Estaba tendido como un muerto pero no estaba muerto. ¿Dónde había estado? ¿Qué le había ocurrido? Esa noche, a la luz del fuego, Tenar le quitó las ropas manchadas, gastadas, endurecidas por el sudor. Lo lavó y lo dejó tendido entre la sábana de lino y la manta suave y pesada de lana de cabra. Aunque era un hombre bajo, delgado, había tenido un cuerpo firme, vigoroso; ahora se veía esmirriado, como si estuviese consumido hasta los huesos, agotado, frágil. Hasta las cicatrices que le cruzaban el hombro y el lado izquierdo de la cara desde la sien hasta la mandíbula parecían menos profundas, plateadas. Y tenía los cabellos grises.
«Estoy cansada de llorar a los muertos —pensó Tenar—. Harta de llorarlos, harta del dolor. ¡No sufriré por él! ¿No apareció acaso donde yo estaba cabalgando en el dragón?
»Quise matarlo una vez —pensó—. Ahora lo haré vivir, si puedo.» Entonces lo miró con un gesto desafiante, y sin piedad.
—¿Quién de nosotros sacó al otro del Laberinto, Ged?
El dormía, sin escuchar, inmóvil. Tenar se sentía agotada. Se lavó con el agua que había calentado para lavarlo y se acostó silenciosamente junto al silencio menudo, cálido y sedoso de Therru dormida. Durmió y su sueño se abrió a un vasto espacio cubierto de niebla rosada y dorada donde soplaba el viento. Voló. Gritó «Kalessin». Una voz le respondió, gritando desde los abismos de luz.
Cuando despertó, los pájaros gorjeaban en el campo y en el techo. Al erguirse vio la luz matinal a través del vidrio rugoso de la ventana baja que daba al oeste. Había algo en su interior, semilla o destello, algo demasiado pequeño como para mirarlo o pensar en ello, nuevo. Therru seguía durmiendo. Tenar se sentó a su lado, mirando las nubes y la luz del sol a través del ventanuco, pensando en Manzana, su hija, tratando de recordarla cuando era un bebé. Sólo una imagen fugaz, que se desvaneció al volverse hacia ella… El cuerpo menudo, regordete, que se sacudía de risa, un manojito de cabellos flotantes… Y el segundo niño, al que habían llamado Chispa en chanza, porque había brotado de Pedernal. No sabía cuál era su nombre verdadero. Había sido tan enfermizo como Manzana había sido saludable. Nacido antes de tiempo y muy pequeño, casi había muerto de difteria a los dos meses, y durante dos años a partir de entonces había sido como criar a un pichón de gorrión, nunca se sabía si seguiría vivo a la mañana siguiente. Pero se aferraba a la vida, la chispa diminuta no se consumía. Al crecer se convirtió en un chico fuerte, siempre inquieto, lleno de empuje; no servía de nada en la granja; no les tenía paciencia a los animales, a las plantas ni a la gente; sólo hablaba cuando necesitaba algo, nunca por el placer de hacerlo ni por el toma y daca del amor y el aprendizaje.
Llevado por sus andanzas, Ogion se había aparecido cuando Manzana tenía trece años y Chispa once. Fue entonces cuando le había dado su nombre a Manzana, en las fuentes del Kaheda, en el fondo del valle; hermosa, la mujer niña había caminado por las aguas verdes, y Ogion le había dado su verdadero nombre, Hayohe. Se había quedado uno o dos días en la Granja de los Robles y le había preguntado al niño si quería salir a vagabundear un poco por los bosques con él. Chispa sólo había sacudido la cabeza. —¿Qué harías si pudieras? —le había preguntado el mago, y el muchacho le había dicho lo que jamás había podido decirle ni a su padre ni a su madre—. Navegar. —Así fue como, después de que Haya le hubo dado su verdadero nombre, tres años más tarde, se había embarcado como marinero en un barco mercante que comerciaba entre Valmouth y Oranéa y el norte de Havnor. De cuando en cuando regresaba a la granja, pero no lo hacía a menudo y nunca por largo tiempo, aunque pasaría a ser suya al morir su padre. Tenía la tez blanca como Tenar, pero era alto como Pedernal y tenía el rostro aguzado. No le había dicho su nombre verdadero a sus padres. Tal vez nunca se lo dijera a nadie. Ya hacía tres años que Tenar no lo veía. Quizá supiera o quizá no supiera que su padre había muerto. Quizás estuviese muerto, quizá se hubiese ahogado, pero ella pensaba que no. Llevaría esa chispa consigo toda su vida, por sobre las aguas, a través de las tormentas.
Eso era lo que sentía ahora, una chispa; algo así como la certeza física de haber concebido; un cambio, algo nuevo. No se preguntaría qué podía ser. Eso no se preguntaba. No se le preguntaba a alguien su nombre verdadero. Eso se recibía, o no.
Se levantó y se vistió. Aunque era de mañana, hacía calor y no encendió el fuego. Se sentó en el umbral a beber un tazón de leche y a contemplar la sombra de la Montaña de Gont retirándose del mar. Corría el viento más suave que podía soplar en esa plataforma rocosa barrida por los aires, y la brisa tenía un efluvio de pleno verano, suave y espléndido, que traía el aroma de los prados. Había un dulzor en el aire, un cambio.
—Todo ha cambiado —había murmurado el anciano al morir, con alborozo. Apoyando la mano en las suyas, dándole ese obsequio, su nombre, revelándolo.
—¡Aihal! —musitó. Dos cabras balaron como si le respondieran, detrás del establo, esperando a Brezo—. Be-eh —dijo una, y la otra, con un tono más grave, metálico—: ¡Bla-ah! ¡Bla-ah! —Confía en una cabra, solía decir Pedernal, para que lo eche todo a perder. A Pedernal, el pastor, no le gustaban las cabras. Pero Gavilán había sido pastor de cabras, de este lado de esta montaña, cuando era niño.
Entró en la casa. Encontró a Therru de pie, con los ojos clavados en el hombre dormido. La rodeó con los brazos y pensó que Therru, que solía alejarse o responder pasivamente ante un roce o una caricia, esta vez respondía con aceptación y tal vez incluso se le acercaba un poco. Ged seguía sumido en el mismo sueño exhausto, agobiado. Su cara estaba vuelta de tal modo que se veían las cuatro cicatrices blancas que la surcaban.
—¿Lo quemaron? —preguntó Therru en un susurro.
Tenar no respondió de inmediato. No sabía a qué se debían las cicatrices. Hacía mucho tiempo, en la Cámara Pintada del Laberinto de Atuan, le había reguntado burlándose: —¿Un dragón? —Y él le abla respondido con seriedad:— No, no es de dragón…, es la marca de alguien de la familia de los Sin Nombre. Pero no ya sin nombre, porque al fin supe cómo se llamaba… —Y eso era todo lo que sabía. Pero sabía qué significaba «lo quemaron» para la niña.
—Sí —dijo.
Therru siguió mirándolo fijamente. Había inclinado la cabeza para mirar con su único ojo sano y eso la hacía parecer un pajarito, un gorrión o un pinzón.
—Ven, pinzoncito, pajarillo, lo que él necesita es dormir, lo que tú necesitas es un melocotón. ¿Hay algún melocotón maduro esta mañana?
Therru salió trotando a mirar y Tenar la siguió.
Mientras se comía el melocotón, la niña miró atentamente el lugar donde había plantado la semilla el día anterior. Se sentía evidentemente desilusionada al ver que no había crecido ningún árbol en ese sitio, pero no dijo nada.
—Échale agua —le dijo Tenar.
Tía Musgo llegó a media mañana. Una de las cosas que sabía hacer como bruja ingeniosa era tejer cestas con los juncos del Pantano del Acantilado, y Tenar le había pedido que le enseñara cómo se hacían. Cuando era niña, en Atuan, Tenar había aprendido a aprender. Como forastera en Gont, había descubierto que a la gente le gustaba enseñar. Había aprendido a que le enseñaran para que la aceptaran, le perdonaran el ser forastera.
Ogion le había transmitido sus conocimientos y después Pedernal le había transmitido los suyos. Ése era su hábito, aprender. Siempre parecía haber mucho que aprender, más de lo que habría creído cuando era una sacerdotisa novicia o la pupila de un mago.
Habían dejado remojando los juncos y esa mañana los iban a partir, una tarea pesada pero no complicada que permitía prestar atención a muchas otras cosas.
—Tía —dijo Tenar cuando se sentó en el peldaño de la entrada con el cuenco de juncos húmedos entre las dos y una estera a sus pies para ir colocando los juncos partidos—, ¿cómo se puede saber si un hombre es o no un hechicero?
Musgo le respondió con rodeos, empezando con sus habituales aforismos y vaguedades. —Lo misterioso reconoce a lo misterioso —le dijo con voz grave y luego—: Todo lo que nace hablará —y le contó la historia de la hormiga que había cogido la diminuta punta de un cabello en el suelo de un palacio y se lo había llevado corriendo al hormiguero, y en la noche el hormiguero brillaba como una estrella bajo la tierra, porque ése era un cabello de la cabeza del gran mago Brost. Pero sólo los magos podían ver el brillo del hormiguero. Para los ojos ordinarios no había más que oscuridad.
—Hay que aprender, entonces —dijo Tenar.
Tal vez, tal vez no, ése fue el quid de la evasiva respuesta de Musgo. —Algunos nacen con ese don —dijo—. Aunque no lo sepan, allí estará. Y brillará, como el cabello del mago en ese hoyo en la tierra.
—Sí —dijo Tenar—. Lo he visto. —Partió y volvió a partir un junco con precisión y dejó las tiras en la estera.— ¿Cómo se sabe, entonces, cuando un hombre no es un hechicero?
—No está allí—dijo Musgo—, no está allí, queridita. El poder. Mira. Si tengo ojos en la cabeza puedo ver que tienes ojos, ¿verdad? Y si eres ciega, me daré cuenta. Y si tienes un solo ojo, como la pequeña, o si tienes tres, me daré cuenta, ¿verdad? Pero si no tengo ojos para ver, no voy a saberlo hasta que me lo digas. Pero tengo ojos. Veo, sé. ¡El tercer ojo! —Se tocó la frente y lanzó una fuerte y seca carcajada entre dientes, como una gallina con aire triunfal después de poner un huevo. Estaba contenta por haber encontrado las palabras para decir lo que quería decir. Tenar había empezado a darse cuenta de que gran parte de sus vaguedades y trivialidades se debían a una simple ineptitud para manejar las palabras y las ideas. Nadie le había enseñado jamás a pensar en forma consecutiva. Nadie la había escuchado jamás. Lo único que se esperaba de ella, lo único que se le pedía era estupidez, misterio, refunfuños. Era una bruja. No se preocupaba en absoluto de expresarse claramente.
—Comprendo —dijo Tenar—. Entonces… tal vez ésa sea una pregunta que no quieras responder… Entonces, cuando miras a una persona con tu tercer ojo, con tu poder, ¿ves su poder… o no lo ves?
—Más bien es un saber —dijo Musgo—. Eso de ver es sólo una manera de decirlo. No es ver como te veo a ti, como veo este junco, como veo esa montaña. Es saber. Sé lo que hay en ti y lo que no hay en esa pobre cabeza hueca de Brezo. Sé lo que hay en esta niña querida y no en ese de allá. Yo sé… —No era capaz de decir más. Refunfuñó y escupió.— ¡Cualquier bruja que valga algo reconoce a otra bruja? —dijo por último, simplemente, con impaciencia.
—Os reconocéis.
Musgo asintió. —Sí, así es. Ésa es la palabra. Nos reconocemos.
—Y un hechicero reconocería tu poder, se daría cuenta de que eres una hechicera…
Pero Musgo hizo una mueca al oír eso, una mueca que era como una cueva negra en medio de una telaraña de arrugas.
—Queridita —le dijo—, cuando dices «un hombre», ¿quieres decir un hechicero? ¿Qué tiene que ver con nosotras un hombre de poder?
—Pero Ogion…
—El Señor Ogion era bondadoso —dijo Musgo sin ironía.
Siguieron partiendo juncos por un rato, en silencio.
—No te cortes el pulgar con los juncos, queridita —dijo Musgo.
—Ogion me enseñó. Como si no hubiese sido una mujer. Como si hubiera sido su pupilo, como a Gavilán. Me enseñó la Lengua de la Creación. Me enseñó todo lo que le pedí.
—Él era único.
—Yo no quise que me enseñara. Lo abandoné. ¿Qué me importaban sus libros? ¿De qué me servían? Quería vivir, quería un hombre, quería tener hijos, quería vivir mi vida.
Partía los juncos con precisión, rápidamente, con la uña.
—Y conseguí lo que quería —dijo.
—Tómalo con la mano derecha, tíralo con la izquierda —dijo la bruja—. Y bien, querida señora, ¿quién sabe?, ¿quién sabe? El querer a un hombre me hizo meterme en terribles problemas más de una vez. Pero el querer casarme, ¡jamás! No, no. Nada de eso…
—¿Por qué no? —le preguntó Tenar.
Sorprendida, Musgo dijo simplemente: —¿Cómo?, ¿qué hombre querría casarse con una bruja? —Y luego, con un movimiento oblicuo de la mandíbula, como una oveja que moviera el pasto de un lado a otro de la boca:— ¿Y qué bruja querría casarse con un hombre?
Siguieron partiendo juncos.
—¿Qué tienen de malo los hombres? —preguntó Tenar con cautela.
Con igual cautela, en voz más baja, Musgo respondió: —No sé, queridita. He pensado en eso. Muchas veces lo he pensado. Lo único que puedo decir es esto: el hombre está metido dentro de su piel como una nuez en su cascara. —Alargó los largos dedos doblados y húmedos, como sosteniendo una nuez.— Es una cascara dura y resistente, y el hombre está lleno de sí mismo. Lleno de esa carne grandiosa de los hombres, del ser del hombre. Y eso es todo. Eso es todo lo que hay. Adentro no hay más que él y nada más.
Tenar reflexionó por un rato y finalmente preguntó: —¿Pero si es un hechicero…?
—Entonces todo lo que tiene adentro es poder. Él es su poder, así es. Eso es lo que pasa con los hombres. Y eso es todo. Cuando su poder desaparece, él también desaparece. —Cascó la nuez imaginaria y tiró los pedazos de la cascara.— Nada.
—¿Y qué pasa con una mujer, entonces?
—¡Ah, queridita!, una mujer es algo muy distinto. ¿Quién sabe dónde empieza y termina una mujer? Escucha esto, señora, yo tengo raíces, tengo raíces más profundas que esta isla. Más profundas que el mar, más antiguas que el surgimiento de las tierras. Me remonto a las sombras. —Los ojos de Musgo tenían un extraño brillo en los bordes enrojecidos y su voz era melodiosa como un instrumento.— ¡Me remonto a las sombras! Antes de la luna, ya existía. Nadie sabe, nadie sabe, nadie puede decir qué soy, qué es una mujer, una mujer de poder, el poder de una mujer que es más profundo que las raíces de los árboles, más profundo que las raíces de las islas, más antiguo que la Creación, más antiguo que la luna. ¿Quién se atreve a hacerles preguntas a las sombras? ¿Quién podría preguntarles su nombre a las sombras?
La vieja se mecía, canturreando, perdida en su encantamiento; pero Tenar estaba sentada con el cuerpo erguido, partiendo un junco por el medio con la uña del pulgar.
—Yo lo haré —dijo. Partió otro junco.
—Viví mucho tiempo en las sombras —dijo.
De tanto en tanto iba a ver si Gavilán seguía durmiendo. Volvió a hacerlo. Como no quería seguir hablando de lo que habían estado discutiendo, porque la vieja tenía un gesto severo y hosco, cuando volvió a sentarse al lado de Musgo dijo: —Esta mañana, cuando desperté, sentí, ¡oh!, como si soplara un viento nuevo. Un cambio. Quizá sea sólo el tiempo. ¿Sentiste eso?
Pero Musgo no respondió sí ni no. —Aquí en el Acantilado soplan muchos vientos, vientos buenos, vientos malos. Algunos traen nubes y buen tiempo, y otros traen nuevas a los que pueden oírlas, pero los que se niegan a oírlas no las oyen. ¿Quién soy yo para saber, una vieja que no ha aprendido el arte de los magos, que no na aprendido de los libros? Todos mis conocimientos vienen de la tierra, de la tierra oscura. La tienen bajo sus pies, los orgullosos. Bajo sus pies, los señores y magos orgullosos. ¿Por qué habrían de mirar hacia abajo ellos, los eruditos? ¿Qué sabe una bruja vieja?
Podría ser una enemiga temible, pensó Tenar, y era una amiga difícil.
—Tía —dijo, cogiendo un junco—. Crecí entre mujeres. Solamente mujeres. En las tierras kargas, en el remoto oriente, en Atuan. Me separaron de mi familia cuando era pequeña, para criarme como sacerdotisa en un lugar del desierto. No sé cómo se llama, en nuestra lengua se llamaba simplemente así, el lugar. El único lugar que conocía. Lo custodiaban unos pocos soldados, pero no podían atravesar las murallas para entrar. Y no podíamos atravesar las murallas para salir. Sólo en grupos, sólo mujeres y niñas, con eunucos que nos cuidaban, que no dejaban acercarse a los hombres.
—¿Quiénes son esos de los que hablas?
—¿Los eunucos? —Tenar había usado la palabra karga sin pensar.— Hombres castrados —dijo.
La bruja miró fijamente y dijo: ¡Tsek! —e hizo un gesto para conjurar el mal. Se chupó los labios. El sobresalto había disipado su resentimiento.
—Uno de ellos fue lo más parecido a una madre que tuve allí… Pero escucha esto, tía, jamás vi a un hombre antes de ser una mujer ya crecida. Sólo niñas y mujeres. Y no obstante no sabía qué era una mujer, porque las mujeres eran lo único que conocía. Como los hombres que viven entre hombres, los marineros y los soldados, y los magos de Roke… ¿saben acaso qué es un hombre? ¿Cómo pueden saberlo si nunca han hablado con una mujer?
—¿Los toman y les hacen lo mismo que a los carneros y los chivos? —preguntó Musgo—, ¿así, con un cuchillo para castrar?
El horror, lo macabro y un destello vengativo se imponían sobre la cólera y la razón. Musgo no quería hablar de ningún otro tema, salvo de los eunucos.
No era mucho lo que Tenar le podía decir. Se dio cuenta de que nunca había pensando en eso. Cuando era niña en Atuan, había hombres castrados; y uno de ellos la había querido tiernamente, y ella también; y le había dado muerte para escapar de él. Después había llegado al Archipiélago, donde no había eunucos, y se había olvidado de ellos, los había enterrado en las sombras con el cuerpo de Manan.
—Supongo —dijo, tratando de satisfacer la avidez de Musgo por oír detalles— que capturaban a algunos muchachos y que… —Pero se detuvo. Sus manos dejaron de moverse.
—Como a Therru —dijo después de una larga pausa—. ¿De qué sirve un niño? ¿Para qué está? Para ser usado. Para ser violado, castrado… Escucha, Musgo. Cuando vivía en los lugares sombríos, eso es lo que hacían allí. Y cuando llegué aquí, sentí que había salido a la luz. Aprendí las palabras verdaderas. Y tenía a mi hombre, tuve niños, viví bien. A plena luz. Y así, a plena luz le hicieron eso… a la niña. En los prados del río. El río que nace en el manantial donde Ogion le dio su nombre a mi hija. En pleno día. Estoy tratando de decidir dónde puedo vivir, Musgo. ¿Entiendes lo que quiero decir? ¿Lo que estoy tratando de decir?
—Está bien, está bien —dijo la vieja; y, al cabo de un rato—: Queridita, ya hay bastante desdicha sin tener que salir a buscarla. —Y, al ver que a Tenar le tiritaban las manos mientras trataba de partir un junco que se resistía, dijo nuevamente:— No te cortes el pulgar con los juncos, queridita.
Ged no volvió realmente en sí sino al día siguiente. Musgo, que era muy hábil pero extraordinariamente sucia como enfermera, había logrado hacerle tragar un poco de caldo de carne. —Se está muriendo de hambre —dijo— y está muerto de sed. Dondequiera que haya estado, no era mucho lo que comían y bebían. —Y, después de estudiarlo otra vez:— Me parece que ya está demasiado débil. Se debilitan, ¿me entiendes?, y no pueden beber siquiera, aunque es lo único que necesitan. He visto morir así a un hombre muy fuerte. Marchitarse hasta convertirse en algo como una sombra, en unos pocos días.
Pero gracias a su tenaz paciencia le hizo tragar unas cuantas cucharadas de su cocción de carne y hierbas. —Ahora veremos —dijo—. Es demasiado tarde, me parece. Se nos escapa. —Hablaba sin dolor, tal vez con deleite. El hombre no le importaba en absoluto; una muerte era una novedad. Quizá podría enterrar a este mago. No la habían dejado enterrar al viejo mago.
Tenar estaba poniéndole un ungüento en las manos, al otro día, cuando despertó. Seguramente había pasado mucho tiempo sobre el lomo de Kalessin, porque al aferrarse con fuerza a las escamas de hierro se había herido la palma de las manos, y se había cortado y vuelto a cortar el interior de los dedos. Mientras dormía, había seguido con las manos empuñadas como si no quisiera soltarse del dragón ausente. Tenar había tenido que obligarlo suavemente a abrir los dedos para lavarle las heridas y cubrirlas con un ungüento. Mientras lo hacía, él lanzó un grito y se irguió súbitamente, extendiendo los brazos, como si se sintiera caer. Abrió los ojos. Tenar le habló quedamente. El la miró.
—Tenar —dijo sin sonreír, simplemente reconociéndola, más allá de toda emoción. Y ella sintió un placer puro, como el que da un aroma dulce o una flor, porque aún existía un hombre que sabía su nombre, y porque era ese hombre.
Se inclinó y lo besó en la mejilla. —Quédate quieto —le dijo—. Déjame terminar de hacer esto. —El le obedeció, volviéndose a sumergir rápidamente en el sueño, esta vez con las manos abiertas y relajadas.
Más tarde, al irse quedando dormida junto a Therru esa noche, Tenar pensó: «Nunca lo había besado». Y esa idea la sobresaltó. En un comienzo no pudo creerlo. Sin duda, en todos esos años… No en las Tumbas, pero después, cuando atravesaban juntos las montañas… En Miralejos, cuando navegaban juntos rumbo a Havnor… ¿Cuando la había traído a Gont…?
No. Ogion tampoco la había besado nunca, ni ella lo había besado a él. Él la llamaba su hija y la quería, pero nunca la había tocado; y ella, criada como una sacerdotisa solitaria, a quien nadie tocaba, un objeto sagrado, no había buscado el contacto, o no había sabido que lo buscaba. Solía apoyar la frente o la mejilla por un instante en la mano abierta de Ogion y a veces él le acariciaba los cabellos, una sola vez, levemente.
Y Ged nunca había hecho ni eso siquiera.
«¿Llegué a pensar en eso alguna vez?», se preguntó con una especie de incrédulo asombro.
No lo sabía. Mientras trataba de pensar en eso, un horror, un sentimiento de transgresión se apoderó de ella con gran vehemencia, y luego desapareció, carente de sentido. Sus labios recordaban la piel ligeramente áspera, seca y fría de su mejilla cerca de la boca, en el lado derecho, y sólo ese recuerdo importaba, tenía consistencia.
Durmió. Soñó que una voz la llamaba: «¡Tenar, Tenar!», y que ella le respondía, gritando como un ave marina, volando en medio de la luz por sobre el mar; pero no sabía qué nombre pronunciaba.
Gavilán desilusionó a Tía Musgo. Siguió vivo. Después de uno o dos días, dejó de preocuparse por él al verlo a salvo. Vino y le dio su caldo de carne de cabra y raíces y hierbas, apoyándolo en ella, rodeándolo con el intenso olor de su cuerpo, haciéndolo revivir a cucharadas, y rezongando. Aunque él la había reconocido y le había dicho su nombre común y ella no podía negar que parecía ser el hombre llamado Gavilán, sentía deseos de negarlo. No le gustaba. Era pura falsedad, decía. Tenar sentía tanto respeto por la sagacidad de la bruja que eso la preocupaba, pero no sentía ni un asomo de sospecha dentro de ella, sólo la satisfacción de que estuviese allí y de que fuera reviviendo lentamente. —Ya verás —le dijo a Musgo— cuando vuelva a ser él.
—¡Él! —dijo Musgo, e hizo el gesto de cascar una nuez y dejarla caer.
No tardó en preguntar por Ogion. Tenar había temido que hiciera esa pregunta. Se había dicho hasta casi convencerse que no la haría, que sabría como sabían los magos, como incluso los hechiceros del Puerto de Gont y de Re Albi habían sabido cuando Ogion había muerto. Pero a la cuarta mañana lo encontró despierto cuando se le acercó y, alzando los ojos para mirarla, le dijo: —Esta es la casa de Ogion.
—La casa de Aihal —dijo ella, con la mayor naturalidad con que pudo hacerlo; aún no le era fácil pronunciar el nomore verdadero del mago. No sabía si Ged conocía ese nombre. Sin duda lo sabía. Seguramente Ogion se lo había dicho, o no había tenido que decírselo.
El no reaccionó por un rato, y cuando habló lo hizo sin ninguna expresión: —Entonces ha muerto.
—Hace diez días.
Él se quedó mirando hacia adelante como cavilando, tratando de discurrir.
—¿Cuándo llegué aquí?
Ella tuvo que acercarse a él para entenderle.
—Hace cuatro días, al atardecer.
—No había nadie más en las montañas —dijo él. Su cuerpo se contrajo y comenzó a temblar como si sintiera dolor o ante el insoportable recuerdo del dolor. Cerró los ojos, frunciendo el entrecejo, y respiró profundamente.
A medida que empezaba a recuperar poco a poco sus fuerzas, ese gesto de fruncir el entrecejo, de contener el aliento y de apretar los puños se convirtió en algo familiar para Tenar. Recuperaba las fuerzas pero no la calma, no la salud.
Estaba sentado en el peldaño de la entrada de la casa, bajo la luz del sol de la tarde de verano. Nunca se había alejado tanto de la cama. Estaba sentado en el umbral, contemplando la luz, y Tenar, que venía del sembrado de habichuelas, se asomó en la esquina de la casa y se quedó mirándolo. Todavía estaba pálido y tenía una expresión sombría. No eran sólo los cabellos grises, sino algo en la piel y los huesos, y no tenía mucho más que eso. No había luz en sus ojos. Sin embargo, esa sombra, ese hombre ceniciento, era el mismo cuyo rostro había visto por primera vez radiante de poder, el rostro recio de nariz aguileña y labios delgados, un hombre apuesto. Siempre había sido un hombre orgulloso, apuesto.
Se le acercó.
—La luz del sol, eso es lo que necesitas —le dijo y él asintió, pero tenía los puños apretados, sentado allí, bajo el torrente de calor del verano.
Se mostraba tan silencioso con ella que pensó que tal vez su presencia le incomodaba. Tal vez no se sentía cómodo delante de ella como antes. Después de todo, ahora era Archimago… Una y otra vez se olvidaba de eso. Y habían pasado veinticinco años desde que habían caminado por las montañas de Atuan y habían navegado juntos en Miralejos, atravesando el mar del levante.
—¿Dónde está Miralejos? —le preguntó de pronto, sorprendida por el recuerdo y luego pensó: «¡Pero qué estúpida soy! Han pasado tantos años y es Archimago, seguramente no conserva ya esa pequeña barca».
—Está en Selidor —le respondió, con el rostro sumido en su constante e incomprensible angustia.
En tiempos tan remotos como la eternidad, y en tierras tan lejanas como Selidor…
—La isla más remota —dijo ella; era una semi-pregunta.
—La más remota en el poniente —dijo él.
Estaban sentados a la mesa, después de terminar la cena. Therru había salido a jugar.
—¿Entonces venías de Selidor, cuando Kalessin te trajo?
Al pronunciar el nombre del dragón, éste se había pronunciado por sí solo una vez más, moviendo su boca para darle forma y sonido, convirtiendo su aliento en una leve llamarada.
Al oír el nombre, él alzó los ojos, la miró intensamente una sola vez, con una mirada que la hizo darse cuenta de que no solía mirarla a los ojos. Asintió. Luego, esforzándose por hablar sin ambages, corrigió su gesto: —De Selidor a Roke. Y de Roke a Gont.
¿Mil millas? ¿Diez mil millas? No tenía ni la más remota idea. Había visto los grandes mapas que había en los cofres de Havnor, pero nadie le había enseñado a contar ni a calcular distancias. En tierras tan remotas como Selidor… ¿Y se podía calcular en millas el vuelo de un dragón?
—Ged—dijo, empleando su nombre verdadero, ya que no había nadie más—, sé que has sufrido enormes dolores y te has enfrentado a grandes peligros. Y si no lo deseas, quizá no puedas nacerlo, quizá no deberías decirme…, pero si yo supiera, si supiera algo de lo que sucedió, tal vez podría ayudarte más. Me gustaría poder ayudarte. Y dentro de poco vendrán de Roke a buscarte, enviarán un navio en busca del Archimago, no sé, ¡enviarán un dragón a buscarte! Y te marcharás nuevamente. ¡Y nunca habremos hablado! —Mientras hablaba, Tenar apretó los puños ante la falsedad de su voz y sus palabras. ¡Hacer una broma sobre el dragón…, quejarse como una esposa acusadora!
Él miraba la mesa, con los ojos bajos, hosco, tolerante, como un granjero que se enfrenta a una reyerta doméstica después de un duro día de trabajo en el campo.
—No creo que nadie venga de Roke —dijo, y le costó tanto esfuerzo decirlo que tardó un rato en volver a hablar—. Dame tiempo.
Ella creyó que no iba a decir más y respondió: —Sí, por supuesto. Lo siento. —Y se iba levantando para quitar la mesa cuando él dijo, aún con la vista baja, confusamente:—Tengo eso, ahora.
Entonces él también se levantó, y llevó su plato al fregadero y terminó de quitar la mesa. Lavó los platos mientras Tenar guardaba la comida. Y eso le despertó curiosidad. Lo había estado comparando con Pedernal; pero Pedernal nunca había lavado un plato en su vida. Eso lo hacían las mujeres. Pero Ged y Ogion habían vivido en ese lugar, solos, sin mujeres; Ged nunca había vivido con mujeres en ningún lugar; de modo que hacía el «trabajo de las mujeres» y no le daba importancia. Sería una lástima, pensó, que le diera importancia, si empezara a temer que su dignidad pendía de un estropajo. Nadie llegó a buscarlo desde Roke. Cuando hablaron del tema, apenas había habido tiempo para que hubiese llegado ningún navio cuyas velas no fuesen henchidas constantemente por el viento de la magia; pero iban pasando los días y él seguía sin recibir ningún mensaje ni señal. A ella le parecía extraño que hubiesen dejado tranquilo a su Archimago por tanto tiempo. Seguramente él les había prohibido que fuesen a buscarlo; o tal vez se había ocultado allí con sus artes de hechicería, para que no supieran dónde estaban o para que no pudieran reconocerlo. Porque, curiosamente, los aldeanos apenas le prestaban atención.
El que no hubiese venido nadie de la mansión del Señor de Re Albi era menos sorprendente. Los señores de la mansión nunca habían tenido una buena relación con Ogion. Las mujeres de la casa habían sido adeptas a las artes ocultas, eso decían en la aldea. Los aldeanos contaban que una de ellas había desposado a un señor del norte que la había enterrado viva bajo una piedra; otra se había metido a hacer brujerías con el niño que llevaba en el vientre, tratando de convertirlo en una criatura de poder y, de hecho, el niño había pronunciado algunas palabras al nacer, pero no tenía huesos. —Era como un saquito de carne —murmuraba la partera en la aldea—, un saquito con ojos y voz, y nunca mamaba, pero hablaba en una lengua extraña, y se murió… —Fuesen o no fuesen ciertas esas historias, el hecho es que los señores de Re Albi siempre se habían mantenido distantes. Por haber sido la acompañante del mago Gavilán, la pupila del mago Ogion, la portadora del Anillo de Erreth-Akbé a Havnor, bien podrían haberle pedido a Tenar que se quedara en la mansión cuando llegó por primera vez a Re Albi; pero no lo habían hecho. En cambio, para su regocijo, había vivido sola en una pequeña cabana de un tejedor de la aldea, Abanico, y rara vez había visto a los habitantes de la mansión y siempre desde lejos. Musgo le había dicho que no había una señora de la casa, sólo vivían allí el viejo señor, un hombre muy anciano, y su nieto, y el joven hechicero, llamado Álamo, al que habían contratado en la Escuela de Roke.
Tenar no veía a Álamo desde que habían enterrado a Ogion, con el talismán de Tía Musgo en la mano, bajo el haya, junto al sendero de la montaña. Por extraño que eso pareciera, Álamo no sabía que el Archimago de Terramar estaba en su propia aldea o, si lo sabía, por algún motivo se mantenía alejado. Y el hechicero del Puerto de Gont, que también había venido al entierro de Ogion, tampoco había regresado nunca. Incluso si no sabía que Ged estaba allí, sin duda sabía quién era ella, la Dama Blanca, que había lucido el Anillo de Erreth-Akbé en su muñeca, que había unido la Runa de la Paz. «¿Y hace cuánto tiempo sucedió todo eso?, ¡vieja! —se dijo—. ¿Se te han reblandecido los sesos?»
De todos modos, había sido ella quien les había dicho el verdadero nombre de Ogion. Al parecer, le debían cierta cortesía.
Pero los hechiceros, por el hecho de serlo, no se preocupaban en absoluto de las cortesías. Eran hombres de Poder. Sólo se preocupaban del poder. ¿Y qué poder tenía ella ahora? ¿Qué poder había tenido jamás? Cuando era niña, cuando era sacerdotisa, había sido un receptáculo; el poder de los lugares sombríos había pasado a través de ella, la había utilizado, dejándola vacía, intacta. En su juventud un hombre poderoso le había transmitido un saber poderoso y lo había dejado de lado, se había alejado de él, sin tocarlo. Como mujer, había optado por los poderes de una mujer y los había tenido, en su época, pero esa época ya había pasado; había concluido su tarea como esposa y madre. No tenía nada, ningún poder que nadie pudiese reconocer.
Pero un dragón le había hablado: —Soy Kalessin —le había dicho, y ella había respondido—: Soy Tenar.
—¿Qué es un señor de dragones? —le había preguntado a Ged en el lugar sombrío, en el Laberinto, tratando de negar su poder, tratando de hacerle reconocer el suyo; y él le había respondido con esa sencilla honestidad que la había cautivado para siempre—: Una persona con quien los dragones aceptan hablar.
De modo que ella era una mujer con quien los dragones aceptaban hablar. ¿Eso era esa cosa nueva, ese saber encubierto, la tenue semilla que sentía dentro de ella, al despertar tras el ventanuco que daba al oeste?
Pocos días después de esa breve conversación ante la mesa, estaba arrancando malezas del huerto de Ogion, liberando de las malezas del verano a las cebollas que él había plantado en la primavera. Ged atravesó el portón del alto cerco que mantenía alejadas a las cabras y comenzó a sacar malezas en el otro extremo de la hilera. Trabajó por un rato y luego se sentó cómodamente, mirándose las manos.
—Dales tiempo para que sanen —le dijo Tenar con dulzura.
Él asintió.
Las altas plantas de habichuelas apuntaladas de la hilera siguiente habían florecido. Despedían un aroma muy dulce. Él se sentó con los delgados brazos apoyados en las rodillas, contemplando la maraña de enredaderas y flores y vainas de habichuelas colgantes iluminadas por el sol. Sin dejar de trabajar, Tenar dijo: —Cuando Aihal murió dijo «Todo ha cambiado»… Lo he llorado desde que murió, me he lamentado, pero algo disipa mi dolor. Algo está por nacer…, se ha liberado. Cuando duermo o apenas despierto, sé que algo ha cambiado.
—Sí—dijo él—. Algo funesto terminó. Y…
Después de un largo silencio, él volvió a hablar. No la miraba, pero por primera vez su voz se parecía a la que ella recordaba, serena, tranquila, con el seco acento gontés.
—¿Recuerdas, Tenar, cuando llegamos por primera vez a Havnor?
«¿Podría olvidarlo, acaso?», dijo su corazón, pero se quedó en silencio por temor a que eso volviera a hacerlo sumirse en el silencio.
—Atracamos a Míralejos y subimos al muelle… Los peldaños son de mármol. Y la gente, toda la gente…, y tú levantaste el brazo para mostrarles el Anillo…
—Y te tomé de la mano; sentía un terror sin límites: los rostros, las voces, los colores, las torres y las banderas y los pendones, el oro y la plata y la música, y sólo te conocía a ti… En todo el mundo sólo te conocía a ti, allí, a mi lado, mientras avanzaba…
—Los lugartenientes de la Casa del Rey nos condujeron al pie de la Torre de Erreth-Akbé, atravesando las calles llenas de gente. Y subimos los peldaños empinados, los dos solos. ¿Recuerdas?
Ella asintió. Apoyó las manos en la tierra que había estado desmalezando, sintiendo su frescura granujosa.
—Abrí la puerta. Era pesada, no se abrió de inmediato. Y entramos. ¿Recuerdas?
Era como si él le estuviese pidiendo una confirmación. ¿Sucedió en realidad? ¿Recuerdo?
—Era una sala alta, enorme —dijo ella—. Me hacía pensar en mi Sala, donde me habían devorado, pero sólo por ser tan alta. La luz caía desde las ventanas en lo alto de la torre. Los rayos del sol se entrecruzaban como espadas.
—Y el trono —dijo él.
—El trono, sí, dorado y carmesí. Pero vacío. Como el trono de la Sala en Atuan.
—Ya no —dijo él. La miró por sobre los retoños verdes de cebolla. Tenía un gesto tenso, melancólico, como si hablara de una alegría que no podía asir—. Hay un rey en Havnor —dijo—, en el centro del mundo. Las profecías se han cumplido. La Runa se ha unido y el mundo está entero. Han llegado los días de paz. Él…
Se detuvo y bajó los ojos, apretando los puños.
—Me llevó de la muerte a la vida. Arren de Enlad. Lebannen, el de las canciones que habrán de cantarse. Ha adoptado su verdadero nombre. Lebannen, Rey de Terramar.
—¿Es eso, entonces? —preguntó ella arrodillándose, mirándolo—. ¿Esa alegría, ese asomarse a la luz?
Él no respondió.
Un rey en Havnor, pensó ella, y dijo en voz alta: —¡Un rey en Havnor!
Tenar recordó la imagen de la hermosa ciudad, las anchas calles, las torres de mármol, los techos de tejas y bronce, los barcos de velas blancas en el puerto, la maravillosa sala del trono donde los rayos del sol caían como espadas, la riqueza y la dignidad y la armonía, el orden que se conservaba allí. Desde ese centro deslumbrante, vio el orden que se abría como anillos perfectos sobre el agua, como la línea recta de las calles pavimentadas o de un barco que se alejara impulsado por el viento: algo que sucedía como debía ser, que conducía a la paz.
—Hiciste bien, querido amigo —dijo ella.
El hizo un leve gesto como para hacerla callar y luego se volvió, tapándose la boca con la mano. Ella no soportaba ver sus lágrimas. Se agachó para seguir trabajando. Arrancó una maleza, y otra, y la resistente raíz se rompió. Cavó con las manos, tratando de encontrar la raíz de la maleza en la tierra dura, en la oscuridad de la tierra.
—Goha —dijo Therru desde el portón, con su voz débil, quebrada, y Tenar se volvió. La niña la miraba de frente desde el rostro medio devorado, con el ojo sano y el ojo ciego. Tenar pensó: «¿Debo decirle que hay un rey en Havnor?».
Se irguió y se acercó al portón para evitarle a Therru el esfuerzo de hacerse oír. Haya había dicho que cuando estaba en medio del fuego, inconsciente, la niña había tragado fuego. —Su voz se quemó —había explicado.
—Estaba cuidando a Sippy —musitó Therru—, pero se escapó del campo de retamas. No la encuentro.
Nunca había hablado tanto. Estaba temblorosa por haber corrido y por contener el llanto. «No podemos llorar todos al mismo tiempo», se dijo Tenar. «Es una estupidez, ¡no puede ser!» —¡Gavilán! —dijo de pronto, dándose vuelta—, se escapó una cabra.
Él se levantó de inmediato y se acercó al portón.
—Búscala en la cabaña donde guardan los alimentos —le dijo.
Miró a Therru como si no viera sus horribles cicatrices, como si apenas la viera: era una niña que había perdido una cabra, que tenía que encontrarla. Lo que él veía era la cabra. —O se marchó en busca del rebaño de la aldea —dijo.
Therru ya iba corriendo hacia la cabaña de los alimentos.
—¿Es tu hija? —le preguntó a Tenar. Nunca había dicho nada sobre la niña y, por un instante, lo único que se le ocurrió a Tenar fue que los hombres eran seres muy extraños.
—No, ni mi nieta. Es mi niña —dijo. ¿Qué la llevaba a burlarse de él, a mofarse de él nuevamente?
Atravesó el portón en el preciso instante en que Sippy se abalanzaba, hacia él, como una chispa parda y blanca, seguida de lejos por Therru.
—¡Ea! —gritó Ged súbitamente, y de un salto se atravesó en el camino de la cabra, obligándola a ir hacia el portón abierto y hacia los brazos de Tenar. Ella logró agarrar el collar de cuero suelto de Sippy. La cabra se quedó quieta de inmediato, apacible como un cordero, mirando a Tenar con un ojo amarillo y las hileras de cebollas con el otro.
—¡Fuera! —le dijo Tenar, sacándola de ese paraíso de las cabras hacia la dehesa más pedregosa donde debía estar.
Ged se había sentado en la tierra, tan sofocado como Therru, o más aún, porque jadeaba y estaba evidentemente mareado; pero al menos no lloraba. Confía en una cabra para que lo eche todo a perder.
—Brezo no te debería haber dicho que cuidaras a Sippy —le dijo Tenar a Therru—. Nadie puede cuidar a Sippy. Si se vuelve a escapar, díselo a Brezo y no te preocupes. ¿De acuerdo?
Therru asintió. Miraba a Ged. Rara vez miraba a la gente y muy rara vez a los hombres con algo más que una rápida mirada; pero lo observaba fijamente, con la cabeza erguida como un gorrión. ¿Un héroe estaba a punto de nacer?