, Ged —le dijo—. Se ha de tardar mucho en regresar de la muerte… aunque sea volando en un dragón. Te llevará mucho tiempo. Tiempo y calma, silencio, quietud. Te han herido. Sanarás.

Él se quedó en silencio por largo rato, de pie. Ella sentía que había dicho lo que debía decir y que le había dado cierto consuelo. El habló al cabo.

—¿Como la niña?

Fue como un cuchillo tan afilado que no sintió cuando se le clavaba en el cuerpo.

—No sé —dijo él en el mismo tono suave y seco— por qué te hiciste cargo de ella, sabiendo que no podía curarse. Sabiendo lo que ha de ser su vida. Supongo que es parte de la época en que hemos vivido…, una época sombría, de destrucción, una época en que algo se acaba. Supongo que te hiciste cargo de ella así como yo salí al encuentro de mi enemigo, porque era lo único que podías hacer. Y tenemos que seguir viviendo con el botín de nuestra victoria sobre el mal hasta que llegue la nueva era. Tú con tu niña quemada, yo sin nada en absoluto.

La desesperación se expresa con una voz tranquila, serena. Tenar se dio vuelta a mirar la vara del mago en el espacio oscuro a la derecha de la puerta, pero no había luz allí. Todo estaba a oscuras, dentro y fuera. A través de la puerta abierta se divisaban un par de estrellas, lejanas y difusas. Las miró. Quería saber qué estrellas eran. Se levantó y se dirigió a tientas a la puerta, pasando delante de la mesa. La bruma se había elevado y no se veían muchas estrellas. Una de las que había visto desde el interior era la estrella blanca del verano que en Atuan, en su propia lengua, llamaban Tehanu. No conocía la otra estrella. No sabía qué nombre le daban a Tehanu allí, en la lengua hárdica, o cuál era su nombre verdadero, cómo la llamaban los dragones. Sólo sabía cómo la habría llamado su madre, Tehanu, Tehanu. Tenar, Tenar…

—Ged —dijo desde la puerta, sin darse vuelta—, ¿quién te trajo aquí, cuando eras niño?

Él se le acercó y se quedó de pie, contemplando también el brumoso horizonte del mar, las estrellas, la oscura mole de la montaña por encima de ellos.

—Nadie en realidad —dijo él—. Mi madre murió poco después de que nací. Tenía hermanos mayores. No los recuerdo. Estaba mi padre, que era herrero. Y la hermana de mi madre. Era la bruja de Diez Alisos.

—¿Tía Musgo? —dijo Tenar.

—Más joven. Tenía cierto poder.

—¿Cómo se llamaba? Él se quedó en silencio.

—No recuerdo —dijo lentamente.

Al cabo de un rato, dijo: —Ella me enseñó los nombres. Halcón, halcón peregrino, águila, halieto, milano, gavilán…

—¿Qué nombre le das a esa estrella? La estrella blanca, allá en lo alto.

—El Corazón del Cisne —dijo él, alzando los ojos—. En Diez Alisos la llamaban Flecha.

Pero no dijo su nombre en la Lengua de la Creación ni los nombres verdaderos que la bruja le daba al halcón, al gavilán.

—Lo que dije… allí… estuvo mal —dijo suavemente—. No debería hablar. Perdóname.

—Si no hablas, ¿qué puedo hacer sino dejarte solo? —Se volvió hacia él.— ¿Por qué piensas sólo en ti, siempre en ti? Sal por un rato —le dijo furiosa—. Quiero acostarme.

Él salió de la casa, perplejo, musitando una disculpa; y ella fue hasta el rincón, se quitó la ropa y se acostó, y ocultó la cara en la dulce tibieza de la nuca sedosa de Therru.

«Sabiendo lo que ha de ser su vida…»

Su cólera contra Ged, su estúpido rechazo de la verdad que encerraba lo que le había contado, surgían de una decepción. Aunque Alondra había dicho muchas veces que no había nada que hacer, había tenido la esperanza de que Tenar pudiese curar las heridas; y aunque insistía en que ni siquiera Ogion podría haberlo hecho, Tenar había tenido la esperanza de que Ged curase a Therru…, pudiese apoyar la mano en la cicatriz y que la cicatriz desapareciese y sanara, que el ojo ciego brillara, que la mano contraída se aflojara, que la vida quedara intacta.

«Sabiendo lo que ha de ser su vida…»

Los rostros que se apartaban, los gestos para conjurar el mal, el horror y la curiosidad, la malsana piedad y la amenaza punzante, porque las heridas atraen nuevas heridas… Y jamás los brazos de un hombre. Nunca nadie que la abrazara. ¡Sí!, él tenía razón, la niña debería haber muerto, debería estar muerta. Deberían haberla dejado marcharse a esa tierra yerma, ella y Alondra y Hiedra, viejas entrometidas, compasivas y crueles. Él tenía razón, siempre tenía razón. Pero, entonces, los hombres que se habían aprovechado de ella para satisfacer sus apetitos y para jugar con ella, la mujer que había permitido que lo hicieran…, habían tenido razón al golpearla hasta dejarla inconsciente y al arrojarla al fuego para que muriera quemada. Sólo que no habían consumado lo que se proponían. Habían perdido la calma, le habían dejado algo de vida. Habían hecho mal. Y todo lo que ella, Tenar, había hecho estaba mal. La habían entregado a los poderes sombríos cuando era niña: había sido devorada por ellos, habían permitido que la devoraran. ¿Creía acaso que por cruzar el mar, por aprender otras lenguas, por ser la esposa de un hombre, una madre, simplemente por vivir su vida podría ser alguna vez algo distinto de lo que era: su sierva, su alimento, alguien a quien podían utilizar para satisfacer sus apetitos y para jugar con ella? Por estar destruida, había atraído lo que estaba destruido, parte de su propia ruina, el cuerpo de su propio mal.

La niña tenía cabellos finos, tibios, fragantes. Estaba acurrucada en los tibios brazos de Tenar, soñando. ¿Qué de malo podía haber en ella? Le habían hecho daño, un daño irreparable, pero no había nada malo en ella. No estaba perdida, no estaba perdida, no estaba perdida. Tenar la abrazó y se quedó quieta y se concentró en la luz de su sueño, los remolinos de luz resplandeciente, el nombre del dragón, el nombre de la estrella, Corazón de Cisne, la Flecha, Tehanu.

Estaba peinando a la cabra negra para quitarle la delicada lana pegada a la piel que luego hilaría y llevaría donde una tejedora para que hiciera con ella un trozo de sedosa tela afelpada de la Isla de Gont. Miles de veces le habían quitado la lana de esa manera a la cabra negra y le gustaba que lo hicieran, se inclinaba hacia el peine de alambre que se hundía y tironeaba. La lana gris negruzca se fue apilando en una nube suave y polvorienta que Tenar guardó finalmente en una bolsa de malla; para agradecerle, le quitó a la cabra algunos cardos de las puntas de las orejas y le dio una afable palmada en el flanco redondeado. «¡Baaa!», dijo la cabra y se alejó trotando. Tenar salió de la dehesa cercada y caminó hasta la entrada de la casa, mirando el prado para asegurarse de que Therru seguía jugando allí.

Musgo le había enseñado a la niña a tejer cestas de hierba y, a pesar de la torpeza de su mano contraída, había empezado a aprender a hacerlo. Estaba sentada en el prado con su labor en el regazo, pero sin trabajar. Miraba a Gavilán.

Él estaba bastante lejos, hacia la orilla del precipicio. Estaba de espaldas y no sabía que alguien lo miraba, porque observaba atentamente a un pájaro, un cernícalo joven; y, a su vez, el pájaro observaba atentamente a una pequeña presa que había vislumbrado en la hierba. Suspendido, batiendo las alas, trataba de asustar al ratón de campo o a la rata para que entrara rápidamente en su cueva. El hombre estaba de pie, igualmente atento, igualmente ávido, observando fijamente al pájaro. Alzó lentamente la mano derecha, sin levantar el antebrazo, y al parecer dijo algo, aunque el viento se llevó sus palabras. El cernícalo se apartó, lanzando un graznido fuerte, áspero, agudo, y se elevó repentinamente y se alejó hacia los bosques.

El hombre bajó el brazo y se quedó inmóvil, contemplando el pájaro. La niña y la mujer estaban inmóviles. Sólo el pájaro volaba, liberándose.

—Una vez me visitó transformado en halcón, en halcón peregrino —le había dicho Ogion, junto al fuego, un día de invierno. Le había estado hablando de los sortilegios de cambio, de transformación, del mago Bordger que se había transformado en oso—. Vino volando hacia mí, a mi muñeca, desde el norte y el este. Lo traje junto al fuego, aquí. No podía hablar. Pude ayudarle porque lo conocía; logró liberarse del halcón y convertirse nuevamente en un hombre. Pero siempre le quedó algo de halcón. En su aldea lo llamaban Gavilán porque los halcones salvajes se le acercaban cuando los llamaba. ¿Qué somos? ¿Qué es ser un hombre? Antes de recibir su nombre, antes de adquirir conocimientos, antes de tener poder, el halcón ya existía dentro de él y el hombre y el mago y más… Era aquello que no podemos definir. Y así somos todos.

La niña sentada frente al hogar, mirando fijamente el fuego, escuchando, vio al halcón; vio al hombre; vio los pájaros que se le acercaban, respondiendo a su llamada, a la voz que pronunciaba su nombre, que llegaban batiendo fas alas para aferrarse a su brazo con las crueles garras; se vio a sí misma como el halcón, el pájaro salvaje.

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