9. Nuevas palabras

Estaban segando el heno en la alargada pradera del señor, que se extendía de lado a lado de la ladera bajo las claras sombras de la mañana. Tres de los segadores eran mujeres y uno de los dos hombres era un niño, por lo que Tenar alcanzaba a ver desde lejos, y el otro era un hombre encorvado y de pelo cano. Subió por las hileras segadas y le preguntó a una de las mujeres por el hombre que llevaba gorra de cuero.

—¡Ah!, ese que vino de Valmouth —dijo la segadora—. No sé dónde se habrá metido. —Los demás se acercaron por la hilera, contentos de poder descansar un poco. Nadie sabía dónde estaba el hombre del Valle Central ni por qué no estaba segando con ellos.— Es de los que no se quedan —dijo el hombre canoso—. Un vago. ¿La dama lo conoce?

—No porque haya querido conocerlo —dijo Tenar—. Vino a fisgonear a mi casa…, asustó a la niña. Ni siquiera sé cómo se llama.

—Dice que se llama Diestro —dijo el niño sin que le preguntara. Los demás la miraron o desviaron la mirada y no dijeron nada. Habían empezado a deducir quién debía de ser, la mujer karga que estaba en la casa del viejo mago. Eran inquilinos del Señor de Re Albi, desconfiados de los aldeanos, recelosos de cuanto se relacionara con Ogion. Afilaron las guadañas, se dieron media vuelta, se dispersaron nuevamente, se pusieron a trabajar. Tenar se alejó del sembrado en la ladera, pasó junto a una hilera de nogales y llegó al camino.

Allí había un hombre esperando. Se sobresaltó. Se le acercó a trancos largos.

Era Álamo, el hechicero de la mansión. Estaba apoyado con gesto airoso en su larga rama de pino, a la sombra de un árbol que había a la vera del camino. Cuando Tenar se echó a andar por el camino, le dijo: —¿Andas buscando trabajo?

—No.

—Mi señor necesita peones. Falta poco para que deje de hacer calor, hay que guardar el heno.

A Goha, la viuda de Pedernal, le pareció bien lo que decía y Goha le respondió cortésmente: —Sin duda, con tus artes puedes evitar que llueva en las campiñas hasta que hayan guardado el heno. —Pero él sabía que era la mujer a la que Ogion le había revelado su nombre verdadero antes de morir y, por saberlo, lo que había dicho era tan insultante y deliberadamente falso como para ser una clara advertencia. Ella había estado a punto de preguntarle si sabía dónde estaba el hombre llamado Diestro. En lugar de hacerlo, dijo:— Vine a decirle al capataz que un hombre que contrató para segar heno se marchó de mi aldea como un ladrón y algo peor aún; no es alguien que le gustaría tener cerca. Pero parece que el hombre se ha marchado.

Miró fijamente y con serenidad a Álamo hasta que, haciendo un esfuerzo, él respondió: —No sé nada de esas gentes.

La mañana siguiente a la muerte de Ogion, le había parecido un hombre joven, un joven alto, apuesto, con un manto gris y una vara plateada. Ya no se veía tan joven como había creído o tal vez era joven pero algo ajado y marchito. Ahora había un franco desprecio en su mirada fija y en su voz, y ella le respondió con la voz de Goha: —Ciertamente. Perdóname. —No quería tener ningún lío con él. Se dispuso a regresar a la aldea, pero Álamo le dijo:— ¡Espera!

Ella se detuvo.

—«Un ladrón y algo peor aún», eso dijiste, pero es fácil calumniar y la lengua de una mujer es peor que cualquier ladrón. Vienes acá a despertar encono entre los peones, lanzando calumnias y mentiras, la semilla de dragón que todas las brujas van dejando caer a sus espaldas. ¿Creíste acaso que no me di cuenta que eras una bruja? Cuando vi a ese diablillo asqueroso que anda pegado a ti, ¿crees que no me di cuenta quién lo había engendrado y con qué propósitos? El hombre que trató de eliminar a esa criatura hizo bien, pero habría que terminar de hacer lo que se proponía. Me desafiaste una vez, por sobre el cadáver del viejo hechicero, y me controlé para no darte tu merecido entonces, por él y porque había otros allí. Pero ahora te has excedido, ¡y te advierto, mujer! No permitiré que vuelvas a pisar esta propiedad. Y si te opones a mis designios o te atreves tan sólo a hablarme nuevamente, haré que te expulsen de Re Albi y te arrojen del Acantilado, con los perros pisándote los talones. ¿Me has entendido?

—No —dijo Tenar—. Nunca he entendido a los hombres como tú.

Se dio media vuelta y comenzó a bajar por el camino.

Algo como un cosquilleo le subió por la columna y se le erizaron los cabellos. Se volvió bruscamente y vio al hechicero con la vara extendida hacia ella y los oscuros relámpagos concentrados en torno a la vara, y vio que abría los labios para decir algo. En ese momento pensó: «¡Ahora que Ged ha perdido su magia, creía que todos los hombres la habían perdido, pero estaba equivocada!». Y una voz dijo cortésmente: —Y bien, y bien. ¿Qué es esto?

Dos de los hombres de Havnor habían salido al camino después de atravesar los huertos de cerezos que había del otro lado. Miraron primero a Álamo y luego a Tenar, con expresión imperturbable y cortés, como si les molestara verse obligados a evitar que un hechicero le echara una maldición a una viuda de mediana edad, pero de veras no tenía sentido.

—Señora Goha —dijo el hombre que llevaba una camisa con bordados de oro y la saludó con una reverencia.

El otro, el de ojos vivaces, también la saludó, sonriendo. —La señora Goha —dijo— es alguien que, como los reyes, usa su nombre verdadero abiertamente, pienso, y sin temor. Por vivir en Gont, tal vez prefiera que usemos su nombre gon-tesco. Pero, como sé qué proezas ha realizado, deseo rendirle honores; porque usó el Anillo que ninguna mujer había usado desde Elfarran. —Se hincó sobre una rodilla como si eso fuese lo más natural del mundo, cogió la mano derecha de Tenar, muy gentil y rápidamente, y apoyó la frente en su muñeca. Le soltó la mano y se puso de pie, con su sonrisa amable y cómplice.

—Ah —dijo Tenar, turbada y conmovida de pies a cabeza—, ¡hay todo tipo de poderes en el mundo! Os agradezco.

El hechicero se había quedado inmóvil, observando fijamente. Había cerrado la boca sin llegar a lanzar la maldición y había bajado la vara, pero aún había una evidente tenebrosidad en torno de él y alrededor de sus ojos.

Ella no sabía si ya se había enterado antes o si acababa de enterarse de que era Tenar, la del Anillo. No importaba. Él no podía sentir más odio por ella. Ella tenía la culpa de ser mujer. Para él nada podía agravar ese hecho ni rectificarlo; ningún castigo era suficiente. Él había visto lo que le habían hecho a Therru y le había parecido bien.

—Señor —le dijo entonces al hombre mayor—, todo, excepto la honestidad y la franqueza, parece una afrenta contra el rey, en nombre de quien habláis… y actuáis, como ahora. Querría honrar al rey y a sus mensajeros. Pero mi propio honor reside en el silencio, hasta que mi amigo me permita hablar. Estoy…, estoy segura, señores míos, que os enviará algún mensaje, más adelante. Dadle tiempo, es lo único que os pido, os ruego.

—Sin duda —dijo primero uno, luego el otro—. Todo el tiempo que desee. Y vuestra confianza, señora, nos honra más que nada.

Finalmente se echó a andar por el camino que llevaba a Re Albi, conmovida por el sobresalto y el giro que habían tomado las cosas, el odio sin ambages del hechicero, su propio desprecio iracundo, su terror al darse cuenta repentinamente de su deseo de hacerle daño y del poder que tenía para hacerlo, el súbito final de ese terror gracias a la protección que le habían ofrecido los enviados del rey, los hombres que habían llegado en el barco de velas blancas desde el mismísimo refugio, la Torre de la Espada y el Trono, el centro del bien y del orden. Su espíritu se exaltó, lleno de gratitud. Era cierto que un rey ocupaba ese trono y la joya que se destacara en su corona sería la Runa de la Paz.

Le agradaba el rostro del hombre más joven, astuto y bondadoso, y la forma en que se había inclinado delante de ella como ante una rema, y su sonrisa en la que se ocultaba un guiño. Se volvió a mirar. Los dos mensajeros subían por el camino que llevaba a la mansión junto con el hechicero Álamo. Parecían hablar amigablemente con él, como si nada hubiese sucedido.

Eso aminoró un tanto su arranque de esperanzada confianza. Sin lugar a dudas, eran cortesanos. No les correspondía participar en disputas, ni juzgar y estar en desacuerdo. Y él era un hechicero, y el hechicero de su huésped. Sin embargo, pensó, no tendrían que haber ido caminando y hablando con él tan apaciblemente.

Los hombres de Havnor se quedaron varios días con el Señor de Re Albi, quizá con la esperanza de que el Archimago cambiara de parecer y fuera a donde estaban, pero no lo buscaron ni presionaron a Tenar para que les dijera dónde se podía hallar. Cuando por fin se marcharon, Tenar se dijo que tendría que decidir qué iba a hacer. No había ningún motivo para quedarse allí, y había dos razones poderosas para marcharse: Álamo y Diestro, de los que no podía esperar que las dejaran en paz ni a ella ni a Therru.

No obstante, le era difícil tomar una decisión, porque le era difícil pensar en marcharse. Al abandonar Re Albi ahora dejaba atrás a Ogion, lo perdía, así como no lo había perdido mientras cuidaba su casa y le quitaba las malezas a las cebollas. Y pensó: «Nunca soñaré con el cielo, allá». Aquí, donde Kalessin había venido, ella era Tenar, pensó. Allá en el Valle Central volvería a ser nada más que Goha. Retardó la partida. Se decía: «¿Por qué debo temerle a esos bribones, huir de ellos? Eso es lo que quieren que haga. ¿Van a hacerme ir y venir a su antojo?». Se dijo: «Primero terminaré de hacer los quesos». No dejaba que Therru se apartara de su lado. Y los días iban pasando.

Musgo se apareció a contarle una historia. Tenar le había preguntado por Álamo, el hechicero, sin contarle toda la historia aunque diciéndole que la había amenazado…, lo que probablemente hubiese sido lo único que pretendía hacer. Generalmente Musgo se mantenía alejada de la finca del viejo señor, pero sentía curiosidad por saber qué sucedía allí y no le faltaban deseos de aprovechar una oportunidad para charlar con algunos conocidos que tenía allí: una mujer que le había enseñado el oficio de partera y otros a los que había ayudado a curarse o a encontrar objetos. Consiguió hacerlos hablar sobre lo que ocurría en la mansión. Todos odiaban a Álamo y, por tanto, estaban muy dispuestos a hablar de él, pero había que escuchar sus historias a sabiendas de que la mitad de ellas provenían del desprecio y el temor. De todos modos, las fantasías tenían algo de verdad. La misma Musgo afirmaba que antes de la llegada de Álamo, hacía tres años, el señor más joven, el nieto, era un hombre fuerte y sano, aunque tímido, hosco, «como temeroso», decía. Después, alrededor de la época en que la madre del joven señor había muerto, el viejo señor había pedido que le mandaran un hechicero de Roke. —¿Para qué, cuando el Señor Ogion vivía a menos de una milla? Y en la mansión todos son brujos.

Pero había llegado Álamo. Le había presentado sus respetos a Ogion y nada más, y Musgo decía que nunca salía de la mansión. Desde entonces, habían visto cada vez menos al joven señor y se decía que se quedaba acostado día y noche, «como un bebé enfermo, consumido», decía una de las mujeres que había llevado un mensaje a la mansión. Pero el viejo señor, «de cien años, o casi, o más», insistía Musgo —no le temía a los números y no les tenía ningún respeto—, el viejo señor estaba floreciente, «lleno de energías», decían. Y uno de los hombres, porque en la mansión sólo había criados, le había dicho a una de las mujeres que el viejo señor había contratado al hechicero para que lo hiciera vivir eternamente y que eso era lo que estaba haciendo el hechicero, alimentándolo, decía el hombre, con la vida del nieto. Y el hombre no veía nada malo en ello y decía: —¿Quién no querría vivir eternamente?

—Y bien —dijo Tenar, desconcertada—. Es una historia espantosa. ¿No comentan todo esto en la aldea?

Musgo se encogió de hombros. Una vez más, se trataba de «no entrometerse». Quienes no tenían poder no debían juzgar lo que hacían los poderosos. Y había una ciega lealtad, un sentido de arraigo en ese lugar: el viejo era su señor, el Señor de Re Albi, a nadie más debía importarle lo que hacía… Evidentemente Musgo compartía ese sentimiento. —Es algo arriesgado —dijo— ese asunto, tiene que terminar mal —pero no dijo que fuera algo perverso.

En la mansión no habían vuelto a ver ni el rastro del hombre llamado Diestro. Ansiosa por asegurarse de que se había marchado del Acantilado, Tenar le preguntó a un par de conocidos de la aldea si lo habían visto, pero sólo recibió respuestas displicentes y vagas. No querían tener nada que ver con sus asuntos. «No os entrometáis…» Sólo el viejo Abanico la trató como a una amiga y a una aldeana más. Y quizás eso fuera porque veía tan poco que no alcanzaba a ver claramente a Therru.

Ahora llevaba a la niña cuando iba a la aldea o a cualquier lugar un tanto alejado de la casa.

A Therru no le molestaba esa esclavitud. Se quedaba cerca de Tenar como habría hecho un niño mucho menor, trabajando con ella o jugando. Sus juegos consistían en hacer figuras con cuerdas, hacer cestas, jugar con un par de figuras de hueso que Tenar había encontrado en un pequeño bolso de hierba en uno de los anaqueles de Ogion. Había un animal que podía ser un perro o una oveja, una figura que podía ser una mujer o un hombre. Tenar no sentía que encerraran ningún poder ni peligro, y Musgo decía: «Son sólo juguetes». Therru sentía que eran prodigiosos. Las movía de un lado a otro por horas de horas, siguiendo los pasos de una historia sin palabras; no hablaba cuando jugaba. A veces construía casas para la persona y el animal, montículos de piedra, chozas de barro y paja. Los llevaba siempre en el bolsillo, en la bolsa de hierba. Estaba aprendiendo a hilar; podía sujetar la rueca con la mano quemada y hacer girar el huso con la otra. Desde que habían llegado allí, le quitaban la lana a las cabras regularmente y ya tenían un gran saco de sedosa lana de cabra para hilar.

«Pero debería estarle enseñando», pensaba Tenar, angustiada. «Enséñale todo, dijo Ogion, y ¿qué le estoy enseñando? ¿A cocinar y a hilar?» Entonces, desde otra parte de su mente, la voz de Goha decía: «¿No son ésas acaso verdaderas artes, necesarias y nobles? ¿Acaso toda la sabiduría está en las palabras?».

Sin embargo, el asunto seguía inquietándola y una tarde, mientras Therru iba sacando la lana de cabra para limpiarla y separarla y mientras la cardaba, a la sombra de un peral, le dijo: —Therru, tal vez haya llegado la hora de que aprendas el nombre verdadero de las cosas. Hay una lengua en la que todas las cosas tienen un nombre verdadero, y las acciones y las palabras son una sola cosa. Hablando esa lengua, Segoy sacó las islas de las profundidades. Es la lengua que hablan los dragones.

La niña la escuchaba, silenciosa.

Tenar dejó de lado las cardas y cogió un guijarro. —En esa lengua —dijo—, esto es tolk.

Therru la observó hacerlo y repitió la palabra, tolk, pero sin voz, sólo dándole forma con los labios un tanto estirados hacia atrás en el lado derecho a causa de la cicatriz.

Tenar sostenía el guijarro en la palma de la mano, un guijarro.

Se quedaron en silencio.

—No todavía —dijo Tenar—. No es eso lo que tengo que enseñarte ahora. —Dejó caer el guijarro, y cogió las cardas y un manojo de turbia lana gris que Therru había dejado lista para cardar.— Tal vez cuando tengas tu nombre verdadero, tal vez entonces. Ahora no. Ahora escúchame. Éste es el momento de contar historias, para que empieces a aprenderlas. Te puedo contar historias del Archipiélago y de las Tierras Kargas. Ya te conté una historia que le oí contar a mi amigo Aihal el Silencioso. Ahora te contaré una historia que le oí contar a mi amiga Alondra cuando se la contó a sus hijos ya los míos. Es la historia de Andaur y Avad. En tiempos tan remotos como la eternidad, y en tierras tan lejanas como Selidor, vivía un hombre llamado Andur, un leñador, que subía solo a las colinas. Un día, en el fondo del bosque, cortó un enorme roble. Al caer, el roble le gritó con voz humana…

Fue una agradable tarde para las dos.

Pero esa noche, acostada junto a la niña dormida, Tenar no lograba conciliar el sueño. Se sentía intranquila, preocupada por una inquietud trivial tras otra: ¿cerré el portón de la dehesa?, ¿me duele la mano porque estuve cardando o es el comienzo de la artritis?, y así, una detrás de otra. Entonces empezó a sentirse muy inquieta, creyendo oír ruidos fuera de la casa. «¿Por qué no me habré conseguido un perro? —pensó—. Es estúpido no tener un perro. Una mujer y una niña que viven solas tienen que tener un perro hoy en día. ¡Pero ésta es la casa de Ogion! Nadie vendría aquí a hacer daño. Pero Ogion está muerto, muerto, enterrado junto a las raíces del árbol en el linde del bosque. Y no vendría nadie. Gavilán se marchó, huyó. Ni siquiera Gavilán está aquí ahora, es un fantasma que no le sirve a nadie, un muerto obligado a seguir viviendo. Y yo no tengo fuerzas, no hay nada bueno dentro de mí. Pronuncio la palabra de la Creación y muere en mis labios, no tiene sentido. Un guijarro. Soy una mujer, una mujer vieja, débil, estúpida. Todo lo que hago está errado. Todo lo que toco se convierte en cenizas, sombra, piedra. Soy la criatura de las sombras, estoy llena de sombras. Sólo el fuego me puede purificar. Sólo el fuego puede devorarme, devorarme como a…»

Se sentó y gritó a viva voz en su lengua: —¡Que la maldición se vuelva contra ti, y que así sea! —y extendió el brazo derecho hacia adelante y hacia abajo, apuntando a la puerta cerrada. Luego saltó de la cama, fue hasta la puerta, la abrió de par en par y gritó hacia la noche nebulosa—: Llegaste demasiado tarde, Álamo. Ya había sido devorada hacía mucho tiempo. ¡Ve a ocuparte de lo tuyo!

No hubo respuesta, ningún sonido, sólo un olor a quemado, tenue, agrio; de tela o cabellos chamuscados.

Cerró la puerta, la apuntaló con la vara de Ogion y miró a Therru para ver si seguía durmiendo. Pero ella no durmió esa noche.

En la mañana fue con Therru a la aldea a preguntarle a Abanico si le interesaba la lana que habían estado hilando. Era una excusa para alejarse de la casa y estar rodeada de gente por un rato. El viejo dijo que le encantaría tejer algo con esa lana y se quedaron hablando unos pocos minutos, bajo el enorme abanico pintado, mientras la aprendiza golpeteaba en el telar con gesto severo y el entrecejo fruncido. Cuando Tenar y Therru iban saliendo de la casa de Abanico, alguien se ocultó detrás de la pequeña cabana donde había vivido. Algo, avispas o abejas, le clavaba aguijones en el cuello y la cabeza, y en torno a ellas había un golpeteo de lluvia, un chubasco, pero no había nubes… Piedras. Vio los guijarros que golpeaban la tierra. Therru se había detenido, sobresaltada y perpleja, mirando en torno. Un par de niños salieron desde atrás de la cabana, ocultándose un poco, dejándose ver apenas, gritándose entre ellos, riendo.

—Ven —dijo Tenar con firmeza, y echaron a andar rumbo a la casa de Ogion.

Tenar temblaba y el temblor se fue haciendo más intenso a medida que avanzaban. Trataba de ocultárselo a Therru, que parecía preocupada pero no asustada, por no haber comprendido lo que había sucedido.

Tan pronto como entraron en la casa, Tenar se dio cuenta de que alguien había estado allí mientras estaban en la aldea. Olía a carne y cabellos quemados. Habían desordenado la colcha de la cama.

Cuando trató de decidir qué iba a hacer, se dio cuenta de que era víctima de un maleficio. Había estado allí esperando a que llegara. No podía dejar de temblar y sus pensamientos eran confusos, lentos, era incapaz de tomar una decisión. No podía pensar. Había pronunciado la palabra, el nombre verdadero del guijarro, y se lo habían arrojado a la cara… Lo habían arrojado a la cara del mal, la cara monstruosa… Había tenido la osadía de hablar. No podía hablar.

Tenar pensó, en su lengua: «No puedo pensar en hárdico. No debo».

Podía pensar, en kargo. No podía hacerlo con rapidez. Era como si tuviera que pedirle a Arha, la niña, la que había sido hacía tanto tiempo, que saliera de la oscuridad y pensara por ella. Que la ayudara. Como ella la había ayudado la noche anterior, al hacer que la maldición se volviera contra el hechicero. Arha desconocía muchas de las cosas que sabían Tenar y Goha, pero sabía maldecir, y vivir en las sombras y estar en silencio.

Era difícil hacerlo, estar en silencio. Quería gritar a viva voz. Quería hablar; ir a la casa de Musgo y contarle lo que había sucedido, decirle por qué tenía que marcharse, al menos despedirse. Trató de decirle a Brezo: «Ahora las cabras te pertenecen, Brezo», y consiguió decirlo en la lengua hárdica, para que Brezo entendiera, pero Brezo no comprendió. La miró fijamente y se echó a reír: —¡Oh, las cabras son del señor Ogion! —dijo.

«Entonces… tú…», trató de decir Tenar, «sigue cuidándoselas», pero una debilidad mortal se apoderó de ella y oyó que su voz decía en un chillido: —¡Boba, imbécil, estúpida, mujer! —Brezo la miró con fijeza y dejó de reír. Tenar se cubrió la boca con la mano. Cogió a Brezo y la hizo darse vuelta a mirar los quesos que iban endureciéndose en el establo, apuntó una y otra vez a los quesos y a Brezo, hasta que Brezo hizo un vago gesto de asentimiento y se echó a reír nuevamente al verla actuar de esa manera tan extraña.

Tenar le hizo un gesto con la cabeza a Therru —«¡ven!»— y entró en la casa, donde el hedor más intenso hizo encogerse a Therru.

Tenar cogió los morrales y los zapatos de viaje. En su morral guardó su otro vestido y sus mudas, los dos vestidos viejos de Therru y el vestido nuevo a medio hacer y el resto de tela, los volantes de rueca que había hecho para ella y para Therru, y un poco de comida y una botella de arcilla con agua para el camino. En el morral de Therru guardó las mejores cestas que había hecho, la persona de hueso y el animal de hueso dentro de la bolsa de hierba, algunas plumas, una esterilla entretejida que le había dado Musgo, y una bolsa con nueces y pasas.

Quería decirle «Ve a regar el melocotonero», pero no se atrevió. Hizo salir a la niña y se lo mostró. Therru regó el retoño con mucho cuidado.

Barrieron y ordenaron la casa, trabajando de prisa, en silencio.

Tenar dejó una jarra en la repisa y en el otro extremo de la repisa vio los tres grandes libros, los libros de Ogion.

Arha los había visto y no les había dado ninguna importancia, eran grandes cajas de cuero llenas de papel.

Pero Tenar los miró detenidamente y se mordió los nudillos, frunciendo el entrecejo por el esfuerzo de tener que tomar una decisión, de resolver qué debía hacer y cómo podía llevárselos. No podía cargarlos. Pero tenía que hacerlo. No podían quedarse en esa casa profanada, en la casa en la que había entrado el odio. Eran sus libros. Los libros de Ogion. De Ged. Sus propios libros. El saber. ¡Enséñale todo! Sacó la lana y la hilaza del morral en el que había pensado llevarlas y guardó los libros, uno sobre el otro, y ató el extremo del morral con una tira de cuero en la que hizo un lazo para cogerlo. Luego dijo: —Ahora tenemos que marcharnos, Therru. —Habló en la lengua karga, pero el nombre de la niña era idéntico, era una palabra karga, llama, ardiente; y Therru se le acercó, sin hacer preguntas, con su pequeño tesoro en el morral que cargaba a la espalda.

Cogieron sus varas para caminar, la ramita de avellano y la rama de aliso. Pero dejaron la vara de Ogion junto a la puerta, en el rincón oscuro. Dejaron la puerta de la casa abierta de par en par al viento que soplaba desde el mar.

Un instinto animal guió a Tenar, alejándola de los campos de labranza y del camino de la colina por el que habían venido. Tomó en cambio un atajo para bajar por las praderas escarpadas, llevando a Therru de la mano, hacia el camino de las carretas que bajaba zigzagueando hasta el Puerto de Gont. Sabía que si se cruzaba con Álamo estaba perdida y pensó que tal vez estaría esperándola en el camino. Pero quizá no en ese camino.

Después de bajar poco más o menos de una milla, empezó a poder pensar. Lo primero que pensó fue que había tomado el camino correcto. Poco a poco comenzó a recordar las palabras de la lengua hárdica y, al cabo de un rato, las palabras verdaderas, de modo que se agachó y recogió un guijarro y lo sostuvo en la mano, pensando tolk; y se guardó el guijarro en el bolsillo. Contempló las vastas extensiones de aire y de nubes, y pensó, una vez, Kalessin. Y sus ideas se volvieron claras, como el aire.

Llegaron a una larga hondonada rodeada por altos montículos y promontorios rocosos cubiertos de hierbas, donde se sintió un poco inquieta. Al acercarse al recodo vieron la bahía azulada a sus pies y, entre los Riscos Fortificados, un hermoso barco que entraba en la bahía a toda vela. Tenar había sentido temor ante el último barco como ése que había visto, pero éste no la atemorizaba. Sentía deseos de correr a su encuentro por el camino.

Pero no podía hacerlo. Avanzaban al ritmo de Therru. Caminaban más rápido que dos meses antes y el camino de bajada también les resultaba más ligero. Pero el barco corría a su encuentro. Un viento de magia le henchía las velas; el barco atravesó la bahía como un cisne en pleno vuelo. Entró en el puerto antes de que Tenar y Therru llegaran al final del siguiente recodo alargado del camino.

Los pueblos de cualquier tamaño le parecían a Tenar lugares muy extraños. Nunca había vivido en un pueblo. Sólo había visto una vez la ciudad más importante de Terramar, Havnor, y sólo por un rato; y había partido rumbo al Puerto de Gont con Ged, hacía años, pero habían subido por el camino que llevaba al Acantilado sin detenerse en las calles. El único otro pueblo que conocía era Valmouth, donde vivía su hija, un pequeño puerto soñoliento y soleado donde la llegada de un barco con mercancías desde las Andrades era todo un acontecimiento, y el pescado seco era el principal tema de conversación de sus habitantes.

Tenar y la niña llegaron a las calles del Puerto de Gont cuando el sol aún brillaba muy alto sobre el mar occidental. Therru había caminado quince millas sin quejarse y sin agotarse, aunque sin duda estaba muy cansada. Tenar también se sentía cansada, por no haber dormido la noche anterior y por haber estado tan angustiada; y los libros de Ogion también eran una pesada carga. A mitad del camino los había puesto en el bolso que llevaba a la espalda y había colocado la comida y las ropas en el morral de la lana, lo que era mejor, pero no mucho mejor. Así llegaron caminando fatigosamente entre las casas de las afueras a las puertas de la ciudad, donde el camino se convertía en una calle después de pasar entre dos dragones tallados en piedra. Un hombre, el guardia de la puerta, las miró fijamente. Therru inclinó la cara quemada hacia el hombro y ocultó la mano quemada bajo el delantal.

—¿Os dirigís a una casa del pueblo, señora? —preguntó el guardia, mirando con curiosidad a la niña.

Tenar no sabía qué decir. No sabía que había guardias ante las puertas de las ciudades. No tenía nada con que pagarle a un peajero o a un hospedero. No conocía a nadie en el Puerto de Gont, excepto, pensó entonces, al hechicero, al que había ido al entierro de Ogion, ¿cómo se llamaba? Pero no sabía cómo se llamaba. Se quedó allí boquiabierta, como Brezo.

—Entrad, entrad —dijo el guardia, fastidiado, y se volvió.

Tenar quería preguntarle dónde estaba el camino que atravesaba el cabo hacia el sur, el camino de la costa que llevaba a Valmouth; pero no se atrevió a despertar su interés nuevamente, por temor a que pensara que después de todo era una vagabunda o una bruja o cualquiera de esos a los que se suponía que él y los dragones de piedra debían impedirle la entrada en el Puerto de Gont. De modo que pasaron entre los dragones —Therru alzó un poco los ojos, para mirarlos— y siguieron caminando pesadamente por los adoquines, cada vez más asombradas, desconcertadas y turbadas. A Tenar le daba la impresión de que no le habían impedido la entrada en el Puerto de Gont a nadie ni a nada. Allí había de todo. Altas casas de piedra, carretas, narrias, carretones, ganado, monos, mercados, tiendas, gentío, gente, gente; cuanto más avanzaban, más gente encontraban. Therru apretó la mano de Tenar, moviéndose tímidamente, cubriéndose la cara con los cabellos. Tenar apretó la mano de Therru.

Tenar no veía cómo podrían quedarse allí, de modo que lo único que cabía hacer era echarse a andar hacia el sur y seguir caminando hasta que cayera la noche —lo que ocurriría demasiado pronto—, con la esperanza de acampar en el bosque. Tenar escogió a una mujer corpulenta con un gran delantal blanco que estaba cerrando los postigos de una tienda y cruzó la calle, resuelta a preguntarle por el camino que salía de la ciudad hacia el sur. El rostro resuelto y enrojecido de la mujer parecía bastante afable, pero mientras Tenar hacía acopio de valor para hablarle, Therru se le aferró corno si quisiera ocultarse detrás de ella y, al alzar la vista, vio venir por la calle en dirección a ella al hombre con gorra de cuero. Él la vio en ese mismo instante. Se detuvo.

Tenar tomó a Therru del brazo, casi la arrastró y la hizo volverse bruscamente. —¡Ven! —le dijo, y pasó caminando a trancos largos junto al hombre. Una vez que lo hubo dejado atrás comenzó a caminar más rápidamente, bajando por la colina hacia el fulgor y las sombras del agua cubierta por la luz del crepúsculo y los malecones y los muelles al pie de la calle empinada. Therru corría a su lado, jadeando como jadeaba después de sufrir las quemaduras.

Altos mástiles se mecían contra el cielo rojo y amarillo. El barco estaba atracado en el malecón de piedra, con las velas recogidas, más allá de una galera con remos.

Tenar miró hacia atrás. El hombre las seguía, de cerca. No se daba prisa.

Tenar corrió hacia el desembarcadero, pero después de un trecho Therru tropezó y tuvo que detenerse, sin aliento. Tenar la tomó en brazos y la niña se le aferró, ocultando el rostro en su hombro. Pero Tenar apenas podía moverse cargada como iba. Le temblaban las piernas. Dio un paso, y otro y otro. Llegó al puentecito de madera que habían colocado entre el malecón y la cubierta del barco. Apoyó las manos en la baranda.

Un marinero que estaba en la cubierta, un hombre calvo, fuerte, la miró con gesto escrutador. —¿Qué sucede, señora? —le preguntó.

—¿Éste…, éste es el barco que viene de Havnor?

—De la Ciudad del Rey, sí.

—¡Déjame subir!

—No puedo hacerlo —dijo el hombre haciendo una mueca, pero desvió la mirada; miraba al hombre que ahora estaba de pie junto a Tenar.

—No tienes que huir —le dijo Diestro—. No tengo malas intenciones. No quiero hacerte daño. No entiendes. ¿No fui yo el que fue a pedir que la ayudaran? Siento lo que sucedió, de veras. Créeme. Quiero ayudarte con ella. —Extendió la mano como atraído por un impulso irresistible de tocar a Therru. Tenar no podía moverse. Le había prometido a Therru que nunca volvería a tocarla. Vio la mano que tocaba el brazo desnudo y encogido de la niña.

—¿Por qué la sigues? —preguntó otra voz. Otro marino había sustituido al marinero calvo; era un hombre joven. Tenar pensó que era su hijo.

Diestro no tardó en responder. —Ella…, ella me quitó a la niña. Es mi sobrina. Es mía. La embrujó, huyó con ella, mira…

Tenar no podía decir una sola palabra. Nuevamente se había quedado sin palabras, se las habían arrebatado. El joven marinero no era su hijo. Tenía un rostro fino y severo, de ojos claros. Al mirarlo, recuperó el habla: —Déjame subir al barco. ¡Por favor!

El joven extendió la mano. Ella se la cogió y él le ayudó a subir a la cubierta del barco por la pasarela.

—Quédate allí —le dijo a Diestro, y a ella—: Venid conmigo.

Pero las piernas no la sostenían. Se dejó caer sobre una pila en la cubierta del barco que venía de Havnor, soltando el pesado morral pero aferrándose a la niña. —No permitas que se la lleve, ¡oh!, no permitas que lo haga, ¡no otra vez, no otra vez, no otra vez!

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