14. Tehanu

La niña tomó el sendero de la izquierda y avanzó un trecho antes de mirar hacia atrás, dejando que los setos floridos la ocultaran.

El hombre al que le decían Álamo, que se llamaba Brisen y al que veía como una sombra dividida y serpenteante, había atado a su madre y a su padre, con una correa ensartada en la lengua de ella y una correa ensartada en el corazón de él, y los llevaba a su escondite. El olor del lugar le resultaba nauseabundo, pero los siguió un poco para ver qué hacía el hombre. El los llevó al lugar y cerró la puerta a sus espaldas. Era una puerta de piedra. No podía entrar.

Tenía que volar, pero no podía hacerlo; no era una criatura alada.

Atravesó los campos corriendo lo más rápido que podía, pasó delante de la casa de Tía Musgo, delante de la casa de Ogion y la casa de las cabras, hasta llegar al sendero que cruzaba el promontorio y llegaba hasta la orilla del precipicio, donde no debía ir porque sólo veía con un ojo. Avanzó con cuidado. Miró atentamente con ese ojo. Se detuvo en la orilla. El agua estaba mucho más abajo, a sus pies, y el sol se iba poniendo a lo lejos. Miró hacia el oeste con el otro ojo y gritó con su otra voz el nombre que le había oído decir en sueños a su madre.

No esperó a que le respondieran, sino que se dio media vuelta y regresó, pasando primero por la casa de Ogion para ver si su melocotonero había crecido. El viejo árbol se erguía cargado de diminutos melocotones verdes, pero no quedaban rastros del nuevo árbol. Se lo habían comido las cabras. O había muerto porque ella no lo había regado. Se quedó de pie por un rato mirando la tierra, luego respiró profundamente y atravesó otra vez los campos hacia la casa de Tía Musgo.

Los pollos que ya se iban a dormir empezaron a chillar y a revolotear, protestando al verla aparecer. La cabana estaba a oscuras y repleta de olores. —¿Tía Musgo? —dijo la niña, en el tono en que solía hablar con gente como ella.

—¿Quién anda por ahí?

La vieja estaba en cama, escondida. Tenía miedo y había tratado de levantar una valla alrededor de ella para que nadie se le acercara, pero no lo había logrado; no tenía fuerzas para hacerlo.

—¿Quién es? ¿Quién anda por ahí? ¡Oh, queri-dita…, oh, mi niña querida, mi pequeña quemada, mi preciosa!, ¿qué haces aquí? ¿Dónde está, dónde está tu madre?, ¡oh!, ¿está aquí? ¿Ha venido? No entres, no entres, queridita, me han echado una maldición, ese hombre le echó una maldición a la vieja, ¡no te me acerques! ¡No te acerques!

Se echó a llorar. La niña extendió la mano y la tocó. —Estás fría —le dijo.

—Estás ardiendo, niña, tus manos me queman. ¡Ay, no me mires! Ese hombre hizo que se me pudriera la carne y que se me arrugara y que se siguiera pudriendo, pero no me deja morir… Dice que os traeré aquí. Intenté, intenté hacerlo, pero no me dejó, me mantiene viva contra mi voluntad, no quiere dejarme morir, ¡ay, déjame morir!

—No debes morir —dijo la niña, frunciendo el entrecejo.

—Niña —musitó la vieja—, queridita…, di mi nombre.

—Hatha —dijo la niña.

—¡Ah! Yo sabía… ¡Libérame, queridita!

—Tengo que esperar —dijo la niña—. Hasta que vengan.

La bruja se recostó aliviada, respirando sin dolor. —¿Hasta que venga quién, queridita? —dijo en un susurro.

—Los míos.

La manota fría de la bruja parecía un manojo de varillas entre las suyas. Therru se la empuñó. Ahora estaba tan oscuro afuera de la cabana como adentro. Hatha, a la que todos llamaban Musgo, se durmió; y poco después la niña, sentada en el suelo junto a su jergón, con una gallina echada cerca de ella, también se quedó dormida.

Al despuntar el día llegaron varios hombres. Él le dijo: —¡Levántate, Perra! ¡Levántate! —Ella se apoyó en las manos y las rodillas. Él rió diciendo:— ¡Ponte de pie! Eres una perra inteligente, puedes caminar con tus patas traseras, ¿verdad? Muy bien. ¡Compórtate como si fueras un ser humano! Tenemos un largo camino por delante. ¡Ven! —Todavía tenía la correa atada al cuello y él la tironeó. Ella lo siguió.

—Bien, ahora la llevarás tú —dijo el hombre y ahora era ése, su amado, ya no recordaba su nombre, el que llevaba la correa.

Salieron todos juntos del lugar oscuro. Las piedras se separaron para dejarlos pasar y se cerraron con un chirrido a sus espaldas.

El hombre se mantenía al lado de ella y del que llevaba la correa. Más atrás venían otros hombres, tres o cuatro.

Una nube de rocío cubría los campos. La montaña se elevaba sombría contra el cielo pálido. Los pájaros empezaban a cantar en los huertos y los setos, cada vez más fuerte.

Llegaron al borde del mundo y caminaron a lo largo de ese borde por un rato hasta llegar allí donde no había más que rocas y el borde era muy angosto. Había un surco en la roca, y ella lo miró.

—Él podría empujarla —dijo el hombre—. Y luego el halcón podría volar, solo.

Le desató la correa que tenía atada al cuello.

—Párate en la orilla —le dijo. Ella fue siguiendo la huella que había en la roca hasta llegar a la orilla. A sus pies, el mar; nada más que el mar. El vacío se abría delante de ella.

—Ahora Gavilán la empujará —dijo él—. Pero antes de eso tal vez quiera decir algo. Tiene mucho que decir. Las mujeres siempre tienen mucho que decir. ¿Querríais decirnos algo, Señora Tenar?

Tenar no podía hablar, pero apuntó al cielo sobre el mar.

—Albatros —dijo él.

Ella lanzó una carcajada.

En los abismos de luz, desde las puertas del cielo, apareció volando el dragón, dejando una estela de fuego detrás del cuerpo arqueado y cubierto de escamas. Entonces Tenar habló.

—¡Kalessin! —gritó y luego se volvió, tomó a Ged del brazo, lo obligó a tumbarse sobre la roca mientras el rugido de fuego pasaba por encima de ellos, las escamas se entrechocaban y el viento silbaba en las alas extendidas, las garras golpeaban la roca como guadañas.

El viento soplaba desde el mar. Un minúsculo cardo que crecía en una hendedura de la roca cerca de su mano se inclinaba una y otra vez bajo el viento que venía del mar.

Ged estaba a su lado. Estaban acuclillados lado a lado, el mar a sus espaldas y el dragón delante de. ellos.

El dragón los miró de soslayo con un ojo rasgado y amarillo.

Ged habló con voz ronca, temblorosa, en la lengua de los dragones. Tenar comprendió las palabras, que eran solamente: «Os agradecemos, Anciano».

Mirando a Tenar, Kalessin dijo con voz atronadora como un cepillo de metal frotado contra un gong: —¿Aro Tehanu?

—¡La niña! —dijo Tenar—. ¡Therru! —Se puso en pie para echarse a correr en busca de su niña. La vio avanzar por la saliente rocosa entre la montaña y el mar, hacia el dragón.

—¡No corras, Therru! —gritó, pero la niña la había visto y corría, corría directamente hacia ella. Se aferraron una a la otra.

El dragón hizo girar su enorme cabeza color de hierro para mirarlas con los dos ojos. Un brillo ardiente y rizos de fuego brotaban de los ollares anchos como marmitas. El calor del cuerpo del dragón se expandía en el viento frío que venía del mar.

—Tehanu —dijo el dragón.

La niña se volvió a mirarlo.

—Kalessin —dijo.

Entonces Ged, que seguía arrodillado, se puso de pie, aunque tembloroso, y se afirmó en el brazo de Tenar. Rió. —¡Ahora sé quién te llamó, Anciano! —dijo.

—Yo lo llamé —dijo la niña—. Fue lo único que se me ocurrió hacer, Segoy.

No apartaba los ojos del dragón y hablaba en la lengua de los dragones, con las palabras de la Creación.

—Hiciste bien, criatura —dijo el dragón—. Llevo mucho tiempo buscándote.

—¿Tenemos que ir allí ahora? —preguntó la niña—. ¿Dónde están los otros? ¿En el otro viento?

—¿Los abandonarías?

—No —dijo la niña—. ¿Pueden venir?

—No pueden venir. Su vida está aquí.

—Me quedaré con ellos —dijo, casi sin aliento.

Kalessin se apartó para lanzar un inmenso «¡Ja!» de risa o desdén o satisfacción o cólera que parecía un estallido. Luego dijo, mirando una vez a la niña: —Está bien. Tienes una tarea que hacer aquí.

—Lo sé —dijo la niña.

—Volveré a buscarte —dijo Kalessin—, cuando llegue el momento. —Y a Ged y Tenar les dijo:— Os doy a mi niña, como vosotros me daréis a vuestra niña.

—Cuando llegue el momento —dijo Tenar.

Kalessin inclinó apenas la enorme cabeza y frunció un costado del ancho hocico de dientes afilados.

Ged y Tenar se apartaron con Therru mientras el dragón giraba, arrastrando su armadura a lo largo de la saliente, apoyando cuidadosamente las garras de las patas, recogiendo las ancas negras como un gato, hasta saltar al aire. Las alas como aspas de molino lanzaron destellos carmesíes a la luz del alba, la cola espinosa silbó sobre la roca, y alzó vuelo, desapareció… como una gaviota, una golondrina, un pensamiento.

Allí donde había estado el dragón quedaban jirones chamuscados de tela y de cuero, y otras cosas.

—Venid —dijo Ged.

Pero la mujer y la niña se quedaron quietas, mirando las cosas.

—Son personas de hueso —dijo Therru. Entonces se volvió y echó a andar. Se adelantó al hombre y a la mujer por el angosto sendero.

—Su lengua —dijo Ged—. Su lengua materna.

—Tehanu —dijo Tenar—. Su nombre es Te-hanu.

—Se lo ha dado aquel que da los nombres.

—Ha sido Tehanu desde un comienzo. Siempre ha sido Tehanu.

—¡Venid! —dijo la niña, mirando hacia atrás—. Tía Musgo está enferma.

Consiguieron sacar a Musgo a la luz y al aire, lavarle las heridas y quemar las ropas de cama malolientes, mientras Therru traía otras limpias de la casa de Ogion. También regresó con Brezo, la pastora de cabras. Con la ayuda de Brezo acostaron cómodamente a Musgo en su cama, rodeada de sus pollos; y Brezo prometió regresar con algo de comida.

—Alguien tiene que ir al Puerto de Gont —dijo Ged—, a buscar al hechicero. Para que atienda a Musgo; puede sanar. Y para que vaya a la mansión. El anciano morirá ahora. El nieto puede seguir viviendo, si se purifica la casa… —Se había sentado en el peldaño de la entrada de la casa de Musgo. Recostó la cabeza en la jamba de la puerta, bajo la luz del sol, y cerró los ojos.— ¿Por qué hacemos lo que hacemos? —preguntó.

Tenar estaba lavándose la cara y las manos y los brazos en una vasija con agua clara que había sacado del pozo. Cuando hubo terminado, miró en torno. Agobiado de cansancio, Ged se había quedado dormido, con el rostro vuelto hacia la luz matinal. Tenar se sentó a su lado en el peldaño y apoyó la cabeza en su hombro. «¿Nos hemos salvado?», pensó. «¿Cómo es que nos hemos salvado?»

Bajó los ojos para mirar la mano de Ged, floja y abierta sobre el peldaño de tierra. Recordó el cardo que se inclinaba bajo el viento y las zarpas de la pata del dragón y sus escamas rojas y doradas. Casi se había dormido cuando la niña se sentó a su lado.

—Tehanu —musitó.

—El arbolito se murió —dijo la niña.

Al cabo de un rato, la mente fatigada y soñolienta de Tenar comprendió, y se despabiló lo suficiente como para decir: —¿Hay melocotones en el viejo árbol?

Hablaban en voz baja, para no despertar al hombre dormido.

—Sólo pequeñitos y verdes.

—Ya madurarán, después de la Larga Danza. Falta poco ya.

—¿Podemos plantar un árbol?

—Más de uno, si quieres. ¿Cómo está la casa?

—Vacía.

—¿Te parece bien que vivamos allá? —Se incorporo un poco más y rodeó a la niña con el brazo.— Tengo dinero —dijo—, bastante dinero como para comprar un rebaño de cabras y el pasto que tenga Turby del invierno, siempre que esté a la venta todavía. Ged sabe dónde llevarlas en la montaña, en el verano… Me pregunto si la lana que juntamos estará allí todavía. —Al decir eso, pensó: «Dejamos los libros. ¡Los libros de Ogion! En la repisa de la chimenea de la Granja de los Robles… Se los dejamos a Chispa, pobre muchacho, ¡no es capaz de leer una sola palabra de esos libros!».

Pero eso no parecía importar. Había nuevas cosas que aprender, sin duda. Y podría enviar a alguien a buscar los libros, si Ged los quisiese. Y podría mandar a buscar la rueca. O podría ir ella misma cuando llegara el otoño y ver a su hijo, y visitar a Alondra y quedarse por una temporada con Manzana. Tendrían que volver a sembrar la huerta de Ogion enseguida si querían tener verduras cultivadas por ellos en el verano. Recordó las hileras de habichuelas y el aroma de sus flores. Recordó el ventanuco que miraba al oeste. —Pienso que podemos vivir allí —dijo.

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