10. El delfín

Tenar se negaba a soltar a la niña, se negaba a entregársela. No había sino hombres en el barco. Sólo al cabo de mucho rato comenzó a comprender lo que decían, lo que había sucedido, lo que estaba ocurriendo. Cuando comprendió quién era el joven, el que había creído que era su hijo, le pareció que lo había comprendido desde un comienzo, sólo que antes era incapaz de pensar. Era incapaz de pensar en nada.

El había regresado al barco después de ir a los malecones y ahora estaba de pie hablando con un hombre de cabellos canos, que parecía ser el capitán, cerca de la pasarela. Le echó una mirada a Tenar, a la que habían dejado acuclillada junto a Therru en un rincón de la cubierta, entre la barandilla y un enorme molinete. La fatiga de la larga jornada había sido superior al temor de Therru; dormía profundamente, pegada a Tenar, con la cabeza apoyada en el pequeño morral y cubierta con la capa.

Tenar se puso de pie lentamente y el joven se le acercó de inmediato. Ella se estiró la falda y trató de echarse hacia atrás los cabellos. —Soy Tenar de Atuan —dijo. Él se quedó inmóvil. Ella dijo—: Creo que sois el rey.

Era muy joven, más joven que Chispa, su hijo. Difícilmente tendría veinte años. Pero había algo en su apariencia que no era en absoluto joven, algo en sus ojos que la hizo pensar: «Ha conocido el fuego».

—Soy Lebannen de Enlad, señora —dijo él, y estuvo a punto de inclinarse o incluso de arrodillarse ante ella. Ella lo tomó de las manos, para que quedaran frente a frente.— ¡No ante mí! —dijo—, ¡ni yo ante vos!

Él rió sorprendido y cogiéndola de las manos la miró con franqueza: —¿Cómo supisteis que os buscaba? ¿Veníais a verme cuando ese hombre…?

—No, no. Iba huyendo… de él…, de… rufianes… Pretendía ir a casa, eso es todo.

—¿A Atuan?

—¡Oh, no! A mi granja. En el Valle Central. En Gont, aquí. —Ella también rió, con una risa en la que asomaban lágrimas. Ahora podía llorar, y así lo hizo. Soltó las manos del rey para secarse los ojos.

—¿Dónde está el Valle Central? —preguntó él.

—Hacia el sur y hacia el este, al otro lado del cabo. Valmouth es el puerto.

—Os llevaremos allá —dijo él, complacido de poder ofrecérselo, de poder hacerlo.

Ella sonrió y se secó los ojos, con un gesto de aceptación.

—Un vaso de vino. Algo de comida, un poco de descanso —dijo él— y un lecho para vuestra niña. —El capitán, que escuchaba discretamente, dio las órdenes. El marinero calvo que recordaba de un tiempo que parecía remoto se adelantó. Iba a coger a Therru. Tenar se interpuso entre él y la niña. No podía dejar que la tocara.— Yo la llevaré —dijo, alzando la voz.

—Hay escalinatas, señora. Yo lo haré —dijo el marinero y ella se dio cuenta de que era gentil, pero no podía dejar que tocara a Therru.

—Permitidme hacerlo —dijo el joven, el rey, y luego de mirarla como pidiéndole permiso, se arrodilló, tomó a la niña dormida y la llevó hasta el escotillón y la bajó con cuidado por la escalinata. Tenar los siguió.

La recostó en una litera en un camarote diminuto, torpemente, tiernamente. La arropó con la capa. Tenar lo dejó hacerlo.

En un camarote más grande que atravesaba la popa de lado a lado, con una larga ventana que daba a la bahía a media luz, la invitó a sentarse ante una mesa de roble. Tomó la bandeja que traía un joven marinero, sirvió vino tinto en copas de cristal grueso, le ofreció fruta y bizcochos.

Ella probó el vino.

—Es muy bueno, pero no es del Año del Dragón;—dijo.

Él la miró con abierta sorpresa, como lo hubiese hecho un niño.

—Es de Enlad, no de las Andrades —dijo con humildad.

—Es excelente —le aseguró ella, bebiendo nuevamente. Cogió un bizcocho. Era una tarta de mantequilla, exquisita, en absoluto dulce. Las uvas verdes y ámbar eran dulces y acidas. El intenso sabor de la comida y del vino eran como las amarras del barco, la unían nuevamente al mundo, a su mente.

—¡Tenía tanto miedo! —dijo ella a modo de disculpa—. Siento que pronto volveré a actuar como siempre. Ayer… no, hoy, esta mañana… hubo un… un maleficio. —Le era casi imposible pronunciar esa palabra, balbuceó al decirla:— Una m-mal-dición… Me echaron una maldición. Siento que me dejó sin habla, sin poder pensar. Y huimos de eso, pero nos cruzamos con el hombre… el hombre que… —Miró desesperadamente al joven que la escuchaba. Su mirada grave le permitió decir lo que tenía que decir.— Era uno de los que dejaron maltrecha a la niña. Él y sus padres. La violaron y la golpearon y la quemaron; esas cosas suceden, señor. Le suceden a un niño. Y no deja de seguirla, de acercársele. Y…

Se detuvo y bebió del vino, obligándose a saborearlo.

—Y entonces, huyendo de él os encontré a vos. Encontré este refugio. —Miró las vigas bajas y talladas del camarote, la mesa pulida, la bandeja de plata, el rostro delgado y sereno del joven. Tenía cabellos oscuros y finos, tez de color bronce claro; vestía bien pero con sencillez, no llevaba cadenas ni anillos ni ningún distintivo de autoridad. Pero su apariencia era la de un rey, pensó Tenar.

—Siento haber dejado marcharse al hombre —dijo él—. Pero es posible encontrarlo. ¿Fue él quien os echó la maldición?

—Un hechicero. —No quería pronunciar su nombre. No quería pensar en nada de eso. Quería olvidarse de todos ellos. Ni castigo ni persecución. Había que dejarlos entregados a su odio, dejarlos atrás, olvidarlos.

Lebannen no insistió, pero preguntó: —¿Estaréis a salvo de esos hombres en vuestra granja?

—Creo que sí. Si no hubiese estado tan fatigada, tan confusa por…, por el…, tan confusa que no podía pensar, no le habría temido a Diestro. ¿Qué podría haber hecho? ¿Con tanta gente alrededor, en la calle? No debería haber huido de él. Pero lo único que sentía era el miedo de la niña. Es tan pequeña, lo único que puede hacer es temerle. Tendrá que aprender a no temerle. Tengo que enseñárselo… —Desvariaba. Las ideas le venían a la mente en kargo. ¿Había estado hablando en kargo? Él iba a creer que estaba loca, que parloteaba como una vieja loca. Alzó la vista y lo miró furtivamente. Sus ojos oscuros no la observaban; contemplaban la llama de la lámpara de cristal que colgaba cerca de la mesa, una llama tenue, quieta, clara. Su rostro era demasiado triste para ser el rostro de un joven.

—Vinisteis a buscarlo —dijo ella—. Al archimago. Gavilán.

—Ged —dijo él, mirándola con una sonrisa—.Vos y él y yo usamos nuestros nombres verdaderos.

—Vos y yo sí. Pero él sólo se lo ha revelado a vos y a mí.

Él asintió.

—Corre peligro a causa de hombres envidiosos, hombres malvados, y no tiene…, no puede defenderse ahora. ¿Lo sabíais?

No lograba expresarse con más claridad, pero Lebannen dijo: —Me dijo que había perdido su poder de mago. Que lo había consumido al hacer lo que me salvó, lo que nos salvó a todos nosotros. Pero me era difícil creerlo. No quería creerle.

—Tampoco yo. Pero así es. Y por eso él… —Titubeó otra vez.— Quiere estar sólo hasta que cicatricen sus heridas —dijo por fin, con cautela.

Lebannen dijo: —El y yo estuvimos juntos en la tierra oscura, la tierra yerma. Morimos juntos. Cruzamos juntos sus montañas. Se puede regresar a través de esas montañas. Hay un camino. El lo conocía. Pero el nombre de las montañas es Dolor. Las piedras… Las piedras son cortantes y las heridas tardan en cicatrizar.

Él se miró las manos. Ella pensó en las manos de Ged, magulladas y cortadas, empuñadas sobre sus heridas. Impidiendo que los cortes se abrieran, cerradas.

Empuñó el guijarro que llevaba en el bolsillo, la palabra que había recogido en el camino empinado.

—¿Por qué se oculta de mí? —gritó el joven, dolido. Luego dijo serenamente—: Tenía la esperanza de verlo. Pero si él no lo desea, así será, ciertamente. —Ella reconoció la cortesía, el respeto, la dignidad de los mensajeros de Havnor, y lo agradeció; reconocía su valor. Pero lo amaba por su sufrimiento.

—Sin duda os buscará. Pero dadle tiempo. Estaba tan herido…, lo ha perdido todo. Pero cuando habló de vos, cuando dijo vuestro nombre, ¡oh!, entonces lo vi por un instante como era antes…, como será nuevamente… ¡Lleno de orgullo!

—¿Orgullo? —repitió Lebannen, como si estuviese sorprendido.

—Sí. Por supuesto, orgullo. ¿Quién podría sentirse orgulloso, sino él?

—Siempre pensé que era… Era tan paciente… —dijo Lebannen y luego rió ante lo inadecuado de su descripción.

—Ahora no tiene paciencia —dijo ella— y se trata con mucha dureza, en forma desmedida. Siento que no podemos hacer nada por él, salvo dejar que siga su camino y que se encuentre a sí mismo cuando ya no pueda más, como dicen en Gont… —De súbito, sintió que ya no podía más, estaba tan agotada que se sentía mal.— Creo que debo descansar—dijo.

Él se puso de pie de inmediato. —Señora Tenar, decís que habéis huido de un enemigo para encontraros con otro; pero yo vine aquí en busca de un amigo, y he encontrado a una amiga. —Ella sonrió ante su ingenio y su bondad. ¡Qué joven tan amable!, pensó.

Cuando despertó, todo era agitación en el barco: crujidos y chirridos de maderos, ruidos sordos de carreras por sobre su cabeza, matraqueo de velas, gritos de marineros. Therru tardó en despertar y lo hizo alicaída, quizá con calentura, aunque su cuerpo era siempre tan cálido que a Tenar le costaba saber si tenía fiebre. Llena de remordimientos por haber obligado a caminar quince millas a la frágil criatura y por todo lo que había sucedido el día anterior, Tenar trató de animarla contándole que estaban en un barco y que a bordo había un verdadero rey, y que el diminuto camarote en el que estaban era el camarote del rey; que el barco las llevaba a casa, a la granja, y que Tía Alondra las estaría esperando en casa, y que tal vez Gavilán también estaría allí. Ni siquiera eso le despertó interés. Estaba desconcertada, inerte, muda.

Tenar vio una marca en su brazo pequeño y delgado: cuatro dedos, una marca roja como de un hierro candente, como la huella de una mano empuñada. Pero Diestro no la había apretado, sólo la había tocado. Tenar le había dicho, le había prometido que él no volvería a tocarla. Había quebrantado su promesa. Su palabra no tenía ningún valor. ¿Qué palabra tiene algún valor contra la violencia sorda?

Se inclinó y besó las marcas en el brazo de Therru.

—Ojalá hubiese tenido tiempo para terminarte el vestido rojo —dijo—. Probablemente al rey le hubiese gustado verlo. Pero bueno, supongo que nadie usa sus mejores ropas en un barco, ni siquiera los reyes.

Therru se sentó en la litera, con la cabeza inclinada, y no respondió. Tenar le cepilló el pelo. Por fin empezaba a crecer más espeso, como una capa negra que cubría las quemaduras en el cuero cabelludo. —¿Tienes hambre, pajarito? No cenaste anoche. Tal vez el rey nos ofrezca ahora un desayuno. Anoche me dio bizcochos y uvas.

No hubo respuesta.

Cuando Tenar le dijo que era hora de salir del cuarto, Therru le obedeció. En la cubierta se quedó con la cabeza inclinada hacia el hombro. No alzó los ojos para mirar las velas blancas henchidas por el viento de la mañana ni el brillo de las aguas, ni se volvió a mirar la Montaña de Gont, que elevaba hacia los cielos la mole y la majestuosidad del bosque, el precipicio y la cumbre. No alzó los ojos cuando Lebannen le habló.

—Therru —dijo Tenar dulcemente, arrodillándose a su lado—, cuando un rey te habla, debes responderle.

Ella se quedó en silencio.

Lebannen la observaba con una expresión indescifrable. Quizás era una máscara, una máscara cortés que ocultaba su repulsión y su sobresalto. Pero no apartaba de ella los ojos oscuros. Rozó apenas el brazo de la niña, diciendo: —Ha de ser extraño para ti despertarte en medio del mar.

Therru sólo aceptó un poco de fruta. Cuando Tenar le preguntó si quería regresar al camarote, asintió. A regañadientes, Tenar la dejó encogida en la litera y regresó a la cubierta.

El barco iba pasando entre los Riscos Fortificados, las altísimas y tenebrosas murallas que parecían inclinarse sobre el velamen. Los arqueros que estaban de guardia en pequeños fuertes que parecían nidos de barro de golondrinas en lo alto de los riscos miraron a los que estaban en la cubierta y los marineros gritaron alegremente hacia lo alto. —¡Abridle paso al rey! —dijeron a voces, y la respuesta no resonó mucho más fuerte que la llamada de las golondrinas desde las alturas—. ¡El rey!

Lebannen estaba de pie en la alta proa junto al capitán y a un anciano, enjuto, de ojos entrecerrados, cubierto con la capa gris de los magos de la Isla de Roke. Ged había lucido una capa como ésa, una capa elegante y hermosa, el día en que habían llevado el Anillo de Erreth-Akbé a la Torre de la Espada; una capa vieja, manchada y sucia y gastada por el viaje había sido su único abrigo en la fría piedra de las Tumbas de Atuan y en el polvo de las montañas del desierto cuando las habían cruzado juntos. Tenar pensaba en eso mientras la espuma ondeaba a ambos costados del barco y los altos riscos se alejaban a sus espaldas.

Cuando el barco hubo dejado atrás los últimos arrecifes y comenzó a enfilar hacia el este, los tres hombres se le acercaron. Lebannen dijo: —Señora, éste es el Maestro de Vientos de la Isla de Roke.

El mago le hizo una reverencia, mirándola con un gesto de admiración en sus ojos penetrantes, y también con curiosidad; era un hombre al que le gustaba saber en qué dirección soplaba el viento, pensó Tenar.

—Ahora no tengo que esperar que el buen tiempo siga acompañándonos; puedo estar segura de que así será —le dijo.

—En un día como hoy no soy más que carga —dijo el mago—. Además, con un marinero como el Maestro Serrathen a cargo del barco, ¿quién necesita a alguien que sepa hacer cambiar el tiempo?

Somos tan corteses, pensó Tenar, nada más que «señoras» y «señores» y «maestros», nada más que reverencias y cumplidos. Le echó una mirada al joven rey. El la miraba, sonriente pero reservado.

Tenar se sintió como se había sentido en Havnor cuando era muchacha: como una bárbara, vulgar en medio de la delicadeza de los demás. Pero como ya no era una muchacha, no sintió temor sino sólo asombro ante el modo en que los hombres organizaban su mundo hasta convertirlo en esa danza de máscaras, y ante la facilidad con que una mujer podía aprender a danzaría.

Le habían dicho que ese mismo día llegarían a Valmouth. Con ese suave viento en las velas, arribarían al puerto al caer la tarde.

Aún muy fatigada por toda la angustia y la tensión del día anterior, se contentó con sentarse en el asiento que el marinero calvo le había hecho con un jergón de paja y un trozo de vela, y con contemplar las olas y las gaviotas, y observar el contorno de la Montaña de Gont, azul y nebulosa bajo la luz del mediodía, cambiando a medida que bordeaban sus costas escarpadas sólo a una milla o dos de la orilla. Hizo subir a Therru para que estuviera al sol y la niña se quedó a su lado, observando y dormitando.

Un marinero, un hombre muy misterioso, desdentado, se acercó con los pies descalzos, pies con plantas como pezuñas y dedos terriblemente retorcidos, y dejó algo sobre la lona, cerca de Therru. —Para la pequeña —dijo con voz ronca y se apartó de inmediato, pero sin alejarse. De tanto en tanto miraba en torno sin dejar de trabajar, para ver si le había gustado el obsequio y luego pretendía no haber mirado. Therru se negaba a tocar el pequeño envoltorio. Tenar tuvo que abrirlo. Era una delicada talla que representaba a un delfín, de hueso o de marfil, del largo de su pulgar.

—Puede vivir en tu bolso de hierba —dijo Tenar—, con los demás, con los muñecos de hueso.

Al oír eso Therru se animó lo suficiente como para ir a buscar su bolso de hierba y guardar el delfín. Pero Tenar tuvo que agradecerle al humilde autor del obsequio. Therru no quería mirarlo ni hablarle. Al cabo de un rato, pidió regresar al camarote y Tenar la dejó allí acompañada por la persona de hueso, el animal de hueso y el delfín.

«Es tan fácil —pensó furiosa—, tan fácil para Diestro arrebatarle la luz del sol, arrebatarle el barco y el rey y su niñez, ¡y es tan difícil devolverle todo eso! He pasado un año tratando de devolvérselo y con solo tocarla él se lo arrebata y lo arroja lejos. ¿Y de qué le sirve…, cuál es su recompensa, su poder? ¿Acaso es eso el poder, un vacío?»

Se unió al rey y al mago junto a la barandilla del barco. El sol ya estaba muy cerca del horizonte en el poniente y el barco atravesaba una luz esplendorosa que la hizo pensar en el sueño en el que volaba con los dragones.

—Señora Tenar —dijo el rey—. No os daré un mensaje para nuestro amigo. Siento que el hacerlo es imponeros una carga y también inmiscuirme en su vida; y no deseo hacer ni lo uno ni lo otro. He de ser coronado dentro de un mes. Si fuese él quien sostuviera la corona, mi reino se iniciaría de acuerdo con mis deseos. Pero esté o no allí, él me condujo a mi reino. Me convirtió en rey. No lo olvidaré.

—Sé que no lo olvidaréis —dijo Tenar con dulzura. Era tan vehemente, tan serio…; se ocultaba tras la formalidad de su rango y sin embargo era muy vulnerable en su honestidad, en la pureza de sus deseos. Le despertaba ternura. Cree que conoce el dolor, pero lo encontrará una y otra vez, durante toda su vida, y no olvidará.

Y, por tanto, no hará, como Diestro, lo que es fácil hacer.

—Transmitiré gustosa el mensaje —dijo—. No es una carga. De él depende escucharlo.

El Maestro de Vientos hizo una mueca: —Siempre ha sido así —dijo—. Sólo ha hecho lo que ha decidido hacer.

—¿Lo conocéis desde hace mucho tiempo?

—Desde hace más tiempo que vos, señora. Le enseñé —dijo el mago—. Lo que pude… Como sabéis, llegó a la Escuela de Roke cuando era un niño, con una carta de Ogion en la que nos decía que tenía un prodigioso poder. Pero cuando salí a navegar con él por primera vez, para que aprendiera a hablarle al viento, ¡imaginaos!, levantó una tromba marina. Me di cuenta entonces de lo que nos esperaba. Pensé: «Morirá ahogado antes de cumplir los dieciséis años o será archimago antes de los cuarenta…». O me gusta pensar que pensé eso.

—¿Aún es archimago? —preguntó Tenar. La pregunta parecía provenir de una evidente ignorancia y, cuando fue recibida con silencio, Tenar temió que había resultado peor que una expresión de ignorancia.

Finalmente el mago dijo: —Ahora no hay un Archimago en Roke. —Su tono era extremadamente cauteloso y preciso.

Ella no se atrevió a preguntarle qué quería decir.

—Pienso —dijo el rey— que el Reconstructor de la Runa de la Paz puede formar parte de cualquier concilio de este reino; ¿no estáis de acuerdo, señor?

Después de otra pausa y evidentemente con cierto esfuerzo, el mago dijo: —Sin duda.

El rey esperó, pero no dijo nada más.

Lebannen contempló las aguas brillantes y comenzó a hablar como si empezara a relatar un cuento: —Cuando llegamos a Roke desde el más remoto oeste, llevados por el dragón… —Hizo una pausa y el nombre del dragón se pronunció en la mente de Tenar, Kalessin, como el golpe de un gong.

—El dragón me dejó allí, pero se lo llevó. El Portero de la Casa de Roke dijo entonces: «Ha concluido su tarea. Vuelve a casa». Y antes de eso… en la playa de Selidor… me ordenó que dejara su vara, diciendo que había dejado de ser mago. Por tanto, los Maestros de Roke celebraron un concilio para elegir a un nuevo archimago.

»Me invitaron a unirme a ellos, para que aprendiera lo que puede ser conveniente que un rey sepa sobre el Concilio de los Sabios. Y también fui uno de ellos, sustituyendo a uno de los suyos: Thorion, el Invocador, cuyo arte había vuelto en su contra el poderoso mal que mi señor Gavilán enfrentó y destruyó. Cuando estábamos allá, en la tierra yerma, entre el muro y las montañas, vi a Thorion. Mi señor le habló, diciéndole que había un camino por el que se podía regresar a la vida atravesando el muro. Pero no tomó ese camino. No regresó.

Las manos fuertes y delicadas del joven estaban aferradas a la barandilla. Seguía contemplando el mar mientras hablaba. Se quedó en silencio por un minuto y luego prosiguió su relato.

—Así fue como completé el número necesario, nueve, para elegir al nuevo archimago. —Son…, son hombres sabios —dijo, echándole una mirada a Tenar—. No sólo son avezados en sus artes, sino también hombres sabios. Pero aprovechan sus discrepancias, como ya había visto, para tomar decisiones adecuadas. Pero esa vez…

—Lo que ocurrió —dijo el Maestro de Vientos al ver que Lebannen no parecía dispuesto a criticar a los Maestros de Roke— es que sólo había discrepancias entre nosotros; no tomamos ninguna decisión. No podíamos llegar a un acuerdo. Como el archimago no había muerto… Estaba vivo, como sabéis, pero no era mago… y, sin embargo, aún era un señor de dragones, parecía… Y como nuestro Transformador aún estaba perturbado porque habían vuelto su propio arte contra él y creía que el Invocador regresaría de la muerte, y nos suplicó que lo esperásemos… Y como el Maestro de las Formas no deseaba hablar… Es kargo, señora, como vos; ¿lo sabíais? Cuando se unió a nosotros venía de Karego-At. —La observó con su mirada penetrante; ¿en qué dirección sopla el viento?— Así fue como, por todo eso, no pudimos llegar a un acuerdo. Cuando el Portero preguntó los nombres de aquellos entre quienes habríamos de elegir al archimago, no se oyó un solo nombre. Todos miraron a los demás…

—Yo bajé los ojos —dijo Lebannen.

—De modo que finalmente miramos al que conoce los nombres: al Maestro de Nombres. Y él observaba al Maestro de las Formas, que no había dicho una sola palabra, pero que estaba sentado entre sus árboles como un tocón. Siempre nos reunimos en el Boscaje, así es, entre esos árboles cuyas raíces son más profundas que las islas. Ya iba anocheciendo. A veces brillaba una luz entre los árboles, pero no esa noche. Estaba oscuro, no había estrellas, sólo un cielo nublado sobre las hojas. Y el Maestro de las Formas se puso en pie y habló…, pero en su propia lengua, no en el Habla Arcana ni en hárdico sino en kargo. Pocos de nosotros la entendían o sabían siquiera qué lengua era, y no sabíamos qué pensar. Pero el Maestro de Nombres nos dijo lo que había dicho el Maestro de las Formas. Dijo: Una mujer de Gont.

Se detuvo. Había dejado de mirarla. Al cabo de unos instantes, ella dijo: —¿Nada más?

—Ni una sola palabra. Cuando lo instamos a hablar, nos miró fijamente y no pudo responder; porque había estado inmerso en una visión, ¿sabéis?… Había estado contemplando la forma de las cosas, la Forma; y poco de eso se puede expresar en palabras y aún menos en ideas. No sabía mejor que nosotros qué pensar de lo que había dicho. Pero era lo único que teníamos.

Después de todo, los Maestros de Roke eran Preceptores y el Maestro de Vientos era un buen preceptor, no podía dejar de explicar claramente lo que decía. Quizá más claramente de lo que deseaba. Miró una vez a Tenar y luego desvió la mirada.

—Así que, como veis, nos pareció que teníamos que venir a Gont. Pero ¿para qué? ¿En busca de quién? «Una mujer»…, ¡nada claro! Evidentemente esa mujer ha de guiarnos, mostrarnos de algún modo el camino que nos llevará a nuestro archimago. E inmediatamente, como supondréis, señora, se mencionó vuestro nombre… porque ¿de qué otra mujer de Gont habíamos oído hablar? No es una isla grande, pero disfrutáis de gran fama. Entonces uno de nosotros dijo: «Ella nos conducirá a Ogion». Pero todos sabíamos que Ogion se había negado hacía ya mucho tiempo a ser archimago e indudablemente no aceptaría serlo ahora que estaba viejo y enfermo. Y de hecho Ogion agonizaba mientras nosotros hablábamos, creo. Entonces otro dijo: «Pero ella nos conducirá a Gavilán». Y entonces nos sentimos realmente confundidos.

—Realmente —dijo Lebannen—. Porque comenzó a llover, allí, entre los árboles. —Sonrió.— Había creído que nunca volvería a oír el sonido de la lluvia. Sentí una inmensa alegría.

—Los nueve estábamos empapados —dijo el Maestro de Vientos—, y uno de nosotros estaba feliz.

Tenar rió. No podía evitar que el hombre le despertara simpatía. Si se mostraba tan cauteloso con ella, a ella le correspondía mostrarse cautelosa con él; pero con Lebannen y en su presencia la sinceridad era lo único que cabía.

—No puedo ser vuestra mujer de Gont, entonces, porque no os conduciré a Gavilán.

—Eso pensaba yo —dijo el mago con una aparente y tal vez genuina sinceridad—, que no podíais ser vos, señora. Entre otras cosas, porque sin duda él habría dicho vuestro nombre, en la visión. ¡Son muy pocos los que usan abiertamente sus nombres verdaderos! Pero el Concilio de Roke me ha encomendado que os pregunte si sabéis de alguna mujer de esta isla que pueda ser la que buscamos… La hermana o la madre de un hombre de poder o incluso su maestra; porque hay brujas muy sabias a su manera. ¿Es posible que Ogion haya conocido a esa mujer? Dicen que conocía a todos los habitantes de la isla, pese a que vivía solo y solía vagar por lugares solitarios. ¡Ojalá estuviese vivo para ayudarnos!

Tenar ya había pensado en la pescadora del relato de Ogion. Pero esa mujer era una anciana cuando Ogion la había conocido, años atrás, y ya debía de haber muerto. Aunque se decía que los dragones vivían muchos años, pensó.

No dijo nada por un rato y al cabo sólo dijo: —No conozco a nadie semejante.

Percibía la controlada impaciencia que despertaba en el mago. Sin duda pensaba: «¿Por qué se resiste? ¿Qué desea?». Y se preguntó por qué no podía decírselo. La sordera del mago la enmudecía. Ni siquiera podía decirle que estaba sordo.

—Entonces —dijo ella por fin—, no hay un ar-chimago en Terramar. Pero hay un rey.

—En quien tenemos buenos motivos para confiar y tener fe —dijo el mago con un ardor que le favorecía. Lebannen, que observaba y escuchaba, sonrió.

—En los últimos años —dijo Tenar titubeando— ha habido muchos infortunios, muchas desgracias. Mi… la pequeña… Ese tipo de cosas han sido muy comunes. Y he oído a muchos hombres y mujeres de poder hablar del debilitamiento, de la transformación de su poder.

—Aquel al que el archimago, mi señor, derrotó en la tierra yerma, ese Araña, provocó un dolor y una destrucción indecibles. Aún hemos de pasar mucho tiempo restaurando nuestro arte, curando a nuestros hechiceros y recuperando nuestras facultades —dijo el mago terminantemente.

—Me pregunto si no habría que hacer aun más que restaurar y curar —dijo ella—, aunque también hay que hacer eso, sin duda… Pero me pregunto, ¿es posible que…, que ese Araña haya tenido tanto poder porque las cosas ya estaban cambiando… y que se haya estado produciendo, se haya producido un cambio…, un gran cambio? ¿Y es por ese cambio que tenemos nuevamente un rey en Terramar…, un rey en lugar de un archimago?

El Maestro de Vientos la miró como si viera una nube de tormenta a gran distancia, en el horizonte más remoto. Incluso alzó la mano derecha en un indicio, un primer gesto para urdir un sortilegio que detuviese el viento, y luego la bajó nuevamente. Sonrió. —No temáis, señora —dijo—. Roke y el Arte de la Magia seguirán existiendo. ¡Nuestro tesoro está bien protegido!

—Decidle eso a Kalessin —dijo ella, súbitamente incapaz de soportar la extrema inconsciencia de su descortesía. Por supuesto, eso lo hizo mirar con fijeza. Había oído el nombre del dragón. Pero no la había escuchado. ¿Cómo podía escucharla cuando jamás había escuchado a una mujer desde que su madre le cantara su última canción de cuna?

—De hecho —dijo Lebannen—, Kalessin llegó a Roke, que, según se dice, tiene poderosísimas defensas contra los dragones; y no lo hizo por un sortilegio de mi señor, porque para entonces ya no tenía poderes de mago… Pero no creo, Maestro de Vientos, que la Señora Tenar haya temido por ella.

El mago hizo un sincero esfuerzo por enmendar su afrenta. —Lo siento, señora —dijo—. Hablé como si me dirigiera a cualquier mujer.

Ella casi rió. Podría haberlo sacudido. Sólo dijo con indiferencia: —Mis temores son los temores de cualquiera. —No tenía sentido; él no podía oírla.

Pero el joven rey estaba silencioso, escuchaba con atención.

Desde el mundo tambaleante y oscilante de mástiles y velas y cordajes que había sobre sus cabezas, un joven marino gritó clara y dulcemente: —¡Un pueblo, detrás del cabo! —Y un minuto después los que estaban en la cubierta vieron el pequeño racimo de azoteas tejadas, las espirales de humo azul, unas cuantas ventanas cubiertas de vidrio que reflejaban el sol poniente, y los malecones y los desembarcaderos de Valmouth sobre su bahía de satinadas aguas azules.

—¿Deseáis que lo haga tomar puerto o lo haréis vos, señor? —preguntó el sereno capitán y el Maestro de Vientos respondió—: Hacedlo vos, maestro. No quiero tener que ocuparme de ese pecio —dijo apuntando a las docenas de barcas de pesca esparcidas en la bahía. Así fue como el barco del rey, como un cisne entre anadejas, entró lentamente en la bahía, aclamado desde todas las barcas a cuyo lado iba pasando.

Tenar recorrió con la vista los malecones, pero no había ningún otro barco de alta mar.

—Tengo un hijo marino —le dijo a Lebannen—. Pensé que su barco podría estar aquí.

—¿Cuál es su barco?

—Era tercer maestre del Gaviota de Eskel, pero eso fue hace más de dos años. Tal vez haya cambiado de barco. Es un hombre inquieto. —Sonrió.— Cuando os vi por primera vez, pensé que erais mi hijo. No os parecéis a él en absoluto, sólo porque sois alto y delgado, y joven. Y estaba confusa, tenía miedo… Temores que puede sentir cualquiera.

El mago había subido al puesto del maestre en la proa, y Tenar y Lebannen estaban solos.

—Hay demasiados temores de ese tipo —dijo él.

Era la única oportunidad que tenía Tenar para hablar con él a solas, y las palabras surgieron presurosas e inseguras: —Quería decir… pero no servía de nada… pero ¿es posible que en Gont haya una mujer, no sé quién, no me imagino, pero es posible que haya o exista en el futuro o pueda haber una mujer… y que la busquen, la necesiten? ¿Es imposible acaso?

Él la escuchó. No era sordo. Pero frunció el entrecejo, atento, como si tratase de comprender una lengua que no fuese la suya. Y sólo dijo en un susurro: —Es posible.

Desde un bote diminuto una pescadora gritó: —¿De dónde venís? —Y desde el cordaje el joven marino le respondió con un grito que parecía el canto de un gallo:— ¡De la Ciudad del Rey!

—¿Cómo se llama este barco? —preguntó Tenar—. Mi hijo me preguntará en qué barco navegué.

Delfín —respondió Lebannen, sonriéndole.

«Mi hijo, mi rey, mi querido muchacho —pensó ella—. ¡Me gustaría tanto tenerte siempre cerca!»

—Tengo que ir a buscar a la pequeña —dijo.

—¿Cómo llegaréis a vuestra casa?

—Caminando. Sólo está a una cuantas millas valle arriba. —Señaló más allá del pueblo, hacia el interior, donde se extendía el Valle Central, amplio y bañado por el sol entre dos brazos de la montaña, como un regazo.— La aldea está junto al río y mi granja está a media milla de la aldea. Es un hermoso rincón de vuestro reino.

—Pero ¿no correréis peligro?

—¡Oh, no! Esta noche me quedaré con mi hija aquí en Valmouth. Y todos los de la aldea son de confianza. No estaré sola.

Sus miradas se cruzaron por un momento, pero ninguno de los dos pronunció el nombre que los dos pensaban.

—¿Vendrán nuevamente, de Roke? —preguntó ella—. ¿Buscando a la «mujer de Gont»… o buscándolo a él?

—Al menos, no a él. Si lo proponen nuevamente, les prohibiré hacerlo —dijo Lebannen, sin darse cuenta de cuánto le había dicho con esas tres palabras—. Pero en cuanto a la búsqueda de un nuevo archimago o de la mujer de la visión del Maestro de las Formas… Sí, es posible que eso los traiga aquí. Y tal vez los lleve a buscaros.

—Serán bienvenidos en la Granja de los Robles —dijo Tenar—. Aunque no tanto como seríais vos.

—Vendré cuando pueda —dijo él, con un dejo severo; y con un dejo de melancolía—: si puedo.

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