8. Halcones

Therru regresó poco después con la respuesta de Gavilán: —Dice que se marchará esta noche.

Tenar la escuchó con satisfacción, sintiendo alivio al saber que había aceptado su plan, que se quitaría de encima a esos mensajeros y esos mensajes que tanto temía. Sólo después de servirles a Brezo y Therru su banquete de patas de rana, y de acostar a Therru y de cantarle, y cuando estaba sentada a solas sin la luz de una lámpara ni del fuego, empezó a sentirse abatida. Él se había marchado. No tenía fuerzas, se sentía desconcertado e inseguro, necesitaba amigos; y ella lo había alejado de quienes eran sus amigos y de quienes deseaban serlo. Se había marchado y ella tenía que quedarse para evitar que los sabuesos siguieran sus huellas, para descubrir al menos si se quedarían en Gont o regresarían a Havnor en su barco.

El pánico de Ged y su propia sumisión ante ese pánico empezaban a parecerle tan irracionales que le pareció igualmente irracional e improbable que se marchase realmente. Recurriría a su ingenio y simplemente se ocultaría en la casa de Musgo, el último lugar en toda Terramar donde un rey iría a buscar a un Archimago. Sería mucho mejor que se quedara allí hasta que los hombres del rey se marcharan. Entonces podría regresar a la casa de Ogion, a su lugar. Y la vida seguiría como antes, ella cuidándolo hasta que él recuperara sus fuerzas y él brindándole su valiosa compañía.

Una sombra contra las estrellas en el vano de la puerta: —¡Pssst! ¿Estás despierta? —Tía Musgo entró—. Bien, se ha marchado —dijo, conspiradoramente, jubilosa—. Se fue por el viejo camino del bosque. Dice que tomará un atajo hasta el camino que lleva al Valle Central, pasando por el Manantial de los Robles, mañana.

—Bien —dijo Tenar.

Más osada que de costumbre, Musgo se sentó sin que la invitaran a hacerlo. —Le di una hogaza de pan y un poco de queso para el camino.

—Gracias, Musgo. Fuiste muy gentil.

—Señora Goha. —La voz de Musgo en la oscuridad adquirió la cadencia monótona de sus salmodias y sus hechizos.— Hay algo que quería decirte, queridita, sin ir más allá de lo que puedo saber, porque sé que has vivido entre personas importantes y que has sido una de ellas, y eso me hace quedarme callada cuando lo pienso. Y sin embargo hay cosas que yo sé que tú no podrías saber, a pesar de que aprendiste las runas y el Habla Arcana, y todo lo que has aprendido de los sabios y en otras tierras.

—Así es, Musgo.

—Sí, bien entonces. Por eso cuando hablamos de que las brujas reconocen a las brujas y de que el poder reconoce el poder y yo dije… hablando del que se ha marchado… dije que ya no era un mago, no importa lo que haya sido, y sin embargo tú no estabas de acuerdo… Pero yo tenía razón, ¿verdad?

—Sí.

—Sí. Tenía razón.

—Él mismo lo dijo.

—Por supuesto que lo dijo. Él no anda diciendo mentiras ni dice que esto es aquello y que aquello es esto hasta que uno no sabe qué es nada, tengo que reconocerle eso. Tampoco es de esos que tratan de mover una carreta sin un buey. Pero te voy a decir sin rodeos que me alegro de que se haya marchado, porque no serviría de nada, ya no serviría de nada, ahora que es otra persona y todo eso.

Tenar no tenía ni la más remota idea de qué pretendía decir, excepto por su imagen de tratar de mover una carreta sin un buey. —No sé por qué tiene tanto miedo —dijo—. Bueno, en parte lo sé, pero no comprendo por qué siente tanta vergüenza. Pero sé que piensa que tendría que haber muerto. Y sé que lo único que entiendo de la vida es que uno tiene que tener una tarea que hacer, y ser capaz de hacerla. Ahí está la satisfacción y la gloria y todo. Y si no puedes hacer esa tarea, o si te la arrebatan, entonces ¿de qué sirve nada? Tienes que tener algo…

Musgo escuchaba y asentía como si estuviese escuchando palabras sabias, pero después de una corta pausa dijo: —¡Es raro para un hombre viejo ser un muchacho de quince años, no cabe duda!

Tenar estuvo a punto de decir: «¿De qué estás hablando, Musgo?», pero algo le impidió hacerlo. Se dio cuenta de que había estado prestando atención para oír entrar a Ged en la casa cuando regresara de sus vagabundeos por la ladera, que había estado atenta al sonido de su voz, que su cuerpo negaba su ausencia. Miró súbitamente a la bruja, un bulto negro e informe sentado en la silla de Ogion junto al hogar vacío.

—¡Ah! —dijo, y de pronto se le ocurrieron mil ideas a la vez.

—Por eso —dijo—. Por eso yo nunca… Después de un largo silencio, dijo: —¿Los hechiceros…, ellos…, es un hechizo?

—Sin duda, sin duda, queridita —dijo Musgo—. Se hechizan a sí mismos. Algunos te dirán que hacen un trato, como una boda al revés, con votos y todo, y que así adquieren su poder. Pero a mí eso me suena raro, como hacer un trato con los Poderes Antiguos más que lo que hace una verdadera bruja. Y el viejo mago, él me dijo que no hacían esas cosas. Pero he conocido a algunas brujas que lo hacen, y no se hacen mucho daño con eso.

—Las que me criaron hacían eso, prometiendo virginidad.

—¡Oh, sí!, no había hombres, tú me lo dijiste y los que había, nada. ¡Terrible!

—Pero ¿por qué…, por qué no pensé nunca…?

La bruja lanzó una sonora carcajada. —Porque ése es el poder que tienen, queridita. ¡No piensas! ¡No puedes pensar! Y ellos tampoco, después de que han urdido su sortilegio. ¿Cómo podrían pensar? ¿Con su poder? No serviría, ¿verdad?, no serviría. No se consigue nada sin dar otro tanto. Eso se aplica a todo, así es. Así que ellos lo saben, los brujos, los hombres de poder, lo saben mejor que nadie. Pero, tú sabes, es molesto para un hombre no ser un hombre, aunque pueda hacer que el sol baje del cielo. Y por eso se olvidan del asunto, con sus sortilegios de atadura. Y se olvidan de veras. Incluso en estos malos tiempos en que vivimos, con los sortilegios que no sirven de nada y todo eso, no he oído de ningún mago que rompa esos sortilegios, tratando de usar su poder para darle placer al cuerpo. Hasta el peor de todos tendría miedo de hacerlo. Por supuesto, hay algunos que crean ilusiones, pero sólo se engañan a sí mismos. Y hay brujos de poca monta, que hacen malas brujerías y cosas por el estilo, algunos de ellos prueban sus sortilegios de seducción con las campesinas, pero por lo que yo sé esos sortilegios no sirven de mucho. Lo que sucede es que un poder es tan grande como el otro y cada uno va por su lado. Así lo veo yo.

Tenar seguía sentada, pensando, absorta. Finalmente dijo: —Se apartan.

—Sí. Un hechicero tiene que hacer eso.

—Pero tú no.

—¿Yo? Yo sólo soy una bruja vieja, queridita.

—¿Qué edad tienes?

Después de un minuto, Musgo dijo con un dejo de risa desde la oscuridad: —Tan vieja como para no meterme en líos.

—Pero tú dijiste… No has sido célibe.

—¿Qué es eso, queridita?

—Como los hechiceros.

—Oh, no. ¡No, no! Nunca había nada que mirar, pero yo podía mirarlos de una cierta manera… sin hacer brujerías, tú sabes, queridita, tú sabes lo ue quiero decir… Hay una manera de mirar y él no ejaba de venir, así como un cuervo no deja de graznar, en un día o dos o tres llegaba a mi casa… «Necesito algo para curarle la sarna a mi perro», «Necesito un té para mi abuela enferma»… Pero yo sabía lo que quería y si me gustaba bastante quizá lo conseguía. Y por amor, por amor…, no soy de ésas, tú sabes, aunque quizás algunas brujas lo son, pero son una deshonra para nuestro arte, digo yo. Yo practico mi arte si me pagan, pero para mi placer actúo por amor, eso digo yo. No es que todo sea placer, todo eso. Estuve enloquecida por un hombre durante mucho tiempo, años; era un hombre apuesto, pero de corazón duro, frío. Hace mucho que murió. El padre de ese Townsend que volvió aquí para quedarse a vivir, tú lo conoces. ¡Ay!, no podía dejar de pensar en ese hombre, así que usé mi arte, le eché muchos sortilegios, pero no sirvió de nada. Todo para nada. No se Te puede pedir peras al olmo… Y me vine a Re Albi cuando era una muchacha porque estaba metida en un lío con un hombre del Puerto de Gont. Pero no puedo hablar de eso, porque eran gente rica, importante. ¡Ellos eran los que tenían poder, no yo! No querían que su hijo se enredara con una muchacha del pueblo como yo, perra inmunda me decían, y me habrían quitado de en medio, como quien mata a un gato, si no me hubiera venido aquí. Pero, ¡ay!, cómo me gustaba ese muchacho, con sus piernas y sus brazos redondos y suaves y sus ojos grandes, oscuros; es como si lo estuviera viendo después de todos estos años…

Se quedaron sentadas por largo rato en la oscuridad, sin hablar.

—Cuando tuviste un hombre, Musgo, ¿tuviste que renunciar a tu poder?

—Ni a una pizca —dijo la bruja, satisfecha.

—Pero tú dijiste que uno no consigue nada a menos que dé. ¿Es distinto, entonces, para los hombres y para las mujeres?

—¿Qué cosa, queridita?

—No sé —dijo Tenar—. Me parece que nosotros hacemos casi todas esas diferencias y después nos quejamos. No sé por qué el Arte de la Magia, por qué el poder, tiene que ser diferente para un brujo y una bruja. A menos que el poder mismo sea diferente. O el arte.

—El hombre da, queridita. La mujer recibe.

Tenar se quedó en silencio pero insatisfecha.

—Nuestro poder parece insignificante en comparación con el poder de ellos —dijo Musgo—. Pero es muy profundo. Está lleno de raíces. Es como una vieja zarzamora. Y el poder de un hechicero es como un abeto, tal vez, grande y alto y majestuoso, pero no resiste una tormenta. Nada destruye a una zarzamora. —Se rió como siempre, cloqueando como una gallina, contenta con su comparación.— ¡Y bien! —dijo animadamente—. Por eso, como te dije, quizá sea bueno que se haya marchado y que ya no esté aquí, para que la gente del pueblo no empiece a hablar.

—¿A hablar?

—Tú eres una mujer respetable, queridita, y la reputación de una mujer es su riqueza.

—Su riqueza —repitió Tenar, con el mismo tono inexpresivo; luego volvió a decir—: Su riqueza. Su tesoro. Su caudal. Su valor… —Se puso de pie, incapaz de quedarse quieta en la silla, estirando la espalda y los brazos.— Como los dragones que se metían en cuevas, que construían fortalezas para ocultar su tesoro, su caudal, para estar protegidos, para dormir sobre su tesoro, para ser su tesoro. ¡Recibir, recibir, y no dar nunca!

—Ya reconocerás el valor de una buena reputación —dijo Musgo secamente—, si la pierdes. No es todo. Pero es difícil sustituirla.

—¿Dejarías de ser una bruja para ser respetable, Musgo?

—No sé —dijo Musgo al cabo de un rato, con aire pensativo—. No sé si sabría hacerlo. Tal vez tenga un don, pero no el otro.

Tenar se le acercó y la cogió de las manos. Sorprendida ante ese gesto, Musgo se levantó, apartándose un poco; pero Tenar dio un paso adelante y la besó en la mejilla.

La vieja alzó una mano y tímidamente rozó los cabellos de Tenar, una sola caricia, como solía hacer Ogion. Luego se alejó y dijo entre dientes que tenía que regresar a casa, y se acercó a la puerta y desde allí le preguntó: —¿O preferirías que me quedara, por los forasteros que andan por aquí?

—Vete —dijo Tenar—. Estoy acostumbrada a los forasteros.

Esa noche, cuando estaba acostada tratando de dormir, volvió a internarse en los vastos torbellinos de viento y de luz, pero era una luz ahumada, roja, anaranjada y ámbar, como si el aire fuese fuego. Estaba y no estaba en ese elemento; volando en el viento y siendo el viento, el empuje del viento, la fuerza que se liberaba; y ninguna voz la llamaba.

De mañana, se sentó en el peldaño de la entrada a cepillarse los cabellos. No tenía los cabellos rubios, como la mayoría de los kargos; tenía la tez pálida, pero los cabellos oscuros. Aún los tenía oscuros, con apenas una que otra hebra gris. Se los había lavado con parte del agua que estaba hirviendo para lavar ropa, porque había decidido que ese día se dedicaría al lavado, ahora que Ged se había marchado y que su respetabilidad estaba a salvo. Se secó los cabellos al sol, cepillándolos. En la mañana cálida y ventosa, el cepillo sacaba chispas que chisporroteaban en las puntas ondulantes de sus cabellos.

Therru se paró a su lado, observando. Tenar se volvió y la vio tan atenta que casi temblaba.

—¿Qué sucede, pajarito?

—Las llamas vuelan —dijo la niña, temerosa o alborozada—. ¡Por todo el cielo!

—Son sólo chispas de mis cabellos —dijo Tenar, desconcertada. Therru sonreía y Tenar no sabía si había visto sonreír alguna vez antes a la niña. Therru extendió las dos manos, la mano sana y la mano quemada, como si fuese a tocar y seguir el vuelo de algo en torno a los cabellos flotantes de Tenar—. Las llamas, vuelan —repitió, y luego rió.

En ese instante Tenar se preguntó por primera vez cómo la vería Therru —cómo vería el mundo— y se dio cuenta de que no lo sabía: que no podía saber qué vería alguien con un ojo consumido por el fuego. Y recordó las palabras de Ogion, Le temerán; pero ella no le temía en absoluto a la niña. No le temía y siguió cepillándose los cabellos, enérgicamente, para que salieran chispas, y volvió a oír la ronca risa de júbilo.

Lavó las sábanas, los estropajos, sus mudas y su otro vestido y los vestidos de Therru, y (después de asegurarse de que las cabras estaban en la dehesa cercada) los extendió en el prado para que se secaran sobre la hierba seca, colocando piedras sobre las prendas porque soplaba un viento borrascoso, con un ímpetu de fines de verano.

Therru había ido creciendo. Aún era muy pequeña y delgada para su edad, posiblemente unos ocho años, pero en los últimos dos meses, con las heridas cicatrizadas por fin y sin sufrir dolores, había empezado a correr más por todas partes y a comer más. La ropa, vestidos usados de la hij a menor de Alondra, una niña de cinco años, le iba quedando chica.

A Tenar se le ocurrió que podría ir a la aldea a visitar al Tejedor Abanico, y ver si le podía dar uno o dos trozos de tela a cambio de los restos que le había estado mandando para los cerdos. Quería hacerle alguna prenda a Therru. Y también quería visitar al viejo Abanico. La muerte de Ogion y la enfermedad de Ged la habían mantenido alejada de la aldea y de la gente que había conocido allí. Como siempre, la habían alejado de lo que conocía, de lo que sabía hacer, del mundo en el que había elegido vivir… un mundo que no era el mundo de los reyes y las reinas, de los grandes poderes y dominios, de las grandes artes y de viajes y aventuras (pensaba mientras se aseguraba de que Therru estaba con Brezo y se echaba a andar hacia el pueblo), sino de gente sencilla que hacía cosas sencillas, como casarse y criar hijos y dedicarse a la labranza y coser y hacer el lavado. Pensaba en eso con cierto espíritu vengativo, como si le estuviese hablando a Ged, que ahora indudablemente estaría a mitad de camino del Valle Central. Lo imaginó en el camino, cerca del claro donde había dormido con Therru. Se imaginó al hombre delgado, de cabellos cenicientos, caminando solo y en silencio, con media hogaza del pan de la bruja en el bolsillo y el corazón abrumado de dolor.

«Tal vez ya sea hora de que lo descubras», pensó dirigiéndose a él. «¡Es hora de que descubras que no aprendiste todo en Roke!» Mientras lo sermoneaba mentalmente, vio otra imagen: cerca de Ged estaba uno de los hombres que se había quedado esperándolas a ella y a Therru en el camino. Sin proponérselo, dijo: «Ged, ¡ten cuidado!»; temía por él, porque no llevaba ni una vara siquiera. A quien veía no era al hombre alto con bigotes que le cubrían los labios, sino a otro de los hombres, un hombre más o menos joven con una gorra de cuero, el que había mirado detenidamente a Therru.

Alzó los ojos para mirar la pequeña cabana que había junto a la casa de Abanico, donde había vivido cuando vivía allí. Vio pasar a un hombre entre ella y la cabana. Era el hombre al que había estado recordando, imaginando, el hombre con una gorra de cuero. El hombre pasó delante de la cabana, delante de la casa del tejedor; no la había visto. Lo vio subir por la calle de la aldea, sin detenerse. Se dirigía al recodo del camino de la colina o a la mansión.

Sin detenerse a pensar por qué, Tenar lo siguió a cierta distancia hasta ver por dónde seguía. No bajó por el camino que había tomado Ged, sino que siguió subiendo por la colina hacia la propiedad del Señor de Re Albi.

Entonces dio media vuelta y fue a visitar al viejo Abanico.

Aunque era casi un recluso, como muchos tejedores, Abanico se había mostrado gentil con la muchacha karga dentro de su habitual timidez, y vigilante. ¡Cuántas personas habían protegido su respetabilidad!, pensó. Ahora que estaba casi ciego, Abanico tenía una aprendiza que hacía la mayor parte del trabajo. Se alegró de recibir una visita. Se sentó ceremoniosamente en una vieja silla tallada bajo el objeto que le había dado su nombre común: un enorme abanico pintado, el tesoro de su familia; se decía que era un obsequio que le había dado un generoso pirata de los mares a su abuelo a cambio de una vela que le había tejido de prisa en un momento de necesidad. Estaba desplegado en la pared. Tan pronto como vio nuevamente el abanico, Tenar reconoció las figuras delicadamente pintadas de hombres y mujeres con espléndidas túnicas de color rosa y jade y azur, las torres y los puentes y los pendones del Gran Puerto de Havnor. Solían llevar a verlo a quienes visitaban Re Albi. Era el objeto más refinado que había en la aldea, todos estaban de acuerdo.

Lo admiró, sabiendo que eso le agradaría al viejo y porque de verdad era muy hermoso, y él dijo: —No has visto muchas cosas que se le igualen, en todos tus viajes, ¿verdad?

—No, no. En el Valle Central no hay nada que se le parezca —dijo ella.

—Cuando viviste en mi cabana, ¿te mostré alguna vez el otro lado del abanico?

—¿El otro lado? No —dijo ella y, entonces, no se iba a quedar tranquilo hasta bajar el abanico; sólo que ella tuvo que treparse y hacerlo, y desprenderlo con cuidado, porque él no veía bien y no podía subirse a la silla. Él le iba dando instrucciones con aprensión. Ella se lo puso en las manos y él lo escudriñó con sus ojos empañados, lo cerró a medias para estar seguro de que las varillas no se trababan, luego lo cerró del todo, lo dio vuelta y se lo pasó a Tenar.

—Ábrelo lentamente —le dijo.

Ella hizo lo que le decía. Vio dragones que se movían al moverse los pliegues del abanico. Dragones de tonos pálidos, rojo, azul, verde, pintados con pinceladas finas y difusas sobre la seda amarillenta, que se movían y se agrupaban, así como estaban agrupadas las figuras del reverso, entre nubes y picos de montañas.

—Ponió contra la luz —dijo el viejo Abanico.

Ella hizo lo que le decía y vio los dos lados, los dos dibujos convertidos en uno solo por la luz que atravesaba la seda, de modo que las nubes y los picos eran las torres de la ciudad, y los hombres y las mujeres tenían alas, y los dragones tenían ojos humanos.

—¿Ves?

—Veo —murmuró ella.

—No alcanzo a ver ahora, pero está en los ojos de mi mente. No a muchos les muestro eso.

—Es prodigioso.

—Quería mostrárselo al viejo mago —dijo Abanico—, pero entre una cosa y otra nunca lo hice.

Tenar hizo girar una vez más el abanico poniéndolo a contraluz, luego volvió a colgarlo donde estaba, con los dragones ocultos en la oscuridad, los hombres y las mujeres caminando a la luz del día.

A continuación, Abanico la llevó a ver los cerdos, un buen par de cerdos que iban engordando primorosamente para convertirse en chorizos en el otoño. Comentaron las torpezas de Brezo cuando le llevaba los restos. Tenar le dijo que soñaba con un pedazo de tela para hacerle un vestido a una niña, y a él le encantó la idea y sacó todo un corte de lienzo fino para dárselo, mientras la joven que era su aprendiza y que parecía haber adquirido su insociabilidad junto con su oficio, golpeteaba en el telar, imperturbable y malhumorada.

De regreso a casa, Tenar imaginó a Therru sentada ante ese telar. Sería una manera digna de ganarse la vida. Era un trabajo tedioso en gran parte, siempre lo mismo, pero el tejer era un oficio honorable y en algunas manos era un arte noble. Y la gente esperaba que los tejedores fueran un poco retraídos, que en muchos casos no se casaran, aislados como estaban en su trabajo; pero los respetaban. Y trabajando en casa, en el telar, Therru no tendría que enseñar el rostro. Pero ¿y la mano contrahecha? ¿Podría mover la lanzadera, armar la urdimbre con esa mano?

¿Y tendría que ocultarse toda la vida?

Pero ¿qué debía hacer? «Sabiendo lo que ha de ser su vida…»

Tenar decidió pensar en otra cosa. En el vestido que iba a hacer. Los vestidos de la hija de Alondra eran vestidos toscos hechos en casa, tan feos como el lodo. Podría teñir la mitad del corte, de amarillo tal vez, o con rubia roja de la ciénaga; y luego hacer un delantal largo o un sobrevestido blanco, con un volante plegado. ¿La niña tendría que ocultarse ante un telar, en la oscuridad, y no tener jamás una falda con volantes? E incluso le quedaría tela para otro vestido, y para un segundo delantal si cortaba la tela con cuidado.

—¡Therru! —gritó mientras se acercaba a la casa. Brezo y Therru estaban en la dehesa de retamas cuando ella se había marchado. Gritó nuevamente, quería mostrarle la tela a Therru y hablarle del vestido. Brezo apareció en la esquina de la cabana donde guardaban los alimentos, con la boca abierta, arrastrando a Sippy de una cuerda.

—¿Dónde está Therru?

—Contigo —respondió Brezo con tanta calma que Tenar miró en torno buscando a la niña antes de comprender que Brezo no tenía la menor idea de dónde estaba y que simplemente había dicho lo que quería creer.

—¿Dónde la dejaste?

Brezo no tenía la menor idea. Nunca había decepcionado a Tenar hasta entonces; al parecer, comprendía que nunca había que perder de vista a Therru, como si fuese una cabra. Pero tal vez era Therru quien lo había entendido así desde un comienzo y se mantenía siempre donde los demás la vieran. Eso pensaba Tenar mientras, al ver que Brezo no le daba ninguna pista comprensible, empezaba a buscar y a llamar a la niña, sin recibir respuesta.

Se mantuvo lejos de la orilla del precipicio todo el tiempo que pudo. El día que habían llegado allí, le había explicado a Therru que nunca debía bajar sola por las laderas empinadas que había más abajo de la casa ni caminar por la orilla escarpada que había hacia el norte, porque con un solo ojo no se podía calcular con precisión la distancia ni la profundidad. La niña le había obedecido. Siempre le obedecía. Pero los niños se olvidan. Pero ella no se olvidaría. Podía acercarse a la orilla sin saberlo. Pero seguramente había ido a la casa de Musgo. ¡Eso era!… Como ya había ido sola allí la noche anterior, había ido nuevamente. Eso era, sin duda.

No estaba allí. Musgo no la había visto.

—Yo la encontraré, yo la encontraré, queridita —le aseguró a Tenar; pero en lugar de subir a buscarla por el sendero del bosque como Tenar había esperado que hiciese, Musgo empezó a hacerse nudos en el pelo preparándose a urdir un sortilegio de encuentro.

Tenar regresó corriendo a la casa de Ogion, dando voces una y otra vez. Y esta vez miró hacia las laderas empinadas que había más abajo de la casa, esperando ver la diminuta silueta agachada, jugando entre las enormes piedras. Pero sólo vio el mar, rizado y oscuro, en el extremo de esas campiñas inclinadas, y se sintió aturdida y angustiada.

Llegó hasta la tumba de Ogion y un poco más lejos, subiendo por el sendero del bosque, dando voces. Al cruzar nuevamente la pradera, vio al cernícalo cazando en el mismo sitio donde Ged lo había estado observando mientras cazaba. Esta vez el cernícalo se detuvo y atacó y alzó vuelo con una pequeña criatura entre las garras. Voló rápidamente hacia el bosque. «Está alimentando a sus crías», pensó Tenar. Todo tipo de ideas cruzaron por su mente, muy vividas y claras, al pasar junto a la ropa lavada que había dejado en la hierba, seca ya; tendría que recogerla antes de la noche. Tenía que buscar por todas partes en la casa, en la cabana de los alimentos, en el establo, más atentamente. Ella tenía la culpa. Ella había hecho que esto sucediera por pensar en hacer de Therru una tejedora, encerrándola en la oscuridad para que trabajara allí, para que fuera respetable. Cuando Ogion le había dicho «¡Enséñale, enséñale todo, Tenar!». Cuando sabía que un mal que no se puede reparar debe ser trascendido. Cuando sabía que la niña le había sido encomendada y había fracasado en su misión, no había respondido a su confianza, la había perdido, perdido ese gran y único obsequio.

Entró en la casa después de buscar en cada rincón de las otras construcciones, y miró nuevamente en el rincón y detrás de la otra cama. Se sirvió agua, porque tenía la boca seca como la arena.

Las tres varas de madera que estaban detrás de la puerta, la vara de Ogion y las varas para caminar, se movieron en las sombras, y una de ellas dijo: —Aquí.

La niña estaba agazapada en el rincón oscuro, con el cuerpo encogido de tal manera que no parecía más grande que un perrito, con la cabeza inclinada hacia el hombro y las piernas apegadas al cuerpo, el ojo sano cerrado.

—Pajarito, gorrioncito, llamita, ¿qué sucede? ¿Qué sucedió? ¿Qué te han hecho?

Tenar rodeó el pequeño cuerpo, cerrado y firme como una piedra, acunándolo en los brazos.

—¿Cómo puedes asustarme tanto? ¿Cómo puedes esconderte de mí? ¡Oh, estaba furiosísima!

Se echó a llorar y sus lágrimas cayeron sobre el rostro de la niña.

—¡Ay, Therru, Therru, Therru, no te escondas de mí!

Los miembros anudados se estremecieron y empezaron a aflojarse poco a poco. Therru se movió y se aferró súbitamente a Tenar, hundiendo la cara en el hueco entre el pecho y el hombro de Tenar, apegándose cada vez más hasta aferrarse desesperadamente. No lloró. Nunca lloraba; tal vez las llamas la habían dejado sin lágrimas; no tenía lágrimas. Pero dejó escapar un largo sonido que parecía un sollozo, un gemido.

Tenar la abrazó, acunándola, acunándola. Muy, muy lentamente dejó de aferrarse con desesperación. Tenía la cabeza apoyada en el pecho de Tenar.

—Dime —murmuró la mujer, y ja niña dijo en su tono de débil y ronco susurro—: El vino aquí.

En un primer momento, Tenar pensó que hablaba de Ged, y en su mente, que seguía discurriendo con la rapidez del miedo, lo advirtió, comprendió quién era «él» para ella y esbozó una mueca burlona, pero no se detuvo, inquisidora. —¿Quién vino aquí?

La única respuesta fue una especie de estremecimiento interno.

—Un hombre —dijo Tenar calmadamente—, un hombre con una gorra de cuero. Therru asintió una vez.

—Lo vimos en el camino, cuando veníamos hacia aquí.

No hubo respuesta.

—Los cuatro hombres…, los hombres que me hicieron enfadar, ¿te acuerdas? Él era uno de ellos.

Pero recordó que Therru había estado todo el tiempo con la cabeza gacha, ocultando el lado quemado, sin alzar los ojos, como hacía siempre cuando estaba ante desconocidos.

—¿Lo conoces, Therru?

—Sí.

—¿De…, de cuando vivías en el campamento al lado del río?

Asintió una vez.

Tenar la apretó entre los brazos.

—¿Vino aquí? —dijo y, mientras hablaba, todo el temor que había sentido se convirtió en cólera, una cólera que le quemaba todo el cuerpo desde dentro como una vara ardiente. Lanzó algo parecido a una carcajada—: ¡Jaj! —Y en ese instante recordó a Kalessin, la risa de Kalessin.

Pero no era tan fácil para un ser humano y una mujer. Había que contener el fuego. Y había que consolar a la niña.

—¿Te vio?

—Me escondí.

Entonces, acariciándole los cabellos a Therru, Tenar dijo: —Nunca te tocará, Therru. Comprende lo que te digo y créeme: nunca te volverá a tocar. Nunca te volverá a ver a menos que yo esté contigo, y entonces tendrá que enfrentarse conmigo. ¿Me entiendes, mi amor, mi preciosa, mi bonita? No tienes que temerle. No tienes que temerle. Él quiere que le temas. Se alimenta de tu temor. Haremos que se muera de hambre, Therru. Lo haremos morir de hambre hasta que tenga que devorarse a sí mismo. Hasta que se atragante con los huesos de su propia mano… ¡Ah, ah, ah, no me prestes atención ahora, estoy furiosa, furiosa, eso es todo…! ¿Estoy roja? ¿Estoy roja como una gontesca? ¿Estoy roja como un dragón? —Trató de bromear; y Therru, levantando la cabeza, alzó los ojos para mirarla a la cara desde su rostro contraído, trémulo, devorado por el fuego y dijo:— Sí. Eres un dragón rojo.

La idea de que el hombre hubiese ido a la casa, hubiera estado en la casa, hubiera observado la obra de sus manos, pensando tal vez en mejorarla, cada vez que Tenar volvía a pensar en eso la idea surgía más como una náusea repentina, un deseo de vomitar, que como un pensamiento. Pero la náusea desaparecía ante la cólera.

Se levantaron y se lavaron, y Tenar se dio cuenta de que en ese preciso instante lo que más sentía era hambre. —Estoy vacía —le dijo a Therru y sirvió para las dos una abundante comida de pan y queso, habichuelas frías con aceite y hierbas, una cebolla en rodajas y chorizo seco. Therru comió bastante y Tenar comió mucho.

Mientras quitaban la mesa, dijo: —Por ahora, Therru, no te dejaré sola nunca y tú no te alejarás de mí. ¿De acuerdo? Y ahora deberíamos ir juntas a la casa de Tía Musgo. Estaba urdiendo un sortilegio para encontrarte y ya no tiene que preocuparse de seguir haciéndolo, pero es posible que no lo sepa.

Therru dejó de moverse. Le echó una mirada a la puerta abierta y retrocedió.

—Tenemos que entrar la ropa lavada, también. Cuando regresemos. Y cuando volvamos a casa, te mostraré la tela que me dieron hoy. Para un vestido. Un nuevo vestido, para ti. Un vestido rojo.

La niña se quedó inmóvil, encerrándose en sí misma.

—Si nos ocultamos, Therru, le damos de comer. Nosotras vamos a comer. Y haremos que se muera de hambre. Ven conmigo.

El cruzar esa puerta que conducía al exterior era una barrera, un obstáculo insuperable para Therru. Retrocedió, ocultó la cara, comenzó a temblar, se tambaleó; era cruel obligarla a cruzarla, era cruel obligarla a salir de su escondite, pero Tenar se mostró implacable. —¡Ven! —dijo, y la niña salió.

Tomadas de la mano, atravesaron los campos hacia la casa de Musgo. Therru levantó la cabeza una o dos veces.

Musgo no se sorprendió al verlas, pero tenía una expresión extraña, cautelosa. Le dijo a Therru que entrara en la casa a mirar los polluelos de la gallina de cogote emplumado y que eligiera dos para llevarse; y Therru desapareció de inmediato en el interior de ese refugio.

—No había salido de la casa —dijo Tenar—. Estaba escondida.

—Hizo bien —dijo Musgo.

—¿Por qué? —le preguntó Tenar con dureza. No estaba de humor para escondites.

—Hay…, hay seres rondando por aquí—dijo la bruja, no ominosamente sino con inquietud.

—¡Hay bribones rondando por aquí! —dijo Tenar, y Musgo la miró y se apartó un poco de ella.

—¡Ea!, vamos —dijo—. ¡Ea!, queridita. Estás rodeada de fuego, tienes un brillo de fuego alrededor de la cabeza. Urdí el sortilegio para encontrar a la niña, pero no salió bien. Por alguna razón se desvió y no sé si ya se acabó. No sé qué pensar. Vi seres extraordinarios. Buscaba a la pequeña pero los vi a ellos, volando por las montañas, volando en las nubes. Y ahora tienes eso alrededor, como si te ardieran los cabellos. ¿Qué anda mal, qué pasa?

—Un hombre con una gorra de cuero —dijo Tenar—. Un jovenzuelo. Bien parecido. Tiene el hombro de la chaqueta descosido. ¿Lo has visto?

Musgo asintió. —Lo contrataron en la mansión para regar.

—¿Te dije que ella… —Tenar echó una mirada hacia la mansión— andaba con una mujer y dos hombres? Es uno de ellos.

—¿Uno de los que…?

—Sí.

Musgo se quedó inmóvil como una talla en madera de una vieja, rígida, como un bloque. —No sé —dijo finalmente—. Yo creía que sabía bastantes cosas. Pero no sé. ¿A…, a qué…, a qué podría haber venido?, ¿a verla?

—Si es su padre, quizás haya venido a exigir que se la entreguen.

—¿A exigir…?

—Ella le pertenece.

Tenar hablaba en tono inexpresivo. Miraba las cumbres de la Montaña de Gont mientras hablaba.

—Pero no creo que sea el padre. Pienso que éste es el otro. El que fue a la aldea a decirle a mi amiga que la niña se había hecho «daño».

Musgo seguía perpleja, aterrorizada aún por sus conjuros y visiones, por la furia de Tenar, por la presencia de un mal abominable. Sacudió la cabeza, desolada. —No sé —dijo—. Yo creía que sabía bastantes cosas. ¿Cómo pudo volver aquí?

—A comer —dijo Tenar—. A comer. No volveré a dejarla sola. Pero mañana, Musgo, tal vez te pida que te quedes con ella por una hora, algo así, de mañana. ¿Harías eso, mientras yo voy a la mansión?

—Sí, queridita. Por supuesto. Podría echarle un sortilegio de ocultamiento, si quieres… Pero allá están ellos, los hombres importantes de la Ciudad del Rey…

—Perfecto, entonces, podrán ver cómo vive la gente del pueblo —dijo Tenar, y Musgo se apartó de ella nuevamente como si se alejara de un torrente de chispas de un incendio que el viento llevara hacia ella.

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