7. Ratones

Townsend, el mercader de ovejas que le había llevado el mensaje de Ogion a la granja del Valle Central, llegó una tarde a la casa del mago.

—¿Vas a vender las cabras, ahora que el Señor Ogion ya no está?

—Tal vez —dijo Tenar con indiferencia. De hecho, se había estado preguntando de qué iba a vivir si se quedaba en Re Albi. Como a todos los hechiceros, a Ogion lo mantenían las gentes a las que servía con sus artes y sus poderes… En su caso, todos los habitantes de Gont. Le habría bastado con pedir para que le hubiesen dado con gratitud lo que necesitaba, un buen trueque a cambio de la bondad del mago; pero nunca había tenido que pedir. Por el contrario, tenía que regalar el exceso de alimentos y ropas y herramientas y ganado y todos los objetos y adornos que le ofrecían o que simplemente dejaban ante su puerta. «¿Qué voy a hacer con esto?», solía preguntar, perplejo, de pie y con los brazos llenos de pollos indignados y chillones, o yardas de tapices o potes de remolachas en escabeche.

Pero Tenar había dejado su fuente de sustento en el Valle Central. Al marcharse tan precipitadamente no había pensado cuánto tiempo podría quedarse. No había traído consigo las siete monedas de marfil, el tesoro de Pedernal; ese dinero tampoco le habría servido de nada en la aldea, salvo para comprar tierras o ganado, o negociar con algún mercader que llegara del Puerto de Gont ofreciéndoles pieles de pellawi o sedas de Lorbanería a los ricos Hacendados y a los señores poco importantes de Gont. La granja de Pedernal producía todo lo que ella y Therru necesitaban para alimentarse y vestirse; pero las seis cabras de Ogion y las habichuelas y las cebollas sólo le habían servido para divertirse, no para satisfacer sus necesidades. Había vivido de lo que Ogion tenía en la despensa, de los obsequios que le daban los aldeanos en recuerdo de él y de la generosidad de Tía Musgo. Ayer precisamente la bruja le había dicho: —Queridita, los pollos de mi gallina de cogote emplumado acaban de salir del cascarón y te voy a traer dos o tres cuando empiecen a rascar la tierra. El mago no los habría aceptado, decía que eran muy bulliciosos y tontos, pero ¿qué es una casa en la que no hay polluelos a la entrada? De hecho, las gallinas entraban y salían a sus anchas de la casa de Musgo, dormían en su cama y enriquecían de una manera increíble los olores del cuarto oscuro, lleno de humo y maloliente.

—Hay una añal parda y blanca que puede ser una excelente cabra lechera —le dijo Tenar al hombre de rostro aguzado.

—Estaba pensando en todo el rebaño —dijo él—. Tal vez. Sólo hay cinco o seis, ¿verdad?

—Seis. Están en la dehesa, allá arriba, si quieres ir a echarles una mirada.

—Ya lo haré. —Pero no se movió. Evidentemente, ninguno de los dos iba a demostrar mayor interés.

—¿Viste el gran barco que llegó? —le preguntó él.

La casa de Ogion miraba al oeste y al norte, y desde allí sólo se divisaban los promontorios rocosos a la entrada de la bahía, los Riscos Fortificados, pero desde la aldea, en varios lugares, se podía recorrer con la mirada el transitado camino que llevaba al Puerto de Gont y ver los muelles y todo el puerto. El observar las embarcaciones era una actividad constante en Re Albi. Generalmente había un par de viejos sentados en el banco de atrás de la herrería, el lugar que tenía la mejor vista, y aunque tal vez jamás en toda su vida hubiesen bajado las quince millas zigzagueantes de ese camino hasta el Puerto de Gont, observaban los ires y venires de los navios como un espectáculo, extraño pero familiar, que se les ofrecía para su diversión.

—El hijo del herrero dijo que viene de Havnor. Estaba en el Puerto tratando de conseguir lingotes a buen precio. Llegó ayer al anochecer. El gran barco viene del Gran Puerto de Havnor, eso dijo.

Probablemente sólo hablaba para que ella no pensara en el precio de las cabras y su mirada solapada probablemente sólo se debiera a la forma de sus ojos. Pero el Gran Puerto de Havnor comerciaba poco con Gont, una isla pobre y remota que sólo era conocida por sus hechiceros, sus piratas y sus cabras; y algo la inquietó o la alarmó al oír esas palabras, «el gran barco», no sabía por qué.

—Dijo que dicen que ahora hay un rey en Havnor —siguió diciendo el mercader de ovejas, mirando de soslayo.

—Eso puede ser bueno —dijo Tenar.

Townsend asintió. —Puede mantener alejados a los forasteros, esa gentuza.

Tenar inclinó afablemente su cabeza de forastera.

—Pero quizás a los del Puerto no les guste. —Se refería a los piratas que capitaneaban navios de Gont, cuyo dominio sobre los mares del nordeste había aumentado a tal punto en los últimos años que muchas antiguas rutas de comercio con las islas del centro del Archipiélago habían cambiado o habían quedado abandonadas; eso había empobrecido a todos en Gont, salvo a los piratas, pero no impedía que éstos fueran verdaderos héroes para la mayoría de los gontescos. Por lo que sabía, su hijo era marino de un barco pirata. Y tal vez corría menos peligro que en un tranquilo barco mercante. Más vale ser tiburón que arenque, como decían.

—Hay algunos que nunca están satisfechos con nada —dijo Tenar, siguiendo automáticamente las normas de la conversación, pero la impacientaban tanto que, poniéndose de pie, agregó—: Te mostraré las cabras. Puedes echarles una mirada. No sé si las venderemos todas o si venderemos alguna. —Y llevó al hombre hasta el portón de la dehesa de retamas y lo dejó allí. Le desagradaba. Él no tenía la culpa de haberle traído malas nuevas una vez y tal vez dos, pero miraba de soslayo y no le gustaba tenerlo cerca. No vendería las cabras de Ogion. Ni siquiera a Sippy.

Después de que él se hubo marchado, sin haber hecho un buen negocio, se dio cuenta de que se sentía inquieta. Le había dicho «No sé si las venderemos» y eso había sido una imprudencia, decir venderemos en lugar de venderé, cuando él no había pedido hablar con Gavilán, ni siquiera se había referido a él, como casi con toda seguridad habría hecho un hombre que estuviese regateando con una mujer, especialmente cuando ella rechazaba su oferta.

No sabía qué pensaban de Gavilán en la aldea, de su presencia y su ausencia. Ogion, reservado y silencioso y en cierto modo temido, había sido su mago y un habitante más de la aldea. Podían sentirse orgullosos de Gavilán por su nombre, por ser el Archimago que había vivido por un tiempo en Re Albi y había hecho cosas prodigiosas, engañado a un dragón en las Noventa Islas, traído el Anillo de Erreth-Akbé de vuelta desde algún lugar; pero no lo conocían. Y él tampoco los conocía. No había ido a la aldea desde su llegada, sólo al bosque, a los lugares deshabitados. No había pensado en eso antes, pero él evitaba ir a la aldea con tanta determinación como Therru.

Seguramente hablaban de él. Era una aldea y la gente hablaba. Pero los chismes sobre lo que hacían los hechiceros y los magos nunca llegaban muy lejos. El tema era muy misterioso, la vida de los hombres de poder era muy extraña, muy distinta de sus vidas. «Déjalo en paz», había oído decir a los aldeanos en el Valle Central cuando alguien empezaba a especular sin reservas sobre un transformador del tiempo que llegaba de paso o sobre su propio hechicero, Haya. «Dejadlo en paz. Él va por su camino, nosotros por el nuestro.»

En cuanto a ella, no les parecía sospechoso que se hubiese quedado a cuidar y servir a un hombre de poder como él; una vez más se trataba de «dejar en paz». Ni siquiera ella había ido mucho al pueblo; los aldeanos no eran afables ni hostiles con ella. Ella había vivido allí antaño, en la casa de Abanico, el Tejedor; había sido la pupila del viejo mago, él había mandado a Townsend a buscarla al otro lado de la montaña; todo eso estaba muy bien. Pero luego había llegado con la niña de aspecto aterrador, ¿quién querría andar por allí con ella a plena luz del día por su propia voluntad? ¿Y qué clase de mujer podía ser la pupila de un mago, la que cuidaba a un mago? Sin duda, habla brujería, y forastera además. Pero, de todos modos, había sido la esposa de un acaudalado granjero lejos de allí, en el Valle Central; aunque estuviese muerto y ella fuera una viuda. Y bien, ¿quién podía entender las costumbres de las brujas? No entrometerse, era mejor no entrometerse…

Se cruzó con el Archimago de Terramar que venía caminando junto al cerco del huerto. —Dicen que hay un barco que viene de la Ciudad de Havnor —le dijo.

Él se detuvo. Hizo un movimiento que controló rápidamente, pero había sido el comienzo de un intento de huir, de alejarse y correr como un ratón que huyera de un halcón.

—¡Ged! —dijo ella—. ¿Qué sucede?

—No puedo —dijo él—. No, no puedo enfrentarlos.

—¿A quiénes?

—A sus hombres. Los hombres del rey.

Su rostro se había vuelto algo ceniciento, como cuando había llegado, y miraba en derredor buscando un lugar donde ocultarse.

Su terror era tan apremiante y desvalido que ella sólo pensó en cómo podría protegerlo. —No tienes que verlos. Si alguien viene, lo echo. Vuelve a casa ahora. No has comido en todo el día.

—Había un hombre allí —dijo él.

—Townsend, poniéndole precio a las cabras. A ése ya lo eché. ¡Ven!

Él entró con ella y, una vez dentro, ella cerró la puerta.

—No te pueden hacer daño, Ged, sin duda que no. ¿Por qué querrían hacerlo?

El se sentó ante la mesa y sacudió lentamente la cabeza. —No, no.

—¿Saben que estás aquí?

—No sé.

—¿A qué le temes? —le preguntó ella, sin impaciencia, pero con cierta autoridad racional.

Él se cubrió la cara con las manos, frotándose las sienes y la frente, con la mirada gacha.

—Yo era… —dijo—. No soy…

Era todo lo que podía decir.

Ella lo interrumpió, diciendo: —Está bien, todo está bien. —No se atrevía a tocarlo para no hacerlo sentir más humillado con cualquier gesto que pudiese parecer compasión. Estaba enfadada con él y por lo que le sucedía.— ¡No tiene que importarles —le dijo— dónde estés ni quién seas, ni qué decidas hacer o no hacer! Si vienen a husmear, pueden marcharse con la curiosidad. —Ése era el adagio de Alondra. Sintió una súbita nostalgia por la compañía de una mujer simple y sensata.— En todo caso, es posible que el barco no tenga nada que ver contigo. Tal vez estén persiguiendo piratas para que regresen al lugar de donde salieron. Eso también será bueno, cuando el rey empiece a hacerlo… Encontré un poco de vino en el fondo de la alacena, un par de botellas, me pregunto cuánto tiempo lo tuvo escondido allí Ogion. Creo que a los dos nos vendría bien una copa de vino. Y un poco de pan y queso. La pequeña ya comió y salió a buscar ranas con Brezo. Tal vez tengamos patas de rana para la cena. Pero por ahora hay pan y queso. Y vino. ¿De dónde vendrá, quién se lo habrá dado a Ogion, de cuándo será? —Siguió charlando, en un parloteo de mujer, ahorrándole el tener que responder o malinterpretar cualquier silencio, hasta que superara la crisis de vergüenza y comiera un poco, y bebiera un vaso del suave y añejo vino tinto.

—Es mejor que me marche, Tenar —dijo él—. Hasta que aprenda a ser el que soy ahora.

—¿Adonde?

—A la montaña.

—¿A vagar… como Ogion? —Lo miró. Recordó cuando había caminado a su lado por las calles de Atuan y le había preguntado burlonamente:— ¿Mendigan a menudo los magos? —Y él le había respondido:— Sí, pero tratan de dar algo a cambio.

Le preguntó con cautela: —¿Podrías ganarte la vida por un tiempo cambiando el tiempo o encontrando cosas? —Le llenó la copa.

Él negó con la cabeza. Bebió vino y desvió la mirada. —No —dijo—. Nada de eso. Nada de eso.

Ella no le creía. Quería rebelarse, negar, decirle «¿Cómo puede ser, cómo puedes decir eso… como si hubieras olvidado todo lo que sabes, todo lo que te enseñó Ogion y lo que aprendiste en Roke y en tus viajes? No puedes haber olvidado las palabras, los nombres, los actos de tu arte. ¡Aprendiste, conquistaste tu poder!». No lo dijo, pero musitó: —No comprendo. ¿Cómo es posible que todo…?

—Un vaso de agua —dijo él, inclinando un poco su copa como si fuera a vaciarla. Y, al cabo de un rato—: Lo que no comprendo es por qué me llevó de regreso. La bondad de los jóvenes es cruel… Así que aquí estoy, tengo que seguir viviendo, hasta que pueda regresar.

Ella no comprendía claramente qué quería decir, pero percibió un dejo de condena o de queja que, por venir de él, la sobresaltó y la hizo enfurecerse. Dijo con dureza: —Fue Kalessin el que te trajo aquí.

La casa estaba a oscuras, así, con la puerta cerrada y la luz del crepúsculo que sólo entraba por la ventana del oeste. No conseguía descifrar su expresión; pero al cabo de un rato él alzó la copa hacia ella con una sombría sonrisa, y bebió.

—Este vino —dijo—. Seguramente se lo dio a Ogion un gran mercader o un gran pirata. Nunca bebí nada parecido. Ni siquiera en Havnor. —Hizo girar en las manos la copa redondeada, bajando los ojos para contemplarla.— Me daré algún nombre —dijo— y atravesaré las montañas hasta llegar a Armouth y a las tierras del Bosque Oriental de donde vengo. Estarán segando. Siempre se necesita gente para segar y para cosechar.

Ella no sabía qué responder. Frágil y enfermizo como estaba, sólo le darían ese tipo de trabajo por caridad o brutalidad; y si lo conseguía, no sería capaz de hacerlo.

—Los caminos no son como antes —le dijo—. Desde hace algunos años, hay ladrones y pandillas por todas partes. Forasteros, gentuza, como dice mi amigo Townsend. Pero ya no es prudente andar solo.

Observándolo en la penumbra para ver cómo reaccionaba, se preguntó con vehemencia por un instante cómo podría ser el no haber temido jamás a un ser humano; cómo sería el tener que aprender a temer.

—Ogion seguía yendo… —empezó a decir él y luego se calló; había recordado que Ogion era un mago.

— Allá, en el sur de la isla — dijo Tenar —, hay muchos rebaños. Ovejas, cabras, vacunos. Los llevan a las colinas antes de la Larga Danza y los dejan pastar allí hasta el comienzo de las lluvias. Siempre necesitan pastores. — Bebió un trago de vino. Lo sintió como el nombre del dragón en la boca. — ¿Pero por qué no te puedes quedar aquí?

— No en la casa de Ogion. Es el primer lugar al que vendrían.

— ¿Y qué si vienen? ¿Qué te van a pedir?

— Que sea el que era.

El desconsuelo de su voz la estremeció.

Se quedó en silencio, tratando de recordar qué había sentido cuando era poderosa, la Devorada, la única Sacerdotisa de las Tumbas de Atuan, y luego al perder eso, al arrojarlo lejos, convirtiéndose sólo en Tenar, sólo en ella. Pensó qué había sentido cuando era una mujer en la flor de la vida, con hijos y un hombre, y luego al perder todo eso, al envejecer y convertirse en una viuda, sin poder. Pero seguía sin comprender su vergüenza, su dolorosa humillación. Tal vez sólo un hombre pudiese sentir eso. Una mujer se acostumbraba a sentirse humillada.

O quizá Tía Musgo tuviese razón y cuando se sacaba la nuez la cascara quedaba vacía.

Ideas de brujas, pensó. Y para distraerlo y distraerse, y porque el suave vino le soltaba las ideas y la lengua, dijo: — ¿Sabes? He pensado… en que Ogion me enseñaba y que yo no quise seguir aprendiendo, sino que me marché y encontré a mi granjero y me casé con él… Yo pensaba, el día de mi boda yo pensaba: «¡Ged se va a enfadar si se entera!». Se reía sin dejar de hablar.

— Así fue — dijo él.

Ella esperó.

Él dijo: — Me sentía decepcionado.

— Enfadado — dijo ella.

— Enfadado — dijo él.

Él le llenó la copa.

—En ese entonces tenía el poder de reconocer el poder —dijo él—. Y tú…, tú irradiabas luz, en ese lugar terrible, el Laberinto, en esa oscuridad…

—Y bien, entonces, dime: ¿qué debería haber hecho con mi poder y con lo que Ogion trató de enseñarme?

—Usarlo.

—¿Cómo?

—Como se usa el Arte de la Magia.

—¿Quién lo usa?

—Los hechiceros —respondió él, con un dejo de dolor.

—¿La magia son las maestrías, las artes de los hechiceros, de los magos?

—¿Qué otra cosa podría ser?

—¿Es todo lo que puede llegar a ser? El se quedó pensativo, alzando los ojos un par de veces para mirarla.

—Cuando Ogion me enseñaba —dijo ella—, allí… ante el hogar, las Palabras del Habla Arcana, me era tan fácil y tan difícil pronunciarlas como a él. Era como aprender la lengua que hablaba antes de nacer. Pero lo demás… el saber, las runas del poder, los sortilegios, las reglas, la invocación de las fuerzas… todo eso era algo sin vida para mí. Una lengua ajena. Pensaba entonces que podría vestirme como un guerrero, con una lanza y una espada y un penacho y todo, pero que nada me quedaría bien, ¿o no? ¿Qué haría con la espada? ¿Me convertiría en un héroe? Llevaría ropas que no me quedarían bien, eso es todo, y apenas podría caminar.

Bebió un poco de vino.

—Así que me lo quité todo —dijo— y me vestí con mi propia ropa.

—¿Qué dijo Ogion cuando lo abandonaste?

—¿Qué solía decir Ogion?

Eso hizo aparecer nuevamente la sombría sonrisa. Ged no dijo nada.

Ella asintió.

Al cabo de un rato, siguió hablando más suavemente. —Él me acogió porque tú me habías traído. Después de ti, no quería tener pupilos y nunca habría aceptado a una muchacha a menos que tú la trajeras, que tú se lo pidieras. Pero me quería. Me estimaba. Y yo lo quería y lo estimaba. Pero no podía darme lo que yo quería y no pude aceptar lo que tenía para darme. Él lo sabía. Pero, Ged, fue distinto cuando vio a Therru. El día antes de morir. Tú dices y Musgo dice que el poder reconoce el poder. No sé qué vio en ella, pero me dijo: «¡Enséñale!» Y dijo…

Ged esperó.

—Dijo: «Le temerán». Y dijo: «¡Enséñale todo! No lo de Roke». No sé qué quería decir. ¿Cómo puedo saber? Si me hubiese quedado aquí tal vez sabría, tal vez podría enseñarle. Pero yo pensé: «Ged vendrá, él sabrá. Él sabrá qué enseñarle, qué necesita saber mi pequeña tan maltratada».

—No sé —dijo él, en voz muy baja—. Lo que vi… En la niña sólo vi… el daño que le habían hecho. El mal.

Se bebió el vino de un trago.

—No tengo nada que darle —dijo.

Se escuchó un tenue rasguño en la puerta. Él se puso de pie instantáneamente, dándose vuelta con el mismo gesto desvalido, buscando un lugar donde ocultarse.

Tenar se acercó a la puerta, la entreabrió y olió a Musgo aun antes de verla.

—Hay hombres en la aldea —susurró dramáticamente la vieja—. Gentes muy finas de todo tipo que vienen del puerto, del gran barco que llegó de la Ciudad de Havnor, eso dicen. Vienen a buscar al Archimago, dicen.

—Él no quiere verlos —dijo Tenar débilmente. No se le ocurría qué hacer.

—Yo me atrevo a decir que no —dijo la bruja.

Y después de una pausa expectante—: ¿Dónde está, entonces?

—Aquí —dijo Gavilán, acercándose a la puerta y abriéndola más. Musgo lo miró y no dijo nada.

—¿Saben que estoy aquí?

—Si lo saben no es porque yo se lo haya dicho —dijo Musgo.

—Si vienen aquí —dijo Tenar—, lo único que tienes que hacer es decirles que se marchen… Después de todo, tú eres el Archimago…

Ni él ni Musgo le prestaban atención.

—A mi casa no van a venir —dijo Musgo—. Ven, si lo deseas.

El la siguió, mirando fijamente a Tenar pero sin decirle nada.

—¿Pero qué debo decirles? —preguntó.

—Nada, queridita —dijo la bruja.

Brezo y Therru regresaron de los pantanos con siete ranas muertas en una bolsa de malla, y Tenar se puso a cortarles las patas y a despellejarlas para preparar la cena de las cazadoras. Estaba a punto de terminar cuando escuchó voces fuera y, cuando alzó los ojos para mirar por la puerta abierta, vio a varías personas de pie ante la puerta, hombres con sombreros, un destello de oro, un brillo. —¿La señora Goha? —preguntó una voz cortésmente.

—¡Entrad! —dijo ella.

Entraron: eran cinco hombres que parecían diez en la habitación de techo bajo, y altos e imponentes. Miraron en derredor, y ella vio lo que ellos veían.

Veían a una mujer de pie ante una mesa, con un cuchillo largo y afilado en la mano. En la mesa había un tajadero y, encima, a un costado, un montoncito de patas verdiblancas despellejadas; al otro lado había un montículo de ranas gordas, sanguinolentas, muertas. En la sombra que había detrás de la puerta se ocultaba algo: una niña, pero una niña deforme, maltrecha, con media cara, con una mano que parecía una garra. Sobre una cama que había en un rincón, bajo la única ventana, estaba sentada una muchacha alta, huesuda, que los contemplaba boquiabierta. Tenía sangre y barro en las manos, y su falda mojada olía a agua pantanosa. Cuando vio que la miraban, trató de taparse la cara con la falda, mostrando las piernas hasta el muslo.

Apartaron los ojos de la muchacha y de la niña, y no había nadie más a quien mirar, salvo la mujer con las ranas muertas.

—Señora Goha —repitió uno de ellos.

—Así me dicen —dijo ella.

—Venimos de Havnor, el rey nos envía —dijo la voz cortés. No podía verle claramente la cara porque estaba a contraluz—. Buscamos al Archimago, a Gavilán de Gont. El Rey Lebannen ha de ser coronado al comienzo del otoño y desea que el Archimago, su señor y amigo, esté a su lado para prepararlo para la coronación, y para coronarlo si así lo desea.

El hombre hablaba con seguridad y formalidad, como si le hablara a una dama en un palacio. Llevaba sobrios pantalones de cuero y una camisa de lino cubierta de polvo por haber subido desde el Puerto de Gont, pero era una tela delicada, bordada con hilos de oro en el cuello.

—No está aquí —dijo Tenar.

Un par de niños de la aldea fisgonearon desde la puerta y retrocedieron, volvieron a fisgonear, y huyeron gritando.

—Tal vez vos podáis decirnos dónde está, señora Goha —dijo el hombre.

—No puedo.

Los miró. El temor que le habían despertado en un comienzo —contagiado por el pánico de Gavilán, quizás, o una simple y absurda turbación ante desconocidos— empezaba a disiparse. Estaba en la casa de Ogion; y comprendía perfectamente por qué Ogion nunca había sentido temor ante la gente importante.

—Debéis de estar cansados después del largo camino —dijo—. ¿Queréis sentaros? Hay vino. Aquí tenéis, tengo que lavar las copas.

Guardó el tajadero en el aparador, dejó las patas de rana en la despensa, echó los restos en el cubo de basura que Brezo le llevaría al Tejedor Abanico para sus cerdos, se lavó las manos y los brazos y lavó el cuchillo en la palangana, echó agua fresca y lavó las dos copas de las que ella y Gavilán habían estado bebiendo. Había un tercer vaso en el armario y dos tazones de arcilla sin asas. Los colocó en la mesa y les sirvió vino a los visitantes; en la botella no quedaba más que lo suficiente para servirles una vez a todos. Habían intercambiado miradas y no se habían sentado. La falta de sillas explicaba su gesto. Sin embargo, las normas de la hospitalidad los obligaban a aceptar lo que ella les ofrecía. Todos los nombres tomaron la copa o el tazón que ella les alcanzó con un cortés susurro. Después de ofrecerle un brindis, bebieron.

—¡Extraordinario! —dijo uno de ellos.

—Las Andrades…, la Ultima Cosecha —dijo otro, con los ojos muy abiertos.

Un tercero sacudió la cabeza. —Las Andrades…, el Año del Dragón —dijo solemnemente.

El cuarto asintió y bebió otro trago, con reverencia.

El quinto, que había sido el primero en hablar, alzó nuevamente su tazón de arcilla hacia Tenar y le dijo: —Señora, nos honráis con un vino de reyes.

—Era de Ogion —dijo ella—. Ésta era la casa de Ogion. Ésta es la casa de Aihal. ¿Sabían eso los señores?

—Lo sabíamos, señora. El rey nos envió a esta casa, porque pensaba que el Archimago vendría aquí; y cuando la nueva de la muerte de su maestro llegó a Roke y Havnor, estuvo más seguro aún. Pero un dragón trajo al Archimago desde Roke. Y desde entonces no ha enviado ningún mensaje ni recado a Roke ni al rey. Y para el espíritu del rey es muy importante y para todos nosotros de gran interés el saber que el Archimago está aquí, y que está bien. ¿Vino aquí, señora?

—No puedo decirlo —dijo ella, pero era una ambigüedad poco feliz, reiterada, y se daba cuenta de que eso era lo que pensaban los hombres. Se levantó y se quedó de pie detrás de la mesa—. Lo que quiero decir es que no os lo diré. Si el Archimago desea venir, vendrá. Si no desea que lo encuentren, no lo encontraréis. Indudablemente, no lo buscaréis contra su voluntad.

El hombre de más edad, y el más alto, dijo: —Los deseos del rey son nuestros deseos.

El que había hablado primero dijo en tono más conciliatorio: —Sólo somos mensajeros. Lo que pasa entre el rey y el Archimago de las Islas es asunto de ellos. Lo único que pretendemos es transmitir el mensaje, y la respuesta.

—Si puedo, trataré de que reciba vuestro mensaje.

—¿Y la respuesta? —preguntó el hombre de más edad.

Ella no dijo nada y el que había hablado primero dijo: —Nos quedaremos aquí por unos días en la casa del Señor de Re Albi, quien, al enterarse de la llegada de nuestro navio, nos brindó su hospitalidad.

Sintió que le tendían una trampa o que un lazo se cerraba, aunque no sabía por qué. La vulnerabilidad de Gavilán, su conciencia de su debilidad, se habían apoderado de ella. Turbada, se protegió tras su apariencia, su imagen de simple ama de casa, de madura ama de casa…, ¿pero era una apariencia? También era verdad, y ese tipo de cosas eran aun más sutiles que los disfraces y las transformaciones de los hechiceros. Agachó la cabeza y dijo: —Los señores encontrarán allí comodidades más dignas de ellos. Como veis, aquí vivimos muy sencillamente, como vivía el viejo mago.

—Y bebéis vino de las Andrades —dijo el que había reconocido la cosecha, un hombre apuesto, de ojos vivaces, con una sonrisa triunfante. Desempeñando su papel, ella siguió con la cabeza gacha. Pero mientras se despedían e iban saliendo uno por uno, comprendió que, pareciera lo que pareciese y fuera lo que fuese, si aún no sabían que era Tenar la del Anillo, lo sabrían muy pronto; y así descubrirían que conocía al Archimago y que podría conducirlos a él, si estaban decididos a seguir buscándolo.

Cuando se hubieron marchado, lanzó un profundo suspiro. Brezo hizo otro tanto y por fin cerró la boca que había tenido abierta todo el tiempo que ellos habían estado allí.

—Yo nunca —dijo, con un tono de profunda, plena satisfacción, y salió a ver dónde se habían metido las cabras.

Therru salió del lugar oscuro detrás de la puerta, donde se había parapetado para ocultarse de los desconocidos con la vara de Ogion y la rama de aliso de Tenar y su varilla de avellano. Se movía con esos gestos tensos y furtivos que casi había abandonado desde que estaban allí, sin alzar los ojos, con la mitad desfigurada de la cara inclinada hacia el hombro.

Tenar se le acercó y se arrodilló para abrazarla. —Therru —dijo—, no te harán daño. No pretenden hacer daño.

La niña se negaba a mirarla. Dejó que Tenar la abrazara como a un trozo de madera.

—Si quieres, no permitiré que vuelvan a entrar en la casa.

Después de un rato, la niña se movió un poco y le preguntó con su voz áspera, gruesa: —¿Qué le van a hacer a Gavilán?

—Nada —dijo Tenar—. ¡No le harán daño! Han venido… Lo que quieren es rendirle honores.

Pero ya comenzaba a vislumbrar lo que lograrían con su intento de rendirle honores: negar su pérdida, impedirle sufrir por lo que había perdido, obligarlo a actuar como aquel que había dejado de ser.

Cuando soltó a la niña, Therru se dirigió al armario y sacó la escoba de Ogion. Barrió cuidadosamente el suelo allí donde habían estado los hombres de Havnor, borrando sus huellas, sacando el polvo de sus pies de la casa, del peldaño de la entrada.

Mientras la miraba, Tenar tomó una decisión.

Fue hasta el estante donde estaban los tres grandes libros de Ogion y se puso a escarbar. Encontró varias plumas de ganso y un frasco con tinta casi seca, pero ni un trozo de papel o pergamino. Apretó los dientes porque le parecía abominable estropear algo tan sagrado como un libro, y dobló y arrancó una angosta tira de papel de la última página en blanco del Libro de las Runas. Se sentó ante la mesa y mojó la pluma y comenzó a escribir. Ni la tinta ni las palabras salían fácilmente. No había escrito casi nada desde la época en que se sentaba ante esa misma mesa, hacía un cuarto de siglo, con Ogion observándola por encima del hombro, enseñándole las runas hárdicas y las Grandes Runas de Poder. Escribió:


ve a granja de robles en vaye central

donde arroyo claro

di goha te envió a cuidar huerto y abejas


Demoró tanto en leerlo como había tardado en escribirlo. Therru ya había terminado de barrer y la observaba con interés.

Añadió dos palabras:


esta noche


—¿Dónde está Brezo? —le preguntó a la niña mientras le hacía dos dobleces al papel—. Quiero que lleve esto a la casa de Tía Musgo.

Ansiaba ir ella misma, para ver a Gavilán, pero no quería arriesgarse a que la vieran ir allá, en caso de que estuviesen observándola para que los condujera a donde estaba.

—Yo voy —murmuró Therru. Tenar la miró severamente.

—Tendrás que ir sola, Therru. Está más allá de la aldea.

La niña asintió.

—¡Dáselo solamente a él!

La niña asintió nuevamente.

Tenar escondió el papel en el bolsillo de la niña, la abrazó, la besó, la dejó partir. Therru salió sin encogerse ni caminar tímidamente sino corriendo libremente, volando, pensó Tenar al verla desaparecer por el oscuro marco de la puerta bajo la luz del atardecer, volando como un pájaro, un dragón, un niño, libre.

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